Arder, nacer, tal vez volar...
Un cuento al modo tradicional dedicado a una amiga muy amiga que venera al Ave Fénix.
Arder, nacer, tal vez volar
Hace muchos, muchos años, vivía en un país lejano una reina cuya hermosura cautivaba al mundo. Aguerridos caballeros partían a la guerra por hacerse un nombre que ella escuchara, eremitas descendían de sus retiros montaraces y fundaban nuevas y extrañas religiones con el fin de llamar su atención aun a riesgo de perder sus almas al cometer apostasía, y los labriegos, incapaces de imaginar siquiera el color de la orla de su manto, regaban los campos con lágrimas en lugar de con agua. Ella, en tanto, permanecía en su castillo, fría, lejana, inalcanzable.
Podría narrar la historia del mago Armalzes, conocedor de los secretos que guarda el séptimo sello y sabedor por ello de los ritos del resplandor sangriento, quién, al tener la amarga convicción de que su sabiduría no servía para hechizar a la reina, renegó de la magia y de la cábala y pasó el resto de su vida danzando en las plazas públicas entre las chirigotas de sus convecinos. O contar el caso del otrora poderoso Cavirrudes, cuya flota de galeras trirremes surcaba los mares fríos y los brumosos océanos. Cavirrudes atesoraba en sus almacenes las más preciadas púrpuras y las porcelanas más frágiles y llegó a ser tan opulento que sus esclavos lucían, incrustados en sus pechos, millares de diamantes tallados por orfebres exquisitos, dispuestos de tal modo que componían, brillo a brillo, la leyenda "Mi amo adora a la Reina". Una tarde, cuando su flota se hallaba fondeada en el puerto de Alejandría, enloqueció de amor y prendió fuego a sus naves, iniciando así el pavoroso incendio que carbonizó su propio cuerpo y la afamada biblioteca del lugar, que era admiración de las gentes de su tiempo. Podría narrar la historia del príncipe Wai-ho, heredero del trono del Reino de los Jilgueros Tornasoles, quién, sabedor de la belleza de la Reina, emprendió viaje para conocerla, cruzó desiertos pedregosos, se enfrentó con las tribus salvajes de los pies azules y las narices humeantes, los venció y llegó a las murallas del castillo de la Señora. Estuvo llamando a las puertas de la fortaleza durante siete años completos y, al llegar la primera luna nueva del año octavo, profirió un grito angustioso, requirió un cuchillo, se abrió el pecho de un solo tajo y, antes de morir, tuvo fuerzas para lanzar su propio corazón por encima de las murallas, mientras decía en un susurro: "Tómalo. Es tuyo". Podría contar muchas otras historias, pero sería injusto hacerlo, ya que siempre olvidaría alguna más triste y estremecedora que las demás, porque fueron miles los hombres de toda raza y condición que, enamorados de la Reina, mudaron el rumbo de sus existencias y murieron con su nombre en los labios.
Ocurrió que, a su tiempo, la Reina abrió las puertas del castillo - dicen que movida a compasión por el sangrante corazón de Wai-ho que cayó en su halda mientras descansaba en el jardín -, y la buena nueva corrió por los valles, descendió por los ríos y trepó a los riscos más altos de las nevadas cordilleras. Al conocerse la noticia, las diosas se indignaron, porque los dioses se engalanaban para bajar a la tierra luciendo su mejor aspecto, y las divinas disputas conyugales originaron fragosísimas tormentas y espectaculares terremotos. Sin embargo la ira de las diosas no impidió que muy pronto llegaran las primeras caravanas al castillo de la Reina.
Ella las recibió con distante cortesía y luego habló:
- He accedido a recibiros para que me distraigáis, pero quien no consiga entretenerme será entregado al verdugo.
La amenaza no desanimó a los enamorados. El mago Criolites se adelantó a los demás postulantes. Tiempo atrás, en el Sultanato de Damasco, había logrado que la hija menor del Gran Visir se trasmutara en alondra mañanera. En otra ocasión, ante el rey de Granada, obró el milagro de que florecieran los muros de la Alhambra en miles de arabescos e hizo surgir agua de las bocas de los leones que allí había. No es extraño que hubiera expectación. Criolites se adelantó, hizo la triple reverencia, y luego osó mirar a la reina a los ojos. Nunca lo hubiera hecho. Quedó tan prendido en su mirada que, cuando pretendió extender los brazos para iniciar el primero de sus prodigios, esbozó un torpe gesto y de sus mangas escaparon genios y demonios, cayeron conejos blancos y encantamientos, y bandadas de palomas revolotearon en desorden surgiendo de su túnica, mientras Criolites balbuceaba palabras sin sentido.
La Reina aguardó hasta cinco veces un minuto sin decir palabra. Luego tampoco habló. Hizo un ademán, y un musculoso verdugo, armado con un hacha monstruosa, tomó a Criolites por el brazo.
Se adelantó entonces el músico Feledrón y, aun antes de que comenzara a tañer la vihuela, la sala entera se trasmutó en atento oído; tan excelso era su canto. Carraspeó y, al tiempo que modulaba las primeras notas de una dulcísima canción, alzó la vista y contempló el rostro de la Reina. Al hacerlo se quebró su voz como se quiebra una caña en manos de un gigante. Intentó hasta dos veces reiniciar el canto y su empeño fue inútil. Su garganta se negaba a proferir sonidos. Fue tal la impresión que le causó la Reina, que las notas huyeron y fueron sustituidas por un fervor silencioso. La Única chasqueó los dedos y el temible verdugo, sonriendo siniestramente, se llevó al músico.
Le llegó el turno a un joven griego, narrador de historias fabulosas en las que héroes y dioses pugnaban entre sí por conquistar islas, reinos y ciudades. Tan fecundo era su verbo, tan apasionado el registro de su voz, que una vez, hallándose en Éfeso, encandiló a quienes le escucharon y ninguno de ellos reaccionó al acercarse a la ciudad el temible ejército tebano, por lo que Éfeso fue tomada sin lucha. Los invasores se sorprendieron tanto al entrar en la plaza y ver a los habitantes de la ciudad con las bocas abiertas y sentados en torno al narrador, que ascendieron a éste al rango de tetrarca de los ejércitos de Tebas por su contribución al eficaz término de una guerra que había comenzado cuatrocientos años atrás.
Adelantóse el joven griego y, con la cabeza baja, comenzó a narrar las leyendas de los titanes y de los atlantes que sostienen el mundo sobre sus anchos hombros, pero de vez en cuando interrumpía la historia y se quejaba amargamente, sin que sus lamentos se adecuaran al ritmo de la narración. La Reina, extrañada, le interrumpió:
- ¿Te ocurre algo, narrador?
El alzó el rostro.
- Estoy llorando dijo.
Era cierto. De sus ojos cerrados salían lágrimas y gotas de sangre.
¿Llorando? se estremeció la Reina.
Sí respondió el joven-. Lloro porque nunca más podré ver. Supe que Criolites y Feledrón perdieron su arte al contemplar tu hermosura y, para que no me ocurriera lo mismo, vacié mis ojos con una aguja de plata candente. A trueque de que puedas escuchar mis relatos he perdido la ocasión de naufragar gloriosamente en tu belleza. Por eso sollozo.
La reina guardó silencio unos segundos. Después interrogó de nuevo:
¿Griego, cómo te llamas?
Homero, Señora.
Pues bien prosiguió la Única-, tu historia, tu propia historia, me complace más que las que narras, pero ello no es bastante. Parte en buena hora y entretén al mundo, no a mí. No mereces el cadalso, pero tampoco mi favor. Habla al mundo de tus héroes, de tus dioses y de sus batallas. Ilumínalo con tu ceguera. Yo, en tanto, peinaré mis cabellos y contemplaré mi figura en espejos de oro pulido.
Acercóse entonces un atleta de abultados músculos brillantes de aceite.
- Mi Reina habló con voz de trueno -, soy Perakles, el Turco de hierro. No hay en el mundo un luchador como yo. Puedo vencer con una sola mano a doce hombres fornidos.
Se dirigió a quiénes aguardaban turno para rendir pleitesía a la Reina y los fue derribando sin aparente esfuerzo.
La Única esbozó un gesto de hastío e interrumpió la demostración.
- Basta, Perakles. Me aburres. Derribas doce hombres con una mano pero ¿qué importancia tiene esa pequeñez? Soy mujer y puedo abatir a mil hombres con la mirada.
Golpeó un gong de bronce, acudió el verdugo, y Perakles, cabizbajo, los hombros caídos, la cabeza gacha, le acompañó sin ofrecer resistencia.
Anochecía y los ruiseñores tejían sus armoniosos trinos en el geométrico milagro de la rosaleda. Al menguar la luz, la Reina hizo prender antorchas de brea olorosa y suspiró.
- Es tarde y me siento fatigada. Mañana seguiré escuchándoos.
Y salió de la estancia.
Los enamorados guardaron silencio durante al menos una hora. Recuperaron luego la capacidad de expresarse y la estancia se llenó de exclamaciones y lamentos.
- ¡Que hermosa es! sollozó Litiro, el danzarín-. Los dioses no pusieron luz en mis palabras, sino en mis manos, mis pies y mi cintura. Y, para mí, la Reina es así.
Se puso en pie, alzó los brazos y comenzó a bailar. Su danza era, al tiempo, atormentada y tierna, dulce y violenta, de luna y de barro, de sol y de frío. No había música que seguir y tampoco se requería, que la lógica es innecesaria cuando surge el prodigio. Litiro se convirtió en gigante aunque a la vez parecía diminuto como una lágrima. Tenía doce brazos y ninguno, era quietud y movimiento continuo, río y palmera. Su danza fue ralentizándose, se fue haciendo dolorosamente lenta hasta cristalizar en llanto de tiempo detenido, en agua inconcreta trasmutada en catarata o arco iris. Ni las leyendas más antiguas sabrían traducir en palabras el hechizo de su baile. La luna entraba al sesgo por los ventanales y bañaba su figura de pálida claridad, y él, ajeno a cuanto no fuera su Reina, siguió danzando más allá del tiempo y del espacio, hasta que, inopinadamente, se convirtió en alabastro e, inclinando la cabeza sobre el pecho, expiró a medio paso de danza.
- ¡Feliz Litiro que alcanzó su ideal! susurró Erfiles el filósofo, cuyos discípulos vagaban por las ágoras de Corinto buscando el "psiu", concepto enigmático sin significado concreto que había de dar sentido a sus existencias-. El ideal prosiguió el pensador- es perfecto y, en consecuencia, inhumano. No puede estarse más cerca del ideal que en el momento de morir, porque el ideal es la muerte.
Como colofón de su impecable razonamiento trazó los signos cabalísticos del "psiu" sobre la frente de Litiro, que quizá le sonriera desde la parte de afuera de la vida, si bien esa supuesta sonrisa sólo se tradujo en imperceptible aumento de la palidez de sus facciones.
La noche había resbalado sobre la tierra y ya se adivinaba el amanecer, agazapado en la línea del horizonte. Trascurrido un grano de tiempo en los engranajes del Universo, el sol halló una falla entre los riscos e iluminó los cielos en relámpago. Retornó la Reina a la estancia y se reclinó sobre los almohadones de terciopelo de su trono.
Erfiles, el filósofo, se adelantó y la miró directamente a los ojos.
- Psiu pronunció con voz calma y serena.
Alzó una copa de plata, la vació de un trago y cayó fulminado a los pies de la Reina.
Ella sonrió y habló al cuerpo inerte, como si pudiera escucharla pese a la eficacia del veneno ingerido.
- Estuviste muy cerca dijo y por eso salvaste tu cabeza del verdugo.
Luego batió palmas.
- Retiradlo.
Una vez que los esclavos hubieron arrastrado el cadáver de Erfiles, la indecisión se enseñoreó de los cortejadores de la Reina. Nadie osaba adelantar un paso y jugarse a una carta su propio destino.
Y entonces cambió el viento.
Instantes antes acariciaba el mundo una brisa que teñía de magia cuanto tocaba y difuminaba vida y muerte hasta hacer de ambas un todo apetecible. Había en el aire un regusto a cuentos de hadas y de las mil y una noches que embellecía imaginación y recuerdos a cambio de convertirlos en más fríos, más lejanos, más diferentes, más ajenos.
Ahora cambió el viento. Un polvillo dorado entró por los ventanales del castillo. Era un polvillo mágico que se disipó en un soplo y dio paso al aroma menos misterioso y más primario del mundo: el olor a tierra. Cuántos había en la estancia, y también los dioses y los héroes y los forjadores de leyendas y sus protagonistas, se sintieron incómodos y se miraron unos a otros sin saber qué hacer o qué decir. La misma Reina se removió inquieta en su nido de almohadones de terciopelo. Se presentía el momento de la verdad, cruel y amarga, aunque más hermosa que las propias leyendas. El nuevo viento era seco y caliente y evocaba estirpes de cien años y no una, sino infinitas soledades.
El hombre pareció surgir de la nada; tal vez lo trajo inadvertidamente el viento. No hizo la triple reverencia, sino que subió al trono de un salto, soltó los lazos de la túnica que vestía la Reina, le dejó el torso al aire y le besó los pechos. Hubo un murmullo de sorpresa horrorizada en la estancia y el verdugo pasó con tiento un dedo por el filo del hacha para comprobar si estaba en su punto, pero la Reina no requirió sus servicios.
La Reina dejó hacer al hombre. Él, sin decir palabra, la abrazó, engarfió sus glúteos, buscó su boca y aplastó su vientre contra el de la mujer. El fuego encendió ambos cuerpos y saltaron chispas de las pieles. Cada labio era tizón, cada beso, llamarada. La Reina dio de lado su frialdad reciente y se convirtió en yesca carnal empapada de jugos y fluidos peligrosamente inflamables. Surgió humo de sus dos pechos estrujados y lava ardiente de su vientre hendido por la masculina verga. Ya no había dos cuerpos, sino una sola tea, una antorcha impaciente de encenderse en orgasmos, de trasmutarse en fuego total y arrollador que todo lo arrasara. La estancia entera era círculo de asombros, la pareja, en su centro, hoguera vivísima que abrasaba el aire y sofocaba respiración y entrañas. Rojo vivo in crescendo, placer en fogonazo, fogata de "tequieros". Combustión espontánea de orgasmos compartidos. Estallido en relámpago.
Los nobles, el verdugo, los músicos, los sabios, también los danzarines, incluso lo filósofos, ya no veían cuerpos, sino solo rescoldos. La Reina y el hombre eran pavesas consumidas de amor, muertos de vida antigua amortajados en cenizas. Y entonces el milagro: la Reina, niña adulta muerta, renació adulta niña, del mismo modo que el hombre, muerto depredador, renació enamorado.
Hubo caricias tiernas, besos desmayados de labios recién nuevos. El roce de unos dedos. Titubeo de tacto. Ternura. Las primeras palabras del cariño. Una niña y un niño reinventando la vida, reinventando el amor. ¡Qué lejos ya Perakles, Feledrón y Litiro! ¡Que ajenos Criolites, Cavirrudes y Homero! Cuentan que el ave Fénix resurge de sus propias y humeantes cenizas. También lo hizo la Reina y lo mismo hizo el hombre, los dos en el remanso, los dos en la antesala del glorioso futuro.
Amar. Morir amando. Renacer en ternura. Los dos nuevos, ligeros, con las alas abiertas, olvidados los cuentos, los dioses, las leyendas.
Los dos horizontales, con las alas abiertas, volando sobre el mundo.