Apuesta Perdida (4)

Rodolfo no puede creer los límites a que han hecho llegar su degradación, mientras que su esposa Aldana se va convirtiendo cada vez más en otro juguete dentro del siniestro juego que les gusta jugar a Eduardo y Virginia

Me puse de pie, sosteniendo entre mis manos las prendas de la humillación.  Las apoyé sobre el respaldo de un sillón al tiempo que me quitaba mis zapatillas, mis pantalones y mi bóxer, absolutamente empapados ambos y hechos un acordeón en mis tobillos.  Me quité la remera y así quedé completamente desnudo y expuesto ante quienes se comportaban como mis dueños.  A continuación tomé la tanguita que me había traído Aldana; observándola más en detalle veía que tenía sobre los bordes algunos voladitos y detalles en broderie, siempre sobre rosado.  Cierto era que mal podía esperar una prenda íntima que no denotara femineidad, pero…¿tanta? Parecía increíble la elección de Aldana.  Levanté un pie para pasarlo por dentro de la prenda  y luego el otro, para luego irla deslizando por mis piernas hasta llegar a calzarse en mi cola, enterrándose bien adentro de la zanja que separaba mis nalgas.  Eduardo y Virginia no paraban de celebrar ruidosamente cada cosa que yo hacía; palmoteaban, carcajeaban, se burlaban… a veces uno de los dos chiflaba aunque no llegué a determinar quién.

“¡Qué linda que estás, putita!” – se mofó él.

“Preciosa – apostilló ella, sin dejar de sacar fotos -. Casi da la sensación de que está buscando que la cojan otra vez, jajaja”

Si en algún punto la sensación de sentirse humillado se toca con la de estar muerto, yo estaba en ese punto.  Y, de algún modo, me estaban matando como hombre.  Lo sabían y lo disfrutaban.  Creo que en el supuesto caso de que dos psicópatas se hubieran introducido en nuestra casa alguna noche con malas intenciones, jamás habrían llegado a los límites a que aquella pareja de enfermos llegaba.  Me puse el corpiño, pasando primero mis brazos y luego haciéndolo correr por mi cabeza.  Y luego las medias; en efecto y tal como Aldana había mencionado, eran largas medias negras de nylon.  Hice correr por mi pierna derecha una de ellas y luego hice lo propio con la izquierda.  La piel de mis piernas quedaba expuesta recién por arriba de la mitad de los muslos.

“¡Guau, guau, guauuuuuu! – aullaba Virginia -. ¿Por qué no nos bailás un poquito, perrita?”

Miré hacia Eduardo  con expresión suplicante, pero creo que eso le divirtió aún más.

“¡Cierto! – acordó, festejando alegremente la ocurrencia de su mujer -. Bailanos algo, putita”

“Aldi, poné algo de música para que baile la nenita que tenías por esposo” – requirió Virginia.

Aldana se dirigió hacia el equipo de música y abrió las puertitas de vidrio del sitio en que guardábamos los discos.  Buscó durante un momento y finalmente extrajo uno; yo no llegaba a ver de qué se trataba hasta que colocó el cd en la bandeja y el mismo comenzó a girar.  Era Lenny Kravitz.  Un tema bastante movido.  Yo estaba por empezar a bailar cuando Virginia se interpuso:

“No, esperá – dijo. – Algo más sensual, a ver… “- tomó el control remoto y fue recorriendo uno tras otro los distintos tracks hasta detenerse en una canción lenta y cadenciosa, de clima sugerente.

“Perfecto – remarcó -. Ahora empezá a moverte, nena”

A mi pesar y con toda la vergüenza del mundo, tuve que empezar a balancearme y contonearme al son de la música.  Como no podía ser de otra forma, estallaron en risas.  Yo no pude ver si Aldana también se reía porque tenía mi cabeza gacha por el estado en que me encontraba, pero… ¡ me pareció oír su risa por debajo de las de los otros dos monstruos!

Mis movimientos, desde luego, eran torpes y muy fácilmente despertarían hilaridad.  Algo de eso Virginia habrá notado porque me gritó:

“¡Más contoneo, nena! ¡Más! ¡Como una puta! ¡Como lo que sos!”

Aumenté el bamboleo de mis caderas buscando parecer sensual.  Si lo lograba o no, era algo que desconocía, pero las risas burlonas seguían insoportablemente.

“A ver putita – exigió nuevamente Virginia -. Ponete de espaldas a nosotros y mostranos bien el culo”

Fui adoptando, sin dejar de bailar, la posición que me pedía y allí estaba, expuesta ante ellos, mi cola, lampiña y con una tanga rosada bien enterrada.

“Así, así – mové el culito, linda -, continuaba mofándose la perversa mujer sin dejar de tomar fotografías -. Quedate así… incliná el cuerpo hacia adelante… Y no dejes de bailar”

Obediente, fui inclinando mi cuerpo hacia adelante, a la vez que les enseñaba mi trasero en movimiento.  Pude oír el sonido inconfundible del sofá cuando alguien se levantaba y rápidamente escuché el taconeo que venía en mi dirección, de lo cual saqué la conclusión de que Virginia se había puesto de pie y venía hacia mí, ignoraba con qué intención.  De pronto percibí su presencia a mi lado… Muy cuidadosa y levemente giré la cabeza y alcé un poco la vista hacia ella.  Exhibía, de oreja a oreja, la más triunfal de las sonrisas que alguien pudiera mostrar.  Se inclinó ligeramente hacia mí; pude percibir como sus dedos tomaban mi tanga por los bordes y la jalaba violentamente hacia arriba, con lo cual la tira no sólo se me enterró aun mucho más profundamente en la zanja sino que además mis testículos se vieron tan aprisionados que me fue imposible contener un grito de dolor.

“Así me gusta más – sentenció Virginia -. Bien, sigamos con lo que interrumpimos…”

Pude escuchar sus pasos alejándose nuevamente de mí.

“Seguí poniéndote la ropita” – ordenó Eduardo.

Volví  a adoptar la posición erguida, al tiempo que dejaba de bailar.  Tomé el top negro que Aldana me había traído y me lo puse.  Era increíble pero parecía un momentáneo alivio no estar expuesto en mi sostén rosado.

“Muy bien. Ahora la pollerita, vamos” – bramó Virginia.

Y, en efecto, me puse aquella diminuta falda que, si tenemos en cuenta que yo era más alto que mi esposa, casi no llegaba a cubrirme la cola.

“Tenés un espejo en el dormitorio. ¿Verdad, Aldana?” – preguntó Virginia.

“S.. sí” – respondió  mi esposa con una voz apagada y, aparentemente, temerosa.

“Traelo” – ordenó Virginia.

Sí, ordenó.  Eso fue lo que hizo.  No sé con qué derecho o autoridad se atribuía la facultad de darle órdenes a Aldana pero lo estaba haciendo.  Y lo que era peor, mi esposa estaba obedeciendo.  Cierto era que no se desprendía del trato, al menos hasta ese momento, ese desprecio visceral con que dotaban a sus palabras cuando me daban órdenes a mí.  No había gritos ni amenazas ni frases apremiantes.  Todo eso, de todas formas, ya llegaría.  Aldana fue hasta la habitación y trajo consigo el gran espejo que, seguramente, acababa de descolgar  y que venía portando bastante trabajosamente.  Al verla en esa situación embarazosa, Virginia asistió a ayudarla y, juntas, ubicaron el espejo de tal forma de que yo pudiera verme de cuerpo entero.

“Mirate – dijo Virginia con notable desprecio en el tono de la voz -. Mirate.  Esto es lo que sos”

Y me vi… y francamente, por mucho que hasta allí hubiese tratado de imaginar cómo se me vería, no podía suponer que diera una imagen tan patética.  Allí estaba yo luciendo top,  falda cortísima y medias de nylon, todo de color negro.

“Falta el delantal – remarcó Virginia -. Poneselo, Aldana”

¿Por qué tenía que ser ella? ¿Por qué tanta humillación? ¿No podían pedirme que me lo pusiera yo mismo y no mi esposa? ¿Era posible que tuvieran tanta imaginación para lograr siempre que uno se sintiera la peor basura del mundo?  Lo cierto que que Aldana se acercó a mí, delantal en mano.  Se ubicó a mi espalda y cruzando una mano y luego la otra por sobre mi estómago ató el delantal completando así la imagen de la sirvienta que ellos querían ver.  Miré a los ojos de mi esposa haciendo un esfuerzo sobrehumano y estoy seguro de haber visto en sus labios una ligera sonrisa.  Cierto era que, para esa altura, bien podía ser consecuencia del alcohol.  Aldana volvió al sofá, caminando tan sexy como siempre.  Iba a sentarse pero Virginia la detuvo:

“Nos falta maquillarla – dijo, haciendo gala una vez más de su habilidad para hurgar en el fondo de las indignidades a que se podía someter a un hombre casado -.  ¿No nos traés un poquito de maquillaje, Aldi? ¿Y rouge?”

Aldana asintió levemente con la cabeza y marchó en dirección al baño.  Cuando regresó traía en sus manos una polvera y un lápiz labial que tendió a Virginia, quien me miró y movió su dedo índice en clara orden de que me acercara-  Así lo hice.

“De rodillas, putita” – ordenó Eduardo.  Y así fue como me ubiqué, de frente a Virginia.  Ella, poniendo especial dedicación en su labor, se dedicó a pasarme un algodón por la cara mirando una y otra vez cómo iba quedando su trabajo.  Una vez que terminó con el maquillaje facial, tomó el lápiz labial.  Lo hizo girar de modo que apareciera la roja punta y, no sé si fue mi imaginación o fue realmente su intención, pero por la forma en que lo hizo y que me miraba, daba la impresión de estarle dando al acto un carácter casi fálico.

“A ver, abrí la boquita” – me dijo.  Si algo faltaba para redondear la idea anterior era esa frase, ya que la última vez que me habían dicho que abriera “la boquita” era para recibir un miembro masculino.  Con la misma y cuidadosa dedicación con que momentos antes me maquillara, se dedicó a deslizar el rouge sobre mis labios, observando con detenimiento cómo iba quedando.  Una vez que finalizó, se echó un poco hacia atrás para verme mejor.

“Hacé así – me dijo, mientras juntaba sus labios orientándolos hacia adentro para luego volver a sacarlos hacia afuera.  Imité el gesto. Rió perversamente -. Je,je,je… qué linda estás…”

“Listo – espetó Eduardo -. Ahora que tenemos a nuestra mucamita lista, bien puede traernos algo para tomar y beber”

“Hmmmm…  sí, acordó Virginia pensativa, mientras enseñaba el lápiz labial que aún tenía en la mano -.  No sé en dónde dejar esto”

Solícita como siempre, Aldana se aprestó a tomarlo para devolverlo a su sitio, pero Virginia ya tenía resuelto el tema del destino que iba a darle al elemento.

“No, linda – le dijo a mi esposa -. A ver, Rodolfita… parate y date vuelta”

Sin salir de mi estupor ante cada orden y sus posibles consecuencias, cumplí con lo que me requería.  Me puse de pie y me giré.

“Inclinate” – agregó.

Así lo hice.  Apoyé las palmas de mis manos sobre los muslos.  Traté de imaginar cómo sería mi vista desde atrás y demás está decir que yo debía estar con la cola al aire, mostrando la diminuta línea rosada de tela que se perdía entre mis nalgas sin pelo alguno.  No era difícil suponerlo debido a lo corta que era la falda y mal podía esperarse que mis cachas no quedaran al descubierto con sólo inclinarme un poco.

“Bajate la bombachita” – fue su siguiente orden, la cual obedecí sin protestar, tal como lo venía haciendo con todas las anteriores; ya estaba habituado a la idea de que mi esclavitud implicaba también tener que obedecerla a ella.  Me bajé la prenda a la mitad de los muslos, sintiendo cómo se iba desprendiendo de mis partes íntimas casi como si se hubiera aferrado definitivamente a ellas, como si nunca hubieran encontrado un mejor lugar en el cual estar.  Virginia, tan perversa como toda la noche, fue introduciendo el lápiz de rouge en mi orificio y no paró hasta que estuvo totalmente adentro.  Una vez hecho eso, me subió la tanga con sus propias manos y, una vez más, con toda fuerza.  No sólo volví a sentir cómo se estrujaban mis testículos sino que además, al introducirse la línea de tela entre mis nalgas, pude sentir cómo el lápiz allí instalado, era empujado aun con más fuerza hacia adentro.

“Hasta que nosotros dispongamos lo contrario – explicó Virginia con tono instructivo -, vas a andar y a servirnos con eso metido adentro del orto.  De esa forma no vas a extrañar tanto la magnífica verga que hoy tuviste alojada y además te vas a acordar en todo momento de lo que sos.  Ahora a la cocina, vamos… y más te vale que regreses pronto…. Tenemos hambre y sed, estúpida” – remató sus palabras con un chirlo sobre mi cola.

Como la más sumisa de las mucamas, eché a andar en dirección al destino que me había sido ordenado, sin saber bien qué tenía qué hacer ni traer.  La orden de Eduardo cortó el aire a mis espaldas y me aclaró bastante al respecto:

“Traé maníes, papas, trocitos de queso y lo que haga falta para una buena picada, más una botella de fernet y una de gaseosa para mezclar.  Y más te vale que vengas con todo eso porque si algo llegara a faltar vas a salir a la calle así como estás vestida a buscar un lugar abierto y pobre de vos con volver sin encontrarlo”

Entré a la cocina.  Presuroso, fui abriendo las puertas de las alacenas, así como la heladera, tratando de encontrar todo lo que me habían pedido.  El terror de que algo de lo que mencionó faltase era indescriptible, dada la amenaza que acababa de proferir en mi contra.  Por suerte fui hallando una a una las cosas que me habían pedido y, si bien no hallé la  botella de fernet, estaba seguro de que había una en el minibar.  Por un momento el terror me invadió al darme cuenta de que no había aceitunas para la picada; me vi a mi mismo como una sirvienta deambulando por la calle en busca de un lugar abierto cuando recalé en que… Eduardo no las había mencionado.  Perfecto.  Coloqué en cazuelas los maníes, las papitas y los trocitos de queso ubicando todo sobre una bandeja, junto con los vasos.  Dejé para después la gaseosa, que podía desestabilizar la bandeja y, seguramente, ello traería como consecuencia el ser castigado.  Marché en posición lo más recta posible hacia el comedor llevando la bandeja, mientras el lápiz labial que Virginia había dejado adentro de mi cola, funcionaba como un perfecto recordatorio de que yo tenía dueños.  Llegué ante los tres, que estaban sentados en el sofá.  Deposité la bandeja sobre la mesa ratona y, con prisa, regresé a la cocina antes de dar lugar a que me reclamasen la bebida.  En contados instantes volví con la gaseosa y saqué del minibar la botella de fernet.

“Muy bien – afirmó Eduardo -. Sos una sirvienta obediente. Ahora ponete de rodillas y quedate a un costado”

Claro.  Ahora me daba cuenta de que, ilusamente, había esperado también participar del improvisado banquete.  Pero claro, eso era porque en algún lugar tenía todavía la imagen de aquella pareja amiga con quienes cenábamos o tomábamos algo cada vez que venían a casa o nosotros íbamos a la de ellos.  La situación ahora era totalmente distinta.  Permanecí allí, de rodillas, mientras ellos se dedicaban a degustar lo que les había traído y se dedicaban con fruición a la bebida.  Estaban, verdaderamente, tomando mucho.  Aldana, particularmente, estaba bebiendo mucho más que lo que en ella era costumbre.  Quizás por eso se reía más, parecía más desinhibida y hasta hacía algunas bromas con ellos, afortunadamente hasta ahí, no referidas a mí… Hasta que de pronto alguien introdujo el dedo en la llaga y esta vez no fue Virginia, como venía siendo habitual a lo largo de la noche, sino Eduardo:

“¿Cómo fue esa historia de que el jefe te tocó la cola?” – preguntó.

El odio me invadió.  Como si no hubiera sido suficiente con que su mujer, momentos antes, trajera a la conversación una anécdota para mí al menos desconocida, ahora ese hijo de puta se complacía en refrescarla.  Aldana se aclaró la garganta a la vez que dejaba sobre la mesita el vaso del que estaba bebiendo.  Comenzó a hablar con una desinhibición que sólo podía ser producto del alcohol.

“Un día me convocó a su oficina – empezó a narrar -.  Estaba bastante furioso porque faltaban unos inventarios que eran importantes para cobrar una deuda de uno de los mayores clientes de la firma.  Yo le expliqué que esos papeles los había mandado y que posiblemente, su secretaria o la contadora  los hubieran guardado.  Me decía que, de ser así, se hallarían en un lugar visible para él.  Pero yo recordé que, sobre todo la contadora, tenía por costumbre a veces guardar las cosas en uno de los cajones de su escritorio, así que le pedí permiso para pasar al otro lado y ponerme a inspeccionar ese cajón.  Me concedió la autorización y.. bueno…  abrí el cajón y me incliné para hurgar bien entre los papeles.  Yo tenía una pollera como ésta… más corta todavía… Y… entonces… - el relato se hacía algo más entrecortado; parecía que estaban aflorando las inhibiciones que el alcohol no había logrado ahogar -… ¡zas! Sentí que me tocaba la cola por debajo de la falda…”

Eduardo y Virginia festejaron con risas estridentes. Yo, una vez más, quería morir allí mismo.

“¿Y vos qué hiciste? – preguntó Virginia -. Imagino que diste un salto o le sacaste la mano… O le cruzaste la cara de una bofetada… “ – el tono de la voz buscaba ser deliberadamente ingenuo, sobre todo porque si, como había dicho, mi esposa ya le había contado la anécdota, bien debía saber cómo siguió la historia.

Aldana se sonrojó.  Por momentos parecía volver la Aldana tímida y retraída, pero lo que dijo a continuación fue un nuevo y contundente golpe para mí:

“N… no… - dijo, con un tono muy bajito y mirándome a mí por un instante -. No hice nada de eso… Quizás sí di un pequeño salto por la sorpresa, pero… me quedé más o menos como estaba… Y lo dejé que me tocara… En ese momento pensé en no perder mi trabajo…”

Virginia sonrió de oreja a oreja y, lentamente, como con sádico disfrute, giró el rostro hacia mí.  Sabía del dolor que yo estaba sintiendo por dentro y eso la complacía tanto o más que el dolor, bastante más físico, que me provocaba ese lápiz labial insertado en la cola.

“¿Y qué pasó finalmente? – inquirió Eduardo quien, a decir verdad, sonaba más divertido que intrigado.

Aldana volvió a aclararse la voz, algo enronquecida por los nervios y la situación:

“Cuando encontré lo que buscaba, le entregué los formularios y me retiré”

“¿Y no pasó nada más?” – preguntó Virginia mientras vertía fernet en su vaso como por cuarta vez.

“No – negó Aldana – aunque… siempre me hace insinuaciones.  Y me prohibió ir a la oficina con pantalones o polleras largas”

Di un respingo en el lugar en que me hallaba.  ¿Así que eso era? ¡Y yo que me había creído que era parte del uniforme!

“¿Sólo a vos?” – preguntó Virginia.

“Sí… sólo a mí.  Un día incluso me presenté con una pollera tubo hasta las rodillas y me llamó a la oficina para reprenderme, pero eso no fue lo peor… Además llamó a su secretaria para que trajera unas tijeras y me cortara la falda… y así fue….”

Esta vez se desternillaron de risa, tanto Eduardo como su mujer.

“Mirá cómo se divertían con tu esposa mientras vos trabajabas en el colegio – se mofaba cruelmente ella mirándome a mi´-. Boluuuuudooooooo… jajajajaa…. Puuuutoooooooo….. jajajajajajaja”

“ A ver, Aldana … - dijo Eduardo, interrumpiendo la risa por un momento -. Parate y mostranos cómo fue que te pusiste cuando buscabas los formularios en el cajón… Era una pollera más o menos como la que tenés puesta, no?”

“Sí – asintió mi esposa -. Un poco más corta tal vez”

Se puso en pie y en un momento trastabilló, prueba infalible de que el alcohol le estaba haciendo mella.  Su rostro denotaba algo de vergüenza pero la ebriedad ganaba, a la larga, la batalla.  Se inclinó hacia la mesa ratona, fingiendo buscar algo.

“Así – dijo -. Yo estaba así”

“Y él te tocó así…” – afirmó, más que preguntó, Eduardo, al tiempo que, para mi consternación y rabia, introducía la mano por debajo de la falda de Aldana.

Estuve a punto de levantarme de mi lugar para tomar cartas en el asunto pero de pronto sentí vergüenza de mí mismo.  ¿Vestido con top, minifalda y medias negras, iba yo a abalanzarme sobre Eduardo para poner las cosas en su lugar?  Algo me detuvo, quizás la conciencia del propio lugar al cual me habían hecho caer… De todas formas me quedaba esperar que Aldana saltase, que protestase al menos, que terminara con aquello, pero no… Se comportó exactamente como dijo que lo había hecho con su jefe.  Dio un pequeño respingo pero fuera de eso permaneció básicamente inmóvil…

Mi incredulidad seguía explorando caminos nunca recorridos antes.  Definitivamente aquella noche habían ocurrido varias cosas que eran nuevas para mí.  El rostro de Eduardo revelaba el disfrute que sentía al comprobar que Aldana no escapaba al contacto.  Pude ver cómo levantaba la falda y palpaba aquellas nalgas perfectamente redondeadas.  Virginia, por su parte, observaba la escena sonriendo, pero a la vez actuando con la mayor naturalidad del mundo.  No parecía haber en ella celos ni tampoco sorpresa.  Miré hacia el rostro de Aldana; no podía verlo del todo bien porque la tenía algo de perfil y la cara estaba semicubierta por sus rubios cabellos, súbitamente algo desmarañados en el descontrol alcohólico de esa noche.  Pero por lo poco que llegué a ver, cerraba los ojos… Como si estuviera entregada o disfrutándolo…  Eduardo, mientras mi rabia seguía en aumento a la par de mi impotencia, pasó la mano por debajo de mi esposa, entre las piernas y, si bien yo no podía ver la parte delantera, cubierta por cierto con la falda y además fuera de m campo visual, pude adivinar, con una fuerte carga de odio, que le estaba tocando el clítoris por encima de la bombacha.

“Estás mojadita” – rió Eduardo, siendo acompañado por supuesto por la macabra festividad de su mujer.

En ese momento pareció que algún destello de razón acudía a la mente de Aldana.  Soltó el aire como si lo hubiera estado conteniendo en sus pulmones y por un instante pareció que todo el alcohol se hubiera ido sin dejar rastro;

“Voy al baño” – dijo -. Y así lo hizo.  Acomodándose primero la falda y luego los cabellos se dirigió presurosa hacia donde había dicho, aun cuando un par de veces pareció a punto de perder el equilibrio.

Eduardo y Virginia, en tanto, se miraron con sendas sonrisas cruzando sus rostros.

“Va a ser más fácil de lo que pensé” – dijo él, en un tono bajo, pero no tanto como para que yo no lo oyera.

“No – objetó ella, moviendo lateralmente su cabeza -. Va a ser TAN fácil como pensé…”

Ambos me miraron sonrientes.  Ella guiñó un ojo.  Y yo bajé la cabeza avergonzado…

CONTINUARÁ