Apuesta Perdida (17)

Continúa la terrible historia de humillación y degradación sufrida por el matrimonio de Aldana y Rodolfo a manos de los pérfidos Virginia y Eduardo y de su invitada y flamante compinche Julieta

Eduardo salió de la piscina y quedó a un costado.  A una orden de Julieta, Aldana también lo hizo y se puso a cuatro patas.  Yo fui convocado para secarlo  a él.  Por lo tanto, tomé presto una toalla y me dirigí a cumplir con la tarea encomendada.   Fui secando prolijamente el cuerpo de Eduardo que lucía en toda su envidiable y magnífica desnudez.  Mientras pasaba la toalla por su imponente pecho, sentí la desagradable pero a la vez excitante sensación de que estaba ante el pecho de un verdadero hombre, lo cual me hacía sentir a mí en una clara situación de inferioridad: yo no me sentía tan hombre vestido como estaba y en presencia de tal manifestación de masculinidad.  Luego fui secando su espalda, por cierto tan magnífica como su pecho, delineándose en una perfecta curvatura que bajaba hacia sus nalgas, atractivas para cualquier mujer.  Había que admitir que Eduardo era un magnífico ejemplar de macho; si Aldana había gozado con él en alguna o en todas las oportunidades en que habían tenido sexo en esos dos días, casi podía verse como algo lógico.  Luego de haberme puesto de pie para secarle el tórax, me volví a arrodillar para hacer lo propio con su cola y, luego, siempre sobre mis rodillas, giré en semicírculo alrededor de su cuerpo para enfrentarme, una vez más, con su miembro, envidiable para cualquier hombre y deseable para cualquier mujer.   Me inquietaba sobremanera tenerlo tan cerca de mi rostro.  Con dedicación me puse a secarlo despaciosamente (en algún momento se me ocurrió pensar que mi meticulosidad se debía al hecho de querer tenerlo cerca durante más tiempo y me odié por ello; traté de alejar ese pensamiento).  Tuve que tomarlo con una mano para levantarlo y así poder secar sus huevos, esos mismos que había estado lamiendo algún rato antes desde atrás.

“Eso que tenés enfrente – me dijo Julieta – es el aparato reproductor del macho semental que acabó en la boca de tu esposa” – por primera vez dirigía sus humillaciones tan específicamente contra mí.

“Y de él también, jajaja” – agregó Eduardo, sonriente.

“Mmmm… qué putito, jaja” – se mofó Julieta.

“No sólo eso – apostilló Virginia, quien no podía dejar pasar la oportunidad para una nueva humillación en mi contra -.  Además, Edu les hizo el culito a los dos”

Las risas de los tres eran como dardos envenenados en mi nuca y en mi dignidad.

“Yo diría – agregó Julieta -, que siendo entonces que le debés tanto, deberías darle un beso, ¿no?”

Bajé la cabeza con mucha vergüenza.

“Contestale a la señora” – demandó Eduardo.

“Sí, Señora Julieta” – dije en tono de derrota.

Así que sin mediar más trámite, adelanté mi boca hasta sentir en mis labios el roce del pene.  Lo besé.  Tuvo lugar una lucha interna contra mi propia voluntad porque creo que, aun a mi pesar, estiré más el momento del contacto de lo que estaba obligado a hacer.  Incluso cerré los ojos para hacerlo.  Me sentía un ser terriblemente inferior y, de algún modo, sentía como que las cosas estaban en su lugar aun cuando, por supuesto, una parte de mí se negara a aceptarlo.

“Yo diría que el beso se lo tendrías que dar bien en la cabecita del pito” – objetó Julieta.

Claro, eso implicaba tener que echar el prepucio hacia atrás.  Casi como si hubiera leído mis pensamientos, Julieta apostilló:

“¡Sin usar las manitos!”

Tenía, por lo tanto,  que hacerlo todo con mi boca.  Cerré los ojos, ignoro si para no ver o bien porque, a pesar de mí, estaba disfrutando el momento.   Abrí la boca y con mis labios envolví el prepucio empujándolo hacia atrás de tal modo que el glande quedó al descubierto.  Una vez hecho eso eché un poco hacia atrás mi boca y frunciendo los labios, besé la punta del miembro.  Sentí como que no podía ser de otra forma: yo era el hombre vencido, derrotado, humillado, corneado, sumiso, cogido y feminizado y, como tal, parecía casi un acto natural, aun a mi pesar, que tuviera que besar el pene del formidable macho que, entre otras cosas, nos había estrenado el culo a mi mujer y a mí.  Intuí que no estarían satisfechos con ese beso y no me equivoqué.

“Limpiame bien con la lengua – exigió él -.  Hay restos de la leche que tiré dentro de la boquita de tu esposa”

La orden de Eduardo fue coronada, como no podía ser de otra forma, por las risitas de Julieta y Virginia.

“Sí, Señor” – respondí y a continuación comencé a deslizar mi lengua por el glande llevando así hacia mi boca los vestigios de la acabada que, minutos antes, él había hecho dentro de la boca de Aldana.  Me sentí terriblemente impotente, pero a la vez sabiendo que me lo merecía: por haber aceptado la apuesta y por no haber sido capaz de reaccionar como hombre ante la avalancha de humillaciones sufridas por mi esposa y por mí.  Ella ya nunca podría verme como un hombre.  Y ellos lo sabían y disfrutaban de eso.  Creo que su siguiente paso era lograr que yo mismo ya no pudiera verme como tal; en parte ya lo estaban logrando: el cuerpo de Eduardo era, desde ya, objeto de envidia para cualquier hombre pero… ¡por momentos para mí lo era también de deseo!  Era una locura y quería reprimir de inmediato aquel pensamiento, pero cada tanto el mismo volvía y yo caía en la red de esa terrible idea.  ¡Qué hermoso hombre era Eduardo!  De ser yo mujer (y no costaba tanto imaginarme como tal luciendo la ropa que me obligaban a llevar) aquella era indudablemente la verga que quisiera mamar…  Y el macho reproductor por el cual me gustaría ser preñada.  ¡Preñada! ¡Por Dios! ¿Cómo era posible que me asaltaran tales pensamientos?  ¿En qué indigna criatura me estaban convirtiendo aquellos monstruos?

Súbitamente Eduardo me propinó una leve bofetada en la mejilla, impeliéndome con ello a echar mi cabeza hacia atrás.

“Ya está, ya quedó limpia.   Lo hiciste muy bien, nena” – me dijo.  Pude sentir cómo el pito se me paró ligeramente cuando me dijo “nena”.  Me hizo sentir como que aquella bombachita que llevaba puesta era realmente mía, que no merecía llevar otra cosa considerando que jamás había sido capaz de hacerle la cola a mi esposa o de acabarle en la boca, cosas que un verdadero macho debería haber hecho.   Tuve la sensación de que mi degradación y feminización eran harto merecidas.

Nos fue ordenado a Aldana y a mí vestir tanto a Eduardo como a la invitada Julieta y así lo hicimos.  Yo lo hice con el primero y mi esposa lo hizo con la segunda.  Una extraña excitación se apoderó de mí al ver cómo Aldana colocaba las medias a su antigua compañera de colegio y, más aún, al observar el rostro, radiante de placer, de esta última, seguramente disfrutando al máximo el ver a Aldana reducida a tal grado de servilismo ante ella.

“Bueno, es una lástima… - dijo Julieta, sentada sobre una reposera y apoyando el mentón sobre su mano, mientras sonreía con un deje de tristeza y a la vez de malignidad -, pero las tres horas que me diste  van llegando a su fin…”

“Pero… ¡olvidate de plazos! – espetó Virginia -¡Salgamos todos a dar una vuelta para celebrar un día tan hermosamente triunfal como éste!”

Viéndolo hoy, creo que el lamento de Julieta había tenido por objetivo, en realidad, obtener aquella prórroga.  Su sonrisa victoriosa así lo certificó.  Chocó las palmas de sus manos un par de veces como aplaudiendo la iniciativa con alegría casi adolescente o hasta infantil.  A mí, obviamente, no podía causarme sino estupor la idea de salir nuevamente a la calle.  Lo cierto fue que al poco rato el grupo de cinco se puso en marcha: tres dominantes que marchaban altivamente erguidos y nosotros dos, sumisos que nos movíamos a cuatro patas, siendo jalados por la correa que iba prendida a cada uno de nuestros collares.

Era atardecer de domingo y había bastante gente en la calle.  Una vez más yo me veía expuesto vestido como mucamita y con medias negras ante mi propia comunidad.  No podía levantar mucho la vista del piso pero aun así advertía las sonrisas burlonas, algunas reiteradas y otras, más bien, propias de aquellos que nos veían por primera vez y que no habían presenciado el paseo anterior.  Julieta, por supuesto, era quien guiaba por la correa  a Aldana y, cada tanto, utilizaba la fusta que llevaba en mano para hacerla restallar sobre las nalgas de mi esposa, parcialmente descubiertas al marchar a cuatro patas.  Fuimos por la acera de la calle que llevaba hacia una plaza circular que, si bien, no era la principal, se convertía en escenario de reunión, sobre todo, de muchos jóvenes, durante los fines de semana.  Siendo domingo, era de esperar que hubiera varios allí.  Y, en efecto, al  llegar al lugar, pude comprobar que así era.  Chicos y chicas, reunidos en grupos, algunos debajo de los pinos, otros sobre los bancos de madera de la plaza, aglutinándose de modo tal que algunos de ellos se ubicaban sentados sobre los respaldos.

De más está decir que sólo hubo gestos y exclamaciones de asombro en la medida en que veían caminar por la plaza a la extraña comitiva que nosotros, a sus ojos, formábamos.  Pero no faltaron, por supuesto, las risas burlonas, tanto de aquellos que nos conocían como de los que no.  Muchos de los que estaban allí eran mis alumnos.  ¿Con qué cara regresaría yo al colegio?  Instintivamente tendía a bajar mi cabeza para ocultar mi rostro, pero en realidad era para esa altura un acto inútil: yo ya estaba lo suficientemente identificado.

Eduardo, Virginia y Julieta se ubicaron sobre el único banco que permanecía sin ser ocupado, mientras que Aldana y yo permanecimos a cuatro patas junto a ellos, expuestos a las miradas, a veces divertidas, otras lascivas, o bien ambas cosas, por parte de quienes allí se hallaban.  Reconocí por el rabillo del ojo a un grupo de unos cinco adolescentes que habían sido alumnos míos hasta el año anterior y que, precisamente, habían desaprobado la materia.  Bajé el rostro con mucha vergüenza, pero aun así pude percibir que estaban más que divertidos con la escena  y que, además, miraban con intenso deseo a Aldana.  ¿Cómo se atrevían?  Malditos hijos de puta…

Por lo pronto, Julieta debió haber advertido sus pensamientos y bajos instintos, porque de inmediato los invitó a acercarse.  Ellos así lo hicieron.

“Les gusta esta chica, ¿verdad?” – inquirió ella.

Los muchachos se miraron entre sí, confundidos y, obviamente, sorprendidos.

“Y… la verdad que es una perra que está para entrarle… “- respondió de, entre ellos, el que tomó coraje; un alumno de pésimo comportamiento en el colegio que siempre había insistido en que yo le había hecho la vida imposible.  El resto del grupo, sonriendo algo estúpidamente, asintió con movimientos de sus cabezas.

“Je,je,je… qué lindos chicos – rió Julieta -.  ¿Les gustaría darle una cogida?”

Si antes los rostros habían sido de confusión y asombro, ahora eran de descontrolada lascivia.

“Sí… ¡de una!”

“¡Le hago de todo!”

“Siempre le tuve ganas a esta perra”

“¡Coger a la mujer del profe! Jajaja… ¡Eso sí que estaría bueno para el forro ése!”

“Además miralo, jaja…, vestido de mina… Más vale que le demos a su mujercita pijas de verdad”

Los comentarios caían como adoquines sobre mi espalda; una vez más, una parte de mí quería rebelarse pero la otra parte la reprimía.

“Jejeje… - rió Julieta, a la vez que giraba su rostro hacia Virginia -.  No sé, Virgi… vos sos la dueña de esta puta… Disponé”

“Pero… Juli… ¡Me extraña! – exclamó la aludida - ¡Estamos juntas en esto! ¡Podés decidir sobre ella en este momento aunque sea mi propiedad”

“Jeje… Está bien, Virgi, te lo agradezco… - hizo una pausa que evidenció que estaba cavilando -. Hmmmm… a mí me parece que… siendo ella tu propiedad, sería justo que los chicos pagaran por usarla, ¿no?”

Levanté la vista ligeramente y noté que los muchachos se mostraban súbitamente algo decepcionados.  Yo, por un lado, me veía turbado por la idea de que mi mujer estaba siendo ofrecida como mercadería, pero por otra parte abrigaba la esperanza de que aquellos chicos no tuvieran dinero encima y, como tal, tuvieran que abandonar la propuesta que se les hacía.  Pero Virginia, maléfica, sagaz y oportunista, se adelantó  a esa posibilidad:

“¿Cuánto pueden juntar, chicos?” – inquirió, con un tono casi maternal.

Ellos comenzaron a hurgar en sus bolsillos y sacaban cada tanto, algún billete arrugado o algunas monedas.  Uno de ellos se dedicó a hacer el conteo del dinero.

“Veintiocho pesos – anunció, con total desparpajo, como si no fuera consciente de que con ese dinero  sólo se podían comprar casi tres botellas de gaseosa de dos litros.  Una ganga, en todo sentido y, por supuesto, un insulto.  No sé por qué se me ocurrió pensar que Virginia y Julieta pudieran considerar un mal chiste la oferta.  No fue así.

“Hacemos negocio” – convino Julieta, sonriente, mientras extendía su mano para recibir los veintiocho pesos que, tan descaradamente, aquellos jóvenes ofrecían por mi esposa.

Dirigí una mirada a Aldana y pude apreciar su turbación y estupor ante lo que era inminente.

“Dispongan chicos – anunció Virginia -.  Tienen media hora”

Mi Dios, pensé para mis adentros.  ¡Media hora para cinco!  ¡Y esos cinco justamente! ¡Vándalos haraganes y vividores especialistas en vicio y descontrol nocturno!  El hecho fue que, prestos, los jóvenes comenzaron la labor.  Un regordete de pelo rojo y rostro pecoso que se caracterizaba por los malos modales y pésimo vocabulario en clase comenzó a manosearle la cola.  Otro, flaco y desgarbado, la tomó por los cabellos y le levantó la cabeza hasta encararla con él.  Los ojos de Aldana sólo eran impotencia y temor.

“Siempre te tuve hambre, puta  - le dijo, con un tono mordaz rayano en lo vengativo; más que hablar, mascullaba entre dientes aun cuando sus palabras fueran nítidas y perfectamente audibles -, pero vos siempre pasabas tan orgullosa y sin dar bola, ¿no?  ¿Quién te pensabas que eras, chetita de mierda?  Éramos poca cosa para vos, ¿no?  Ahora vas a ser nuestra puta y vas a aullar tanto como ese pedazo de mierda que tenías por marido no te hizo aullar nunca… Ese puto que nos mira vestido como minita….”

Un tercero, el más favorecido físicamente y que por cierto oficiaba como líder del grupo, se acercó y apartó de un manotazo al que le tocaba la cola.  Bajó la tanga de mi esposa sin miramiento y, así en cuatro patas como ella estaba, empezó directamente  a cogerla desde atrás.

“Yo quiero el culo” – reclamó, divertido, otro.

“Todos lo queremos, ja” – apostilló el restante.

Quien estaba cogiendo a mi esposa era Martín Rosseller, justamente quien más me odiaba.

“Mirá, profe, mirá lo que le hacemos a tu putita” – soltó a bocajarro, mientras la tomaba por las caderas y no paraba de bombearla un segundo.

Como suele ocurrir con los adolescentes, el polvo fue rápido, tanto como potente el grito del muchacho al acabar y marcados los gemidos, luego devenidos en aullidos, por parte de mi esposa.  En ese momento eché un vistazo alrededor y comprobé que, como no podía ser de otra manera, los jóvenes que andaban desperdigados por la plaza se acercaban al lugar para tener una mejor vista de la escena.  Los varones parecían entre excitados y divertidos; de hecho, pude ver uno que se masturbaba mientras Martín Rosseller cogía a Aldana.  Pero quienes más parecían complacidas con la escena eran las chicas, dejando así traslucir un sadismo tal vez impensado cuando las veía en el colegio.  Verdaderamente las mujeres suelen ser muy competitivas entre sí y lo cierto era que Aldana era, en el barrio, una mujer que no pasaba desapercibida, tanto que robaba la atención de muchachos que tendrían edades semejantes a la de esas jóvenes.  No podía, por tanto, sorprender que les produjera placer  ver ahora a su “competidora” ser usada de esa forma.

El momento del orgasmo fue aplaudido por quienes miraban y, de hecho, Martín Rosseller, al sacar su verga de la vagina de mi esposa, levantó los brazos en gesto triunfal.  Juan Forte, quien se había acomodado detrás de Rosseller, presto a entrar en acción, no perdió el tiempo.  Rápidamente, los gritos de Aldana evidenciaron que estaba siendo sometida a una nueva cogida, por cierto, aun más animal que la anterior.  Me acordé en ese momento del hijo de los Mazri y rogué que no estuviera por allí, aunque, a decir verdad, el joven Forte no le iba en zaga.  El que la sostenía por los cabellos bajó el cierre del pantalón e introdujo su miembro (grande por cierto) en la boca de Aldana.

“Chupá, puta, chupá” – decía una y otra vez zamarreando a Aldana por los cabellos a la vez que dirigía sus cerrados ojos hacia arriba en clara muestra del goce que estaba alcanzando.  Y así, Aldana era penetrada tanto por la boca como por vagina.

Se siguieron alternando.  El regordete colorado que la había estado manoseando instantes antes arrancó del lugar prácticamente al joven cuya verga estaba siendo mamada en el preciso instante en que se hizo notorio que había acabado.  Los adolescentes, por supuesto, carecían de paciencia y se apuraban a echar al otro para ocupar su lugar, casi del mismo modo atropellado en que, en el colegio, se entrechocaban en la puerta del aula cada vez que sonaba el timbre del recreo o, aun más, el de salida.

El que había reclamado para sí el culo en primera instancia, fue el siguiente en actuar, previo escupitajo en el ano de mi esposa para luego jugar con el dedo a los efectos de abrirlo bien.  Una y otra vez ingresó su pene en el orificio de ella y si no se escuchaban los gritos, ello se debía a que tenía su boca completamente llena y ocupada con la verga del regordete colorado.  Alrededor se percibían los clics y los flashes de cámaras y celulares.

Uno más se acercó.  No formaba parte del grupo original.  De hecho, yo lo había visto en el colegio más de una vez, pero no era, por cierto, alumno mío.  Un muchacho de muy buen aspecto y atractivo para las chicas.

“Vos también te la querés coger, ¿no?” – le preguntó Julieta.

El joven negó con la cabeza y me señaló.

“Ésta me interesa” – anunció.

Ésta…  Ésta era… ¡yo!

CONTINUARÁ