Ascensor para el orgasmo
Un chico español es atrapado en un ascensor en Nueva York por un grupo de skin heads, que tienen una forma muy peculiar de mostrarle sus respetos...
No sé si habréis estado en Nueva York. Yo estuve el verano pasado, y no creo que se me olvide nunca. Os contaré lo que me pasó. Estaba de viaje de turismo en Estados Unidos, invitado por un amigo. Tengo 18 años, y era mi primer viaje al extranjero. El caso es que mi amigo me estuvo acompañando en todo momento, pero al tercer día de estar allí tuvo que dedicar también algún tiempo a sus cosas, y yo le dije que no había problema, que me daría una vuelta por el Empire State Building; me parecía un edificio fascinante, y lo que me sucedió, de alguna forma, lo confirmó.
El caso es que estaba ya en la propia calle a la que da fachada este famoso edificio, de más de 300 metros de altura. Había mucha gente por la calle, pero, como se ve en las películas, nadie repara en nadie, todos van a lo suyo. El caso es que yo ese día llevaba una camiseta y unos vaqueros, y en la camiseta me había puesto algunos pins, que me gustan mucho. Entre ellos había uno del Che Guevara, bastante grande, que destacaba entre los demás.
Pues tuve la mala suerte de que, de camino a la entrada al Empire, me di de bruces con un grupo de chicos, todos vestidos de cuero, con unas pintas un tanto amenazantes: llevaban los cráneos rasurados y pronto me di cuenta de que eran "skin-heads". Uno de ellos, el que iba primero, incluso llevaba una insignia nazi en la solapa de su chaqueta de cuero. Fue casualidad que me tropezara prácticamente cara a cara con éste, que me fue a apartar con un gesto de desprecio, cuando reparó en mi pin del Che. La cara se le cambió, enfureciéndose por momentos. Gritó algo a los otros (eran cinco chicos más, todos como de 20 ó 21 años, con el cráneo rasurado, fuertes y agresivos), que no entendí, porque no domino muy bien el inglés, pero que no hacía falta ser Shakespeare para traducir: estaba diciéndoles que yo era un rojo y que iban a darme mi merecido. Los otros cinco chicos se adelantaron para rodearme. Menos mal que no ando mal de reflejos, y, con un dribling digno de Ronaldo, los esquivé y salí corriendo velozmente, entre la gente que seguía a lo suyo. Miré hacia atrás y los vi correr con caras de malas pulgas. Tengo buenas piernas, así que pronto les tomé una buena ventaja. Doble una calle, después otra, hasta que me di cuenta de que había vuelto al punto inicial, casi al lado del Empire. Decidí entonces que el majestuoso edificio era el sitio ideal para escapar de aquellos tipos, y de paso hacer lo que quería cuando salí a dar aquel paseo.
Entré en el edificio, elegí uno de los ascensores, que estaba vacío, y entré. Me recosté sobre la pared, después de darle al botón del último piso, esperando que la puerta se cerrara. Ésta comenzó a cerrarse, pero un brazo enfundado en cuero impidió que terminara de hacerlo. La puerta se abrió violentamente, por la fuerza de aquel brazo, y el jefe de los "skin" apareció en la puerta, con una sonrisa malévola. Los otros cinco entraron tras él, y la puerta se cerró.
Yo no sabía donde meterme. Los seis "skins" me rodearon, mientras el ascensor comenzaba a elevarse lentamente. El jefe hablaba como en ladridos, no le entendía nada, entre otras cosas porque estaba muerto de miedo. Dos de los chicos me sujetaron por los brazos. Yo me dije: ahora es cuando me van a zurrar, y me encogí para aguantar los golpes. Pero no, inopinadamente, me tomaron de los brazos y me hicieron poner de rodillas a la fuerza, arrinconado en una esquina. Vi entonces con horror como el jefe de los nazis se desabrochaba la bragueta. Abrí la boca para gritar pero uno de los dos que me tenían cogidos por los brazos sacó una navaja y me la colocó en la yugular. Me quedé con la boca abierta, sin querer moverme. El jefe se me acercó, se sacó el rabo (una cosa enorme, yo no había visto nada igual hasta entonces) y me lo metió en la boca sin darme opción. Yo me sentí ahogar por aquel enorme pedazo de carne que me había invadido. El tío decía "Suck, red, suck", y el otro, el de la navaja, apretaba más el filo contra mi cuello. Entendí el mensaje y, casi automáticamente, comencé a chupar; tenía un glande enorme, que me rozaba la campanilla y me hacía cosquillas, aunque también me daba arcadas al rozar las amígdalas.
La puerta del ascensor sonó al abrirse, y creí llegado el momento de mi liberación. Pero los chicos hicieron un corro a mi alrededor, puestos de espaldas a mí, y lógicamente de frente a los que entraban, de tal forma que allí parecía no ocurrir nada. No podía gritar, porque la navaja cada vez se apretaba más a mi cuello. Notaba que el filo había hecho mella ya en mi carne, y que la sangre empezaba a fluir, aunque creía que, por ahora, era sólo una herida superficial. El jefe de los nazis me seguía follando, y cada vez metía más adentro aquella enorme tranca; recordando aquellos instantes, creo que la longitud total de aquel mástil no debía ser inferior a los 25 centímetros. Tanto apretaba que noté cómo el glande traspasaba el umbral de la campanilla y me entraba ya sin inhibiciones en la garganta. Mientras, los chicos que me tenían prendido por los brazos habían llevado mis manos a sus braguetas abiertas, y pronto me encontré sobando otras dos vergas de consideración.
El jefe nazi me agarró con fuerza la cabeza mientras sentí, dentro de la boca, la repentina aparición de un churretazo de líquido caliente y espeso. Enseguida supe lo que era, y en principio me dio un gran asco; sin embargo, en contra de lo que yo suponía, la leche que me estaba destilando en la boca no tenía un sabor desagradable, sino todo lo contrario. Como no sabía qué hacer, ni seguramente podía hacer otra cosa, opté por tragarme aquel líquido espeso y cálido, de sabor más que aceptable. Cuando del vergajo del jefe no quedó nada, el tío se salió de mi boca. Por fin, parece que todo había concluido. Pero, qué va... Uno de los que tenía a los lados fue sustituido por el jefe en mantenerme sujeto, y me metió entonces él su pollón en la boca. Éste tampoco estaba mal servido, tenía por lo menos 23 centímetros. Aquel nabo estaba rezumante de flujos seminales, entre la excitación del momento y la paja que yo le había hecho (obligado por las circunstancias, claro...) y tenía un sabor muy erótico: además, noté como en mi boca esos jugos se mezclaban con los restos de la leche del jefe, y el conjunto fue realmente cautivador...
Para éste no hizo falta que me clavaran la navaja para que se la mamara. Estaba disfrutando con aquel vergajo en la boca, y creo que el chico se dio cuenta. No tardó mucho en correrse, y cuando restalló su leche en mi boca, no pude evitar que mi polla, que ya estaba semierecta, se me pusiera como una piedra. El chaval me largó una buena ración de semen, que yo degusté con placer y me tragué previo moroso paladeo.
A todo esto el ascensor se detenía de vez en cuando en alguna planta, la gente entraba o salía, pero a mí ya no me importaba. Sólo estaba pendiente de lo que tenía entre manos (o, mejor dicho, en la boca...). Le tocó el turno al otro chico que me sujetaba por el brazo, cuya polla, antes de que se acercara, ya estaba siendo deseada por mí, con la boca abierta y un palmo de lengua, pringosa de leche, fuera. La acogí dentro de mí con glotonería, mientras el chico gritaba "suck, queer, suck". Aquella verga tenía alrededor de 21 centímetros, y la leche empezó a surgir pronto, como si el chico estuviera muy excitado. Era el más joven de los seis, según pude apreciar, y también el sabor de su leche era de los más dulces.
Cuando no quedó más deliciosa leche de su polla en mi boca, se salió, con gran dolor de mi corazón: era la leche más rica de las tres que había catado, y eso que las dos primeras eran muy buenas. Con un movimiento que parecían tener ensayado (me dio la impresión de que no era el primer chico al que se follaban en un ascensor), los tres que estaban a mi alrededor fueron sustituidos por los otros tres que funcionaban hasta entonces de pantalla, intercambiando de esta forma sus funciones. Todo ello con el ascensor bastante lleno de gente, que no reparaba en lo que se "cocía" en una de las esquinas de aquellos grandes elevadores. Los tres nuevos repitieron la jugada, aunque se dieron cuenta de que ya no hacía falta navaja ni sujetarme los brazos. Teniendo libertad de maniobra, yo abrí las braguetas de los tres y les saqué los carajos al aire. Comprobé entonces que los tres estaban con las vergas como piedras, y que los tamaños de dos de ellos eran similares a los ya degustados, en torno a los 22 centímetros, y el tercero presentaba un monstruo de no menos de 28 centímetros. Preferí dejar este último para el final, en plan postre, y me dediqué a los otros dos. Sin embargo, el del pollón inmenso tenía otra idea. Aprovechando que la pantalla que formaban en la esquina sus tres amigos era total (formaban un triángulo con las dos paredes del ascensor), me dio la vuelta y me bajó de un tirón los vaqueros. Supe lo que iba a hacer y estuve a punto de gritar, no sé si de miedo o de placer. El tío, menos mal, me metió un dedo por el culo, que al principio se resistía. De todas formas, la expectativa de que me ensartara con semejante rabo hizo que el esfínter se relajara y permitiera entrar dos y hasta tres dedos en aquel reducido recinto. Por delante, puse juntos a los dos chicos y engullí sus pollas al unísono. No cabían enteras, claro, pero me las arreglé para lengüetearlas, lamerlas y chuparlas a placer en toda su extensión. Cuando el de atrás me puso la cabeza de su inmenso mástil en la puerta de mi agujero, culeé imprudentemente hacia atrás, buscando aquel monstruo. El chico no se hizo de rogar. Me dio una embolada tremenda, y aquel cacharro entró en mi culo arrasándolo todo. El dolor que me produjo fue tremendo, y si no hubiera tenido dos pollas llenándome la boca por completo, habría gritado como nunca lo había hecho. Pero a lo más que llegué fue a gemir desesperadamente, mientras me parecía que me partían en dos por detrás. Sin embargo, tras aquella primera y dolorosísima impresión, ésta dio lugar a un placer indescriptible, y pronto me encontré empujando hacia atrás, como una perra salida, buscando que me la metiera más y más adentro. El tío me follaba con desesperación, oculto de los rostros grises de ciudadanos que no podían imaginar que, a menos de un metro de sus mediocres vidas burguesas, cuatro chicos estaban disfrutando de una tremenda sesión de sexo.
Los tíos que alojaba en mi boca se corrieron prácticamente a la vez. Aquella abundancia de leche me rebosaba ya por las comisuras de los labios, aunque yo procuraba evitar cualquier desperdicio; sabían más que bien, aunque la del tercero seguía siendo la mejor. El de atrás se salió de mi culo, contra mi deseo, y ocupó el lugar de los que estaban hasta un momento antes dentro mi boca; la abrí al máximo, esperando recibir aquel ariete dentro de mí. La visión fue extraordinaria: un nabo como un obús, grande, rezumante de jugos, con olor a culo joven (el mío), estaba a las puertas de mi boca, palpitante. Me lo tragué de un bocado. Sabía exquisito, el mejor de los seis que había probado en aquella tarde. El tío me folló por delante como antes me follara por detrás: largaba unas emboladas tremendas, sacándome aquel vergajo casi al completo para después, de un solo golpe de cintura, volverme a meter los 28 centímetros dentro de la boca. No sé cómo fui capaz de acoger dentro de mí aquella espada de carne, pero lo cierto es que el glande estaba en un momento rozando mis labios y al instante siguiente se encontraba ya en las profundidades de mi garganta.
Tenía aquella polla una cualidad de dureza suave, aterciopelada, superior a las de los otros cinco nabos, una fuerza inusitada dentro de su armadura de piel. Pero como nada dura eternamente, también este chico terminó corriéndose; lo esperé situando el glande sobre mi lengua ansiosa, y cada churretazo era degustado, deglutido parsimoniosamente, con delectación. Al mismo tiempo, y como si hubiera sido una señal, yo me corrí dentro de los slips, que por la parte delantera aún mantenía colocados, aunque el culo seguía desnudo y en pompa.
Prácticamente el último churretazo coincidió con la llegada al último piso. Todos se arreglaron las braguetas y, sin mirar atrás, salieron del ascensor. Yo me subí los pantalones a tiempo de que no me vieran en tan desairada postura la gente que comenzaba a entrar en el ascensor. Procuré salir con cierto donaire, aunque mi aspecto debía ser un tanto extraño: cuando entré en el lavabo del ático del Empire, me di cuenta de que tenía la barbilla manchada de semen. Claro que, como allí va todo el mundo a lo suyo...
Ésa fue mi aventura en el Empire. Aquel ascensor para el orgasmo me ha descubierto un mundo nuevo. Este verano quiero volver a Estados Unidos; llevaré una camiseta que me he comprado, con el rostro del Che a gran tamaño, y merodearé por las cercanías del Empire State Building, acechando la aparición de un grupo de "skins" de pollas enormes, deseosas de ser tragadas.