Apuntes: Otras plumas (7)

Bella sintió por primera vez en su vida el contacto mágico del órgano masculino con los labios de su rosado orificio. Tan pronto como percibió el ardiente contacto con la dura cabeza del miembro de Carlos se estremeció perceptiblemente, y anticipándose a los placeres de los actos venéreos, dejó escapar una abundante muestra de su susceptible naturaleza.

Bella sintió por primera vez en su vida el contacto mágico del órgano masculino con los labios de su rosado orificio.

Tan pronto como percibió el ardiente contacto con la dura cabeza del miembro de Carlos se estremeció perceptiblemente, y anticipándose a los placeres de los actos venéreos, dejó escapar una abundante muestra de su susceptible naturaleza.

Apuntes: Otras plumas VII*

MEMORIAS DE UNA PULGA

(Así comienza este clásico de la novela erótica, de autor anónimo, que se supone compuesto a fines del siglo XVIII)

NACÍ, PERO NO SABRÍA DECIR CÓMO, CUÁNDO O DÓNDE, y por lo tanto, debo sugerirle al lector que acepte esta afirmación mía, y que la crea si bien le parece. Otra cosa es asimismo cierta: el hecho de mi nacimiento no es ni siquiera un átomo menos cierto que la veracidad de estas memorias; y si el estudiante inteligente que profundice en estas páginas se pregunta como sucedió que en el transcurso de mi paso por la vida -o tal vez hubiera debido decir mi 'brinco' por ella- estuve dotada de inteligencia, dotes de observación y poderes retentivos de memoria que me permitieron conservar el recuerdo de los maravillosos hechos y descubrimientos que voy a relatar, únicamente podré contestarle que hay inteligencias insospechadas por el vulgo, y leyes naturales cuya existencia no ha podido ser descubierta todavía por los más avanzados científicos del mundo.

(...)

De esta suerte se darán cuenta ustedes de que no soy una pulga vulgar. En efecto, cuando se tiene en cuenta las compañías que estoy acostumbrada a frecuentar, la familiaridad con que he conllevado el trato con las más altas personalidades, y la forma en que trabé conocimiento con la mayoría de ellas, el lector no dudará en convenir conmigo que, en verdad, soy el más maravilloso y eminente de los insectos.

Mis primeros recuerdos me retrotraen a una época en que me encontraba en el interior de una iglesia. Había música, y se oían unos cantos lentos y monótonos que me llenaron de sorpresa y admiración. Pero desde entonces he aprendido a calibrar la verdadera importancia de tales influencias, y las actitudes de los devotos las tomo ahora como manifestaciones exteriores de un estado emocional interno, por lo general inexistente.

Estaba entregada a mi tarea profesional en la regordeta y blanca pierna de una jovencita de alrededor de catorce años, el sabor de cuya sangre todavía recuerdo, así como el aroma de su. . . pero estoy divagando.

Poco después de haber dado comienzo tranquila y amistosamente a mis pequeñas atenciones, la jovencita, así como el resto de la congregación, se levantó y se fue. Como es natural, decidí acompañarla.

Tengo muy aguzados los sentidos de la vista y el oído, y pude ve como, en el momento en que cruzaba el pórtico, un joven deslizaba en la enguantada mano de la jovencita una hoja doblada de papel blanco. Yo había percibido ya el nombre 'Bella', bordado en la suave media de seda que en un principio me atrajo a mí, y pude ver que también dicho nombre aparecía en el exterior de la carta de amor. Iba con su tía, una señora alta y majestuosa, con la cual no me interesaba entrar en relaciones de intimidad.

Bella era una preciosidad de apenas catorce años, y de figura perfecta. No obstante su juventud, sus dulces senos en capullo empezaban ya a adquirir proporciones como las que placen al sexo opuesto. Su rostro acusaba una candidez encantadora; su aliento era suave como los perfumes de Arabia, y su piel parecía de terciopelo. Bella sabía, desde luego, cuáles eran sus encantos, y erguía su cabeza con tanto orgullo y coquetería como pudiera hacerlo una reina. No resultaba difícil ver que despertaba admiración al observar las miradas de anhelo y lujuria que le dirigían los jóvenes, y a veces también los hombres ya más maduros. En el exterior del templo se produjo un silencio general, y todos los rostros se volvieron a mirar a Bella (...). Sin embargo, sin prestar la menor atención a lo que era evidentemente un suceso de todos los días, la damita se encaminó con paso decidido hacia su hogar (...) y al llegar (...) se dirigió rápidamente a su alcoba. No diré que la seguí, puesto que 'iba con ella', y pude contemplar cómo la gentil jovencita alzaba una de sus exquisitas piernas para cruzarla sobre la otra con el fin de desatarse las elegantes y pequeñísimas botas de cabritilla.

Brinqué sobre la alfombra y me dí a examinarla. Siguió la otra bota, y sin apartar una de otra sus rollizas pantorrillas, Bella se quedó viendo la misiva plegada que yo advertí que el joven había depositado secretamente en sus manos.

Observándolo todo desde cerca, pude ver las curvas de los muslos que se desplegaban hacia arriba hasta las jarreteras, firmemente sujetas, para perderse luego en la oscuridad, donde uno y otro se untaban en el punto en que se reunían con su hermoso bajo vientre para casi impedir la vista de una fina hendidura color durazno, que apenas asomaba sus labios por entre las sombras.

De pronto Bella dejó caer la nota; (...) me tomé la libertad de verla también: "Esta noche, a las ocho, estaré en el antiguo lugar." Eran las únicas palabras escritas en el papel (...).

Se había despertado mi curiosidad, y deseosa de saber más acerca de la interesante joven, (...) me apresuré a permanecer tranquilamente oculta en un lugar recóndito y cómodo, aunque algo húmedo, y no salí del mismo (...) hasta que se aproximó la hora de la cita.

Bella se vistió con meticulosa atención, y se dispuso a trasladarse al jardín que rodeaba la casa de campo donde moraba.

Fui con ella.

Al llegar al extremo de una larga y sombreada avenida la muchacha se sentó en una banca rústica (...). No pasaron más de unos cuantos minutos antes de que se presentara el joven que por la mañana se había puesto en comunicación con mi deliciosa amiguita.

Se entabló una conversación que (...) tenía un especial interés para ambos. Anochecía y estábamos entre dos luces. Soplaba un airecillo caliente y confortable, y la joven pareja se mantenía entrelazada en el banco, olvidados de todo lo que no fuera su felicidad mutua.

-No sabes cuanto te quiero, Bella -murmuró el joven, sellando tiernamente su declaración con un beso depositado sobre los labios que ella le ofrecía.

-Sí, lo sé -contestó ella con aire inocente-. ¿No me lo estás diciendo constantemente? Llegaré a cansarme de oír esa canción.

Bella agitaba inquietamente sus lindos pies, y se veía meditabunda.

-¿Cuándo me explicarás y enseñarás todas esas cosas divertidas de que me has hablado? -preguntó ella por fin, dirigiéndole una mirada, para volver luego a clavar la vista en el suelo.

-Ahora -repuso el joven-. Ahora, querida Bella, que estamos a solas y libres de interrupciones. ¿Sabes, Bella? Ya no somos unos chiquillos.

Bella asintió con un movimiento de cabeza.

-Bien: hay cosas que los niños no saben, y que los amantes no sólo deben conocer, sino también practicar.

-¡Válgame Dios! -dijo ella, muy seria.

-Sí -continuó su compañero-. Hay entre los que se aman cosas secretas que los hacen felices, y que son causa de la dicha de amar y ser amado

-¡Dios mío! -exclamó Bella-. ¡Qué sentimental te has vuelto, Carlos! Todavía recuerdo cuando me decías que el sentimentalismo no era más que una patraña.

-Así lo creía, hasta que me enamoré de ti -replicó el joven.

-¡Tonterías! -repuso Bella-. Pero sigamos adelante, y cuéntame lo que me tienes prometido.

-No te lo puedo decir si al mismo tiempo no te lo enseño -contestó Carlos-. Los conocimientos sólo se aprenden observándolos en la práctica.

-¡Anda, pues! ¡Sigue adelante y enséñame! -exclamó la muchacha, en cuya mirada y ardientes mejillas creí descubrir que tenía perfecto conocimiento de la clase de instrucción que demandaba.

En su impaciencia había un no sé qué cautivador. El joven cedió a este atractivo y, cubriendo con su cuerpo el de la bella damita, acercó sus labios a los de ella y la besó embelesado.

Bella no opuso resistencia; por el contrario colaboró devolviendo las caricias de su amado.

Entretanto la noche avanzaba; los árboles desaparecían tras la oscuridad, y extendían sus altas copas como para proteger a los jóvenes contra la luz que se desvanecía.

De pronto Carlos se deslizó a un lado de ella y efectuó un ligero movimiento. Sin oposición de parte de Bella pasó su mano por debajo de las enaguas de la muchacha. No satisfecho con el goce que le causó tener a su alcance sus medias de seda, intentó seguir más arriba, y sus inquisitivos dedos entraron en contacto con las suaves y temblorosas carnes de los muslos de la muchacha.

El ritmo de la respiración de Bella se apresuró ante este poco delicado ataque a sus encantos. Estaba, empero, muy lejos de resistirse; indudablemente le placía el excitante jugueteo.

-Tócalo -murmuró-. Te lo permito.

Carlos no necesitaba otra invitación. En realidad se disponía a seguir adelante, y captando en el acto el alcance del permiso, introdujo sus dedos más adentro.

La complaciente muchacha abrió sus muslos cuando él lo hizo, y de inmediato su mano alcanzó los delicados labios rosados de su linda rendija.

Durante los diez minutos siguientes la pareja permaneció con los labios pegados, olvidada de todo. Sólo su respiración denotaba la intensidad de las sensaciones que los embargaban en aquella embriaguez de lascivia. Carlos sintió un delicado objeto que adquiría rigidez bajo sus ágiles dedos, y que sobresalía de un modo que le era desconocido.

En aquel momento Bella cerró los ojos, y dejando caer su cabeza hacia atrás se estremeció ligeramente, al tiempo que su cuerpo devenía ligero y lánguido, y su cabeza buscaba apoyo en el brazo de su amado.

-¡Oh, Carlos! -murmuró-. ¿Qué me estás haciendo? ¡Qué deliciosas sensaciones me proporcionas!

El muchacho no permanecía ocioso, pero habiendo ya explorado todo lo que le permitía la postura forzada en que se encontraba, se levantó, y comprendiendo la necesidad de satisfacer la pasión que con sus actos había despertado, le rogó a su compañera que le permitiera conducir su mano hacia un objeto querido, que le aseguró era capaz de producirle mucho mayor placer que el que le habían proporcionado sus dedos.

Nada renuente, Bella se asió a un nuevo y delicioso objeto y, ya fuere porque experimentaba la curiosidad que simulaba, o porque realmente se sentía transportada por deseos recién nacidos, no pudo negarse a llevar de la sombra a la luz el erecto objeto de su amigo.

Aquellos de mis lectores que se hayan encontrado en una situación similar, podrán comprender rápidamente el calor puesto en empuñar la nueva adquisición, y la mirada de bienvenida con que acogió su primera aparición en público.

Era la primera vez que Bella contemplaba un miembro masculino en plena manifestación de su poderío, y aunque no hubiera sido así, el que yo podía ver cómodamente era de tamaño formidable. Lo que más la incitaba a profundizar en sus conocimientos era la blancura del tronco y su roja cabeza, de la que se retiraba la suave piel cuando ella ejercía presión.

Carlos estaba igualmente enternecido. Sus ojos brillaban y su mano seguía recorriendo el juvenil tesoro del que había tomado posesión.

Mientras tanto los jugueteos de la manecita sobre el juvenil miembro con el que había entrado en contacto habían producido los efectos que suelen observarse en circunstancias semejantes en cualquier organismo sano y vigoroso, como el caso que nos ocupa.

Arrobado por la suave presión de la mano, los dulces y deliciosos apretones, y la inexperiencia con que la jovencita tiraba hacia atrás los pliegues que cubrían la exuberante fruta, para descubrir su roja cabeza encendida por el deseo, y con su diminuto orificio en espera de la oportunidad de expeler su viscosa ofrenda, el joven estaba enloquecido de lujuria, y Bella era presa de nuevas y raras sensaciones que la arrastraban hacia un torbellino de apasionada excitación que la hacía anhelar un desahogo todavía desconocido.

Con sus hermosos ojos entornados, entreabiertos sus húmedos labios, la piel caliente y enardecida a causa de los desconocidos impulsos que se habían apoderado de su persona, era víctima propicia para quienquiera que tuviese aquel momento de oportunidad y quisiera lograr sus favores y arrancarle su delicada rosa juvenil.

No obstante su juventud, Carlos no era tan ciego como para dejar escapar tan brillante oportunidad. Además su pasión, ahora a su máximo, lo incitaba a seguir adelante, desoyendo los consejos de prudencia que de otra manera hubiera escuchado.

Encontró palpitante y bien húmedo el centro que se agitaba bajo sus dedos; contempló a la hermosa muchacha tendida en una invitación al deporte del amor; observó sus hondos suspiros, que hacían subir y bajar sus senos, y las fuertes emociones sensuales que daban vida a las radiantes formas de su joven compañera.

Las suaves y turgentes piernas de la muchacha estaban expuestas a las apasionadas miradas del joven.

A medida que iba alzando cuidadosamente sus ropas íntimas, Carlos descubrió los secretos encantos de su adorable compañera, hasta que sus ojos en llamas se posaron en los rollizos miembros rematados en las blancas caderas y el vientre palpitante.

Su ardiente mirada se posó entonces en el centro mismo de atracción, en la rosada hendidura escondida al pie de un turgente monte de Venus, apenas sombreado por el más suave de los vellos.

El cosquilleo que le había administrado, y las caricias dispensadas al objeto codiciado, habían provocado el flujo de humedad que suele suceder a la excitación, y Bella ofrecía una rendija que antojábase un durazno, bien rociado por el mejor y más dulce lubricante que pueda ofrecer la naturaleza.

Carlos captó su oportunidad, y apartando suavemente la mano con que ella le asía el miembro, se lanzó furiosamente sobre la reclinada figura de ella.

Apresó con su brazo izquierdo su breve cintura; abrazó las mejillas de la muchacha con su cálido aliento, y sus labios apretaron los de ella en un largo, apasionado y apremiante beso. Tras de liberar a su mano izquierda, trató de juntar los cuerpos lo más posible en aquellas partes que desempeñan el papel activo en el placer sensual, esforzándose ansiosamente por completar la unión.

Bella sintió por primera vez en su vida el contacto mágico del órgano masculino con los labios de su rosado orificio.

Tan pronto como percibió el ardiente contacto con la dura cabeza del miembro de Carlos se estremeció perceptiblemente, y anticipándose a los placeres de los actos venéreos, dejó escapar una abundante muestra de su susceptible naturaleza.

Carlos estaba embelesado, y se esforzaba en buscar la máxima perfección de la consumación del acto.

Pero la naturaleza, que tanto había influido en el desarrollo de las pasiones sexuales de Bella, había dispuesto que algo tenía que realizarse antes de que fuera cortado tan fácilmente un capullo tan tempranero.

Ella era muy joven, inmadura -incluso en el sentido de estas visitas mensuales que señalan el comienzo de la pubertad- y sus partes, aún cuando estaban llenas de perfecciones y de frescura, estaban poco preparadas para la admisión de los miembros masculinos, aún los tan moderados como el que, con su redonda cabeza intrusa, se luchaba en aquel momento por buscar alojamiento en ellas.

En vano se esforzaba Carlos presionando con su excitado miembro hacia el interior de las delicadas partes de la adorable muchachita.

Los rosados pliegues del estrecho orificio resistían todas las tentativas de penetración en la mística gruta. En vano también la linda Bella, en aquellos momentos inflamada por una excitación que rayaba con la furia, y semienloquecida por efecto del cosquilleo que ya había resentido, secundaba por todos los medios los audaces esfuerzos de su joven amante.

La membrana era fuerte y resistía bravamente. Al fin, en un esfuerzo desesperado por alcanzar el objetivo propuesto, el joven se hizo atrás por un momento, para lanzarse luego con todas sus fuerzas hacia adelante, con lo que consiguió abrirse paso taladrando en la obstrucción, y adelantar la cabeza y parte de su endurecido miembro en el sexo de la muchacha que yacía bajo él.

Bella dejó escapar un pequeño grito al sentir forzada la puerta que conducía a sus secretos encantos, pero lo delicioso del contacto le dio fuerzas para resistir el dolor con la esperanza del alivio que parecía estar a punto de llegar.

Se ha dicho que "ce n' est que le premier coup qui conte", pero cabe alegar que también es perfectamente posible que "quelquefois il coute trop", como puede inferir el lector conmigo en el caso presente.

Sin embargo, y por muy extraño que pueda parecer, ninguno de nuestros amantes tenía la menos idea al respecto, pues entregados por entero a las deliciosas sensaciones que se habían apoderado de ellos, unían sus esfuerzos para llevar a cabo ardientes movimientos que ambos sentían que iban a llevarlos a un éxtasis.

Todo el cuerpo de Bella se estremecía de delirante impaciencia, y de sus labios rojos escapaban cortas exclamaciones delatoras del supremo deleite; estaba entregada en cuerpo y alma a las delicias del coito. Sus contracciones musculares en el arma que en aquellos momentos la tenía ya ensartada, el firme abrazo con que sujetaba el contorsionado cuerpo del muchacho, la delicada estrechez de la húmeda funda, ajustada como un guante, todo ello excitaba los sentimientos de Carlos hasta la locura. Hundió su instrumento hasta la raíz en el cuerpo de ella, hasta que los dos globos que abastecían de masculinidad al campeón alcanzaron contacto con los firmes cachetes de las nalgas de ella. No pudo avanzar más, y se entregó de lleno a recoger la cosecha de sus esfuerzos.

Pero Bella, insaciable en su pasión, tan pronto como vio realizada la completa unión que deseaba, entregándose al ansia de placer que el rígido y caliente miembro le proporcionaba, estaba demasiado excitada para interesarse o preocuparse por lo que pudiera ocurrir después. Poseída por locos espasmos de lujuria, se apretujaba contra el objeto de su placer y, acogiéndose a los brazos del amado, con apagados quejidos de intensa emoción extática y grititos de sorpresa y deleite, dejó escapar una copiosa emisión que, en busca de salida, inundó los testículos de Carlos.

Tan pronto como el joven pudo comprobar el placer que le procuraba a la hermosa Bella, y advirtió el flujo que tan profusamente había derramado sobre él, fue presa también de un acceso de furia lujuriosa. Un rabioso torrente de deseo pareció inundarle las venas. Su instrumento se encontraba totalmente hundido en las entrañas de ella. Echándose hacia atrás, extrajo el ardiente miembro casi hasta la cabeza y volvió a hundirlo. Sintió un cosquilleo crispante, enloquecedor. Apretó el abrazo que le mantenía unido a su joven amante, y en el mismo instante en que otro grito de arrebatado placer se escapaba del palpitante pecho de ella, sintió su propio jadeo sobre el seno de Bella, mientras derramaba en el interior de su agradecida matriz un verdadero torrente de vigor juvenil.

Un apagado gemido de lujuria satisfecha escapó de los labios entreabiertos de Bella, al sentir en su interior el derrame de fluido seminal. Al propio tiempo el lascivo frenesí de la emisión le arrancó a Carlos un grito penetrante y apasionado mientras quedaba tendido con los ojos en blanco, como el acto final del drama sensual.

  • fragmentos transcriptos de "Memorias de una pulga" (anónimo, Ed. Le Diable Erotique, Buenos Aires, setiembre de 1982, 208 págs.) Luego del desfloramiento de Bella continúan sus eróticas aventuras, comenzando por el padre Ambrosio, oscuro instigador de este primer encuentro, y siguiendo con otros sacerdotes y personajes del pueblo.

Espero que les interese esta muestra de erotismo clásico. Escríbanme. R.