Árbitro, maricón

Un árbitro de fútbol juvenil se encuentra en una situación muy excitante cuando pita un penalti contra el equipo de casa.

Me presentaré: soy arbitro de fútbol de categoría de juveniles. Tengo 22 años, y me encanta esta afición. Por eso me dedico a ella, claro. Pero también por otra razón: me gustan los chicos, preferentemente jóvenes, y siendo árbitro puedo verlos de cerca en paños menores e incluso totalmente desnudos. Además, mi categoría es la de árbitro de competiciones juveniles, así que los chicos son muy jovencitos, unas auténticas peritas en dulce...

Pero hace cosa de una semana me pasó una cosa que jamás pude imaginar. Fue el domingo último, y, aunque probablemente fue un caso que podría haber aparecido en los periódicos y otros medios de comunicación, conseguí que no llegara a ellos.

Arbitraba en un campo de la provincia de..., en un pueblecito de poco más de cinco mil habitantes. El partido fue bastante bien, hasta que, casi al final, al capitán del equipo local le dieron una tarascada dentro del área: yo, la verdad, no vi que fuera penalti, y por eso no lo pité, pero lo cierto es que iba ganando el equipo visitante y si hubiera pitado probablemente habrían empatado. La gente se puso a vociferar, y sobre todo un grupo de quince o veinte ultras, que ninguno tendría más de 20 años.

Sonaba a coro entre las gradas el consabido "¡Árbitro, maricón!", que en mi caso era cierto, pero no como insulto, obviamente. Y los que más lo gritaban eran los ultras éstos, con unas caritas como de comerse a la gente cruda. El caso es que lo repitieron hasta la saciedad, mientras los jugadores locales también me ponían de vuelta y media. Expulsé a dos de ellos, entre ellos el capitán, y seguidamente di por terminado el partido.

La policía local me tuvo que ayudar a entrar en los vestuarios. Allí me visitaron los dos jugadores expulsados. Tengo que reconocer que los dos, enfadados como estaban, me resultaron guapísimos: tendrían como 16 años cada uno, uno rubio, el otro de pelo negro, los dos adolescentes espigados y de piel blanquísima.

Me resultaron tan arrebatadoramente atractivos que no pude evitar lo que hice. Le pedí a los liniers que me dejaran solo con ellos y cerré la puerta.

--Creo que os debo una disculpa, posiblemente me equivoqué al no pitar el penalti, pero me habéis insultado y eso no puedo dejarle pasar.

El capitán, dentro de su enfado, me miró con cierta picardía.

--¿A qué llama insulto, a que lo llamemos "maricón"? Venga, hombre, si todo el mundo lo sabe en la federación.

Me quedé sin habla. Así que lo mío era de dominio público, a pesar de que siempre había procurado ser discreto.

--Bueno, mi vida personal no tiene nada que ver con el fútbol, así que...

Observé cómo el capitán se metía la mano por dentro de las calzonas y se agarraba el paquete, sobándoselo con parsimonia. Miró a su compañero, que le cogió, por fuera, aquel bulto que comenzaba a ganar en volumen.

--Pues mire por donde, árbitro, ha ido a expulsar a los dos jugadores gays del equipo. Creo- y me miraba con malicia- que nos debe una reparación. ¿No cree?

Sentí como en mi entrepierna mi polla crecía a marchas forzadas.

--Creo que sí, os tengo que presentar mis excusas... en toda regla.

Me puse de rodillas delante de ellos: los chicos se bajaron las calzonas y aparecieron sendos suspensorios abultadísimos, que a duras penas aguantaban dos paquetes de consideración. Agarré con la mano izquierda uno de aquellos bultos y el otro comencé a chuparlo por fuera del suspensorio: notaba ya un calor interior en aquel paquete más que considerable, incluso a través de la tela del suspensorio, una turgencia que no cesaba de crecer. Di un tirón del suspensorio hacia abajo y una polla descomunal y dos huevos de tamaño de gallina saltaron, húmedos, hasta mi boca. Aquella verga no era propia de un chico de apenas 16 años: no debía medir menos de 22 centímetros, estaba bien proporcionada y presentaba un glande oblongo y brillante, sonrosado y mullido. Lo chupeteé, relamiéndome, mientras el otro chaval se colocaba a mi espalda. De un tirón me quitó las calzonas y culeé enseñándole mi trasero, firme y sin vello. El crío se arrodilló y me metió la lengua sin un momento de duda. Sentir aquella carne húmeda y vibrante en el esfínter me hizo dar un respingo, justo en el momento en que el chico al que se la mamaba se corría desesperadamente, entre grandes ayes.

Recibí aquel líquido espeso como el mejor de los licores, néctar de adolescente para sibaritas, mejor que la jalea real. Mientras tanto, por detrás, el otro chaval me apoyaba el glande, lubricado con su saliva, en la entrada de mi agujero anal, y empujaba con fuerza. Un dolor vivísimo, pero a la vez placentero, me embargó. Al mismo tiempo que me empalaba escuché remotamente cómo en el exterior parecía haber un jaleo considerable.

De repente, la puerta del vestuario se abrió de par en par, y entraron en tromba los veintitantos ultras, con unas caras moradas del esfuerzo por romper la puerta. Cuando vieron el espectáculo que se desarrollaba en el vestuario, se quedaron lívidos. Los jugadores rápidamente enfundaron sus nabos y consiguieron salir del vestuario, aprovechando la confusión de los ultras. Yo, sin embargo, no sabía qué hacer. Me encontraba a cuatro patas, sobre el suelo, con las calzonas bajadas a la altura de las rodillas, el culo en pompa y la boca abierta y aún chorreante de leche.

El que parecía el líder de los ultras fue quien finalmente actuó.

--Cerrar la puerta, rápido.

Los otros le obedecieron. Se acercaron todos a mí, y me rodearon.

--Así que lo de arbitro, maricón, en tu caso es exactamente así.

No supe qué decir, pero él sí.

--Pues ahora vas a saber lo que hacen los machos de .... con un mariconazo como tú.

Y el tío hizo algunos gestos a los otros chicos, que me tomaron en volandas y me colocaron encima de la mesa, bocarriba.

Hizo otra serie de gestos y se formaron dos colas, una por el lado de la mesa donde yo tenía la cabeza y otra por donde tenía el culo. El líder se desabrochó la bragueta y sacó un pedazo de espingarda de no te menees. Si el adolescente tenía 22 centímetros, éste no era inferior a 26, o quizá más. Era un mandoble de exposición, que además había adquirido ya toda su turgencia, excitado por la posibilidad de ahogarme con toda aquella carne. Se acercó a la boca y me la puso en los labios. Yo, claro, no me resistí. Un alud de carne pugnó por entrar entre mis labios, una cascada de piel tersa y dura, cuajada de grandes venas que se marcaban en la epidermis de aquel chaval que apenas tendría 19 años. El tío me forzaba a entrar todo su carajo dentro de la boca, y aunque tengo buenas tragaderas, aquello era demasiado, al menos así de buenas a primeras. El glande me chocaba contra la campanilla, dándome algunas arcadas que intentaba sofocar; pero el tío insistía, y finalmente la cabeza del vergajo traspasó el umbral de la campanilla y siguió buceando por la garganta. Corregí la posición de mi cabeza, echándola para atrás, y ello hizo que la garganta y la boca siguieran una línea recta aproximada, de tal forma que así me fue más fácil seguir tragando aquella polla gigantesca. La notaba ya como me rozaba casi en la traquea, pero afortunadamente ya estaba rozando yo también, por fuera, su vello púbico. Los huevos los tenía justo encima de la nariz, produciéndome un roce exquisito con el metisaca que, trabajosamente, me hacía el líder.

Cuando vio que ya no entraba más, el chico hizo una señal a los demás. Por el culo me atacó el primero de la cola, ya con la verga enhiesta, y me la metió de un solo golpe; yo, lubricado por el otro chico, la aguanté bien, y el chaval se dedicó a un metisaca superacelerado. En cuanto desaguó dentro de mí, otro tomó su lugar, mientras yo seguía empalado por el líder por la boca. Éste inició un frenético movimiento, preludiando que se corría. Sacó la verga y me la plantó en la entrada de la boca, para que todos vieran cómo se corría en mi cara. Los churretazos de leche fueron tremendos: aquel tío tenía una capacidad testicular fuera de lo corriente. No menos de doce trallazos me largó en la cara, que yo, con cierto disimulo para que no se notara cuánto me gustaba, procuraba engullir. Después me obligó a chuparle los restos de leche que quedaban en la polla, creyendo sin duda que con eso me humillaba. ¡Qué lejos estaba de suponer la verdad!

Los otros seguían pasando por mi culo, todos follándome sin compasión, todos corriéndose dentro de mí. Tras el jefe vinieron los de la otra cola para que se las mamara. Uno tras otro fueron metiéndome sus pollas en la boca, y todos, como su jefe, se me corrían en la cara, que la tenía ya hecha un mapamundi de leche, aunque la más próxima a los labios era engullida con disimulo. Después pasaron también por mi boca todos los que se había corrido en mi culo, cuando el jefe les dijo:

--Y ahora, pasad todos por la boca de este maricón, para que os la limpie bien limpita.

Cuando el último de aquéllos fue adecuadamente lamido por mi lengua, el jefe se encaró conmigo, las caras de ambos vueltas del revés, y me habló amenazadoramente:

--Y ahora, maricón, no se te ocurra poner una denuncia, ni nada de eso; como te atrevas a hacerlo, yo mismo te cortaré esa polla de maricón que tienes y te la meteré en la boca.

Y salió del vestuario, seguido de toda su cohorte de ultras. Yo me apresuré a meterme en una de las habitaciones y cerré la puerta. Me asomé al espejo: tenía la cara completamente llena de leche: con los dedos fui empujándola hacia mi boca, y me los chupaba, para que ni una gota de aquel semen ultramacho se desperdiciara. Probablemente creyeron que me habían violado y producido un trauma que no se me olvidaría. Sólo acertaron en una cosa: no se me olvidará jamás, pero no por el dolor ni la humillación, sino por el placer que aquellos veintitantos tíos me produjeron.

Estoy pensando que el próximo domingo voy a hacer un arbitraje claramente anticasero; con un poco de suerte, también en ese pueblo tendrán su peña ultra, sus chavales veinteañeros con pingas permanentemente erectas, deseosas de una boca caliente y húmeda que se las chupe...