Arroz con chirlas
Cuando enviudé, contraté a Erlinda para que atendiera las tareas domésticas. Aquél día se presentó en mi casa con su bella hija, Ana Lucía.
ARROZ CON CHIRLAS
Aquella mañana, lo recuerdo bien, era jueves. Un jueves de tantos, si, pero para mí era especial ya que no había acudido a mi trabajo por motivos personales. Me había levantado tarde. La hoja de ruta del día ya estaba planificada. Marcharía a solventar unos asuntos y al finalizar, pasaría a ver a un amigo con el cual había quedado días atrás.
Me desperezaba junto al ventanal de mi terraza. El sol de la mañana iba ascendiendo lentamente. Mis genitales me recordaron que ellos también habían despertado. Mi mano se perdió bajo mi calzoncillo y los acarició suavemente mientras mi miraba se perdía más allá del paisaje que me ofrecía el ventanal. Me sorprendí acariciando con una mano mi pequeño pezón bajo la camiseta y con la otra subiendo y bajando mi prepucio bajo el auspicio de mi calzoncillo.
Mirar al vacío es reconfortante en algunas ocasiones. Ves más allá de lo que tus ojos te enseñan. Realmente no recuerdo bien en qué pensaba, pero si que repaso de vez en cuando aquellos movimientos que hacía en mi pene. Aquellas caricias. Aquellos roces.
Erlinda es mi doméstica. Erlinda es una mujer joven. De aspecto saludable, piel morena y pelo negro, sus 46 años la convierten en una mujer deseada. Cuando murió mi esposa, ante la torpeza con la que me desenvolvía en las tareas de la casa, opté por contratar a Erlinda. Acude a mi domicilio tres veces por semana, se encarga de hacer comida, de limpiar un poco por aquí y por allá, y por supuesto, de hacerme la lista de artículos necesarios para la casa, artículos que yo compro puntualmente, pues su carácter no admite retrasos.
Aquél día, lo recuerdo bien, Erlinda se presentó en mi casa con su hija. Si bien es verdad que no recuerdo exactamente a qué se debía la presencia de la chica, si conservo en mi retina su figura. Una “nena” de 22 años clavada a la madre pero con un aspecto impresionante. Unos pechos duros que se escondían bajo aquella camisa de encaje veraniega, un trasero pronunciado que mostraba el comienzo de aquellas piernas desnudas, una falda….., aquello no era una falda. Como casi todas las jóvenes sabedoras de su bonito cuerpo, aquella chica mostraba más de lo permitido para un viejo como yo. Ana Lucía tenía una cara pícara, y un cuerpo deseable.
Erlinda me sorprendió en pijama. Mientras miraba por el ventanal oí como se abría la puerta, pues hacía tiempo que habíamos optado por que ella tuviera una llave de mi casa. Me quedé sorprendido ante el descubrimiento de que no venía sóla.
-Buenos días, Anselmo,-Sí, ese es mi nombre. Mi padre fue el culpable de un nombre que no me agradaba en absoluto, pero al que ya me había acostumbrado por fuerza-Parece que hoy va a hacer calor. Dijo ella dejándo su bolso sobre la mesa.
-Buenos días, Erlinda. Me acabo de levantar. Sí, parece que hoy vámos a tener una temperatura extremada. Dije a la vez que me giraba y sacaba mi mano de debajo del pijama.
Erlinda me presentó a su hija y me comentó el por qué de su presencia en mi casa. Sólo la conocía por alguna fotografía de cuando era niña. Ella me saludó en la distancia, pero mientras hablaba con la madre, observé que no quitaba ojo al bulto que se escondía bajo mi pantalón del pijama. Avergonzado por el descubrimiento, tomé asiento para cubrir en lo posible mi erección. Aturdido, oí como Erlinda me comentaba lo que iba a hacer en mi casa ese día. Limpiaría las habitaciones y me haría comida para dos días. Me preguntó si había comprado las cosas que me había encargado y contesté que sí. De inmediato se fue a la cocina y en una rápida revista de los artículos la escuché gruñir.
-¿Dónde están las chirlas?
-¿Qué chirlas?. Pregunté desde el salón ante la atenta mirada de Ana Lucía.
-¡Las chirlas que le encargué!. Le dije, gambas arroceras, chirlas, calamares…..
-No. No compré chirlas. Se me olvidó, Erlinda. Contesté a la vez que me dirigía hacia la cocina.
-Son necesarias. ¿Cómo le voy a hacer una paella sin chirlas?. Tendré que ir a comprarlas y no me dará tiempo a limpiar la casa. Protestó ella.
-Lo siento, Erlinda. Yo no puedo ir, pero tal vez….su hija….
-No. Ella no. Ella no sabría comprar. Iré yo. Pero eso me retrasará con las tareas.
-Lo siento, Erlinda. Siempre ando muy liado y ya sabe, mi cabeza….
-Lo sé, lo sé. No se preocupe, Anselmo. Me iré ahora mísmo. Me acercaré a Carrefour y de paso compraré algunas cosas que le hacen falta. Dijo ella.
Erlinda manejaba mi casa a su antojo. Y lo hacía bien. Yo nunca ponía peros a lo que ella hacía. Era…era como mi mujer, pero sin cama. Siempre hablábamos desde el máximo respeto, y aunque ella era divorciada, nunca habíamos tenido ningún conato sexual.
Erlinda se marchó a comprar las famosas chirlas y algunas cosas más. La entregué cien euros y se marchó de mi casa dejándo a su hija allí. Ana Lucía pidió ver la televisión. Una novela colombiana eran todas sus tareas. Aún no sé por qué no se marchó con su madre.
La dejé en el salón con la tele puesta y me perdí en mi habitación. Preparé mis cosas y decidí darme un baño. Aún disponía de tiempo suficiente para hacer las cosas con cierta calma. Me dirigí al baño y pasé por el salón para advertir a Ana Lucía que me iba a bañar. Sólo pretendía que la chica conociera el lugar en el que me encontraba. Nada más. Lo juro.
Dentro del cuarto de baño, me desnudé mientras se llenaba el pequeño jacuzzi que tenía instalado en mi casa. Rápidamente ingresé en el pequeño cubículo, y aunque no contenía demasiado líquido, si había lo suficiente para que mis genitales se sumergieran en el calor del agua.
Como es costumbre en mí, dejé la puerta entreabierta. Nunca la cierro. Siempre estoy sólo. Pero aquél día no eran las siete de la mañana, hora en la que acostumbro a asearme antes de salir para mi trabajo, aquél día eran las once de la mañana. Y no estaba sólo.
Desde el salón me llegaba el acento colombiano de la novela que estaba viendo Ana Lucía. El agua subía lentamente cubriendo mi cuerpo. Con el gel en la mano y la suavidad que me proporcionaba la espuma, comencé a acariciar mi pene de nuevo. Necesitaba masturbarme. Ya me había calentado demasiado en el salón antes de la llegada de Erlinda y su hija. De no haber sido por ellas, la paja hubiera sido bestial. Aquella mano acariciándome el pezón….., si, todo indicaba que me hubiera hecho una paja si hubieran tardado más en llegar. Pero Erlinda siempre me decía que llegaba a casa a las diez y media, y a esa hora llegaba. La rigidez era una de sus normas.
Necesitaba evocar alguna imagen que me excitara. Mi espalda apoyada en la porcelana del jacuzzi, mis piernas estiradas y mi mano subiendo y bajando mi prepucio, no eran suficientes argumentos para la excitación que buscaba. Necesitaba imaginar algo, alguna imagen que me hiciera desear. Pensé en Erlinda….
Aquello tomaba cuerpo. La imaginaba limpiando el jacuzzi, agachada, ofreciendo aquél culo duro. Me veía tras ella penetrando, a sus espaldas, en su seco coño debido a su divorcio. Aquello funcionaba. Mi pene se endurecía y mis caricias me transmitían placer. Aderezado con la suavidad del gel de baño, mi pene clamaba más. Y yo se lo iba a dar.
Inconscientemente, me dejé llevar por el deseo. Me incorporé y me senté en el borde del jacuzzi. Con mi cuerpo mojado y enjabonado, las caricias iban y venían lentamente por todo mi pecho. Cerré mis ojos y quise dar un paso más en aquella masturbación. Con mi mano derecha subía y bajaba mi prepucio y con la izquierda trataba de introducirme un dedo en el ano. El gel de bañó me daba la suavidad necesaria para que mi dedo corazón se perdiera lentamente dentro de mi recto. Cerré mis ojos. La paja cobraba vida. Aquél dedo hacía estragos en mis deseos.
Cuando los abrí ante el clamor del espasmo que estaba a punto de acudir a mi cuerpo, la vi. Ana Lucía estaba de pies frente a mí. Apoyada en la puerta y con su falda enrollada en la cinturilla de la mísma, su mano se perdía en su entrepierna. Aquellas braguitas blancas se retorcían a la altura de sus rodillas. Nos miramos. Ninguno dijo nada. ¿Qué podía decir yo?....¿Y ella?....
Mi mano quedó paralizada y mi pene enrabietado. Mi dedo corazón resbaló de mi ano. Ana Lucía retiró su mano y pude divisar el brillo de su grieta. Con ambas manos enrolló más sus braguitas mientras las sacaba de sus piernas. Se acercó a mí y al llegar a mi altura dobló su cuerpo. El calor de su boca absorbiendo mi pene me hizo emitir un gemido más que sonoro. La hija de Erlinda sabía mamarla. Con su mano derecha abrazaba mi pene para fijarlo en su boca y con la izquierda trataba de introducir un dedo en mi ano. Lo consiguió. Y yo también conseguí meter mi mano entre sus piernas. Cuando mi dedo corazón entró en su vagina creí morir. La chica era aplicada y sabía bien lo que hacía. Gemía con mi pene en su boca, abría sus piernas para que mi dedo pudiera profundizar más. Los dedos avisaron. Noté como mi semen cansino por sus 57 años de vida se estrellaba contra el cielo de su boca. Noté como su cuerpo emitía un ligero temblor a la vez que sus labios aferraban más mi pene en un intento de no dejar escapar ni una sóla gota del líquido amarillento ya debido a mi edad. Nos corrimos y nos quedamos sin fuerza. La voz de los actores colombianos sonaba a lo lejos. En el salón. Me dejé caer dentro del jacuzzi cuando su boca me liberó y cerré mis ojos. Cuando los abrí la ví como se ponía sus braguitas y dejaba que su falda cubriera aquella prenda.
-Si quieres, el próximo jueves vengo. Cuando mi madre se marche de tu casa. ¿Se va a las cinco, no?. ¿Te viene bien a las siete?.
Asentí con mi cabeza a la vez que expiraba el aire de mis pulmones. La ví salir del baño justo cuando la cerradura avisaba que Erlinda regresaba con las famosas chirlas. Pero lo que ella ignoraba era que yo había manipulado la chirla de su hija a mi antojo. Y supongo que aún ignorará que su hija es todo un primor cabalgando, tres veces por semana, este cuerpo viejo y cansado.
Nuestra relación sigue igual. Erlinda no ha cambiado, pero siempre que voy a comprar, recuerdo las chirlas, y aunque no hagan falta, siempre compro un cuarto. Ella, inflexible en sus tareas, me preguntó hace unos días….
-¿Por qué siempre que le encargo la compra trae un cuarto de chirlas?
-Es la penitencia que me impuse por aquél feliz olvido que tuve. Respondí.
Ella me miró como si yo estuviera a punto de perder la cordura. No dijo nada. Pero yo sonreí a la vez que sentía un cosquilleo en mis genitales.
Coronelwinston