Arregosto de un amor entre sombras

La historia de mi primera experiencia lésbica y el descubrimiento de mi verdadera identidad.

ARREGOSTO DE UN AMOR ENTRE SOMBRAS

¿Por qué hay gente que cree en el destino? ¿Será que cuando te pasan cosas maravillosas, bellas e inolvidables, no puedes atribuir tanta felicidad a algo que no sea un plan divino?

Me llamo Natalia y al momento en que escribo esto tengo veintisiete años. Siempre he tratado de vivir de la mejor manera, con las correspondientes subidas y bajadas que tiene la vida, dándome la calma necesaria para analizar todo lo que me sucede con cabeza fría. Como todos los seres humanos siempre estoy deseosa de contar con romance y amor, lo suficiente como para hacer grata mi existencia, y aunque han habido veces en que el mundo se me ha tornado en un desierto, en el que no se distingue nada en la lontananza, puedo asegurar que he vivido leves momentos de felicidad, y es precisamente de uno de esos breves momentos de lo que se trata la historia que quiero relatarles hoy.

Primero que nada, confiada que con lo que he dicho anteriormente ya tienen una pequeña idea de cómo es mi personalidad, quiero también tener el detalle de hablarles un poco sobre mi apariencia. Pues bien, no pienso caer en el arquetipo de presentarme diciendo que tengo medidas inverosímiles de busto y trasero, ni diciendo que tengo rostro y rasgos de modelo de lencería –la verdad ese tipo de introducciones son cosas que siempre me han resultado de muy mal gusto–; prefiero decirles simplemente que soy morena, de ojos marrones, esbelta, con estatura media y un cuerpo proporcionado. En general me considero una mujer con una apariencia un poco más bella que lo normal. Como dijo Buda una vez: "Todo lo que somos es el resultado de lo que hemos pensado; está fundado en nuestros pensamientos y está hecho de nuestros pensamientos".

Comienzo entonces a narrarles no sólo una simple primera experiencia lésbica, sino más bien, un suceso que marcó mi vida y me ayudó a encontrar mi verdadera identidad. Fue mi entrada a un mundo de nuevas y maravillosas sensaciones; un lugar lleno de amor, pasión y plenitud del que jamás pienso salir.

Todo comenzó cuando yo tenía veinte años, al momento en que obtuve trabajo de secretaria en una multinacional que se dedicaba a prestar servicios de marketing. Mi primer día en la oficina, aunque lo comencé hecha un manojo de nervios, fue genial: la gran mayoría de compañeros e inclusive mi jefe se portaron muy amables conmigo, además no tuve el menor problema con las tareas que me fueron asignadas. Me sentí aceptada casi de inmediato, modestia aparte, siempre he sido una mujer muy amigable con grandes capacidades de adaptación.

Ese mismo primer día a la hora del almuerzo me dirigí a la cafetería, varios hombres se me quedaban viendo con la aparente disposición de cederme un espacio en su mesa. Sin embargo, yo me sentía indecisa, como si estuviera esperando por alguna señal que me inspirara la suficiente confianza de acoplarme a un grupo o a una persona. De pronto, a unas dos mesas de donde me encontraba, divisé a una hermosa chica de piel bronceada que me hacía señas. Captó de inmediato mi atención, no sólo por su bello rostro con un par de preciosos ojos verdes como esmeraldas, sino además porque tenía un brilloso cabello castaño y largo que usaba suelto. Luego de verificar que efectivamente se dirigía a mí, me acerqué a su mesa donde también estaban un par de chicos haciéndole compañía y me senté frente a ella.

–¡Hola! –me saludó–. ¿Eres nueva aquí, verdad? ¿De casualidad tu nombre no es Natalia?

–¡Si, me llamo Natalia! –respondí realmente sorprendida–. ¿Cómo sabes mi…?

–¡Natalia, por favor, no me digas que no te recuerdas de mí! –dijo la chica, con una rutilante sonrisa que me dejó anonadada–. ¡Soy Karla Rodríguez! Estudiamos juntas un par de años de la primaria en el Colegio San Pedro...

Me quedé observándola fijamente, presa de un incómodo mutismo, mientras hacía un gran esfuerzo por recordarla. La guapísima muchacha, al verme sufriendo mientras me perdía en los pasillos de mi memoria, se tomó el cabello con las manos formándose un par de colas que dispuso a ambos lados de su cabeza y esbozó una enorme sonrisa, lo cual le dio una apariencia un tanto ridícula pero a la vez graciosa. Sentí que un recuerdo se aproximaba hacia mí como las luces de un camión a toda velocidad en una carretera oscura.

–¿Todavía no me recuerdas? Anda, imagíname con lentes y casquillos en algunos de mis dientes.

De pronto una palabra, específicamente un apodo, golpeó mi cabeza como un martillo.

–¿Eres la …? –me contuve a decir el pesado sobrenombre por discreción, sobre todo al notar que los muchachos de la mesa me observaban atentos.

–Soy la espantapájaros –concluyó ella, exhalando y riendo con emoción

Uno de sus acompañantes prorrumpió en risas ante aquella revelación, pero sus carcajadas fueron interrumpidas por un fuerte codazo que Karla le propinó.

Ahora todo estaba claro, la famosa espantapájaros, la chica de la clase que más batalla le había dado a la maestra en aquellos días. ¡Si que se veía diferente, el tiempo la había convertido en una hermosa mujer!

La hora del almuerzo que pasamos fue mágica: nos dedicamos a rememorar nuestras travesuras en el colegio, y aparte hicimos una recapitulación de cada una de nuestras compañeras de clase en ese entonces, con la respectiva información de su vida actual de acuerdo a los diferentes chismes y conjeturas que entre ambas pudimos sumar. No me expliqué como fue que Karla y yo no congeniamos mucho en la primaria, sin embargo, luego de aquella charla podía estar casi segura que llegaríamos a ser las mejores amigas. De sus compañeros de mesa no tuve ninguna queja, ambos eran sujetos muy agradables, inclusive llegaron a caerme tan bien que todos nos hicimos amigos.

Así comenzaron las relaciones en el ameno ambiente de la empresa, donde todo aparentaba normalidad, exceptuando por lo mucho que me sorprendía Karla conforme pasaban los días, quien con su bello rostro y su curvilíneo cuerpo me hacía sentir una extraña admiración. No me cansaba de verla con el elegante uniforme de la empresa –de saco y falda corta, ambas prendas de color azul marino–, en que cada una de las partes de su anatomía sobresalía con un brillo de sensualidad, a mi criterio, poco común.

Llegó un día, entre todos esos almuerzos que tuvimos, que dio origen a acontecimientos interesantes: como siempre, Karla y yo nos reunimos con los dos muchachos que frecuentábamos en nuestra mesa favorita. Mi amiga se veía especialmente hermosa con su fino rostro de tez bronceada que servía de fondo perfecto para sus rutilantes ojos, que parecían un par de gemas en las que se reflejaba una verde y salvaje selva; su sonrisa llena de perlas rezumaba su carisma afable y exquisito. ¡Qué linda estaba!

Karla, entonces, se dispuso a contarnos una anécdota que se resumía como el fiasco que había tenido su prima más cercana en una de sus citas, mientras ella se explicaba nuestros acompañantes la observaban anonadados, presas de un estupor que les producía la gracia con que mi amiga se expresaba. Yo, al menos, tuve el cuidado de disimular un poco, además mirarla así no era una cuestión del todo "correcta", por así decirlo. Quise pensar en ese momento que yo la contemplaba sin ninguna intención fuera de lugar, simplemente apreciando su bello físico de la misma forma en que me gusta apreciar el buen arte.

–¡Bueno, Naty! Ya es hora de que nos cuentes que ha sido de tu vida amorosa… –dijo mi amiga, al mismo tiempo que tomó mis manos con las suyas. Mi corazón se volvió loco, comenzó a palpitar como un bombo a medio desfile– ¡Anda, cuenta, cuenta!

–Pues no tengo mucho que contar realmente –respondí–, quizá uno que otro galán sin importancia por allí, pero nada en especial.

–¡Oh vamos, Naty! ¿Me vas a decir que no tienes guardado ningún pretendiente, con esos ojos preciosos y esa boca tan sexy que tienes? –preguntó Karla, provocando en mí un rubor intenso y caliente que me saturó el rostro en fracciones de segundo.

–¡Si no tienes pretendientes yo me apunto, nena! –dijo uno de los compañeros de mesa.

El comentario hizo que yo me sonrojara aún más y que al final todos termináramos riendo escandalosamente. La sonrisa de Karla era soberbia. En aquel momento seguramente no supo interpretar la expresión risueña y la mirada confusa con la que yo me le quedé viendo mientras reíamos al unísono, únicamente me guiñó el ojo, quizá para indicarme su complicidad de saber que yo le gustaba al chico que se me había insinuado.

Conforme el tiempo fue avanzando la confianza entre los cuatro fue creciendo proporcionalmente, al punto que los viernes comenzamos a salir de juerga: tanto Karla, como los otros dos chicos, salíamos a bailar, a beber y a divertirnos. Lo hicimos tantas veces seguidas que aquello se convirtió prácticamente en una tradición.

La noche que recuerdo con más gusto fue en la ocasión en que tanto Karla como yo, bailando con nuestras respectivas parejas masculinas, nos topamos en la pista de baile del antro en el que estábamos. Nos causó gracia el hecho de habernos chocado casualmente, y en medio del chiste comenzamos a bailar juntas. La música estaba tan movida y tan acelerada, que nos animamos a sacar a la luz nuestros mejores pasos de baile. Nuestras caderas se movían serpenteantes al compás de la música electrónica, produciendo un efecto hipnótico en las miradas de los chicos, y no solo de los que eran nuestras parejas iniciales, ya que en cuestión de unos minutos una rueda de observadores se formó a nuestro alrededor. No sabía si era por el alcohol que había ingerido, pero Karla me parecía divina. Sus senos y su culo se balanceaban de una manera realmente sensual. Yo no me quedaba atrás, ya que por las caras de excitación de los hombres –y de envidia de las mujeres–, me sentí más deseable que nunca.

El juego se fue calentando poco a poco, y Karla, como siempre, extrema y competitiva en su modo de ser, comenzó a restregar su trasero a la altura de mi cinturón. Sus movimientos causaron un alboroto en nuestros espectadores. Yo respondí abrazándola por la cintura y halándola hacia mí para pegar su espalda sobre mis senos, que a estas alturas estaban duros como piedras. Luego comencé a deslizar mis manos sobre su vientre destapado, lo cual provoco una algarabía de gritos y chiflidos en los hombres. Como si estuviera en un trance, y para darle más emoción al toqueteo, puse una expresión lasciva en mi rostro, la cual sabía que se me veía muy bien por las miles de veces que la había ensayado frente al espejo cuando jugaba a ser modelo con mis amigas de la secundaria. Acompañé el gesto con un movimiento arriesgado, y deslicé mis manos hacia arriba hasta acariciar los redondos senos de mi amiga. Nuestro público enloqueció, inclusive ella se sorprendió de mi exageración.

–¡NATY! –gritó Karla a manera de reprimenda por mi atrevimiento.

Por desgracia, aquella jugada provocó incomodidad en mi amiga. Ya no pudo seguir bailando con el mismo afán, luego bajó la mirada y al final de cuentas se disculpó para regresar a nuestra mesa. Su renuncia al baile provocó un gemido de desilusión entre nuestro público junto con un pequeño abucheo.

Acompañé a Karla a la mesa y para mi sorpresa la encontré muy molesta:

–¿Qué diablos te pasa, Natalia? –me preguntó con una expresión de frustración y rabia.

–¡Nada, Karla! –respondí gritando, en un tono más calmado que el de ella, con la voz un poco temblorosa– ¿Por qué te agitas, estábamos jugando, o no?

–¡Pues si, pero… no tenías por qué exagerar!

–¡Discúlpame, Karla, por favor! No fue mi intención avergonzarte –le supliqué–, te prometo que no se volverá a repetir.

Karla no me respondió, cuando llegaron los muchachos para comentar escandalizados por nuestro numerito, nos dedicamos a disimular entre risas para que no notaran el mal humor que nos había envuelto. La noche continuó con una sensación de incomodidad, pero a pesar de ello la tengo como un recuerdo agradable de mi vida.

En los siguientes días en la oficina todo transcurrió con normalidad. El pequeño y vergonzoso incidente parecía haber quedado en segundo plano. Un miércoles por la tarde noté a Karla triste, cabizbaja, con un humor por los suelos. A la hora del almuerzo nos sentamos solas y apenas si tocaba su comida. ¡A pesar de todo se veía tan bella! No estaba segura de lo que me sucedía, pero mi amiga cada día me inspiraba más ternura, me sentía tan identificada con ella, ¡tan… segura a su lado! Cabía la posibilidad, aunque yo no quería aceptarlo, que me estuviera… ¿enamorando de Karla?

–¿Qué te pasa, amiga? –pregunté con un efusivo interés, sumado a una sensación de compasión que me inspiraba su tierna carita.

–Nada… –respondió Karla, secamente.

–Amiga, tú sabes que puedes confiar en mí –le dije con un tono triste en la voz.

De pronto Karla se echó a llorar. Sus sollozos me dejaron pasmada, no supe que decir en el momento. La pobre se tapaba la cara con la mano para recogerse las lágrimas. Sus ojos se habían tornado cristalinos y brillosos; el rímel se le corrió, lo cual la hizo ver como una mujer del Antiguo Egipto. A pesar que estaba muy triste, me seguía pareciendo hermosa.

–¡Ay Naty… mi Naty! –dijo llorando a mares– ¡Carlos… tiene a otra! ¡El muy desgraciado! ¡El muy cabrón!

Fue hasta ese momento que me enteré que Karla, durante el tiempo que habíamos estado conviviendo desde que yo ingresé a la empresa, había tenido un "supuesto" novio, o más bien un compañero con el había tratado de mantener una especie de relación abierta. ¡Gran error! Está de más decir que ese tipo de relaciones siempre va en contra de nuestra naturaleza. Enterarme de aquel suceso me produjo sentimientos encontrados: por un lado me provocó una especie de extraña decepción, como si mi amiga no tuviese derecho de sentir gusto por los hombres; aparte de eso sentí una especie de inusitada alegría, más ridícula aún que mi decepción, ya que eso me daba la seguridad de que ahora yo tenía el camino libre.

–¡Ya, ya, Karla! –dije mientras la consolaba sobándole el hombro–, no le pongas asunto a ese imbécil. ¡Tranquilízate!

Por "fortuna" para mí, Karla no se tranquilizó. Decidí dirigirme a su jefe para explicarle que mi amiga se sentía muy mal. Al no verlo del todo convencido mentí diciendo que un amigo muy querido de nosotras había muerto. Hice un teatro del asunto. Hasta logré hacer brotar unas lagrimillas de mis ojos con tal de terminar de convencer al escéptico señor. Luego, aprovechando el lagrimeo, fui a decirle el mismo cuento a mi jefe. La compañía sólo cedía permisos para asistir a sepelios de familiares directos de los empleados, pero como sólo estábamos pidiendo medio día de permiso mis poderes persuasivos tuvieron éxito.

Nos dirigimos al departamento de Karla. Al ingresar, ordené a mi amiga a que se pusiera cómoda mientras yo le preparaba un té de manzanilla. Se lo llevé a su cuarto, y la encontré vestida con un pijama rosada de lo más sexy. Sin querer noté que bajo la blusa del pijama no tenía sostén, ya que se le translucían los pezones. Yo, por mi parte, solo me había quitado el saco y los tacones del uniforme de la oficina. Procedí a servirle la bebida estimulante a mi amor, quien comenzó a tomársela aún en medio de algunos sollozos. Cuando se terminó el té, le propicie un largo y prolongado abrazo. Besé sus mejillas, me senté en medio de la cama y la hice que se recostara sobre mis piernas, de espaldas a mí.

Mientras la mantenía envuelta en aquel cariñoso abrazo, similar al que le dí el día que bailamos en la discoteca, Karla se quedó callada un momento, luego resopló y comenzó por fin a hablar. Conversamos como quince minutos, haciendo referencia al eterno discurso de el por que los hombres son como son, de lo mal que se había sentido y de lo mucho que se alegraba de tenerme en aquel momento.

La situación era tan ideal que no pude evitar comenzar a excitarme. El calor de mi Karla me llenaba por completo, no sabía exactamente que me sucedía, pero lo que si sabía, es que no iba a dejar pasar aquella oportunidad de oro al menos para besarla.

–No estés triste, amiga, eres muy hermosa, así que no vas a tener problemas de encontrarte pronto un nuevo pretendiente –le dije.

–¿De verdad crees eso, Naty?

–Seguro, linda, eres preciosa –respondí con una sonrisa, haciéndole cosquillas traviesamente en el abdomen, lo cual la hizo prorrumpir en carcajadas.

Luego de que paramos de reírnos, mi amiga se me quedó observando con cierta perplejidad. Su mirada se intensificó tanto en mí que comencé a ponerme nerviosa y aún más excitada de lo que ya estaba.

–¡Tú también eres hermosa, Naty! –dijo Karla, finalmente; yo no supe qué responder a aquel espontáneo cumplido. –La noche que bailamos… bueno, tú sabes –prosiguió Karla, a lo que mi corazón reaccionó con un palpitar casi sofocante–, lo que hiciste… sinceramente me gustó.

–¿De qué cosa hablas, Karla? –dije mascullando las palabras de nervios.

–De nada –respondió ella, seca y disimuladamente.

Era lógico que el fingido desconcierto en mi pregunta le había provocado miedo. "¡Estúpida!", me dije mentalmente. "Debí haber sido franca por una maldita vez en mi vida", me reproché.

Karla se puso de pie, parecía molesta, me preguntó si no deseaba que viéramos una película o algo por el estilo. Resignada por mi error, y ya sin muchas esperanzas de que la velada fuera a tornarse interesante, acepté. ¿Qué estaba pensando? Al final de cuentas, ¿era posible que a mi amiga le hubiese gustado la caricia que le hice en el baile de la otra noche? Un fuerte dilema comenzó a deflagrar en mí: jamás, hasta la fecha, me había interesado en las mujeres, pero mi musa tenía algo que me resultaba irresistible.

Curiosamente la película que puso Karla resultó ser una de esas "dos equis y medio" en donde hay muchas escenas de sexo, pero en vez de ser explícito es más que todo estético. Se trataba de unos detectives –un hombre y una mujer– que con sus mal argumentadas habilidades deductivas hacían la pantomima de querer resolver un "misterioso" asesinato. Desde la primera escena en que aparecieron juntos podía predecirse que la película culminaría en el momento en que esos dos terminaran cogiendo. Todos los actores en general tenían lo suyo, eran sumamente atractivos pero con facilidad se notaba que muchos de sus atributos eran artificiales, especialmente los de las chicas.

Mi bella compañera y yo nos dedicamos a mofarnos de las malas actuaciones, así como de las situaciones forzadas que ponían a los actores, sin pensarlo mucho, a follar con movimientos algo robóticos, vistos siempre desde ángulos en los que se evitaba mostrar los genitales en plena cópula. Realmente me extrañaba que Karla me hubiese puesto a ver aquella bazofia, sobre todo tomando en cuenta que ya antes había hablado con ella de cine y aparentaba tener buen gusto para ello. Me encontraba tan ensimismada pensando en lo que había podido pasar entre nosotras, que ninguna de las escenas me encendía, más bien sentía que me deprimía más y más a cada segundo.

Finalmente, algo interesante ocurrió, lo cual me hizo comprender de cierta forma lo que sucedía:

–¡Uff! ¡Aquí viene mi escena favorita! –dijo de pronto Karla, sonriendo ansiosa mientras hacía crujir en sus dientes una palomita de maíz y observaba con sus glaucos y hermosos la pantalla del televisor.

Unas manos con guantes negros sorprendieron por detrás a la bellísima protagonista, adormeciéndola con un pañuelo impregnado de algo que parecía ser cloroformo. Luego de la clásica transición en la que se difumina toda la imagen para simular una fracción de tiempo, la detective se encontró completamente desnuda y atada de pies y manos a la cama de una muy bien decorada habitación. Apareció una sexy mucama morena, semidesnuda, con un cuerpo escultural, vestida de dominatriz con un fino tanga y un diminuto sostén, ambas prendas de cuero.

He de admitir que aquella escena me impresionó, no tanto por el giro no tan predecible de la trama, sino más bien por el morbo que me daba ver a dos mujeres frente a nosotras a punto de representar algo que en ese momento, de alguna forma, yo quería hacerle a Karla.

–¡Wow! No me lo esperaba –admití con la voz algo temblorosa, tratando de sonar sorprendida por el hecho de que la mucama resultaba ser la mala de la película.

–Esto no es nada, espera y verás –me advirtió Karla, extrañamente emocionada.

La morena se postró sobre la detective atada a la cama y comenzó a besarla de una manera realmente erótica. La película era pudorosa en mostrar coitos –que de seguro eran fingidos en su mayoría de veces–, pero el roce de lenguas de aquel beso, ¡si que era real! Luego las caricias bucales de la mucama comenzaron a esparcirse por todo el cuerpo de la protagonista. La vagina se me empapó por la escena, pero la liviana humedad que me envolvía se tornó en un torrente cuando Karla me hizo una extraña observación:

–¿Sabes, Naty? Esta película me gusta únicamente por esta escena. Siempre que miro a la protagonista, así en esa posición, me recuerdo de ti

–¡¿Eh?! ¿Cómo así, amiga? –pregunté luego de pasarme un trago enorme de saliva.

–¡Si, en serio, se parece a ti, Naty! Inclusive tiene el ombligo tan perfecto como el tuyo.

–¡No, Karla, qué va! –respondí envuelta en una risa nerviosa y con el rostro completamente ruborizado.

–Anda, muéstramelo y verás que es cierto. Yo me fijé bien en él esa vez que bailamos en el antro por la blusa cortita y tallada que llevabas puesta.

Los ojos de Karla resplandecían mientras me comentaba, o más bien, me confesaba con la mayor discreción del caso que ella deseaba lo mismo que yo, ¿o no? Como una autómata, me desabotoné un par de botones de mi blusa para poder levantarla hasta dejar al descubierto mi ombligo ante mi amada, lista para lo que pudiera venir. Ella comenzó a acercarse con sigilo y cuando posó su mano sobre mi tembloroso vientre, lo acarició de la misma forma en que lo hubiese hecho el calor de la playa que llega con la primera brisa del verano.

–¿Ves, Naty? ¡Es igual al de la detective! –dijo Karla, casi resollando, con un tono en su voz que revelaba su oculto deseo–. Bueno, la verdad creo que el tuyo me gusta más

Antes de que yo pudiese responderle cualquier tontería, sentí su lengua de lava entrando lenta y pecaminosamente en mi ombligo, apoderándose de toda la telaraña de nervios de mi cuerpo, en una sensación incandescente que desde ese punto viajó a mi cerebro vertiginosamente, y de allí explotó en palpitaciones que se esparcieron por todo mi cuerpo, desembocando hasta los vasos capilares de las puntas de mis dedos y especialmente en los labios de mi raja que se humedeció con una catarata de miel ardiente.

–¡Ummh! –un gemido apagado y corto me hizo contraer el vientre ante la deliciosa sensación que me había invadido.

–¿Qué pasa? –preguntó mi musa, mi amor, liberándome por unos segundos de la promesa del paraíso, mirándome tiernamente.

–¡Nada… nada, ummmh! ¡Es que sentí un poco de cosquillas! –dije casi sin aliento.

De pronto, Karla se incorporó quedando frente a mí, con su rostro a unos centímetros del mío. Tuve la impresión que en ese preciso momento mi amiga experimentó una duda enorme que la dejó helada. Mis labios la esperaban con ansias, no me imagino ni qué cara tenía yo en ese momento, pero mi amada, ¡no se atrevía a completar el acercamiento!

El deseo en mí era muy intenso, tanto que dejó de importarme todo, la tomé de la nuca y la halé con fuerza hacia mí. Nuestros labios chocaron mágicamente y se fueron abriendo poco a poco como pétalos de rosa que se abren ante el sol. En aquel hermoso momento, el sistema solar se desvaneció, todo dejó de existir exceptuando mi Karla y yo. Para mi sorpresa, ella fue la que metió primero su lengua en mi boca, y cuando comenzó a frotarla suavemente con la mía, sentí un calor que me arreboló por completo el rostro.

La saliva de mi amor contenía éxtasis, felicidad líquida que se diluía entre nuestras lenguas que no dejaban de enrollarse y luchar. Girábamos las cabezas en busca de una posición en que nuestras bocas encajaran a la perfección. Presa de aquel delirio, sin meditarlo, deslicé mi mano bajo la blusa de Karla y comencé a acariciar con vehemencia uno de sus senos. Su pezón reaccionó solaz ante aquella atención, mostrando su agradecimiento con una dureza que suplicaba por mi boca.

Nunca me sentí más segura de mis acciones que cuando comencé a chupar con delirio el delicioso pezón de mi amada amiga, sobre todo cuando ésta reaccionó acariciando mi cabeza con sus manos mientras gemía de auténtico placer. No tardé mucho en descubrir ambos senos de mi diosa con tal de nivelar mis atenciones sobre los mismos. Me sentía tan identificada, como si mi Karla y yo fuésemos una,

Mi amada se dispuso a corresponder la fruición de mis mimos: desabotonó mi blusa, desabrochó mi sostén, y engulló mis pezones, uno por uno, con igual o más ahínco del que yo tuve cuando chupé los de ella. ¡Me mataba de placer! Era una hecatombe para mis complejos y mis dudas, y a la vez era una resurrección de mi plenitud.

Karla no perdió tiempo, me desabrochó la falda y me tumbó sobre el sofá. Mi corazón vibraba, mi concha palpitaba, mis labios quemaban y mi alma resplandecía. Liberó con celeridad y elegancia a mi cueva de amor de la prisión de mis bragas. De nuevo el magma de la punta de su lengua hizo estragos en mi voluntad, abriéndose camino implacablemente entre mis carnes. Unas cuantas largas y profundas lamidas fueron suficientes para llevarme hasta el cielo, haciéndome arquear mi espalda, elevar mi cadera y gritar como posesa. No pude recuperarme ni del primer rebote de mi regreso a la tierra, pues mi amada comenzó a aletear su lengua dentro de mí como un ala de colibrí en pleno vuelo, arrancándome los gemidos más fuertes y más agudos que he emitido en mi vida. Involuntariamente mi vagina comenzó a restregarse en los labios de mi castigadora, quien se bebió toda mi miel sin derramar una sola gota. Recuerdo curiosamente que en medio de todo aquel frenesí, con los ojos entornados, logré distinguir que en la película la detective ya se encontraba libre de sus ataduras, y le hacía a la mucama lo mismo que Karla me acababa de hacer.

Mi amiga –y ahora amante–, soltó mi vagina jadeando, como si obtuviese el oxígeno de ella. Sin esperar a que yo me recuperara se abalanzó sobre mí, envolviéndome con un profundo beso con sabor a mis fluidos. ¡Yo necesitaba respirar!, por lo que luché contra mi Karla, giramos y caímos sobre la acolchonada y felpuda alfombra –yo quedé sobre ella–, prorrumpimos en risas como dos colegialas traviesas. Nos miramos a los ojos y continuamos besándonos, pero esta vez de una forma más tierna.

–¡Te amo, Naty! –dijo mi Karla, con la voz más dulce y bella que he escuchado.

No sé por qué, pero quise llorar de alegría luego de escuchar aquello, apenas si logre responderle:

–¡Yo también, mi amor! –Mi mente de pronto se sinceró y más palabras brotaron espontáneamente de mi boca–. ¡Te amo como nunca he amado a nadie!

–Tenía miedo, Naty –respondió Karla entre jadeos estremecedores–, nunca existió el tal Carlos, fue la chica con la que salía la que me engañó, pero tenía miedo de que supieras de mis gustos, sobre todo porque yo no estaba segura de los tuyos

–¡Shhh… ya, mi amor! –le dije, tapándole los labios con mi dedo índice–. ¡Lo que importa es el aquí y el ahora!

Nos besamos de nuevo, con calma. Nuestros senos se frotaban mutuamente, con un claro desbalance de electrones pues cada vez se atraían más y más entre sí. Nuestras piernas se entrelazaron de manera en que ambas nos frotábamos los coños con nuestros muslos. Supe entonces que tenía que vengarme de lo que mi Karla me había hecho, pero vengarme con amor, iba a llevarla a un cielo más alto del que ella me había hecho ascender. La envolví de besos: primero con pequeños y tiernos ósculos, luego lamí su boca, luego recorrí su cuello, me entretuve en sus senos, su vientre –era como si quisiera besarle cada poro de la piel–, hasta que llegué a su entrepierna, donde una sedosa y lánguida mata de vello, húmeda y ardiente por el medio, me esperaba con ansias.

Mi lengua se derritió en el botoncito de amor de Karla. La visión de la expresión de estremecimiento que invadió su rostro me dejó un regusto más dulce que el sabor de la miel que rezumaba de su concha. Era un efecto mágico, por primera vez sabía exactamente lo que tenía que hacer para complacer a mi pareja, no había un solo atisbo de duda en mis movimientos. Introduje mi dedo corazón hasta que mis nudillos chocaron contra los febriles labios íntimos de mi diosa, y comencé un mete-saca armónico y celestial al ritmo del palpitar de nuestros corazones. ¡Qué satisfacción fue hacerla gemir de gusto hasta hacerla convulsionar de placer!

Los rescoldos del orgasmo de Karla se manifestaron en ligeros temblores, que con su cara adormecida de ojos llorosos me inspiraron una enorme ternura. La cubrí con mi cuerpo, nos abrazamos y volví a besarla, esta vez con un poco más de fuerza. Nos quedamos así un rato. Recuerdo que mientras flotaba en un mar de endorfinas me puse a observar cada uno de los rincones de la sala. No los miraba realmente, porque delante de cada área que enfocaba con mis pupilas mi mente anteponía pequeñas películas que representaban fracciones de todo lo que acababa vivir, cronológicamente ordenadas, comenzando en aquel primer día en la cafetería de la oficina. Observé a mi amada y la noté dormida, por lo que cerré mis ojos con la esperanza de alcanzarla en sus sueños para poseerla de nuevo

No me di cuenta del momento exacto en el que me quedé dormida, lo que si recuerdo es que me fui al mundo de los sueños con la intensa corazonada de que al día siguiente me despertaría más feliz que nunca.

Natalia.