Apuntes: Otras plumas (19)

Jean Cocteau y dos escenas de su mítico Libro Blanco

*El libro blanco

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por Jean Cocteau.

Enjabonarse se transformaba en caricia. Y de pronto, sus ojos se iban del mundo, llevaban la cabeza hacia atrás y sus cuerpos escupían como animales furiosos.

S iempre he amado al sexo fuerte, y pienso que es legítimo llamarlo el bello sexo. Mis desgracias provienen de una sociedad que condena lo raro como un crimen y que nos obliga a cambiar nuestras inclinaciones.

Tres hechos decisivos me vienen a la memoria.

Una mañana de agosto, en el parque, yo jugaba a los cazadores con una escopeta cargada de cartuchos. Agazapado tras un seto, aguardaba con ansiedad la aparición de algún animal cuando vi de repente, desde mi escondite, a un muchacho de la granja que llevaba un caballo de labranza para bañarlo. Como tenía intensión de meterse también él en el agua y sabía que nadie se aventuraba hasta el final del parque, el muchacho iba desnudo sobre el caballo, que resopló al pasar a unos cuantos metros de mí. En contraste con las partes blancas de su piel, el tono bronceado de su rostro, de su cuello, de sus brazos, de sus pies, me recordaba el color de las castañas brotando de sus vainas. Pero esas zonas oscuras no eran las únicas. Otra mancha, en medio de la cual un enigma resaltaba hasta en sus menores detalles, atrajo mi mirada.

Me retumbaron los oídos. Mi rostro enrojeció. Flaquearon mis piernas. Mi corazón latía como el de un asesino. Sin darme cuenta, perdí el conocimiento, y no me encontraron hasta pasadas cuatro horas de búsqueda. Ya en pie, tuve la intuición de que no debía revelar el motivo de mi desmayo, y conté, a riesgo de parecer ridículo, que una liebre me había asustado al salir repentinamente de un matorral.

La segunda vez fue al año siguiente. Mi padre había permitido a unos gitanos acampar en el mismo sitio del parque donde yo había perdido el conocimiento. Estaba paseando con mi niñera. De pronto me tomó de la mano y me arrastró con ella, mientras me prohibía a gritos que mirase hacia atrás. Hacia un calor sofocante. Dos gitanillos desnudos subían a los árboles. Gracias a mi desobediencia, aquel espectáculo que horrorizaba a mi niñera se grabó en mi memoria como un cuadro inolvidable. Aunque transcurriesen cientos de años recordaría, enmarcados por aquel grito y aquella carrera, las imágenes de una caravana, una mujer que acunaba a un recién nacido, un fuego humeante, un caballo blanco que pastaba y dos cuerpos de bronce, sombreados de negro en tres lugares, que trepaban a los árboles.

La última vez se trataba, si no me equivoco, de un joven sirviente llamado Gustave. En la mesa le costaba contener la risa. Esa risa me encantaba. De tanto dar vueltas en mi cabeza a los recuerdos del muchacho de la granja y de los gitanos, llegué a sentir el deseo intenso de tocar con la mano lo que mis ojos habían visto...


H astiado ya de aventuras sentimentales, incapaz casi de reaccionar, arrastraba las piernas y el alma. Buscaba el consuelo de una atmósfera clandestina. La encontré en unos baños públicos. Me evocaban al Satiricón , con sus pequeñas celdas y su patio central, su sala baja adornada con divanes turcos en los que unos jóvenes jugaban ruidosamente a las cartas.

A una señal del dueño, los efebos se levantaban y se alineaban contra la pared. El dueño les tentaba los bíceps, les palpaba los muslos, desempaquetaba sus encantos más íntimos y los vendía, al igual que un comerciante lo hace con su mercancía.

La clientela estaba segura de sus gustos y era discreta, decidía con rapidez. Yo debía resultar un enigma para aquella juventud acostumbrada a las exigencias precisas. Me miraban sin comprender; sucede que yo prefiero la plática a los actos.

El corazón y los sentidos forman en mí una mezcla tal que me parece difícil comprometer a uno o a los otros, sin que la parte dejada de lado se comprometa también.

Es eso lo que me empuja a cruzar los límites de la amistad y al mismo tiempo me hace temer un contacto sumario, en el que corro siempre el riesgo inquietante de atrapar el mal de amor.

Terminaba por envidiar a aquellos que, al no sufrir por la belleza ni siquiera vagamente, saben lo que quieren, perfeccionan insistentemente un vicio, pagan por él y se satisfacen.

Uno ordenaba que lo insultaran, otro que lo cargaran de cadenas; y algún otro (un moralista, esta vez) sólo obtenía placer con el espectáculo de un hércules que mataba a una rata con un alfiler calentado al rojo vivo.

¡A cuántos de estos sabios que conocen la receta exacta de su placer, y cuya existencia se ha simplificado, porque se pagan en fecha y a precio fijo una honesta, una burguesa complicación, no habré visto desfilar! La mayoría de ellos eran ricos industriales que venían del norte a liberar sus sentidos, y después regresaban a unirse con su mujer y con sus hijos.

Finalmente, espacié mis visitas. Mi presencia allí comenzaba a volverse sospechosa. Francia no soporta muy bien un papel que no sea de una sola pieza. El avaro debe siempre ser avaro; el celoso, siempre celoso. En eso estriba, según parece, el éxito de Molière. El dueño comenzó a pensar que era yo de la policía. Me dio a entender que se era cliente o sino, mercancía. No se podían combinar las dos cosas.

Esta advertencia sacudió mi abulia y me obligó a romper con costumbres indignas, a las que se añadía el recuerdo de Alfredo, que flotaba sobre los rostros de todos los jóvenes panaderos, carniceros, ciclistas, telegrafistas, zuavos, marineros, acróbatas y demás travestis profesionales.

Una de las únicas cosas que ahora echo de menos es el espejo transparente.

Se instala uno en una cabina oscura y abre un postigo. Ese postigo descubre una malla metálica a través de la cual la mirada abarca una pequeña sala de baño. Del otro lado, la malla era un espejo tan reflectante y tan liso que era imposible adivinar que estaba llena de miradas.

Mediante el pago de cierta cantidad solía pasar ahí los domingos. De los doce espejos de las doce salas de baño, ése era el único de este tipo. El dueño lo había pagado muy caro y mandado traer desde Alemania. Su personal desconocía tal observatorio. La juventud obrera servía de espectáculo.

Seguían todos casi el mismo programa. Se desvestían y colgaban con cuidado los trajes nuevos. Desendomingados, podía adivinar sus empleos por sus encantadoras deformaciones profesionales. De pie en la bañera, se miraban (me miraban) y empezaban con una mueca parisina que deja al descubierto las encías. Después se frotaban un hombro; sacaban espuma de la pastilla de jabón. Enjabonarse se transformaba en caricia. Y de pronto, sus ojos se iban del mundo, llevaban la cabeza hacia atrás y sus cuerpos escupían como animales furiosos.

Unos, extenuados, se dejaban fundir en el agua humeante; otros volvían a empezar la maniobra. Se reconocía a los más jóvenes por su manera de salir de la bañera con una gran zancada para limpiar la savia que su tallo ciego había lanzado atolondradamente hacia el amor, sobre los mosaicos.

Una vez, un Narciso que se gustaba acercó la boca al espejo, la pegó en él y llevó la aventura consigo mismo hasta el final. Invisible, como los dioses griegos, apoyé mis labios contra los suyos e imité sus gestos. Él nunca supo que en vez de reflejarlo, el espejo actuaba, que estaba vivo y que lo había amado...


  • estos dos fragmentos transcriptos pertenecen a la obra "El Libro Blanco" de Jean Cocteau (francés, 1889-1963): autor también de poemas surrealistas, novelas ( "Los niños terribles", "Opio" ) y obras teatrales ( "Antígona", "Orfeo" ); dibujante y pintor, tomó parte en diversos movimientos vanguardistas.