Apuesta Perdida (7)

“Rodolfito… te quedaste muy dolido viendo a Eduardo coger a tu esposa y hacerle la cola arriba de tu propia cama, ¿verdad?” La maldita bien sabía la respuesta, pero quería que yo se la diera.

Un estentóreo y sostenido grito brotó finalmente de la garganta de él y la sensación que me produjo fue la de un himno triunfal de guerra o algo así.  La intensidad sonora fue bien estridente y era imposible que no hubiera llegado a oídos de los vecinos  pero, aún así, también pude escuchar el alarido final de Aldana, mezcla de quejido lastimero y goce infinito.  Con dolor bajé la cabeza y volví a lagrimear.  Él había acabado adentro del culo de mi esposa… y en mi propia cama.  Y lo que parecía tan hiriente o peor: a juzgar por el alarido por ella proferido,  Aldana  también había llegado al orgasmo.  Aquel maldito hijo de perra la había hecho llegar aun penetrándola por la cola.  No creo que hubiera un mejor modo de dejar bien demostrado quién era el macho y quien ya no lo era o, mejor dicho, no lo había sido nunca…

Pronto volví a escuchar el taconeo de Virginia a mi lado; me acarició la cabeza en un gesto que, aunque pareciera de ternura, era en realidad de burla.

“Vamos, chiquita – me dijo -. Vamos para el comedor. En cuatro patas…”

Quise contestar pero sólo salió un sonido ahogado porque, claro, tenía la bombacha de mi mujer en la boca. Virginia echó a andar hacia afuera de la habitación con ese paso que siempre se rozaba con una carrerita y que yo, como pude y en cuatro patas, trataba de seguir.

Al pasar junto a la cama tuve, de reojo, un leve atisbo de lo que acababa de ocurrir.  Sobre el lecho pude distinguir a Eduardo, echado exhausto sobre el cuerpo de Aldana, quien no lucía menos extenuada y, de hecho, respiraba de un modo que evidenciaba tal estado.  Alrededor de ellos fui viendo la cómoda, la mesita de luz y los portarretratos que nos mostraban a ambos radiantes, enamorados y felices.  Incluso llegué a ver la foto de casamiento, en la que ella lucía de impoluto blanco con un ramo de rosas en la mano.  Otros tiempos.  Era increíble cómo en una sola noche se había desmoronado todo eso y había pasado a amontonarse con las cenizas de lo que ya había sido y que, casi seguramente y como decía Virginia, ya no sería.  No era sólo una noche: mi sensación era que aquellos dos abominables seres habían arruinado mi vida para siempre porque, aun en el supuesto caso de que yo recuperara mi libertad después de las seis, me sería imposible borrar de mi mente todo aquello y salir de la bajeza psicológica en la cual me habían hecho caer.   En todo eso pensaba al momento de cruzar la puerta y dejar atrás la pieza.

Anduve en cuatro patas hasta llegar a Aldana, quien esta vez no se había sentado sobre el sofá sino en un sillón individual.  Con su dedo índice me indicaba que me siguiera acercando:

“Vení, linda, vení – me decía -. Vamos a ver una película juntos como tantas veces lo hicimos los cuatro, jejeje… Incluso, ahora que lo pienso podríamos hacerlo una noche de estas y compartirla entre todos, jaja…”

Llegué junto a ella y quedé de rodillas.  Me colocó la cámara frente a los ojos y puso en marcha la película que acababa de filmar.  Ante mis retinas comenzaron a desfilar las imágenes y juro que tenía ganas de cerrar los ojos pero por otra parte una extraña fuerza se apoderaba de mí y me llevaba a mantenerlos abiertos.  Dudo incluso de haber parpadeado mientras me mostraba la filmación.  Me vino a la cabeza una escena de la película “La Naranja Mecánica”, en la que Alex, el personaje, es sometido a ver una película terriblemente violenta al tiempo que unas pinzas mantienen sus párpados estirados a los efectos de no permitirle cerrar los ojos.

Y las imágenes se fueron sucediendo ante mí.  Vi cómo Eduardo se dedicaba a introducir su verga en el ano de mi esposa casi como si estuviera simplemente ajustando un tornillo, es decir como una tarea que no requiriera  consenso alguno.  Para colmo de males Virginia, maquiavélica y detestable como siempre, se había dedicado a privilegiar todos los planos que permitieran que yo viera bien cómo mi mujer estaba siendo cogida por el culo.  Un rato se detuvo también en la cara de Aldana, en un primer plano que mostraba a las claras el grado de goce intenso (y seguramente nunca antes vivido) que estaba experimentando.  Ella tenía los ojos cerrados y jadeaba; en algún momento los abrió y descubrió la cámara que Aldana sostenía tan cerca de su rostro; un destello de vergüenza, reminiscencia seguramente de la mujer que había sido hasta unas horas antes, la hizo mirar para el otro lado pero pude notar cómo Eduardo la tomaba de los cabellos y, arrancándole dolorosos quejidos, la hacía voltearse nuevamente para encararse con la cámara.  Luego la imagen volvió hacia la penetración en sí; se detuvo un momento mostrando cómo el miembro de Eduardo subía y bajaba entrando en el ano hasta desaparecer, pudiendo incluso apreciarse cómo sus huevos terminaban estrellándose contra las nalgas de Aldana.  La cámara se alejó un poco e hizo una toma más alta e integral, seguramente porque Virginia se había puesto en pie.  Ahora tenía un perfecto plano de gran parte de la cama vista desde arriba mientras, sobre ella, el cuerpo de un macho semental dominante tomaba posesión de la hembra haciéndolo por el lugar que más suele gustar a los hombres cuando quieren expresar su dominio y control: el culo.  Eduardo la golpeó un par de veces en las nalgas y aceleró la cabalgata al tiempo que la tomaba por los cabellos nuevamente y tiraba hacia él como si se tratara de las riendas de una montura.  En algún momento estampó una bofetada en el rostro de ella… Después le soltó los cabellos y deslizó las manos por la espalda de mi esposa.  Levantó la remera musculosa y luego sus manos, casi sin pedir permiso, fueron reptando por debajo de las costillas de Aldana, ante lo cual ella reaccionó levantando un poco el cuerpo.  Él desprendió su corpiño y sus manos buscaron las tetas de mi esposa; sabiendo eso, seguramente Virginia se acuclilló para permitir un plano más bajo.  En efecto, vi como las manos de Eduardo, posesivas e irrespetuosas, estrujaban los hermosos pechos de ella y buscaban los pezones para apretarlos con fuerza, al tiempo que Aldana redoblaba sus gritos de dolor.  Y finalmente lo previsible: el desenlace, vergonzante para mí, con él cabalgando orgulloso sobre la perra cuyo ano tomaba y ella, quejándose con sus interjecciones y gritos pero no con sus acciones (ni tan siquiera con sus palabras) lanzaba el aullido final que la convertía en hembra poseída de la peor forma en que se la podría poseer.

“Cuando un macho posee a una hembra por el culo, ella ha pasado a ser suya” – remató Virginia quien, como siempre, parecía leer mis pensamientos y a la vez decir exactamente aquello que me hiciera sentir, lo más posible, en el fondo de un pozo.

Una vez que terminó de hacerme ver la filmación, cerró el lente de la cámara y se alejó de mi posición.  La apoyó sobre la mesa.  Se llevó los brazos a la espalda y luego se estiró;  era tarde y ya se acercaba el nuevo día, el que daría final a la noche más terrible de mi vida.  Eduardo salió de la habitación.  Caminaba lento y algo cansado y, después de todo, ¿qué podía esperarse?  Aldana, por su parte, permanecía aún en la habitación y, creo que con más razón, tampoco podía esperarse algo distinto.  Virginia, por su parte, echó una ojeada a su celular:

“Cinco y veinte – dijo. – Es una pena pero tan hermosa velada va llegando a su fin”

“Cierto – convino Eduardo -, pero aún quedan cuarenta minutos”

“Sí – acordó Virginia, pensativa -.  Deberíamos buscar hacerlos tan divertidos como el resto de la noche”

Increíble… ¿No estaban cansados? ¿No iban a dejar sus perversas mentes de elucubrar planes para vernos humillados?

Virginia se levantó presurosamente del sillón en que estaba y volvió a tomar la cámara que se hallaba sobre la mesa; se la tendió a Eduardo.

“Ahora que lo pienso – dijo -, yo no estoy en ninguna foto.  Si vamos a guardar recuerdos de una noche tan entrañable, eso no sería justo, ¿verdad?”

Eduardo tomó la cámara entre sus manos al tiempo que Virginia se acercaba hacia mí.

“Tienes toda la razón del mundo – concedió él -.  Como siempre, querida… jejeje…”

Ella me tomó por los cabellos sólo un poco más arriba de la nuca y me obligó a mirar el lente, que ya estaba abierto nuevamente.  De reojo pude ver cómo Virginia ubicaba su rostro muy cerca del mío, aunque un poco más arriba porque, claro, yo seguía arrodillado en el piso y ella, tan perfecta como era en la confección de sus siniestros planes (hay que admitirlo) no iba a ponerse a mi misma altura para una toma.  Llegué a ver cómo fruncía los labios y adoptaba una actitud de fiereza, como si fuera una domadora junto al león vencido, o una cazadora furtiva luciendo con su indefensa presa.  Por supuesto que no se detuvo.  Se giró dándome la espalda y asumió una postura terriblemente sexy, con una mano sobre la parte de atrás de su cabeza y la otra en la cintura, a la vez que sus hermosas piernas dibujaban una especie de cuatro dejando uno de sus tacos apuntado hacia mí.  Le eché una mirada de reojo; jamás había notado el buen trasero que tenía… O quizás, y eso era lo más probable, el cuerpo de Virginia había ido madurando y haciéndose más deseable con el paso del tiempo, como dije antes; uno de esos casos de mujeres que al pasar los treinta se vuelven increíblemente sexys al punto de verse incluso más atractivas que a los veinte.  Me reprendí a mí mismo internamente por el hecho de que aquella mujer me generara deseo.  Peor aún, sospechaba que además la veía más sexy después de haber presenciado su retahíla de perversiones dominantes en mi contra a lo largo de toda la noche.  ¡Eso no podía ser!  ¿En qué me habían convertido aquellos dos monstruos?

“Vos lamiendo el taco, Rodolfita” – me ordenó.  Y capté inmediatamente el tipo de foto que quería.  Así que me incliné ligeramente hacia mi derecha, saqué una vez más la lengua de adentro de mi boca y me dediqué a pasarla por el taco de su zapato mientras Eduardo, divertido y no menos perverso, registraba una nueva toma.

Luego se giró en posición exactamente inversa aunque siempre manteniéndose de perfil al ángulo de la fotografía.  Me ordenó bajar la cabeza y apoyó una de sus rodillas sobre mi nuca.  Obviamente yo no pude ver su posición al estar mirando al piso, pero la adivinaba de pie, exultante y luciendo victoriosa y muy sexy, apareciendo en mi mente la imagen de ella colocando ambas manos sobre su propia nuca.  Poco después, al ver la foto, tendría la confirmación de que mi presunción era cierta.  Luego me hizo poner mejilla y codos contra el piso y apoyó el taco sobre mi nuca; también en este caso vería la foto más tarde,  lo cual me permitiría apreciarla a ella luciendo, muy sensual, con ambas manos a la cintura, a la vez que su talante exhibía un gesto netamente dominante.

Terminada la sesión ella se dirigió, rápida como siempre, a observar las imágenes en la cámara.   Eduardo, sonriente, se las iba pasando una tras otra y Virginia ostentaba una felicidad que parecía no caber en sí misma.

“¡Ésa va para la presentación de perfil de mi facebook!” – exclamó, desbordante de alegría, mientras yo quería morir una vez más y no podía emitir palabra de protesta, no sólo porque tenía aún las bragas de mi esposa hechas un bollo adentro de mi boca sino porque además ya no tenía control de mi propia voluntad… Existen tres tipos de libertad: de actuar, de decir y de pensar; de ellas las dos primeras ya prácticamente no existían en tanto que la tercera estaba seriamente mancillada y en proceso de progresivo deterioro.

“Nos queda media hora – dijo él, dirigiendo por un momento la vista hacia otro lado -. ¿Qué podemos hacer?”

“Hmmmm…” – Virginia se llevó un dedo a la boca en un gesto que buscaba denotar candidez pero que a la vez estaba fuertemente impregnado de perversión.   Giró la vista hacia la habitación matrimonial y permaneció un momento cavilando.  Mi imaginación no daba para siquiera conjeturar sobre los maléficos planes que pudieran estarse entrecruzando y articulando en su mente, pero una cosa era segura: cuando Eduardo había introducido la pregunta acerca de qué hacer en la media hora restante, sólo lo había hecho para activar la maquiavélica imaginación de su mujer, la cual, con seguridad, elaboraría un plan bastante más perverso que el que a él pudiera ocurrírsele.  Si fue así, no se equivocó.

“¡Ya lo tengo! – exclamó, triunfal, Virginia, levantando los brazos coronados en sendos dedos índices orientados hacia arriba y mostrando en su rostro un gesto que debía ser muy parecido al que supuestamente habrá adoptado Arquímedes adentro de la bañadera.  Se acercó rápidamente hacia mí y se inclinó ligeramente apoyando sus manos sobre una de sus rodillas:

“Rodolfito… te quedaste muy dolido viendo a Eduardo coger a tu esposa y hacerle la cola arriba de tu propia cama, ¿verdad?”

La maldita bien sabía la respuesta, pero quería que yo se la diera.  No podía hablar de todas formas pero bajé la cabeza y asentí a la vez que trataba de pronunciar un “sí, señora” que debió resultar ahogado e ininteligible a través de la bombacha de mi esposa.

“Duele mucho más cuando es en tu cama, ¿verdad?” – el tono de ella era algo histriónico y hacía acordar al de una maestra hablándole a un alumno; a la vez estaba planteando afirmaciones en forma de falsas preguntas sólo para hacerme pasar por la humillación de  responder.  Volví a asentir

“¿Es lo más doloroso que podía pasar sobre tu cama?” – siguió indagando, adoptando ahora un tono de lástima o compasión, falso otra vez, por supuesto.  Incluso levanté la vista hacia ella, posiblemente intrigado acerca de adónde quería llegar, y al hacerlo vi en su rostro una expresión de fingida angustia que era, en realidad, sólo burla.  Volví a agachar la cabeza y asentí.

“Uuuuuy – dijo ella -… Vení con nosotros… ¡En cuatro patitas eh!

Tomó por el brazo a Eduardo y prácticamente lo llevó hacia la habitación matrimonial nuevamente.  En la expresión de él había una mezcla de entusiasmo, intriga e incomprensión.  Yo los seguí, caminando sobre manos y rodillas.  Cuando entré pude ver que Aldana seguía aún boca abajo sobre la cama, totalmente exhausta, dormida o desvanecida.  Virginia le propinó un fuerte chirlo en la cola.

“A ver, rubiecita, a moverse – le espetó -.  A ver si movemos ese precioso culito que tiene y dejamos libre la camita…”

Mi mujer se sacudió ligeramente; en el estado en que estaba difícil era que pudiera asimilar un pedido (o, en realidad, una orden) con rapidez.  Eduardo tuvo menos paciencia; la tomó por los cabellos y prácticamente la levantó en vilo, arrastrándola fuera del lecho:

“Dale, putita culo roto – le dijo, casi mordiendo las palabras -. ¡Más rápido!”

Esta vez, al ser sacada de su letargo con tanta violencia, Aldana no pudo evitar despedir un grito de dolor por su boca.  Eduardo la soltó, dejándola allí, a un costado de la cama, mientras Aldana, dolorida, se tocaba la cabeza.  Virginia me miró a mí y señaló el lecho:

“Arriba, perrita” – me ordenó, a la vez que palmoteaba sobre la sábana.

Yo miré sin entender demasiado y supongo que eso me detuvo.  Eduardo me propinó una fuerte bofetada.

“Dale, nena - insistía Virginia -.  No tenemos todo el día, jeje…  Apenas media hora.  Además… - su rostro adoptó una mueca de burla aun más perversa, en el caso de que tal cosa fuera posible -, ¿No tenés ganas de volver a tu cama matrimonial siquiera una vez más?”

No manifesté más duda ni, menos aún, resistencia alguna.  Subí a la cama prácticamente reptando, sin saber exactamente en qué postura debía quedar sobre la misma.  La siguiente orden de Virginia me esclareció al respecto:

“Ponete en cuatro – me dijo ásperamente -, como la perra que sos”

Así que, tal como me demandaba, quedé allí, sobre manos y rodillas y en mi propia cama a la espera de algo que todavía se presentaba como incierto pero que, después de tan larga y humillante noche, no daba visos de ser halagüeño para mí.  Por lo pronto sabía yo que, estando en la posición en que me habían hecho poner, mi corta pollera estaba dejando al descubierto mi cola luciendo una muy femenina bombacha rosa.  Eduardo disparó un par de veces la cámara.

“Tocate” – me ordenó Virginia.

Tuve el reflejo de girar levemente la cabeza, aunque no del todo; ella, advirtiendo el gesto, me reprendió.

“No te gires ni nos mires, puta.  Hacé lo que te digo y nada más… Tocate”

Con resignación quité mis dos manos de encima de la sábana y, obviamente, mi rostro cayó pesadamente sobre la cama.  Llevé las palmas hacia mis  nalgas y las comencé a deslizar haciendo círculos sobre ellas.

“Jejeje – rió Virginia -.  Yo nunca le dije que se tocara la cola – se dirigía a Eduardo obviamente -, pero la puta lo entendió perfectamente, jaja… Y, después de todo, es lo que a ella le gusta, que le toquen ahí”

Yo estaba rojo como un tomate.  No sólo me daba órdenes sino que además se encargaba de dejar bien en claro que yo estaba convertido en la más sumisa de las perras y ya ni siquiera hacía falta que las órdenes me llegaran completas.  Eduardo se ubicó contra la pared en una posición aun más cercana a mí, lo que hacía que yo pudiera verlo con apenas mover levemente los ojos.  Pude distinguir perfectamente cómo Virginia se acercaba a él y se encargaba de desabrocharle el pantalón.  Allí estaba, una vez más, su magnífico miembro presente, el cual Virginia comenzó a acariciar.  Puso una rodilla en el suelo y se dedicó a lamerlo.  El pene estaba empezando a erguirse nuevamente.  ¿Era posible? ¿Otra vez? Si había alguien en el mundo capaz de desmentir que el alcohol quite potencia al rendimiento sexual, ése era Eduardo.

“Vení, Aldana” – llamó él  con tono imperativo.

“Sí, Aldi…- se sumó Virginia -. Vení con nosotros… Dale…”

Mientras yo seguía sobre la cama, expuesto y tocándome, el sonido de los tacos de Aldana fue dibujando en mi cabeza su completo recorrido, desde un costado de la cama hacia el otro.  En el momento de girar por detrás de mí, pude imaginar la visión que de su esposo tendría ante sus ojos y comencé a lagrimear nuevamente.  Llegó ante la pareja y se ubicó a la izquierda de Eduardo, dado que el flanco derecho ya era ocupado por Virginia que le besaba el pito apasionadamente.  Pude ver cómo mi esposa besaba a Eduardo en la boca y, a continuación, se hincaba para acercarse también ella al prominente miembro.  Y así, una a cada lado, se dedicaron a besarlo y lamerlo.  Los viscosos hilos de humedad se entrecruzaban entre el pene de Eduardo y ambas bocas.  El rostro de él era de éxtasis absoluto y no era para menos; con una sonrisa plácida echaba su cabeza hacia atrás y la apoyaba contra la pared.  En ese momento ya no me escudriñaba tanto con la mirada y por esa razón yo mismo desvié más la vista en dirección al trío.

Era como que Aldana estaba y a la vez no estaba allí.  Sacaba su lengüita con lasciva dedicación y la pasaba por el extremo del glande casi como si fuera parte de un juego que sólo un idiota podía pensar que no estuviera disfrutando.  Eduardo bajó una mano y le acarició la cabeza.  En ese momento Virginia dejó de lamer y me miró.  Pensé que iba a reprenderme por estarlos observando y por eso volví la vista hacia abajo, enterrando mi rostro entre las sábanas.

“No dejes de tocarte” – me dijo severamente, dando entonces a la reprimenda una orientación diferente a la que yo había pensado.  Pude percibir cómo se acercaba hacia mí.

Claro, era posible que yo, abstraído como estaba con la increíble escena, hubiera dejado de tocarme por un momento o bien que no lo hiciera con la misma dedicación.  Así que volví a mi tarea.  Rápidamente sentí cómo los garfios de Virginia me tomaban brutalmente por los cabellos y, contrariamente a lo que hubiera esperado, me hicieron girar la cabeza para retomar la misma vista que tenía hasta unos segundos antes.  Me encontré entonces con la imagen de Aldana, aún hincada pero ahora de frente a Eduardo, abocada con absoluta entrega y cuidado a mamarle la verga.

“Así que con vos sexo oral nunca, no? Jeje…  – celebró Virginia dando al tono de sus palabras una maldad indescriptible -. Ahí la tenés.  No para de chupar”

De un violento manotón, la malévola mujer arrancó de mi boca las bragas de mi esposa y las arrojó a un costado.  A pesar de la liberación que ello me provocaba, lo cierto era que por otra parte sentía que la boca me había quedado entumecida y terriblemente seca después de tanto tiempo teniéndolas allí.

“Para que veas que no somos unos reverendos hijos de puta, como seguramente estás pensando, te vamos a dejar elegir… ¿Qué preferís putito? ¿Eduardo acaba en la boquita de Aldana o en tu culo, acá, sobre tu cama y delante de tu esposa?” – la malicia de Virginia no paraba de sorprender; era la primera vez en la noche que me daba una cierta libertad e increíblemente se las había arreglado para que esa posibilidad de optar implicara no para mí un alivio o una descarga sino por el contrario, una nueva y aun más aberrante humillación.

“En mi… culo, Señora” – dije entrecortada y apagadamente, en parte por el entumecimiento que aún experimentaba mi boca pero también, y creo que más aún, por la vergüenza imposible de describir que sentía.

“Muy bien – me dijo ella, acercando los labios a mi oído.  Me dio un beso burlón detrás de la oreja _. Ahora, pedíselo a Edu… Y apurate porque en cualquier momento Aldi va a tener el estómago lleno de lechita calentita…”

Tragué saliva.  Desgraciadamente ella tenía razón.  Tenía que actuar rápidamente.

“¡Por favor Señor! – imploré con el tono más alto que pude lograr-.  ¿Podría… cogerme?”

Eduardo salió por un momento del éxtasis en que se hallaba y me miró.  Aldana dejó de mamar y se giró para hacerlo también, lo cual era infinitamente peor.  “Perdón mi amor”, me dije para mis adentros.   No supe si los ojos de ella denotaban lástima, sorpresa o incomprensión.  Estaba escuchando a su propio esposo pedir a otro hombre que lo cogiera.

“Me parece que no te escuchó” – apuntó la muy pérfida Virginia, cuando la realidad era que su marido me había escuchado bien.  Miré nuevamente hacia Eduardo:

“Por favor Señor… cójame” – rogué en tono aun más alto que el que había utilizado antes.

“Je je je - la risita de Eduardo me dio como un dardo en las nalgas.  Tomó de los pelos una vez más a Aldana para apartarla a un costado mientras le decía: - Vos quedate ahí y mirá con atención”

Al dejar la verga de Eduardo de estar eclipsada por mi esposa, pude ver una vez más que su miembro estaba completamente erecto: un macho de raza en su más plena forma… Virginia se apresuró a bajarme la bombacha que tenía puesta y enterró dos dedos en mi culo para extraer el lápiz labial que, por cierto, estaba bien profundo.  De esta forma dejaba la vía de entrada libre para el magnífico pene de su esposo.  Él se ubicó detrás de mí y pude percibir cómo el somier se hundía en la medida en que apoyaba, sobre éste, primero una rodilla y luego la otra.  Me pasó la mano por el culo y me volvió a recorrer la zanja; yo experimenté un ligero atisbo de erección y eso me hizo poner peor todavía.

Sentí la portentosa verga entrar en mi zona trasera empujando hacia adentro; mi ano ya estaba bastante abierto y, por cierto, el lápiz labial había impedido que se cerrara completamente pero, de todas formas, el dolor volvió a hacer presa de mí mientras el glande de él se abría paso, majestuoso e invencible, por mi recto.  Virginia (siempre Virginia), máquina inagotable de pergeñar ideas perversas, tomó de la cómoda la foto de casamiento en la cual yo lucía junto a Aldana, ella maravillosamente pura y de blanco; colocó el portarretrato sobre la cama, a escasos centímetros de mis ojos.  Eduardo me ordenó que adoptara la postura de estar perfectamente en cuatro, así que volví a apoyarme sobre las palmas de mis manos, levantando el torso y la cabeza.

“Así – me decía él -. Sobre tu cama matrimonial, ante los ojos de tu esposa y en cuatro patas… como una perra”

De cualquier modo mi nueva postura me libraba por un momento de tener la foto de casamiento encima de mis ojos pero, como no podía ser de otra manera, Virginia se encargó de subsanar eso.  Alegremente, levantó el portarretrato hasta ponerlo a la altura de mis ojos en tanto que, con su otra mano, se encargaba de disparar la cámara; no se iba a privar de hacerlo, por cierto…

“Vení, Aldana, acercate” – ordenó Virginia, aun cuando el tono pareciera de invitación.

Mi esposa se acercó, creo que gateando.  Pude ver su bello rostro muy cerca del mío, sobre el borde de la cama.

“Miralo todo el tiempo – agregó Virginia -. Y vos también… mirala” – me dio un golpecito en la cabeza como corolario de la orden.

Y así quedamos, encarados a pocos centímetros uno del otro como no habíamos estado en toda la noche desde que yo perdiera la fatídica apuesta.  El pene de Eduardo seguía haciendo su trabajo en mi retaguardia y, como había ocurrido antes, el torrente de leche tibia se abrió paso en mi cola… Yo no podía dejar de mirar a Aldana y, a la vez, no podía dejar de jadear, al punto de que, a veces, cerraba involuntariamente mis ojos por un segundo y lanzaba un agudo gemido…

Eduardo bufó satisfecho… Retiró la verga de adentro de mí y yo caí sobre la cama, exhausto, mientras Aldana me seguía mirando…

“Una magnífica noche – remató Virginia -. Y una hermosa despedida” – se dirigió hacia el comedor casi con indiferencia.  Eduardo lo hizo detrás de ella.  Parecieron abandonarnos.  ¿Sería ya la hora? Busqué con mi vista el reloj despertador que teníamos sobre la mesita de luz: eran las seis y veinte.  Los bastardos, inclusive, se habían pasado en veinte minutos con respecto a la hora acordada.  Volvimos a mirarnos a los ojos con Aldana; no hubo palabras: ella, en un momento, se incorporó del todo y salió caminando de la habitación.  Quedé allí, sobre la cama, abatido.  Pensé, incluso, en seguir allí y simplemente esperar que se fueran, pero luego cambié de opinión: mejor sería ir yo también al comedor por más que estuviera vestido de “mucamita” y de esa forma tratar de poner las cosas en su lugar en caso de que la malévola pareja pretendiera comportarse como si no advirtiesen que el plazo estipulado se había vencido.

Me dirigí hacia el comedor, entonces, caminando esta vez erguido.  A través de los ventanales ya entraban los destellos del comienzo del día.  La noche, la más terrible noche de mi vida, estaba quedando atrás, aunque no tenía forma de saber hasta qué punto.  Virginia se estaba acomodando los cabellos ante el espejo que ella misma había hecho traer desde la habitación para que yo me viera a mí mismo vestido cual una sirvienta.  Yo la miré llena de odio.  Tanto a ella como a él.  Aldana estaba a un costado y mis sentimientos eran todavía más contradictorios con respecto a ella: supongo que yo quería creer que había actuado dejándose llevar por los efectos del alcohol y de la marihuana.  Virginia y Eduardo, a pesar de mis ojos inyectados en odio, se comportaban como si yo no estuviese; se dedicaban a juntar sus cosas, un buzo que había quedado sobre el perchero y la cartera de ella, en la cual pude ver cómo guardaba su celular.  Me acordé en ese momento de mi cámara fotográfica pero, afortunadamente, pude comprobar que la misma estaba sobre la mesa.  El plazo de la apuesta había caducado y, por lo tanto, nada podía ahora impedirme tomar MI cámara fotográfica y así salvar mi dignidad de una vergonzante exposición de imágenes, aun cuando unas cuantas habían quedado en la memoria del celular de Virginia.  Pero como siempre, la arpía leyó mis pensamientos y en el momento en el cual yo estaba a punto de tomar la cámara, me mostró una pequeña plaquita rectangular que sostenía entre sus dedos.

“Ni te gastes, querido – me dijo -, está todo aquí, en la memoria…”

Eduardo rió festejando la inteligencia de su mujer… o tal vez la estupidez mía.

“Dame eso” – requerí.  Mi mirada debía estar vidriosa como la de un perro rabioso.

“Jajaja – rió burlonamente ella -. ¿Ahora querés dar órdenes? ¡Mirate un poco en el espejo, hacé el favor! Jaja…”

Lo peor de todo era que ella tenía razón.  Y no sólo mi atuendo me desautorizaba a pretender sonar orgulloso y demandante, sino cada cosa vivida en esas fatales cuatro horas con veinte minutos.  Bajé la cabeza, abatido, mirando una vez más hacia mi cámara fotográfica que, vacía del testimonio vergonzante que Virginia tenía en su poder, también parecía burlarse impiadosamente de mí… Seguí recorriendo con mi vista la superficie de la mesa… Y vi los naipes, todavía desparramados allí… Los juegos de Eduardo y los que yo no había logrado completar: hasta el rey de bastos parecía mirarme con burla.  Y es que, realmente, no se puede creer cómo nuestro destino puede depender a veces de pequeñas cosas que van moldeando nuestra vida.  Me vino a la cabeza Milan Kundera quien, en “La Insoportable Levedad del Ser”, remarcaba la importancia de los pequeños accidentes y casualidades para ir dirigiendo nuestras vidas; Niezsche, de algún modo, hablaba de lo mismo, al decir que en el origen de todo está el disparate.  Dicho de otra forma, si yo no hubiera aceptado la apuesta o si me hubiera descartado más rápidamente los reyes, ahora la historia podría haber sido otra.  Quizás Aldana y yo estaríamos durmiendo plácidamente en la cama, echados uno contra el otro y a la espera de un sábado hermoso para compartir en pareja.  Pero no, la realidad era que en sólo cuatro horas veinte a mí me habían lavado la cola y me la habían afeitado, me habían obligado a caminar en cuatro patas llevando un envase de desodorante inserto en el ano a la vez que recibía puntapiés, había  tenido en mi boca el pene de un hombre y hasta tragado su semen, había sido vestido de mucama con ropa de mi esposa, había sido sodomizado dos veces mirándola a los ojos y una de ellas sobre mi propia cama matrimonial, había sido obligado a arrodillarme, a andar a gatas, a tener un lápiz labial metido en el culo o la bombacha de mi esposa en la boca, la había visto a ella mamar la verga de un hombre cuando en realidad nunca lo había hecho conmigo, había sido obligado a escuchar cómo en la oficina a ella le habían tocado la cola y no había opuesto resistencia, había tenido que lamer los zapatos de una amiga de mi esposa incluyendo suela y tacos, había sido fotografiado y filmado, obligado a escuchar cómo mi esposa era cogida y luego penetrada por el culo sobre mi propia cama matrimonial para luego hacerme pasar por la indecible humillación de tener que ver la escena filmada, como dejándome en claro que lo ocurrido ya estaba hecho y que ya no habría forma de revertirlo.  Y todo… por no desprenderme de los dos reyes más rápido…

Virginia y Eduardo estaban a punto de irse pero habían quedado detenidos en la puerta y ahora me miraban.  Ella debió darse cuenta de que yo posaba mi atención en las cartas pero dio a mi interés un enfoque distinto:

“Hagamos un pacto” – soltó a bocajarro.

Yo la miré extrañado; Aldana y Eduardo también lo hicieron.  Virginia seguía blandiendo entre sus dedos la placa de la memoria fotográfica, como si fuera su instrumento de control sobre mí:

“Si los naipes fueron los que hoy decidieron tu suerte, Rodolfo, vamos a dejar que lo sigan haciendo” – explicó.

Yo seguía confundido; entorné un poco los ojos y enarqué las cejas, tratando de buscar una respuesta.  ¿De qué hablaba ahora aquella máquina inagotable de ideas perversas?

Virginia avanzó hacia la mesa, apartó un poco una de las sillas y dejó caer su trasero sobre ella.  Depositó sobre la mesa la memoria de la cámara e hizo lo mismo con su celular, el cual extrajo de su cartera y colocó junto a la anterior.

“Vos querés esto, ¿verdad? – preguntó, con su clásico estilo de afirmar y preguntar al mismo tiempo.  De hecho ni siquiera le contesté; ella sabía bien la respuesta -.  Bueno… si es así, podés tenerlos”

Eduardo fue uno de los que pareció más confundido:

“Virgi… - comenzó a protestar -. ¿Qué…?

“Sé lo que hago Edu” – le cortó ella, mientras le echaba una mirada y le guiñaba un ojo.  Luego volvió la vista otra vez hacia mí -. Si tu desgracia fue hoy una partida de chinchón,  también una pequeña… salvación – gesticuló en el aire con sus dedos, como imitando unas comillas – podría llegarte a través del chinchón”

“Explicate mejor” – solté yo, algo impaciente.

“Bueno… mirá… como ya te dije hoy, no queremos irnos de acá y que se queden pensando que somos unos hijos de puta.  Por esa razón podemos darles una revancha…”

Eduardo estuvo a punto de protestar nuevamente, pero se contuvo.

“¿Y cómo sería eso? – indagué yo, intrigado.

“Bueno… - hablaba gesticulando permanentemente y la mayor parte de las veces sin mirarme a los ojos; parecía adoptar un tono casi pedagógico, como si estuviera dando una clase.  Hoy no sé qué pensar, pero sabiendo lo maquiavélica que podía llegar a ser, no era de extrañar que estuviera, de algún modo, poniendo en ridículo mi condición de docente -.  La cosa sería así… y escuchen bien todos…  Podemos jugar una revancha pero, obviamente, por una prenda distinta a la que hemos puesto antes en juego.  De mi parte aquí dejo la memoria de la cámara junto a mi celular.  Si ustedes ganan, les pertenece y, sobre todo vos, Rodolfo, te liberás de ser visto públicamente por todo álbum o red social que te puedas imaginar.  Creo que la oferta es tentadora, ¿no?”

Realmente lo era.  La seguí mirando fría y fijamente.

“¿Y qué pasa si ustedes ganan? – pregunté.

Virginia revoleó un poco los ojos, dotando a su gesto con algo de candidez, picardía y, a la vez… perversión.

“Bueno – comenzó a explicar, sonriente -.  Si ustedes vuelven a perder, cosa que no sería extraña porque ganador o perdedor se nace…,  vos seguís siendo esclavo de Eduardo por otras 72 horas…”

¡72 horas! Una locura absoluta… Estábamos en el amanecer del sábado, lo cual implicaba que incluso quedaría dentro del plazo establecido un día laborable, es decir el lunes, pero… además de ello, si perdíamos… ¿hasta dónde podrían llevar aquellos monstruos su perversión teniendo tres días para hacerlo?

“Pero hay más – agregó Virginia, blandiendo un dedo índice -.  Si eso ocurre, es decir si ustedes pierden, no sólo vos seguís siendo esclavo de Eduardo sino que Aldana pasa a ser esclava mía”

Miré hacia Aldana rápidamente y pude ver en su rostro la más absoluta desesperación.  La vi realizar un par de movimientos laterales de cabeza cortos y nerviosos, como queriéndome disuadir de aceptar la siniestra propuesta.  Realmente estábamos jugando con fuego… y lo sabía.  Pero, por otra parte… ¿podía ser que la suerte se ensañara tanto contra nosotros como para llevarnos otra vez hacia el desastre? No tenía por qué ser así… Y la chance de salvarnos (y sobre todo de salvarme) en lo referente a la imagen pública, estaba allí, al alcance de la mano… Volví la vista a Virginia y estaba a punto de decirle que aceptaba el desafío cuando ella me cortó:

“Y hay una última condición – apostilló -.  Esta vez el enfrentamiento no va a ser entre Eduardo y vos, sino entre Aldi y yo...“

CONTINUARÁ