Aquel verano
Allí estaba mi prima, con el trasero en pompa y la cabeza contra la almohada, chupándose el dedo gordo, mientras su papá se la enchufaba hasta el fondo.
Aquel fue el verano más caluroso de cuantos he vivido, no importa si brilló el sol o no paró de llover. Porque no es de ese calor, que estropea vacaciones o arruina cosechas, de lo que estoy hablando; sino de otro más primario que todos tratamos de ocultar y que florece tarde o temprano como surge el despertar sexual. De hecho, lo que hizo de aquel verano algo tan caliente fue, precisamente, la ecuación de esas dos cosas: el despertar sexual de una chica de dieciocho años y la manifestación de ese oculto instinto primario de su padre... es decir, mi tío. Hasta entonces, yo no había tenido mucha relación con ellos. Eran ese tipo de familiares que se tienen en una misma ciudad y que no se suelen ver hasta que llega navidad o alguien de la familia fallece. Y, justamente, la sombra de la muerte - la de la abuela, que había caído enferma -, fue lo que hizo que yo pasase ese verano con mi prima y mi tío en su chalet de la Sierra, cuando mi madre y mi tía se fueron hasta Tenerife para cuidarla. A los pocos días, la vida en aquella casa, con su piscina, su cancha de tenis y preciosas veredas alrededor por las que correr, hizo que me olvidara de la tristeza y me dedicara a otras cosas, como por ejemplo: disfrutar... pronto sabría que no era el único. Debían ser las once de la noche. Ya había anochecido y estaba en el cuarto de invitados, viendo una peli porno que me había prestado mi tío, hecho este que me excitaba más aún. Pero cuando me agarraba la polla, los cojones, por debajo de la sábana, no era a la pornostar a quien veía, sino a mi prima. No podía dejar de pensar en ella. Había crecido desde la última vez que la había visto. Ahora tenía unas tetas grandes, hermosas, que no paraba de enseñar, orgullosa; y unas piernas largas que terminaban en un culo prieto, respingón... De repente, unos golpes en la puerta. Me sobresalté. Tanteé, como loco, buscando el mando. Lo encontré tirado a un lado de la cama. Otra vez los golpes. - Ya voy - dije mientras cambiaba de canal y me tapaba de algún modo para disimular mi erección -. Adelante. La puerta se abrió y se materializó una alegre rubia en camisón. - Primita - dije, sonriente. - Llámame Laura, que para eso me lo pusieron - me enseñó un tablero de parchís y una cara de asco cruzó por mi cara -. Venga, porfi, me aburro. No me dio tiempo a decir nada. A penas cerró la puerta, sentí como me abría las piernas para sentarse entre ellas. - Jugamos aquí mismo, venga - insistió, tratando de animarme. Y accedí, pero no por sus palabras sino por la visión de sus bragas al cruzar las piernas. Eran blancas. Contrastaban deliciosamente con el tono melocotón pastel de su pequeño camisón y el color sonrosado de sus muslo. Me pareció ver un poco de vello dorado... - ¿Qué color quieres? - sacaba las fichas de una caja de cristal. - Ehhhh...- me humedecí los labios -. Rojo Rojo era el color de mi nabo en aquel momento. Me palpitaba dentro del slip y hasta sentía como el capullo, atrapado contra el elástico, se liberaba hasta acariciar mi ombligo. - Yo me cojo el azul - anunció. Sentí tanto placer que, para contenerme, para no saltar sobre ella, levanté los brazos y apoyé la cabeza sobre las manos. Ella se quedó mirándome las axilas. Sonrió, pícaramente, mientras contaba las fichas en la mano. - ¿Seguro que sólo tienes diecinueve?... Creo que están todas - volvió a contar y, creo que se había sonrojado, dijo -. Tienes tanto pelo como papá. - Sólo te llevo dos años - sonreí -. Seguro que tú estás casi tan peluda como yo. Laura inclinó la cabeza hacia atrás y se puso a reír. Yo me maravillé contemplando el movimiento de sus pechos y advertí la dureza de sus pezones... - Idiota - dijo entre risas que se apagaban -... Vamos a jugar. Cogió el tablero y lo puso sobre mi polla. Quedó un poco inclinado. Trató de ponerlo recto, pero fue imposible. Entonces me miró, seria, provocativa, como yo la miraba ahora y me preguntó: - ¿Qué tienes ahí? Me quedé callado un momento, mirándola, tratando de reconocer en ella el más mínimo rastro de deseo. ¿Deseaba mi primita Laura que la follaran, que le metieran un rabo por la boca, que alimentara a su conejito? No estaba seguro, pero decidí ir a por todas. Le dije, susurrante: - Una polla dura, caliente y húmeda - abrió ligeramente los labios y supe que no me había equivocado -. Tú me la has puesto así, Laura, mira. Quité el tablero y le insinué lo que quería ver. Allí estaba, bajo la fina sábana, dura, deseosa tanto como lo estaba mi primita. Empecé a frotarla. Me la agarraba con una mano por debajo y con la otra la envolvía con la sábana. - ¿Te gusta? - afirmó con la cabeza -. ¿Nunca habías visto una? - No... Bueno, la de papá, pero no así, tan... -¿Tan qué, primita? Se mordió los labios de abajo y observé como sus manitas sonrosadas se acercaban cada vez más a la ingle. Supuse que se estaba humedeciendo. Lo estaba consiguiendo. - Tan...- empezó a decir -. Tan gorda y grande. La idea de que fuese virgen me puso más cachondo. Arranqué la sábana de golpe y dejé que me viera desde allí. Seguía sentada entre mis piernas, por debajo de las rodillas. Me había echado a un lado el slip y la polla estaba ya húmeda y los huevos hinchados. ¡Cómo deseaba que me frotase los muslos velludos con sus manos y que sus labios se prendiesen a mis cojones! - Acaríciala, Laura, tócala - le insistí, usando mi voz más seductora. Entonces ella deslió sus piernas y salió de entre las mías para tumbarse al lado. De nuevo, me mostró sus bragas. Estaban húmedas ya y, algo en la forma en que deslizaba la mano por mi muslo y la naturalidad con la que asió mi rabo para llevárselo a la boca, me hizo pensar que esos labios de rosas y, quizás también ese coñito húmedo, no eran vírgenes. No me importó lo más mínimo, es más, hasta agradecí no tener que estar suplicando por una mamada, como había hecho hasta entonces con las chicas y chicos de mi instituto. - Laura - me había dicho mi tío esa misma mañana mientras jugábamos al tenis - ya es toda una mujer y, aunque desearía que nunca tuviese novio, tu tía y yo ya le hemos enseñado todo cuanto tiene que saber. Sobre todo yo - repetí esas últimas palabras mientras cerré los ojos y, de pronto, un placer enorme me explotó en las pelotas -. Mmmm, qué bien lo haces, primita. Sus manos, su cuerpo caliente empezó a subir por el mío y pronto me encontré con su boca. Le metí la lengua hasta el fondo de la garganta, llenándola de saliva. Le encantaba. De pronto sentí como mi polla rozaba sus bragas húmedas y mis dos manos corrieron como locas a sus nalgas. Ohhh, qué breva tan excitada y abierta encontré allí abajo. - Oh, Laura - gemí cuando metí la mano por dentro de la braguita y ella empezó a mover la pelvis -. Sí, Laura... -¡Laura! Provenía del primer piso. Laura se levantó corriendo, limpiándose la saliva de la cara . Era su padre, que la estaba buscando... - Me tengo que ir - susurró mientras buscaba las babuchas. - Déjame las bragas - murmuré. Quitarse las bragas fue lo último que hizo antes de salir por la puerta. Yo me quedé allí, empalmado, oliéndolas, sobándolas. Estaba a punto de correrme, así que enrollé la polla en las bragas y la llené de leche. Esa noche no pude dormir. Tenía veinte años y casi me había follado a mi prima de dieciocho. No podía estar más excitado. Así que, a eso de las dos de la mañana, me levanté a dar una vuelta por la casa. No encendí ninguna luz y mis pasos me condujeron hasta la habitación de mi prima. De la puerta, casi cerrada salía un hilo de luz. A medida que me acercaba, podía escuchar el chirriar de la cama. Me apoyé contra el marco de la puerta y abrí un poco más. La habitación estaba decorada en tonos rosas. Había peluches por el suelo y un póster de la sirenita en una de las paredes. Y allí estaba mi prima, con el trasero en pompa y la cabeza contra la almohada, chupándose el dedo gordo, mientras su papá se la enchufaba hasta el fondo. Mi tío no aparentaba más de cuarenta años y su belleza resplandecía junto a la de ella. Era funcionario pero tenía cuerpo de albañil: moreno, ojos verdes, robusto, velludo y, a juzgar por la cara de placer de su hija, con un buen armamento en la bragueta. Pensando en él, me saqué la polla del slip y comencé a meneármela. De pronto, descubrí que sentía envidia de mi prima. Ojalá mi padre hiciese eso conmigo. - Me corro, cariño - gimió, sacando la polla húmeda y poniéndosela cerca de los labios de Laura -. Chúpale las pelotas a papá Yo sí que me corrí viendo como por encima de Laura, que estaba mamándole los huevos a mi tío, se alzaba una enorme manguera roja que empezó a echar tanta leche como yo sobre la moqueta. Como pude, limpié todo y me fui a mi habitación. Ya podía dormir tranquilo: el hombre del tiempo de mi bragueta, había anunciado otra oleada de calor. Autor: Alejandro