Apuntes: Otras plumas (9)

«Jardín de Venus. Cuentos burlescos de Don Félix María Samaniego. Escribiolos en el Seminario de Vergara de Álava por los años de 1780 y tienen burlas de frayles y monjas y mucho chiste y regocijo.»

«Jardín de Venus. Cuentos burlescos de Don Félix María Samaniego. Escribiolos en el Seminario de Vergara de Álava por los años de 1780 y tienen burlas de frayles y monjas y mucho chiste y regocijo.»

Apuntes: Otras plumas IX*

Dedicado al españolísimo Marqués Don Carletto, conspicua pluma de nuestra humilde cofradía y entusiasta degustador de esta arbitraria serie de apuntes.

EL PAÍS DE AFLOJA Y APRIETA

por Don Félix María Samaniego

En lo interior del África buscaba un joven viajero, cierto pueblo en que a todos se hospedaba, sin que diesen dinero. Y con esta noticia que tenía se dejó atrás un día su equipaje y criado.

Y yendo apresurado, sediento y caluroso, llegó a un bosque frondoso de palmas, cuyas sendas mal holladas sus pasos condujeron al pie de unas murallas elevadas donde sus ojos con placer leyeron, en diversos idiomas esculpido, un rótulo que había de este sentido:

"Esta es la capital de Siempre-meta,

país de afloja y aprieta,

donde de balde goza y se mantiene

todo el que a sus costumbres se conviene."

-¡He aquí mi tierra!- dijo el viandante luego que estoy leyó, y en el instante buscó y halló la puerta de par en par abierta.

Por ella se coló precipitado y vióse rodeado, no de salvajes fieros, sino de muchos jóvenes en cueros, con los aquellos tiesos y fornidos, armados de unos chuzos bien lucidos, los cuales le agarraron y a su gobernador le presentaron.

Estaba el tal, con un semblante adusto, como ellos, en pelota. Era robusto y en la erección continua que mostraba a todos los demás sobrepujaba.

Luego que en su presencia estuvo el viajero, mandó le desnudasen, lo primero, y que con diligencia le mirasen las partes genitales, que hallaron de tamaño garrafales.

La verga estaba tiesa y consistente, pues como había visto tanta gente con el vigor que da Naturaleza, también el pobre enarboló su pieza.

Como el gobernador en tal estado le halló, díjole:

-Joven extranjero, te encuentro bien armado y muy en breve espero que aumentarás la población inquieta de nuestra capital de Siempre-meta. Mas antes sabe que es del heroísmo de sus hijos valientes el vivir en un perpetuo priapismo, gozando mil mujeres diferentes. Y si cumplir no puedes su costumbre, vete, o te expones a una pesadumbre.

-¡Oh! Yo la dejaré desempeñada -el joven respondió-, si me permite que en alguna belleza me ejercite. Ya veis que está exaltada mi potencia, y yo quiero al instante jo...

-¡Basta! Lo primero -dijo el gobernador a sus ministros- se apuntará su nombre en los registros de nuestra población. Después, llevadle donde se bañe; luego, perfumadle. Y después, que cene cuanto se le antoje; y por último enviadle quien le afloje.

Así dijo y obedecieron, y al joven como nuevo le pusieron, lavado y perfumado, bien bebido y cenado, de modo que en la cama, al acostarse, tan solo panza arriba pudo echarse.

Así se hallaba, cuando a darle ayuda una beldad desnuda llegó, y subió a su lecho; la cual, para dejarle satisfecho, sin que necesitase estimularlo, con diez desagües consiguió aflojarlo.

Habiendo así cumplido con las órdenes, se fue y dejó dormido al joven, que a muy poco despertaron y el almuerzo a la cama le llevaron, presentándole luego otra hermosura que le hiciese segunda aflojadura.

Ésta, que halló ya lánguida la parte, apuró los recursos de su arte con rápidos meneos para que contentase sus deseos, y él, ya de media anqueta, ya debajo, tres veces aflojó, ¡con qué trabajo!

No hallándole más jugo ella se fue quejosa, y otra entró de refresco más hermosa, que aunque al joven le plugo por su perfección rara, no tuvo nada ya que le aflojara. Sentida del desaire, ésta empezó a dar gritos, y no al aire, porque el gobernador entró al momento y, al ver del joven el aflojamiento, dijo en tono furioso:

-¡Ea! ¡Qué aprieten a ese perezoso!

Al punto tres negrazos de Guinea vinieron, de estatura gigantea, y al joven sujetaron. Y uno en pos del otro a fuerza le apretaron por el ojo fruncido, cuyo virgo dejaron destruido.

Así pues, desfondado, creyéndole bastante castigado de su presunción vana, en la misma mañana, sacándole al camino, le dejaron llorar su desatino, sin poderse mover.

Allí tirado le encontró su criado, el cual le preguntó si hallado había el pueblo en que de balde se comía.

-¡Ah, sí, y hallarlo fue mi desventura! -el amo respondió.

-¿Pues qué aventura -el mozo replicó-, le ha sucedido, que está tan afligido? En esa buena tierra no puede ser que así le maltrataran.

-Mil deleites -el amo dijo- encierra y, aunque estoy desplegado, yo lo fundo en que si como aflojan no apretaran, mejor país no habría en todo el mundo.


EL RECONOCIMIENTO

por Don Félix María Samaniego

Una abadesa, en Córdoba, ignoraba que en su convento introducido estaba, bajo el velo sagrado, un mancebo, de monja disfrazado. Que el tunante dormía, para estar más caliente, cada noche con monja diferente, y que ellas lo callaban porque a todas sus fiestas agradaban, de modo que era el gallo de aquel santo y purísimo serrallo.

Las cosas más ocultas mil veces las descubren las resultas y esto acaeció con las cuitadas monjas, porque, perdiendo el uso sus esponjas, se fueron opilando y de humor masculino el vientre hinchando.

Hizo reparo en ello por delante su confesor, gilito penetrante, por su grande experiencia en el asunto. Y conociendo al punto que estaban fecundadas las esposas a Cristo consagradas, mandó que a toda prisa bajase al locutorio la abadesa.

Ésta acudió al mandato por otra vieja monja conducida, pues la vista perdida tenía ya del flato, y al verla, el reverendo, con un tono tremendo, la dijo:

-¿Cómo así tan descuidada, sor Telesfora, tiene abandonada su tropa virginal? Pero mal dije, pues ya ninguna tiene intacto el dije. ¿No sabe que, en su daño, hay obra de varón en su rebaño? Las novicias, las monjas, las criadas... ¿lo diré?... sí: todas están preñadas.

-¡Miserere mei, Domine!- responde sor Telesfora-. ¿En dónde estar podemos de parir seguras, si no bastan clausuras? Váyase, padre, luego, que yo hallaré al autor de tan vil juego entre las monjas. Voy a convocarlas y con mi propio dedo a registrarlas.

El confesor marchóse. Subió sor Telesfora y publicóse al punto en el convento de las monjas el reconocimiento.

Ellas, en tanto, buscan presurosas al joven, y llorosas el secreto le cuentan y el temor que por él experimentan.

-¡Vaya! No hay que encogerse, -él dice-. Todo puede componerse, porque todas estáis de poco tiempo. Yo me ataré un cordel en la pelleja que cubre mi caudal cuando está flojo. Veréis que me la cojo detrás, junto las piernas, y la vieja cegata, estando atado a la cintura, no puede tropezar con mi armadura.

Se adoptó tal expediente, se practicó, y las monjas le llevaron al coro, donde hallaron a la abadesa impaciente, culpando la tardanza. En fin, para esta danza en dos filas las puso; las gafas pone en uso y, una vela tomando encendida, las iba remangando.

Una por una, el dedo les metía y después: -No hay engendro- repetía.

El mancebo miraba lo que sor Telesfora destapaba, y se le iba estirando el bulto, y el torzal casi estallando. De modo que tocándole la suerte de ser reconocido, dio un estirón tan fuerte que el torzal consabido se rompió y soltó al preso al tiempo que lo espeso del bosque la abadesa le alumbraba. Y así, cuando para esto se bajaba, en la nariz llevó tal latigazo que al terrible porrazo la vela, la abadesa y los anteojos en el suelo quedaron por despojos.

-¡San Abundio me valga!, -exclamó ella-. ¡Ninguna de aquí salga, pues ya, bien a mi costa, reconozco que hay moros en la costa!

Mientras la levantaron al mancebo ocultaron y en su lugar pusieron otra monja, la falda remangada, que siendo preguntada de con qué a la abadesa el golpe dieron, le respondió:

-Habrá sido con mi abanico, que se me ha caído.

A lo que la vieja replicó furiosa:

-¡Mentira! ¡En otra cosa podrán papilla darme, pero no en el olfato han de engañarme, que yo le olí muy bien cuando hizo el daño, y era un "dánosle hoy" de buen tamaño!


EL CONJURO

por Don Félix María Samaniego

De un tremebundo lego acompañado, fue a exorcizar un padre jubilado a una joven hermosa y desgraciada que del maligno estaba atormentada.

Empezó su conjuro y el Espíritu impuro, haciendo resistencia, agitaba a la joven con violencia, obligándola a tales contorsiones, que la infeliz mostraba en ocasiones las partes de su cuerpo más secretas... Ya descubría las redondas tetas de brillante blancura... Ya, alzando la delgada vestidura, manifestaba un bosque bien poblado de crespo vello en hebras mil rizado, a cuyo centro daba colorido un breve ojal, de rosas guarnecido.

El lego, que miraba tal belleza, sentía novedad grande en su pieza, y el fraile, que lo mismo recelaba, con los ojos cerrados conjuraba hasta que al fin, cansado de haber a la doncella exorcizado dos horas vanamente, para que sosegase la paciente y él volviese con fuerzas a su empleo, al campo salió un rato de paseo, diciendo al lego le hiciera compañía a la doncella en tanto que él volvía.

Fuese, pues, y el donado, de lujuria inflamado, apenas quedó solo con la hermosa cuando, esgrimiendo su terrible cosa y sin temor de que estaba el Diablo en aquel cuerpo que atacaba, la tendió y por tres veces la introdujo de sus riñones el ardiente flujo.

Mientras que así se holgaba el lego diestro, a la casa volviendo su maestro, vio que en la barandilla de la escalera, puesto en la perilla, estaba encaramado el Diablo, confundido y asustado, y díjole riendo:

-¡Hola, parece que saliste huyendo del cuerpo en que te hallabas mal seguro, por no sufrir dos veces mi conjuro! Yo me alegro infinito; mas, ¿qué esperas aquí? ¡Dilo, maldito!

-Espero -dijo el Diablo sofocado-, que sepas que tú no me has lanzado de esa infeliz mujer por conjurarme, sino tu lego que intentó amolarme con su tercia de dura culebrina, buscándome el ojete en su vagina, y pensé: ¡Guarda, Pablo! Propio es de lego motilón ladino que no respete virgo femenino. ¡Pero que deje con el suyo al Diablo!


LA FUERZA DEL VIENTO

por Don Félix María Samaniego

En una humilde aldea el Jueves Santo, la pasión predicaban y entretanto, los payos del lugar que la escuchaban, a lo vivo la acción representaban, imitando los varios personajes en la figura, el gesto y los ropajes.

Para el papel sagrado de nuestro Redentor crucificado eligieron a un mozo bien fornido que, en la cruz extendido con una tuniquita en la cintura, mostraba en lo restante su figura, a los tiernos oyentes, en pelota, para excitar su compasión devota.

La parte de María Magdalena se le encargó a una moza ojimorena, de cumplida estatura y rolliza blancura, a quien naturaleza en la pechera puso una bien provista cartuchera.

Llegó el predicador a los momentos en que hacía mención de los tormentos que Cristo padeció cuando expiraba y su muerte los orbes trastornaba.

Refirió, entusiasmado, que con morir aniquiló el pecado original, haciendo a la serpiente tragarse, a su despecho y aunque reviente, la maldita manzana que hizo a todos purgar sin tener gana.

Esto dijo de aquello que se cuenta, y después su fervor aún más aumenta contando los dolores de la Madre feliz de pecadores, del Discípulo amado, y, en fin, del sentimiento desgarrado de la fiel Magdalena, la que entretanto, por la iglesia, llena de inmenso pueblo, con mortal congoja los brazos tiende y a la cruz se arroja.

Allí empezó sus galas a quitarse y en cogollo nomás vino a quedarse, con túnica morada por el pecho tan escotada, que claramente descubría la preciosa y nevada tetería.

Mientras esto pasaba, el buen predicador siempre miraba al Cristo, y observó que por delante se le iba levantando a cada instante la tuniquilla en pabellón viviente, haciendo un borujón muy indecente.

Queriendo remediarlo por si el pueblo llegaba a repararlo, alzó la voz con brío y dijo:

-Hermanos, el vigor impío de los fieros hebreos se aumentaba al paso que la tierra vacilaba haciendo sentimiento, y la fuerza del viento era tal, que al Señor descomponía lo que sus partes púdicas cubría.

Apenas oyó Cristo este expediente cuando, resucitando de repente, dijo al predicador muy enfadado:

-Padre, el juicio sin duda la ha faltado. ¿Qué viento corre aquí? ¡Qué berenjena! ¿Las tetas no está viendo a Magdalena? Hágala que se tape, si no quiere que el Cristo se destape y eche al aire el gobierno con que le enriqueció su Padre Eterno.


EL CUERVO

por Don Félix María Samaniego

En un carro manchego caminaba una moza inocentona, de gallarda persona, propia para inspirar lascivo fuego. El mayoral del carro era Farruco, de Galicia fornido mameluco, al que, en cualquier atasco, daba asombro verle sacar mulas y carro al hombro. Un colchón a la moza daba asiento, por que el mal movimiento del carro algún chichón no la levante.

Lector, es importante, referir y tener en la memoria la menor circunstancia, para que, por olvido o ignorancia, la verdad no se olvide de esta historia.

Yendo así caminando, vieron un cuervo grande que, volando, a veces en el aire se cernía y otras el vuelo al carro dirigía.

-¡Jesús, qué pajarraco tan feote! -dijo la moza-. ¿Y ese animalote qué nombre es el que tiene?

-Ese es un cuervo -respondió el arriero-, embiste a las mujeres y es tan fiero que las pica los ojos, se los saca, y después de su carne bien se atraca.

Oyendo esto la moza y reparando en que el cuervo se acercaba al carro donde estaba, tendióse en el colchón y remangando las faldas presurosa, cara y cabeza se tapó medrosa, descubriendo con este desatino el bosque y el arroyo femenino.

Al mirarlos Farruco, alborotóse; subió sobre el colchón, desatacóse, y sacó... ¡poder de Dios, qué grande que era...! Y a la moza a empujones enfiló de tal manera que al carro los fuertes enviones, en vez de impedimento, daban a su timón más movimiento.

Y en tanto que él saciaba su apetito, ella decía:

-¡Sí, cuervo maldito; pica, pica a tu antojo, que por ahí no me sacas ningún ojo!


EL ONANISMO

por Don Félix María Samaniego

Un zagalón del campo, de estos de "Acá me zampo", con un fraile panzón se confesaba, que anteojos gastaba porque, según decía, de cortedad de vista parecía. Llegó el zagal al sexto mandamiento, donde tropieza todo entendimiento, y dijo:

-Padre, yo a mujer ninguna jamás puse a parir, pues mi fortuna hace que me divierta solamente, cuando es un caso urgente, con lo que me colgó Naturaleza, y lo sé manejar con gran destreza.

-¿Conque contigo mismo -dice el fraile, enojado-, en un lance apretado te diviertes usando el onanismo?

-No, padre -el zagal clama-; no creo que sea así como se llama mi diversión, sino la p...

-Calla, hombre -dice el fraile-. Yo sé muy bien el nombre que dan a esa vil treta, infame consonante de retreta. ¿No sabes tú que fue vicio tan feo invención detestable de un hebreo, y que tú, por tenerlo, estás maldito; del Espíritu Santo estás proscrito; estás predestinado para ser condenado; estás ardiendo ya en la fiera llama del Infierno, y...?

-¡No más! -el mozo exclama, queriendo disculparse-. Esta maña no debe graduarse en mí de culpa, padre. Yo lo hacía porque veo muy poco, y me decía el barbero, mi primo, se aclaraba la vista el que retreta se tocaba.

Aquí con mayor ira el fraile replica:

-¡Eso es mentira! Pues si fueran verdad juicios tan varios, las pulgas viera yo en los campanarios.


LOS CALZONES DE SAN FRANCISCO

por Don Félix María Samaniego

A media noche, horrendos gritos daba una casada, y confesión pedía, diciendo que a pedazos se moría de un cólico que atroz la atormentaba.

Llamóse a un reverendo franciscano, que era su confesor... y, de antemano, estaba prevenido para ver de pegársela al marido y gozar con la dama sus placeres; que en esto discurren frailes y mujeres.

Luego que con la ninfa se halló a solas, se quitó el reverendo los calzones, y, con el taco libre de prisiones, le hizo, sin más ni más, tres carambolas. Y así que la purgó de sus pecados, volvióse a su convento y dejando los calzones olvidados. Pero el olvido recordó al momento, y el lance claramente contó al portero y le dejó advertido de una industria prudente para evitar las iras del marido.

Entró luego en el cuarto de su esposa el buen cornudo, y la primera cosa que halló en el suelo fueron los calzones, adornados de sucios lamparones.

Cogiólos, conoció la picardía, y rabioso se fue a la portería, con intención formada de dar al reverendo una estocada.

Llega, pues, y el portero y el paciente formalizan el diálogo siguiente:

-Diga, hermano, ¿qué cosa solicita?

-Que hablar se me permita a fray Pedro, el guardián.

-Ahora no puede.

-¿Por qué?

-¿Pues no sabéis lo que sucede a la comunidad?

-Todo lo ignoro.

-¡Hermano, que ha perdido su tesoro!

-¿Cuál era?

-Una reliquia peregrina, por la que hay en el coro disciplina.

-¿Cómo ha sido?

-Esta noche la han llevado para una enferma, y la han extraviado, no sé de qué manera.

-¿Y qué reliquia era la que causa tan grandes aflicciones?

-¡Si eran de San Francisco los calzones!

-¡Esa patraña cuéntela a su abuela el fraile motilón, que acá no cuela! Yo traigo aquí guardados unos calzones puercos, muy usados, de un fraile picarón que, con vileza, a mi honor ha jugado cierta pieza.

-¡Esos son! -el portero gritó ufano.

Y se los quitó al punto de la mano, diciéndole muy grave:

-¿Cómo en su mente cabe tan injuriosa idea? ¿Pues acaso no sabe que murió San Francisco de diarrea?


LA PEREGRINACIÓN

por Don Félix María Samaniego

Iba a Jerusalén, acompañada de su esposo, una joven remilgada, de carácter modoso, grave y serio, y aparentando un santo beaterio.

Siempre que su marido la embestía inmóvil en la acción se mantenía. Y él, pensando que en ella duraba la vergüenza de doncella, su pudor respetaba al obrar, cada vez que la atacaba.

Su peregrinación y tiernos votos iban ya a ver cumplidos los devotos, cuando, antes de llegar al feliz puerto, diez árabes les salen del desierto y en el ancho camino cogen al matrimonio peregrino.

Sin detención los dejan en pelota y, viendo la beldad de la devota, resuelven, sin oír sus peticiones, en su esponja exprimir los compañones.

Atan prestos al marido, de vergüenza y de rabia poseído, y panza arriba a la mujer recuestan y alegres manifiestan diez erguidos y gordos instrumentos, capaces de empreñar hembras a cientos: vergajos que en el mundo no hay iguales sino bajo los sayos monacales.

Miró nuestra heroína sin turbarse el diezmo musulmán que iba a cobrarse, y, al saciar del primero los deseos, con hábiles y rápidos meneos agitó sus caderas de tal suerte que dejó hecho un guiñapo al varón fuerte.

Según su antigüedad y sus hazañas, sobre ella, los demás, pruebas extrañas de su vigor hicieron y aún con más prontitud vencidos fueron.

Quedaba un musulmán de bigotazos que quitaba los virgos a porrazos; engendrador a roso y a velloso, máximo atacador del sexo hermoso.

Aqueste, pues, embistió con la beata; ella en sus movimientos se desata, él se procura asir con fuerte mano y la quiere cansar. Pero fue en vano, que al choque impetuoso el árabe rijoso se sintió vacilante y, reculando, pierde su dirección. Así luchando, barriga con barriga, puede más que el deleite la fatiga, y la virilidad del moro bravo vino a quedar en moco de pavo.

Concluida de los árabes la empresa, márchanse a toda priesa; la beata se levanta y se sacude, y a desatar a su marido acude que, testigo infeliz de su trabajo, estaba pensativo y cabizbajo.

Viéndole así la esposa, le animó cariñosa, diciéndole se aliente, pues es de Dios milagro muy patente haber con las vidas escapado. A lo cual él responde:

-Ya he observado... el milagro. Lo han hecho tus meneos que jamás han cedido a mis deseos, porque siempre me decías: "Ahí lo tienes: hazlo solo, y tú solo te condenes".

Y ella entonces repuso enfurecida:

-¡Está buena la queja, por mi vida! Pues qué: ¿me he de mover por un cristiano cuál por un vil y réprobo africano? No te hacía tan tonto. ¡A perra gente, despacharla pronto!

  • ocho joyas de la colección de poemas eróticos "Jardín de Venus" del español Félix M. Samaniego (Laguardia, Álava, 1745-1801), aquí adaptados al formato de relato pero conservando la musicalidad de su rima original. "El País de Afloja y Aprieta" abre la serie y los demás aparece en ese orden páginas más adelante. «Jardín de Venus. Cuentos burlescos de Don Félix María Samaniego. Escribiolos en el Seminario de Vergara de Álava por los años de 1780 y tienen burlas de frayles y monjas y mucho chiste y regocijo.» reza la portada de la obra, de 134 páginas.

Los interesados pueden encontrarse con una versión electrónica completa en el sitio: www.librodot.com

Recomendado. Espero que les gusten. Escríbanme. R.