Aquellos labios...

A veces la admiración por una parte del cuerpo de una mujer puede llegar a la obsesión. De ahí a otras cosas, no hay más que un paso.

AQUELLOS LABIOS...

Hay veces que la vida nos lleva por unos derroteros insospechados. Recuerdo cuando aquel viejo amigo me estuvo instalando internet en casa, pasando cables, colocando el módem e instalando una multitud de programas de los que yo nunca había oído hablar. La verdad es que con casi 30 años era novato del todo en estas lides. En realidad solo me interesaba para temas de banca electrónica, comprar y vender acciones, abrir depósitos a plazo y cosas así. Pero con el tiempo fui aprendiendo más cosas, tales como bajar canciones, crear una cuenta de correo electrónico, instalar el messenger (sin saber para lo que servía), etc.

Y entonces pasa lo típico, que empiezas a descubrir foros en los que se tratan temas interesantes. Y acabas conociendo gente interesante. Era el caso de una chica que atendía por el nombre de Eva. Después de conocernos en uno de aquellos foros, acabamos chateando de vez en cuando por el msn, con lo que descubrí la utilidad de aquel programa. Era una persona agradable, pero evidentemente no quise tomarme demasiadas confianzas. No sabía casi nada de aquel medio, pero tenía una cosa clara: que por allí era demasiado fácil mentir. Se podía mentir en todo lo que se quisiera: la edad, el aspecto, la ocupación, el dinero e incluso en el sexo de la persona.

Una noche Eva me dijo (bueno, apareció escrito en mi pantalla, hablando con propiedad) que me iba a mandar una foto suya. Acepté, pero sin darle mayor importancia al asunto. Esa persona era divertida y con eso me bastaba. No me importaba el aspecto que tuviese y, por qué no decirlo, me daba igual si era chico o chica. Solo sabía que era un buen modo de matar el rato en una amena conversación y eso era suficiente. Pero la curiosidad mató al gato, dice el refrán. Cuando recibí aquella foto me di cuenta de que aquel dicho tenía su parte de cierto. La foto mostraba una cara, un cuello y unos hombros. Pero ¡qué cara! Era monísima, para que negarlo: pelo castaño ondulado, unos ojazos marrones, una nariz correcta y... aquellos labios. Me quedé embobado contemplándolos. Eran preciosos, grandes, carnosos y esbozaban una sonrisa perezosa, apenas perceptible.

Desde ese momento ya no pude quitarme aquella cara y especialmente aquellos labios de la cabeza. Empecé a fijarme más de lo habitual en las bocas de mis compañeras de trabajo, de las dependientas del súper, de mis amigas, de las empleadas del banco y de cualquier mujer que pasase por la calle. Pero era imposible encontrar unos labios como aquellos.

Nuestras charlas nocturnas continuaron, cada vez con más confianza. Llegué a saber cuándo ella había tenido un mal día en el trabajo, cuándo estaba alegre y cuándo había discutido con su novio. Me daba un poco de pudor aquello. Conocer intimidades de una desconocida era algo nuevo para mí y eso me creaba sensaciones contradictorias. No sé si fue para calmar mi conciencia o si fue para intentar eliminar de mi cabeza la imagen de aquella boca, pero traté de quitar hierro al asunto. Claro, todo podría no ser lo que parecía. Aquella foto seguramente no era de ella. Tal vez era de una prima, de una amiga, o simplemente la había encontrado en alguna web de la red.

Cuando estaba casi convencido de ello, me volvió a romper los esquemas. Ese mismo día la conversación volvió a derivar hacia sus labios. A su pregunta "¿quieres verlos?", respondí con un escueto "sí, claro", esperando ver otra foto de su cara. Cual no sería mi sorpresa cuando vi una estupenda toma de una cámara web, que mostraba su boca en primer plano. No quisiera que se me tomase por exagerado, pero es que aquella boca era espectacular. Grande, sonriente, con dientes blancos y perfectos, enmarcada en aquellos labios carnosos, sensuales. Nada tenía que envidiar a Julia Roberts. En el lado negativo hay que añadir que toda mi teoría, confeccionada con mucho esfuerzo (y bastante mala gana, la verdad) se había venido abajo en cuestión de segundos. Aquellos labios existían y yo estaba chateando con la propietaria de los mismos.

Aquellos labios... Desde ese día no me los pude ya quitar del pensamiento. Hasta tal punto llegó mi obsesión que en esporádicas sesiones de sexo que tenía con una amiga, trataba de recrear la boca de Eva en el rostro de ella. Y no digamos cuando la besaba o cuando me hacía sexo oral: no eran los labios de mi amiga, eran los de Eva. Debo reconocer que empecé a preocuparme. Apenas me fijaba en el resto del cuerpo de las mujeres: piernas, pechos, traseros, pelo, ojos, cintura, todo desaparecía a mis ojos. Solo miraba sus bocas, ya fueran presentadoras de telediarios, chicas que estaban encerradas en algún concurso televisivo, vecinas, camareras de pubs, ... Y en la comparación todas salían perdiendo, por más que yo solo hubiese visto la boca de Eva más que unos pocos minutos por la cam y en una foto.

Lo peor de todo no era imaginarme aquellos labios, era imaginarme lo que podían hacer. Nunca he sido muy fantasioso, pero llegué incluso a soñar con ellos. Los acariciaba, los besaba, los mordisqueaba, tratando de adivinar su textura (blandita y suave sin duda), su temperatura (templadita) y su sabor (a fresa, dulces). Prefería no pensar en mayores hazañas. Un día que en el trabajo se me ocurrió imaginarme como sería tener aquella boca sobre mi pene me puse malísimo. Y me costó una buena ducha fría nada más llegar a casa, por supuesto.

Con el paso de las semanas me fui calmando. Ya no era un adolescente de hormonas efervescentes, por lo que poco a poco logré reconducir las cosas a cauces más tranquilos. Pero la tregua era precaria y duró poco. Para qué se le ocurriría a Eva decirme que "casualmente" iba a viajar a mi cuidad, para visitar a una amiga de la que "casualmente" había recibido noticias después de muchos años. Como sabía que yo vivía solo me preguntó, sabiendo la respuesta, si por casualidad yo podía alojarla unos días. Demasiadas casualidades juntas, pero ¿quién podía decir que no a aquellos labios? Evidentemente, yo no. No soy ningún héroe, ni un mártir, ni un valiente, ni nada por el estilo, ni por supuesto un idiota.

El que no fuese un idiota no quiere decir que no me sintiese como un idiota mientras esperaba en la estación de trenes la llegada de ella. Algo me decía que aquello no era una buena idea, pero ya no había vuelta atrás. Una vez más las circunstancias acaban arrastrando a las personas. Hasta que vi aquellos labios... Los hubiera distinguido entre un millón, no me cabe duda, pero la visión de los mismos me dejó sin aliento. Respiré profundamente, en un vano intento de que el oxígeno me repusiese de la impresión, mientras observaba aquella figura que se me acercaba sonriente, con un bolso de viaje negro colgando de su hombro.

No era muy alta, con formas redondeadas (tal y como yo sospechaba) y contundentes. Cara redonda, muy guapa, gafas finas que ocultaban algo una mirada penetrante y... aquellos labios. Me asaltó un temor peligroso, pero aquella boca actuó sobre mí como un poderoso imán.

Hola, ¿Eva? -pregunté, más para romper el hielo que para aclarar una duda que no existía.

¿Jaime? Anda, no te imaginaba tan alto -respondió con una sonrisa que, nunca mejor dicho, iba de oreja a oreja.

Y entonces pasó. Los dos educados besos en la mejilla que nos dimos fueron el primer contacto que tuve con aquellos labios. Se me erizaron los pelos de todo el cuerpo, para que negar lo evidente. Los noté blanditos, suaves, cálidos, es definitiva mucho mejor de lo que mis optimistas previsiones habían indicado. Como las palabras no me salían de la garganta, me limité a indicarle con un gesto que me siguiese hasta el lugar donde tenía aparcado el coche. Se acomodó en el asiento del copiloto, mientras yo conducía mecánicamente, con la cabeza en otro sitio. Si no me di un golpe contra algún autobús urbano fue porque llevaba más de diez años conduciendo por aquella ciudad y me sabía de memoria los cruces, los semáforos y hasta los pasos de cebra. Aún así conseguí que las manos no me temblasen sobre el volante, ni sobre la palanca de cambios.

¿No me cuentas nada? -preguntó ella, tal vez por romper el incómodo silencio.

Sí, que el tráfico en esta ciudad está cada día peor.

Eso sí, muchas gracias por tu amabilidad. Además tenía ganas de conocerte -añadió, con una caricia deliberadamente suave sobre mi mano, que descansaba sobre el cuero de la palanca de cambios.

No es nada -respondí tragando saliva-. Y yo también tenía ganas de conocerte, la verdad.

La sensación de sentirme de nuevo como un idiota me volvió a invadir. Seguramente me estaba creando expectativas falsas. Tal vez no hubiese nada de sexo con ella. Pero el solo hecho de poder contemplar en directo aquellos labios ya era suficiente, aunque el deseo de disfrutarlos sin límites me provocaba una incómoda presión en las ingles. Ni siquiera recuerdo cómo aparqué el coche en el sótano, ni cómo subimos en el ascensor. Solo puedo recordar a Eva observando con ojos atentos mi apartamento, mientras yo me oía decir "cómo si estuvieses en tu casa, ¿vale?". Ella sonrió con agrado, sus labios se extendieron a lo largo de toda su cara y me mostró unos dientes bonitos, perfectos, marfileños. Aquella boca me tenía atontado del todo. No sabía qué decir ni qué hacer, así que tiré por la tangente:

Me voy a dar una ducha, discúlpame unos minutos -dije, mientras mecánicamente cojía ropa limpia de uno de los cajones.

Sí, por supuesto -respondió ella con aparente naturalidad.

Dejé la puerta del baño arrimada. Me metí bajo la ducha, sintiendo su calidez, mientras pensaba en mi deliciosa invitada. Si esto hubiese sido un relato, ella habría aparecido en el baño y me hubiera dicho que le apetecía ducharse conmigo. Pero evidentemente nada de eso pasó. Acabé con agua fría, por una parte porque suelo hacerlo así y por otra parte porque me hacía falta. Después de secarme me puse una camiseta y unos bóxer oscuros. Estaba dudando si salir del baño o si quedarme allí un buen rato, cuando la voz de ella me hizo salir de dudas:

¿Puedo ducharme yo también? Es que vengo molida del viaje...

Sí, sí, la ducha es toda tuya -respondí, saliendo de allí.

Nos cruzamos en la puerta del baño. Su preciosa sonrisa me volvió a provocar una incipiente erección. No podía resistirme a aquellos labios, era algo superior a mis fuerzas. Un minuto más tarde había puesto música, que se mezclaba con el correr del agua de la ducha. Me senté en la cama y, en un gesto mecánico, encendí un cigarrillo. Tenía pensado dejar el funesto vicio ese mismo mes, pero recurriendo al tópico "elegí un mal día para dejar de fumar". Intenté concentrarme en el Marlboro, en la música que sonaba e incluso en los dibujos del edredón que cubría mi cama, pero todo fue inútil. Mi mente tozuda se fue a donde yo no quería que fuese, es decir, al cuerpo sobre el cual estaba resbalando el agua de mi ducha. Y aquellos labios, que me imaginaba entreabiertos, brillantes, con un gesto sensual...

Ni siquiera me di cuenta cuando ella salió de la ducha. Solo recuerdo que la vi, enfundada en mi albornoz azul, que marcaba sus pechos y redondeaba sus caderas de un modo rotundo. A estas alturas era inevitable contener la dureza que me invadía la entrepierna.

Te lo ha cogido -dijo ella, señalando mi albornoz-. No te importa, ¿verdad?

No, por supuesto que no -respondí.

¿Te pasa algo? -preguntó, más en tono de ligera burla que otra cosa, mientras clavaba su mirada en mi abultado bóxer.

No me pasa nada -intenté mentir, a sabiendas de que el hecho de estar en ropa interior me daba pocas posibilidades de engañar a mi maravillosa invitada.

Se sentó en la cama, a mi lado, colocándose sus elegantes gafas y esbozando una sonrisa pícara.

Me parece que sé que te pasa, pillín -comentó, mientras colocaba su mano derecha sobre mi polla.

Bueno... Lo normal, imagino... -intenté disculparme.

No pude decir nada más, porque el suave movimiento de su mano por encima de la tela me dejó sin palabras. Pero aún pude girar el cuello y llevar los labios contra los suyos, contra aquellos labios... Aquel beso lo recordaré igual que recuerdo mi primer beso, muchos años atrás. ¡Qué rica sabía! ¡Qué cálida era su boca! Me deleité un buen rato lamiendo, mordisqueando, besando aquellos labios. Pero fue ella la que tomó el control:

Quítate la camiseta y relájate, yo sé lo que te apetece –sugirió, con aplastante seguridad.

Obedecí sin poner ninguna pega. Yo seguía sentado en la cama, ella estaba de pie frente a mí. Soltó el cinturón del albornoz, movió sus hombros hacia atrás y lo dejó resbalar por su cuerpo, quedando totalmente desnuda frente a mí. Era preciosa, sin duda, con formas contundentes pero irresistibles. Pechos grandes, con pezones marrones y apretados, caderas más que sugerentes, sexo depilado. En fin, toda una tentación para los sentidos. Las gafas le daban un toque de secretaria de película porno, mientras el ondulado cabello resbalaba por sus hombros.

No pude moverme, solo separar las piernas cuando ella se arrodilló en el suelo entre ellas, lamiéndome los muslos con una lengua cálida y juguetona, hasta llegar allí donde terminaban mis bóxer. Los bajó con seguridad, con contundencia, sin vacilar lo más mínimo, dejando mi duro miembro a su alcance. Lo frotó un par de segundos con las dos manos. Su cara adquirió una expresión golosa, instantes antes de acercar aquellos labios. Pude ver y sobre todo sentir como se cerraron con suavidad sobre mi sensible capullo. Tenían un tacto cálido, suave, carnoso, blandito. Los fue deslizando poco a poco por todo el tronco, presionando con habilidad, mientras su lengua se aplicaba sobre mi glande, jugueteando a veces con el frenillo.

Ya sé que siempre se dice lo mismo, pero la verdad es que la chupaba como los ángeles. Y más aún cuando yo había fantaseado tantas veces con aquella boca, con aquellos labios... Acaricié su sedoso cabello, lo que hizo que su boca aumentase la velocidad sobre mi polla. A ese ritmo sabía que la situación se haría peligrosa en pocos minutos, pero no tuve fuerzas para decirle que parase. El roce de sus labios me impedía cualquier maniobra. Esa boca calentita y húmeda era más de lo que cualquiera podía soportar, no había modo de negarse.

Aún así no me pasó desapercibido un detalle. Ella, arrodillada en el suelo, separó sus rodillas y llevó una de sus manos a su entrepierna, mientras empleaba la otra en pajearme, en perfecta sincronía con el ritmo de su mamada. Sin parar de chupar intuí que con un par de dedos se frotaba el clítoris en círculos, cada vez más rápido. Eva aprovechaba los escasos segundos que mi cada vez más duro miembro estaba fuera de su boca para gemir.

Era maravilloso el modo en que la metía entera en la boca, sin apresuramientos, sin precipitaciones, con una envidiable precisión. Sabía estimular todas las terminaciones nerviosas de modo exacto, certero, sin que faltase ni sobrase nada. De seguir así yo iba a durar muy poco más, desgraciadamente. Traté de detenerla, cogiendo sus orejas para intentar detener sus movimientos. Ella se la sacó de la boca, manteniéndola agarrada con la mano, me miró a través de sus finas gafas, que le daban aquel morbo tan especial, y dijo:

Tranquilo. Déjate hacer, no te preocupes. Y pellízcame los pezones -sugirió justo antes de volver a engullirla.

Como pude llevé las manos dónde ella me había dicho. Acaricié levemente sus erizados pezones. En mi excitación creí percibir que palpitaban entre mis dedos, pero no es seguro, ya que aquella boca caliente hacía que mis sensaciones fuesen diferentes, difusas, rozando lo irreal. Los apreté a la vez, con suavidad y firmeza al mismo tiempo, provocando que un suave quejido emergiese de la profundidad de su garganta.

Su cuello se movió con más contundencia y su boca se aplicó con más energía. Noté un calambre en la planta de los pies, seguido de una sensación de caer al vacío. Eché la cabeza atrás y todo fue placer, mucho placer. Ni siquiera me di cuenta en qué momento solté sus pezones, pero cuando volví a reaccionar noté que mis manos estaban apoyadas en la cama, a ambos lados de mi cuerpo, ayudándome a no caer sobre el coloreado edredón. Enfoqué mis ojos hacia abajo y la retina me devolvió una imagen borrosa de ella, que poco a poco se fue aclarando, recobrando nitidez. Seguía chupando, alargando el placer, lamiendo con cariño mi sensible glande, apurando las últimas gotas de mi orgasmo. Algo de semen rezumaba por sus labios, escurriendo perezosamente, en una imagen que se me quedó grabada a fuego y que no olvidaré aunque viviese mil años.

En ese momento su boca se agitó sobre mi miembro, que aún seguía increíblemente duro. Lo sacó lentamente, mientras gemía con fuerza, abriendo la boca que aún conservaba un color blanquecino indicativo de lo que acababa de pasar. Debió correrse con la misma fuerza que yo un minuto antes, porque vi todo su cuerpo temblar, para acto seguido caer hacia delante sobre mis muslos. Aquella chica era placer en estado puro. Su ondulada melena me cosquilleó unos segundos los testículos.

Después se incorporó lentamente, apoyó una mano en mi pecho y empujó haciéndome caer de espaldas sobre la cama. Se recostó sobre mi pecho y acercó su mano derecha a mi cara. Estaba mojada y percibí su delicioso perfume. Aquellos húmedos dedos acariciaron todo el contorno de mis labios, introduciéndose poco a poco entre ellos. Con los ojos cerrados me deleité saboreando sus fluidos íntimos, ligeramente ácidos pero deliciosos. En resumen, Eva era una tentación para todos y cada uno de los cinco sentidos.

Cuando hube dejado sus dedos bien limpios giré la cabeza y besé con suavidad aquellos labios. Todos los temores que me asaltaban horas antes habían desaparecido, siendo sustituidos por una placentera y serena seguridad. Fue aquella confianza la que me llevó a decir, mientras acariciaba su espalda:

Eres genial, Eva. Y la tarde no ha hecho más que empezar, pienso demostrarte todas las habilidades que tengo.

¿A qué te refieres? –preguntó ella, con tono serio.

Pues ya sabes... –respondí, dando por supuesto que ella bromeaba-. A que pienso hacerte el amor hasta que caigamos muertos.

Lo siento, pero eso no puede ser –objetó, separándose con rapidez de mi lado.

Se sentó en la cama, cerca de mí, pero rompiendo el contacto que había entre nuestras pieles. No dije nada, limitándome a seguir su cuerpo con la mirada, e imagino que con cara de no entender nada. Su rostro se había puesto serio y enérgico. Se colocó de nuevo las gafas, que estaban sobre la cama (no me había dado cuenta de ese detalle) y dijo:

Verás, no puedo hacerlo, hay un problema...

¿Un problema?

Sí, soy virgen, no podemos hacerlo.

¡¿Qué eres qué.....?! –pude decir ante aquellas palabras que me habían sentado como un mazazo en la nuca.

Lo soy, por extraño que pueda parecerte y no pienso dejar de serlo, al menos por ahora.

En ese momento el techo se me vino encima. Traté de recordar la edad de ella, pero no pude. Supongo que me lo había dicho pero en ese momento mi mente estaba bloqueada. Aún así no era ninguna niña, algo más joven que yo, pero desde luego que pasaba de los 25. De nuevo las palabras no me salían y tuve que esforzarme para decir, con tono abatido, lo siguiente:

Pero ¿y tu novio...?

Él me comprende y sabe esperarme. Cuándo tenga que pasar pasará y pasara con él, por supuesto –replicó, en tono duro.

Pensé en objetar algo, incluso en suplicar, ya que esa chica me volvía loco. Pero ella se adelantó a mis posibles ruegos, como si los intuyera.

No insistas, por favor. No puede ser. Es mejor que me vaya ya.

Ni siquiera fui capaz de pedirle que no se fuese. Aquel súbito golpe me había dejado sin posibilidad de reacción. Se vistió con tranquilidad, tomándose el tiempo preciso con cada prenda. Sentado en la cama solo podía ver como aquel cuerpo pasaba de estar desnudo, a lucir una bonita ropa interior, hasta acabar completamente vestido. Cogió su bolso negro, lo colgó al hombro con elegancia y dijo simplemente.

Adiós.

¿No quieres que te lleve? –pude decir, no sé si tratando de ser caballeroso o si intentando apurar mi última oportunidad.

No, tomaré un taxi –fue su tajante respuesta, que no admitía réplica alguna.

Eso sí, en medio de la frustración que me invadía, aún pude tomarme una pequeña y mezquina venganza. Cuando ella se inclinó para darme un beso en la mejilla, aparté la cara y me levanté para vestirme. Se me habían quitado las ganas de aquellos labios, la verdad. O tal vez era que no quería torturarme más. No lo sé. El caso es que ella se fue, aunque realmente se había ido de mi vida unos minutos antes. El chasquido de la puerta al cerrarse mientras me abrochaba la hebilla del cinturón solo certificó el estado de cosas.

Era una de esas veces en las que no sabes si te sientes aliviado, jodido o ruborizado. De golpe miré al ordenador situado plácidamente en su esquina de siempre. Sentí fuertes tentaciones de arrojarlo por la ventana, cables incluidos, pero me contuve. Tampoco era cosa de acabar en comisaría por daños a las cosas o por lesiones a las personas... En fin, aquellos labios fueron bonitos... mientras duraron. Seguro que medio mundo envidiaría lo que a mí me dieron, la verdad. Pero me habían dejado muy tocado, pero que muy tocado. En fin, tendría que plantearme seriamente no usar el messenger en una buena temporada.