Apuntes: Otras plumas (25)
"Yo soy Luisa y Fernando es Fernando. Nunca pierdas de vista eso", dijo, y me dejó plantada.
Si fueras como ella
por Jorge Manzur "Yo soy Luisa y Fernando es Fernando. Nunca pierdas de vista eso", dijo, y me dejó plantada.*
E l sueño no me vendrá; hoy menos que nunca. Puedo toser, sacudirme en la cama sin miramientos ni recaudos que Fernando no se despertará. Pero está bien. Yo elegí este camino hace ya mucho tiempo y si aún estoy aquí, molesta y desorientada, sólo me cabe entender que he permanecido junto a él por cierta piedad. Al fin de cuentas he terminado siendo una víctima más de su egoísmo, por más que Fernando insista hasta el hartazgo diciendo que hace mucho dejé de ser una mujer. Miente, canallescamente miente y falsea los hechos, como lo hacen todos los hombres que se sirven de una, claro, así es, pero no se aguantan la vida cuando somos capaces de elegir nuestro propio destino. Todo enmarañado en mi cabeza, así estoy mientras él duerme, distante y despreocupado. Siento como si me dominara una gran bola de pensamientos informes, imágenes dispersas y deterioradas por un tiempo que ya ni recuerdo. Quisiera poder abrirme la cabeza, destruir uno por uno los ligamentos de mis pensamientos; poder estirar la mano, al menos, hasta el cuerpo de Fernando, laxo, indiferente, y sentir placer al descubrir sus muslos cerca de mi cuerpo, convocándome. Poder disfrutar de los preludios del amor. Reconciliarme con su sexo, volverme a sorprender, reconciliarme con el mío y no temerle a las formas que se insinúan ahora, en la oscuridad de la habitación, mientras la voz de Luisa retumba en mis oídos diciéndome que mañana ya todo será distinto. Desde mi insomnio, me resisto; sí, aunque debería aceptar que Luisa tiene razón. Tomarme una pastilla y olvidarme del asunto, si yo finalmente elegí y eso está bien, es una manera de vivir, como dice ella sin perder un segundo de sueño. Es una gran ventaja. Todo se ha mezclado en mi cabeza y esta puntada en el pecho me ha hecho recordar que desde que Luisa puso un pie en esta casa, Fernando ya no fue el mismo, aunque quiera consolarme pensando que mañana, como dice Luisa, todo cambiará para Fernando. Y puede ser, no lo discuto. Por algo lo dirá y yo lo acepto, pero por ello no debo subordinarme a este alterador insomnio. Pero es cierto, todo lo que dije antes sobre las primeras visitas de Luisa acentuaron el distanciamiento de Fernando de mí. Bastaba un mínimo detalle en su maquillaje, algún nuevo gesto de ella, un cambio de peinado, para que Fernando no me dirigiera la palabra y se quedara embobado y mudo, estático en la silla, atento sólo a lo que decía Luisa. Absorto por cada centímetro visible de su cuerpo. Siempre lo mismo en cada encuentro, así era, lo que me empujó a evitar que Luisa viniera a charlar estando Fernando en casa. Pero al margen de este insomnio no puedo dejar de reconocer que Luisa me ha servido de mucho en estos últimos tiempos y Fernando se ha sentido desplazado, celoso. Todos los hombres se comportan de la misma manera. Siempre recurren a las mismas excusas y argumentos: primero ven la competencia de sus propios amigos, y cuando se convencen de que todo no es más que una morbosa fantasía, un pronunciado desequilibrio, nos atribuyen una enfermiza y posesiva relación con alguna amiga íntima. Yo no sé de qué se queja Fernando. Ahora, por ejemplo, él duerme a pata ancha, lejos de aquí, pensando o soñando con no sé quién, mientras yo doy vueltas y vueltas, empapado el cuerpo en sudor caliente y mis manos sin poder despegarse de mis muslos y esta puntada y todo en la cabeza, revuelto, inconexo, sin poder pegar un ojo y ya van tres horas desde que me acosté. No comprendo en Fernando ese brusco cambio de actitudes hacia mí. Menos si pienso que jamás dejé de atender la casa, tener lista su ropa preferida, ordenar su escritorio y respetar sus manías, todo para él, esa es la pura verdad, porque hasta lo he complacido en sus placeres más aburridos a cambio de nada para mí, eso también es justo decirlo. Los hombres son muy egoístas; Fernando es muy egoísta. Luisa siempre lo dice cuando me cepilla el cabello, lo recoge como a mí me gusta y no entiende cómo a Fernando le disgusta tanto que yo me peine así, es un capricho de chicos, dice Luisa, le aclaro que no, que Fernando detesta verme peinada así, y ella sonríe y ya no dice nada, parece como que no le importara el enojo de Fernando y me llena de elogios que a mí me hacen bien. Igualmente, reconozco que luego de hablar con Luisa, esta tarde, me he sacado un gran peso de encima; algo que noche tras noche me venía molestando en estos últimos meses. No como hoy, claro que no, ni punto de comparación, pero por algo tuve que recurrir a un médico para que me recetara pastillas para dormir. Ahora he puesto las manos juntas, muy cerca de mi vagina y siento un gran alivio. No lo había hecho nunca, es cierto. Por pudor, tal vez, o falta de necesidad. No tiene importancia. Lo bueno es que he mitigado este molesto sudor. Fernando se ha dado vuelta y murmurado algo al chocar contra mi cuerpo. No me muevo y él no se despierta. No se despertará. Y si se despertara, qué. No creo que ninguno de los dos, y menos a esta hora, tenga ganas de hacerse cargos de ninguna especie. No, yo nunca fui paranoica como Fernando, pero acepto que al comienzo la figura de Luisa, siempre seductora, movediza, insinuante, y la atracción particular que despertó en él desde que la conoció, me inquietaron. Nada fuera de lo común, por supuesto. Habrá sido que yo también de alguna manera la estaba conociendo. Eso, simplemente; algo muy frecuente en cualquier mujer. Luisa puede confundir hasta que uno la conoce bien. Parece que todo lo va a arrebatar, que ningún hombre es capaz de escapar de ella. La imagen, a primera vista, puede resultar la de una chica sin demasiados escrúpulos; sin moral ni ninguna clase de ética. Pero después es todo lo contrario. A mí, personalmente, muy pocas veces me ha hablado de hombres que le gusten. De su ex marido sí, a quien recuerda muy afectuosamente. Casi con respeto. Debe haber sido un gran tipo con ella. Un concertista de piano que eligió su carrera como su gran pasión, su único y excluyente amor. Ella dice que se apresuraron un poco cuando decidieron casarse. Que se querían, eso sí, dice Luisa y pierde la vista en un punto inexistente, pero enseguida se ocupa de aclarar que si lo piensa bien, ella estaba más enamorada de la música que interpretaba que de él mismo. Yo la entiendo. Una, hasta pasar los treinta años, no sabe qué le va a exigir a un hombre para que la vida sea vida, verdaderamente. Sí, no se me escapa que si Fernando se despertara y escuchara que digo exigir, arde Troya. Já jaaá, todos son iguales. Se espantan al primer reclamo de la mujer, y ellos, desde que se levantan hasta que se acuestan, no hacen otra cosa que exigir. Todo es administrativo para ellos. Que la casa, que la comida, que el dinero no alcanza, que su trabajo los necesita, que sí pero con el próximo aumento, que las vacaciones salieron muy caras, que no hay plata que alcance, que otro vestido más y así la economía se va al demonio, que para qué pagar una sirvienta si una está para eso. Claro, ellos salen de la casa a las ocho y regresan a las 20. Todos los días, exactamente, el mismo horario. Mientras tanto una se queda clavada entre cuatro paredes, con el supremo legado de que no se pudran los helechos, que la santa rita siempre tenga agua; caminar veinte cuadras buscando la carnicería más barata, cuidar de no planchar más de dos horas por día porque la factura de electricidad espanta, que el sol no le pegue a las ardidas cortinas marrones, que la cena esté servida a las 20:05, porque si no es así, ellos hacen arder Troya. No tienen vergüenza: todos los problemas son de nuestra exclusiva responsabilidad. Ellos, afuera, todo; en casa, nada. Hace quince años atrás, cuando nos conocimos, las cosas marcharon de otra manera. Al menos unos cuantos años nos vieron como algo cercano a una pareja. Compartíamos más lo bueno y lo malo. Adentro y afuera de la casa, esa es la verdad. Un insomnio, por ejemplo, hubiese sido motivo de una larga conversación en el living, un buen café doble y un par de dulces caricias que nos provocaran ganas de tocarnos más y más. Hoy, en cambio, en este preciso instante, podría gritar que se incendia la casa, que me tomé un litro de veneno para las ratas o me corté las venas, y Fernando puede seguir tranquilamente, inmutable, en el otro borde de la cama. Desde hace por lo menos nueve años ya no soy la misma mujer para Fernando. Algo que no he podido explicarme. No cambié demasiado y además me he cuidado de demostrarle que para mí él sigue siendo el hombre más interesante que conocí. Qué casualidad. A Fernando lo conocí hace diecisiete años en Flores, el día del cumpleaños de mi prima Estela. A Luisa la conocí hace diecisiete meses, en la Feria del Libro, mientras leía en un stand "Las chicas de Flores", de Oliverio Girondo. Como decía mi madre, en todas estas cuestiones la vida nos reserva una sabia compensación. Desde que entablé amistad con Luisa pude llenar muchos vacíos. No todos, por supuesto, pero sí algunos muy importantes. Retomar la lectura, ir al cine, por ejemplo, o volver a frecuentar dos veces por semana alguna confitería céntrica. No quiero parecer exagerada, pero desde que apareció Luisa, mi vida es otra. Nos vemos dos veces por semana, seguro, y cuando podemos, tres o cuatro veces. No lo digo ni por estar desvelada, ni por las sospechas y ese estúpido encandilamiento de Fernando, pero si él no hubiese insistido tanto, creo que aún no hubiese traído a Luisa a que conociera la casa. Ahora, desde aquí, en esta maraña de pensamientos, siento que perdí la intimidad de los primeros encuentros. Nada del otro mundo, lo acepto, pero sé que perdí algo absolutamente mío. Como si hubiese regalado parte de mi juventud o un oculto y secreto privilegio. Puede sonar a una gran estupidez dicha en una mala noche, pero yo lo siento así. Qué me importa. ¿Por qué digo todo esto en ves de tomarme una pastilla y dedicarme a dormir? Y bueno, porque si tuviera una respuesta adecuada ya estaría en el quinto sueño o me animaría a zamarrear a Fernando para que me vuelva a hacer sentir lo que fui hace quince años atrás. Además, lo de haber perdido intimidad con Luisa lo digo cada vez más convencida. En serio. Al menos hasta que Luisa apareció en casa, Fernando seguía con sus aburridas colecciones de estampillas, sus postales viejas, sus libros amarillentos y sus escapadas a los restaurantes macrobióticos para charlas con algún ejemplar digno de atención sobre las inutilidades que gusta apilar en su escritorio. Luisa me dice que lo deje en su mundo, que se lo respete. Así es mejor, me dice. Para Fernando, para mí y para ella, dice Luisa; que Fernando es incapaz de hacer algo malo o destructivo, insiste ella y yo ahora le creo. Pero antes no. Debería haber estado más atenta. En eso Luisa tiene razón. La primera sorpresa, o mejor dicho el primer indicio de cambio en Fernando sobrevino una noche, luego de que los tres cenáramos en El Toboso. Fernando parecía rejuvenecido. No tanto por el aspecto, no; su tono de voz, luego del café y durante el viaje de regreso a casa, era más jovial. Su estado de ánimo, más extrovertido que de costumbre, me sorprendió. Le iba a decir que había estado muy locuaz, que parecía otra persona y que eso me agradaba y me hacía bien. Eso quise decirle pero no le dije nada. "Creo que tenés que aprender de tu amiga Luisa. Vestirte de otra manera. Ese eterno traje gris y esas insulsas camisas blancas de seda, sin siquiera una puntilla o un escote, te suman años", me dijo esa noche mientras nos acostábamos. Que me soltara el cabello porque me quedaba mejor, más femenino, dijo cuando ya estaba en la cama. Después me besó como hacía años no me besaba. Estaba extraño, más suelto incluso físicamente. Confieso que nunca lo había visto así. Dijo que me iba a hacer el amor y que no apagaríamos la luz. Comenzó a sacarme la ropa con violencia y aunque me resistí, me soltó el cabello de un tirón. Yo, me acuerdo muy bien, no supe qué hacer ni cómo reaccionar. Estaba paralizada. Después le manifesté mi disgusto y quise levantarme de la cama y vestirme, pero él pegó su boca a mis tetas y bajó, lentamente, y ya no pude hacer nada. Me tranquilizó que no me penetrara. Me besó durante un largo rato con dulzura y yo puede gozar. Fue algo muy lindo porque no me sentí sometida ni dominada. Me acuerdo que cuando se lo conté a Luisa ella me comprendió perfectamente. Al otro día sucedió lo mismo. Tras gozar dos veces en menos de quince minutos, me pidió que me vistiera mientras él fumaba su pipa plácidamente desde la cama. Cuando terminé de hacerlo, Fernando lanzó una carcajada estentórea, ordinaria, desconocida en él. "Te das cuenta, parecés un hombre. El pelo recogido, siempre vestida de gris, las uñas cortadas al ras como si fueras un mecánico. No, así no. Pensá en Luisa. Eso tenés que hacer. Hasta con un jean es una perfecta mujer. No entiendo por qué escondés el cuerpo y usás esas horribles polleras que no dejan verse las piernas", me dijo saltando de la cama y encerrándose enseguida en su inmundo escritorio. La escena que acabo de recordar se repitió un par de veces hasta que me harté de sus insultos, sus humillaciones y su menosprecio. Luisa continuó viniendo a casa, pero la atención de Fernando hacia ella fue disminuyendo considerablemente. Seguía siendo amable con ella, le ofrecía café, le mostraba sus últimas adquisiciones en el campo de la filatelia, pero nada más. Cinco minutos y se retiraba para recluirse en su escritorio. Si lo pienso otra vez, me vienen ganas de vomitar. Es un hijo de puta, eso es lo que es. Un día apareció con una cámara fotográfica tipo profesional que se había comprado a crédito, y lo primero que hizo fue ofrecerle a Luisa sacarle unas fotos. Luisa, por supuesto, no se negó y hasta colaboró cuando él le pidió que cruzara las piernas para este lado, para el otro; que volcara más el cuello del pullover, que entreabriera los labios, bah, y todas esas estupideces que piden los hombres para que las mujeres aparezcamos, todas sin excepción, con cara de putas en las fotos. Esa tarde fue la otra oportunidad en la que no me sentí cómoda con Luisa en casa. Yo, en ella, jamás había notado ninguna actitud desmesuradamente seductora o buscona de los hombres ajenos, pero como decía una vieja amiga mía, a la cual el marido abandonó por una ambiciosa y viciosa chiquilina, cuando la histeria femenina se muestra ausente, hay que sospechar. Ahí sí que hay que sospechar. Por supuesto, no le dije nada a ninguno de los dos; primero porque estaba más molesta con Luisa que con Fernando, y segundo porque aunque uno pregunte, si hay algo, nunca dicen la verdad de lo que está pasando. Revisé, en cambio, el escritorio de Fernando, y salvo las porquerías habituales, no encontré nada. Qué estúpida. Ahora me causa gracia imaginarme en puntas de pie, cuidando de no desarreglar nada, buscando una inexistente carta de amor o alguna cita comprometedora, o pensar en la cara de asombro que puse aquel jueves en el que según Fernando tenía una reunión para la muestra filatélica mundial, que se iba a realizar en el Teatro San Martín, y vino a casa uno de los tipos de la comisión directiva preguntando por él e interesándose por su delicado estado de salud, que lo había mantenido alejado de las reuniones en el último mes. Por supuesto, pese a mi rol de mujer engañada, de tonta y todas esas cosas, no descubrí la mentira de Fernando y me lo saqué de encima diciendo que prácticamente Fernando se pasaba todo el día en el hospital porque eran muchos los análisis y otro tanto las radiografías y varios estudios más. Una mujer es una mujer, como dice siempre Luisa, y aunque engañada una guarda su dignidad ante otros hombres. Esa fue la sorpresa más chica del día. Las otras vinieron con el regreso de Fernando a casa. Como jamás había sucedido, llegó después de las tres de la madrugada y traía una gran caja forrada en papel afiche azul y un par de pequeños paquetes envueltos para regalo, con moñito y todo. Iba a desenmascararlo, cuando Fernando tomó la iniciativa: "Hoy es nuestro aniversario de casamiento", dijo con total naturalidad; con la impunidad que puede ofrecer decir lo que él dijo a las ocho de la mañana. Yo contuve mi indignación, miré lo que traía y no dije nada. Después, Fernando me invitó a pasar al dormitorio y desplegó sobre la cama todos los paquetes que había traído. Me besó en la frente, como si se fuese a despedir, se sentó en un costado de la cama y dejó que yo revisara los regalos. "Ahora, querida, quiero que todo esto te lo pongas para mí", dijo Fernando, sonriente. Salvo la blusa color rosa viejo, con delicados volados al final de los puños de las mangas y en el pronunciado escote (recuerdo que el primer botón estaba bajo la línea de los senos), todo era de un pésimo gusto. La bombacha calada negra, que las detesto, donde lo más ancho era el elástico, una pollera negra sumamente angosta y con un tajo que llegaba hasta el pubis, sin exagerar, y medias color hueso con pequeñas mosquitas, como esas que usan las cabareteras para que los señores gordos y tramposos como ellas les toquen en culo, les paguen la copa y la noche en algún hotel de lujo. Por más que me esforzara por entender qué se proponía Fernando, no supe qué decir. Luego, más tranquila, le dije que estaba completamente loco y revoleé todas esas porquerías contra el placard. "No te equivoques, a ver si todavía tenés que aceptar que la loca sos vos. Quiero, necesito por nuestra felicidad, que vuelvas a ser una mujer. Quiero desearte ¿me entendés?", insitía Fernando, recogiendo la ropa del piso. No le contesté nada y, como ahora, mientras aprieto con mi mano el vientre, me puse a pensar en Luisa. Desde su aparición, algo sustancial había cambiado en mí y en Fernando. Por primera vez en tanto años, extrañé sus reclusiones monacales en el escritorio y mi aburrimiento. Sentí un profundo temor y decidí, por ello, no revelarle que sabía que desde hacía un mes no asistía a las reuniones de los abúlicos filatelistas. Como el desorden que esta noche domina mi cabecita dolorida, durante muchos días no pude hilvanar un mínimo razonamiento que me tranquilizara o que al menos me explicara qué nos estaba pasando. Ante tantas desventajas, elegí que por un tiempo vería a Luisa fuera de casa. Si ella tenía que ver con tantos trastornos, las cosas se irían aclarando. Mi relación con Fernando siguió la pendiente insinuada poco después de conocer a Luisa, pero me llamó la atención que él no me hiciera notar su extrañeza por la ausencia de Luisa. Sólo se limitaba, cada tanto, a reclamarme "más femineidad" a cambio de un irreversible fracaso entre nosotros. Una tortura, realmente, sobre todo cuando llegaba la hora de irnos a la cama. Habrá sido por eso, aunque hoy no sepa a ciencia cierta el porqué, para uno de esos encuentros exclusivos con Luisa me puse la ropa que Fernando me había traído para nuestro aniversario de casamiento. Cuando Luisa me vio entrar en la confitería no pudo ocultar su disgusto. Prácticamente ni me habló. Intenté explicarle lo que yo misma no sabía explicarme, pero su enojo pareció decisivo. Junto a un punzante escalofrío, como esos que suelen sobrevenirnos arriba de un colectivo por temor a indisponernos ahí, imprevistamente, sin ninguna defensa, pensé que ya no podríamos vernos nunca más. "Yo soy Luisa y Fernando es Fernando. Nunca pierdas de vista eso", dijo, y me dejó plantada. La llamé un par de veces por teléfono y cuando reconocía mi voz, sin decirme ni adiós, cortaba. Como lo venía haciendo últimamente, otro jueves Fernando llegó a casa en horas de la madrugada. También, como la noche del aniversario de bodas, otra vez traía una gran caja y otros paquetes pequeños. Dejó todo sobre la cama, se tiró a un costado evidenciando un profundo cansancio, y dijo mirando al cielorraso: "Te pido un último esfuerzo. Yo, aún, por quererte como te quiero, no he recurrido a nadie de afuera." Fui al baño, preguntándome en silencio de qué manera podría quererme, y me vestí. Cuando salí, Fernando estaba desnudo, boca abajo sobre la cama, sosteniendo abstraído unas pequeñas cajitas de colores que no pude identificar. Me acerqué, sintiéndome ridícula y avergonzada, pero él al verme mostró una gran satisfacción. Como alguna vez supe percibir en un perdido gesto de Luisa, la satisfacción de Fernando no podía ocultar sus rasgos perversos. Se apoyó sobre el respaldo de la cama, abrió una de las cajitas y me pidió que me acercara a la luz del velador. Lo hice, temblando. Me pintó los labios de un rojo rabioso y me pidió después que me sacara los zapatos. Hizo un gesto que no comprendí y con un esmalte del mismo tono que el rouge comenzó a pintarme las uñas de los pies. "Así está bien", me dijo, y metió una mano bajo mi pollera. Me incomodé cuando me descubrí en el espejo, pero él no dejó de moverme. Desabrochó lentamente la blusa, en una prolija y estudiada ceremonia, y me besó largamente el cuello, mientras su mano subía hasta mi cintura y bajaba la bombacha. Dura, tiesa, observé que sudaba y jadeaba como si ya estuviera en el orgasmo. Enseguida se subió sobre mí y me frotó su sexo contra el vientre. Yo dije que aceptaba así, como aquella noche, sin penetración, ni luz ni espejo. Pero Fernando no me escuchó. Siguió subiendo hasta poner su pene a la altura de mi boca. En diecisiete años Fernando jamás me había pedido eso. Tuve ganas de vomitar, de escupirlo y morderlo para que no volviera a pedirme lo mismo, pero no le importó. Abrí la boca y Fernando se mostró satisfecho. Nada le importaron mis súplicas y mis gritos parecieron cebarlo más y más. Después se aferró con brutalidad a mis pechos y me penetró sin despegar sus ojos de las medias con pequeñas mosquitas, como las que usan las cabareteras baratas y mugrientas como los que disfrutan de sus servicios. Como hoy, esa noche, después de padecer las aberraciones a que me sometió Fernando, no pude pegar un ojo. Necesitaba a alguien que me escuchara y comprendiera. Contradiciendo el pesimismo que sentí cuando discaba, Luisa me atendió. Apenas le dije hola se disculpó por el exagerado enojo y me pidió que fuese a visitarla esa misma tarde Que así todo volvería a ser como antes entre nosotras dos. Me cambié y una hora más tarde estábamos juntas comiendo masas secas y bebiendo un delicioso té chino de jazmines. Sin demasiados detalles ni aclaraciones, le conté lo sucedido entre Fernando y yo la noche anterior. Al margen de lo austero de mi relato, pensé que Luisa se sorprendería, que acusaría a Fernando de sexópata o alguna patología apropiada, pero apenas elevó sus cejas diciéndome que era previsible. Enseguida, para tranquilizarme, cobijó mis manos entre las suyas y alabó mi nuevo trajecito gris y lo impecable de mi último peinado. Un nuevo té y me sentí mucho más distendida y acompañada. Le conté entonces lo de las mentiras de Fernando y su ausencia de las reuniones de los filatelistas, todos los jueves. "Dejalo --me dijo--. Ni le menciones que lo sabés. Así es mejor para nosotras. ¿Se entiende?" Su respuesta y su pasmosa indiferencia me volvieron a inquietar. Claro, ahora, desde este maldito insomnio, por mañana claro -no tengo otros motivos a mano- me doy cuenta de qué podía importarle a ella dónde había estado Fernando hasta las tres de la madrugada. Soy yo su mujer y no ella. Recuerdo que al notarme tensa, me acarició suavemente el cuello, de una manera desconocida para mí pero sumamente agradable, y detuvo unos segundos su mano en mis labios. Pese a mi satisfacción, buscando cualquier excusa, en este momento no recuerdo, caminé hasta el ventanal que da a la calle Humboldt. Contra lo que había sentido el día que la conocí leyendo a Girondo, esta vez me sentí lejos de Luisa. Sus palabras y sus consejos, por decirlo de alguna manera, me inspiraban desconfianza o, al menos, algo muy distinto a las charlas que meses atrás habíamos mantenido juntas. Luisa se acercó con aplomo hasta el ventanal y me abrazó, sorpresivamente, por detrás. Mi reacción le provocó una risa muy parecida a la que Fernando había lanzado días antes en casa, sobre la cama, frente al insultante espejo. Como acaba de hacer Fernando ahora, ignorándome, desconociéndome cualquier necesidad, me corrí, buscando no ser demasiado brusca con Luisa. Volví a sentarme. "Entiendo que estés preocupada por Fernando y sus prolongadas y repetidas ausencias, pero quiero que te tranquilices. De eso me he ocupado yo." Un cosquilleo como de calambre se apodera de mí como se apoderó de mí en aquel momento al escuchar las palabras de Luisa. Son solamente unos segundos. Como un vahído, fracciones de segundos que parecen siglos. Casi tan incómoda como cuando Fernando introdujo su sexo en mi boca, bajé la cabeza como la bajo ahora; no quise verle la cara a Luisa como ahora me niego frente a Fernando y me puse a llorar como lloro ahora. Luisa, con la suavidad que la caracteriza, algo inalterable en ella, tomó nuevamente mis manos entre las suyas y así nos quedamos un buen rato. Yo la sentí inmunda, traidora y tan vulgar como la ropa que me había obligado a ponerme Fernando. "No te equivoques, querida --me dijo Luisa, dulce y suficiente--. Que yo me haya ocupado de Fernando no quiere decir que fui capaz de ensuciar nuestra bella relación. Reconozco que cuando Fernando vino a casa por primera vez, creí que quería de mí algo más de lo que realmente vino a buscar. Charlé, como correspondía, y lo observé detenidamente. Y fue necesario hacerlo para entender que sólo buscaba una escenografía más apropiada para desarrollar su enfermedad. Por eso lo dejé, y si no te lo dije antes, fue porque por nada del mundo me hubiese perdonado hacerte algún daño injustificado y prematuro. Aunque el daño fuese insignificante. Esa ropa que a vos te pareció tan horrible la elegí yo, personalmente. Te pido mil disculpas si por eso sufriste, pero era necesario hacerlo. De lo contrario, vos sabés muy bien que nada ni nadie me podría convencer de lo contrario. Simplemente, querida, había que hacerlo." Soltándome la mano, después, me contó que todos los jueves, sin falta, Fernando iba a su casa y le mostraba sus álbumes de estampillas. Por pedido expreso de Fernando, ella debía comportarse como si fuesen amantes. Vestirse especialmente para él, desplegar sus encantos y ademanes más femeninos y dejarse tomar desnuda algunas fotos. Nunca fue más allá de eso, dijo Luisa, jurándomelo por nuestra bella amistad. "Sé, fehacientemente, que Fernando ama una imagen que no es la tuya. Que hoy puede estar encarnada en mi cuerpo, pero nada más. Es incapaz, por otra parte, de ponerme una mano encima. Me necesita, eso sí, para copiar un modelo que luego transferirá a tu figura. Yo llegué a desnudarme frente a él y no hubo ni un mínimo atisbo de deseo. Al menos carnal. Sólo quería ver para pedirle luego eso a vos, querida. Yo misma le facilité el esmalte de uñas y le dije qué cosas y de qué manera tenía que pedirte o hacerte en la cama. Sí, por supuesto que en ningún momento perdí de vista que todo eso sería rechazado por vos, porque sé perfectamente qué no cosas querés de Fernando ni de ningún hombre", dijo Luisa, besándome para olvidar toda esta pesadilla. A manera de agradecimiento, la abracé fuerte y la habitación se llenó de un calor asfixiante. La solté, por ese asfixiante calor, y volví al ventanal.
Para salir de este malestar tendría que levantarme y llegar hasta la ventana. Cuando miro el cielo suelo calmarme. Una terapia y un juego que practico desde que era chica. También, como suelo hacer cuando estoy tensa y angustiada, podría darme una buena ducha caliente. Quedarme quince o veinte minutos con la lluvia pegándome en la espalda y en la nuca, un gran alivio, sí, y una buena manera de evitar este sudor que empapa mis muslos y que adhiere insoportablemente la bombacha a mi cuerpo, pegajosamente, así es como me siento. Ocuparme de mí, ése es el asunto, para no caer en la trampa de creer que nada ha pasado entre Fernando y yo. No volveré a cometer el error que cometí esta tarde, cuando regresé de la casa de Luisa soñando con no sé qué aventura y en casa todo seguía igual. Un miércoles como tantos otros. Yo preparando la cena y Fernando en su escritorio. Según me comentó al llegar, había descubierto en una vieja librería de la Avenida de Mayo al ochocientos una colección de postales antiquísimas firmadas por un tal Bezchinsky. Un fotógrafo de época o algo así, según le entendí. Fernando prácticamente ni se dio cuenta de mi nuevo trajecito, lo que de alguna manera significó un alivio para mí. Lo que había dicho Luisa estaba muy cerca de la verdad, aunque yo, movida por prejuicios se me ocurre ahora, fantaseaba con poder verlo como antes, cuando todo nos unía y este tiempo, en Fernando y en mí, estas cosas, no existían. En el dormitorio, Fernando siguió con sus antigüedades mientras yo me desnudaba frente a sus ojos fijos y ausentes. Desde el piso de arriba se podía escuchar con nítida claridad la noche de amor que estaba pasando nuestras vecinos. Fernando se mostró disgustado por algunos ruidos y apagó enseguida la luz. Ya en la oscuridad, me pidió que le dijera cosas. "Amor", le dije, y no contestó nada. "Vida", fingí no entiendo por qué, lo dije sin sentirlo, y Fernando sacudió la cabeza como lo está haciendo ahora, molesto y disgustado desde algún oscuro laberinto del sueño. Sabía que deseaba escuchar algo diferente. Algo similar a lo que le estaría diciendo la culona del piso de arriba a su hombre. A mí no me engaña, pero por nada del mundo se lo iba a decir. Esas cochinadas que suelen pedir los hombres sólo sirven para que poco después, ellos mismo, se avergüencen de nosotras. "Mi vida", repetí, recordando la expresión de Luisa horas antes en su casa, junto al ventanal. "Corazón." "Te amo." "Sos mi vida." "Corazón." "Dulce." "Para siempre." "Te amo." Después, no le dije nada más. Fernando ya dormía muy lejos de mi cuerpo que vuelve a sudar tras un leve temblor, seguramente al mover mis manos, suavemente, reconociendo mis muslos, qué tontería, y volver a invocar la cara de Luisa junto al ventanal pidiéndome que tuviera calma, que los hombres nunca quieren reconocer sus fracasos frente a una mujer, son todos iguales pontificaba Luisa apretando mis manos y haciendo sudar mi cuerpo mucho más de lo que suda ahora, de una manera distinta y desconocida, y yo queriendo apartar mis manos también húmedas y olorosas y Luisa como si su cuerpo estuviese aquí, vibrando, en el lugar de Fernando. He soportado mucha cosas. La muerte de un hermano, sin ir más lejos, la parálisis de toda una generación y la hecatombe de esta gran ciudad convertida en un tacho de basura, de desperdicios vivientes. Sí, todo eso he soportado y comprendido en silencio. Todo, menos este cambio en mi cuerpo. De alguna manera he permanecido intacta; reconociendo algunas mutaciones, las inevitables claro, pero nada más, o descubriendo, por ejemplo, que muchas veces es lo que cambia en una lo que hace seguir siendo la misma. La sombra de Luisa, en este instante donde el cuerpo de Fernando es un bulto informe y muerto, se proyecta sobre el vidrio de la ventana. Puedo verla acercándose a la cama mientras deja caer al piso su ajustada pollera negra. Su blusa rosa pálido ha quedado sobre la silla y yo giro, mordiendo la almohada, para no ver el resto. Por esa imagen, ya diluida, me vuelvo a inquietar, ya ni escucho la respiración de Fernando, que ha movido su cuerpo hacia el otro lado. Me molesta este sudor y tener que afrontar un nuevo día, aceptando que como todos los jueves, Fernando salga del trabajo y visite clandestinamente a mi querida amiga Luisa. Pero debo tranquilizarme, controlar esta angustia y confiar en ella. En el fondo, y pese a lo que sospeché al comienzo, Luisa ha hecho mucho por mí. Mañana, sin ir más lejos, con su generoso ofrecimiento para poner las cosas en su lugar, se vestirá de gris, hará un esfuerzo , cambiará sus escotadas y ceñidas remeras por mi camisa blanca; recogerá su pelo para sorpresa de Fernando que no atinará a decir nada, yo lo conozco, y se zambullirá en el ascensor para volver a sus reuniones, a sus colecciones de viejas postales; a encerrarse en el escritorio para valuar estampillas, como aseguró Luisa: dejará de interferir y ya no podrá pedirnos nada.
* Jorge Manzur nació en Luján, provincia de Buenos Aires, Argentina, en 1949. Ha compuesto e interpretado música y trabajado también como periodista. Ha publicado poesía ( Poemas libres para la patria joven , 1972), colecciones de cuentos ( Riesgos nocturnos, 1977; Bajo palabra, 1980; Serie Negra, 1988; Función privada, 1992), un recopilación de crónicas periodísticas ( Tapen al Minotauro que hay niños , 1988) y novelas ( Tinta roja, 1981; Crónica de amor, de locura y de muerte, 1986; El simulador, 1990). Este cuento pertenece a la colección de relatos Tratos inútiles, 1984 (Editorial Legasa, Buenos Aires).