Arrebato intergeneracional en el centro comercial
Un viejo chocho y una jovencita provocadora vivirán una caliente aventura en un lugar público.
CAPÍTULO 1
Los ancianos estaban sentados en un banco del centro comercial. Esperando a que la vida diese un giro inesperado.
O cualquier otra cosa.
Estaban sentados en un banco privilegiado. Un banco situado junto a las puertas de acceso desde donde veían a la gente entrar y salir del centro comercial.
La gente entraba y salía. No con la intensidad de una hora de máxima afluencia, pero sí la suficiente como para mirarlos y juzgarlos.
Juzgarlos y sojuzgarlos.
La joven entró en el centro comercial. Coincidió con un breve lapso de tiempo en el que no entraba nadie. Por ello su entrada fue como si estuviese precedida de un redoble de tambores.
Iba vestida con ropa de colegiala. Pero una colegiala muy especial. Sus ropas mínimas —compuestas por minifalda tableada y blusa anudada bajo los pechos— aleteaban sobre su cuerpo juvenil a causa de sus andares elásticos.
Los ancianos no podían dejar de mirarla.
Uno de los viejos gruñó y removió su dentadura postiza dentro de la boca.
La muchacha caminaba despreocupadamente. Cabello ondulado, espeso y saltarín. Pechos y caderas bamboleantes, nalgas redondeadas, piernas desnudas y bien moldeadas. Habría rebasado la mayoría de edad hacía poco. Y se la intuía dispuesta a comerse el mundo de un bocado.
Y bien podría hacerlo, sin duda.
La sonrisa de la muchacha era lo que más impactaba de su cara. Era una sonrisa hermosa, de labios carnosos, rosados, de comisuras curvadas hacia arriba, y hacía aún más bella a la joven.
La mirada de ella se cruzó con la de los ancianos. Y advirtió de inmediato el carácter juzgador de aquellos ojos viejos y seniles.
No se dejó amilanar por la mirada reprobatoria y repelente de uno de ellos. Se pavoneó delante de los ancianos al pasar a su lado.
Exhibió su cuerpo como en una pasarela de moda. Cuando andaba todo su cuerpo se mecía en un solo arrebato avasallador al apoyar tacón contra suelo. Acentuaba sus curvas femeninas en andares desencajados, escandalizando con sus movimientos concupiscentes solo para aquellos dos viejos.
Se alejó de ellos con aquella exhibición de poderío juvenil.
—Y tú me defendías a la juventud, Don Rogelio, ¿verdad? —murmuró uno de los viejos cuando la chica se alejó lo suficiente— ¿Le queda a ese pendón algo más por enseñar? Menuda golfa.
El otro anciano negó con la cabeza.
—No desvaríe, Don Anselmo, que odría ser su nieta. O la mía. Tendrá padre y madre, seguro. Sera “hija de”, “nieta de”, “hermana de”.
El primer anciano, bajito, de constitución gruesa y cara enrojecida donde destacaba una nariz bulbosa —igual descripción tenía el otro—, meneó la cabeza.
—Esa va para puta, se lo digo yo. Y también lo sabe usted. Por mucha familia que esa golfa tenga. Esa va para puta.
El segundo anciano negó con la cabeza un momento después.
—Aunque así fuera, su argumento no debería ser impedimento para que la tratase como una mujer.
—Una puta.
—Una mujer, por encima de todo.
—Una puta, lo sabe bien.
—Creo que está sacando las cosas de quicio, Don Anselmo. Usted solo se ha fijado en su ropa. Es la moda que hay ahora.
—¿Moda? ¿De qué moda me habla, la moda de ir por la calle enseñándolo todo?
—No enseñaba nada, Don Anselmo. ¿Acaso ha visto su cuerpo desnudo?
El viejo gruñó, incapaz de dar la razón.
—Eso sí le gustaría, ¿verdad, bribón? Esa moza era un ángel.
Anselmo no pudo evitar sonreír al pensar en la imagen que se le vino a la cabeza. El otro viejo también lo hizo.
—Somos un par de pervertidos, Don Anselmo, dejemos las cosas bien claras. Nos gustaría ver tetas y coños donde no los hay. Nos gustaría vender nuestra misma alma por tener solo diez o quince años menos, ya lo creo que sí. Dios, cómo extraño hacer el amor… ¡nos ha jodido! Pero no me puede juzgar a la juventud actual con el rasero de antaño.
Don Anselmo se giró como un ave de presa hacia su amigo. En su mirada se constataba que no aceptaba de buena gana el reproche.
—Se lo digo yo, Don Rogelio, se lo repito y se lo firmo donde usted quiera. Y le digo más. Yo le aseguro…
—Que va para puta, ya, ya. Pues yo le digo que es la juventud de hoy, Don Anselmo. No hay que darle más vueltas. Y no puede pensar en que, por ser estas costumbres distintas de las que mamamos, puede denigrarlas. No se moleste en ver lo que no hay. Y puede estar seguro que no va a convencerme —y añadió—: Porque no tiene razón, señor mío, diga lo que diga.
Don Anselmo expulsó el aire que tenía contenido mientras seguía mirando fijamente a su amigo.
Se levantó del banco del centro comercial como si tuviese un resorte en el trasero.
Y se alejó caminando de allí.
Don Rogelio le vio alejarse con la sorpresa pintada en su cara.
—Increíble. Menudo cabreo el que se ha cogido —murmuró para sí, chasqueando la lengua.
Le vio atravesar las puertas automáticas de la entrada y salir de allí sin echar la mirada atrás.
Anselmo era muy sentido.
Don Rogelio chasqueó varias veces más la lengua y esperó unos minutos en el banco. La gente caminaba delante de él sin prestarle atención.
Como siempre.
Una mujer con un carrito de bebé, pero sin bebé dentro, se detuvo unos instantes junto al anciano. El anciano se giró hacia ella pero la mujer ni siquiera le miró de reojo.
—Buen día se ha quedado, ¿verdad?
La mujer, que acababa de sentarse en el banco hacía unos segundos, ni le miró. Se marchó con la misma ligereza cuando el viejo la habló.
El anciano suspiró. Impotente.
Había quedado viudo hacía muchos años. Al menos vivía con su hijo y su nuera. Pero no se hablaban mucho.
La gente caminaba alrededor de él. Parecía que no estaba solo. Pero era una mera ilusión.
No había nadie alrededor del viejo excepto sus tres amigas.
Soledad. Amargura. Desesperación.
El anciano, transcurrida casi una hora desde que se quedó solo, consideró que ya era de volver a casa. Aún faltaba un tiempo para la comida pero se dijo —mintiéndose—, que se aburría estando solo.
Recordó de pronto que se había ofrecido en casa para comprar el pan.
—Vaya por Dios —rezongó dirigiéndose al supermercado que había en el centro comercial—. Mira como están las cajas ahora: llenas hasta rebosar de gente que quiere salir de aquí cuanto antes.
Caminó hasta el fondo del supermercado, hasta la esquina más alejada, donde estaba el pan. Cogió dos barras de pan y, previendo que las cajas que había visto al entrar siguiesen igual de abarrotadas, se dirigió hacia las que había más allá. Quizá esas otras estuviesen menos congestionadas.
Era un trecho largo para su andar fatigado y acortó por la zona de lencería femenina.
Allí descubrió, mirando braguitas negras con encaje, a la moza que había motivado la discusión con su amigo.
CAPÍTULO 2
Ciertamente era hermosa. Su cara tenía facciones delicadas y una piel lisa, casi de porcelana. Su mirada expresaba una pasión arrebatadora; su mentón hoyado se curvaba de una forma sensual, acentuando su labio inferior, grueso y rosado.
Quizá fuese su cabello, largo y espeso, lo que hacía parecer su cara más pequeña de lo habitual, acentuando las suaves facciones juveniles y haciendo que su cuerpo, completamente desarrollado, pareciese más lleno, más maduro.
Sus ojos evaluaban con rapidez los detalles de la prenda interior, comprobando la finura de los encajes, el acabado de las costuras, el forro interior de la entrepierna.
Sostenía la prenda delante suyo, a la altura de la cabeza. El anciano no pudo evitar sonreír. Dio un paso atrás tras una estantería cuando la joven se giró hacia él, sin verle.
Supuso que aquella prenda sería el regalo para un amante considerado o para que aquella preciosidad se sintiese más hermosa consigo misma.
El anciano apretó las barras de pan entre sus dedos, sintiendo una excitación entre sus piernas que hacía mucho, mucho, mucho que no sentía.
—Maldita sea, Rogelio —se dijo—. Es una chiquilla, no seas cochino.
La joven le descubrió espiándola.
Su gesto, antes dulce, soñador, concupiscente, ahora se tornó gélido y ambiguo.
“Es normal”, se dijo el anciano, “, me asocia con el tarugo del Anselmo”.
La chica se giró dándole la espalda.
Y luego se metió la braguita directamente al bolso.
Al bolso.
—Hostias —murmuró Rogelio.
Caminó rauda hacia la salida.
El viejo la siguió, sin saber por qué, caminando con la rapidez de un pato.
La joven llegó al torno de salida.
El alto guardia de seguridad apareció de improviso, tras una estantería paralela a la que el anciano se encontraba.
—Señorita —clamó el guardia de seguridad. —. Señorita—. La llamó alzando la voz, alzando el brazo en un saludo nazi, alzando una pierna exageradamente al andar como dispuesto a echar a correr si hiciese falta.
La joven se volvió de repente. En su rostro se vislumbró la vergüenza con total nitidez.
—Acompáñeme, por favor —añadió el enorme guardia de seguridad, llegando a ella y tomándola de un brazo.
Tiró del delicado brazo como si fuese a desencajárselo de un tirón.
La alejó del torno en dirección a la boca del lobo.
“¡Qué bruto! Me la va a llenar el cuerpo de cardenales como la siga apretando así”, meditó el anciano.
La muchacha no se molestó en protestar ni decir nada. Se dejó casi arrastrar por aquel enorme guardia.
No quería atraer más miradas, más giros de cabeza, más murmuraciones. Con los que ahora la miraban fijamente, con sus carritos llenos hasta arriba de productos, con sus dedos apuntando vagamente hacia ella, con todo eso ya bastaba.
—Oiga, quite las manos de encima a mi nieta.
El guardia y la joven detuvieron su marcha fúnebre al instante.
Don Rogelio se plantó delante de ellos.
—Estaba robando. Tengo que llevármela.
—Usted no se lleva a nadie, qué cojones. Yo la pedí que se metiese la prenda interior en el bolso. No quería que fuese por el centro comercial enseñándola a todo el mundo. Y se le olvidó pagar la prenda. ¿Usted nunca se olvida de nada?
El alto guardia de seguridad no supo qué responder. Miró alternativamente al viejo, a la joven ladrona y a la gente que los miraba.
Las murmuraciones crecían. La gente se agolpaba más y más. Crecían las protestas.
La bella joven no podía ser culpable. Su belleza no podía ser sinónimo de esa bajeza. La muchacha debía ser inocente a la fuerza. Aquel bruto la está reventando el brazo.
El guardia sabía perfectamente que viejo y chiquilla no eran familiares. No había ninguna relación entre ellos.
Joder. Hostia puta. Menudo marrón.
Apretó los dientes. Inspiró honda y ruidosamente por la nariz. Su enorme pecho, jalonado de los botones dorados de su uniforme azul oscuro, pareció querer absorber a la joven y al anciano a su paso.
—¿No me ha oído? ¡Qué suelte ya a mi nieta o llamo a la policía!
Los dedos enormes de la mano enorme del enorme guardia de seguridad se abrieron y, en cuanto la joven se vio libre, corrió a acurrucarse detrás del anciano.
—No les quiero volver a ver en mi centro comercial, ¿estamos?
El anciano no se amilanó.
—Eso no te lo crees ni tú, entraremos cuando nos dé la gana. Vamos a ir a la caja y vamos a pagar. Luego iremos a la oficina de atención al cliente del centro comercial y nos quejaremos de usted… —la plaquita identificativa estaba muy borrosa para su vista cansada—… Sr. Motos.
—Señor Matarós, Rodrigo Matarós.
—Don Rodrigo Matarós, entonces, disculpe usted. Y ay de su estampa como a mi nieta le salgan cardenales donde la ha agarrado.
—No finja más, por el amor de Dios, ni es su nieta ni es nada. ¿Por qué coño lo hace, eh?
Rogelio no respondió. Solo levantó una comisura de sus labios a modo de mueca despectiva y se volvió hacia la joven.
La chiquilla temblaba como un gorrión empapado. Su cuerpo, antes divino, ahora estaba recogido en forma de muñeca de trapo deshilachada.
En sus ojos cuajados de lágrimas a punto de reventar vio el agradecimiento eterno. Se acercó a su oreja.
—Vamos, hija, vamos —la susurró—. Vámonos que se me están empezando a rilar las piernas y me puedo venir abajo en cualquier momento.
CAPÍTULO 3
El anciano y la joven llegaron a la primera caja que vieron abierta y esperaron en silencio tras la fila de personas que hacían cola.
El guardia de seguridad se mantuvo cerca, sin quitarles el ojo de encima.
Anciano y joven ni se miraron. Tenían la vista fija al frente, los cuerpos rígidos, los brazos como palos de escoba. Trataban de conservar el mayor aplomo posible.
La cajera cobró las dos barras de pan y las braguitas negras de encaje. Levantó la vista un instante del láser lector de códigos de barras para mirarles.
—Son cuarenta y ocho euros con noventa céntimos.
—La madre que te trajo, chiquilla —murmuró el anciano—. Unas simples bragas…
Echó mano a su cartera y, por suerte, encontró un billete de cincuenta. No llevaba tarjeta de crédito.
Ningún anciano que se precie lleva una encima.
La cajera metió el pan y la prenda interior en una misma bolsa de plástico semitransparente. Las migas de la corteza se enredaron con el fino encaje francés de la lencería.
La extraña pareja se alejó del supermercado a paso vivo.
El guardia de seguridad les siguió fuera del supermercado, con la mano posada sobre su porra. No soltaba la porra.
Parecía ser que no solo trabajaba en el supermercado, sino en el todo el centro comercial.
Pasaron de largo de la oficina de Atención al Cliente del centro comercial. Dieron vueltas por la superficie del centro sin rumbo fijo hasta que perdieron de vista al guardia.
—Para, para aquí, por el amor de Dios —soltó de repente Rogelio sentándose en un banco—. Un poco más y tendrás que llamarme a una ambulancia.
Sentía su corazón bombear a mil por hora. Sus piernas parecían armadas con gomas, con los segmentos a punto de desmontarse.
Recuperó el aliento con dificultad. La gente que hacía sus comprar en el centro comercial miraba con preocupación al rostro congestionado del viejo.
—Aún no le he dado las gracias. ¿Por qué lo hizo?
—Y yo que sé, hija mía. No me preguntes eso ahora, que me he quedado sin dinero para el resto del mes.
—Gracias, gracias. Se lo devolveré, lo prometo —exclamó dándolo dos sonoros besos en la frente arrugada.
El anciano negó con la cabeza mientras sentía sus sienes palpitar cada vez con menos furia.
—Déjalo estar, chiquilla. Me haré a la idea de que me lo he jugado todo a las cartas.
La joven mantuvo el silencio mientras miraba al anciano de arriba a abajo, recuperándose.
—¿Oiga, está bien, seguro?
Rogelio se volvió hacia ella. Los preciosos ojos de un color miel intenso de la joven reflejaban una sincera preocupación. Sintió una excitación en su cuerpo, la misma que sintió antes, espiándola con las braguitas en la mano. Pero ahora era mucho más intensa. La tenía muy cerca.
Suspiró varias veces.
—Ojalá tuviese cincuenta años menos, ¿sabes?
La joven se sonrojó adivinando el carácter de aquellos suspiros.
—Es un cielo. Ojalá hubiese más hombres como usted.
Rogelio carraspeó.
—¿Esa ropita es para un novio tuyo?
Ella negó con una sonrisa, mordiéndose el labio inferior en un gesto adorable. Rogelio sintió como se lo llevaban los mismísimos ángeles.
—Me gusta sentirme sexy. Especial —añadió al pensar que el anciano no entendería el significado de la primera palabra.
—Ay, mi madre.
La joven se preocupó de nuevo al ver al viejo aferrarse el pecho con una mano.
—¿Qué le ocurre, por Dios?
El viejo agitó una mano en el aire mientras tragaba saliva con dificultad.
—Agua. Necesito agua. Tengo que ir al servicio. Ay, qué calores.
Bajaron hasta el piso inferior donde estaban los servicios públicos del centro comercial.
—Tú déjame, bonita, que ya puedo solo.
—Ni hablar.
—No es sed, guapa. Es que me estoy… orinando. Tú no sabes lo que es tener que estar siempre cerca de un inodoro.
—Vaya por Dios. ¿Qué se cree, que he nacido como las lechugas? También he tenido un abuelo y una abuela y ya sé que es eso de sobra. No se imagina el palo que me daría si me le da algo ahí dentro. Solo, sin nadie cerca. Porque aquí no hay nadie, ¿no se da cuenta?
CAPÍTULO 4
Era cierto lo que decía la muchacha.
En verdad estaban solos, delante de las dos puertas de los servicios, el de caballeros y el de señoras. No se oía ningún ruido de grifos o pasos ni el de ninguna cisterna vaciándose.
—Vamos, por favor, no proteste. ¿Qué se cree, que me voy a escandalizar por ver el cuarto de baño masculino? Ni que fuese monja. Entre ya, por favor.
El anciano quiso protestar. Tenía su integridad, su orgullo, su decencia…
La joven le empujó adentro sin contemplaciones.
—Ea, que ya le cojo la bolsa con el pan. Entre aquí dentro y haga lo que tenga que hacer —espetó ella abriéndola la puerta de un excusado—. Y no se moleste por los ruidos, que todos los hacemos, ¿vale?
Rogelio no supo qué contestar. Quiso soltar una frase única e irrepetible que hiciese salir a la joven afuera. Estaba muerto de vergüenza.
Pero no podía aguantarse más. Su vejiga no aguantaba más.
Entró y cerró la puerta, trancando con llave.
El gusto que sintió al poder vaciarse no tuvo comparación con nada.
—Aún no me has dicho tu nombre, chiquilla.
—Ni usted el suyo.
—Rogelio.
—Azucena.
—Muchas gracias, Azucena.
—¿Gracias por qué, si tendría que ser al revés?
—Pues… yo que sé. Por hacerme compañía, supongo.
—¿Y su amigo?
“Se enfadó y se marchó por disparidad de opiniones, Azucena. Él afirmaba que eras una puta viciosa. Y yo que no”.
—Se marchó. Tenía prisa.
Se la sacudió varias veces. No sabía cómo pero siempre quedaba la última gota en el calzoncillo. Se la sacudió y sacudió varias veces más. Pensó que al estar cerca de aquella guapa moza tenía que estar más limpio de lo normal.
Azucena le esperaba cruzada de brazos, apoyada en uno de los lavabos. Bajo sus antebrazos, sus pechos ocultos bajo la blusa anudada descansaban y se amoldaban a la estrechez, haciendo que la carne se agolpase arriba, en el centro, en una divina confluencia. No parecía llevar sujetador.
El viejo se obligó a apartar la mirada de aquella visión paradisíaca.
“Cuidado, Rogelio. No me la vayas a asustar con esa mirada tuya de zorro taimado”.
Se lavó las manos a conciencia.
—Me las acabo de poner. ¿Quiere vérmelas?
Rogelio sintió como perdía pie y sus manos le temblaban horrores.
—¿Có… cómo dices?
Ella sonrió y se mordió el labio inferior.
Se subió la minifalda hasta las caderas.
La braguita negra de encajes se amoldaba con exquisita perfección a la blanca piel, recorriendo la orografía de la entrepierna con precisa y sensual exactitud, acentuando el pubis desnudo de vello, la vulva gordezuela, el aterciopelado inicio de los muslos.
Rogelio pensó que jamás había visto cosa más bonita en el mundo. Y así lo dijo.
—Jamás… jamás he visto cosa más… más preciosa, mi niña.
La joven, complacida con el asombro pintando en la cara del viejo, se mordió la punta de la lengua y se rió tontamente.
CAPÍTULO 5
En cierto modo la encantaba que ese anciano, tan parecido a su abuelo en la encorvadura de la espalda y en sus andares de robot de hojalata, se quedara embobado mirando sus braguitas.
Azucena se mordió el labio inferior con saña mientras daba un paso hacia Rogelio. Quería sentir esos dedos seniles sobre su pubis.
Ahogó un gemido cuando sintió los ásperos dedos sobre ella. Garras con principio de artritis, posándose sobre el delicado encaje de la prenda y sobre la suave zona de la ingle.
Le encantaba sentir como el corazón del viejo se le salía del pecho. Los dedos posados sobre las braguitas. No se atrevían a moverse.
Cuando el viejo levantó la vista y la miró entre la total incredulidad y la más absoluta fascinación, le plantó todo el aparato del tetamen sobre la cara.
—¡Acabáramos! —soltó simplemente el viejo, ahogado su lamento entre los pechos de la joven.
Azucena rió a carcajadas cuando sintió como el viejo se lanzaba y hundía su cara entre los pechos a la vez que sus dedos le rodeaban las nalgas.
La risa se fue desvaneciendo a media que fue sintiendo en uno de sus muslos, aquel que estaba entre las piernas del viejo, una erección casi completa.
Se abrió uno de los botones de su blusa para permitir que el viejo atisbase entre sus pechos, que su bulbosa nariz recorriese la fina piel.
El viejo aprovechó la ofrenda de carne jovencísima que se le ofrecía. Agarró bajo la falda las nalgas aterciopeladas de la joven.
Azucena se dejó hacer. No comprendía muy bien el motivo por el que dejaba que aquel viejo babeante la metiese mano. Una cosa era que la hubiese salvado del enorme guardia de seguridad. Que la hubiese regalado esas braguitas era algo a tener en cuenta, definitivamente.
Pero…
Pero aquello… pervertir a aquel anciano de aquella forma… También se sorprendía de sí misma: no entendía cómo podía disfrutar de aquellos dedos ásperos y retorcidos sobre su culo. Tampoco podía explicar porque el aliento encendido del viejo sobre sus pechos jóvenes le producía esa inexplicable sensación de excitación.
Sintió la lengua muy caliente de Rogelio sobre sobre un pezón; el viejo se las había ingeniado para, por medio de la nariz, sacar una teta al aire. Sus labios casi inexistentes atraparon el garbanzo erecto del pecho y lo babearon y chuparon y lamieron y mordieron.
Azucena tuvo que apoyarse sobre el viejo.
Soltó un gemido largo y espeso, producto de una excitación que se iba acumulando y borboteando en su interior, concentrándose entre sus piernas.
Permitió que creciese y creciese hasta que no pudo retenerla por más tiempo.
—¡Adentro! —ordenó, empujando al viejo hacia el excusado.
Rogelio no pudo protestar. Tenía la boca llena de la mullida carne de un pecho de Azucena.
Lo sentó sobre la taza del inodoro.
Cerró a su espalda.
Echó el cerrojo.
Se quitó las bragas de un tirón.
La prenda cayó al suelo con un golpe sordo, con un sonido de chapoteo. Era el sonido del forro interno de la braguita, empapado de generosos fluidos jóvenes, golpear contra el suelo. La arrastró lejos, sobre los azulejos opacos del suelo, dejando un rastro húmedo a su paso.
Azucena se acuclilló delante del viejo.
La chiquilla tenía el cabello algo despeinado y le caía sobre la frente en mechones lujuriosos, irreverentes. Sentía sus mejillas arder. En sus ojos cuajados de brillos intensos se veía claramente la excitación de hormonas jóvenes en plena ebullición.
Rogelio tenía la mandíbula floja. La movía de forma mecánica, casi compulsiva, como si estuviese mascando un chicle a velocidad supersónica. Unos calores asfixiantes le subían del pecho y de más abajo.
La joven le abrió el cinturón, le desabotonó los pantalones de pana y se los bajó de un solo movimiento hasta los tobillos.
A los pantalones arremangados junto a los zapatos siguieron los calzoncillos verde militar de pata larga.
Unas piernas palilleras, casi desprovistas de carne, la flanqueaban: la polla erecta del viejo, rodeada en el pubis de esponjoso vello nevado, inclinada hacia un lado, con el prepucio replegado mostrando un glande enorme, ciclópeo, se alzó como muestra incontestable de la virilidad de Rogelio, aún a sus setenta y pico años.
Los testículos, generosos en tamaño y color, colgaban a considerable altura del pene. Azucena los agarró con una mano y se llevó uno de ellos a la boca.
Rogelio sintió una paz inmensa. Cerró los ojos. Notaba la saliva y el calor de la boca de la chiquilla muy adentro, muy cercano. Casi dentro suyo. Le parecía incluso poder tocar, en la oscuridad, la juventud inherente a la boca de Azucena.
La joven alternó entre los dos testículos mientras estimulaba con firmes fricciones el tronco del pene.
El viejo mugía, pleno de gozo.
Las manos del anciano se agitaron de pronto en el aire.
Azucena sintió los dedos de Rogelio posarse sobre su cabello y temblar, temblar, temblar.
Pero los gruñidos de Rogelio se murieron al instante cuando se oyó el ruido de la puerta de los servicios.
Alguien había entrado.
Viejo y chiquilla se miraron con el miedo pintado en sus rostros. La lividez se instaló de pronto en sus caras.
Los ruidos de zapatos de charol y suela dura reverberaron por el servicio de caballeros.
Se detuvieron frente al excusado.
—A ver, soy Rodrigo Matarós, guardia de seguridad de este centro comercial. Me han dicho que han oído ruidos raros aquí dentro. ¿Quién anda ahí?
Viejo y chiquilla abrieron la boca, desencajándola, a la vez que sus ojos se desorbitaban.
—¡Que quién anda ahí, joder! Sé que hay alguien. Soy el guardia de seguridad del centro comercial. No me hagas llamar a la policía, que entonces la vamos a tener…
CAPÍTULO 6
Azucena se incorporó despacio.
Muy, muy despacio.
Se llevó los dedos a los botones de la blusa para esconderse las tetas. No tenía ni idea de qué iba a ocurrir.
Cuando se llevó, en un gesto mecánico, las manos a las caderas para palparse las braguitas, se dio cuenta que estaba sin ellas.
Las braguitas negras estaban a un lado en el suelo, hechas un guiñapo, casi afuera de la puerta, lejos del alcance de su mano.
Tragó saliva sintiendo como su corazón bombeaba sin parar, a un ritmo diabólico.
Era la situación más tensa a la que se había enfrentado.
Se sentó con cuidado sobre las piernas de Rogelio, presionando entre las dos mitades de su vulva de melocotón el miembro irreverente del viejo, aún alzado, ajeno a la extrema situación que su dueño también estaba viviendo. Recogió sus flexibles piernas apoyándolas sobre el borde del inodoro. No quería mostrar indicio alguno de ella en el escusado.
Sintió como el pene tensado presionaba dulcemente sobre su entrada.
Pero la situación no inducía al placer, precisamente.
Se volvió hacia el viejo y le vio muy quieto, inmóvil, con una sospechosa lividez cadavérica instalada en su cara desencajada.
Por fortuna, Rogelio parpadeó, indicando que seguía en este mundo.
Oyeron un siseo.
—Me cago en la puta de oros…
El extremo de una porra negra, reluciente, asomó por la parte inferior de la puerta del excusado, se posó sobre las braguitas enrolladas y las arrastró lejos.
Oyeron como el guardia se arrodillaba de inmediato, para inspeccionar por debajo de la puerta.
—Ya te veo, ya. Puto pajillero… Pues te jodes, mamón, que me quedo con esto. A ver cómo te corres ahora, cabrón de mier… Joder, qué asco, por Dios, ¿te lo has hecho sobre ellas? Qué guarro que eres, Dios… me das pena, de verdad. Toma, quédatelas. Te espero afuera, ya verás adónde vamos tú y yo, ya verás.
Las braguitas volaron y aterrizaron sobre la pared para luego resbalar y aposentarse sobre la cisterna del inodoro.
—Aprovecha, figura, aprovecha que cuando salgas te espero aquí fuera. Se te van a quitar las ganas de hacerte una paja en el centro comercial, pedazo de cretino.
Le oyeron caminar alejándose. La puerta del servicio de caballeros se abrió y luego se cerró de un portazo.
Viejo y chiquilla siguieron con los ojos la dirección de donde provenían los sonidos.
Los dos suspiraron aliviados al saber que volvían a estar solos. Pero con el guardia de seguridad esperándoles.
—Al menos no las ha reconocido —musitó Azucena volviendo la vista hacia Rogelio.
De repente, sin previo aviso, sintió la polla de Rogelio abrirse paso en su interior.
El anciano se había escurrido ligeramente de su asiento sobre la tapa del inodoro y la tensión del miembro, unido a la extrema facilidad que el sexo abierto de la joven propiciaba con su postura recogida, facilitó la penetración.
—Oye, oye, eh, eh, eh —protestó Azucena posando de nuevo los pies sobre el suelo.
Las manos del viejo, sin embargo, se posaron sobre las caderas desnudas de la joven, impidiendo que se alejase.
—¿Rogelio, qué coño hace…?
Una sonrisa desdentada se hizo paso entre la boca desprovista de labios del viejo.
—Darme una alegría, mi niña. Afuera me espera el escarnio absoluto.
—¿Escarnio, qué significa escarnio? Suélteme, por Dios… si yo solo quería…
—¿Querías qué, dulce mujer? Dale una alegría a este viejo, anda, chiquilla.
CAPÍTULO 7
Azucena se quedó clavada. Ya no reconocía en aquella cara surcada de arrugas, con la piel de hojaldre. Este no era el Rogelio comprensivo y bienintencionado.
El brillo de aquellos ojillos, sin embargo, lo había visto demasiadas veces a pesar de su juventud.
Correspondía ese brillo a la demencia de un hombre excitado, llevado hasta sus límites como hombre paciente.
Al viejo se le había mostrado y presentado, tentado y agraciado con un plato sexual tan apetitoso que había terminado por abjurar de sus amistosas intenciones y había enloquecido.
Aquel hombre no iba a consentir de ningún modo que se le privase de un polvo.
Azucena tuvo miedo. La ira de un hombre excitado, privado de raciocinio, con la sola idea del sexo en mente, era para echarse a temblar.
La polla se había deslizado ya fuera de su coño pero los dedos, curvados en forma de garras atenazaban su piel y carne con afán acaparador.
Probó con algo de razonamiento, de todas formas.
—Pero mírese, anciano, no me podría joder ni aunque quisiese cien veces. Es físicamente imposible que usted, a su edad…
Su argumento murió al sentir como el viejo tiraba de ella hacia abajo y su polla se internaba nuevamente en su interior untuoso.
No pudo evitar morderse el labio inferior. El glande había escarbado con demoledora precisión sobre sus zonas erógenas internas.
No cabía duda que aquella situación, aunque su mente no le catalogase como excitante, su cuerpo sí lo hacía.
Las manos del viejo agarraron sus caderas con firmeza e imprimieron un vaivén ascendente y descendente, invitándola al movimiento.
—Está bien, viejo. Vale —murmuró Azucena sintiendo como los calores de ahí abajo la llenaba el pecho de humores lujuriosos. Se quitó la blusa y la tiró al suelo. Desplazó los zapatos sobre el suelo para cimentar bien sus sacudidas—. Follemos, pues.
Se alzó hasta sentir el glande casi fuera de su cuerpo. Y luego descendió con un golpe seco, clavando el pene por completo en su interior.
El viejo suspiró embargado por la dicha.
Azucena repitió aquel movimiento varias veces hasta sentirse bien húmeda por dentro, preparada para lo que estaba por venir.
Rogelio disfrutaba y reía como un chiquillo, abriendo la boca extasiado ante el movimiento caótico de pechos desnudos que tenía ante sus narices.
Azucena, en cuanto se notó bien húmeda, se aupó de nuevo sobre el borde del inodoro, acuclillándose y recogiendo sus piernas, posibilitando una penetración máxima. Se agarró de la cisterna del inodoro.
Se mordió el labio inferior con saña. E inició un movimiento febril, furioso, hipersónico sobre la polla del anciano.
Sus caderas resurgían en una fracción de segundo y se hundían sobre la polla en otra fracción. Su cuerpo se agitaba a una velocidad endiablada.
Parecía una máquina perfecta, engrasada y eficiente, absorbiendo y regurgitando con velocidad febril el pistón de carne del viejo.
Sus pechos golpeaban sin conmiseración el rostro de Rogelio con sus sacudidas.
El viejo sintió como la gloria se abatía sobre él.
La gloria, la gloria. La divina gloria.
Azucena apretaba los dientes con todas sus fuerzas y retenía el aire en sus pulmones mientras se movía con rapidez inusitada sobre el viejo.
También ella, de algún modo, sintió algo de placer.
Era innegable, en todo caso, que estaba haciendo esto para pagarle, de una vez por todas, el favor al viejo.
El ritmo febril se sucedió sin descanso.
Cuando se sintió desfallecer, pasados unos minutos, a punto del colapso respiratorio, la muchacha se detuvo para descansar.
Los ojos del viejo la miraban inertes, vidriosos, opacos.
Ya no parpadearon como antes.
—Ay, mi madre…
No lo comprendía: sus dedos artríticos seguían rígidos sobre sus caderas. No podía ser…
CAPÍTULO 8
Mierda. Mierda.
Sí podía ser, sí podía ser.
Se agachó para oír la respiración inexistente del viejo.
—Joder, joder.
Se deshizo de los dedos aún clavados en sus caderas y le tumbó sobre el suelo. Su polla seguía tiesa. Inerte pero tiesa.
Se arrodilló sobre él y escuchó su pecho.
Ningún latido. Unos calores sofocantes se abrieron paso en sus jóvenes pulmones.
—No, no, no, viejo, no me deje así…, viejo de mierda…, vuelva, vuelva.
La desesperación le llevó a despreocuparse de cualquier medida de discreción y gritó:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Rodrigo Matarós, venga aquí, joder!
El guardia de seguridad, tal y como había amenazado, estaba esperando junto a la puerta. Entró raudo, a la carrera, en los servicios.
Se paró en seco al encontrarse de frente con el enorme marrón.
Le costó hacerse a la idea de la situación que tenía delante.
La joven ladrona, con todo al aire, llorando impotente sobre el cadáver del viejo, desnudo de cintura para abajo, empalmado.
Se arrodilló junto al viejo. Pegó su oído sobre el pecho inerte de Rogelio.
—¡Hostia puta, hostia puta! —murmuró el guardia se seguridad sobre la cara del viejo. Le abrió la boca, sujetándole la lengua hinchada con los dedos— ¿Pero qué cojones ha pasado aquí?
Fue una pregunta retórica porque no esperaba contestación alguna. O porque ya la conocía.
Acopló su boca sobre la del viejo e insufló aire varias veces. Luego entrelazó una mano sobre el dorso de la otra y presionó rítmicamente sobre el pecho del viejo.
—Uno… dos…tres, vamos, viejo, vamos, no se me vaya…
Azucena no podía moverse. No era capaz de articular palabra. Se tapó la boca desencajada por la impotencia.
El guardia volvió a inclinarse sobre el pecho del viejo después del masaje cardíaco.
Nada.
Insufló aire de nuevo.
Presionó sobre el corazón con renovadas energías.
Nada.
Otra vez. Aire, masaje cardíaco. Aire, masaje cardíaco.
Otra vez.
Un hilillo de vida surgió de la boca del viejo y, tras un espasmo de los miembros, fue seguido de una tos seca.
El viejo había vuelto a la vida.
—Me cago en la puta de oros… —musitó el guardia se seguridad sentándose sobre el suelo, limpiándose la boca con la manga de la chaqueta del uniforme.
Azucena rompió a llorar a la vez que daba palmas.
Rogelio, tras reponerse de la tos, acusó en su rostro la incomprensión de saberse en el suelo cuando lo último que recordaba era a Azucena transportándole al paraíso.
Se giró hacia el guardia de seguridad. Lo comprendió todo.
—Rodrigo Matarós. ¿Usted…?
El enorme guardia de seguridad asintió con la cabeza.
—Pues sí, pues yo, viejo.
Rogelio pensó que la última vez que lo había visto le había humillado en público delante de toda la gente, obligándole a soltar del brazo a una ladrona.
Miró unos instantes al guardia de seguridad y luego bajó la vista, sin saber cómo mirarle ni qué decirle.
Los tres se volvieron como uno solo hacia el hombre que entró en los servicios.
Un viejo tirado por el suelo, con el miembro aún empalmado, y los pantalones y calzoncillos bajados. Una jovencita arrodillada junto a él, con el cuerpo casi desnudo, riendo y llorando. Un guardia de seguridad sentado entre ellos dos, secándose la boca con la manga del uniforme.
—Ustedes perdonen. Me he equivocado, ¿a que sí? ¿El servicio de caballeros, por favor?
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El aburrimiento es la suprema expresión de la indiferencia , René Trossero.