Asediado por mi ahijada, la hija de mi mejor amigo
Estando viudo, por motivos de estudios mi ahijada viene a estudiar a Madrid. Como su padre no puede pagar un alquiler, se queda en mi casa. Al principio todo va bien pero empiezan los problemas....
Capítulo 1. LA CASA
Echando la vista atrás, tengo que reconocer que, en un primer momento, no llegué a comprender la magnitud de como me iba a cambiar la vida la llamada de Raúl. Todavía recuerdo que mi viejo amigo me llamó un domingo para pedirme un favor. Avergonzado, me explicó que su hija había conseguido una beca para estudiar un posgrado en la universidad de Politécnica y como andaba bastante corto de dinero, me preguntó que aprovechando que yo vivía en Madrid, si podía ayudarla a buscar un alojamiento barato.
-Tú eres tonto-, le repliqué, recordando que su empresa le había echado hacia más de un año y que aunque no fuera capaz de reconocerlo, le costaba llegar a fin de mes, -Mi ahijada se queda conmigo y no se hable más. Además la casa es grande y como sabes desde que murió mi mujer, vivo solo-.
Cortado pero aliviado, agradeció mi ofrecimiento, porque eso supondría que no tendría que desembolsar mensualmente el coste del alquiler pero antes de confirmarme nada, me dijo que tendría que hablar con su hija, no fuera a ser que no quisiera. Colgando el teléfono, me di cuenta que hacía mas de tres años que no veía a la cría.
“Menuda mierda de padrino soy”, pensé por no haberla siquiera llamado por su cumpleaños. ”Ni a ella, ni a nadie”, mascullé.
Desde que murió María, me había convertido en un ermitaño, encerrado en mi concha y casi sin contacto con el exterior. Aparentemente mi vida seguía igual que antes de su fallecimiento, pero no era así. Para no caer en una depresión me concentré en el trabajo, cortando los lazos que me unían con los demás.
“Me he convertido en un amargado y a este paso voy a ser el mas rico del cementerio”.
Con cuarenta y cinco años, ejecutivo de una multinacional y sin ningún tipo de ataduras, me quedaba mucha vida por delante pero me sentía viejo. Por eso cuando esa misma tarde recibí la llamada de Carmen aceptando mi oferta, su tono alegre consiguió sacarme del sopor que me embargaba e ingenuamente llegué a considerar el hecho de ocuparme de ella como una segunda oportunidad de tener en casa lo mas cercano a un hijo. La mala salud de mi mujer no nos había permitido tener descendencia, sin hermanos ni sobrinos, solo me quedaba una tía lejana de la que, mensualmente, me ocupaba de pagar su residencia.
Aunque quedaba una semana, para que la muchacha dejara Santander y se mudara a vivir a Madrid, ordené que adecentaran el cuarto de invitados. Como durante el mes de septiembre, la actividad de la empresa baja considerablemente, decidí tomarme tres días libres coincidiendo con su llegada, de forma que ese lunes, fui a recogerla personalmente a Barajas.
No me costó reconocerla a pesar del tiempo transcurrido sin verla. Carmen, aunque se había convertido en una mujer preciosa, seguía teniendo la cara de pilla de niña. Al verme, soltando su equipaje, salió corriendo y se fundió conmigo en un abrazo.
-Padrino, no sabes la ilusión que me hace vivir en Madrid-, me dijo soltándose, -te juro que no te vas a arrepentir de haberme acogido-.
-Es lo menos que podía hacer-, contesté algo avergonzado por su efusividad.
La muchacha haciendo caso omiso a mi creciente incomodidad, me cogió del brazo y me llevó a rastras hasta donde estaban sus maletas.
-Deja que te ayudo-, le pedí cargándolas.
Me sorprendió que, por todo equipaje, solo trajera dos pequeñas bolsas de deporte. Si esa chiquilla se iba a quedar un año entero, traía poca ropa. Sobre todo al recordar que mi esposa, aunque fuera solo para un fin de semana, se llevaba medio armario. Estuve a punto de hacerle un comentario pero decidí que era mejor respetar su privacidad.
Nada mas entrar al coche, le expliqué que sabiendo que era su primera vez en Madrid, había preparado un pequeño tour por la ciudad pero si prefería antes podíamos ir a la casa a descansar.
-Padrino-, me contestó, -lo que tú prefieras-.
Como no me dio su opinión, recordé que cuando al igual que ella, llegué a la capital me impresionó ver el Palacio de Oriente, por lo que sin preguntarle y enfilando la autopista me dirigí directamente hacia ese lugar. No hizo falta llegar hasta allí, para que alucinada me fuera señalando los distintos edificios emblemáticos que nos íbamos cruzando. Pegada a la ventana del vehículo, disfrutaba como la niña que era de las novedades que se le abrían al vivir en Madrid.
-¿No te pierdes?-.
-No seas paleta-, respondí soltando una carcajada.
Haciendo un puchero y en broma, me soltó:
-Eres malo con tu ahijada-.
-Y peor que puedo ser, si me desobedeces-.
Sosteniendo su mirada, seria, me contestó:
-Eso, nunca va a ocurrir-.
Comprendí inmediatamente que su padre la había aleccionado al respecto. Estaba seguro que, mi buen Raúl, le había ordenado que me obedeciera porque el ahorro que suponía el no tener que pagar alquiler era esencial para su economía. Para no incomodarla, cambié de tema y le pregunté por su viejo.
-Está muy jodido. No te ha dicho nada, pero el mes que viene se le acaba el paro y no sabe que va a hacer-.
-Lo siento-, contesté apesadumbrado. No solo no era un buen padrino sino tampoco un buen amigo. Me traté de disculpar interiormente diciéndome que no sabía de la seriedad de la situación hasta que esa niña me había abierto los ojos y sin caer en que estaba ella presente, llamé a la oficina de la empresa en Santander y pedí hablar con el Delegado.
-Manuel-, ordené a mi interlocutor,- te va a llamar Raúl Morata. Quiero que le des trabajo, busca donde te puede servir pero contrátalo-.
Tras colgar llamé a mi amigo y tras decirle que su hija había llegado perfectamente, le expliqué que le había concertado una entrevista de trabajo. Raúl, completamente anonadado por la noticia, casi se echa a llorar y prometiendo que llamaría en ese instante, se despidió pidiéndome que cuidara de Carmen.
-No te preocupes, lo haré-.
Al colgar, la muchacha me miraba con fascinación. En una llamada, había resuelto la mayor de sus preocupaciones y sin que ella tuviese que pedírmelo. Con lágrimas en los ojos, cogió mi mano y llenándomela de besos, me agradeció lo que estaba haciendo por su familia.
-No te olvides que tú y tu padre sois lo más parecido que tengo a una-, respondí y buscando romper ese ambiente, le pregunté si tenía hambre.
-Mucha-, me respondió.
Aprovechando que estábamos cerca del barrio de El Viso donde vivía, le dije que dejábamos el paseo por Madrid para otro día y que mejor íbamos a casa. Sin poner ningún reparo al cambio de planes, la cría se mantuvo en silencio todo el viaje pero al llegar al chalet, donde iba a pasar un año de su vida, me preguntó:
-¿Aquí vives?-.
-Si-, contesté viendo que estaba sobrecogida por su tamaño. Aunque suene vanidoso, en mi fuero interno me gustó que le hubiese causado tanta impresión y buscando que se sintiera cómoda, riendo le solté: - Como ves me haces un favor, viviendo conmigo. Son demasiados metros para que viva, solo, un viejo como yo-.
-Tu no eres viejo-, me respondió sonriendo, -y a partir de hoy, ya no vives solo-.
-Eso es verdad, ahora tengo una preciosa damisela conmigo-, repliqué devolviéndole el piropo.
Encantada por mi respuesta, me dio un beso en la mejilla y se bajó del coche. Si la casa la había maravillado, cuando vio su cuarto no cupo de gozo.
-Es enorme y la cama parece un campo de futbol-.
-Ya te acostumbraras, ahora vamos a comer-.
Capítulo dos. LA ROPA.
Durante las siguientes semanas, Carmen fue convirtiéndose en una parte primordial de mi vida. Al estar tanto tiempo solo, me había olvidado lo que era compartir mi tiempo con otra persona y aún mas cuando esta resultó ser alguien adorable. Sin que yo se lo pidiera, se levantaba antes que yo, para que al salir de la ducha, ya tuviese preparado el desayuno y por la noche, esperaba mi llegada para contarme su día en la universidad y cenar conmigo. Poco a poco, me fui acostumbrando a su compañía y dejó de resultarme raras, cosas tan nimias como que se emocionara viendo una película en la tele o que llegará cabreada porque un profesor había faltado sin avisar. Tras tres años de tristeza, en mi casa se volvieron a escuchar risas y todo gracias a ella.
Ese estado idílico cambió una noche en la que le dije que no iba a ir a cenar, porque tenía una fiesta:
-¿Y eso?-.
-Un coñazo. Me han invitado a un evento benéfico. Ya sabes, una reunión en la que a medio centenar de gerifaltes los engañan para que financien obras de caridad a base de lingotazos de ginebra-, y sin saber que era lo que me iba a acarrear, le pregunté: -¿quieres acompañarme?-.
-Sí-, me contestó, -pero no tengo nada que ponerme-.
No comprendo porque le dije que mirara en la habitación que le había servido como vestidor de mi mujer, por si había algo que le quedara.
-¿Seguro que no te molesta que use su ropa?-.
-María estaría encantada de que tu la usaras, no en vano eras también su ahijada-.
Satisfecha por mi respuesta, corrió al cuarto y durante toda la tarde se pasó probando los cientos de modelitos que ella había acumulado durante los años de nuestro matrimonio. No supe más de ella, hasta que ya vestido, toqué a su puerta, pidiéndole que se diera prisa porque íbamos a llegar tarde.
Al salir de su habitación, me quedé sin habla. Carmen estaba impresionante. Enfundada en un coqueto traje de raso rojo, sus formas se mostraban con toda nitidez y por vez primera, me percaté que mi ahijada era una mujer de bandera.
-¿Te gusto?-, me preguntó.
Por mi expresión bobalicona supo que había acertado en la elección. La muchacha no solo tenía un cuerpo esplendido sino que además al ser mas estrecha que mi esposa, el vestido le quedaba muy entallado, dotando a sus pechos de una sensualidad que me había pasado completamente desapercibida.
-Estas maravillosa-, le contesté, completamente ruborizado al pensar que se había fijado en la forma tan poco paternal con la que yo, su padrino, la había estado contemplando.
Ella, lejos de molestarse, sonrió diciendo:
-Pensé que era demasiado sexy para ti pero, ya que te gusta, te prometo que a partir de hoy, me vestiré más provocativa-.
No supe responderle. Debería haberle dicho que no era apropiado pero fui incapaz y cogiendo mi abrigo abrí la puerta, cediéndole el paso.
-Por cierto, tú también estas muy guapo-.
El trayecto hasta la fiesta fue una pesadilla. No pude dejar de mirar sus piernas de reojo, mientras mentalmente me recriminaba mi comportamiento. Ella, sabiéndose observada, disfrutó de lo lindo provocándome. Con gran descaro, sacó de su pequeño bolso un pintalabios y un espejo y sensualmente, se retocó echándose hacia delante, dejándome disfrutar del marcado escote. Mas excitado de lo que me hubiese gustado reconocer, llegué a la fiesta.
Mis colegas, al verme, se quedaron extrañados de que el viudo eterno llegase acompañado de un bombón semejante. Muchos de los presentes, llevaban tiempo animándome a dar un paso adelante y dejar mi auto impuesta reclusión atrás, pero fue una vieja amiga, la que acercándose, me dijo:
-Podías haberme avisado que volvías a estar en el mercado. ¿Me presentas a tu amiguita?-
El término tan despectivo con el que se refirió a Carmen, me hizo encabronar pero fue mi acompañante, la que dándose por aludida le respondió:
-Pedro no está en venta y menos para una antigualla como tú-.
Alicia se dio la vuelta, indignada, no en vano a sus treinta y cinco años era una mujer de muy buen ver. Al irse, no pude resistir la risa y soltando una carcajada, recriminé a mi ahijada su falta de tacto:
-Te has pasado. Ella no fue ni la mitad de borde que tu-.
-Esa puta no sabe quien soy yo-, soltó mientras una sonrisa iluminaba su cara,- nadie toca a mi hombre y menos en mi presencia-.
-Carmen, cuida esa lengua. No soy tu hombre sino tu padrino-.
-Si, pero ella no lo sabe, así que se joda-.
Su desfachatez me puso de buen humor y sin explicar a nadie nuestra relación, fui presentando a la muchacha a mis amigos. El resto de la noche, mi querida ahijada se comportó como una dama sin sacar a relucir su mala leche, haciendo las delicias de los hombres y provocando celos en sus parejas. Acabada la cena, Carmen, que estaba animada, me pidió que en vez de volver a casa, la sacara a tomar algo.
No me pude negar por lo que la llevé a un pub cercano. Allí, quizás producto de las copas, le pregunté porque casi no salía con amigos, si era acaso porque había dejado un novio en Santander.
Ella, al escucharme, cogiéndome de la mano, me contestó que no me preocupara que no tenía novio y que si no salía con sus compañeros, era porque le parecían unos críos. En ese momento no me di cuenta pero me encantó saber que no tenía nadie esperándola. Eran cerca de las cuatro de la mañana cuando llegamos a casa. Al despedirme de ella en la puerta de su cuarto, dándome un beso en la mejilla, me susurró al oído:
-Te quiero mucho, padrino-.
Me quedé de piedra, esa tierna despedida escondía un erotismo que no me pasó desapercibido y confuso, le respondí que yo también.
-Hasta mañana-, me dijo cerrando la puerta, dejándome solo en mitad del pasillo con mis remordimientos.
Capítulo tres. EL COCHE Y EL PELO .
Esa noche me costó conciliar el sueño, no dejé de darle vueltas a la fascinación recién descubierta que sentía por mi ahijada. El hecho que durmiera a escasos metros no ayudó a sacar de mi mente la visión de su cuerpo. Como si fuera una pesadilla, me imaginé besando sus pechos mientras mi mano recorría su cuerpo. Era como si un adolescente se hubiera adueñado de mi cuerpo, escena tras escena me vi haciéndole el amor mientras ella gemía de placer diciendo mi nombre. Por mucho que intenté apartar la imagen de sus piernas abrazando mi cuerpo mientras mi sexo campeaba libremente en su interior, no conseguí evitar que mi mano recogiendo mi lujuria, buscara la liberación corriéndome sobre las sabanas.
Al despertar, estaba agotado y avergonzado. Aunque físicamente no me hubiese acostado con mi ahijada, cada poro de mi cuerpo había gozado amándola, cada uno de mis nervios había sentido el placer de penetrarla mientras que cada una de mis neuronas, me recriminaba el haberlo hecho. No solo era la diferencia de edad, los veintidós años que nos separaban no eran una barrera tan grande como el hecho que, hasta hacía escasas horas, siempre había visto a esa niña mujer como una sobrina. Me sentía sucio. Ni siquiera la ducha matinal pudo limpiar la degradación que sentía al haber gozado pensando en ella. Traté de convencerme que, esa mañana, dicha atracción habría desaparecido y que el supuesto interés en mí y que había apreciado en Carmen, era solo producto de mi imaginación.
Con esos pensamientos, bajé a desayunar. Nada mas entrar a la cocina, mis temores se hicieron realidad, al ver a mi ahijada preparándome el café. La muchacha llevaba puesto uno de los camisones de mi mujer. La tela, casi transparente, dejaba traslucir la desnudez de su cuerpo. Sin anunciar mi llegada, parado en la puerta, me quedé observando obsesivamente su trasero, perfectamente contorneado. Ni un gramo de grasa cubría ninguna parte de su anatomía. Era maravillosa.
Carmen, al darse la vuelta y verme en la entrada, me saludó.
Pero todavía hoy no se si le contesté, mis ojos se habían quedado prendado en sus pechos. El delgado tul que los envolvía, no conseguía cubrirlos, dejándome ver la perfección de sus pezones. La caricia de mi mirada no le pasó inadvertida pero, en vez de ruborizarse por mi examen, se acercó y pegándose a mí y me dio un casto beso. Beso casto, beso infantil que al sentir su aroma, hizo que mi hombría se irguiera sin pudor. Tratando de que no notara mi apetito, me senté en la mesa mientras ella me traía el café.
“No puede ser”, me dije, tratando de calmarme, “es una niña”.
Intento que resultó infructuoso porque, la muchacha obviando que estaba casi desnuda, se sentó enfrente y empezó a darme conversación. Su voz juvenil tenía un tono desconocido para mí. Mi ahijada estaba coqueteando conmigo. Incapaz de prestar atención a sus palabras, me concentré involuntariamente en las rosadas aureolas de sus pechos, su dueña al notarlo lejos de taparse, parecía disfrutar de mi atención y con sus pezones ya erizados, me miraba retadora. No me podía creer lo que estaba pasando, esa cría se estaba excitando y sin ningún pudor, se exhibía ante mis ojos. En un momento dado y cuando ya no sabía en que postura ponerme, para que ella no notara los efectos que estaba produciendo bajo mi pantalón, me preguntó si podía llevarla a la peluquería.
-Tenía pensado salir a correr, ¿Por qué no coges el coche?-, le contesté buscando una escapatoria. Necesitaba alejarme de ella, aunque solo fuera un par de horas.
-De acuerdo-, me contestó. –No te lo he dicho pero quiero cambiarme de look. Estoy segura que te gustará lo que tengo planeado-.
No me vi con fuerzas de decirle que difícilmente nada podía mejorar su melena morena y en vez de ello, salí huyendo de su presencia. Rápidamente, subí a mi cuarto y poniéndome ropa de deporte, salí de la casa sin despedirme.
Cogiendo Serrano en dirección al Retiro, empecé a trotar, buscando que el ejercicio consiguiera reducir mi desasosiego. Las calles se sucedían sin pausa y el sudor me cubría por entero pero en nada había conseguido aminorar mi estado.
“Tengo que hablar con Carmen. No es apropiado que vaya medio desnuda por la casa”, medité, evitando reconocer que esa cría me tenía subyugado.
Sin darme cuenta, habían transcurrido dos horas cuando volviendo del paseo, enfilé la calle de mi casa. En la puerta, estaba aparcado mi mercedes.
-Ya debe de haber vuelto-, pensé al verlo pero en cuanto abrí la verja, caí en mi error, Carmen se había llevado el coche de mi mujer. En ese momento, no le di importancia, no en vano, llevaba sin moverse al menos seis meses y le venía bien que alguien lo condujera.
Agotado por el esfuerzo, cogí una cerveza de la nevera y tumbándome en el salón, me puse a ver la televisión. No se cuanto tiempo tardé en que el sopor me venciera y me quedase dormido. Me desperté cerca de las tres con hambre, al acercarme a la cocina escuché ruido y comprendí que mi ahijada había regresado y que estaba cocinando. Hasta mí llegó el olor de un guiso y acelerando entré, para llevarme el mayor susto de mi vida. Como si un fantasma de mi pasado hubiese vuelto para torturarme, vi a María enfrascada entre cazuelas.
“Me estoy volviendo loco”, pensé paralizado.
Cuando ya estaba a punto de desmayarme, se dio la vuelta y entendí que era Carmen con su nuevo look. Era una copia en joven de mi difunta esposa. No solo era que llevara uno de sus conjuntos favoritos sino que se había cortado y pintado el pelo a semejanza de ella.
-Buenos tardes, bello durmiente. ¿Qué te parece?, ¿estoy guapa?-, me soltó con una sonrisa en sus labios. Parecía entusiasmada por el cambio.
Debía de haberle montado una bronca pero, mi cobardía por una parte y lo entusiasmada que parecía por el cambio, me hicieron callar y comerme mi cabreo. Comportándose como una modelo de pasarela, se paseó por la cocina para que admirara su corte.
-Estás preciosa pero… te hace mayor-, contesté sin mentir pero perdiendo nuevamente una oportunidad de preguntarle a que se debía esa transformación y porque había elegido a mi mujer como espejo.
-Gracias, eso es lo que quería-, y con la inconsciencia que da la juventud, prosiguió diciendo: -Ayer, me sentó fatal oír a una maruja que le dijera a su marido que parecía tu hija-.
-No comprendo porque te enfadas, soy dos años menor que tu padre. Es lógico que la gente piense que eres mi hija-.
-Pero, ¡No lo soy!-, contestó y pidiéndome que me sentara a comer, dio por terminada la conversación.
Masticando mis ganas de decirle que su comportamiento me parecía absurdo, me puse a comer. La comida estaba buenísima y eso hizo que paulatinamente me fuera tranquilizando, lo que me permitió que la pudiese observar con un ojo crítico. Realmente, tenía que reconocer que su pelo teñido de rubio dulcificaba sus facciones y eso le hacía todavía más irresistible. Era una copia en joven y en sexi de Maria, pero ésta nunca había sido tan atractiva. Ahora que la veía con nuevos ojos, era incontestable que la nueva Carmen provocaría a su paso la admiración de todo aquel que se cruzase con ella.
-Por cierto, Padrino-, me dijo, tapándose la nariz, al ver que había terminado de comer,-deberías ducharte, estás sudado-.
Ese gesto infantil, me hizo recordar a mi anterior ahijada y, con un acto que juro que fue reflejo, le di un pequeño azote en su trasero. No acababa de darle la nalgada cuando interiormente ya me había arrepentido. Mi supuesta victima me miró extrañada pero, al segundo, riendo me soltó:
-Si cada vez que me meto contigo, me das un azote. Voy a hacerlo más a menudo-.
Mas tranquilo al escuchar de sus labios que no se había sentido ofendida, me fui a bañar. Ya bajo el agua, recapacité sobre lo ocurrido y comprendí que de todas formas debía de tener cuidado porque lo quisiera reconocer o no, esa nena estaba flirteando conmigo y eso no era ni moral ni lógico. Todavía desnudo, mirándome al espejo, me dije que la culpa era mía por llevar tanto tiempo de abstinencia, que debía salir mas y conocer a una mujer de mi edad. Seguía afeitándome cuando de improviso se abrió la puerta y apareció por ella, la muchacha.
-Perdón-, se disculpó por haber entrado sin llamar y pillarme en pelotas.
Alucinado por esa incursión en mi privacidad, rápidamente cogí una toalla y rojo como un tomate, porque la chica ni siquiera se había movido, le pregunté que quería:
-Acaba de llamar tu jefe, Mr. Stevens, me ha dicho que está en Madrid y que nos invita a cenar-.
Tardé en asimilar sus palabras. Que mi jefe estuviera en Madrid no era habitual pero entraba dentro de lo normal, lo que no era lógico es que NOS invitara a cenar. Al cuestionarle sobre ese punto y con su desparpajo habitual, me contestó:
-Le dije que como era tu novia, si la invitación me incluía-.
-Y ¿Qué te contestó?-, sin todavía magnificar el charco en el que me estaba metiendo.
-Se rio diciendo que por supuesto y que ya era hora que pasaras página. Quiero que sepas que no puedo estar mas de acuerdo con él-.
Si antes me había callado, esa fue la gota que colmó el vaso y encabronado, la abronqué por haberse presentado como mi pareja ante mi jefe y que aunque él fuera un viejo verde, me había puesto en un compromiso. Era la primera bronca que le echaba, los ojos de Carmen se poblaron de lágrimas y se puso a llorar diciéndome que solo había actuado de la misma forma que la noche anterior y que si yo se lo decía, se quedaba en casa.
Nunca he sido un hombre duro con las mujeres y menos con una cría tan encantadora. Sus sollozos derrumbaron todas mis defensas y abrazándola, le dije que podía venir tratando de calmarla. Carmen al sentir mis brazos alrededor de su cuerpo, se tranquilizó inmediatamente y pegándose a mí, bajo su mano por la toalla que me cubría y tocándome el trasero, me largó:
-Vale, voy …. Y por cierto, Padrino, Tú también tienes un buen culo-.
El hecho de que sus lloros habían sido una pantomima era claro, pero aún mas cuando la cría poniéndose en posición, me insinuó que merecía otro azote. Cayendo en su juego y suponiendo que era una chiquillada, me senté en la taza y poniéndola en las rodillas, jugando le di al menos media docena. Al levantarla, Carmen me sacó la lengua y muerta de risa, me dejó solo en el baño.
Al vestirme, en contra de lo que debía haber sido mi estado de ánimo, estaba preocupado por como se iban desarrollando los acontecimientos pero alegre por tener alguien con quien disfrutar de las pequeñas cosas que da la vida, y sin ser plenamente consciente del fregado en que esa niña me estaba metiendo. Ya vestido, bajé al salón para ver un rato la tele, pero ni siquiera me dio tiempo de encenderla porque, desde su habitación, escuché que Carmen me llamaba.
Contrariamente a lo que ella hizo, llamé a la puerta y desde dentro, me dijo que pasara. Frente al espejo, se hallaba mi ahijada vestida con un traje demasiado serio para su edad.
-Si lo que quieres es mi opinión, no te queda. Pareces una anciana-, le solté.
Ella, al oírme me dijo que ella opinaba lo mismo pero que como era una cena con mi jefe, creía que debía ir formal.
-Formal sí pero no hecha una monja-.
-Vale-, me contestó recapacitando,-no te vayas, ayúdame a desabrocharme la cremallera-.
Tonto de mí, no caí en sus intenciones y nada mas bajarla, la cría dejó caer el vestido, quedándose en bragas y con sus pechos a menos de un palmo de mi cara.
-¡Tápate!-, le grité, espantado, no solo por la escena sino también porque su súbita desnudez me había excitado.
-No sabía que eras tan pudoroso-, dijo sin dar importancia al hecho, recogiéndolo del suelo, -si me has visto muchas veces desnuda, incluso me has bañado-.
Todavía con mi corazón desbocado, dándome la vuelta, le expliqué que entonces ella era una bebé y ahora era una mujer preciosa.
-¿Te parezco preciosa?-.
-Si, pero eres mi ahijada y no es correcto que te exhibas desnuda ante mí-.
-No estaba desnuda, tengo las bragas puestas-, me contestó a carcajada limpia, -Si quieres, me las quito-.
Ni me digné a responderle, cogiendo la puerta, salí huyendo y encerrándome en mi cuarto, me tumbé en la cama y busqué, en la lectura, la tranquilidad que me faltaba. Por mucho que intenté sacarla de mi mente, sus pechos juveniles volvían a torturarme. “Soy un viejo para ella”, repetía machaconamente buscando espantar mis sentimientos, “está jugando, en realidad, solo quiere flirtear para provocarme y nada más”. No debía llevar una hora leyendo cuando, Carmen entró en mi habitación y se acurrucó a mi lado mientras me pedía perdón por su broma.
-No hay problema, te perdono pero no lo vuelvas a hacer-, le dije sin separar la vista del libro que estaba leyendo.
La muchacha, sin moverse, permaneció pegada a mí. No percibí que se había dormido hasta que un breve ronquido me lo hizo saber. Dejando por un momento la novela, me fijé que dormida todavía se parecía mas a mi mujer. Su expresión serena remarcaba su belleza.
“Es guapísima”, pensé mientras la observaba con detenimiento. Mis ojos fueron recorriendo con lentitud, sus ojos cerrados, su boca recién pintada, su cuello. Sin darme cuenta, mi exploración fue más allá y pasando por sus hombros, sin miedo a ser descubierto, me entretuve deleitándome a través del escote con el inicio de sus pechos. Estuve a un tris, de acomodar su blusa para así disfrutar de sus pezones, pero gracias a que todavía tenía algo de decencia, me abstuve de hacerlo y en vez de ello, proseguí con mi minucioso examen, estudiando como su estrechísima cintura era coronada por unas caderas de ensueño. Dejando correr mi imaginación, me vi acariciando sus glúteos mientras separaba sus piernas y mi pene se introducía en su sexo. Al sentir que estaba siendo dominado por la excitación, intenté separarme de ella pero me resultó imposible porque, protestando en sueños, Carmen se abrazó a mi pecho, de manera que tuve que permanecer a su lado.
Sé que si hubiese querido, me podría haber levantado pero no tuve fuerzas de hacerlo y cerrando los ojos, me puse a pensar que era mi difunta esposa la que me abrazaba. Fue un error, excitado como estaba, no pude evitar que mi mente discurriera por unos derroteros que no me convenían y simplemente, me imaginé a María bajando por mi pecho y tras abrir mi bragueta, besar mi extensión. Dominado por la lujuria, la vi envolviendo con sus labios mi glande e introduciéndoselo en la boca. Debí de gemir al correrme porque, al volver a la realidad, vi que mi ahijada se había despertado y miraba sin ningún disimulo la mancha de mi pantalón.
Supe que se había percatado que había llegado al orgasmo teniéndola entre mis brazos, sin que ella hiciera nada por provocarlo. Completamente abochornado por la situación, me tapé con una manta. Carmen, no queriendo entrar al trapo y mirando su reloj, dijo haciéndose la sorprendida que era muy tarde y que tenía que darse prisa o llegaríamos tarde. Sin hacer mención alguna a lo que acababa de ocurrir, se levantó de la cama y salió de la habitación
Durante cinco minutos estuve paralizado por la vergüenza, tras los cuales, comprendí que debía darle una explicación y haciendo un esfuerzo, me levanté a disculparme. Recorrí los escasos metros que me separaban de su cuarto como un buey va al matadero, cabizbajo, arrastrando los pies al andar y con la vergüenza reflejada en mi cara. La puerta estaba abierta y por eso pasé sin llamar.
En el quicio, me quedé helado. Sobre la cama, yacía mi ahijada completamente desnuda, masturbándose con los ojos cerrados. Hipnotizado por la escena, durante un minuto y como un espectador inoportuno, violenté su intimidad observando, alelado, como masajeaba su clítoris mientras con su otra mano pellizcaba sus pezones.
Por mucho que la cordura me aconsejara a salir corriendo, el morbo de contemplarla, mientras daba rienda suelta a su pasión, me retuvo de pie al borde de su cama. Sin saber que sus caricias estaban siendo observadas por mí, mi ahijada se contorneaba como una posesa. Coincidiendo con su clímax, gimió mi nombre mientras su cuerpo se retorcía de placer.
Aterrorizado al escuchar de sus labios que era, yo, el objeto de su deseo, me fui de su habitación. Esa atracción, además de inmoral, se estaba tornando opresiva. Tenía que sincerarme con ella y exigirle que dejara de tontear conmigo. Si antes era necesario, después de descubrirla era obligatorio, se tenía que dar cuenta que además de la diferencia de edad, era la hija de mi amigo.
Temblando todavía, salí al jardín. Mi cerebro completamente acelerado, no podía dejar de rememorar el sonido de sus jadeos y desplomándome sobre una hamaca, mi desolación fue total al entender que nada podía evitar, ya, que deseara hacerla mía.
Capítulo tres. EL NOMBRE .
El frio de la noche, me hizo volver a la casa. Quedaba media hora escasa para que tuviésemos que salir hacia la cena por eso y aunque no me apetecía nada enfrentarme a ella, comprendí que en ese momento, en el que se estaba desmoronando mi vida, no me podía permitir el lujo de ofender a mi jefe. No me quedaba mas remedio que ir a esa puta cena y ella tenía que acompañarme. Sabiendo que jugaba con fuego y que corría el peligro de quemarme, decidí que al día siguiente aclararía todo con Carmen. Tenía que dejar de jugar conmigo, no podría soportar mucho más sus coqueteos. No dejaba de rememorar como se separaba sus labios, como introducía un dedo en su interior, sin dejar de nombrarme. Era tan atrayente la idea de perderme en sus brazos que, por momentos, me parecía menos inmoral que un maduro se dejara seducir por una joven casi de su familia.
Mentalmente hecho polvo, me vestí y esperé que saliera de su habitación para marcharnos. Al verla bajar por la escalera, me pareció una diosa. Con un traje negro en exceso escotado, la seda del vestido realzaba, no escondía, sus esculturales pechos. Era como una segunda piel. Sus pezones se mostraban con desvergüenza, revelando a cualquier espectador que la dueña de ese cuerpo se había olvidado en el cajón el sujetador. La abertura de su falda, tampoco se quedaba atrás. Si llevaba ropa interior debía de ser un estrecho tanga de talle alto.
-¿Qué te parece?-, me preguntó.
-No sé que decirte, creo que a Mr. Stevens le va a dar un sofoco al verte-.
-A mí, él me da igual. A ti, ¿te gusta?-.
-Si-, asentí con un gruñido. Realmente, estaba maravillosa pero no me hacía ninguna gracia pensar que todos vieran esa belleza. La quería para mí.
Cuando salíamos por la puerta cogí las llaves de mi coche pero, quitándomelas de la mano, Carmen me dio las del golf, diciendo:
-Como seguramente vas a beber, es mejor que vayamos en mi coche. No me atrevo a conducir el mercedes-.
No me pasó inadvertido que esa muchacha se había apropiado del coche de mi mujer, pero como no tenía ganas de discutir y sobretodo como ya había decidido hablar con ella al día siguiente, preferí callar. Carmen era como un virus que habiéndose inoculado en mi vida, se extendía invadiéndolo todo. “La casa, el pelo, la ropa, el coche… esta cría quiere todo lo que perteneció a mi mujer”, recapacité sabiendo que entre las posesiones de María me encontraba yo.
Ajena a mis tribulaciones, mi ahijada me preguntó por mi jefe, a lo que contesté:
-Es un buen hombre, divertido, animado y sobretodo mujeriego, pero no te preocupes, no te va a atacar. Se acaba de casar con una mujer mucho mas joven que él y seguro que en este viaje, viene acompañado-.
-¿Cuánto mas joven?-.
“Mierda”, exclamé interiormente antes de contestar, -Mr. Steven debe rondar los setenta y la mujer debe de ser un poco mas joven que yo-.
Tardó un segundo en hacer los cálculos y al darse cuenta que se llevaban unos treinta años, sonrió, diciendo:
-Me va a caer bien, ese viejo-.
-No me cabe duda-, mascullé entre dientes y sin más dilación, encendí el coche.
Afortunadamente, la cena era en el Hotel Villamagna, porque no se si hubiese aguantado la claustrofobia de estar encerrado, con mi oscura tentación, en un habitáculo tan estrecho mucho tiempo. Al llegar, salí primero y acercándome a la puerta del copiloto, la abrí:
-Un beso para mi caballero-, me susurró y cogiéndome desprevenido, posó sus labios en los míos.
No supe reaccionar, solo se me ocurrió no dar importancia al beso. “Fue un pico…solo un pico”, cavilé mientras entrabamos del brazo al restaurant. A Carmen se la veía radiante, no me cabía la duda que estaba disfrutando de su pequeña victoria. “Maquiavelo se queda corto al lado de esta niña”. Saber que no se detendría ante nada, me convenció que debía adelantar la charla y que nada mas dejar al jefe, iba a aclarar cuatro cosas con esa lianta.
Mr. Stevens y su señora ya estaban sentados a la mesa. John, al acércanos, dio un repaso a mi acompañante. Por su cara, se le notaba a la legua que quedó impresionado por su belleza y como el viejo verde que era, no dejó un centímetro sin explorar con la mirada. Levantándose de su silla, llegó hasta nosotros y dándole un beso a la chiquilla, se presentó:
-Soy John-.
-Encantada de conócele, John. Mi nombre es Maria…-, le contestó pero al ver mi cara de espanto, remendó su error, diciendo: -…Maria del Carmen-.
De nada sirvió su rectificación, el daño ya estaba hecho. Mi jefe, como buen anglosajón, odia los nombres compuestos y para él, mi supuesta novia se llamaba María. Así se la presentó a Briggitte, su mujer y de ese modo tan doloroso para mí, la nombró durante la cena. Con el ánimo por los suelos, me acomodé en mi asiento. Meditabundo y en silencio, horrorizado tuve que soportar que mi ahijada, usando su simpatía y desparpajo, se metiera en menos de cinco minutos a ese matrimonio en el bolsillo. Tan poco conocía en realidad a Carmen, que no tenía ni puñetera idea que la muchacha era un hacha en los idiomas. Aunque Briggitte era francesa, eso no le supuso ningún problema, alternó el español, el inglés y el francés como si fuera algo habitual en su día a día.
Tanto John como su mujer, estaban embelesados con ella. Hasta tal grado que sin poderse aguantar, mi jefe me preguntó que donde y cuando había sacado esa joya. Antes que pudiese contestar, Carmen se anticipó diciendo:
-Nos conocemos hace años, pero entonces seguía casado. Hace menos de un mes, nos rencontramos y ese mismo día, me pidió que me fuera a vivir con él. Y como verás, acepté-.
La arpía no había mentido, pero había tergiversado la historia, haciéndome aparecer como un Don Juan y a ella como una pobre damisela que había sucumbido a sus encantos. El viejo al oírla, me miró y dijo:
-Menudo pájaro estás hecho y yo que te creía un poco parado. No me cabe duda que me has engañado y que tras ese aspecto estirado se esconde mi alma gemela-.
-La verdad, John. Es que hasta que llegué nuevamente a su vida. Pedro estaba un poco oxidado, pero gracias a un poco de ternura y de amor, voy lubricando su dañada maquinaria-, contestó Carmen anticipándose nuevamente.
Cabreado por los derroteros de la conversación decidí intervenir, diciendo:
-John, con este aceite-, señalando a mi ahijada, -¡Hasta el mas tonto, lubrica!-.
Mi burrada provocó que Mr. Stevens y su esposa soltaran una carcajada. Carmen me lanzó una cuchillada con la mirada pero, reponiéndose al instante, me susurró al oído:
-Eso habrá que verlo-.
No comprendí sus palabras hasta que sentí como, con su mano bajo el mantel, me empezó a acariciar la pierna. No haciendo caso a sus mimos, pregunté a Briggitte si era su primera vez en Madrid. Nunca llegué a escuchar su respuesta. Mi querida ahijada viendo que no me afectaba su descaro, cambió de objetivo y se concentró en mi miembro. Éste no tardó en reaccionar y completamente alborotado, recibió con gozo sus caricias. Miré de reojo a mi acompañante, nada en ella revelaba que en ese preciso instante me estuviera masturbando en público. Disimulando, retiré su mano de mi entrepierna y la deposité suavemente encima del mantel.
-Tienes razón eres un tonto-, me soltó. Creí que se había terminado pero, entonces, cogiendo mi mano, la llevó a su sexo, y en voz baja me dijo: -Como veras, yo también soy una tonta-.
No lo podía creer, ¡la muchacha estaba completamente empapada!. Al tratar de retirarla, cerró sus piernas, dejando mi mano aprisionada entre sus muslos. No satisfecha, me robó otro beso, mientras me decía:
-Mastúrbame o le digo a tu querido jefe, que te estás acostando con tu ahijada y que llevas haciéndolo desde que era una niña-.
La muy zorra me tenía entre la espada y la pared. Si no hacía lo que ella decía, me podía olvidar no solo de mi trabajo sino de mi futuro, nadie me volvería a contratar con antecedentes de pederastia. Pero si lo hacía, habría sucumbido ante ella. Sabiendo que no me quedaba otra salida, comencé a acariciar su sexo por encima del tanga. Carmen al notar que había cedido, haciendo que se acomodaba en la silla, se bajó las bragas hasta media pierna y con una sonrisa, me indicó que ya estaba dispuesta.
Humillado hasta lo indecible, pero tengo que reconocer que excitado, me fui aproximando a mi meta para descubrir que esa zorra, con aspecto angelical, lo llevaba completamente afeitado. Ni un solo pelo, entorpeció mis maniobras cuando separando sus labios, me concentré en el botón de su clítoris. Afortunadamente, la cría no tardó en llenar la silla con el producto de su orgasmo, momento que aproveché para levantarme e ir al baño.
-¡Hija de puta!-grité, mirándome al espejo. –¡Esta niña no sabe quién soy yo!-.
Mas tranquilo al haber tomado la decisión de vengarme, volví a la mesa y me metí en la conversación como si no hubiese pasado nada. Pero algo había cambiado en mí, ya que la niña se quería apropiar de todo, lo tendría pero a mi forma:
-María-, le dije, usando el nombre de mi esposa muerta y aprovechando que habíamos terminado de cenar, - vete despidiendo, que estoy cansado-.
Por mi tono autoritario, comprendió que estaba cabreado y que le esperaba una buena bronca. La muchacha obedeció al instante y en dos minutos estábamos recogiendo el vehículo.
Capitulo cuatro. LA CAMA
Nada mas salir del restaurant, aprovechando que tuve que parar por un semáforo en rojo, me volví y le solté un tortazo. A voz en grito, exigí que me explicara su comportamiento. La muchacha, llorando, me pidió perdón.
-Eso no me vale-, dije gritando, -crees que no me he dado cuenta de lo que pretendes-.
Totalmente desconsolada, me explicó que desde que se hizo mujer, me amaba y que sabiendo que me había quedado viudo, le pidió a su Padre venirse a vivir a Madrid para estar mas cerca de mí. Lo que no se esperaba es que yo la invitara a vivir conmigo pero viendo la oportunidad no la dejó pasar y convencida que iba a terminar enamorándome de ella, como ella de mí, esperó tranquilamente que sucediera. Pero todo se aceleró en el evento benéfico porque al sentir que otra podría ocupar el lugar que ella quería para sí, le obligó a precipitar los acontecimientos.
Viendo que no respondía y que su confesión no había servido para nada, me gritó:
-¡Soy Virgen!, he esperado que fueras tú quien me hiciera mujer-.
“Eso no me lo esperaba”, pensé y sin dar mi brazo a torcer, me mantuve callado durante todo el trayecto. Al llegar a casa, Carmen completamente desmoralizada, enfiló hacia su cuarto. Pero justo cuando iba a entrar, la llamé.
-¿Dónde vas?, esta noche me has obligado a masturbarte en público, ahora quiero que lo hagas tú, teniéndome de espectador-, le dije desgarrando su vestido y dejándola casi desnuda frente a mí.
Totalmente aterrada, no pudo reaccionar, quedándose parada. Sin ahorrar nada de violencia, la senté en el sillón frente a mi cama y le ordené que empezara mientras yo me desnudaba. Incapaz de negarse, empezó a acariciarse mientras unos gruesos lagrimones caían de sus ojos.
-No veo bien con el tanga, acerca el sillón y termina de desnudarte-, ordené cómodamente tumbado en la cama.
Desde mi privilegiado punto de observación, no quité ojo a sus maniobras y vi como se quitaba el tanga y acercaba el sillón a escasos centímetros de mi cara.
-Empieza y compórtate como la puta que eres-.
Lloriqueando, abrió sus piernas y separando sus labios, comenzó a acariciar su clítoris. Olvidándome de sus lamentos, me concentré en observar si era verdad que el himen se podía ver si la virgen en cuestión tenía el coño bien abierto. Al confirmar que si se podía ver, verifiqué de paso que, por primera vez, esa zorrita no me había mentido. Nadie había hoyado su tesoro. Saber que iba a ser yo quien la desvirgara, me empezó a calentar.
Carmen al comprobar con sus ojos que mi pene reaccionaba, dejó de llorar y llevando una mano a su pecho, lo pellizcó mientras aceleraba su masturbación. Poco a poco la excitación fue venciendo la humillación que sentía y dejándose llevar, comenzó a gemir de placer. Sabiendo que tenía toda esa noche, y muchas más, para disfrutarla, esperé que estuviera a punto de correrse y entonces ordené que parase. Saliendo de la cama, la cogí y obligándola a ponerse en posición de perro, exigí que continuara.
Quería alargar su humillación y de paso bajar de golpe su calentura, de manera que tuviese que volver a reiniciar otra vez todo el proceso. La muchacha obedeciendo, volvió a masturbarse. Actuando como si estuviera evaluando la calidad de una res, en voz alta, con la mano fui examinando las distintas partes de su cuerpo:
-Para ser una urraca tan dispuesta, tengo que reconocer que tienes un cuello de cisne-, le dije mientras acariciaba sus hombros. Aunque lo hacía para humillarla, la cría al sentir el contacto de mi palma en su piel, suspiró excitada. Viendo que eso avivaba su deseo, asiendo sus pechos, continué: -Buenas ubres, quizás un poco pequeñas, pero eso se soluciona preñándote-.
No me pude resistir a darle un lametón a una de sus aureolas. Ella, ya desbocada, incrementó la tortura de su sexo. Al percatarme de ello, decidí impedirlo y con la mano abierta, golpeé una de sus nalgas, mientras se lo prohibía. La dureza del azote, le gustó pero temiendo que me enfadara, ralentizó sus caricias e insegura, esperó mi siguiente paso.
Este no se hizo esperar, separando sus glúteos, descubrí su rosado y todavía sin usar orificio trasero. Como no quería dañar la mercancía, cogí un bote de crema, y echando una poco entre sus nalgas, fui recorriendo las rugosidades de su ano, hasta que sin previo aviso, introduje un dedo en su interior. Mi victima gritó por la incursión pero no hizo ningún intento de separarse. Al contrario, completamente descompuesta, me rogó que la dejara correrse. Comprendiendo que de nada serviría prohibírselo porque estaba a punto de explotar, la autoricé a hacerlo.
Mi ahijada se corrió sonoramente, manchando la sábana con su placer.
Haciéndole ver que había dejado todo empapado, la obligué a levantarse, ir al armario y cambiar la cama. Con el paso inseguro por el esfuerzo, rápidamente hizo lo que le había ordenado y en silencio, esperó mis mandatos.
-Por esta noche está bien, vete a dormir que mañana hablamos-.
Desde mi cuarto, oí como lloró desconsolada hasta que el cansancio provocó que se durmiera. Yo, en cambio, tardé en conciliar el sueño. Estaba sobre excitado, no podía dejar de pensar en ese cuerpo que el destino, había puesto en mi camino. No quedaba ningún rastro de remordimiento en mí. Había dejado de ser mi ahijada para convertirse en mi puta y satisfecho, cogí mi miembro y planificando mis siguientes pasos, descargué sobre las sabanas recién puestas.
Capitulo cinco. MARÍA.
Dormí profundamente aquella noche. Al despertar y oí que la muchacha se había levantado y como de nada servía esperar decidí continuar con mi venganza:
-María, ¡ven!-.
La muchacha comprendió que me refería a ella, sin rechistar, vino a mi cuarto. Desde la puerta, me preguntó que deseaba.
-Tenemos que hablar, siéntate a mi lado-.
Asustada, se acomodó en el final del colchón y bajando la cabeza, esperó que hablara. Antes de empezar, me fijé en ella. El camisón de mi mujer que portaba, la traicionó. Habiendo recibido un humillante castigo, la muchacha seguía en sus trece y continuaba queriendo ocupar el sitio dejado por mi esposa.
-Después de lo de anoche, todo ha cambiado. Tienes dos opciones, o coges tus cosas y te vas de mi casa, hoy mismo, o te quedas y te conviertes en mi juguete. Si te vas, volverás a ser mi ahijada Carmen y nadie sabrá lo que ha ocurrido, si te quedas, te llamaré María y me obedecerás en todo. Tomate el tiempo que necesites para decidirlo-.
-No necesito tiempo-, contestó firmemente,- soy María-.
-Entonces, María, prepárame el baño-.
Satisfecho, escuché como abría el agua de la tina. Al cabo de cinco minutos, me avisó que ya estaba listo y arrodillada, esperó a que entrara en la bañera. Una vez adentro. Le ordené que me enjabonara la espalda. La muchacha no se hizo de rogar y cogiendo una esponja con gel, empezó a recorrer mi cuerpo. Tranquilamente me dejé hacer. En diez minutos me había lavado la cabeza, las piernas, y el tronco, solo faltaba mi sexo. Indecisa, me pidió si podía levantarme. Al hacerlo y ver, ella, que se erguía excitado, sonrió y pasando su mano por mi extensión, me empezó a masturbar.
-Ahora, no-, le dije.
Sin inmutarse por la demora, cogiendo el mango de la ducha, me enjuagó con agua limpia. Viendo que estaba aclarado, fue por la toalla y esperó que saliera de la tina para empezarme a secar. Con cuidado, fue pasando la toalla por mi dorso y al llegar a mi pene, me miró pidiendo permiso.
-Ahora—
María, mi juguete, con su boca fue absorbiendo el agua que todavía quedaba sobre mi piel, mientras con sus dedos acariciaba mis testículos, buscando que me excitara. No le hizo falta mucho tiempo para que mi sexo alcanzara su máximo tamaño, tras lo cual, recorriendo con la lengua mi glande, exploró su mayor anhelo. Como posesa, lamió su talle como buscando retirar cualquier rastro de suciedad que con la ducha hubiera quedado. Ya convencida de su pericia, abrió los labios y usando su boca como si de una vagina se tratara, se lo introdujo hasta la garganta.
“Esta niña tiene práctica”, pensé al sentir sus labios en la base de mi órgano.
Acto seguido, empezó a sacarlo y a meterlo en su interior hasta que sintió que mi orgasmo se acercaba. Entonces y sin alterar su ritmo pero buscando coordinar nuestros clímax, se llevó una mano a su sexo y con un frenesí alocado, frotó su clítoris. Era tanta su calentura que llegó a su meta antes que yo, pero eso no fue óbice para que llegado el momento se atiborrara con mi semen, sin permitir que ni una sola gota se desperdiciara.
Satisfecho por su labor, la levanté en mis brazos y sin pedirle opinión, la tumbé sobre la cama. La cría me miró con una mezcla de deseo y de temor, al ver que separando sus piernas acercaba mi cara a su pubis. Dando rienda a mi curiosidad, saqué mi lengua y cuidadosamente empecé a jugar con su himen. Sería la única posibilidad que tendría de hacerlo porque, después de ese día, esa tela blanquecina habría desaparecido para no retornar nunca más. Su tacto suave pero sobre todo el sabor a hembra madura y dispuesta que saborearon mis papilas, obligaron a mi pene a salir de su sopor.
María del Carmen, Carmen o María, da igual como quisiera ser llamada, facilitó mi incursión abriendo sus labios con los dedos. Los primeros gemidos de la muchacha no tardaron en llegar a mis oídos. Retorciéndose como una anguila, mi ahijada me rogó que la hiciera mujer mientras de su cueva, como si se hubiese soltado un tapón, brotaba su placer. Sorprendido de la cantidad de flujo que manaba de ese sexo todavía virginal, busqué sorberlo en su totalidad. Al hacerlo solo extendí su agonía, juntando su orgasmo inicial con el siguiente. Exhausta me pidió que la tomara, que ya no podía más.
Entonces, levantando sus piernas hasta mis hombros, acerqué la cabeza de mi pene a su sexo, y jugando con mi glande en su clítoris antes de penetrarla, conseguí que se volviera a correr entre sollozos. Sabía que estaba dispuesta y por eso lentamente, rompí la única unión que le quedaba con la niñez, haciéndola mujer. El dolor que sintió al ser desgarrada fue intenso pero paulatinamente se fue diluyendo y al notar que estaba ya repuesta, inicié un suave vaivén en su interior.
Increíblemente, mi pene se vio embutido por la estrechez de su conducto, de modo que resultaba difícil el penetrarla. Gradualmente dicha resistencia fue desapareciendo al irse relajando sus músculos y entonces fue cuando aceleré la cadencia de mis incursiones hasta ser un ritmo desbocado. María, por su parte, no se podía creer como el placer la estaba poseyendo y cerrando sus manos, comenzó a berrear su pasión al comprobar que aunque lo deseara todo su cuerpo se revelaba a un nuevo orgasmo y que le faltaba la respiración.
-Por favor, termina ya-.
Difícilmente podía hacerle caso, tras tres años sin poseer a una mujer, estaba poseído y sus palabras solo sirvieron para que poniéndola de rodillas sobre la cama, la volviese a penetrar usando sus pechos como agarre. La nueva postura elevó todavía mas su calentura y gritando se corrió al sentir que regaba con mi simiente su sexo. El esfuerzo fue demasiado y se desplomó sobre las sabanas mientras mi pene terminaba de eyacular en su interior. Agotado también, me tumbé a su lado.
Durante unos minutos ninguno de los dos habló. Ella había conseguido su objetivo y yo seguía debatiéndome entre el deseo que esa cría me producía y la inmoralidad que representaba. Ese silencio fue roto por ella que, saliendo de su ensueño, soltó una carcajada. Al preguntarle el origen de su risa, dándome un beso, me dijo:
-No me había percatado que estoy en mis días fértiles. Y al pensar en que me puedes haber dejado embarazada, me imaginé la cara que pondría mi padre al saber que su mejor amigo ha preñado a su hijita-.
Debí haberla abofeteado en ese instante pero al visualizar, yo también, esa imagen no pude dejar de acompañarle en su risa.