Arturo
Y siguió con su vaivén, su presión alocada y gemidos estentóreos llenándome por dentro con su caliente semen. Ahora era toda suya. Aquella a quien él nunca amó pero que tomó porque su sangre así lo quiso. Con sus enormes brazos me enlazó por los hombros y me abotonó hasta el fondo para reglarme su último chorro en lo más profundo y rebalsar mi trasero con su crema.
Lo sentí latir y contraerse para explotar. Una lechada interminable de esperma me invadió por doquier.
Su sexo estaba vivo y, además del calor con que me quemaba mi canal, se dilataba y contraía en cada chorro de vida que deposita en mis entrañas.
Sus manos, presionábanme desde la cintura, hacia su cuerpo y sentía en toda su longitud y grosor su estaca en mis entrañas.
Los huevos maravillosos, que ya habían sabido de mi boca, chocaban contra mis nalgas y mi sexo agregándome un placer indescriptible.
Sentir su calor sobre mi cuerpo, su pecho sobre mi espalda y su sexo invadiéndome, era algo impensado y placentero.
Mi entrega era total. Me sentía ella con ese pedazo de carne llenándome por dentro y, a más, me sentía de él.
Y siguió con su vaivén, su presión alocada y gemidos estentóreos llenándome por dentro con su caliente semen.
Ahora era toda suya.
Aquella a quien el nunca amó pero que tomó porque su sangre así lo quiso.
Con sus enormes brazos me enlazó por los hombros y me abotonó hasta el fondo para reglarme el último chorro en lo más profundo de mi ser y rebalsar mi trasero con su crema.
Fue tal su estremecimiento que mi culo se pegó a su ingle absorbiendo de una vez y para siempre lo máximo de su enorme taladro.
La presión de sus brazos llevó a uno de mis oídos a su boca. Me dijo: Te odio, puto de mierda.
Mis ojos se llenaron de lágrimas y me ensarté en él lo más que pude y pujé con mi trasero sobre su ingle y traté de meter lo más que pude esa carne que ya empezaba a enfofecerse en mi interior, dejando al guerrero inerme, pero mi cuerpo había acusado el impacto del suyo y me fui en un orgasmo como del que no tenía recuerdo.
Es hermoso, dije.
Y esperó mi desenlace y que caiga de bruces a la cama para retirarse de mi agujero dejando una sensación de vacío.
Por mi trasero brotaba en borbotones su esencial blancura.
Su enorme cuerpo cayó a mi costado. No sé, me dijo. Sus ojos se llenaron de sutiles lágrimas, y agregó: No quiero ser puto.
Le abracé con enorme ternura. Sequé sus lágrimas con besos y callé mientras mis manos agarraron el enorme aparato de su sexo que sería un desperdicio en cuerpo de mujer.
No lo serás, dije. Puedes hacerlo también con mujeres, agregué mientras besaba suavemente el rostro, el torso, sus tetillas y mi boca iba bajando hasta sus ijares.
Al momento en que mi boca enfrentaba su sexo, tomó mi cabeza con sus grandes manos y la retiró de su ingle llevándome a su cara. Sus ojos penetraron los míos en una mirada profunda e desconocida. Me besó en una entrega como hasta ahora nunca lo había sentido. Su virilidad postrada a la mía, su lengua esperando la mía.
Bésame el culo, dijo de pronto.
Bajé hasta su ingle y me detuve con mi lengua acariciando, con suaves lametazos aquel sector entre el escroto y el ano, para subir, lentamente, por las lomadas de su traste. Cada nalga era un poema y la profunda quebrada de su raja se estremecía al contacto de mi lengua.
Fui despacio, saboreando cada milímetro de piel hasta hacerle sentir el estremecimiento del placer en cada célula de su tez. Primero, boca abajo, luego boca arriba, mi lengua le recorría todo el entorno de su masculinidad ya erecta.
Levanté y abrí sus piernas acercándolas a sus hombros y allí, despacio, muy despacio, lamí su agujerito en un círculo concéntrico hasta que la punta de lengua, transformada en duro ariete, ingresó a su conducto haciéndole sentir el inmenso placer del beso negro.
Había tomado sus piernas con sus brazos y sus gemidos me decían de su calentura. Unté mis dedos con crema, saqué mi boca de su agujero y comencé a chupar la enorme verga, parada como mástil.
Cuando lo supe más caliente asenté mi dedo en su orificio, penetrándolo despacio y sutilmente, abriendo cada pliegue de su virginidad.
Sus movimientos fueron de aprobación y a poco mi dedo se introdujo en su totalidad. Sumé un segundo y un tercero en su esfínter con movimientos circulares y agrandando aquel estrecho pasadizo.
Tanta gimnasia había llevado al máximo mi espada.
Tapé sus gemidos con un beso en la boca, saqué mis dedos, asenté la cabeza de mi pene en su entrada y con breves movimientos fui introduciéndola en su traste, ahora dilatado y expectante.
Podía intuir su placer al sentir cómo mi pingo le abría la caverna de su culo, aún estrecho, pero con débil resistencia a la presencia de mi verga que a cada paso se introducía más adentro de sus entrañas.
Percibí las lágrimas del dolor de su desvirgada y la sequé a besos mientras le hundía mi lanza en toda su profundidad en ese esfínter virgen.
Mis pelos quedaron grabados en sus nalgas cuando mi sexo llegó al tope.
Seguí besándole y acariciándole hasta apreciar que se relajaba y comenzaba a disfrutar de la ensartada.
Su rostro era angelical, de un ángel mío. Sus cabellos lacios y rubios desparramados en la almohada, de suaves rasgos, de muslos casi lampiños y su grupa respingona ya abierta y mía.
Tomé su verga y lo masturbé mientras en rítmico movimiento entraba y salía de su cueva.
El calor de su interior ardiente se contagiaba a mi pene y mi pedazo le arrancaba gemidos de placer.
Había pasado la barrera y ahora disfrutaba del sexo.
Me abrazó con sus piernas, me atrajo hacia sí y se pegó a mi sexo. Aceleré la masturbada y la penetración y se vino en una secuencia interminable de sacudones, ensartándose cada vez más adentro mi pene en su trasero, mientras su leche saltaba entrambos depositándose en ambos cuerpos.
Lamí su esperma dulcemente mientras seguía rompiéndole el culo y disfrutando de su estrecho caño.
Su conducto se había acostumbrado a mi pedazo que entraba y salía sin oposición. Sus ojos semicerrados me hablaban de su disfrute. Aceleré mis movimientos. Una punzante corriente sexual se desencadenó en mi ser y me vine descargándome íntegro en su agujero recién inaugurado, llenándolo de mi especie en sucesivas centelladas.
Descansé sobre su cuerpo, abandonado, hasta que mi pene se ablandó y salió de su anfitrión.
El agua fría del bidet calmó el ardor de su agujero.
Me paré a su frente con el colgajo mustio.
Gracias, me dijo. Y besó, lamió y limpió mi aparato hasta que separé su cara de mi sexo y sellé nuestra amistad con un tierno beso.
Arturo tiene todavía todo el tiempo del mundo. Entretanto me goza con su enorme verga y se hace gozar con mi normal cosita.
Su juventud y mi madurez se compensan en una amistad particular y afectiva.
A veces me dice que no quiere ser puto y le digo que no lo es, simplemente que es un joven abierto al sexo sin limitaciones, capaz de saber que piensa y que siente un hombre y qué siente una mujer.
Agradeceré opiniones.