Arrepentimiento infinito
Esta historia la he escrito después de comerme una cookie rellena de nutella. Lo que demuestra mi teoría de que un chute de cookies del Starbucks produce un dulce subidón de azúcar.
Aquel té con leche hirviendo del Starbucks que sujetaba entre sus manos la estaba abrasando viva pero no tanto como la decepción que sentía en su alma. Descubrir a su amante follándose a otra encima de la lavadora de color que había puesto aquella misma mañana la había dejado tocada y hundida. Metió sus cosas en la maleta y se marchó sin importarle las explicaciones de su amante.
El calor de su bebida la estaba relajando y cuanto más relajada estaba, con más viveza revivía el recuerdo de la última noche que vio a su marido. Cuando EL llego de trabajar, ELLA ya tenía la mesa puesta. Por rutina, EL intentó darle el beso de rigor pero cuando ELLA fingió un repentino ataque de tos para esquivarlo, se fue en silencio al aseo a mear. ELLA le pidió que se sentara de una puta vez con todo el cariño que pudo fingir y EL, ante su insistencia, prefirió no lavarse las manos para no dilatar más su espera. EL tomo el pan, partió un trozo, cogió una oliva del plato, la saboreo, se sacó el hueso de la boca pero con la saliva, se le resbaló y fue a caer en la caja de la tierra del gato. Se acachó y creyó haberlo cogido pero al mirarlo detenidamente se dio cuenta de que no se trataba del escurridizo hueso de la oliva sino de una caquita seca del gato de tamaño considerable pero no era de extrañar porque, días antes, ELLA había comprado una marca de pienso más barata del super y, por lo visto, había estreñido al gato. Dejó el zurullo de nuevo en la caja, se sentó a la mesa, cogió otra oliva y mientras la mordisqueaba le preguntó que día había tenido. ELLA, con toda la serenidad que pudo reunir, le dijo que estaba hasta el coño y que si metía la mano en el plato de las croquetas le pegaba una hostia. EL empezó a sospechar que no debía de estar de buen humor y se dispuso a comerse el hervido que tenía frio en el plato sin mediar palabra. ELLA aprovechó su silencio para confesarle que había estado acostándose con el tío del puesto de las verduras del mercado de los jueves.
JACINTO era un cuarentón brutote que viste siempre camisetas ajustadas y mallas de licra de ciclista sucias. La primera vez que ELLA le vio, el sostenía entre sus gruesos dedos peludos un calabacín de grosor y tamaño hermosos. Cuando se acercó para preguntarle a cuánto estaba el kilo de esos calabacines, se dio cuenta de que se trataba de su polla. Se miraron a los ojos y saltaron chispas. En cuestión de segundos, ELLA estaba ya chupándosela entre los contenedores del desperdicio del mercado. Tenía tal destreza con su lengua juguetona que JACINTO echaba espuma por la boca y tenía los ojos en blanco. Con cada embestida, se la metía más dentro y ya le tocaba la campanilla con el glande. ELLA, lejos de desmayarse cuando él se corrió, saboreó con ansia el jugo de polla que la atragantaba y con más fuerza se agarraba a aquel culo férreo y descomunal para que no se le escapara. El le pidió que no le arañara mucho que su mujer era muy celosa.
Los gritos de las cajeras de Starbucks la sacaron de su sueño y la devolvieron a la realidad. El té con leche se había enfriado ya. Tenía miedo pero no le quedaba más salida que volver a casa con su marido.
Abrió. Entró. Hubiese dado un portazo para liberarse de toda la rabia que había rumiado durante el camino. Se contuvo y cerró con sigilo por temor a que EL pudiese enfadarse aún más. Dejó la maleta en el suelo con el mismo abatimiento con que una antigua Miss Universo entrega su banda a la nueva ganadora. Alguien lloraba. Con una sensación de arrepentimiento infinito por todo el dolor que le habría causado a su marido, inicio su vía crucis, guiada por el llanto. A mitad de camino, justo cuando la culpa judeocristiana le oprimía el pecho hasta impedirle respirar, notó que lo que se le habían figurado sollozos, se volvía una especie de gemido lastimoso. Empezó a mosquearse. Sin hacer ruido, entró súbitamente en la sala de estar y allí se encontró con una estampa que tardaría mucho tiempo en olvidar: su marido sentado en el sofá con los ojos tapados con una de sus medias viejas y el slip y los pantalones de pana que tanto odiaba ELLA bajados hasta los tobillos. Arrodillado ante EL estaba José, el vecino del tercero al que siempre le había visto algo de pluma, haciéndole una mamada con la misma fuerza y el mismo ritmo que las máquinas excavadoras de petróleo. Junto a ellos, también en el sofá, estaba el gato que se limpiaba de las patitas alguna gota de fluido preeyaculatorio desparramado, ignorándoles por completo. ELLA sintió por dentro como una convulsión y, sin pensarlo dos veces, agarro el jarrón chino que le había regalado su suegra el día de su pedida de mano y que siempre le había parecido horroroso y lo estampó en la cabeza del vecino que perdió el conocimiento de inmediato. Dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
-¡Ostias, Pepe! ¡Qué daño me has hecho con los dientes! ¡Ay, si me ha hecho hasta sangre! - escuchó decir a su marido mientras cerraba la puerta de casa y se marchaba con su maleta hacia un destino tan incierto como excitante.