Apuesta Perdida (9)

Virginia pone en marcha su pérfido plan para humillar a Aldana frente a sus propias amigas y vecinas.

Aldana y yo permanecimos de rodillas en el piso y con las manos atrás mientras ellos se dedicaban a terminar de comer y a seguir tramando diabólicos planes (los cuales, en la gran mayoría de los casos, surgían de la enferma mente de ella).  Cuando terminaron, Virginia ordenó a mi esposa levantar la mesa, cosa que Aldana hizo presta.  Yo me mantuve en mi lugar pues nada me había sido ordenado.

“Cecilia Alonso, Tamara Neri, Tamara Rosales… - seguía enumerando Virginia -… Carola Bianchi, Marina Ibarguren…”

Aldana estaba blanca mientras escuchaba los nombres.  Algunas de las que estaba nombrando habían sido compañeras de secundaria, otras eran vecinas del barrio con las cuales no tenía ella más relación que un “hola”, un “chau” o poco más que eso y que, de hecho, siempre habían sido de ésas que miraban con recelo a Aldana por considerarla como una agrandada, una cheta despreciativa, etc.  La mayor parte de esas acusaciones, puedo dar fe, estaban más en las paranoicas mentes de ellas que en la realidad: mi esposa jamás había despreciado a nadie pero, claro, sus bondades físicas y su ángel le habían abierto muchas puertas.  Dicen que la belleza y la juventud se envidian: el caso de Aldana era un perfecto ejemplo.   El nerviosismo que se apoderaba de mi esposa se hizo evidente cuando la bandeja casi se le cayó estando a pocos centímetros de Virginia y recogiendo ,justamente, los cubiertos que ella acababa de utilizar.  La malvada mujer le dirigió una severa mirada y le cruzó la cara de una bofetada:

“¿Qué hacés, estúpida?” – le reprendió.

“Perdón… Señora” – se disculpó Aldana mientras acomodaba nuevamente sobre la bandeja las cosas que habían estado a punto de caerse.  Se dirigió luego hacia la cocina, mientras Eduardo le contemplaba su hermoso trasero al caminar.

“En cuanto vuelva le hago el culo de nuevo – sentenció, aún con la vista clavada en sus nalgas -. Con tu permiso, claro, jeje…”

“A propósito… - le interrumpió Virginia - ¿A qué hora quedaste con el contador?”

“Entre cuatro y cuatro y media”

“Bien.  Eso nos da algún margen de tiempo.  De unas dos horitas disponemos…”

“¿Para hacerle el culo?” – preguntó Eduardo, divertido.

“No, tonto… jaja… - festejó Virginia -.  Es que… me gustaría hacer unas compras antes y sería bueno que nos acompañaras porque tenemos que traer unas cuantas cosas…”

“Está bien, acordó él.  El 307 sigue estacionado en la puerta.  Si quieren puedo llevarlas y…”

“No – le interrumpió ella –, prefiero ir en la kangoo”

La kangoo, desde ya, era nuestra… o por lo menos, hasta el día anterior lo había sido.

“Pero eso no es todo… - siguió ella -.  Son unas cuantas cosas las que hacen falta.  Hay que comprar alcohol, bebidas, algo para agasajar a las visitas de hoy o a las que haya mañana o pasado… -  me sentía morir una vez más; la muy yegua sabía que yo estaba escuchando – además de algunas ropitas más adecuadas para nuestras sirvientas y… en fin, algunos juguetitos y cosas para divertirnos con ellos.  Para eso hace falta plata…”

Yo entendí rápidamente hacia dónde apuntaba la alusión hecha por Virginia.  Eduardo también, pues me miró:

“¿En dónde hay plata, Rodolfita?” – me preguntó.

De inmediato recordé los posibles escondrijos del dinero en casa.  Eran dos básicamente: uno estaba ubicado al fondo de uno de los cajones del placard, en la habitación, pero allí estaba el monto menos importante; había una cantidad más suculenta escondida arriba del ventilador de techo del comedor en que nos hallábamos.  Todo el resto en el banco.

“En la habitación, Señor – contesté -.  En el placard”

“Andá a buscarlo” – me ordenó.

Así que, a cuatro patas, me dirigí hacia la habitación.  Temía que, siendo todo lo perceptiva que demostraba ser Virginia a cada instante, se hubiera dado cuenta de que yo no había dicho toda la verdad.  A juzgar por lo sereno que mantuvo el talante, no dio esa impresión.  Cuando entré una vez más a nuestra habitación, me encontré con las sábanas prolijamente dispuestas y la pieza luciendo como si allí nunca hubiera pasado nada.  Reconocí el estilo de Aldana en la pulcritud y la prolijidad con que hacía su trabajo, lo cual denotaba claramente que la habían obligado a poner la habitación en condiciones apenas se levantaron.  Mientras abría las puertas del placard y luego el cajón correspondiente, llegaron a mis oídos las voces desde el comedor.

“Esclava Aldana – decía Virginia -. ¿En dónde hay dinero?”

Fue como si me hubieran dado un latigazo.  El terror se apoderó de mí.  Aldana estaba de vuelta en el comedor y ahora era interpelada acerca del asunto del dinero.  Si realmente decía toda la verdad y caían ellos en la cuenta de que yo les había ocultado buena parte de ella, eso sería mi perdición.

“En el placard del dormitorio, Señora” – contestó ella.  Respiré aliviado.

“¿En dónde más?” – volvió a la carga Virginia.

Otra vez me sentí como si recibiera un latigazo.  ¿Sería capaz Aldana de guardar el secreto?   Siendo tan honesta como generalmente se había comportado siempre en su vida, mal podía esperarse que lo hiciera… pero quizás su cerebro trabajara rápido y entendiera la necesidad de mantener la boca cerrada.  Me ilusioné porque por un momento no escuché brotar palabra de sus labios.

“Eso, Aldana… así – decía yo, por lo bajo y hablando más para mí mismo que para ella que no podía jamás oírme -.  No les digas nada del ventilador… Deciles que no hay más…”

“¿Dónde más?” – insistió, terca, Virginia.

Un nuevo instante de silencio se produjo, pero finalmente mi esposa habló:

“Arriba del ventilador – explicó -.  En un sobre pegado con cinta adhesiva”

Me desmoroné sobre el parquet del dormitorio.  Ahora sí que estaba perdido.  Ellos sabían que les había ocultado buena parte de la verdad y difícil era creer que no me lo harían pagar.  Tomé, de todas formas, el dinero que había en el cajón del placard y volví presuroso, aunque blanco de miedo, al comedor.  Virginia me miraba sonriente, en tanto que Eduardo, trepado a la mesa, investigaba con su mano por entre las aspas del ventilador, al cual habían detenido deliberadamente.

“Acá está” – dijo triunfal y su mano emergió de la parte alta del ventilador portando el sobre de papel madera que guardaba lo más grueso de los ahorros que no teníamos en el banco.

Yo llegué ante la mesa y quedé de rodillas ofreciendo el dinero que traía.  Virginia me lo arrancó prácticamente de las manos, en tanto que Eduardo, luego de depositar con fastidio en la mesa  el sobre hallado, se comenzó a quitar el cinto del pantalón y temí lo que venía.  De un salto bajó al suelo, me propinó un cachetazo y luego me tomó por los cabellos arrastrándome hacia el patio.  Me llevó hasta la barandilla de la escalinata que bajaba hacia la pileta y me hizo echar con el vientre sobre ella.  Esa posición ya era suficiente para que mi cola quedara descubierta pero no conforme con ello me bajó la bombacha.  Empezó a golpearme con el cinto sin piedad, ordenándome que contara cada golpe…

Así lo hice… Sufriendo por el dolor de cada nuevo impacto sobre mi cola, eché una mirada hacia mi casa y vi en la puerta a Virginia, de pie y orgullosa junto a Aldana, arrodillada y sumisa.  Lo más posible era que el Ama hubiera decidido sacar a su perra para que viera qué le pasaba a aquellos que no decían toda la verdad a sus dueños.

“Esto va a ser para que aprendas a no mentirnos” – repetía Eduardo, entre dientes y lleno de saña, mordiendo prácticamente las palabras – Van a ser treinta golpes esta vez… ¡y el doble la próxima!  ¡Puto mentiroso! ¡Contá! ¡Vamos, pedazo de mierda!”

El cinturón seguía restallando en mis nalgas y  te puedo asegurar, amigo lector, que el dolor era insufrible.  Yo no paraba de contar de todas formas, pero no sabía hacia dónde dirigir la mirada o qué hacer para escapar del tormento de alguna forma.  Fue en una de las oportunidades en las que giré la cabeza cuando me encontré otra vez con el maldito hijo de los Mazri y su hermana, ambos observándome desde allá en lo alto… Y hasta estuve seguro de ver a alguien más, un poco por detrás y algo oculto detrás del ventanal, pero no pude precisar de quién se trataba.  La vergonzosa conmoción fue tanta que perdí la cuenta… y Eduardo recrudeció su ataque.

“¡Empezá otra vez! – ordenó, enérgico, mientras aumentaba la fuerza de su brazo sobre el cinto que caía impiadosamente sobre mis nalgas.

Cuando finalmente terminó el suplicio, mi cola, como no podía ser de otra forma, me dolía horrores.  Pero creo que no tanto como mi dignidad a la cual cada vez que consideraba al máximo mancillada, veía caer en un pozo aun más profundo de aberrante denigración.   Eduardo echó a caminar nuevamente en dirección a la casa al tiempo que se colocaba otra vez el cinturón.  Me ordenó seguirle y así lo hice, tras ponerme en cuatro patas una vez más para beneplácito de quienes me observaban desde lo alto.

Apenas entré al comedor, Eduardo y Aldana comenzaron a hacer planes.  Ella estaba contando el dinero del cual acababan de apropiarse y lo hacía con rostro de entera satisfacción.  Sin embargo, una vez que terminó la cuenta, su talante adoptó una expresión más seria:

“Supongo que debe haber más plata en el banco, ¿verdad?” – inquirió.

“Sí, Señora “ – contesté bajando la cabeza y ya sin atreverme a mentir u ocultar.

“Muy bien - se dirigió hacia la mesita del teléfono fijo, tomando de allí una lapicera y arrancando una hoja del bloc de notas que estaba sobre la misma.  Regresó a la mesa, pronta a tomar apunte -.  Quiero las claves para ingresar en los cajeros.  La tuya y la de Aldi… Ah, a propósito, perrita rubia, vos andá a buscarme las tarjetas de débito y de crédito que tengan”

Aldana salió, presurosa, a cumplir con lo solicitado, mientras yo, en una conducta servil y una vez más humillante, iba dictando a Virginia los diferentes códigos.  Mi esposa regresó trayendo las tarjetas; andaba a cuatro patas y las portaba en la boca, tal como supongo que se le había instruido que debía hacerlo en los casos en que el o los objetos a transportar así lo permitieran.  Como un perrito faldero obediente llegó junto a Virginia, quien tomó las tarjetas y procedió a guardarlas en su cartera.  A medida que lo hacía fue cotejando una por una para ver si realmente estaban todas las que yo le había mencionado, a la vez que la forma en que aguzaba la vista denotaba que estaba controlando los datos o tal vez la fecha de vencimiento  del plástico.  Asintió conforme después de guardar la última.

“Muy bien – dijo -.  Va ser fácil usar las tarjetas de débito; en cuanto a las de crédito, vamos a tener que contar con tu presencia, Aldana… Ya me fijé que aparecés como extensión en todas y te vamos a necesitar allí para firmar.  Eso por un tiempo, ya iremos todos al banco para hacer extensiones a mi nombre y al de Eduardo”

Aldana bajó la cabeza apesadumbrada  y yo también lo hice.  No era sólo la humillación de que, tan desvergonzada e impunemente, se estuvieran apropiando de todo lo nuestro; además estaba el hecho de que, por el modo en que hablaba Virginia, no parecía estar en su mente que el rol de dominadores que la pareja desplegaba ante nosotros fuera a cortarse en la madrugada del martes.  Muy por el contrario, cada vez que hablaba a futuro parecía referirse a toda una vida.

Una vez que hubo terminado de guardar las tarjetas la pérfida mujer se dirigió hacia el portallaves que estaba ubicado junto a la puerta y tomó la de la kangoo; el logo de Renault la identificaba fácilmente.

“Bien – dijo -, vamos a ir a hacer compras con la perrita Aldi; la necesitamos para el caso de que haya que firmar y para que cargue lo que vayamos a comprar.  Rodolfita, vos te vas a quedar acá; como todavía no me fío de que estés completamente domesticado vamos a tener que atarte, así que Eduardo se va a encargar de eso”

En efecto, su esposo me tomó por los pelos y me arrastró nuevamente hacia afuera, hacia el patio.  Pensé que iba a volver a utilizar la soga pero no fue así.  Ahora portaba una gran cadena que, obviamente, había encontrado en mi casa.  Me llevó hasta la sombrilla que estaba junto a la piscina y me hizo arrodillar junto a ella con los ojos clavados en el caño.  Dio varias vueltas a la cadena en torno a mi cuerpo y al caño para luego unir los extremos con un candado que, en seguida, reconocí como el del portón de calle.  Virginia se acercó y me amordazó; una vez que lo hubo hecho, acercó su mano a mi rostro y reconocí en ella el lápiz labial que la noche anterior había tenido tanto tiempo alojado en mi cola.

“¿Te acordás de esto? – preguntó, burlona -. Ya sé que has tenido cosas más grandes ahí adentro, pero tomalo como un recordatorio hasta que consigamos algo mejor…”

Así que, sin más trámite, me bajó la bombacha y volvió a introducir el lápiz adentro.  Luego subió las bragas de tal modo de llevarlo lo más adentro posible, tal como había hecho antes.    En ese momento me acordé de los Mazri… elevé la vista y estaban allí… ¡Y ahora eran más!   Dos adolescentes, muchacho y muchacha, acompañaban al trío que ya antes había visto.  Cabía la posibilidad de que interpretaran lo que ocurría en mi casa como un hecho delictivo y llamaran a la policía pero… ¿esperar eso de ellos? ¿Del retardado mental de Sebastián, que casi con seguridad se pajeaba mirando a mi esposa?  Definitivamente era pedirle peras al olmo…

“Y agradecé que te dejamos a la sombra” – agregó Virginia, justo antes de dar media vuelta y retirarse acompañada por Eduardo.

Y allí quedé, encadenado a la sombrilla.  Llegué en algún momento a escuchar el arranque de la kangoo adentro de la cochera, así como la puerta izándose.  Luego todo fue silencio: sólo se escuchaban, cada tanto, las risas jocosas que se intercambiaban los adolescentes que me miraban desde la casa de los Mazri, aun cuando, a la distancia, me era casi imposible comprender lo que se decían.   Perdí noción del tiempo estando allí; luego terminaría enterándome de que fueron unas dos horas.  Tenía la espalda dura y las rodillas doloridas a la vez que la cadena me apretaba con fuerza y dejaba marcas en mi cuerpo.  Las nalgas me ardían por los cinturonazos; debía agradecer, realmente, que no me hubieran dejado al sol.  De tanto en tanto, levantaba la vista hacia la casa de los Mazri con la esperanza de que se hubieran aburrido y se hubieran marchado.  Lejos de eso seguían allí y, por el contrario, siguieron llegando otros y otras jóvenes que se sumaron a ver el espectáculo.  Llegué a apreciar que algunos estaban sacando fotos e inclusive en uno de ellos pude reconocer un par de binoculares.  Mi dignidad pública, ésa que tan ingenuamente había querido salvar con una revancha en el chinchón, estaba definitivamente perdida.

Al cabo de lo que me pareció una eternidad, pude identificar el sonido de la kangoo estacionando delante de mi casa; también escuché a la puerta izarse otra vez y cómo el vehículo entraba una vez más en la cochera.  Sólo unos segundos tardó en aparecer Eduardo.

“¿Nos extrañaste, mucamita? – me preguntó, hiriente -.  De todas formas veo que no estuviste solo, jeje… Los vecinitos parecen haberte hecho buena compañía, ¿no?”

Introdujo la llave en el candado para abrirlo y, a continuación, fue desenrollando la cadena hasta liberarme.  Yo estaba duro y acalambrado.

“Vamos – me conminó -.  Hay muchas cosas para bajar del vehículo”

Le seguí a cuatro patas y como pude.  Cada tanto alguno de mis brazos se vencía y quedaba yo a punto de besar el suelo.  Aun así, me mantuve, con gran esfuerzo, marchando a la zaga de Eduardo.  Esta vez no pasó por el comedor sino que se dirigió directamente a una puerta que, desde el patio, daba acceso a la cochera.  Entré y me encontré con Virginia y Aldana, arrodillada la segunda frente a la primera.  Las puertas traseras de la kangoo estaban abiertas.

“Pónganse de pie – ordenó Virginia -.  Y empiecen a descargar las cosas”

Incorporándome, me dirigí, al igual que Aldana, hacia la parte trasera del vehículo.  Cuando vi la cantidad de bolsas que allí había caí en la conclusión de que, definitivamente, habían utilizado nuestro dinero en grandes cantidades y sin prurito alguno.  Había allí varias botellas: pude reconocer vino, cerveza, sidra, whisky, fernet y champagne en grandes cantidades.  Montones de bolsas con carne o verdura, además de latas de conserva a granel.  Y varias con ropa y hasta cajas de zapatos.  Me extrañó reconocer unos collares de perro junto a  unas correas de cuero que, al estar terminadas en un mosquetón, resultaba evidente que eran para enganchar los collares.  Me extrañó sobremanera porque nosotros no teníamos perro.  Y mi sorpresa aumentó aún más cuando descubrí un par de comederos caninos y otro de bebederos, al igual que una gran bolsa de alimento balanceado para perros.  La cosa no terminaba allí: había un par de escupideras y hasta algunas bolsas de un sex shop, cuyo contenido no llegué a ver por estar todo cuidadosamente envuelto.

Servilmente, fuimos dejando las bolsas en el comedor, la gran mayoría desparramadas por el piso o los sillones.  Luego nos hicieron guardar metódicamente las cosas que debían ir a la heladera o al freezer.  Cuando hubimos terminado con esa tarea y nos ubicamos de rodillas, vimos que Virginia caminaba hacia nosotros sosteniendo los platos plásticos para perros que un momento antes había yo descubierto con sorpresa.  Los colocó en el piso.

“Deben tener hambre” – dijo, al tiempo que Eduardo levantaba la bolsa de alimentos y el contenido empezaba a caer en el interior de los platos pasando a través del extremo que acababa de abrir.  Virginia se dirigió a la heladera y tomó un cartón de leche; vertió parte del contenido sobre ambos platos y luego, alegremente, nos conminó a comer.

“¡Vamos perritas! – decía, festiva - ¡Coman! ¿Vieron qué buenos que son sus dueños?”

Tuvimos que dirigirnos gateando hacia los platos y recién entonces noté que ambos estaban identificados con una inscripción hecha con fibrón.  En uno se leía “puto” y en el otro “puta”.  No necesité preguntar cuál era el mío, sino que directamente hundí mi rostro en el denigrante pastiche y empecé a comer.

“¿Se acuerdan del perro Pluto, el de Disney? – preguntaba Virginia jocosa y sin un destinatario específico -.  Bueno, acá tenemos al perro PUTO, jajajajaja”

“Y la perra puta”- agregó Eduardo que, a juzgar por lo descolgado del comentario, jamás había visto a Disney o, quizás, apuntaba a humillarnos y punto, sin necesidad de sumarse a las bromas y juegos de palabras de su esposa.

Levanté muy ligeramente la vista sin dejar de tragar y pude ver cómo Aldana estaba haciendo lo mismo que yo, como no podía ser de otra forma.  El clic de la cámara delató que Virginia había vuelto a las fotos, luego de haberlas olvidado durante bastante rato.  Claro, no podía perderse aquella…

Terminamos de ingerir el contenido de los platos no sin alguna arcada.  El alimento que habían traído, además, no era el de mejor calidad.  Resultaba bastante previsible dentro de la lógica perversa de la pareja que, no habiendo escatimado en gastos en general, sí lo hubieran hecho en lo que tenía que ver con nuestro alimento.  Nuestro.  ¡Mi madre!  ¿A qué punto me habían hecho llegar para llamar “nuestro” alimento a la comida para perros?  Una vez que ya no había prácticamente nada en los platos, fuimos obligados a limpiarlos bien con la lengua y, luego, como era ya costumbre, a ponernos de rodillas y con las manos atrás.  Virginia se alejó por un momento y luego regresó trayendo esta vez en mano las dos escupideras.

“Aquí es donde van a hacer sus necesidades – explicó  mientras las depositaba en el piso -. Así que háganlo… ya”

La miré con terror.  ¿Allí? ¿Enfrente de ellos? ¿Hasta qué punto esos monstruos se complacerían en llevar adelante nuestra degradación?  Aldana, menos vacilante que yo, se dirigió hacia su escupidera, la cual descubrí que estaba identificada al igual que el comedero.  Se ubicó de cuclillas sobre ella y comenzó a hacer pis.  No sé si tenía ganas de algo más, pero se debe haber contenido para no tener que pasar por semejante vergüenza.  Entendiendo yo que, quizás, la conducta de mi esposa era la más recomendable en ese momento, hice exactamente lo mismo, así que me puse en cuclillas (como una perra y no como un perro) para descargar mi vejiga en el recipiente que a mí me había sido dado.

“Bien – aprobó Virginia -. Pónganse de pie y vayan a echar eso en el baño.  Luego regresen”

Así que, prestos, ambos fuimos a hacer lo que nos decía.  En un momento Aldana y yo estuvimos solos en el baño.  La miré tratando de descubrir algún gesto o, quizás, alguna guía de acción, pero nada… es más, ni siquiera me miró: vació su escupidera en el inodoro y retornó con rapidez hacia el comedor, teniendo yo que imitarla.  Una vez más quedamos los dos arrodillados frente a la pareja.

“¿Qué hora es? – se preguntó Eduardo, frunciendo el ceño y echando un vistazo al reloj que llevaba en su muñeca.  Recién entonces me percaté de que ése era mi reloj, que también se lo había apropiado -. Las cuatro – se contestó a sí mismo -.  Tengo tiempo de pegarle una cogida antes de darme un baño” – su vista se posó en Aldana.  No dejaba de impactarme la frialdad con que hacía comentarios como ése.

“Se te va a hacer tarde” – replicó su mujer.

“No… y, de última, que espere.  Vení para acá, putita” – tomó a Aldana por los cabellos y la levantó para dejarla caer con el vientre contra el respaldo de uno de los sillones que estaba repleto de bolsas.  El rostro de ella cayó más bajó que el resto del cuerpo y de hecho se perdió entre las mismas.  La cola quedó perfectamente levantada arriba del respaldo a la vez que sus piernas quedaron en el aire.

Eduardo se desabrochó el pantalón y, sin ningún miramiento, la empezó a coger frenéticamente.

“No me pediste permiso, guachito eh jaja…” – rió Virginia, más en tono de broma que de reprimenda.

“Perdoname, mi amor…” – contestó él, mezclando risas con jadeos.

“Jaja… está todo bien – repuso Virginia a la vez que hacía un gesto despectivo -.  Lo tuyo  es mío y lo mío es tuyo, bombón.  Así lo acordamos ya hace bastante…”

Caminó hasta él y lo besó en la boca, sin que Eduardo dejara por un instante de penetrar a mi esposa, que jadeaba y gemía.  Mantuvieron el beso y é le acabó así, sin cortarlo; el grito del orgasmo de Aldana llenó la habitación en tanto que el de él quedó parcialmente ahogado porque Virginia no le liberaba la boca.  Finalmente lo hizo y se dedicó más bien a morderle el cuello con pasión, mientras Eduardo, ahora sí liberaba el grito final.

Mientras retiraba su portentosa verga de dentro de Aldana, volvió a besar, aunque mucho más fugazmente, a su mujer en la boca, se acomodó el pantalón aunque sin abrocharlo y se dirigió hacia el baño.  Me pidió que le alcanzara una toalla y así lo hice.  Poco después escuchaba el agua de la ducha corriendo…

Virginia, por su parte, no se mantuvo inactiva mientras él se bañaba.  Se dirigió hacia una de las bolsas y extrajo dos vestiditos cortos y negros, con blancos delantales incorporados por delante.  Decididamente, éstos sí eran uniformes de mucama, no como el improvisado que yo llevaba.  Nos los enseñó a mi esposa y a mí.

“¿Les gustan??? – preguntó, con una falsa sonrisa maternal.

Ambos agachamos la cabeza.

“Sí, Señora” – respondimos.

En contados instantes, Eduardo partió hacia su encuentro con el contador.  Virginia, por su parte, nos obligó a vestirnos con los atuendos que nos había destinado porque, según dijo, las visitas estaban por llegar y había que “agasajarlas bien”.  Los vestidos eran terriblemente cortos.  En mi caso, además fui obligado a seguir usando las diminutas bragas rosadas de mi esposa más el corpiño y las medias.  El lápiz labial seguía adentro de mi cola.  ¿Se acordaría aquella maldita arpía?  La novedad consistió en que, ahora, me había traído también zapatos.  De mujer y con taco obviamente… y adecuados a mi pie, cosa que la noche anterior les había faltado y por esa razón habían descartado el calzado.  Aldana se vistió, más rápido que yo y, a pesar de la humillación terrible a que estábamos siendo sometidos, debo admitir que lucía hermosa en su uniforme.  Las medias negras eran suyas y los zapatos, tal vez los de más alto taco que tenía, también.  Virginia nos hizo ponernos de pie frente a ella para vernos mejor y sonrió complacida.  Se dedicó luego a maquillarnos y, súbitamente, recordó mi lápiz labial, el cual extrajo de mi cola y, sin mediar higiene de ningún tipo utilizó para pintarme los labios.  Luego hizo lo mismo con Aldana.

“Están muy lindas – dijo, cuando terminó su labor.  En ese momento Eduardo, que cruzaba el comedor en dirección hacia la puerta de salida (y que, por cierto, lucía una camisa mía) nos echó un vistazo.

“Guauuuu – soltó -. Apetecibles y cogibles la dos.  Adiós, amorcito” – saludó a su mujer a la pasada con un beso a la distancia, que ella le retribuyó de igual manera.

Una vez que se hubo marchado, Virginia nos ordenó arrodillarnos y comenzó a llamar a aquellas amigas y conocidas a las que, posiblemente, no había invitado hasta ahora.  Lo hacía con su propio celular (luego supe que le habían cargado crédito con nuestro dinero, como no podía ser de otra manera) pero, cada tanto, miraba el directorio del celular de Aldana para chequear algún número.

“Sí, sí… en la casa de Aldi… Venite” – era la frase bastante repetida en todas las conversaciones.

Un rato después el timbre comenzó a sonar.  Virginia tomó a Aldana por los cabellos y desapareció del lugar, como si no quisiera ser vista en compañía de mi esposa o, al menos, no todavía.

“Andá a abrirles la puerta  – me ordenó -. Que pasen a la pileta y dales lo que te pidan”

Yo no podía creer que siguieran presentándose nuevas formas de sentirme humillado.  Yo no sabía quién o quiénes estarían llamando a la puerta pero casi con absoluta seguridad las conocería y me conocerían.  Serían vecinas, o amigas de Aldana, de Virginia o de ambas… Y yo estaba ataviado con mi uniforme de mucamita más medias negras y zapatos de taco.  Sin embargo, no me quedaba más que obedecer… Marché hacia la puerta y lo debo haber hecho con paso lento, como tratando de retrasar el momento del ridículo lo más posible.  Quizás debía optar más bien por acelerar los tiempos y que todo ocurriera de una buena vez.

Cuando abrí la puerta me encontré con Mariana, Érika y Mica… tres entrañables amigas de Aldi.  Vi la sorpresa invadir sus rostros y bajé la cara, avergonzado.

“Rodolfo… ¿sos vos? – preguntó Mica.  Las otras dos permanecían mudas por el asombro.

“Sí, Mica, soy yo…” – respondí, levantando un poco la mirada pero no mucho.  Se intercambiaron miradas entre ellas y alguna que otra risita.  Al rato, más que sorprendidas, parecían alegres.

“En fin – acotó Érika -… sobre gustos…”

“¿Puede ser que nos haya invitado Virgi? – terció Mariana -. ¿Es acá? ¿En tu casa?”

“Sí… sí… - respondí – es acá -.  Me dijo que las hiciera pasar”

Mi tono debía sonar arrastrado y servil y ellas, a pesar de mostrarse más distendidas y alegres, cada tanto abrían los ojos grandes como si no pudieran creer lo que estaban viendo y oyendo.  Me aparté para que pudieran pasar y las tres se abrieron paso hacia el comedor para, luego, dirigirse hacia la puerta que conducía al patio y a la piscina.  Las seguí por detrás y pude constatar que las tres lucían muy atractivas, vestidas según cada caso con remeritas musculosas, tops, minifaldas de jean o simplemente, como en el caso de Mariana, un pareo, todo un vestuario bien adecuado, por supuesto, a una jornada de pileta.  Dos de ellas llevaban incluso lentes para sol.

“¿Virgi dónde anda? – preguntó Érika, interesada - ¿Y Aldi?”

“En un momento van a llegar las dos” – respondí, sintiéndome la más baja de las sirvientas.

Tomaron ubicación en el lugar.  Mariana se echó sobre la reposera dejando a un costado su bolso.  Érika se sentó sobre una de las sillas que estaba debajo de la sombrilla y cruzó sus hermosas piernas.  Mica, por su parte, lo hizo sobre el borde de la piscina.

El timbre volvió a sonar.  En sólo pocos minutos no sé la cantidad de veces que volvió a hacerlo.  Y cada vez era la misma escena cuando yo debía abrir la puerta en el estado en que estaba y, fuera una, dos, tres o cuatro las mujeres que se hallaban debajo del porche, la expresión de cada una de ellas mezclaba desorientación, sorpresa y, a medida que se acostumbraban más a la situación, diversión.  El lugar se llenó de mujeres, algunas muy bellas, otras no tanto.  Cuando comenzaron a desprenderse de sus ropas, quedaron expuestas en hermosos trajes de baño y eso hizo que se vieran aun más atractivas aquellas que más favorecidas estaban en el aspecto físico.  Lo que se desplegaba ante mis ojos bien podría haber sido considerado el paraíso de todo hombre y, sin embargo, vestido de mucamita y atendiendo prontamente a sus requerimientos tal como me había sido ordenado, aquello no podía ser para mí más que el peor infierno.

Les tuve que preguntar una a una qué deseaban y así fui, paulatinamente, trayendo cerveza, gaseosa o lo que me reclamaran.  Hubo un par que me pidieron jugo de naranja exprimido así que tuve que hacerlo con prisa… Por suerte, Virginia, previsora, había también, con mi dinero, comprado naranjas…  Cada vez que me daba vuelta para  dirigirme a cumplir una orden, escuchaba los inevitables cuchicheos a mis espaldas y, casi invariablemente, las risitas.  Era terrible para mí moverme así entre todas aquellas damas a quienes  yo conocía e inclusive (¿qué hacía allí?) se había hecho presente Solange, esposa de Mazri  y madre del imbécil que oteaba desde lo alto y que, por cierto, seguía estando aún ahí con sus amiguitos o parientes…

Pero cuando ya más o menos las tenía atendidas a todas, llegó el momento más fuerte para las invitadas.  Virginia surgió del interior de la casa, luciendo radiante, sexy y deseable en un bikini color ocre, en tanto que una especie de bata muy fina y abierta le llegaba hasta las caderas; lentes oscuros sobre sus ojos.  Contoneándose con marcada sensualidad, caminaba exultante y soberbia sobre sandalias con tacos (¿se las habría quitado a mi esposa?) pero eso no era lo peor de todo…  De una de sus manos llevaba una correa de cuero, una de las que yo había visto en el interior de la kangoo algún momento antes, y siguiendo la línea de la misma se podía ver cómo terminaba en un mosquetón enganchado contra un collar de perro… que estaba puesto… en el cuello de Aldana.

CONTINUARÁ