Apuesta Perdida (5)

Continúan las humillaciones en casa de Rodolfo y Aldana; el pérfido y cruel juego parece no encontrar límtes

Cuando Aldana regresó al comedor, lucía como si nada hubiera pasado sólo unos minutos antes, como si el “marido” de su amiga no le hubiera estado acariciando las nalgas en mi presencia.  No supe cómo tomarlo.  No sabía si alegrarme porque parecía dar vuelta la página o indignarme porque pretendía comportarse como si no fuera importante.  Lo primero que hizo  fue tomar el vaso de fernet con gaseosa que Eduardo había llenado nuevamente durante su breve ausencia.  Lo empinó con decisión, con lo cual tuve que caer en la triste conclusión de que si emborracharla formaba parte de un plan de la pareja, era bastante posible que lo lograran.  Cuando se dejó caer sobre el sofá, lo hizo con bastante soltura y alegría… Sus estados de ánimo se notaban cambiantes.

Los tres siguieron atacando las cazuelas que había sobre la mesa ratona y no pararon de beber.  Pronto el fernet se terminó… y yo sabía que no había otra botella.  Eduardo alzó el envase vacío y lo sostuvo en mano, enseñándomelo a la distancia… Yo temí lo que fuera a decirme.

“Esto se terminó – anunció -. ¿Qué pensás hacer?”

Me sentía morir.  Seguramente iba a pretender que saliera a la calle, vestido como estaba, para conseguir otra y siempre a riesgo de no conseguirla.  De hecho, sabía de una pequeña despensa a pocas calles de distancia que tenía atención nocturna, pero… estaba también la posibilidad de que ya no vendieran alcohol a esa hora.  Tenía que pensar rápido, tanto como mi ultrajada y maltratada mente me lo permitía.  Por suerte Aldana intervino:

“Hay un par de cervezas en la heladera – dijo -. Y alguna de whisky en el minibar”

Eduardo pareció dudar, pero eso sólo duró un instante.

“Traenos esas cervezas” – me ordenó.

Por una vez, una de las órdenes recibidas en aquella fatídica noche resultaba un alivio para mí.  Resultaba increíble decirlo pero la realidad era que yo había caído tan bajo que una orden “discreta”, pero orden al fin, era recibida casi como una bendición.  Fui presuroso a buscar las botellas de cerveza antes de que cambiaran de parecer y decidieran enviarme a la calle a conseguir más fernet.   Regresé con prontitud y las apoyé sobre la mesa ratona.

“Volvé a ponerte de rodillas” – ordenó Eduardo.

Así lo hice. Me ubiqué arrodillado ahora algo más cerca de ellos que antes.  No había ninguna razón especial para que así lo hiciera salvo el hecho de que, a la luz de lo que había ocurrido un rato antes entre Eduardo y Aldana, yo estuviera más cerca para interponerme en caso de que las cosas volvieran a descarrilarse.  Sin embargo, a la vez sabía que mi sumisión era también impotencia y que se habían encargado de destruir todas mis defensas psicológicas.  Me tenían allí, de rodillas y ataviado como una mucamita, a la vez que un lápiz labial se hallaba introducido en mi cola.  En esas condiciones, mal podía esperarse de mi parte alguna reacción de rebeldía.  En todo caso, lo cierto fue que la cercanía al trío acabó jugando en mi contra.  Viendo Virginia que yo estaba a tiro, extendió su pierna acercando a mi boca el pie envuelto en su zapato de taco.

“Lamelo” – me ordenó.

La orden fue sorpresiva y yo, una vez más, miré casi maquinalmente a Eduardo quien no necesitó decir palabra.  Simplemente giró las palmas de sus manos hacia arriba y enarcó las cejas, en un gesto que parecía dar como obvio que yo tenía que obedecerla.   Así que sin oponer resistencia saqué mi lengua de mi boca y la sometí a una nueva humillación en la noche.  Fui recorriendo el zapato de Virginia con sumisa dedicación y devoción.

“Tiene que quedar brillante – me espetó ella -. Y no te olvides de la suela”

En efecto, continué con mi labor, lamiendo toda la superficie y luego pasando a la suela, momento en el cual una sensación desagradablemente áspera invadió mi boca.  La cruel dueña del zapato, por lo pronto, había pasado a atacar la cerveza. Ya para esa altura estaban tomando del pico.  Noté que Eduardo y Aldana conversaban, aunque no podía llegar a entender bien qué decían.  La música seguía sonando en el ambiente y no me permitía distinguir porque hablaban en voz baja.  Lo que sí advertía cada tanto eran sonrisas cómplices o, a veces, risas espontáneas que eran coronadas por acciones como que ella dejara caer por un instante su rostro contra el hombro de él.  Virginia notó que mi atención se dispersaba y me propinó un ligero puntapié en la boca.

“Vos seguí con lo tuyo – me dijo, impiadosa -. Ellos tienen cosas de que hablar, cosas que, por cierto, a vos no te interesan en lo más mínimo.  Seguí con la suela… dejamela limpia… y no te olvides del taco… chupalo bien de arriba abajo hasta que quede limpito…”

Yo no sé, amigo lector, cuál será para esta altura tu impresión ni qué experiencias hayas pasado en tu vida a las que puedas calificar como humillantes.  Te puedo asegurar que tengo mis dudas de que siquiera se parezcan a lo que te estoy contando.  Como si no hubiera sido suficiente con todas las degradaciones a que habían sometido a mi ano y a mi boca, ahora tenía que meter completamente en esta última el taco del zapato de ella y, con un trabajo descendente de mis labios y mi lengua, limpiar de él cualquier impureza.  La música paró.  El disco había cesado. Y ahora llegaban más claras las palabras que se decían Eduardo y mi esposa.

“No, no, no… jaja “– decía ella, alternando negaciones con risas.  El tono era decididamente divertido.

“Pero decí la verdad” – parecía insistir él.

“No puedo decirte eso…” – volvía a remarcar ella sin dejar de entrecortar las palabras con risitas casi adolescentes.  En ese momento y aun a riesgo de recibir un nuevo puntapié que podía ser tanto más doloroso en la medida en que el taco estaba adentro de mi boca, miré un poco de reojo hacia ellos.  En parte estaba protegido por la suela de Virginia que cubría mis ojos de la mirada escudriñadora de ella.  Pude advertir cómo Aldana, al hablar, hacía caer ligeramente la cabeza sobre un hombro.  Parecía, insisto, una adolescente, o al menos ésa era la idea que acudía a mi mente viéndola.

“Es una pregunta muy simple” – volvió a la carga Eduardo.

Mientras me encontraba chupando el taco de aquella arpía, me devanaba los sesos tratando de entender cuál sería la pregunta o bien el tema del que hablaban.  Hasta que la siguiente pregunta de Eduardo pareció empezar a encaminar más mis posibles conjeturas.

“Pero…  ¿Te gusta o no?” – preguntaba él, con una insistencia rayana en lo insufrible, por lo menos para mí.

Aldana desvió la vista hacia el costado y en ese momento Eduardo, quien nunca había prendido la hebilla de su pantalón, jaló hacia abajo el cierre; con el dedo pulgar llevó también hacia abajo el elástico del slip y así dejó una vez más expuesto su magnífico miembro.  En ese momento Virginia echó hacia atrás su pie, con lo cual el taco de su zapato salió de mi boca con tanta fuerza que me hizo doler la dentadura y los labios. Se cruzó de piernas.

“Ahora lo mismo pero con el otro zapato” – demandó.

Una vez más, tuve que sacar mi lengua de la boca para cumplir con la degradante labor que me había encomendado.  Habida cuenta de la escena que estaba teniendo lugar entre Eduardo y mi esposa yo no podía cada tanto evitar dirigir una mirada de soslayo hacia ellos.  No creo que Virginia no se diera cuenta sino que esta vez decidió hacerse la tonta.  Obviamente, quería que viera.

Aldana seguía, por lo pronto, mirando hacia otro lado, lo cual me proporcionaba un cierto alivio.

“¿Y? – preguntaba él - ¿Te gusta mi verga o no?”

¡Así que de eso hablaban! ¡Y ella se lo tomaba tan a la ligera como para estar riendo alegremente!  ¡Justo ella, que siempre se había mostrado avergonzada ante el lenguaje guarro!  ¿Tanto podía haberla afectado el alcohol?

“Voy a contar hasta cinco… - anunció él -. Si para cuando termine de contar, no la estás mirando, la guardo”

Me sobresalté.  Virginia se dio cuenta porque apoyó con fuerza la suela contra mi rostro.

“Seguí lamiendo, mucamita” – remarcó bien las sílabas de la última palabra; ello, junto con el uso de diminutivos que empleaba todo el tiempo, me hacía sentir aún más humillado.

Me mantuve dedicado, entonces, a  la tarea de dejar bien lustroso su zapato y luego hacer lo propio con la suela, cuando escuché que Eduardo había iniciado la cuenta.  Ahora sí que yo no podía verlos y Virginia me reprimió en un par de mis intentos por levantar la vista.

“Uno… - arrancó Eduardo -. Dos… - dejaba pasar unos segundos prudenciales entre un número y otro – Tres… Cuatro… “

La cuenta no siguió.  Maldito hijo de puta.  ¿Por qué no aceptaba de una vez la negativa de Aldana a mirarle el pene y pronunciaba de una vez el número cinco? Sin embargo y como ocurriera tantas veces en la noche, yo estaba equivocado con respecto a mi interpretación de la situación…

“Sabía que mirarías finalmente” – dijo él, con un aire de satisfacción en la voz.

¡Maldije para mis adentros! ¡Así que por eso se había detenido la cuenta! ¡Aldana no había podido resistirse a observar de cerca aquel pito colosal! Volví a mirar de costado sin dejar de lamer el zapato...  Él le acarició la cabeza. ¡Hijo de puta! ¿Cómo se atrevía?... Pero eso no fue todo.  Deslizó su mano por detrás de la nuca de Aldana y con una leve presión la atrajo hacia su pene… Me sentí morir por enésima vez… Ella… ¡no estaba oponiendo demasiada resistencia! Cierto era que él le empujó la cabeza, pero se notó que fue más una invitación que un acto de fuerza.  De hecho le liberó la cabeza una vez que ella apoyó su mejilla contra el regazo de él.  Y, ante mis ojos atónitos, mi esposa empezó a besarle el pito… Al principio fue sólo eso, un par de besitos, pero luego tomó el pene, ahora erecto, de Eduardo con una de sus manos e, izándolo, comenzó a recorrer la cabeza del miembro con la lengua.  Cada tanto separaba su boca y volvía a lamer y en esos intervalos yo llegaba a ver cómo finos hilillos de viscosidad formaban pequeños puentes entre su boca y el pene de él.   Aldana jamás… jamás… había hecho algo así conmigo… Siempre había manifestado rechazo por el sexo oral.  ¿Y Virginia? ¿Por qué no decía nada? ¿Tan enferma tenía la mente como para permitir a su esposo jugar a gusto y placer con mi esposa?  Una vez más él dejó caer la mano sobre la cabeza de Aldana, como ejerciendo presión, aunque leve.  Ella no parecía darse por enterada de nada y, por el contrario, estaba absolutamente dedicada a su trabajo de lamerle el pene, del mismo modo que yo estaba dedicado a lamer el zapato de Virginia.

Llegó un momento en el cual, afortunadamente, Aldana fue asaltada por otro destello de sensatez.  Levantó su rostro del viril miembro de Eduardo y súbitamente dio la impresión de no estar  ya interesada.

“No, no, Edu… mejor no” – dijo, mientras desviaba la vista hacia otro sitio.

Él le acariciaba la mejilla, tratando de calmarla.

“¿Pero qué pasa? – preguntaba -. Ya sabemos que te gusta… Lo hemos visto”

“ Es que… - ella cavilaba como pensando bien qué decir -. Voy al baño – dijo finalmente, en  una salida de escena muy semejante a la que empleara antes, cuando Eduardo le tocaba la cola.

Se levantó y salió presurosa hacia el baño.  No me miró en ningún momento.  ¿Me ignoraba o sentía culpa?  Eduardo, contrariamente a lo que hubiera yo esperado, no pareció preocuparse mucho.  Daba la impresión de tomar las reacciones de Aldana como normales y, tal vez, pasos necesarios para llegar al objetivo final.  Se encaró con Virginia, sonrieron, se abrazaron y se confundieron en un largo beso.  Ella bajó la mano hacia el pene de Eduardo, que había quedado momentáneamente abandonado, y jaló la piel hacia abajo y hacia arriba varias veces como si lo masturbara.  Obviamente, buscaba que él no perdiera la erección.  Yo, mientras tanto, tenía en mi boca el taco del zapato de ella.

¿Interrumpo? – sonó en el aire una voz suave, fácilmente reconocible.  Mirando de reojo, una vez más, la vi a Aldana, que había vuelto del baño.  Él, dejando por un momento de besar a Virginia, la miró, sonrió y, palmeando con su mano sobre el sofá, la invitó a sentarse.  Ella, más que hacerlo, se dejó caer ; rodeó con sus brazos el cuello de él y, ante mi más profundo e indescriptible dolor, se besaron llenos de pasión.  Eduardo no desatendió a Virginia sino que se mantuvo alternando entre las bocas de una y de otra, a la vez que las tocaba con lascivia, particularmente dedicado a las piernas de Aldana, que acariciaba con una mezcla de pasión y ternura.

De pronto él dirigió una mirada de hielo hacia mí.

“Ésta no comió nada” – dijo.

Supuse por un momento que quizás me tocarían en suerte algunas sobras delo que habían dejado; de por sí no era poca humillación tener que comer sobras.  Pero su plan era otro.  Tomó con su mano el miembro erecto y me dijo:

“Así como estás ,arrodillado, acercate y chupamelo.  Eso va a ser lo que vas a comer, jajajaja”

Virginia retiró su zapato de mi boca a los efectos de facilitarme la nueva tarea que se me encomendaba.  Apartó a un lado la mesa ratona para que yo pudiera acercarme de rodillas, tal como él me había ordenado.  Y lo hice: llegué ante él y quedé con mi rostro a centímetros de su miembro erecto mientras él rodeaba por la cintura tanto a su mujer como a la mía.  En ese momento y por primera vez en bastante rato, Aldana me miró.  No pude advertir qué era lo que sentía por mí en ese momento, pero su mirada me pareció ajena, como que no fuera aquella mujer con la que yo me había casado.

“Comete mi verga – insistió Eduardo -. Y esta vez sí te voy  a acabar en la boca, puto”

Virginia festejó alegremente palmoteando en el aire y se levantó un momento para volver a sentarse equipada con mi cámara fotográfica.  Volvían las fotos.  Por unos instantes parecían haber sido olvidadas.  Eduardo me señaló su pene con el dedo índice y se dedicó a besar apasionadamente a Aldana, quien no le opuso resistencia.  Yo, por mi parte, tuve que mamar nuevamente la verga de él y… tal como había anunciado, esta vez no dejaría el coito interrumpido para terminar en mi cola, tal como hiciera antes.  Pude sentir, con absoluta vergüenza y muy humillado, cómo la leche caliente entraba en mi boca y caía en mi garganta.  Hice arcadas, quise desviar mi rostro para escupir afuera, pero Virginia me frenó:

“Ni se te ocurra escupir – me apresó mandíbula y mejillas con su mano -.  Tragá” – remarcó.

Y así fue, amigo lector, como esta persona que escribe, el mismo al que le lavaron la cola en el baño, el mismo al que obligaron a marchar en  cuatro patas con un envase de desodorante a bolilla inserto en el orificio anal, el mismo a quien cogieron en frente a su esposa, el mismo a quien vistieron de mujer e insertaron un lápiz labial por la retaguardia… se vio obligado a tragar el semen.  Y si bien ya antes lo había hecho con los vestigios  que habían quedado después de que Eduardo me penetrara, esto no era lo mismo para nada.  Sentí, ahora, el grueso de su acabada entrando en mí como si fuera un torrente que me arrastraba una vez más hacia la absoluta indignidad.  Así fue como chupé el pito y tragué la leche de un tipo que se estaba besando con mi esposa.  Virginia, a todo esto, no paraba de sacar fotos y aullaba enloquecida y excitadísima mientras se tocaba…

Los momentos que siguieron fueron de calma, en la medida en que se pueda llamar calma a haber tocado el fondo de la dignidad masculina e incluso humana.  Me refiero a que todos estábamos cansados y llegué a pensar que, al menos, la maratón de humillaciones había cesado.  Con un poco de suerte todos estarían durmiendo en un rato y de ese modo seguiría corriendo el reloj hasta llegar a las, por mí inmensamente esperadas, seis de la mañana.  A propósito, ¿qué hora sería? Aquella noche parecía eterna.  Aldana se había dormido con el rostro contra el hombro de Eduardo; era tarde, lo cual, sumado al alcohol, había hecho seguramente definitiva mella en mi esposa.  Por su parte, Eduardo no lucía menos extenuado y no era para nada ilógico considerando que llevaba dos orgasmos en la noche (uno en mi cola y otro en mi boca) y que también le había dado duro y parejo a la bebida.  Virginia, por su parte, estaba prácticamente desparramada sobre el sofá después de haber alcanzado un orgasmo al tocarse mientras yo tomaba la leche de Eduardo… Aun así, era la que más entera se veía de los tres… Yo estaba también muy cansado, por supuesto, y supongo que el lector sabrá entender ese estado si repasa cada una de las situaciones a que había sido sometido.  Virginia trazó un arco en el aire con el dedo:

“Limpiá todo esto – ordenó. Y echó la cabeza a un costado, aparentemente con intención de dormir.  Es decir, los tres estaban dormidos o al menos dormitando.  Perfecto.  Ojalá se mantuvieran así.  Si estaban despiertos y avispados, la monstruosa pareja sólo estaría elucubrando nuevas formas de someterme a impensables humillaciones.  En cambio, si dormían, lo único que yo debía aguardar la hora estipulada para el final de la apuesta y tendría una salida más o menos honorable del asunto… Más o menos honorable: qué increíble era decir eso después de todo lo que me había pasado.  No tenía idea de cómo sería el amanecer siguiente ni de cómo se daría de allí en más la relación con mi esposa, a quien había visto besar y lamer el pito a otro hombre, en tanto que ella me había visto chupar verga y ser cogido… por  el mismo hombre por cierto… Pero eso ya se vería… Por ahora sólo esperaba que todo terminara.

Con paciencia y lo más sigilosamente que pude fui retirando las cosas que había sobre la mesita, colocándolas una tras otra sobre la bandeja y dirigiéndome hacia la cocina mientras trataba de hacer el menor ruido posible.  Agradecí que no hubieran tenido a mano zapatos de mujer para mí porque de no haber estado descalzo, hubiera hecho mucho más ruido.  Volví luego a buscar las botellas y cualquier otra cosa que pudiera haber quedado abandonada.  Mientras caminaba seguía sintiendo el lápiz labial adentro de mi orificio anal y pensé en sacármelo, dando por descontado que Virginia no despertaría antes de las seis.  Me abstuve, sin embargo.  Si por alguna razón ella despertaba y descubría que no lo tenía sería segura y brutalmente castigado, así que decidí no exponerme y tolerar aquel objeto en mi cola algún rato más.  ¿Algún rato más? ¿Cuánto en realidad?  Había un reloj de pared en la cocina, así que aproveché en mi última incursión para fijarme la hora: eran las cuatro… ¡Sólo las cuatro! Restaban dos horas más de suplicio, lo cual podía ser parcialmente evitado si me mantenía en silencio y dejaba que durmieran.  Pero cuando regresé al comedor, mi esperanza chocó contra una muralla…

Eduardo estaba de pie, en tanto que Aldana y Virginia seguían desparramadas sobre el sofá.

“Voy al baño – decía, mientras se restregaba el rostro con la mano para sacudirse la modorra -.  Me estoy meando…”

Por cierto, la verdad era que no lo había hecho en toda la noche (o, en realidad, sólo lo había hecho para lavarme el trasero), lo cual resultaba increíble ante la cantidad de líquido que había tomado.  Virginia se movió en el lugar y entreabrió los ojos; definitivamente yo había subestimado el estado de somnolencia en que se encontraban.

“¿Para qué vas a ir al baño? – preguntó al tiempo que bostezaba – Si tenés un inodoro acá…

Eduardo la miró sin entender y yo también.  Ella, aun en la modorra, dibujó en su rostro una ligera pero burlona sonrisa.  Me señaló a mí.

Él sonrió también y, poco a poco, la sonrisa se fue transformando más bien en risa maliciosa.  Yo, ingenuo de mí, seguía sin entender…

“Cierto – concedió Eduardo mirándome -. Je, je,je… vení para acá, putita…”

Yo me acerqué, aun bastante confundido, y recibí la orden de arrodillarme, dentro de todo esperable.  Lo que no era esperable, al menos para mí, fue lo que vino a continuación:

“Abrí la boquita” – me ordenó.

Yo ya sabía que cada vez que escuchaba esa frase, después venía para mí la peor ignominia.  Y esta vez no tenía por qué ser la excepción.  Abrí la boca tan  grande como pude y él, una vez más, introdujo su miembro.  Esta vez, sin embargo, no me pidió que chupara.  Lo que empecé a notar fue cómo un líquido desagradable y bastante más caliente que el anterior invadía y llenaba mi boca, corría hacia mi garganta y se abría paso hacia el estómago.  Me estaba tragando su pis.  Si algo le faltaba a mi degradación era ser convertido en un inodoro viviente.  Virginia, desde su sitio, sólo reía… Agradecí al cielo que Aldana estuviera dormida…  Eduardo, por su parte, cerraba los ojos y echaba la cabeza hacia atrás apoyando sus manos sobre la nuca, a la vez que el gesto plácido revelaba el goce que le proporcionaba estar evacuando y hacerlo adentro de mi boca… Cuando pensé que había terminado, llegaron un par de chorritos más…

Una vez que Eduardo hubo terminado de vaciar el contenido de su vejiga en mi interior, deambuló un poco por el comedor sin rumbo.  Miró su celular, seguramente buscando saber la hora.  Buscó en el bolsillo de su pantalón y extrajo un par de cosas que, en principio, no logré distinguir bien, aunque luego lo fui haciendo mejor.  Volvió a sentarse en el sofá entre ambas mujeres y acercó otra vez la mesa ratona que, algún rato antes, Virginia había apartado para que yo pudiese chupar la verga de él.  Sobre la mesa dejó caer unas hebras que, rápidamente, reconocí como marihuana.  Los otros elementos que había llevado hasta allí eran papel de armar y un encendedor.  Con metódica prolijidad se dedicó a armar un porro que, pocos minutos después, llevaba a su boca, invadiendo el ámbito con el aroma y los humos.  Se lo alcanzó a Virginia.  Ella, entre una pitada y otra, le señaló a Aldana, aún abatida sobre el sofá.

“¿No te la vas a coger? – preguntó.

Yo ya no podía creer más nada.  Las venas se me hincharon de rabia.  ¡Me sentía a punto de estallar!

“Más vale que sí” – contestó él.

“En ese caso – arguyó ella -, vas a tener que apurarte porque ya son las cuatro y diez”

Yo luchaba denodadamente contra mi incomprensión.  Ya ni siquiera estaba claro qué estaba incluido en la apuesta y qué no.  ¿Cómo habíamos llegado a esa situación?

“Sí – dijo él -. Manos a la obra”

Se me cayó el alma al piso de saber que ese “manos a la obra” aludía a mi propia esposa.  Eduardo le dio un par de chirlos en la cola para despertarla; Aldana se sacudió.  Él me miró a mí señalándome con el dedo índice:

“Y vos, nena, vas a ir a tu habitación matrimonial y nos vas a preparar la cama. ¡Ya!”

CONTINUARÁ