Apuntes: Otras plumas (31)
La radio del chofer cantaba ahí viene Rosendo por la calle nueva / trayendo en su carro el fruto de Dios, y yo pensé que no hay mejor manera de viajar que con los genitales de un hombre puestos en el sitio adecuado.
***El coro más osado del Oeste
por Susana Silvestre.La radio del chofer cantaba ' ahí viene Rosendo por la calle nueva / trayendo en su carro el fruto de Dios ', y yo pensé que no hay mejor manera de viajar que con los genitales de un hombre puestos en el sitio adecuado.
N o todos los hombres son iguales. Tuve oportunidad de comprobarlo un verano en que estando yo muy triste acepté dar clases a Los Niños Cantores de Liniers, los martes y los jueves. Días de novios, pensé para darme un poco de ánimo aunque no aparecía en el horizonte cosa alguna que me viniera bien; no sentía que ser joven y bastante linda sirviera para nada y encima si una viaja en el 86 se somete al derecho consuetudinario del señor que con la excusa del amontonamiento nos desliza una mano o pretende arropar sus genitales en la raya trasera de nuestro vaquero. Y yo reacciono pegando. Hasta unos años atrás había usado una cartera de cuero sin curtir con incrustaciones de metal en los bordes. Me la colgaba del hombro y la usaba cada vez que alguien se creía con derechos sobre mi persona. En respuesta recibí insultos y alguna que otra trompada de la que me defendí como mujer, con las manos abiertas. Cuando empecé a trabajar con Los Niños Cantores la cartera se había roto y usaba un bolso pequeño con una piedra adentro. Yo subía en Perú y Belgrano y el colectivo ya iba lleno, nunca conseguía sentarme para leer, el viaje era tedioso y lo suficientemente largo como para que yo tuviera tiempo de inventariar insomnios, malentendidos, disgustos y fracasos de todo tipo. El viaje confirmaba esa sensación de que la realidad es desleída y lo bueno tan fugitivo como las nubes que ese verano se habían empeñado en cubrir el cielo cada tarde, o por lo menos las de los martes y los jueves que encima para verlas tenía que agacharme y atisbar desde el vidrio y esquivar la cabeza de cualquier pasajero dormido o despierto pero tan harto y tan triste como yo. Un día, al agacharme, rocé el típico monte erecto de un apoyador de transporte público; en realidad sólo rocé la punta e instintivamente me enderecé y descolgué la cartera dispuesta a pegar apenas se acercara de nuevo, que es lo que sucede siempre. Pero esta vez no. El dueño de esa punta apenas redondeada que yo había acariciado sin intención se quedó lejos de mí. Pasó un rato sin novedades y regresaba yo a mis amarguras cuando, esta vez sin mi intervención, el dueño de la punta se acercó despacio, la apoyó, no con miedo pero con delicadeza, aunque lo necesario para que yo pudiera sopesar lo cuantioso de su ofrenda, sobre la raya del pantalón, que no era un jean sino uno de tela apenas transparente, más acorde a la estación, pero que me obligaba a usar unas biquinis delgadas para que no se notaran diferencias. La verdad que era un pantalón bárbaro porque de la bombacha hacia los pies holgaba y podía disfrutar las piernas libres. Lo usé muchos veranos y todavía lo tengo. Supongo que a él también le gustó pero no trató de imponerme nada, se arrimó sólo para que supiera lo que me estaba ofreciendo, yo era dueña de preferir mi tristeza o aprovechar lo que me daba el destino y hacer conmigo algo que valiera la pena. Él debió comprender que yo cavilaba y se quedó lejos, esperando. Desconozco el lenguaje al que uno apela cuando ni la palabra ni la mirada sirven; él estaba a mis espaldas y en un momento decidí que si volvía me quedaría con él. Cómo entendió no lo sé, pero esperó a que subiera más gente, a que el chofer gritara corriéndose al interior del coche y entonces puso sus manos en el sostén del techo, rodeándome o trabando el paso de otro u otros con iguales o peores intenciones y volvió a apoyar la punta redondeada justo donde se perdía el rastro de la costura central trasera de mi pantalón. Como si me estuviera viendo desnuda. Creo que estábamos atravesando la Plaza del Congreso y hasta Once no hizo más que dejar la punta, moverla morosamente en redondo y dentro del contorno que se había fijado, y de a ratos, claro, tenía necesidad de apartarse y pensar que estaba haciendo fila para cancelar una factura atrasadísima con intereses resarcitorios y punitorios en Obras Sanitarias. Era un hombre muy sabio y no sólo había aprendido lo que le pasaba a él sino que supo que a mí me gustaba mucho lo que estaba haciendo y eso era peligroso porque si yo me pasaba de la raya y me ponía a dar vueltas y vueltas en el aire, y como todo lo que sube baja, a menos que se quede en la estratósfera, al caer tomaría conciencia de lo que estábamos haciendo (que a esa altura sería lo que habíamos hecho) y me iba a llenar de vergüenza o lo que fuera y terminaría todo. Y en cambio así, cuando regresaba estábamos como recién nacidos y su punta se iba endureciendo gracias a mí, quiero decir a mi participación, que después de Plaza Once fue menos resistente, y permití que entreabriera mis piernas y tomara provecho de un nuevo amontonamiento de gente para deslizar su miembro entero sobre la parte oculta de la costura, y darse gusto en toda su longuitud y que yo me lo diera. Esa parte del viaje fue intensa y complicada y necesitó alejarse más seguido y por momentos con precipitación. Aun cuando estaba lejos, yo sentía la vigilia de su cuerpo a mis espaldas y la actividad de su cerebro que atravesaba la sección "Reclamos por falta de agua", revolvía los expedientes de "Habilitaciones" o se iba al subsuelo por "Problemas de medidor". Abandonábamos Primera Junta cuando decidió volver, manso y la punta miserable, para demostrarme que en descanso sus atributos resultaban distintos pero tan agradables como eran en actividad. Pesados, se apichonaban en un gran nido blando, como de leche tibia, que excedía con creces la costura. Estuvo paseando todo eso desde mi hueso dulce hacia abajo y hacia los costados mientras la radio del chofer cantaba ahí viene Rosendo por la calle nueva / trayendo en su carro el fruto de Dios, y yo pensé que no hay mejor manera de viajar que con los genitales de un hombre puestos en el sitio adecuado. En Plaza Flores, un repentino desenso de pasajeros lo obligó a irse de mí. Después el cielo se había limpiado de nubes, un sol rojo se recostaba por el oeste y, si la altura escasa de los edificios me permitía ver el resplandor en las bocacalles o escandalosamente en la mitad de la cuadra, eso significaba que estábamos llegando a Floresta sin novedades y un nuevo contingente lo trajo hasta mí como un río sucio. De dónde sacó que yo bajaba en Liniers no lo sé pero se ve que no estaba dispuesto a que yo me fuera del colectivo otra vez enterrada en mi tristeza. El tren sonó lejano y él usó alguna distracción del pasaje para interponer su pierna entre las mías, permitió que su miembro creciera todo lo que le diera la gana, que era mucha y hasta sentí temor de que la señora que estaba sentada delante de mí lo viera asomar junto al cierre relámpago de mi pantalón. Pero no era más que una fantasía y se diluyó en el momento en que tuve que poner todo mi esfuerzo en que no se notara que escondía la cara y me mojaba, mientras, supongo, él hacia lo mismo y el 86 llegaba a toda máquina y echando humo a Rivadavia al 11000. Usó todavía el camino entre las dos últimas paradas para dejarme su miembro blando por si a mí me servía para algo y después se apartó para dejarme bajar en la estación. Él siguió viaje, estoy segura; de no ser así lo hubiera reconocido entre el montón de hombres y mujeres que bajaron conmigo y se avalanzaron escaleras arriba atropellando el andén. Yo también subí, pero para cruzar las vías por el puente aéreo. Ese día di una clase estupenda y Los Niños Cantores se mostraron muy conformes conmigo. El asunto ahora consistía en saber qué sucedería en adelante; era martes y yo debía volver a dar clase el jueves. Generalmente soy puntual pero la línea 86 tiene muchas unidades que circulan con una frecuencia de pocos minutos. Era posible que volviera a encontrármelo alguna vez o nunca y pensé que esta última resultaba la mejor versión. El jueves se negaron a detenerse dos 86 y el siguiente tardó diez minutos. Cuando subí me dediqué a mirar las nubes agachándome de a ratos pero con mucho cuidado de no tocar a nadie: ese día no llebaba puesto el pantalón amarillo sino una pollera minifalda fruncida en la cintura. A mí ese tipo de polleras me quedan bien, no resultan tan llamativas como las ajustadas aunque me tengo que cuidar porque cualquier golpe de viento me las pone de sombrero y yo no soy Marilyn Monroe. Iba fresca, es cierto, pero otra vez estaba triste y hundida en mis pensamientos siniestros, y en eso algo llegó hasta mí y tuve que reprimir el suspiro que su punta desataba acariciando mi pollera. Quise descolgar el bolso para pegar y mi brazo quedó vencido en el camino; para colmo, la señora que iba sentada delante de mí consiguió abrir la ventanilla atascada y una ráfaga del aire veraniego se me coló entre los brazos y agitó la pollera, y sentí mis piernas desnudas y me pareció una pavada no aprovechar que iba vestida de ese modo tan adecuado, sólo que sería la última vez. Desde donde estaba, él escuchó mis pensamientos y vino. Como el colectivo había tardado, el amontonamiento era grande así que nadie se dio cuenta cuando empujado por el mismo viento se desabrochó unos botones y su miembro encontró lugares agradables en la bombacha negra y sin elásticos que yo llevaba puesta. No es que nadie hubiera usado esos lugares con anterioridad pero no era lo mismo con un hombre como ese, arriba de un colectivo y estando yo tan triste. Conocer su miembro desnudo fue una novedad excelente, era tan suave y cálido como el borde de la lengua y adquiría mejores dimendiones, mayor turgencia y una gran libertad de movimientos. En Rivadavia al 11000 dejó que yo hiciera con él (dentro de las limitaciones del caso) todo lo que quisiera y él también hizo lo que tuvo ganas (dentro de las limitaciones del caso), y otra vez lo dejó durante una parada y media y entonces supo que mi reacción en cadena era más larga de lo que él había supuesto, y no quiso apartarse aunque estábamos llegando a Liniers. Doy fe de que no era por su gusto, que ya se lo había dado, sino por mí, por no dejarme triste y que me fuera mal con Los Niños Cantores. Yo temí que eso durara hasta Ciudadela pero no, él sabía del tiempo y de los viajes y me dejó justito para bajar, y subir y cruzar el puente aéreo y volver a bajar, y llegar puntual a mi clase y los Niños Cantores no pudieron más que expresar su admiración por mi elocuencia y mi buen trato, y dijeron que pedirían a la Institución que me aumentaran el sueldo. Y entonces sobrevino una catástrofe. Llegó el sábado y yo me sentía terriblemente bien. Tomé sol desnuda en la terraza y para tostarme de frente escuché a Beethoven y cuando me puse boca abajo terminé de leer Las minas del rey Salomón. El domingo preparé una lona y un traje de baño y estaba por salir para la pileta cuando reparé en mi alegría, yo que siempre tuve síndrome de domingo, y fue como si se me aparecieran los niños cantores de todo el mundo gritándome que era más viciosa que Lolita, que Naná y Manón Lescaut. Dejé el bolso, guardé la biquini y decidí presentar el mismo lunes la renuncia a mi trabajo. El lunes y no el martes, y además al mediodía, para no correr el riesgo de encontrármelo. El resto del día me sentí triste y llena de pesadillas pero firme en mi propósito, y si llegado el momento me vestí con pollera fue por distracción. Durante el viaje pensé que con el tiempo me olvidaría de todo y hasta podría sentirme de nuevo una mujer decente. El cielo me pareció más nublado que de costumbre y el verano más deslucido y pesado, el viaje tedioso, y supe que había vuelto para quedarse la sensación de que todo lo bueno es fugitivo. Cuál no habrá sido mi sorpresa al sentir sobre mi pollera ajustada la punta alegre y redonda que conocía tan bien y la mano que la acomodó bajo la tanga lila que es la que uso siempre con esa pollera negra. Bueno, que no me fui de Los Niños Cantores. Hice un bollo con la nota y la tiré a la alcantarilla y les dije que había pasado a saludar. Se mostraron encantados con mi visita y además vino el director a comunicarme que me habían aumentado el sueldo y a preguntarme humildemente si aceptaba dar clases todos los días, porque desde que estaba yo los chicos se habían convertido en el coro más osado del Oeste. Yo no sabía si él iba a poder de lunes a viernes pero hice mal en dudar. El día siguiente fue el último del mes y se me juntó la alegría del aumento de sueldo y la que él me estuvo dando durante todo el viaje. No obstante, al llegar a Rivadavia al 11000, noté que su miembro seguía tan erguido como en Perú y Belgrano y supe que iba a pasar algo y no supe si podía ser bueno. Me soltó y al bajar lo vi caminar adelante y cruzar el puente aéreo, ocultando su hermoso miembro en erección con una mochila. Al salir de la estación caminó por una calle desconocida sin darse vuelta para comprobar si lo seguía. Como la primera vez, él había decidido darme algo, si yo quería lo tomaba, si no, era la dueña de irme por donde se me antojara. Lo seguí hasta la entrada de un hotel y después hasta el hall, y cuando pidió una habitación me preguntó si un turno estaba bien o yo podía quedarme más, o si prefería probar y confirmarlo después, y yo le contesté que hiciera lo que quisiera y él pidió que nos avisaran al cabo de dos turnos. Fue raro vernos las caras y cada uno se desnudó a sí mismo en una habitación junto a las vías y lo único que lamenté de esa tarde fue haberles fallado a Los Niños Cantores. Cuando me dejó en la parada del colectivo dijo que en adelante no habría necesidad de fallarles, porque él no tenía problema en cambiar el horario del viaje y que lo mejor era que yo subiera al colectivo después del mediodía, que viajaba más gente, y me preguntó si estaba dispuesta y me atrevía a una penetración completa en el 86, y me garantizó que nadie se daría cuenta y que se quedaría adentro de mí todo el timepo que yo quisiera. Confrimó que él pensaba en Obras Sanitarias y que por eso podía darme el gusto todas las veces que quisiera. Como prueba, me puso de espaldas a él en la oscuridad de la parada y me recostó en el poste. Así que empecé a viajar al mediodía, con el calor de la siesta, y él se acercaba en Perú y Belgrano y terminaba en Rivadavia al 11000 y después nos íbamos al hotel junto a las vías hasta la hora en que yo tenía que ir a dar mis clases. Y cuando me quise acordar mi tristeza había desaparecido y fue un verano como pocos. Ahí, finalmente, yo entendí que no todos los hombres son iguales y que lo único que pretendo de ellos es que estén donde deben estar, para servirse.
* Susana Silvestre nació en Buenos Aires, en 1950. Narradora y guionista. Obra: El espectáculo del mundo (1982), Si yo muero primero (1991), Mucho amor en inglés (1993) y No te olvides de mí (1995). "El coro más osado del Oeste" fue publicado en la revista El Libertino (Año I, Nro. 3, Buenos Aires, 1992). Y luego seleccionado para integrar la colección "La Venus de Papel. Antología del cuento erótico argentino" , a cargo de Mempo Giardinelli y Graciela Gliemmo (Editorial Planeta, diciembre de 1998, 240 páginas), de donde ha sido transcripto.
[También pueden encontar otro cuento de esta antología: "Zona erógena" , de Viviana Lysyj , publicada antes en mi 'Apunte' nro. 30]
Un saludo. Clarke.