Apuesta Perdida (8)

A paso firme se dirigió hacia Aldana que continuaba con la vista baja y sus manos sobre el regazo. Con una crueldad infinita, Virginia la tomó por los cabellos y la levantó casi en vilo. Aldana lanzó un alarido de dolor.

Aldana mantenía la misma expresión de terror desde el momento en que Virginia la había incluido en la apuesta.  No era, por supuesto, que eso no me preocupara, pero, en lo personal, Virginia me acababa de clavar una espada con la última condición incluida en el acuerdo que proponía.  Aldana no era una gran jugadora de chinchón… y Virginia lo sabía; conocía, desde luego, las reglas, pero poco más que eso.  No tenía, por así decirlo, las mañas del jugador nato: a veces dejaba caer cartas sin haber reparado en que al rival, de acuerdo a lo levantado previamente, podían servirle ; a veces se embarullaba con los juegos que iba formando y dejaba caer cartas que bien podían servirle.  Pero, por encima de todo eso, el asunto era que además Aldana venía de una noche a puro alcohol y marihuana, sumado a novísimas e impactantes experiencias sexuales en las que se había visto involucrada.  La resaca y las emociones vividas hacían que fuera imposible que Aldana estuviera bien… Virginia también había tomado y fumado, pero tenía más cultura de excesos y se la veía íntegra.  En definitiva, no me parecía un trato justo; jugar una revancha con aquellas condiciones era someterse una vez más a las humillaciones que ellos hacían caer sobre nosotros.

“No – dije -, de ningún modo”

Eché una mirada de reojo a Aldana y noté que respiraba aliviada.  Por su parte Virginia, con un gesto de indiferencia, se levantó de la silla, tomó tanto el celular como la memoria de la cámara y se aprestó, una vez más, a marcharse:

“En fin – dijo -.  Como deseen.  La oferta la hicimos.  Que la pasen lindo…”

Dio media vuelta en dirección a la puerta y Eduardo, saludándonos con una sonrisa y un asentimiento de cabeza, la siguió.  Yo me carcomía por dentro, fijos los ojos en la cartera que pendía del hombro de Virginia, en cuyo interior llevaba las imágenes de la indignidad y la aberración.  Cuando estaban a punto de cruzar el umbral les detuve:

“Está bien” – acepté.

Se detuvieron en el lugar y se giraron casi al mismo tiempo.  Me pareció detectar que la expresión, sobre todo en Virginia, era de sorpresa fingida.

“¿Perdón?” – preguntó.

Eché una mirada a Aldana; sus ojos volvían a inyectarse en horror.

“Digo que… aceptamos las condiciones de la revancha” – aclaré.

Por primera vez en mucho rato, Aldana me dirigió la palabra:

“No, Rodi…  ¡No, por favor, noooo!”

Estaba desesperada y su voz parecía mezclarse con un naciente sollozo.

“Aldana… soy yo quien está en esas fotos” – señalé hacia la cartera de Virginia.

“¡También las hay mías! – replicó Aldana, con la voz encendida y dándome por primera vez la impresión de estar dejando atrás los efectos del alcohol.  Quizás el terror la llevaba a eso -.  Pero… Rodi… ¿Esclava yo?... ¿Esclava de ellos? ¿De Virginia?”

“En todo caso – le refrendé -,no será nada nuevo para vos a juzgar por lo sumisamente que te comportaste en varios momentos de la noche”

Era casi imposible que no empezaran a llover los reclamos y planteos.  Las mejillas de Aldana enrojecieron levemente pero rápidamente viraron hacia un rojo más intenso en el cual, más que vergüenza, se advertía rabia.

“¿Y vos me venís a decir eso? – me gritó -. ¡Entregado totalmente a que Eduardo te rompiera el orto sin ningún miramiento! ¿O vas a hacerme creer que una simple partida de naipes te impedía decir que no?”

“Ju ju… - rió Eduardo por lo bajo -.  Esto se sigue poniendo bueno, jaja”

“Bueno, tenemos sueño – interpuso Virginia -, así que dígannos si deciden aceptar la revancha con sus condiciones o simplemente nos vamos a nuestra casa a dormir y punto…  No resulta muy tentador para nosotros  quedarnos a escuchar una aburrida discusión matrimonial.  ¿Aceptan la apuesta? ¿Sí… o no?”

Yo seguía sin separar mis ojos de los de Aldana; la expresión que había en sus ojos era la misma con que me miró en mi infancia un perrito al que hubo que sacrificar, justo antes de dejarlo con el veterinario.  Precisamente ésa fue la analogía que, en ese momento, vino a mi cabeza.

“Sí… aceptamos” – dije.

Virginia aplaudió y volvió a sentarse a la mesa en tanto que Eduardo la acompañó y quedó de pie a su lado.

“No – rogaba Aldana -. ¡No, por favor”

Miré a Virginia quien, para esa altura, se había convertido en la administradora de un nuevo y perverso juego:

“¿Qué pasa si ella se niega?  – pregunté -.  ¿No puedo jugar yo en su lugar? Y… en ese caso, obviamente, la dejaríamos a ella fuera de la apuesta…”

“Rodolfito – me cortó Virginia, con gesto de fastidio y tamborileando los dedos sobre la mesa -.  Ya sé que sos bastante estúpido, pero no me hagas creer que tanto como para no entender la cosa más simple del mundo – se golpeó levemente la sien con los muñones -.  Las condiciones son las que te acabo de exponer.  Se toman o se dejan… No me jodas ni me aburras… Ya te dije que tengo sueño y no tengo ganas de perder tiempo”

Así como la expresión de Aldana denotaba pánico, estoy seguro que la mía revelaba cada vez más angustia y desesperación.  Yo ya había perdido mi dignidad en forma personal y, si se quiere, privada.  ¡Pero ahora la salvación de mi dignidad pública estaba allí, a sólo una partida de chinchón de distancia!

“Por favor, Aldana… - rogué, mientras los ojos se me humedecían; creo que eso la conmovió -.  Necesito que juegues, mi amor… por favor”

Ella me seguía mirando hasta que en un momento dejó de hacerlo.  Bajó la vista al piso, se aclaró la garganta y resopló:

“Está bien – aceptó, tratando de poner en su voz la mayor entereza posible -. Voy a jugar”

Virginia y Eduardo festejaron alborozados, más ella que él, llegando incluso a levantar ambos brazos en un gesto triunfal.  Rápidamente la maquiavélica mujer se dedicó a recoger y acomodar las barajas que estaban sueltas por la mesa.  Aldana ya no volvió a mirarme sino que se dirigió a tomar su lugar a la mesa,  de frente a Virginia.  Eduardo y yo debimos ubicarnos a los costados, a los efectos de no ver las cartas de las contendientes y así evitar la posibilidad de cualquier intercambio de información, sobre todo de índole gestual.  Extrayendo una carta, sortearon quien era mano al abrir y la favorecida fue Aldana; pensé que quizás eso pudiera ser un indicio de que la suerte empezaba a cambiar de dirección.  Aun así, a Virginia se la veía confiada y exultante; Aldana, si bien hacía grandes esfuerzos por levantar la moral a los efectos de afrontar el juego con la mayor integridad posible, no lucía ni mínimamente la seguridad de su amiga.  De todas formas, eso era habitualmente así, en cualquier aspecto de sus vidas, aun cuando al parecer y, por lo menos antes de esa noche, mi esposa hubiera parecido siempre la tocada con la varita mágica.

Los naipes comenzaron a danzar mientras yo estaba con el corazón en la boca.  Cada tanto levantaba la mirada hacia Eduardo, que estaba encarado conmigo, pero por cierto no descubrí en él los mismos nervios que a mí me embargaban; por el contrario, se lo veía tranquilo y sonriente.  Claro, ellos no exponían tanto como nosotros en caso de perder.  La primera mano fue netamente favorable a Virginia y eso me hizo pensar en el peor pronóstico.  No era que Aldi hubiera jugado mal, pero la suerte le fue claramente esquiva; temí que siguiera ensañada con nosotros.  La segunda mano volvió a ser ganada por Virginia, quien no paraba de reír, restregarse las manos y mirar con ojos alegres y cómplices a su marido; no fue un desastre para Aldana, pero se quedó con algunos puntos en su contra.  Sólo iban dos manos y el marcador estaba 29 a 4.  Tragué saliva amargamente; todo parecía conducir a una nueva derrota.  Bajé la cabeza y me vi a mí mismo ataviado como una sirvienta; ni siquiera me había cambiado para presenciar la partida, ahora que podía hacerlo.

Pero la suerte viró súbitamente.  Aldana logró cortar en las dos manos siguientes y, si bien en la quinta fue Virginia quien lo hizo, mi mujer logró, casi milagrosamente, ubicar las cartas sueltas que tenía hasta quedarse con dos puntos.  El partido estaba en 36 para Aldana y 35 para Virginia.  Decididamente se había emparejado.  Las dos siguientes manos fueron ganadas una por cada una y, en la que Aldana cortó, lo hizo con menos diez.  Mi mujer quedó en 37, Virginia en 47.  Era sólo un empujoncito más y las imágenes que me podían avergonzar públicamente serían mías.  Eché una mirada hacia el rostro de Virginia esperando descubrir visos de nerviosismo pero no fue así en absoluto.  Siempre lucía confiada y sonriente, aun cuando estaba a tres puntos de perder la partida.

Las barajas volvieron a correr y una nueva mano se puso en marcha.  Eché un vistazo al gesto de Aldana y, si bien no pude descubrir en su expresión si había recibido buenas o malas cartas, sí pude comprobar que se dedicaba a alinearlas o agruparlas, lo cual indicaba que tenía algunos juegos, no se sabía si hechos o en proceso de construcción.  Aldana levantó la primera carta y se quedó con ella; descartó otra.  Virginia no tomó la que mi esposa arrojó ni tampoco se quedó con la que levantó.  La dejó caer.  Aldana volvió a sacar carta y yo, internamente, hacía fuerza para que se quedara con ella, pero no fue así: evidentemente no le sirvió y la descartó.  Le tocaba ahora levantar a Virginia y aquí fue cuando la pesadilla cayó sobre nosotros como una pesadísima red que nos envolvió y aplastó: la muy perra no sólo se quedó con la carta que alzó sino que… ¡cortó!

Bajó dos juegos hechos y se quedó con una carta en la mano a la espera de que Aldana hiciera lo propio.  El rostro de mi esposa empezó a crisparse; pude detectar que caía hacia la desesperación.  Al bajar sus naipes lo hizo con un total  derrotismo… Y no era para menos.  Un par de juegos iniciados pero ninguno cerrado y, ni siquiera había posibilidad alguna de ubicar cartas en los juegos de Virginia.  Ya ni me acuerdo cuantos puntos sumó; de hecho, cuando la cuenta pasó los quince me desinteresé.  Virginia, por su parte, giró su carta y mostró un dos de oro.  Lapidario.

La ganadora estiró los brazos, lanzó un grito de triunfo y se abrazó con Eduardo.  Aldana bajó la cabeza y pude ver que estaba sollozando.  Yo me sentía como si mi vida se hubiera terminado…

“Lo siento, chicos – se mofó Virginia, adoptando un tono falsamente compasivo -. Les toca perder otra vez… La vida es así: hay ganadores y perdedores…”

Me desagarré por dentro.  No lo podía creer.  Parecía que todas las piezas hubieran sido acomodadas deliberadamente para mi anulación y destrucción como persona.  No sólo las imágenes seguían en poder de la pareja sino que además ahora disponían de nosotros durante tres días completos.  ¿Cuántas nuevas perversiones tendrían la posibilidad de pergeñar en ese plazo?  No me atreví a mirar a Aldana pero, aun sin hacerlo, supe que, al igual que yo, tenía la cabeza gacha.  La escuché llorar y yo tampoco pude contenerme.

“Miralos, Edu… miralos como lloran las nenitas – continuó cruelmente Virginia -.  ¿Qué pasó, tontitos? ¿La vida no les sonríe tanto como antes? ¿Qué pasó, Aldi?  ¿En qué quedó aquella chica presuntuosa a la que todo le salía bien?”

Crueles como agujas impregnadas en curare, las palabras herían cada vez más a Aldana, que no dejaba de prorrumpir en llanto.  Levanté la cabeza un poco como para verla y luego la elevé hacia Virginia que ahora, radiante el rostro de sádica satisfacción, miraba en derredor.

“Me va a gustar vivir en esta casa – dijo –.  En NUESTRA casa – destacó bien la palabra odiosa e hiriente – con NUESTROS esclavos.  Y a propósito de eso… voy a tomar lo que me pertenece”

A paso firme se dirigió hacia Aldana que continuaba con la vista baja y sus manos sobre el regazo.  Con una crueldad infinita, Virginia la tomó por los cabellos y la levantó casi en vilo.  Aldana lanzó un alarido de dolor.

“¿Qué pasa eh??? ¿Qué pasa, chetita puta??? ¿Se acabaron tus buenos días? ¿Se acabó la nenita de papá que tenía todo? – vociferaba Virginia quien, si ya durante la noche había mostrado un costado para nosotros desconocido, ahora directamente no podía reconocerla: no era la amiga entrañable de Aldana de los días del colegio; era casi una criatura infernal llena de sed de venganza por recelos del pasado -. ¿Ahora sos mi propiedad, lo sabés??? ¿Lo sabés eh???  ¡De rodillas forrita! ¡Vamos!”

Mientras sostenía a mi mujer por los cabellos con una mano, con la otra le doblaba el brazo.  Apoyó la rodilla contra la espalda de Aldana y así la fue haciendo perder el equilibrio hasta hacerla adoptar la posición que le reclamaba.  Mi esposa quedó allí, arrodillada, abatida y vencida, oculto su lloroso rostro detrás de los rubios cabellos que caían en cascada.  Sentía ganas de hacer algo o siquiera, de decírselo, pero en ese momento también sentí cómo Eduardo me tomaba por los cabellos y el brazo, de forma análoga a cómo antes lo había hecho su mujer con la mía.  Y así yo también caí de rodillas.

“Se les viene una nueva vida – sentenciaba Virginia mientras deambulaba orgullosamente sobre sus tacos por delante de nosotros -. Ahora es cuando se van a dar cuenta de que todo lo que pasó hasta ahora, en estas cuatro horitas, fue sólo un juego de niños comparado con lo que se viene…”

Eduardo no decía nada sino que sólo sonreía y, en parte, tampoco era necesario que hablara ya que era imposible agregar con palabras alguna nota de maldad a los sentenciosos comentarios de su esposa.  Así que la dejó un rato seguir con su andanada de frases crueles hasta que finalmente dijo:

“Estoy cansado.  Es tiempo de dormir”

“Es cierto – concedió Virginia -.  Perrita rubia, andá en cuatro patas hacia la habitación y preparanos la cama.  Ni se te vaya a ocurrir ponernos esas mismas sábanas transpiradas por la cogida doble que hoy te dieron”

De a poco, Aldana iba dejando de llorar.  Me daba la impresión de que sus defensas estaban ya tan vencidas que simplemente sus lágrimas se habían terminado trocando en resignación… y en sumisión.  Obedientemente marchó a gatas hacia la habitación mientras Virginia palmoteaba el aire por detrás suyo:

“¡Vamos, perra! – reclamaba, imperativa –¡Más rápido!”

Llegué a ver de reojo cómo la cola, las piernas y los pies de Aldana se perdían en el interior del dormitorio.  Quedé de rodillas en el comedor, levanté un poco la vista y me encontré con Eduardo, quien me observaba feliz y sonriente.  Bajé la cabeza con vergüenza.  Pude ver los pies de Virginia caminar hacia él.

“Yo creo que convendría atarlos mientras dormimos” – sugirió ella.

“Estoy de acuerdo – sugirió él -.  En cuanto estén solos y no estemos encima de ellos sus mentes deformes pueden llevarlos a hacer cosas muy locas… y estúpidas. ¿Tienen soga en algún lado?” – preguntó mirándome, severamente inquisitivo.

“Sí, Señor – contesté, cayendo en la cuenta de que debía volver a contestar como esclavo -.  Afuera, en el quincho”

“Andá a buscarlas – ordenó -, junto con algún pedazo de tela como para cortar retazos”

En cuatro patas y bajando la cabeza, me dirigí hacia la puerta que daba al patio.  Podía adivinar a mis espaldas a Eduardo y a Virginia mirándome sonrientes y victoriosos.  Crucé el patio a lo largo del camino de lajas que bordeaba la piscina y llegué hasta el quincho.  Corrí la puerta corrediza de vidrio y, una vez dentro, me dediqué a buscar lo que me habían pedido.  Encontré rápidamente la soga, por suerte,  y tardé algo más en encontrar un buen trozo de tela pero finalmente lo hallé.  Temía que mi demora pudiera llegar a generar un castigo.  Como debía volver en cuatro patas, para poder llevar las cosas que me habían pedido tuve que echar la soga al cuello (no podía haber una analogía más perfecta de lo que estaba ocurriendo en mi vida) y tomé el trozo de tela con los dientes.  Cuando iba cruzando el patio, rogué que ninguno de los vecinos me estuviera viendo.  Había muros alrededor, por cierto, pero me vino a la cabeza la casa de los Mazri que tenía piso de alto y desde allí bien podía dominarse el patio.  De hecho, el energúmeno de su hijo adolescente tenía la costumbre de observar a veces a Aldana desde allí, sobre todo cuando ella tomaba sol junto a la piscina, cosa que me irritaba sobremanera (qué lejanas y pueriles parecían ahora las cosas que antes me irritaban).

Cuando volví a entrar al comedor vi a Aldana nuevamente allí.  Estaba con las manos a la espalda y de rodillas ante Virginia, quien hablaba con Eduardo.  La pareja se volvió hacia mí al verme entrar y ambos sonrieron ante el beneplácito y placer que seguramente les causaría verme de esa forma.  Como si yo fuera un perro obediente (¿acaso no lo era?) deposité con mis dientes la tela a los pies de Eduardo y bajé la cabeza a los efectos de que la soga cayera hacia el piso.

“Muy bien putita – me dijo él.

Virginia, en tanto, tomó la tela del piso, la estiró y pidió a Aldana que le trajese una tijera.  Mi mujer así lo hizo con la mayor prisa que pudo y, a continuación, Virginia se dedicó a cortar largas y anchas tiras.  Eduardo, por su parte, tomó la soga.

“Échense boca abajo los dos” – ordenó.

Así lo hicimos, tanto Aldana como yo; supongo que ella embargada por la misma incertidumbre que yo.  Eduardo puso una rodilla en el piso y comenzó a amarrar las manos que Aldana aún tenía a la espalda.  No se conformó con ello sino que le dio varias vueltas por distintas partes del cuerpo, incluso por entre las tetas, para lo cual le ordenó que despegara un poco el tórax del piso e incluso volvió a levantarle el top y el sostén como cuando la había cogido por el culo, dejando sus pechos al aire.  A partir de allí pasó el extremo de la soga por debajo de su cuerpo hasta llegar a la entrepierna y, con fuerza, jaló hacia arriba de tal modo que la cuerda pugnara por entrar en la raja de mi esposa.  Se puso de pie incluso y, apoyando un pie sobre uno de los muslos de ella, estiró aun con más fuerza la cuerda provocando que Aldana dejara escapar un quejido de profundo dolor.  Escuché reír a Virginia.  Luego Eduardo rodeó con la soga ambos tobillos de mi mujer y fue llevando la misma  nuevamente hacia el nudo con el  cual le había unido las muñecas; lo rodeó también, de tal forma de dejar allí trabada la cuerda con un nuevo nudo.  Una vez más se dedicó a estirar y ajustar la soga cuanto más pudo y, para facilitar tal labor, apoyó el zapato contra la nalga de Aldana, descubierta ésta una vez más ya que la propia soga había llevado la falda hacia arriba.  Yo, que tenía mi mejilla apoyada en el piso, levanté ligeramente la vista hacia Eduardo y pude comprobar que sonreía ante su obra terminada.

“Nadie ata como vos – le felicitó Virginia -.  Por eso es que te cedo esta parte, jeje”

“Ahora este otro” – indicó él y dio unos pocos pasos hasta el lugar en que yo me encontraba.  Prácticamente repitió las mismas operaciones de atadura que había puesto en práctica con mi esposa.  La diferencia, obviamente, fue que no había tetas para pasar la cuerda por entre medio pero sí tenía pene y testículos.  Dio una vuelta alrededor de ellos y prácticamente estrujó mis huevos que quedaron expuestos hacia afuera como si se tratara de alguna protuberancia que me hubiera aparecido.  Era doloroso, puedo asegurarlo, aunque no tanto como si hubiera directamente aplastado mis testículos con la soga, cosa que, sinceramente, temí que hiciera.    También yo quedé atado por las muñecas y los tobillos.  Y así, ambos quedamos en el piso, perfectamente maniatados.  Eduardo caminó alrededor nuestro para contemplar su obra y, una vez más, rio satisfecho.

“Faltan las mordazas – anunció Virginia mientras esgrimía, amenazantes, los retazos de tela que acababa de cortar -.  Pero antes de que se las coloquemos van a tener que despedirnos porque después no van a poder besarnos los pies… Así que, a ver perritas, a besar los pies de sus dueños”

De la forma en que nos habían dejado no nos quedó más que reptar por el piso, en un movimiento que, posiblemente, recordaría al de una oruga.  Yo hacía lo posible por llegar a los pies de Eduardo, en tanto que  Aldana hacía lo propio para alcanzar los de Virginia.  Trabajosamente logré hacer mi parte y él, a continuación, apoyó mi pie sobre mi cabeza, haciéndome poner la mejilla contra el piso.  Ello me permitió ver lateralmente y pude apreciar cómo a Aldana le costaba más trabajo llegar a cumplir con lo que le habían encargado; contribuía a ello el hecho de que Virginia se movía permanentemente y alejaba sus pies de los labios de mi esposa cada vez que ésta los tenía a tiro.  De esa forma, se complacía en ver sus denodados esfuerzos para lograrlo y, de hecho, rió a carcajadas más de una vez.  Finalmente se quedó más o menos quieta y Aldana pudo besar primero la puntera de un zapato, luego la del otro.  A continuación y como si se tratara de un ritual ya preestablecido, Virginia apoyó triunfal su pie sobre el rostro de Aldana quien quedó, mirándome a los ojos, con la mejilla en el piso.

“Aunque ya el sol esté ahí arriba – espetó Virginia -, les corresponde decir buenas noches a sus amos, perras”

La primera en hacerlo fue Aldana:

“Buenas noches, Señora”

Virginia ejerció una presión aun mayor con su zapato sobre el rostro de mi esposa, de tal forma que el taco se enterró en su mejilla.

“También a mi marido” – agregó.

“Buenas  n…noches, Señor” – dijo Aldana bastante trabajosamente porque el taco que se clavaba contra su mandíbula no la dejaba pronunciar las palabras con claridad.

“Muy bien perrita – apuntó Eduardo -. Ahora vos, puto”

Con una sumisión rayana en el absurdo, pronuncié los saludos respondiendo a los mismos formulismos previamente utilizados por mi esposa pero en orden invertido: primero le saludé a él, que era mi dueño, luego a ella.

“Muy bien – concedió Virginia quien, acto seguido, retiró el pie de la cara de Aldana y se plantó con ambas rodillas en tierra, ubicando una a cada flanco de mi esposa.  Levantó su cabeza tomándola con aspereza por los cabellos y le ordenó -. Abrí la boca, chetita puta”

Aldana abrió su boca, en parte por obedecer la orden pero en parte también porque no le quedó otra posibilidad ya que gritó en el momento en que su dueña la levantó por los cabellos.  Aprovechando ese instante, Virginia le pasó la tela por entre los dientes y, con asombrosa rapidez y pericia, le soltó los cabellos para tomar resueltamente el otro extremo retazo con ambas manos antes de que la cabeza cayera al piso nuevamente.

“Apartale el cabello” – le pidió a Eduardo quien, liberando mi cara de su pie, así lo hizo, dejando la nuca de mi mujer libre.  La arpía dio varias vueltas a la tela rodeando boca y nuca para luego hacer un nudo fuerte y resistente.  Una vez terminada su labor, soltó la tela y, ahora sí, dejó que el rostro de Aldana cayera pesadamente al suelo, mientras mi mujer soltaba quejidos que eran ahogados por la mordaza.

Tal como antes lo había hecho Eduardo al amarrarnos, Virginia pasó luego sobre mí y repitió la operación de amordazamiento.

“De esta forma – explicó -, vamos a poder dormir tranquilos sin que haya peligro de tener que escuchar gritos o llantos” – se puso en pie.

“¿Adónde los vamos a hacer dormir?” – preguntó él.

“Yo diría que a él deberíamos dejarlo en el quincho – comenzó a explicar ella con tal seguridad que daba la impresión de tener el plan ya urdido hacía rato -.  En cuanto a ella, que duerma en NUESTRA habitación, pero, claro, en el piso, que es donde duermen las perras”

“Estoy de acuerdo – convino él -. Me parece excelente”

Eduardo caminó hacia la puerta que daba al patio y me indicó que le siguiera.  Imposibilitado como estaba de ponerme tan siquiera en cuatro patas, no me quedó otra más que seguirle reptando, con lo cual el cruce del patio se convirtió en una empresa no sólo lenta y trabajosa, sino además dolorosa.  Al dejar el comedor atrás me compungí terriblemente sabiendo que dejaba atrás también a Aldana, a quien le aguardaban horas en manos de aquellos monstruos.  Dentro de todo, mi suerte era algo más “benévola” al estar parcialmente lejos de ellos.

Eduardo desplazó la puerta corrediza del quincho.

“Vamos gusano – ordenó, refiriéndose así a la forma miserable en que yo debía verme -. Adentro”

Obedeciendo sus palabras fui serpeando hacia el interior de nuestro quincho, el cual, en realidad, ya no era nuestro.  Por detrás de mí sonó la voz de Eduardo en lo que parecía un instructivo:

“Acá te vas a quedar hasta que lo decidamos – dijo -.  Ni se te vaya a ocurrir hacerte pis o caquita encima y ensuciar NUESTRO piso.  Como perra obediente, vas a tener que esperar hasta que te permitamos salir para hacer tus necesidades.  Que descanses, putito.  Me voy a dormir con Virginia y con tu esposa en el piso junto a mi cama, así la tengo a tiro por si me despierto y tengo ganas de cogerla, jejeje”

Y la puerta corrediza se cerró.  Y allí quedé.  No imaginas, amigo lector, la cantidad de cosas que acudieron a mi mente en ese momento.  Me aferré, como suele ocurrir en casos extremos, a la posibilidad de que se tratara de una pesadilla, de que me despertaría de un momento a otro con el alivio de que nada de todo aquello era real.  En realidad fue todo lo contrario; me costó trabajo dormirme, pues estaba maniatado, amordazado y terriblemente incómodo, además de turbado en una forma indescriptible por los sucesos de la noche anterior.  De hecho, me dolía muchísimo la cola.  Pero supongo que el cansancio, en algún momento, se apoderó de mí y quedé dormido.  No recuerdo si soñé o qué soñé, pero la relación entre la vida real y las pesadillas estaba invertida.  Quizás en el sueño encontré algún alivio momentáneo para la más terrible de las pesadillas que, en verdad, estaba alojada en la realidad.  Y, por cierto, la peor de las pesadillas, empezaba a calcular y no sin razón, aún no la habíamos terminado de vivir…

No sé qué hora era cuando Eduardo, es decir mi Amo, me despertó al entrar intempestivamente en el quincho haciendo deslizar la puerta corrediza sin el más mínimo cuidado.  Se notaba que acababa de levantarse porque tenía el pelo algo revuelto; llevaba sus pantalones y sus zapatos puestos, pero llevaba el tórax descubierto.

“Arriba putita – me dijo -.  Vamos que es tarde y hay mucho para hacer”

Comenzó a desatar los nudos con admirable pericia.  Varias veces contó que le gustaba navegar a veces en el delta y bien podía pensarse que ello le hubiera dado alguna habilidad especial para tal menester.  Me encontré libre de manos y pies, pero todo me dolía… los miembros, mis testículos, mi pene… Y mi cola aún seguía haciéndome recordar cuan visitada había sido la noche anterior. Me arrancó prácticamente la mordaza, haciéndome doler la boca.   Luego acercó su zapato a mis labios para que lo besara y saludara.  Así lo hice… Miré hacia afuera y la luz me hizo entornar los ojos.  El sol estaba bien alto y eso delataba que habíamos pasado el mediodía.

“Seguime” – ordenó y se dirigió hacia la casa, volviendo a cruzar el patio.  Yo, incorporándome como pude hasta ponerme en cuatro patas, le seguí.  Cuando íbamos pasando por el costado de la piscina, se detuvo.  Señaló hacia atrás de mí y hacia lo alto:

“’Ése es el pendejo pajero que siempre mira a Aldana, no?”

La frase no pudo haberme dañado con más fuerza.  ¡El hijo de los Mazri! ¿Estaba allí el maldito?  Y de ser así… ¿me estaba viendo?  Giré la cabeza para otear en la dirección que mi dueño me enseñaba; en un principio me costó distinguir algo claramente porque la luminosidad del día me encandilaba… pero a medida que mis ojos se fueron acostumbrando a ello pude verlo con nitidez… ¡Sí, el pendejo de mierda estaba allí! ¡Y eso no era todo! Su hermana, dos años mayor, esa misma que siempre se burlaba de él por estar espiando a mi mujer, estaba a su lado… Y los dos me estaban mirando, es decir, estaban viendo a Rodolfo, el vecino de atrás según su modo de ver, marchando a cuatro patas vestido con top, minifalda y medias negras.  Hubiera preferido arrojarme en la piscina y ahogarme…

“Vamos – me apuró Eduardo -. Dejémoslos que miren… no les demos bolilla”

Acompañé, siempre por detrás y a gatas a mi Amo a medida que éste entraba en mi casa.  Mi vergüenza no tenía límites y no podía dejar de pensar cómo aquellos dos mocosos insolentes estarían viendo mi cola desde lo alto al asomarse ésta por debajo de la falda, luciendo una bombachita rosa que rogaba que no pudieran apreciar a la distancia…

Ingresé al comedor.  Virginia estaba sentada a la mesa  teniendo enfrente suyo un plato y una botella con gaseosa, acompañada por un vaso.  Otro plato y otro vaso estaban seguramente reservados para Eduardo.

“Ya sabés lo que tenés que hacer” – me espetó él.

Sí.  Yo lo sabía.  Bajando la cabeza fui a cuatro patas hasta llegar adonde estaba Virginia.  Cuando estuve debajo del mantel de la mesa tuve una imagen fantástica de sus piernas y nunca la vi tan sexy.  Besé sus zapatos, primero uno, después el otro, diciendo:

“Buenos días, Señora”

Luego salí de abajo de la mesa y me quedé de rodillas frente a Eduardo, quien ya había tomado posición a la misma.

“Esos son detalles que tenés que irte grabando, sin que tengamos necesidad de estar siempre recordándotelos.  ¿Entendido? – me dijo él, con tono de reprimenda.

“Sí, Señor” – respondí.

De la cocina llegaba el sonido inconfundible de algo que se estuviera preparando sobre la plancha a la vez que me llegaba un aroma de hamburguesas, que me hizo recordar el hambre que tenía.  Sólo un momento después apareció Aldana, proveniente de allí, portando una bandeja sobre la que, muy precariamente desde mi posición, llegué a distinguir hamburguesas y ensalada.  A medida que se fue acercando a la mesa y apoyó la bandeja, pude ver que sus pechos estaban desnudos,  luciendo sólo una diminuta tanga que era prácticamente una línea de tela que desaparecía dentro de sus perfectas nalgas.  En ningún momento me miró (parecía haber habido una charla o instructivo previo) y, apenas hubo servido los platos y llenado los vasos de la pareja, se ubicó de rodillas en el piso.  Era evidente que el derecho a desplazarse erguida era sólo una concesión momentánea para poder llevar la comida.  Recién en ese momento, cuando estuvo arrodillada, me dirigió una rápida mirada.  No pude distinguir en ella ninguna emoción en particular, como si ya le hubieran dejado en claro que tenía que aceptar su destino sin más.  Luego bajó la vista hacia el piso y así quedó, con las manos a la espalda.

Eduardo y Aldana comieron con fruición.  No dejaron de hacer referencia a la suerte que habían tenido de que en el freezer hubiera hamburguesas.  O sea, nos hacían ver que se apoderaban de lo nuestro y, así, una vez más, nos humillaban.

“Hoy es una linda tarde para pileta” – comentó Virginia entre bocado y bocado

“Sí, lo es – concedió Eduardo mirando hacia el ventanal del fondo en dirección a la piscina -. Hace calor y por suerte éstos la tenían preparada.  Una lástima que yo tenga que ir a ver al contador en un momento…”

“Eduardo… - protestó ella con un gesto de hastío - ¿Justo un sábado tiene que ser?”

“¿Qué querés que haga? – repreguntó él encogiéndose de hombros y apurando un bocado -.  Ya me había comprometido.  Son un par de horas.  No será mucho…”

“Está bien – concedió Virginia -. De todas formas la pienso pasar muy bien aquí esta tarde” – nos miró malévolamente de reojo al decir eso.

“¿Ah, sí? – preguntó él mientras le acariciaba la mejilla - ¿Y qué tiene en mente esa cabecita hermosa?”

“Bueno… - dijo ella -, como te dije, es una lindísima tarde para pileta y tengo ganas de invitar a mis amigas”

Un balde de hielo pareció caer sobre mí.  Eché un vistazo a Aldana y pude comprobar que a ella le había ocurrido lo mismo y aun peor… Su rostro, que hasta un momento antes lucía domesticado y dócil, ahora estaba contraído en una expresión de terror mientras los ojos parecían pugnar por escaparse de las órbitas.

“Sí… - continuó Virginia -. Andrea, Érika, Valeria, Mica…”

Pude ver cómo Aldana ahora temblaba y no podía controlarse.  Algunas de las que estaba nombrando Virginia eran vecinas e incluso amigas en común.  En otras palabras, aquella pérfida bruja las traería a casa para que todas vieran la nueva situación social de Aldana.  Y mía, por supuesto…

“Es una linda idea – concedió Eduardo, alegremente -. Me parece bárbaro.  La van a pasar muy bien…” – y llevó un nuevo bocado a su boca.

CONTINUARÁ