Apuntes: Otras plumas (5)
Para Esther no había pecado ni culpa en la desnudez. El cuerpo era un vehículo de expresión. Si a Cristian lo incomodaba la desnudez de Esther y se apartaba, ella le decía: "No vas a encontrar ninguna mujer que te quiera como yo, sin prejuicios".
Para Esther no había pecado ni culpa en la desnudez. El cuerpo era un vehículo de expresión. Si a Cristian lo incomodaba la desnudez de Esther y se apartaba, ella le decía: "No vas a encontrar ninguna mujer que te quiera como yo, sin prejuicios".
Apuntes: Otras plumas V*
"SIN NADA ABAJO"
Un cuento de Guillermo Saccomanno.
A los veintiocho años, Cristian está acostumbrado a las depresiones y encierros de Esther, que más de una vez derivan en patéticos intentos de suicidio. Uno de los últimos intentos fue cuando Cristian le anunció que se iba a vivir solo, que tenía ganas de probar la independencia. "Pobre Esther", piensa Cristian. Y le cuesta pensar "Pobre mamá". Desde chico, Esther le impuso que la llamara por su nombre. "¿A vos te gustaría que te llame 'hijo', marcándote que soy el poder?", le disparó Esther una vez que a él se le escapó el "mamá". Cristian tardó en darse cuenta de que a Esther le disgustaba el "mamá" tanto como el paso del tiempo, la edad. Por eso, Esther se jactaba de que pudieran tomarlos como hermanos. Y se divertía fomentando esta confusión. Pero ahora, a punto de cumplir cincuenta, ya es poco lo que divierte a Esther, cada día más confinada en su departamento de Arenales y Junín, un dos ambientes sombrío. Este martes por la tarde, cuando el portero del edificio de Esther lo llama a la empresa, Cristian piensa que otra vez se trata de una falsa alarma. Le dice al jefe que tiene un problema familiar, que es urgente, que debe retirarse ya mismo. Y después, mientras sube a un taxi, le causa gracia pensar que dijo "problema familiar", como si Esther fuera una familia. Así como Esther nunca supo quién era el padre de Cristian, le enseñó que la familia es una organización tramposa. Esther nunca precisó un marido para criar un hijo. Y éste era uno de sus orgullos. De nuevo Esther quiere llamar la atención, piensa. Pero cuando llega al departamento y se encuentra con los policías comprueba que esta vez Esther pasó el límite.
Un mes después, por las tardes, Cristian vuelve al departamento de Esther. Todas las tardes con el mismo objetivo: clasificar lo que dejó Esther y donarlo. Todas las tardes, también, al rato de entrar, advierte que no tiene fuerza para hacerlo. Al abrir un placard, al revisar una cómoda, un roperito, Cristian se pregunta cómo pudo habérselas ingeniado Esther para ingresar todos esos muebles en un espacio acotado. Lo sorprende la cantidad de ropa y de cosméticos que Esther logró acumular. Vestidos, tapados, lingerie. Y los cosméticos, viejos en su mayoría, las fragancias condensándose en un perfume espeso, dulzón. Si alguien lo estuviera observando, piensa Cristian, con seguridad pensaría que él es un detective que está investigando algo. También se imagina que la escena puede pertenecer a algún melodrama de Hollywood. Un periodista hurga entre los secretos de una diva suicidada. Pero Esther no era una diva. Apenas una bailarina clásica que no tuvo suerte. "Pobre Esther", murmura al recorrer los álbumes de fotos de Esther. Esther junto a un actor, Esther junto a un político, Esther con un músico de tango, Esther junto a un vidente. Esther junto a una amiga terapeuta, esa que, cuando Cristian tenía diez años, le reprochó que anduviera desnuda delante del chico. "El chico tiene que aprender que el cuerpo no es pecaminoso", argumentó entonces Esther. Para Esther no había pecado ni culpa en la desnudez. El cuerpo era un vehículo de expresión. Si a Cristian lo incomodaba la desnudez de Esther y se apartaba, ella le decía: "No vas a encontrar ninguna mujer que te quiera como yo, sin prejuicios". Esa amiga terapeuta también le había recriminado a Esther que le contara todos sus romances al chico. "Le estoy enseñando cómo es una mujer", se justificó Esther. Porque Esther se consideraba un modelo de educadora sentimental. Por lo general, sus romances siempre terminaban en llantos inconsolables y borracheras amargas. "Soy una inocente", se decía Esther. "Soy una esclava del amor." Y después, grave, con el maquillaje corrido, se convencía: "Soy demasiada mujer para cualquier hombre". Al secarse las lágrimas, Esther reparaba en Cristian, como si recién descubriera su presencia. "Demasiada mujer para cualquier hombre", decía. "Menos para vos, Cris, que me aceptás como soy."
Al pasar las perchas del placard, al respirar el aliento que emana del vestuario de Esther, Cristian reconoce ese aliento de perfume y naftalina como el olor de Esther. También, al detenerse en cada prenda, Cristian puede acordarse en qué oportunidad la empleó Esther. Cada prenda es un recuerdo. El tapado de piel, por ejemplo. Una noche, cuando Cristian tenía dieciséis, Esther se lo puso para encontrarse con su amante. Con una sonrisa entre infantil y malévola, Esther se despidió de Cristian con un beso. Esther notó que a Cristian lo irritaba que saliera también esa noche, cuando le había prometido que iban a mirar una película por la tele y comer pizza. Al besarlo antes de marcharse, Cristian movió la cara, como esquivándola. Esther lo abrazó y le dio un beso suave, corto, en los labios: "Perdoname, te manché con rouge", se disculpó. Cristian le preguntó: "¿Qué tenés debajo del tapado?". Esther le contestó con otra pregunta: "¿Por qué?". Ahora Cristian se acuerda del brillo de la mirada de Esther esa noche. Y vuelve a verla. "No tengo nada abajo", dice Esther otra vez. Y también otra vez le pregunta, entre burlona y amenazante: "¿Querés ver?". No, Cristian no quiso ver. "Soy una mujer fatal, querido."
Cristian saca el tapado de piel. Lo huele. No puede definir el impulso que lo lleva a ponérselo. El tapado le comprime los hombros, le ajusta los brazos. Cristian busca un espejo. Camina hacia el espejo que Esther había dispuesto frente a la cama. Parado frente al espejo, alza el cuello del tapado, envolviéndose y ensayando un mohín típico de Esther. Permanece un rato frente al espejo, contemplándose imitar a Esther en sus mínimos gestos. Después, estremecido por un vértigo inesperado, retrocede y se deja caer en la cama, llorando.
- este cuento de Guillermo Saccomanno (argentino, nacido en 1948, cuentista, novelista y guionista de cómics) apareció en la revista Página/30 nro. 98, editada en Buenos Aires, en septiembre de 1998.
Espero que les guste. R.