Apuntes: Otras plumas (32) I

Si llega el caso, vos a esto lo llamás pelotas o huevos y se acabó, no es ni peor ni mejor que testículos. Y nosotros cojemos, vos y yo cojemos, cuando leo por ahí que la gente se acopla o copula me pregunto si es la misma gente o si tiene privilegios especiales... (Cortázar dixit)

Los siguientes textos fueron publicados en un foro de discusión sobre literatura erótica y me parece que pueden interesarles a los lectores que vienen siguiendo mis series. Fueron 'posteados' por el mismo integrante del foro (nick: Dulcinea) el 24 y el 29 de setiembre de 2003, y citan escritos de diferentes fuentes. Aquí van. Un saludo. Clarke.


Eroticortázar

por CARLOS ZITO Revista La Maga , nota del 1ro. de noviembre de 1994. L a profusión de pasajes eróticos y de reflexiones sobre la forma de escribirlos que contiene la obra de Julio Cortázar pone por sí sola en evidencia la importancia que el autor de Rayuela le acordaba al tema. Se ve enseguida que Cortázar no es de esos escritores que cierran pudorosamente la puerta cuando sus personajes entran en la alcoba. Rechaza esa rancia técnica de tácitos puntos suspensivos y de guiñadas de ojo al lector, que en el fondo pretende establecer una boba complicidad de silencio, como diciéndole: "Bueno, usted y yo ya sabemos lo que va a pasar". O sea: todos los amantes hacen lo mismo en la cama. Cortázar sabía que "no todos hacemos lo mismo", sino que, precisamente, "ninguno hace lo mismo". Pero su mirada no es la del voyeur , la del mirón tras del ojo de la cerradura, sino la del voyant , la del vidente, que cierra los ojos para poder ver mejor. En realidad, muchos escritores dan por sobreentendidas las escenas amatorias porque son incapaces de escribirlas, ya sea por prejuicios o por insuficiencia de medios literarios. Cortázar rompe ambas barreras. La primera tomando el toro del erotismo por las astas, clavándole banderillas en plena cerviz, y toreándolo hasta agotarlo, sin miedo a exponerse personalmente. La segunda, superando la desventaja en que –decía– se hallaba en esa materia la prosa (la cultura) del mundo hispanoparlante por los años 60: "... entre nosotros el subdesarrollo de la expresión lingüística en lo que toca a la libido vuelve casi siempre pornografía toda materia erótica extrema ( ... ). El miedo sigue desviando la aguja de nuestros compases; en toda mi obra no he sido capaz de escribir ni una sola vez la palabra conchita, que por lo menos en dos ocasiones me hizo más falta que los cigarrillos" . ( último round , 1969.) Y cuando Cortázar no encuentra las palabras para los juegos sensuales, las inventa con genialidad, como en el capítulo 68 de Rayuela , escrito íntegramente en glíglico, el idioma que inventan Horacio y la Maga: "Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimalo quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas filulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgunio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolarnas de argutendídas gasas, en carínías casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias". En Libro de Manuel (1973), Marcos, en la cama con la polaquita Ludinilla, parece hablar por Cortázar: "... por ahí en novelas uruguayas, peruanas o bonaerenses muy revolucionarias de tema para afuera leés por ejemplo que una muchacha tenía una vulva velluda, como si esa palabra pudiera pronunciarse o hasta pensarse sin aceptar al mismo tiempo el sistema por el lado de adentro ..... pero si llega el caso vos a esto lo llamás pelotas o huevos y se acabó, no es ni peor ni mejor que 'testículos' y nosotros cojemos, vos y yo cojemos, cuando leo por ahí que la gente se acopla o copula me pregunto si es la misma gente o si tiene privilegios especiales... " Sin embargo, Cortázar sólo utiliza ese lenguaje allí donde se habla de asuntos eróticos, reservando para los pasajes en que el acto se consuma una poética alusiva, minada de expresiones directas, pero siempre bien medidas, nunca vulgares. Con las mismas palabras -ordenadas de otra forma- se podrían escribir frases obscenas, pero la mixtura, el cóctel cortazariano, son tan cuidadosos que no los vemos, no los oímos. "... no, así no, le oí repetir, no quiero así, por favor, sintiendo mi pierna que le ceñía los muslos, liberando las manos para apartarle las nalgas, y ver de lleno el trigo oscuro, el diminuto botón dorado que se apretaba..." ( Libro de Manuel ). Si Cortázar se plantea el problema del lenguaje erótico, es por que lo necesita para otra cosa que para describir poses y movimientos. Es la dimensión metafísica, trascendente, del acto sexual, la que en definitiva le interesa. Como Georges Bataille –citas del cual encabezan varios de sus textos–, Cortázar le acuerda a la unión de los cuerpos la dignidad de una ceremonia lustral: ... entonces la única posibilidad de encuentro estaba en que Horacio la matara en el amor, donde ella podía conseguir encontrarse con él, en el cielo de los cuartos de hotel se enfrentaban iguales y desnudos y allí podía consumarse la resurrección del fénix después que él la hubiera estrangulado deliciosamente, dejándole caer un hilo de baba en la boca abierta, mirándola extático como si empezara a reconocerla, a hacerla de verdad, suya, a traerla de su lado ( Rayuela , cap. 5). [ver último texto] Prueba de la prioridad que Cortázar asigna a la dimensión metafísica del acto sexual respecto de la sensación física es el célebre capítulo 41 de Rayuela : Horacio y Traveler, los dos amigos separados por el abismo que se abre ante sus respectivas ventanas, tienden cada uno un tablón, que sostienen entre sus piernas, para que Talita, la mujer de Traveler, deseada por Horacio, pase de una pieza a la otra. La posibilidad de "pasar al otro lado" por la vía erótica, no requiere para Cortázar de ninguna escena sexual. Le basta la imagen de esa mujer que, a caballo sobre el tablón, avanza "apoyando las dos manos y levantando la grupa hasta posarla un poco más adelante". Pero el erotismo puro florece también en los textos de Cortázar, en páginas que, de no contar con su sensibilidad, pasarían a ser simple pornografía. Es el caso de 'Siestas' (un relato inspirado en los cuadros de Paul Delvaux) y sobre todo de 'Ciclismo en Grignan' (ambos en último round ) donde, mientras conversa con dos amigas en una plaza, una adolescente se masturba (¿in-conscientemente?) per angostam viam con el asiento de su bicicleta. "Una y otra vez la gruesa punta negra se insertaba entre las dos mitades del joven durazno amarillo, lo hendía hasta donde la elasticidad de la tela la dejaba, volvía a salir, recomenzaba..." La elegancia y la fuerza con que Cortázar construye sus textos eróticos lo erigen en maestro en la materia en nuestra lengua. Para él, podemos suponerlo, el erotismo era, como para George Perros* , la manera de darle al cuerpo las calidades del espíritu".

  • Carlos Zito es periodista.

fuente: [ http://www.segundapoesia.com.ar/phpBB2/viewtopic.php?t=337 ]


Reflexiones poco cachondas sobre literatura y erotismo

por Mempo Giardinelli.N o siempre los lectores argentinos –los que van quedando– se dan cuenta del grado de erotismo que hay en la literatura de nuestro país. E incluso digo más: casi nunca la crítica se detiene en esta evidencia, y por eso tanto el periodismo como el mundillo académico aparecen coludidos en la misma, hipócrita pacatería de negar que la escritura argentina del siglo 20, en todos los géneros, ha sido mucho, muchísimo más audaz que sus comentaristas y críticos. Son muchos los creadores que frecuentaron, y frecuentan, la poesía y el cuento eróticos, y son muchísimas las novelas argentinas en las que el erotismo juega un rol fundamental. No es materia de esta meditación establecer dónde arranca el erotismo textual en la Argentina, como no lo es profundizar en la riquísima poesía erótica que se escribe en este país desde hace décadas, materia que excede el propósito de este texto. Pero sí lo es intentar un sondeo en las tramas secretas de la narrativa erótica que, en cierto modo, ha venido determinando la cuentística y la novelística de nuestro país en por lo menos el último medio siglo. Y me parece que tenemos una evidencia a la mano: prácticamente no existe autor o autora del siglo 20 que alguna vez no haya escrito por lo menos un fragmento erótico. Es impresionante la constatación de la enorme cantidad de pasajes de variado erotismo y múltiple cachondería que se puede encontrar en toda la narrativa argentina, más allá de que acaso ni sus mismos autores fueron conscientes de su incursión en este género. Por supuesto, esta hipótesis de ninguna manera autoriza a reducir la cuestión a que nuestra literatura está sobrada de erotismo, ni corresponde deducir que los escritores y escritoras de la Argentina son más –o menos– audaces, cachondos, chanchos o liberales que los de cualquier otra nación o lengua. Pero lo que sí sostengo es que nuestra narrativa contiene una dosis de sexualidad elevada, y que ello representa cabalmente las represiones de una sociedad como la nuestra, que por décadas ha vivido sometida a las tensiones permanentes entre censura y destape, entre represión y libertad, entre pacatería y desenfreno. Quiero decir que es la vida, desde luego, la que está en nuestra narrativa (y escribo “la vida” porque deliberadamente evito referirme a ese concepto del que tanto se ha abusado: “la realidad”), y por eso afirmo que la nuestra es una narrativa que ha venido dando cuenta de la vida nacional con una sinceridad extraordinaria, que puede pensarse inesperada y que merece, creo yo, un reconocimiento como el que este texto intenta. Por innumerables vías –la sensualidad en los movimientos de los personajes, la descripción del cuerpo humano, la alusión sutil, la fantasía onírica, la imaginación febril, la vocación por lo lúdico o lo trágico– estimo como muy gratificante que una sociedad como la nuestra, tan conservadora y elusiva, tan resistente a los cambios y tan esquivadora de responsabilidades, sin embargo en su literatura demuestre que sus escritores y escritoras ponen el cuerpo, digamos, en los textos, determinando una grafía de altísimo contenido erótico, es decir estimulante de la imaginación y el deseo sexual de los lectores, haya sido, o no, intención de los autores. En la narrativa erótica la alusión, la mirada, el escarceo amoroso, la genitalidad, el romanticismo o la pasión (expresos o sutilmente aludidos) requieren siempre el extremo cuidado de la forma, que es el único modo de garantizar el firme, decidido y también delicado avance escritural que exige contar cualquier historia. Y como todas las historias tienen en su trama momentos o segmentos que impregnan al conjunto de tal o cual característica, esto también sucede, desde luego, con las narraciones que llamamos eróticas, sea porque están teñidas de delicadas sugerencias o sutiles provocaciones, sea porque el erotismo se constituye en el eje argumental. Ahí está el caso paradigmático de Juan Filloy, y están los de poetas como Delmira Agustini y Alfonsina Storni. Desde ellos hasta acá, pueden encontrarse fuertes escenas cargadas de erotismo, y ni se diga alusiones, circunloquios, fantasías, retruécanos y dobles sentidos, prácticamente en todos nuestros narradores: de Julio Cortázar a Silvina Bullrich, de Silvina Ocampo a David Viñas, de Adolfo Bioy Casares a Luisa Valenzuela, de Dalmiro Sáenz a Tununa Mercado, pasando por Ana María Shúa, Héctor Lastra, Oscar Hermes Villordo, Federico Andahazi, Guillermo Martínez, Susana Silvestre y Pablo de Santis, por enumerar con toda injusticia sólo a algunos de quienes escribieron páginas y capítulos fuertemente eróticos, sensuales, ardorosos, cachondos, calenturientos o como se les quiera llamar. Es sabido que toda antología es una fragmentación, porque implica segmentar una literatura, pero cuando en 1993 publiqué la primera antología del cuento erótico argentino (con el título La venus de papel , en colaboración con Graciela Gliemmo), y ese libro prácticamente se esfumó de las librerías, intuí que no habíamos desacertado al conjuntar semejante cuerpo textual. Años después, en 1998, la reedición corregida y aumentada de ese libro, nuevamente evaporado de las librerías, vino a confirmar aquellas ideas. Y pasados algunos años más, hoy considero que muchas de aquellas intuiciones son líneas que definen nítidamente a la narrativa argentina contemporánea. Con Gliemmo buscábamos descubrir el grado de conciencia de género que tuvo, al escribir su cuento, cada uno de los autores antologados. Nos preguntábamos en todo momento cuál era la matriz narrativa erótica de los textos que descubríamos, cuál la retórica común. Por eso organizamos aquel conjunto de lecturas sin considerar que el erotismo en la literatura fuese un “tema”. Para nosotros el erotismo era, y es, nada más que un aspecto de la vida tan literaturizable como cualquier otro asunto y por eso lo que importa de los textos eróticos, más allá de lo mucho o poco cachondos que puedan ser, son la prosa y sus sonoridades, afinidades, armonías y discordancias. Pero ese erotismo narrativo era, y sigue siendo, también una marca generalmente negada, ocultada de nuestra literatura, que, como queda dicho, es muchísimo más ardiente y sexual que lo que suele aceptarse. Por supuesto, no estoy diciendo que la literatura argentina se reduzca a puros textos cachondos. Lo que digo es que hay en ella una constante intencionalidad sexual, como si quienes escriben necesitaran un permanente caminar por los bordes de lo permitido o aceptado socialmente, lo cual le otorga una sabrosura eficaz y notable a casi todos los textos. Y al mismo tiempo, me parece ahora, ese andar por los bordes ha sido y es una declaración de principios, también, una especie de definición ideológica en contra del excesivo conservadurismo que tanto ha imperado en la vida nacional. Tan persuadido estoy de todo esto que la idea que gobernó mis búsquedas y lecturas en este campo se orientó siempre hacia narraciones en las cuales la sensualidad y la sexualidad estuvieran presentes, de modo explícito o implícito, y más o menos protagónico, fundamentalmente como un ejercicio de libertad. Quiero decir: esa parte cachonda, semisecreta y no siempre ostensible de nuestra narrativa –a lo largo de, yo diría, todo el Siglo 20– quizá no fue un grito, pero sí un susurro permanente contra la censura. Una forma de protesta no bullanguera pero sí tenaz contra lo que podría llamarse la imbecilidad general. Por mi parte, escribí casi todos mis textos con cierta conciencia del erotismo textual que podía ir creando. No puedo ni quiero negar que muchas de mis narraciones no sólo contienen elementos eróticos sino que en algunas de ellas la sensualidad y sexualidad fueron imaginadas como gravitacionales para los textos. Los pocos cuentos eróticos de los que soy autor fueron sinceramente concebidos como tales. Y en algunas novelas procuré que los pasajes eróticos se constituyesen en relatos autónomos. Es decir: textos cuya matriz narrativa era una alusión erótica, o en algunos casos una elusión, pero dentro del contexto de la historia que el texto narraba. Siempre he pensado que para considerar cualquier tipo de cuento –más allá de la categoría, escuela, corriente o moda en la que se lo pueda inscribir– debe anteponerse la calidad literaria del texto a los elementos que permiten adjetivarlo o clasificarlo. De ahí que en la mayoría de los casos en que los autores deciden escribir cuentos expresa, consciente y solamente eróticos, el resultado no siempre es el mejor. No necesariamente porque pueden resultar inverosímiles, sino porque suelen tener una sonoridad impostada, una musicalidad interna no siempre convincente. Nunca lo mejor radica en el forzamiento de adjetivos. Esto no significa que sea imposible escribir un cuento planteado de antemano y deliberadamente como erótico. Pero sí quiere decir que el cuento erótico –desde, por lo menos, el Panchatantra , Las mil y una noches y El Decamerón – ha devenido género en sí mismo gracias a la sugerencia y el estímulo a la imaginación, esas dos cualidades que tanto han faltado en la vida de este país durante varias décadas de autoritarismo y censura. Ha de ser por eso que la Literatura –y quiero decirlo expresamente– ha estado tan por encima de las chaturas municipales y clericales de la vida cotidiana argentina. Por supuesto, hay muchos abordajes posibles para estudiar este género tan escamoteado, y ninguneado, de la literatura nacional. No convendría esperar que sea el mundo académico el que lo estudie –desde luego– pero si, como este texto propone, lo que interesa es encontrar la voluntad explícita de la escritura de cada texto, cabría recomendar una biblioteca básica del cuento erótico argentino (ver Biblioteca básica...). Verdaderamente existe una extensa y rica narrativa erótica en este país. No es una obra por hacerse. Al contrario, por lo menos el cuento y la novela eróticos argentinos ya están escritos, y es una producción excelente.

Resistencia, agosto de 2003.

fuente: [ http://www.segundapoesia.com.ar/phpBB2/viewtopic.php?t=349& ]


Rayuela , capítulo 5. L a primera vez había sido un hotel de la rue Valette, andaban por ahí vagando y parándose en los portales, la llovizna después del almuerzo es siempre amarga y había que hacer algo contra ese polvo helado, contra esos impermeables que olían a goma, de golpe la Maga se apretó contra Oliveira y se miraron como tontos, HOTEL, la vieja detrás del roñoso escritorio los saludó compasivamente y qué otra cosa se podía hacer con ese sucio tiempo. Arrastraba un pierna, era angustioso verla subir parándose en cada escalón para remontar la pierna enferma mucho más gruesa que la otra, repetir la maniobra hasta el cuarto piso.

Olía a blando, a sopa, en la alfombra del pasillo alguien había tirado un líquido azul que dibujaba como un par de alas. La pieza tenía dos ventanas con cortinas rojas, zurcidas y llenas de retazos; una luz húmeda se filtraba como un ángel hasta la cama de acolchado amarillo.

La Maga había pretendido inocentemente hacer literatura, quedarse al lado de la ventana fingiendo mirar la calle mientras Oliveira verificaba la falleba de la puerta. Debía tener un esquema prefabricado de esas cosas, o quizá le sucedían siempre de la misma manera, primero se dejaba la cartera en la mesa, se buscaban los cigarrillos, se miraba la calle, se fumaba aspirando a fondo el humo, se hacía un comentario sobre el empapelado, se esperaba, se cumplían todos los gestos necesarios para darle al hombre su mejor papel, dejarle todo el tiempo necesario la iniciativa. En algún momento se habían puesto a reír, era demasiado tonto. Tirado en un rincón, el acolchado amarillo quedó como un muñeco informe contra la pared.

Se acostumbraron a comparar los acolchados, las puertas, las lámparas, las cortinas; las piezas de los hoteles del cinquièmearrodissement eran mejores que las del sixième para ellos, en el septième no tenían suerte, siempre pasaba algo, golpes en la pieza de al lado o los caños hacían un ruido lugúmbre, ya por entonces Oliveira le había contado a la Maga la historia de Troppmann, la Maga escuchaba pegándose contra él, tendría que leer el relato de Turguéniev, era increíble todo lo que tendría que leer en esos dos años (no se sabía porqué eran dos), otro día fue Petiot, otra vez Weidmann, otra vez Christie, el hotel acababa casi siempre por darles ganas de hablar de crímenes, pero también a la Maga la invadía de golpe una marea de seriedad, preguntaba con los ojos fijos en el cielo raso si la pintura sienesa era tan enorme como afirmaba Etienne, si no sería necesario hacer economías para comprarse un tocadisco y las obras de Hugo Wolf, que a veces canturreaba interrumpiéndose a la mitad, olvidada y furiosa.

A Oliveira le gustaba hacer el amor con la Maga porque nada podía ser más importante para ella y al mismo tiempo, de una manera difícilmente comprensible, estaba como por debajo de su placer, se alcanzaba en él un momento y por eso se adhería desesperadamente y lo prolongaba, era como un despertar y conocer su verdadero nombre, y después recaía en una zona siempre un poco crepuscular que encantaba a Oliveira temeroso de perfecciones, pero la Maga sufría de verdad cuando regresaba a sus recuerdos y a todo lo que oscuramente necesitaba pensar y no podía pensar, entonces había que besarla profundamente, incitarla a nuevos juegos, y la otra, la reconciliada, crecía debajo de él y lo arrebataba, se daba entonces como una bestia frenética, los ojos perdidos y las manos torcidas hacia adentro, mítica y atroz como una estatua rodando por una montaña, arrancando el tiempo con las uñas, entre hipos y un ronquido quejumbroso que duraba interminablemente. Una noche le clavó los dientes, le mordió el hombro hasta sacarle sangre porque él se dejaba ir de lado, un poco perdido ya, y hubo un confuso pacto sin palabras, Oliveira sintió como si la Maga esperara de él la muerte, algo en ella que no era su yo despierto, una oscura forma reclamando una aniquilación, la lenta cuchillada boca arriba que rompe las estrellas de la noche y devuelve el espacio a las preguntas y a los terrores. Sólo esa vez, excentrado como un matador mítico para quien matar es devolver el toro al mar y el mar al cielo, vejó a la Maga en una larga noche de la que poco hablaron luego, la hizo Pasifae, la dobló y la usó como un adolescente, la conoció y le exigió las servidumbres de la más triste puta, la magnificó a constelación, la tuvo entre los brazos oliendo a sangre, le hizo beber el semen que corre por la boca como desafío al Logos, le chupó la sombra del vientre y de la grupa y se la alzó hasta la cara para untarla de sí misma en esa última operación de conocimiento que sólo el hombre puede dar a la mujer, la exasperó con piel y pelo y baba y quejas, la vació hasta lo último de su fuerza magnífica, la tiró contra una almohada y la sábana y la sintió llorar de felicidad contra su cara que un nuevo cigarrillo devolvía a la noche del cuarto y del hotel.

Más tarde a Oliveira le preocupó que ella se creyera colmada, que los juegos buscaran ascender a sacrificio. Temía sobre todo la forma más sutil de la gratitud que se vuelve cariño canino; no quería que la libertad, única ropa que le caía bien a la Maga, se perdiera en una feminidad diligente. Se tranquilizó porque la vuelta de la Maga al plano del café negro y la visita al bidé se vio señalada por la recaída en la peor de las confusiones. maltratada de absoluto durante esa noche, abierta a una porosidad de espacio que late y se expande, sus primeras palabras de este lado tenían que azotarla como látigos, y su vuelta al borde de la cama, imagen de una consternación progresiva que busca neutralizarse con sonrisas y una vaga esperanza, dejó particularmente satisfecho a Oliveira. Puesto que no la amaba, puesto que el deseo cesaría (porque no la amaba, y el deseo cesaría), evitar como la peste toda sacralización de los juegos. Durante días, durante semanas, durante algunos meses, cada cuarto de hotel y cada plaza, cada postura amorosa y cada amanecer en un café de los mercados: circo feroz, operación sutil y balance lúcido. Se llegó así a saber que la Maga esperaba verdaderamente que Horacio la matara, y que esa muerte debía ser de fénix, el ingreso al concilio de los filósofos, es decir a las charlas del Club de la Serpiente: la Maga quería aprender, quería ins-truir-se. Horacio era exaltado, llamado, concitado a la función del sacrificador lustral, y puesto que casi nunca se alcanzaban porque en pleno diálogo eran tan distintos y andaban por tan opuestas cosas (y eso ella lo sabía, lo comprendía muy bien), entonces la única posibilidad de encuentro estaba en que Horacio la matara en el amor donde ella podía conseguir encontrarse con él, en el cielo de los cuartos de hotel se enfrentaban iguales y desnudos y allí podía consumarse la resurrección del fénix después que él la hubiera estrangulado deliciosamente, dejándole caer un hilo de baba en la boca abierta, mirándola extático como si empezara a reconocerla, a hacerla de verdad suya, a traerla de su lado. Julio Cortázar.-


fuente: [ http://www.segundapoesia.com.ar/phpBB2/viewtopic.php?t=338 ]