Apuesta Perdida (3)

El matrimonio integrado por Rodolfo y Aldana sigue viviendo en su propia casa las consecuencias de la apuesta perdida. Eduardo y Virginia dan rienda suelta a toda su perversion y Rodolfo comienza a dudar de su propia esposa... ¿está sufriendo o en algún punto lo está disfrutando?

Seguí mamando el pene de Eduardo mientras continuaba soportando las fatales burlas y socarrones comentarios de Virginia acerca de mi nula masculinidad y dolorido en el alma por tener clavados sobre mí los ojos de mi esposa.  Aldana a veces bajaba la vista, quizás angustiada ante lo que me pasaba y consciente del daño que me hacía si seguía mirando… Sin embargo y por alguna razón, a la larga volvía a mirarme.  No atinaba a responder a los maliciosos comentarios de Virginia y cuando lo hacía era con un leve asentimiento de cabeza o alguna sonrisa fugaz.  Parecía querer dar la impresión, por supuesto irreal, de que aún sabía que estaba dentro de un juego y que existía una apuesta perdida… por lo tanto, había que tolerar todo lo que viniese.  Encima de todo, verla allí tan hermosa era el peor castigo que podía existir para mí, sobre todo considerando que en aquel momento mi imagen ante sus ojos estaba totalmente alejada de toda virilidad.  Lo que estaba ella viendo era a su marido vencido, derrotado, arrodillado y mamando el pito a otro hombre, luego de haber soportado las más degradantes humillaciones en una noche que parecía eterna cuando, sin embargo, el suplicio llevaba aún menos de una hora por lo que más o menos podía calcular.

“Así, así – decía Eduardo -. Chupá putita, dale, chupá…”

“¿Le vas a acabar en la boca?” – preguntó Virginia, casi con indiferencia y sin dejar de tomar fotos.

“Es una idea excelente – reconoció Eduardo sonriendo – pero… la noche es larga y hay tiempo para todo”

Diciendo esto, me tomó por los cabellos y me empujó la cabeza hacia atrás, retirando su miembro de mi boca.

“Pará puto, pará – se mofó Eduardo -, ya sé que te gusta chupar pero parecés una ventosa…  Ponete de pie”

Así lo hice.  Me paré y quedé encarado con él.  Tenía las tres cuartas partes de su cuerpo desnudo y había que reconocer que era un hombre terriblemente atractivo.

“Date la vuelta – ordenó -. Inclinate y tocate la punta de los pies”

En efecto así lo hice.  Me giré dando la vuelta en sentido contrario adonde se hallaban nuestras dos mujeres, las dos espectadoras privilegiadas, justamente para evitar encontrarme con los ojos de Aldana nuevamente.  Una vez que me hube inclinado y tocado los pies como él requirió, se acercó a mí desde atrás y sentí el roce de su pene erecto y húmedo contra mis nalgas.  Apoyó una de sus manos sobre mi cintura y la otra casi en mi cuello.  Ahí estaba, la postal perfecta para cualquiera de las fotos que estuviera tomando Virginia.  Podía percibirlo, casi como una magnífica estatua, de pie detrás de mí, exultante, poderoso y ganador, mientras yo lucía disminuido, sumiso y perdedor.  Me soltó la cadera y tomó su pene, dirigiéndolo amenazante hacia mi orificio que, después de haber sido sometido a tantas intrusiones, lucía generosamente abierto para lo que viniera.  Y así fue: pude sentir cómo iba entrando e, inevitablemente,  interjecciones de dolor afloraron a mis labios mezclados con gemidos que quería reprimir.  No hay peor derrota que sentirse vencido en la propia voluntad y así era como yo me sentía en aquel momento.  Ingresó una y otra vez por mi retaguardia.  Virginia no paraba de aplaudir y reír.

“Te quiero escuchar decís que sos puto” – exigía Eduardo sin parar de penetrarme un segundo.

“S… soy puto, Señor” – tuve que decir, con un dolor infinitamente más profundo e hiriente que el que me provocaba su miembro entrando en mi cola.

“ Y te gusta que te coja.  ¿No, perra?”

“Sí… Señor… me gusta”

Mis respuestas se intercalaban con mis jadeos.  Alcancé a notar que mi pene se paraba y traté de esconderlo entre las piernas lo más que pude.  Una parte de mí se estaba excitando y estaba librando un durísimo combate contra la razón, que se negaba a ser sometida y soportar tanta humillación.   De pronto Eduardo, sin dejar de tenerme ensartado, apoyó ambas manos  y giró mi cuerpo violentamente.  Por supuesto que él, al estarme penetrando, también giró conmigo.  No pudo ser más sádico en su accionar porque lo que había hecho era cambiarme de posición para encararme con las dos damas que observaban la escena.  Más aún: caminando, me empujó acercándome aun más a ellas, pero más específicamente, a Aldana.

“Vas a mirar a tu esposa” – me dijo, fríamente.

“Por favor, Eduardo, te suplico…” – comencé a protestar.

Un fuerte chirlo surcó mi cola.

“Nada de por favor ni de Eduardo. Si querés decir algo, pedí permiso y dirigite a mí como se debe”

Tragué saliva  y junté coraje para hablar con la mayor claridad posible:

“¿Me permite, Señor, decir algo?”

“Así me gusta más – dijo, gustoso, Eduardo, como paladeando y disfrutando el momento - ¿Qué querés decir, puta?”

“Por favor, Señor, le ruego que, haga lo que haga conmigo, no me resistiré, pero… que no sea, por favor, frente a ella”

Eduardo rió.  No lo hizo estentóreamente sino que más bien fue una risita ahogada, casi perversa.

“No, putito, no se te concede – enfatizó -. Es importante que la veas a los ojos para que vos te des cuenta que no la merecés y que ella se dé cuenta de que merece algo mejor.  ¿Qué ganas le pueden quedar de coger con vos? ¿Te das cuenta de lo que ve ahora en vos?”

Dicho esto y como para dejar en claro que no pensaba debatirlo ni mínimamente volvió a atacar mi parte de atrás con su enorme miembro,  arrancándome un nuevo grito de dolor.

“Mirala – insistió Eduardo mientras no dejaba de penetrarme -, mirala… puto… mirala… - su voz entrecortada denotaba que se estaba aproximando al orgasmo -. Dale, nena… así… así… mové más el culito, dale, movelo… y no dejes de mirarla”

Y así, mientras mi ano estaba siendo por primera vez en mi vida penetrado por otro hombre, me vi obligado a mirar a mi mujer a los ojos… y cada vez que Eduardo entraba en mí yo sentía más profundamente mi derrota, una derrota que ya no se trataba sólo de una partida de naipes sino de una derrota consumada ante ella, ante mi propia esposa que veía cómo mi dignidad caía hecha pedazos al suelo.  Virginia le había dicho momentos antes que yo ya no podía ser considerado un hombre… y lo más doloroso era que esa maldita hija de perra tenía razón.  Aldana, desde su lugar, estaba viendo dos rostros: el de su marido, vencido y convertido en una ignominia y… más alto y por detrás, el del macho dominante, altivo y soberbio, demostrando poder sobre una presa a la que se complacía en degradar.  La penetración fue aumentando en intensidad y la respiración entrecortada de Eduardo se fue convirtiendo en jadeos de placer… Y yo, a mi pesar, jadeaba también… Quería pero no podía contenerlo.   Y mi esposa me estaba viendo…

Eduardo lanzó un grito prolongado y sentí cómo el cálido líquido se descargaba en el interior de mi cola, llenándola.

“Siiiiiiiii… siiiiiiiii… - aullaba Virginia -. ¡Qué hermosura! ¡Qué placer!”

Los jadeantes gritos de Eduardo inundaron la casa y hasta temí que pudiera ser oído por los vecinos.  El grito final fue casi un himno de triunfo, un triunfo en el cual yo era el vencido…

Eduardo fue retirando el miembro de mi orificio y permaneció de pie, aun con la respiración jadeante.  Yo sentí cómo algunos chorros de leche corrían piernas abajo: me sentía tan exhausto que me dejé caer al piso, en parte porque de algún modo pensaba que lo que acababa él de hacerme era el cierre, que las humillaciones habían llegado al punto en el cual se detendrían.  Pensamiento ingenuo, desde luego…

“Nadie te autorizó a echarte en el piso ,puta – vociferó Eduardo propinándome un puntapié en las caderas -. ¡De rodillas!”

Obedecí. Me puse sobre mis rodillas aun a pesar de lo cansado que me hallaba; se me hacía difícil mantenerme en esa posición.  Eduardo caminó trazando un semicírculo en torno a mí; aun tenía su pene semi erecto aunque, lógicamente, cayendo poco a poco.  Lo acercó a mi boca:

“Limpiala” – me dijo.

Miré alrededor.  Vi un rollo de servilletas sobre la mesa del comedor y estuve a punto de ir a buscarlo; de hecho mi duda era si debía hacerlo caminando normalmente o en cuatro patas, pero él se dio cuenta de cuál era mi interpretación de la orden y me corrigió de una bofetada aun cuando yo no hubiera llegado a hacer ni decir nada.

“Con la lengua, estúpida” – acotó, imperativo.

Sí, así era como me estaba sintiendo.  Exactamente como él me hacía sentir con sus palabras y sus actos.  Me sentía como una chica estúpida.  Así que abrí una vez más mi boca, ya tantas veces humillada en esa noche, y saqué la lengua para ir limpiando los viscosos restos de semen que aún cubrían su miembro, el mismo miembro que hasta instantes antes tenía adentro de mi cola y que, ahora, era obligado a lamer sin ninguna higiene intermedia.

“No dejes una gota – remarcó él -. ¿O quieren que guarde algo para ustedes, chicas? Jajaja…”

¿Ustedes? ¿Cómo podía atreverse a hablar así e incluir a mi esposa en la cuestión?  Y lo peor de todo es que yo seguía lamiendo sin emitir palabra, ni de disconformidad ni ninguna otra.

“Jajaja – rió Virginia -. No, está bien.  Que se la tome toda Rodolfito, jaja… ¡A ver si todavía se nos pone a llorar! Jaja…  Además, nosotras no queremos sobras… Ya vas a tener para nosotras algún rico plato principal, jeje…”

La muy hija de su madre remarcó la palabra “nosotras” cada vez que la dijo.  Por un momento levanté la vista hacia Eduardo y luego lo hice, brevemente y de reojo, hacia las damas.  Tanto en él como en Virginia detecté sonrisas cómplices.  En el caso de Aldana la vi, una vez más, sonrojarse, pero seguía sin rebelarse ante el asunto.  Yo esperaba que en algún momento estallara y les dijera que ya era suficiente y que de ningún modo iba a permitir que siquiera insinuaran que ella se iba a “divertir” con Eduardo.  Pero no ocurría.  Aldana no era así.

Dos veces aparté mi lengua del pene de Eduardo creyendo haber terminado mi labor y en ambas me llamó la atención diciendo que aún no estaba lo suficientemente limpia.  No sé si lo estaba o no, pero no había ninguna duda de que el sentido era simplemente seguirme humillando.  Finalmente fue él mismo quien, tomándome de los pelos, me apartó la cabeza:

“Ya está, puta.  Sí, ya sé que te gustaría seguir todo el día… ¡Pero no seas viciosa! Jajajaja…

Como ya estaba desgraciadamente habituado a que ocurriese, la risa de él encontró eco en la de Virginia.  Eduardo se subió y acomodó el pantalón, aunque sin prenderle la hebilla.  Caminó decidido hacia el sofá en que se hallaban sentadas las dos mujeres:

“A ver si me hacen un lugarcito, chicas” – requirió, divertido.

En realidad el sofá era ancho y podía sentarse perfectamente junto a Virginia, pero, una vez más, buscó humillarme, en este caso con su cercanía a Aldana.  En efecto, Virginia se apartó un poco y él se ubicó entre ambas; no era que ella se hubiera desplazado tanto, así que él cayó prácticamente rozándose y encimándose con las dos.  Yo, arrodillado como estaba, no podía parar ahora de mirar la escena porque, claro, temía que de un momento a otro intentara propasarse con Aldana.  Se dedicaron a degustar las copas de vino blanco que, en el caso de Eduardo, Virginia había servido un momento antes y, en el caso de ambas mujeres, Eduardo se dedicó a llenar nuevamente porque estaban casi vacías.  Se rieron y brindaron por el momento… y Aldana, sonrojándose como siempre, también brindó y esbozó una ligera sonrisa seguramente con el objetivo de no ser acusada de aguafiestas que buscara boicotear la diversión de sus amigos.  Charlaron un rato, alegre y divertidamente como si yo ni siquiera estuviera en el lugar.  Eduardo cada tanto besaba a su mujer, pero también en un momento las abrazó a ambas atrayéndolas hacia sí y en un par de oportunidades pude ver que su mano se apoyaba sobre la rodilla de Aldana.  ¿Cómo se atrevía?  La charla fue discurriendo sobre temas varios y pronto comenzó a girar sobre cuestiones sexuales; en realidad eran Eduardo y Virginia quienes parecían introducir cada nuevo tópico de conversación, en tanto que Aldana, con enormes esfuerzos para vencer su timidez, les seguía.

La copa de Aldana volvió a ser llenada por Eduardo y en ese momento Virginia se puso de pie para ir a buscar otra.  El minibar estaba  a escasos metros de  mi posición y fue inevitable que pasara cerca de donde yo me hallaba.  No sé por qué, pero levanté la vista hacia ella y, al hacerlo, me encontré con su pérfida mirada, llena de satisfacción y goce.  Frunció los labios y se llevó dos dedos a la boca como enviándome un beso.  No había afecto alguno contenido en tal gesto, desde ya: era otra de sus crueles burlas.  Abrió la puertita del minibar y, mientras extraía otra botella de vino blanco del interior, debo confesar que la vi terriblemente sexy, exultante y triunfal exhibiendo sus piernas ante mí y haciendo resonar los tacos contra el piso a cada movimiento.  Regresó hacia el sofá y apoyó la nueva botella sobre la mesa ratona.  En el mismo momento en que se sentaba, lanzó, a bocajarro:

“A vos nunca te hicieron la cola, ¿Verdad, Aldi?”

Yo enrojecí de furia contenida y Aldana de vergüenza; bajó la vista como era habitual en ella mientras sus mejillas se teñían con todas las variantes del rojo.  Como no contestaba, Virginia insistió:

“Bah, por lo menos lo último que me contaste fue que nunca te habían dado por detrás.  Y no creo que éste haya cambiado eso…Jajajaja”  - tanto ella como Eduardo rieron.  Aldana giró la cabeza levemente hacia mí y yo me sentí la peor mierda del mundo.  Habló con voz suave y tímida:

“No – dijo -.  Nunca me lo hizo”

“Jajajaja – rió estruendosamente Eduardo -. ¡Imaginaba que no!  Pero supongo que te lo habrá pedido, ¿verdad?”

Aldana me seguía mirando, pero luego bajó la vista:

“Sí – dijo -.  Pero nunca quise”

Las carcajadas de la sádica pareja fueron más atronadoras que nunca.  Decididamente conocían todas las formas posibles de degradarme.  No sólo con las cosas aberrantes que había sido obligado a hacer, no sólo con los insultos hirientes sino también con mis propias confidencias y mis propios fracasos, esos mismos que ahora Aldana revelaba contribuyendo al regocijo de ellos.  Virginia, cruzada de piernas y sosteniendo la copa en su mano, me miró divertida:

“Tanto pedir y te llegó por detrás a vos, jajajaja – me dijo -. Ahora sos vos el que sabe lo que es tener una buena pija adentro del culito. ¡Putoooo! – remató su último insulto llevándose la copa a los labios para liquidar el contenido.

“Yo estoy teniendo un poco de hambre – espetó Eduardo -. Ya hace demasiado que cenamos.  ¿Habrá algo en la cocina? Y también estaría bueno conseguir alguna otra bebida más…”

Aldana, de algún modo, se sintió aludida en su condición de anfitriona y se levantó del sofá para dirigirse a la cocina, pero Eduardo la capturó por la cintura, no solo deteniéndola sino además arrojándola de nuevo pero no sobre el sofá en sí, sino encima suyo.  La rodeó con el brazo, mientras la indignación me carcomía.

“No, linda – dijo -. Usted quédese acá.  ¿Para qué tenemos sirvienta?

Al principio no entendí.  Nosotros no teníamos sirvienta.  Había una chica que a veces venía a planchar y hacer algunos quehaceres domésticos un par de veces por semana pero nada más… Sin embargo era totalmente ingenuo en mi interpretación de las palabras de Eduardo: me di cuenta de ello cuando pude comprobar que la pareja me miraba a mí con ojos ávidos de nuevas humillaciones.  La sirvienta… era yo.

“Pero si va a ser nuestra sirvienta – acotó Virginia acariciándose el mentón – tenemos que encontrarle una ropita adecuada”

Temblé ante las posibles connotaciones que fuera a tener el último comentario de ella.

“Cierto  – concedió Eduardo -. Ahí sí que Aldana nos va a tener que ayudar un poco…” – al decir esto, liberó la cintura de mi esposa y le permitió incorporarse.  Para mí era un alivio que ella dejara de estar sintiendo el contacto del bulto de él sobre su cola, pero cuando después viera lo que se venía, tuve que llegar a la conclusión de que, en aquel contexto y en compañía de aquella gente, lamentablemente no había bien que por mal no viniera.

“Aldana – le llamó la atención Virginia -. Andá a buscar una pollerita bien cortita, de esas que tenés una colección y que tanto te gusta usar para calentar a los tipos en la oficina… Ah, a propósito, no volvimos a hablar de tu jefe después de que te tocó la cola… ¿Qué pasó con él? Hmmm.. bueno, después lo hablamos… Ahora necesitamos eso, alguna pollerita, un top o algo así… Hmm… a ver…  ¿qué más? ¡Un delantal! ¡Obvio que tenés alguno! Y… a ver… hmmm.. nada más…”

¿Cómo podía aquella mujer ser tan hiriente con sólo hablar? ¿Qué era eso que había comentado acerca del jefe de Aldana tocándole la cola? De haberlo sabido, lo hubiera asesinado o, al menos, hubiera hecho que ella dejara ese trabajo… Y, obviamente, lo que decía Virginia era cierto porque Aldana bajó la vista hacia el piso pero no dijo nada… En ningún momento amagó a ensayar alguna defensa o a desmentir las palabras de su amiga del alma… Una “amiga del alma” de quien ahora me costaba discernir si actuaba en pos de humillarme a mí, a ella o a ambos… Ya tendría mis respuestas más adelante…

Aldana se dirigió hacia la cocina y tuve la posibilidad de observarla en su marcha.  No podía ser tan increíblemente sensual y hermosa, tan sexy, tan sugerente… Casi una contradicción con su forma de ser, siempre tan tímida y reservada…  Cuando salió de la cocina nuevamente lo hizo trayendo en sus manos un delantal blanco que le tendió a Virginia.  Luego se dirigió hacia nuestra habitación, que era el lugar en que se guardaban nuestras ropas.

“¡Aaaaaahhh! – exclamó Virginia, mientras alejaba la copa de sus labios por un momento -. Y ropita interior también… ¡Y medias!  No te pido zapatos porque no le van a entrar…”

Aldana se detuvo un momento, no supe si porque estaba empezando a dudar en ser tan solícita con sus huéspedes o porque, simplemente, estaba haciendo en su cabeza el repaso de las cosas que Virginia le pedía.  En cualquier caso, la pausa duró sólo unos segundos… Luego retomó el camino de la habitación.

Una vez que se hubo marchado, Eduardo y Virginia se miraron entre sí con un brillo de excitación y atracción mutua en las miradas de ambos.  Se abrazaron y besaron apasionadamente en tanto que ella extendía una de sus piernas hacia el aire y yo alcanzaba a ver su bombachita por debajo de la pollera.  ¿Sería tan sádica de hacerlo deliberadamente? ¿Sería su forma de mostrarme lo que yo me perdía y lo que un macho de verdad podía disfrutar?   No lo supe, pero allí estaba yo… arrodillado en el suelo y viendo como se comportaban en mi propio sofá como si fueran los dueños absolutos de la casa… De algún modo, en ese momento lo eran… Y eso que yo aún no sabía para dónde seguiría discurriendo la historia ni hasta dónde serían capaces de llegar.

Al rato regresó Virginia y permaneció de pie con las cosas que le habían pedido.  Ellos seguían besándose y mi esposa se aclaró la garganta para llamar la atención.  De todas formas, no dejaron de besarse inmediatamente pero al cabo de un momento lo hicieron.

“A ver, ¿qué nos trajiste?” – inquirió Eduardo.

Y Aldana, metódicamente y como si fuera una vendedora de shopping, comenzó a exhibir las prendas a la vez que las iba mencionando:

“Una pollera corta” – dijo, mostrando una brevísima falda negra. ¡Válgame Dios! Eso que había traído más bien parecía una vincha.  ¿No podría Aldana haberse apiadado de mí y haber traído una un poco más larga? -, un top negro haciendo juego – continuó… ¡Mi madre! ¿Cómo podía estar en ese detalle? ¿Acaso ella también se estaba burlando de mí? - , un par de medias de nylon también negras, un corpiño y una bombachita”

¿Tenía que decir necesariamente “bombachita” para que esos tipos me humillaran aún más? Peor aún, lo que había traído era una tanguita rosa… ¡y un corpiño haciendo juego!  ¿Rosados tenían que ser? ¡Aldana tenía conjuntos de ropa interior de todos los colores imaginables y justo tenía que elegir ese!

“Bien” – felicitó Virginia con un corto aplauso.

“Daselo a la mucamita para que se vista” – agregó Eduardo, dirigiéndose a Aldana en un tono que ya para esa altura era insolentemente imperativo; pasaba del simple hecho de “pedir” cosas.

Aldana se acercó a mí y me extendió las prendas, incluido el delantal que había traído antes desde la cocina.  La miré a los ojos y no supe si en su mirada había lástima, resignación o qué…  Mientras tomaba la ropa sin dejar de estar arrodillado, Virginia habló como si estuviera en otro mundo:

“¡Qué buenas fotos! – celebraba.  Desvié la vista hacia ella y pude comprobar que estaba chequeando las tomas que había hecho con su celular -. ¡Ésta es mi favorita! – anunció al tiempo que giraba el visor hacia Eduardo para que viese lo que le mostraba -. Vení, Aldi, vení a ver esto, jajajaja”

Mi esposa se acercó hacia el sofá para ver lo que Virginia quería mostrarle… La muy hija de perra giró el celular hacia Aldana…y… ¡mi esposa no pudo contener una risita! ¡Yo no podía creerlo! Ahogó la risa casi de inmediato y me miró a mí, quizás tomando conciencia de que verla divertirse con las fotos que me habían tomado podía llegar a herirme, pero el hecho era que, al momento de ver la imagen, no se había logrado contener… Mi vergüenza, aunque pareciera impensable, seguía en aumento.  Nunca me enteré cuál era la foto que estaban compartiendo tan divertidos… y creo que eso aumentó aún más mi sensación de sentirme degradado: me dejaban afuera.  Es decir, incluían a mi esposa, pero a mí ni mínimamente.

De pronto Virginia endureció su rostro. Me miró con desprecio:

“Vestite” – ordenó.

Una vez más venían a mi cabeza las dudas mezcladas con la indignación.  Según la apuesta perdida ella no era mi dueña; yo no obedecía órdenes de ella sino de Eduardo.  Creo que este último interpretó perfectamente mi vacilación porque rápidamente avaló la orden de su mujer.

“Sí, nena, vestite. Tenemos hambre”

Me puse en pie para empezar a cumplir con lo que se me ordenaba.  Virginia me detuvo, contradiciéndose con su orden anterior:

“Esperá – lanzó -. No tengo más memoria en el celular”

Agradecí al cielo en mi fuero más interno.  Pero rápidamente llegaría todo el peso de la desilusión, como cada vez que pensaba que las cosas podían virar aunque fuera levemente a mi favor.

“Aldana… ¿Dónde está la cámara digital de ustedes?” – inquirió la malvada mujer.

Cerré los ojos y la maldije.  No sé cómo no lo había pensado antes.  ¿Cómo una mujer tan despiadada iba a dejar pasar la posibilidad de humillarme tomándome fotografías con mi propia cámara?

“En nuestra habitación” – respondió Aldana.

“Vos que sos tan divina… ¿no me la traés?” – requirió Virginia, aplicando un falso tono de dulzura a sus palabras.

Aldana volvió a marcharse en dirección a la pieza.  La pareja siguió en el sofá, dedicada a mirar, divertidos, las fotos que habían tomado… Cada tanto soltaban espontáneamente una carcajada a dúo.  Mi esposa regresó con la cámara.  Rogué que estuviera sin batería.  Hacía rato que yo no la dejaba cargando.

“Tiene la batería completa – explicó casi de inmediato Aldana, como liquidando cualquier esperanza de mi parte -.  Yo ayer la dejé cargando por si nos tomábamos algunas fotos durante la cena o después.  Al final me olvidé”

“Muchas gracias linda – sonrió Virginia, mientras tomaba la cámara que mi mujer le tendía -. Fuiste muy previsora.  Es que sería una pena que se perdieran tan lindos momentos, jeje”

“Bueno, ahora sí –enfatizó Eduardo, dirigiéndose bruscamente hacia mí -. Empezá a ponerte esa ropita tan linda que te trajeron.  Queremos verte, jajaja….”

CONTINUARÁ