Aquella mujer que conocí después de tener sexo
La vida actual está llena de rapidez, carreras, urgencia por terminar cuanto antes. Optimizar el tiempo, dicen. Eso hace que el juego de la conquista a veces se invierta.
Adelaida me cubrió de besos antes de llevarme a su casa, cogido de la mano, en un simulacro de complicidad entre dos amantes cuando en realidad éramos solo un hombre y una mujer recién encontrados con la urgente necesidad de aliviar nuestros anhelos sexuales.
Entré en su hogar sin descalzarme. Y ello fue algo que me advirtió con voz bien alta mientras subíamos en el ascensor, a la vez que me bajó la bragueta y me espachurró entre sus dedos mis testículos.
—Los zapatos, por favor —me recordó con tono molesto cuando cerré la puerta a mi espalda.
Me descalcé sin protestar. Es cierto, me había olvidado.
Privada de esos zapatos de tacón de aguja, la estatura de Adelaida se aproximaba bastante a la media de mujeres de la ciudad, quizá un poco más alta. Cuerpo sinuoso, cabellera larga y sublime, miembros gráciles.
Se quitó el vestido y la ropa interior al vuelo mientras caminaba despacio hacia el dormitorio. Yo la seguía con hipnótica fascinación, apropiándome visualmente del batir de nalgas que se meneaban delante de mí y del baile de senos que intuía tras su espalda desnuda. Batallaba con mi propia corbata y los botones del cuello de la camisa y de los puños mientras, a la vez, luchaba por mantener la cordura ante el cuerpo de una mujer que gusta de cimbrearlo. Mis manos querían ir rápido y despojar a mi cuerpo de cualquier atadura de ropa, tomar su cuerpo de pecado y sumergirme en los misterios del sexo.
—¿Se te rebela, verdad? —rió dándose la vuelta hacia mí mientras se cubría sus pechos.
No supe qué responder. Tampoco hizo falta porque en aquel momento, como si la propia ropa se diese cuenta que se apartaba ya de mi cuerpo o sería desgarrada sin miramientos, cedió ante mis dedos y quedé igual de desnudo que ella.
Llegamos al dormitorio, ella junto a la cama.
Adelaida se volvió hacia mí, con las manos cubriendo su pubis, una sonrisa traviesa en su boca y una mirada lasciva.
La tumbé sobre la cama sin poder contenerme. Rugí como un animal cuando aprisioné sus delicados pechos entre mis rudas manos. Los apreté y conseguía sacar de la garganta de la mujer que acaba de conocer esa noche un gruñido de dolor.
Sorbí y chupé sus pezones como si fuesen caramelos. Mi lengua intentó deshacerlos y mis dientes probaron su consistencia y rugosidad. Adelaida gritó, me tomó el cabello y tiró de él en un intento de mantenerme controlado.
Quizá sus manos me contuviesen la cabeza. Pero sus piernas se doblaron sobre mi cintura y presionaron mi pelvis contra la suya. Ansiaba algo de atención en su sexo. Demandaba, clamaba, rugía por algo de atención sobre su coño.
Restregué y me froté contra ella. La cremosidad de su sexo húmedo fue un lubricante perfecto para que mi polla se deslizase por el exterior de su coño, patinando entre el vello empapado, chapoteando entre pliegues de carne rosada y candente.
El olor a sudor y sexo hambriento me obnubiló los sentidos. Sus axilas estaban húmedas así como el valle entre sus pechos, su vientre y, por supuesto, la cara interna de sus muslos.
—Fóllame, fóllame —gimió.
Y su voz era casi desgarradora, casi sensual. Demandaba la urgencia de sentirse llena, de acoger en su interior mi pene solícito, ya embadurnado de sus humedades.
No la hice esperar pues yo tampoco me creía capaz de dilatar por más tiempo los preliminares. Su boca y sus labios, sus párpados y su saliva, sus pezones y sus mejillas encendidas eran objetos en su cuerpo que poseían la misma cualidad: se hinchaban y enrojecían, se humedecían con lágrimas y saliva, con fluidos lubricantes de salado néctar y turbio sabor.
Me quise hacer de rogar para oír sus lamentos y deleitarme con su congoja.
Adelaida no quiso esperar. Tomó mi polla con dedos resudados y se la metió adentro. Luego atenazó mis nalgas con sus dedos y hundió sus uñas en la piel de mi culo. Demandaba fuego, pasión. Violencia y rabia. Rapidez, mucha rapidez a juzgar por el ritmo de presión que marcaban sus uñas sobre mi carne.
Intenté complacerla. Era difícil, sin embargo. Contenía la respiración porque no había manera humana de coordinar las furiosas penetraciones que la mujer requería con una respiración pausada. Sus chillidos inconclusos, cercenados cuando mi polla se clavaba hasta el fondo, se sucedían también marcando un progresión que difícilmente podía un hombre seguir de forma continuada.
Yo, para ser sinceros, hice todo lo que pude. Y creo que ella quedó, si no plenamente satisfecha, si lo suficiente. Al menos logré arrancarla un orgasmo seguido de un mugido salvaje, continuado en sus convulsiones pélvicas y contracciones de vientre con certeros mordiscos en mi cuello y mis hombros.
Por mi parte, me vacié entero en su interior en cuanto me vi libre de aquella espantosa urgencia rítmica y pude encontrar mi propio compás. No necesité mucho tiempo, solo unos pocos minutos; su cuerpo fue mero receptor lubricado donde hundir mi miembro y alojar mi semen.
No hubo besos post-coitales ni abrazos ni arrumacos. Éramos dos desconocidos que habían satisfecho una necesidad básica que, de otro modo y sin compañía, habría sido cubierta en la soledad de una cama o una bañera o cualquier otro lugar íntimo.
Se fumó un cigarrillo reclinada en la cama mientras me vestía. Me miraba con afán crítico, como valorando con sus ojos marrones, teñidos con el humo azulado del cigarrillo, si merecía la pena conservar una forma de comunicación entre nosotros para posteriores encuentros.
Fui yo, no obstante, el que la pedí su número de teléfono después de vestirme.
—¿Por qué crees que te lo voy a dar? ¿Acaso crees que podemos repetirlo?
—Sé dónde vives. Tú número de teléfono es solo una excusa para poder demorar la estancia en tu casa.
Me miró sin saber qué decir. Tragó saliva y me miró de arriba a abajo. Como si me viera por primera vez. Quizá fuese así.
—Podrías ofrecerme un café.
Adelaida negó con la cabeza pero luego se levantó desnuda, caminó hasta la cocina y prendió el fuego de la cocina para poner una cafetera.
La seguí complacido.
Me despojé de la chaqueta, me aflojé el cuello de la camisa y me arremangué las mangas de la camisa.
Adelaida me miraba apoyada en la encimera, cruzada de brazos sobre sus pechos, con el cigarrillo entre los dedos y el coño recién satisfecho, aún húmedo de nuestros jugos.
—Me llamo Jorge.
—Yo Adelaida.
Se acercó a mí y nos dimos dos besos.
—¿Tienes un cigarrillo para mí? —pedí.
Supuse que esa podía ser, como cualquier otra, una excusa para iniciar una conversación.
No me equivoqué.
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——Ginés Linares /// gines.linares@gmail.com——
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El aburrimiento es la suprema expresión de la indiferencia , René Trossero.