Apuntes: Otras plumas (17)
Las memorias de Terenci Moix, revisitando la sala de un cine de Barcelona, a fines de los 50s.
El cine Cervantes
por Terenci Moix *
E l cine Cervantes no existe hoy. Sobre sus ruinas se instalaron hace tiempo una ruidosa discoteca y una sala de fiestas, que también desapareció. Sobre las ruinas del recuerdo, irrumpe una ventolera de deseo que la protomemoria no tenía prevista. Fue una tarde memorable porque durante la gran escena de celos entre Aida y Amneris sentí el contacto de una mano deslizándose sobre mi pierna. Al punto me estremecí.
No recuerdo en toda mi vida caricia tan cálida ni ardor tan intenso. Sin duda era una mano muy experta. Iba ascendiendo por el muslo. Contuve la respiración. La mano seguía avanzando. Suavidad y lentitud. Diríase que disponía de todo el tiempo del mundo. Sentí que era éste el que transcurría. Tiempo eterno. Inagotable. Instantes dilatados. La mano llegó a la bragueta. Desabrochó un botón, luego otro. Un dedo empezó a hacerme cosquillas en el eslip. Me iba quemando. Frotaba. Aceleraba. Descansó unos segundos. Celeridad de nuevo. Disminución. Yo era incapaz de mover un solo músculo. Ni siquiera me atrevía a mirar de soslayo. Mantenía la mirada fija en la pantalla. El placer se me iba acumulando en la garganta de modo tan imprevisto que lo confundí con el llanto. O era una necesidad urgente de llorar. También una intensa opresión, un agarrotamiento, una voluntad de echar a correr, de liberarme y al mismo tiempo de sucumbir. Lo que fuese, lo que fuese, pero al menos una acción, algo que no me dejase en aquel enervante inmovilismo, prisionero de una voluntad ajena. Porque durante años me había acostumbrado a procurarme yo mismo el placer y, de pronto, mi placer estaba en otras manos. O cuanto menos en una, a la que el recuerdo no deja de considerar caritativa.
Amneris acababa de sonsacar a Aida su secreto de amor cuando me sentí mojado, al mismo tiempo que una voz muy queda susurraba: "Sobre todo no grites, criatura." Y yo apreté los dientes hasta hacerlos chirriar, cerré los ojos con violencia y, al abrirlos, ya entraban en Menfis los primeros soldados de Radamés, victoriosos de la campaña de Nubia.
Ignoro cuánto tiempo transcurrió hasta que la mano se apartó; no bien lo hizo me levanté de golpe y salí precipitadamente de la fila. Puedo deducir que seguían sonando las trompetas triunfales del ejército egipcio o acaso los arabescos del ballet, pero no me concedí la ocasión de volverme para comprobarlo. Bajé corriendo las escaleras del gallinero y, al llegar al vestíbulo, me detuve, jadeante, todavía ansioso, dominado por aquel pintoresco deseo de llorar. Entonces sentí que alguien jadeaba también a mis espaldas y, al volverme, descubrí a un individuo calvo, poco agraciado, que sonreía mientras se acariciaba sus partes. Parecía convidarme a un ágape mayor y más extenso, pero yo acababa de abandonar mi estado de complacencia para adentrarme en un océano de terrores. No pude soportar por más tiempo la situación. Aferré con todas mis fuerzas el libro que siempre llevaba conmigo y eché a correr por el Paseo de San Juan, sin mirar atrás, tanto temía que el hombre optase por seguirme.
Aquella noche me acaricié como lo hiciera la mano del Cervantes, intentando imitar su ritmo maestro, mientras visionaba mi cabalgata de espectros preferidos. Buscándolos en mi imaginación continué restregándome, como hacían los cerditos en el corral de Nonaspe. Y más adelante encontré divertido contar que la primera vez que me metieron mano fue en un cine con nombre de escritor manco.
- fragmento del libro "El beso de Peter Pan" (1993), segundo volumen de memorias de Terenci Moix (Barcelona, 1942). El autor ha publicado también las novelas "Amami, Alfredo!" ; "El día que murió Marilyn" ; "No digas que fue un sueño" ; "El sueño de Alejandría" ; "Garras de astracán" y "El sexo de los ángeles" , entre otras obras.