Apuesta Perdida (2)
Continúan las humillaciones a que Rodolfo es sometido por el sádico Eduardo y su mujer Virginia, mientras que Aldana se va convirtiendo cada vez más en un testigo presencial para quien, sin embargo, parece haber algún plan aún escondido...
Llegué al baño como pude; un par de veces caí al piso y en ambas Eduardo me levantó por el pelo arrancándome gritos de dolor. Me hizo inclinar con el vientre sobre el lavatorio; en ese momento desvié un poco la vista hacia mi derecha y pude ver cómo tanto Virginia como Aldana se detenían en la puerta del baño, mirando hacia adentro. La expresión de la primera, por supuesto, era maliciosa, sádica y burlona, en tanto que la de mi esposa era, más bien, una mezcla de asombro, espanto y resignación ante la situación. Mi cara, seguramente, revelaba también la angustia que yo estaba viviendo… como si quisiera poder decirle algo, pero no sabía bien qué.
Dejándome en esa posición Eduardo abrió el grifo de la bañadera y el agua comenzó a correr. Trabajaba con absoluta libertad como si se tratara de su casa y, además, había dejado en ese momento de sostenerme por los cabellos y la muñeca como si supiera perfectamente el hecho que yo no me iba a atrever a moverme por miedo al castigo.
“Ay… - lanzó Virginia, como quien súbitamente se acordara de alguna cosa -. Espérenme que ya vengo… ¡No empiecen sin mí eh! Jajajajaja”
Dio media vuelta y pude ver por el rabillo del ojo cómo se alejaba a través del pasillo, en una especie de pequeña carrera sobre tacos que, con su sonido, llenaban el ambiente a la par que lo hacía también el agua corriendo en la bañadera.
“Jajaja… - rió Eduardo -. Nunca, mi amor”
Quedamos, por un momento entonces, Eduardo y yo, más Aldana, que observaba desde la puerta. Aun cuando estaba yo echado sobre el lavatorio y de espaldas a él, pude adivinar que él la estaba devorando con la mirada. El siguiente comentario que brotó de sus labios terminó de confirmármelo.
“Estás muuuuy linda… ¿Sabés?
Abri los ojos inmensos… Yo no podía creer aquello. ¿Hasta qué punto serían puestas a prueba mi integridad y mi incredulidad? Giré levemente la cabeza para ver a Aldana… Estaba allí, de pie, hermosísima en su remera musculosa celeste y su corta falda blanca que exponía sus bellas piernas hasta terminar en aquellas platinadas sandalias de taco. Creo que más que nada, cuando dirigí de reojo la vista hacia ella, lo hice fundamentalmente para chequear su expresión, para ver cómo reaccionaba ante lo que le acababa de decir Eduardo. Ella no era de contestar a nadie agresivamente, mucho menos a él que era un amigo desde hacía tiempo; más bien lo que supuse fue que desviaría la mirada o que se sonrojaría y no diría absolutamente nada en espera de que regresara Virginia para destensar la situación. Sólo acerté en parte: ella se sonrojó, sí… y bajó la cabeza, pero dijo:
“Gracias”
Mi incredulidad seguía en aumento… No podía salir de mi asombro al escuchar esas palabras de parte de mi propia esposa.
“¿Por qué me bajás la mirada? – inquirió Eduardo hacia ella -. ¿Te da vergüenza?
Quería morirme. Prácticamente estaba cortejando a mi esposa como si se tratara de algún ritual de un macho frente a la hembra… y lo estaba haciendo como si yo no existiese. De todas formas, esta vez sí, Aldana se mantuvo en silencio… y a juzgar por lo que llegué a entrever, mantenía la vista baja. Pero entonces él hizo algo detrás de mí... en un primer momento no llegué a precisar de qué se trataba sino que sólo me llegó un sonido suave y apagado. Cuando vi que él depositaba su remera sobre el toallero entendí todo… lo que había escuchado no era otra cosa que el deslizarse de la tela al irse desprendiendo de la piel.
“Jeje… - rió él -. Veo que ahora sí me mirás… Sabía que no ibas a poder evitarlo…
Atónito ante lo que oía, miré más decididamente en dirección a mi esposa y, en efecto, mi asombro fue aun mayor cuando comprobé que… él tenía razón. ¡Aldana lo estaba mirando y advertí en sus ojos un destello de adolescente hambrienta! El labio inferior se le cayó por un momento, luego se lo mordió. Súbitamente, para ella parecía que yo no existiera…
En ese momento volvió a escucharse el taconeo por el pasillo y apareció Virginia nuevamente, presurosa. Mi esposa desvió la vista hacia un costado, nerviosa.
“Perdón por la tardanza – dijo Virginia -. ¿Interrumpo algo entre vos y mi esposo, Aldi?”Jajajajaja…”
Estoy seguro de que no hizo el comentario porque hubiera percibido algo de la escena, sino más bien porque no paraba de buscar y encontrar nuevas formas de humillarme. ¿Qué más doloroso para mí que insinuar que mi esposa tenía interés por su hombre? Y, verdaderamente, si creía que así me humillaba, tenía razón, ya que consiguió su objetivo largamente.
Virginia extendió su brazo derecho mientras decía, con una sonrisa triunfal:
“Ahora sí. Pueden empezar”
No pude evitar mirar con más decisión hacia ella y entonces fue cuando todas las humillaciones sufridas parecieron a punto de quedar superadas, porque lo que Virginia sostenía coronando su brazo extendido era… ¡un teléfono celular con cámara!
Por primera vez sentí la necesidad de rebelarme de verdad… Comencé a moverme tratando de incorporarme pero Eduardo volvió a capturarme… Apoyó su mano pesadamente sobre mi nuca obligándome a pegar mi mejilla contra el fondo del lavatorio, no sin un golpe. Con la mano restante volvió a apresarme el brazo y a doblegarlo por detrás de mi espalda.
“Vos te quedás quieta” – sentenció.
“No… nnn… nooo. ¡Fotos no! – intentaba quejarme yo, con mi voz apenas ahogada tanto por la humillación que estaba viviendo como por la situación física en la que me hallaba, con mi rostro apoyado sobre el fondo del lavatorio.
“Shhhhhh… silencio – ordenó él -. Acá el único que decide qué se hace o no se hace es tu dueño, putito… Y tu dueño soy yo, jejeje…
Y comencé a escuchar el clic una y otra vez… y cada clic era como una puñalada que me clavaban en mi orgullo… La vergüenza se intensificaba por lo divertida que parecía Virginia:
“A ver, Edu… mirame… así, tenelo por la nuca”
“Jajaja.. así, apoyalo un poco más, Edu”
“A ver, Rodolfito, mirame… Queremos que quede inmortalizada tu carita en este momento”
Cuando dijo esto último yo, desde luego, hundí aun más mi rostro contra el lavatorio y hasta intenté girarlo en sentido inverso pero la mano de Eduardo volvió a tomarme por los cabellos y me hizo mirar a la cámara… Pude ver la sonrisa burlona de Virginia mientras me tomaba las fotos. Y para coronar su sádico disfrute, movió su lengua deslizándola por su labio inferior y la comisura, como relamiéndose.
“Jaja… divino” – lanzó, alegremente.
Cuando tiempo después viera las fotos, iba a sentir mi dignidad estrellada contra el suelo: Eduardo posaba sobre mí en todas las poses victoriosas que se pudieran imaginar. Sosteniéndome por la nuca, sosteniéndome por los cabellos… o bien arqueando su cuerpo y exhibiendo sus pectorales con las manos en la nuca mientras apoyaba su bulto contra mis nalgas estando yo inclinado sobre el lavatorio.
“Bueno… - dijo en un momento -. A lavarle el culito a esta nenita…”
Se inclinó hacia un costado sobre la bañadera y sumergió su mano; comenzó a pasarla por mi trasero y repitió la operación una y otra vez. Luego tomó el jabón, introdujo la mano en el agua junto con el mismo y se quedó jugando con su mano hasta lograr una espesa espuma. Dejó caer el jabón y se dedicó a sobarme el culo, dejándomelo bien enjabonado. Me pregunté por qué no haría eso mismo con una esponja, pero luego lo pensé bien: con su mano sería más humillante para mí… Como siempre, las respuestas a mis interrogantes apuntaban en el mismo sentido.
Yo no paraba de oír el clic del celular de Virginia mientras la mano de Eduardo seguía abocada a su trabajo de enjabonarme y lavarme bien la cola. El agua y el jabón me chorreaban por las piernas y empapaban ya mis pantalones y mi bóxer que permanecían en los tobillos.
“Enjabonale bien la zanja por si la tiene sucia – recomendó Virginia -. Y el agujerito también”
Eduardo rio una vez más y sentí su dedo (posiblemente el mayor) recorriendo mi zanja y jugueteando un poco en el orificio-
“Jaja… - rió Virginia -. Es tan putito Rodolfito que cuando le metiste el dedo en el culito, se le paró… Jaja”
¡No era cierto! Era inexpresable el odio que sentía en ese momento hacia ella. ¿Por qué se complacía en decir esas cosas para hacerme sentir lo peor posible?
“Jejeje – rió Eduardo y volvió a jugar tres veces hurgando con el dedo en mi orificio… y esta vez… ¡sí se me paró! ¡Me quería morir! ¡Era lo que menos quería pero ocurrió! Y… por supuesto, la carcajada de Virginia rubricó el momento. ¿Qué pensaría mi esposa? ¡Nunca había querido tanto ser tragado por la tierra!
“Bueno – dijo Eduardo -. Momento de enjuagar”
Se giró levemente de costado para tomar la ducha manual y tiró de la manguera para acercarla a la vez que abría el grifo y el agua dejaba de caer en la bañadera para salir por los orificios de la ducha que tenía en la mano. La dirigió hacia mis nalgas y el agua con jabón empezó a correr hacia abajo más rápido que como lo venía haciendo.
“Virgi – dijo, dirigiéndose a su esposa -. Voy a necesitar que le abras bien las nalgas para echarle agua adentro…”
Miré una vez más de reojo y vi cómo Virginia le tendía el celular a Aldana.
“Seguí vos sacando fotos – requirió -. Necesito tener las manos libres…”
Aldana tomó el celular y permaneció junto a la puerta mientras Virginia se acercaba hacia mí. Sentí el roce de sus manos sobre mis húmedas nalgas y luego cómo utilizando ambas manos se encargaba de separarlas como para que Eduardo, ducha en mano, hiciera su trabajo con el agua. Luego, con ambos pulgares, ella abrió la zona de mi orificio anal y sentí entrar el chorro de agua hasta bien adentro. Mientras entre ambos hacían ese trabajo, ella se inclinó hacia mí y sentí su respiración prácticamente sobre mi oreja izquierda.
“¿Qué pasa, Rodolfito? – preguntó, burlona -. ¿Qué te están haciendo???
A pesar del estado de profunda vergüenza y degradación en que me hallaba, alcancé a advertir que ya no escuchaba el clic de la cámara del celular y lo agradecí íntimamente. Al menos Aldana se había apiadado de mi sufrimiento. Pero lamentablemente eso duró poco, ya que Virginia también se dio cuenta:
“¿Qué pasa con las fotos, Aldi? ¡Quiero fotos!
Y el clic regresó. En ese momento me preguntaba qué necesidad tenía mi esposa de obedecer de ese modo como si ella también debiera recibir órdenes. Era yo quien había perdido la apuesta, no ella. Pero Aldana jamás fue una mujer conflictiva o que acostumbrara objetar el parecer de otros… Y, obviamente, Virginia, su gran amiga, lo sabía bien…
Eduardo cortó la ducha y el chorro de agua volvió a caer dentro de la bañadera.
“Traeme un toallón” – prácticamente ordenó a Aldana.
Y mi esposa, quien no tenía por qué obedecer ninguna orden, dio la vuelta presurosa para cumplir con lo que se le había pedido, quizás de puro hacendosa que era. En el momento en que se fue, Virginia volvió a hablarme al oído:
“Qué bien se porta tu mujer jeje… A nada dice que no, parece… Mmmmm… me parece que va a haber planes para ella también, jajaja”
Un nuevo estremecimiento me recorrió la columna. Quise convencerme, de todos modos, de que eso había sido dicho sólo para intimidarme y, una vez más, humillarme. Aldana llegó pronto con el toallón, Eduardo se dedicó a secarme la cola y una vez que estuvo lista, Virginia me pasó la mano sobre ella trazando un par de círculos:
“Mmmmmm… ya tenés el culito limpito, jajajaja… Aunque…”
La pausa me hizo temblar.
“¿Qué pasa, Virgi?” – preguntó él con tono de intrigado.
Virginia volvió a pasar la palma de su mano describiendo círculos sobre mis nalgas.
“Edu… - comenzó a decir. - ¿A vos no te gustan las colas peludas, no?”
Él soltó una carcajada.
“¡No!” – bramó, divertido.
“Jajajaja… - rió ella con cierta sequedad -. Además los hombres son los que tienen pelos en la cola… Así que me pareceeeeeeee… jajajaja…. – estiró la “e” haciendo una pausa deliberada para jugar con mi angustia – que vas a tener que afeitársela…”
Alcancé a soltar un instintivo “no” e intenté levantar mi cara del lavatorio pero recibí una bofetada por parte de Eduardo.
“¿Cómo te atrevés putita?” – inquirió con soberbia -. Mi mujer tiene razón así que vamos a ponernos ya a la tarea de dejarte esa colita bien lampiña. ¿Dónde tiene los elementos para afeitar, Aldana?”
“En ese armario que tenés sobre la pared, encima del bidet” – respondió mi esposa.
Mi incredulidad seguía en aumento pero si lo pensaba fríamente Aldana no estaba haciendo nada distinto que lo que siempre había hecho: responder solícitamente cuando alguien le pedía algo.
Fue Virginia quien se dirigió hacia el armario de la pared y, abriendo las puertitas, comenzó a extraer de adentro la brocha, el gel y una máquina de afeitar manual. Desde mi posición no lograba verla, pero pude adivinar cada movimiento, cada acto y cada elemento que iba encontrando. Se los fue pasando a Eduardo. De pronto sentí sobre mi cola el fresco contacto del gel haciéndose espuma. ¿A cuántas humillaciones más sería sometida mi zona trasera en esa noche?
“No escucho el clic” – sentenció Virginia, en tono de increpación hacia Aldana y, casi de inmediato, el sonido inconfundible de la cámara del celular recomenzó.
Una vez que Eduardo hubo embadurnado completamente mi cola, se abocó a la tarea de afeitarla. Sentí el contacto de la hoja deslizarse por sobre mis nalgas y podía adivinar mis cortos pelos separándose de la piel e irse amontonando entre la espuma. Siguió con su labor un rato con toda meticulosidad y luego mojó su propia mano en la bañadera para comenzar a retirar el gel. Por último, me secó con el mismo toallón con que lo había hecho antes. Una vez finalizada esa labor, trazó un círculo sobre mi cola tal como antes lo había hecho Virginia y, como nunca antes, sentí su tacto debido a lo lisas que habían quedado mis nalgas. Me propinó una palmada, no con tanta fuerza, pero sí sorpresiva.
“Perfecto – anunció. – Así es como tienen el culo las nenas… Jajajajaja… “
Virginia festejó también pero cas i de inmediato desvió su atención… pude intuir, por sus movimientos, que había recalado en algo que se hallaba en el interior del armario del cual habían extraído los elementos para la afeitada de mis nalgas. Yo permanecí entre intrigado y asustado, siempre inclinado sobre el lavatorio… y de pronto vi su cara casi junto a la mía.
“¿Te gustan los desodorantes a bolilla, no? – preguntaba, burlona.
Levanté un poco la mirada y, en efecto, vi que sostenía en sus manos el desodorante que yo usaba siempre después de bañarme. Un nuevo golpe de la mano de Eduardo cayó sobre mi cola, esta vez con una fuerza parecida a la de los que me había propinado en el comedor un rato antes.
“Contestale” – ordenó, imperativo.
“S… sí, Señora” – respondí.
El rostro de Virginia pareció iluminado por un brillo maligno. Sus ojos destellaban una expresión perversa que nunca le había visto. Sin dejar de mirarme y permaneciendo con su rostro muy cerca del mío fue llevando la mano hacia abajo y por detrás de mí, en una dirección que escapaba a mi campo visual. De pronto sentí la cabeza del desodorante a bolilla abriéndose paso entre mis plexos y allí entendí todo.
“¿Ahí te gusta el desodorante, no?” – preguntó.
Yo no contesté. Un nuevo golpe cayó.
“Eduardo…” – comencé a ensayar una débil protesta, pero una vez más me golpeó en las nalgas.
“Puta insolente – aulló Eduardo, con rabia -. Nadie te autorizó a hablar… y además te tenés que referir a mí como SEÑOR”
“Sssí… Ssseñor – musité como pude, presa de la humillación y del dolor -. Lo que… yo quería decirle, Ssseñor, con su p… permiso, es que al haber perdido el juego yo soy esclavo de usted y no de ella”
Tanto Virginia como él rieron… y pude adivinar que se intercambiaron miradas divertidas.
“Es cierto, puto… tenés razón” – concedió Eduardo.
Empecé a paladear un casi insignificante triunfo en medio de aquella degradante derrota, pero la sensación duró muy poco…
“Y como sos mi esclavo y yo tu dueño – apostilló él -. Ahora te ordeno que te quedes quieto y que dejes hacer a mi mujer”
La risa de ambos coronó el comentario… Me tenían a su merced. Y Virginia, sin dejar de reír entre dientes, fue introduciendo la redondeada cabeza del envase de desodorante dentro de mi orificio anal. El dolor fue terrible, pero la entrada fue bastante fácil por el hecho de estar mi cola tan recientemente enjabonada. Aullé.
“Jajajaja… - rió Virginia -. Así me gusta, perrita, que aúlles, jaja…. – y casi a continuación ¡Fotos! ¡Quiero fotos! “
Y la serie de clics se reinició una vez más…
Virginia adoptó una posición erguida y orgullosa a mi lado. Había soltado el envase, eso podía percibirlo, pero sin embargo el objeto seguía inserto allí, en el orificio de mi cola.
“Muy bien – acordó Eduardo -. Ahora vamos a ir al comedor para seguir con lo que interrumpimos… Rodolfita, vos vas a ir caminando en cuatro patas y pobre de vos que se salga eso que tenés metido en el culo. Vamos a caminar detrás de ti y mi propia mujer se va a encargar de darte un buen puntapié en el orto cada vez que lo pierdas.”
Sin poder ya creer lo bajo que había caído, obedecí. Me puse a cuatro patas y me fui desplazando a través del pasillo que comunicaba el baño con el comedor. Me costaba moverme porque seguía con los pantalones y el bóxer, empapados, en los tobillos. Por detrás de mí podía escuchar los socarrones comentarios de Virginia y Eduardo, en tanto que Aldana seguía disparando la cámara. ¿Nunca se detendría?
“Se te ve linda desde acá, jaja” – reía Virginia.
“Estas fotos van a ir a parar al colegio ése en que trabajás y al facebook de cada uno de tus alumnos, jaja” – agregó Eduardo. El terror me recorrió de arriba abajo y me sentí desfallecer. Quizás fue esa turbación que experimentó mi cuerpo lo que hizo que el desodorante a bolilla cayera de mi ano y rodara por el piso. Como continuación recibí un violento puntapié por parte de Virginia, que no tenía sandalias como mi esposa sino zapatos con punta. Caí al piso.
“Volvé a ponerte en cuatro patas” – ordenó Eduardo.
Obedecí presuroso a riesgo de recibir un nuevo castigo y de inmediato Virginia, quien había recogido del piso el envase, volvía a insertarlo en mi orificio anal aun con más violencia y menos consideración que antes.
“Te lo voy a enterrar bien así no se sale – anunció -. Además sé que te gusta tenerlo metido ahí…”
A pesar de haberlo enterrado más profundo, el desodorante volvió a caerse dos veces durante el trayecto y en cada una de esas oportunidades recibí el doloroso puntapié por parte de Virginia y, a continuación, el envase un poco más adentro que antes. Cuando llegué al comedor no daba más de dolor.
“Muy bien – espetó Eduardo -. Vamos ahora a retomar por donde habíamos dejado”
O sea, la conclusión que se desprendía de tal comentario era que todo lo ocurrido en el baño había sido sólo un “paréntesis”. Una vez más, quise morir.
“Parate acá… -.me ordenó, señalando el mismo sitio en que estaba justo antes de que se les cruzara por la cabeza la pérfida idea de llevarme al baño para asearme la cola -. De espaldas a mí como estabas y mirando hacia aquella pared…”
“¡Aguarden un momentito! – requirió Virginia, divertida -. Llegué a ver de reojo como se dirigía hacia el minibar rodante que teníamos y, sin haber pedido jamás permiso alguno, sacaba del interior una botella de vino blanco. Se dirigió hacia el sofá en el cual antes se habían sentado con Aldana e invitó a mi esposa a hacerlo nuevamente. Acercó una mesa “ratona” hacia ellas y apoyó encima la botella de vino y tres copas que, a continuación, comenzó a llenar.
“Ahora sí – anunció, divertida -. Podés seguir, Edu querido…”
Sólo unos instantes antes había dicho “aguarden un momentito”, pero ahora era “podés seguir, Edu querido”. Remarcaba bien que yo carecía de todo poder de decisión y que quien disponía de mí a su antojo era él, el verdadero maestro de ceremonias, el animador de aquel espectáculo en el cual a mí simplemente me quedaba el amargo papel de ser un animal de circo… o algo así.
El festín recomenzaba y la situacion volvía a ser parecida a la de momentos antes. Virginia alegre, festiva y, muy pronto, borrachina, mientras Aldana todavía parecía algo confundida o sobrepasada por la situación.
Eduardo quitó de un tirón el envase de desodorante de mi cola diciendo burlonamente:
“Perdón, ya sé que te gusta, jaja”
A continuación volvió a manosearme mi ahora lampiña y tersa cola. Al no haber pelos, el tacto se sentía de manera mucho más pronunciada y por alguna razón me sentí increíblemente… femenino. Quería desaparecer allí mismo porque justamente ésa era la sensación que habían querido lograr en mí… y se habían salido con la suya. Una vez más sentí cómo se complacía en recorrerme la zanja desde abajo hasta arriba. En un momento el toqueteo cesó y me dio la sensación de que estaba buscando algo… Estaba en lo cierto: se dirigió hacia el otro extremo de la habitación y al cabo de un momento volvía hacia donde yo me encontraba arrastrando el minibar rodante. Lo colocó delante de mí.
“Inclinate sobre él” – ordenó, a la vez que retiraba algunas botellas de la tabla superior.
En efecto así lo hice. Mi estómago se apoyó sobre la tabla y quedé así, degradado y expuesto.
“Ahora vas a separar tus nalgas – demandó -. Como tantas veces que fuiste a alguna revisación y seguramente te gustó…”
Aun desconociendo todo sobre mi pasado, Eduardo sabía cómo pegar donde dolía. Una vez, cuando tuve que hacer la revisación para la facultad, un practicante de medicina muy joven me hizo justamente una revisación de ese tipo. Y me la hizo en presencia de otros estudiantes que ni siquiera mínimamente fueron sometidos a un control parecido. Durante mucho tiempo tuve aquel momento como el más humillante de mi vida, pero mi nueva realidad me hacía caer en la cuenta de que yo, verdaderamente, no había sabido nunca antes lo que era ser humillado hasta esa noche fatídica de la apuesta en el chinchón.
El hecho es que obedecí la orden. Apoyé mis nalgas y tiré hacia afuera como separándolas, con lo cual mi orificio quedó expuesto una vez más. Casi sin preámbulo alguno, sentí el dedo de Eduardo entrando, ante la carcajada demoníaca de Virginia.
El embate fue tan sorpresivo que aflojé un poco la presión sobre las nalgas y él me lo recriminó:
“Separalas, te dije. Dale, puto, no me hagas enojar”
Obedecí una vez más y sentí el dedo entrando y saliendo una y otra vez. Me pregunté cómo me estaría viendo mi esposa en ese momento y traté de imaginarlo. Me transporté mentalmente y traté de situarme en el sofá, junto a Virginia, mirando hacia mi posición. Y lo peor de todo fue que, por más que lo intenté, no pude ver un hombre. Lo que veía era una mujer, una chica, tendida sobre el minibar y con un dedo inserto en la cola. Yo no sé si Eduardo era capaz de captar mis sensaciones y pensamientos; francamente me parece difícil de creer, pero sus comentarios parecían estar en sintonía con lo que me pasaba:
“Muy bien, nena, así te quiero, con el culito bien abierto, jeje”
“¡Rodolfito! – exigió mi atención Virginia; fue tan sorpresivo que no pude evitar girar la cabeza. ¡Clic! Una vez más era ella quien sostenía el celular en mano y no dejaba de fotografiarme y sonreír.
Cuanto tiempo me tuvieron así no sé, pero llegado cierto momento Eduardo retiró el dedo y me tomó una vez más por los cabellos. Me sacó de arriba del minibar.
“Ponete de rodillas, puta” – ordenó.
Como pude, y una vez que me soltó del cabello, obedecí la orden. Quedé en el piso arrodillado, de frente a él y mirando hacia abajo, tanta era la vergüenza que sentía…
En eso noté que él se desabrochaba el pantalón y temblé… el corazón me latía con fuerza. Se lo bajó a mitad del muslo pero se dejó puesto el slip, o sea que respiré por un momento… Sin embargo, la siguiente orden que me impartió no dejó de ser humillante de todas formas.
“Lameme el bulto”- demandó.
No tuve más remedio que levantar mis ojos lentamente y me encontré con que, frente a mí, tenía, en efecto, un prominente paquete con el cual yo nunca hubiera podido competir. Temeroso ante la posibilidad de ser castigado, saqué mi lengua fuera de la boca y comencé a lamer su aparato genital por encima de la tela.
“Jajajajajaja – rió estruendosamente Virginia -. ¡Qué bien lo hace! ¡Se nota que tiene práctica, jaja!
Aquello sí que era una infamia… y dolorosa. La realidad era que yo jamás había tenido acercamiento íntimo con un hombre hasta ese día.
“Vamos puta, lamé – insistió Eduardo -. Quiero bien húmedo todo el bulto…”
Así que fui dando largos lengüetazos de abajo hacia arriba sin poder creer lo que estaba haciendo y la bajeza en que había caído, pero claro… faltaba más. Parecía que todas las humillaciones del mundo no fueran suficientes para calmar a aquellos monstruos ávidos de goce sádico.
Toda la zona genital quedó perfectamente húmeda y allí fue cuando, sin previo aviso, decidió bajarse el slip… Me eché un poco hacia atrás instintivamente y tanto él como Virginia captaron el gesto:
“Jaja – rió él -. No nos vas a hacer creer que no te gusta, puta…”
“No es eso – apostilló su pérfida mujer -. Es que se asustó ante el tamaño, jajaja… Y si miramos lo que es el pito de él, se entiende perfectamente, jajajajaja”
Rieron estruendosamente y yo sentí tanta vergüenza que dirigí la mirada hacia abajo… No pude evitar, al hacerlo ,reparar en mi miembro, notoriamente pequeño si se lo comparaba con la mercadería que Eduardo exhibía.
“Jajaja – seguía riendo Virginia -. Aldi… si con eso te coge, entonces hacé de cuenta que nunca te cogieron, jajajajajaja… Fijate lo que es la de Edu… ¡Qué hombre! ¡Qué macho!”
La odiaba. La odiaba con mi alma. Y a la vez no podía dejar de pensar en qué estaría pensando y sintiendo Aldana. Un momento antes en el baño había captado su encandilamiento al contemplar desnudos los pectorales de Eduardo. ¿Cuál sería ahora su sensación al estar viendo aquel enorme y hermoso pedazo de carne, aun cuando no estuviera todavía del todo erecto?
“Aldi, perdoname que te diga – seguía Virginia, tratando de dar ahora a sus palabras un aparente tono de mayor seriedad -. ¡Pero así no vas a quedar embarazada nunca! Jajaja….
Maldita hija de perra, pensé (y al hacerlo me estremecí porque era tal el sometimiento y la pérdida de voluntad que, por un momento llegué a temer que hasta pudieran darse cuenta de lo que pensaba)… Sabía pegar donde dolía. Porque si bien era cierto que ellos tampoco tenían hijos, no lo era menos que ellos jamás los habían buscado y nosotros sí… Ese tipo de confidencias son las que suelen intercambiarse las mujeres y ahora Virginia las utilizaba en nuestra contra.
“Bueno, a lo nuestro – espetó Eduardo -. Abrí la boquita”
La angustia fue tan grande que estuve a punto de llorar. Él lo advirtió y me cruzó la cara de una bofetada.
“¿Qué? – gritaba airadamente -. ¿Vas a llorar putita? – una nueva bofetada -. ¿Vas a llorar? ¡Abrí la boquita te dije, pedazo de mierda!”
Era increíble como cada vez encontraba un nivel más bajo que el anterior en el irreversible derrumbe de mi dignidad. Tratando de contener las lágrimas (de hecho alguna rodó por mis mejillas) abrí mi boca tanto como pude y él, sin más prolegómeno, introdujo su miembro en ella cuan largo era. Sentí una especie de asfixia y hasta un cosquilleo en la garganta porque entró tan profundo que creo que hasta tocó mis amígdalas. No estaba todavía erecto cuando lo puso pero, poco a poco, pude sentir cómo se iba endureciendo dentro de mi boca.
Súbitamente lo retiró.
“Lameme los huevos” – ordenó.
Otra orden indigna. Mientras él, con su mano, levantaba un poco su prominente miembro, yo acerqué mi cabeza y estiré mi lengua cuanto pude para empezar a deslizarla por las rugosidades de sus testículos.
“Así me gusta, putita, así… – decía él una y otra vez en tono relajado y como si lo estuviera disfrutando. Me acarició la cabeza -. ¿Te gusta, no? Ahora chupalos…”
Sin un mínimo de integridad, abrí la boca cuan grande pude hacerlo y rodeé con mis labios aquel par de testículos que él ofrecía. Los envolví hasta donde me fue posible… y chupé… sentía en mi boca el gusto de la transpiración de esa zona íntima del cuerpo masculino y hasta me dio alguna arcada… pero continué…
“Muy bien – remarcó con tono aprobatorio pero siempre burlón -. Ahora a lamerme bien la verga…”
La soltó y estaba tan erecta que me golpeó en la cara. Virginia rió estruendosamente una vez más. Cada vez más sometido, pasé la lengua a lo largo de aquel miembro que, debo admitir, se revelaba tan enorme como hermoso. Lo tenía húmedo así que sentí por primera vez el gusto amargo de la leche en mi boca, aun cuando no hubiera acabado ni mucho menos. Tomó el pito entre sus manos y me acercó la punta.
“Pasale bien la lengua” – ordenó.
Y así lo hice. Con mi propia lengua echaba alternadamente hacia atrás el prepucio y lamí la húmeda cabeza, sintiendo perfectamente la ranura en medio de un mar de viscosidad que invadía mi boca. Virginia no paraba de reírse ni de sacar fotos. ¿Nunca se le agotaría la memoria al menos? Yo trataba de mantener los ojos cerrados. Ya bastante era tener aquello en mi boca como para además verlo. Sin embargo, Eduardo se encargó rápidamente de poner las cosas en su lugar.
“Los ojitos abiertos – reclamó -. Quiero que veas perfectamente lo que estás comiendo y que así seas consciente de quien es el macho acá…”
“Hay un solo hombre acá – agregó Virginia, siempre increíblemente odiosa -. Y tres mujeres, jajaja”
“Chupá” – ordenó secamente Eduardo.
Ya parecía habituarme a que cada nueva orden hacía sentir que las anteriores no hubieran sido humillantes. ¿Por qué no lo mandaba a la mierda? ¿Por qué no me levantaba de una vez y los echaba de mi casa? ¿Era posible caer tan bajo por una simple partida de chinchón? Lo cierto fue que, fuera como fuese, empecé a chupar como él me pedía. Mi boca fue alternadamente hacia adelante y hacia atrás empujando con mis labios el prepucio y dejando al descubierto la magnífica cabeza que entraba en mi boca victoriosa y humillante, tocando mi garganta. Nada de eso parecía ser suficiente para Eduardo.
“Levantá la cabeza – ordenó -. Mirame a los ojos”
La orden fue como un cuchillo de hielo. Ni siquiera me permitían el alivio de no tener que ver sus caras de satisfacción. Levanté mi vista despaciosamente mientras seguía con el pito de él dentro de mi boca y no paraba de mamar… Vi su cara; hacía bastante rato que no podía mirarlo fijamente a los ojos… Y lo que vi fue el inmenso placer del triunfo, el goce pleno de él al verme convertido en una aberración humana. ¿Cómo podía hacerme eso? ¿Tanto me odiaba?
“Muy bien – dijo -. Ahora que ya viste la expresión del ganador, vas a mirar a tu esposa”
Abrí los ojos aun más grandes. ¡No! ¡Eso sí que no! ¿Cómo se podía llegar a ser tan sádico? Sin dejar de tener el miembro de él en la boca, moví como pude levemente mi cabeza en sentido de negación o, tal vez , de súplica. Lo captó de inmediato… y volvió a la carga.
“Mirala” – ordenó sin mosquearse ante mi evidente turbación.
Y, así, fui girando lentamente la vista, sin dejar de mamar por supuesto. Me encontré primero con la mirada de Virginia, terriblemente triunfal, exultante, burlona y odiosa… Y luego con la de ella… Allí estaba Aldana, mi bello capullo, la mujer con quien había decidido compartir la vida y cuya hermosura la había convertido siempre en un excesivo premio para mí, estaba allí, viéndome a los ojos… Había en ella consternación, turbación, confusión… Y me estaba viendo a mí, a su esposo, con un miembro erecto adentro de su boca…
“Mirá, Aldi – le decía Virginia -, mirá en qué se convirtió tu maridito. Perdoname que te diga pero eso ya no puede llamarse hombre”
CONTINUARÁ