Apuesta Perdida (16)

Aldana enterró aún más su rostro entre las nalgas de Julieta Custer, al punto que sus ojos y nariz se perdieron adentro, mientras la dueña del trasero que era higienizado movía sus caderas en círculos con movimientos sensuales

Cuando sonó el timbre de la puerta de entrada y se me envió a abrirla, apenas las vi entrar miré instintivamente a Aldana para ver si volvía bien, entera, en una pieza… Y sí, no parecía haber nada raro, salvo el hecho de que se la veía cansada y con la dignidad por el piso.  Como si lo de la mañana no hubiera sido suficiente, ahora el barrio la había visto caminar en cuatro patas como a una perra junto a una mujer que la odiaba… y seguramente muchas de las ex compañeras de secundario la habrían visto también…  Podía entenderse, considerando eso, que su rostro luciera demacrado, en tanto que, por el contrario, el de Julieta lucía triunfal, victorioso…

“El mejor paseo de mi vida, jaja” – espetó, exultante.

“¿No se encontraron con ningún adolescente desesperado por montarla? Jaja… “- preguntó Virginia en obvia referencia a Sebastián.

“Hmmmm… había unos tres o cuatro chicos como de catorce años que estaban aquí, a dos cuadras, que la miraban con mucha hambre…. Y les permití tocarla un poco, jiji”

Por la dirección en que señaló Julieta y las características que dio, supuse quienes pudieran ser… Nada que ver con Sebastián, otro grupo…

“Jaja… ¿ah sí? – inquirió Virginia -. ¿Y la perrita cómo se portó?”

“Muy bien, jaja… bueno, tampoco le quedaba otra, jeje… Pero se quedó quietita y mansita mientras cuatro chicos a la vez le acariciaban la cola y alguno le metía mano ahí abajo… jaja… Lo peor de todo es que cuando les dije que ya era suficiente, toqué a la perra… ¡y estaba mojada!  ¡Qué puta es!  Se nota que le gustan bien tiernitos, jaja…”

“Sí, jaja… lo es – intervino Eduardo -.  Conmigo siempre estuvo mojada antes de empezar siquiera  a tocarla.  Y tendrías que haberla visto con el hijo de la vecina… estaba como loca… ¡no le soltaba la verga!”

Cuánto odio.  ¿Por qué tenían que decir una cosa por otra?  ¿Por qué se complacían tanto en hacernos sentir tan humillados, tanto a ella como a mí?  ¿Tanto nos podían odiar?  ¿Qué daño les habíamos hecho?  Su resentimiento se basaba en ideas que tenían en su cabeza… Le adjudicaban a Aldana intencionalidad en actos que, en realidad sólo podían ser entendidos como “actos” dentro del contexto de la envidia, el celo y una paranoia rayana en lo enfermo.

Julieta, aparentemente cansada (¿de qué?) se dejó caer sobre uno de los sillones y rápidamente Virginia le explicó que, si lo deseaba, podía descansar sus pies sobre la esclava.  Para darle una demostración práctica, hizo eso conmigo.  Y Julieta, rápida para aprender ese tipo de lecciones, hizo a mi esposa ponerse  por delante de su sillón, rodillas y codos en el piso, para ubicar sus pies por encima de la espalda.  Como cada acto que implicaba demostrar superioridad sobre Aldana, lo disfrutó muchísimo; su cara lo delataba.  Bebieron, rieron y departieron un rato hasta que Julieta decidió que tenía que seguir aprovechando esas tres horas de las que disponía para hacer sentir a su odiada ex compañerita de colegio como la peor basura del mundo.

Se puso en pie y se dirigió al sofá.  Una vez allí se ubicó de espaldas a nosotros y con la vista orientada por encima del respaldo.  Tal como lo hubiera hecho antes, llevó arriba su falda y bajó su bombacha.  Con las palmas de sus manos separó las nalgas.

“Vení, Aldanita – llamó -.  Lameme bien el orto”

La orden, de tan indigna, me sobresaltó.  Mientras seguía siendo yo el apoyo de los pies de Virginia, pude observar cómo mi esposa, desplazándose a cuatro patas, llegaba hasta ubicarse justo por detrás de Julieta, con su rostro a la altura de la cola de su pérfida ex compañera.

“No estoy segura de haberme higienizado bien – comentó Julieta, divertida -.  Así que cuento con que lo hagas bien vos con tu lengüita”

“Sí, Señora Julieta” – contestó mi esposa con una voz débil y quebradiza, que evidenciaba estar al límite de lo que psicológicamente podía soportar, como que ya no tuviera fuerza alguna, ni en su cuerpo ni en su mente.  Sumisamente, sacó su lengua afuera y la dirigió hacia el orificio que Julieta exponía; ingresando en él.

“Mmmm… muy bien… así – aprobó la vengativa mujer ,  mientras cerraba sus ojos en señal de estarlo disfrutando -.  Así, puta… eso es lo que siempre te gustó, ¿no?  Lamer culos.  De los profesores, de los directivos… siempre chupando las medias para obtener el favor de todos… Pero nunca te imaginaste que ibas a terminar lamiendo culos de verdad, ¿no? Jejeje… Mmmmm…  así, más adentro la lengüita… más adentro… lo quiero bien limpito”

Aldana enterró aún más su rostro entre las nalgas de Julieta Custer, al punto que sus ojos y nariz se perdieron adentro, mientras la dueña del trasero que era higienizado movía sus caderas en círculos con movimientos sensuales.

“Eduardo – dijo en un momento. - ¿No te la querés coger?”

El aludido se sintió sorprendido y, por cierto, echó una mirada a Virginia ya que, siendo ella la dueña de Aldana, parecía lo correcto que fuera quien tuviera que dar el consentimiento.

“Dale – le animó Virginia -.  Andá tranquilo… Que nuestra invitada pase un momento placentero del modo que más le guste”

Eduardo se puso en pie y se dirigió presto a cumplir con lo que se le pedía.  Se ubicó de rodillas en el piso detrás de Aldana y, luego de bajarse pantalón y calzoncillo, comenzó a bombearla.  La respiración de mi esposa se volvió entrecortada y era bastante obvio que estaba soltando sus jadeos dentro del ano de Julieta, a la vez que seguía con su labor de lamer el orificio bien adentro.  Inclusive diríase que la fuerza con que Eduardo la cogía, empujaba su rostro aún más hacia el interior.

Virginia, entretanto, quitó los pies de encima de mí y no pude menos que temblar porque cada vez que se la notaba activa era porque se encaminaba hacia un nuevo plan siniestro, de ésos que no paraban de salir de su enferma mente.  Me habló casi al oído:

“Vos, perrita, vas a ir por detrás a lamerle los huevos a Eduardo” – me ordenó.

Cuando uno ya ha tocado fondo, parece hasta dejar de sorprenderse por las órdenes o, al menos, las toma simplemente y las obedece; fue lo que hice.  Marchando a cuatro patas me instalé detrás de Eduardo y, debido a su posición, tuve que bajar bastante la cabeza para poder introducir mi boca por entre sus piernas y así llegar con mi lengua hasta sus testículos.

“Cuidadito con tocar a Aldana – me advirtió severamente Virginia -.  Eso no te está permitido.  Vos ya no podés tocarla”

Servilmente lamí los huevos de Eduardo y noté que eso lo ponía aún más caliente, ya que su respiración se hizo todavía más jadeante y aumentó la intensidad de sus movimientos.  Quería morirme de saber que a tan pocos centímetros de mi lengua tenía a Aldana, a su concha que en ese momento era penetrada por quien, desde hacía dos noches, se había convertido en mi dueño.  Y para peor, yo con mi lengua estimulaba a éste para que la penetrara aun con más ímpetu.

Pero allí no terminó todo: alcancé a ver que Virginia se acercaba y levantando un poco la vista, pero sin dejar de lamer, pude advertir que se estaba calzando el arnés que en la jornada anterior habían usado  durante la fiesta de depravación que había tenido lugar junto a la piscina.  Y sólo un instante después, sentí  cómo era penetrado.

Así, la escena se convirtió en la cadena más perversa que se pudiera imaginar.  Virginia, cada vez con más fuerza, me montaba entrando en mi ano.  Yo, por mi parte, y mientras era ferozmente cogido por el culo, lamía los huevos de Eduardo, quien, a su vez, no paraba de coger a Aldana.  Por último mi esposa seguía dedicada a lamer y limpiar con fruición el orificio anal de Julieta Custer.  Tal como te lo cuento, amigo lector: el súmmum de la aberración y la degeneración…

Fueron los potentes gritos de Eduardo los que, rompiendo el aire, empezaron a evidenciar que estaba llegando al orgasmo.  Virginia, por su parte, también comenzó a aumentar sus jadeos hasta transformarlos en gritos; no supe si estaba acabando o no y, como no podía verla, no tenía posibilidad de saber si mientras me cogía, se estaba tocando los pezones o algo así.  Julieta, por su parte, no paraba de gemir por el placer que le provocaba sentir la lengua de su odiada ex compañerita adentro de su culo.  Y yo, sin parar de lamer los testículos de Eduardo ni un instante, estaba teniendo una erección.  Me odié por ello.  Aprovechando que no necesitaba mis manos y que todos estaban entregados a la pasión del momento, pasé una mano por debajo de mi cuerpo y me toqué.  No sabía exactamente qué, de todo lo que estaba ocurriendo, era lo que más me gustaba; o tal vez (lo que era más probable) fuera el conjunto en su totalidad.  Yo no quería tocarme ni masturbarme porque hacerlo sobre la excitación provocada por nuestra tan aberrante degradación, hablaba aún peor de mí que mi comportamiento general ante todo lo que nos había ocurrido.  Y acabé.  Rogué porque no se dieran cuenta y, de hecho, limpié mi pene con la mano lo mejor que pude y lo refregué varias veces por la alfombra a los efectos de esparcirlo un poco.  Tal vez no lo vieran o bien lo confundieran, simplemente con esperma de Eduardo que, casi junto conmigo, había acabado.

La cadena se fue separando.  Virginia extrajo el pene artificial del arnés de adentro de mi cola y lo hizo con tanta fuerza que hizo sopapa dentro de mi ano, emitiendo un “plop”.  Yo dejé de lamer los huevos de Eduardo una vez que recibí la orden correspondiente y me desplacé a cuatro patas tratando siempre de ocultar mi pene entre mis piernas para que nadie viera restos de la acabada; parecía ser, por suerte para mí, que la intensidad del momento había hecho que no se percataran de nada.  Eduardo, por su parte, dejando libre y bien llena de leche la vagina de Aldana, se ponía en pie y se acomodaba el pantalón.  Era de él de quien más temía que advirtiera que yo había tenido un orgasmo, ya que los hombres son quienes más rápido salen a flote y despiertan sus sentidos tras un momento de sexo; nunca miró hacia la alfombra, sin embargo, ni prestó atención a mi pene.

“Mmmm… muy bien, muy bien – decía Julieta entre gemidos de placer -.  Lo hiciste bien, putita… Está bueno que entiendas cuál es tu nivel social y cómo tenés que actuar en consonancia con eso… Ya podés sacar la lengua, perrita…”

“¿Cómo se dice?” – intervino, insufrible, Virginia.

“Gracias, Señora Julieta” – dijo Aldana con la cabeza gacha, apenas hubo sacado la lengua de adentro del orificio anal.

Los tres Amos (o por lo menos dos Amos y una devenida en Ama circunstancial) se echaron a descansar dispersos entre el sofá y los sillones.  Aldana y yo, luego del esfuerzo realizado y del momento vivido, permanecimos de rodillas a la espera de nuevas instrucciones.  Pero por fortuna el trío estaba bastante extenuado y durante algún rato aflojó la presión.  La que más intacta lucía era Julieta, quien se dedicó a deambular por la casa y recorrerla como si fuera suya o, al menos, como si no fuera nuestra, que creo que allí residía básicamente su intención.  Se asomó al patio y echó un vistazo a la piscina; hacía calor y decidió que iba a darse un chapuzón, instando a Virginia y Eduardo a hacerlo también.  A pesar del cansancio que parecía embargarles, aceptaron la propuesta.  Julieta se quitó una a una las ropas y me fue imposible mantener la vista apartada de su cuerpo de tan hermoso que era; Aldana detectó eso en mí y me echó un vistazo de reojo.  Justo en ese momento Julieta se volvió y captó la escena; sonrió maliciosamente: lograr que el esposo de su odiada enemiga clavase la vista en ella era también una forma de imponerse sobre Aldana.  A diferencia de lo que había ocurrido hasta el momento, los tres se bañaron en la piscina desnudos.  Así como había sido la primera en ingresar, Julieta fue también la primera en salir, ante lo cual Virginia, aun dentro de la piscina y asomándose por sobre el borde, ordenó a  Aldana que le trajese una toalla.

Tan servicial como lo venía haciendo, mi esposa marchó a gatas a buscar un toallón y luego, también en cuatro patas (la norma de marchar erguidos nos la imponían sólo para cosas que pudieran caerse y romperse) fue en busca de Julieta llevando el mismo en su boca.

“Secame” – le ordenó agriamente la invitada.

Con metódica prolijidad, Aldana se dedicó a ir pasando la toalla por cada una de las partes del cuerpo de su ex compañera.  Se mantuvo arrodillada mientras secaba piernas, cola y entrepierna, pero luego pidió permiso para ponerse de pie y así secar bien a Julieta de cintura para arriba.  El permiso le fue concedido y así, al pararse, se encontró frente a los magníficos pechos de su enemiga.  Seguramente estaría pensando que Julieta tenía un busto decididamente mejor que el de ella para esa altura, cosa que en la época del colegio, a juzgar por lo que siempre me contaba, no era tan evidente.  Las tetas de aquella mujer eran de tal perfección que me costaba determinar si eran naturales o hechas ya que parecían ser parte inseparable de ese cuerpo.   Julieta notó que la mirada de Aldana se clavaba en ellas y, a pesar de la distancia a la que yo me encontraba, pude oír claramente cuando le preguntó:

“Te excitan, ¿verdad?”

El comentario, por supuesto, tomó de sorpresa a Aldana, cuya primera reacción fue desviar la vista hacia otro lado aunque sin dejar de pasar la toalla por los pechos.

“Te hice una pregunta, putita… - insistió Julieta -. Te excitan, ¿no?

El rostro de Aldana se puso de todos colores.  Agachando la cabeza, contestó con un murmullo que yo no pude oír; debió haber sido, por cierto, bastante inaudible porque la propia Julieta le increpó:

“No te oigo, perrita.  ¿Te excitan o no?”

Aldana tragó saliva un par de veces.

“Sí, Señora Julieta.  Me excitan”

Yo no podía determinar si las palabras de mi esposa se ajustaban a la realidad de sus pensamientos o sólo eran producto del insoportable asedio de aquella mujer.

“¿Y te gustaría lamerlos?” – preguntó Julieta, sonriente.

Aldana no sabía dónde meterse.  Si era posible que su rostro enrojeciera aun más, eso fue precisamente lo que ocurrió.

“Contestame, perrita” – insistió Julieta.

“S… sí, Señora Julieta… me gustaría”

Claro que era difícil interpretar la sinceridad que existiera en esas palabras.  Ya antes había recibido algún furibundo fustazo al dar una respuesta que no satisfizo a Julieta.  Por cierto, la invitada sonrió de oreja a oreja.

“Jajaja… Te conozco, putita… Pedime permiso para hacerlo”

Aldana bajó la vista completamente hacia el piso; sus brazos ahora se veían abatidos, pendiendo de sus manos la toalla.

“Se… ñora Julieta – dijo, con voz temblorosa pero claramente audible -.  Solicito permiso para lamer sus pechos”

“Sus hermosos pechos” – le corrigió Julieta.

“Señora… Julieta… solicito permiso para lamer sus hermosos pechos”

La malévola resentida exhibió sus dientes, radiante el rostro con una nueva y aún más abarcadora sonrisa.

“Adelante, putita” – ordenó.

Y así fue cómo Aldana, una vez más, debió sacar la lengua de su boca, esta vez no para lamer zapatos, chupar conchas o lamer culos, sino para deslizarla sumisa y lascivamente por encima de las hermosas redondeces de aquellas tetas.  Julieta, siempre sonriente, cerró los ojos por un momento, quedando en evidencia que lo estaba disfrutando.  Virginia y Eduardo aplaudieron y aclamaron, pero también me llegaron gritos adolescentes, de lo cual podía inferirse que los chiquillos del balcón de los Mazri (yo no podía verlos desde donde me hallaba) estaban también disfrutando con la función.

Súbitamente Julieta salió del éxtasis en que se hallaba envuelta y, tomando a Aldana por los cabellos, la abofeteó en pleno rostro dos veces.

“Sos una perra degenerada – le recriminó -.  Perra sucia, puta y encima lesbiana”

Empujó con fuerza la cabeza de Aldana hacia abajo y, poniendo una rodilla en el borde de la pileta, llevó a mi esposa hasta el piso y hundió su rostro en el agua; nuevamente aquella mujer volvía a la carga con su obsesión por la asfixia.  Yo estuve a punto de ponerme de pie, pero Eduardo clavó una mirada de hielo sobre mí y eso fue suficiente para que, haciendo enormes esfuerzos para vencer mis impulsos, permaneciera en mi lugar.

En el rostro de Julieta sólo se veía saña; mordía su labio inferior con tal fuerza que no se podía entender cómo no le sangraba.  Aldana braceaba y pataleaba pero no conseguía librarse de su captora que persistía en tener su cabeza sumergida.  Finalmente y tras segundos que parecieron eternos, fue la propia Julieta quien sacó el rostro de Aldana del agua.

“Siempre fuiste buena nadadora – le dijo, con sorna -.  Recuerdo que sabías aguantar mucho tiempo la respiración… Más que todas nosotras… y te jactabas de eso… ¿te acordás, putita?”

No llegué a entender la respuesta de Aldana, si es que en verdad estaba diciendo algo.  Sus esfuerzos por recuperar el aliento eran tan grandes que hacían ininteligible cualquier mero intento por emitir una palabra.  Quedó echada en el piso, sobre el borde de la piscina; Julieta, en actitud triunfal, le apoyó un pie sobre la nuca.  La tuvo un rato así, mientras la respiración de mi esposa se iba haciendo cada vez más normal y acompasada.

“Eso me da una idea – dijo, de pronto, Julieta, iluminados sus ojos con un destello maligno  -.  Te jactabas de que podías resistir mucho debajo del agua, ¿verdad?  Bien, bien… vamos  a ver qué tanta es realmente tu capacidad pulmonar – miró hacia Eduardo, que aún permanecía en el agua -. ¡Eduardo! ¿Te apetece una chupada de pija?”

Desde la piscina, el aludido respondió afirmativamente aunque sin hablar: sólo sonrió mientras asentía y exhibía sus pulgares en alto.  Julieta volvió a bajar la vista hacia Aldana.

“De rodillas” – le ordenó.

Mi mujer obedeció rápidamente, seguramente sin calcular lo que se venía o, quizás, guiándose por las palabras de Julieta, esperaría que sobreviniera una mamada “común y corriente” (¡madre mía, a qué nos estábamos acostumbrando!).  Ignoraba que la mente obtusa de aquella colegiala resentida tenía un plan mucho más maléfico que eso.

“Ya que sos tan buen nadadora – le dijo -, te vas a meter al agua y vas a sumergirte… Vas a buscar la pija de Eduardo y se la vas a chupar, pero… ¡siempre debajo del agua! ¿Entendido?   Tenés totalmente prohibido volver a salir a la superficie mientras Edu no haya acabado”

Era increíble que siempre hubiera más lugar para la sorpresa y el espanto.  Yo no podía creer lo que oía y mi desesperación era tanta como la fuerza invisible que mantenía apresados mis músculos.  Aldana comenzó a llorar, presa del terror:

“No, no… no, no, Señora Julieta… ¡por favor, se lo ruego!”

Pero Julieta no la dejó hablar más; tomándola por los cabellos la levantó casi en vilo y la arrojó al agua.

“Abajo – le ordenó -.  No quiero volver a ver tu cara de chetita estúpida hasta que Eduardo no haya acabado en tu boca”

Aldana, por lo tanto, desapareció de mi vista.  Empecé a sudar y a temblar descontroladamente; no podía ser que aquello estuviese ocurriendo.  Podía ver el rostro de Eduardo vuelto hacia arriba como si tomara sol a la vez que se mantenía acodado con ambos brazos contra una esquina de la piscina.  Su expresión comenzó a cambiar de pronto y supe que Aldana se la estaba mamando bajo el agua.

“Uuuuuuy…  cómo la chupa esta puta” – dijo él, en tono complacido, mientras bajaba y sumergía una de sus manos haciéndose evidente que estaba aferrando a Aldana para evitar que ésta emergiese.

A partir de ese momento, el suspenso se apoderó de la escena.  Los rostros de Virginia y Julieta, por supuesto, lucían divertidos, pero yo me estaba muriendo por dentro.  Pasaron los segundos, tal vez minutos… no sé.  El rostro de Eduardo evidenciaba que la satisfacción iba en aumento en tanto que su respiración se volvía cada vez más jadeante.

“Aaaaah… - gritaba -. ¡Asssssssssí!”

Parecía increíble haber llegado a eso, pero yo sólo rogaba que todo terminase de una vez.  No sé si me entiendes, amigo lector: estoy diciendo que había llegado a tal punto que sólo esperaba que ese tipo… acabase de una vez dentro de la boca de mi esposa.  El placer en él parecía seguir en aumento… más, más, más… pero, ¿cuándo llegaba?

De pronto el grito triunfal se fusionó con el aire cálido de la tarde; fue tan potente que se debió haber escuchado en todo el barrio.  Pero el hijo de puta todavía seguía sosteniendo a Aldana bajo el agua, cuando era evidente que ya le había acabado.  Viéndolo hoy, lo más probable era que estuviera asegurándose de que mi esposa le tragara todo el semen y no lo lanzara hacia el agua de la piscina.  Por fin la soltó…

Aldana surgió de las aguas prácticamente como si hubiera sido disparada desde el fondo.  Se aferró al borde de la piscina e inhaló desesperadamente una y otra vez... Quedó allí, jadeante durante minutos.

“Debo admitir que sos buena aguantando la respiración – reconoció Julieta burlonamente -.  Pero bueno… me alegro por Eduardo, jaja”

Al igual que Aldana, yo respiraba de manera jadeante y fue entonces cuando me di cuenta que también había mantenido el aliento durante largo tiempo, tanto el suspenso que se había apoderado de mis sentidos.  Cuando bajé la vista, descubrí que me había hecho pis.  Rogué porque no se dieran cuenta…

CONTINUARÁ