Apuesta Perdida (15)

Julieta ha llegado a la casa y da rienda suelta a todo el odio y resentimiento que durante tantos años ha tenido contra Aldana, quien ahora le es entregada mansa y rendida de manos de Virginia...

Julieta se mantuvo mirándola un largo rato.  No podía salir de su asombro.  Sin desviar la vista de Aldana preguntó:

“¿Qué hace aquí? – la pregunta iba, obviamente, dirigida a Virginia - ¿Por qué está así?”

“Bueno, Juli… Yo te dije que tenía una sorpresa” – respondió la aludida en tono jovial.

“Está bien… - concedió Julieta, aunque daba toda la impresión de seguir confundida -, pero… explicate mejor, por favor”

“Deudas de juego – sintetizó Virginia lo más escuetamente posible -.  La putita apostó de más y al hacerlo también perdió de más… su libertad, por ejemplo… Eso que ves es lo que ella es ahora… una esclava… mi esclava”

Esta vez Julieta sí miró a su interlocutora, teñido su rostro de incredulidad.

“Me estás jodiendo, ¿no?  Esto es una tomada de pelo…”

“Te juro que no, Juli, te estoy diciendo la pura verdad… Yo hago lo que quiero con ella – graficó sus palabras tomando a Aldana por los cabellos a la altura de la nuca y sacudiendo su cabeza de un lado a otro para luego, prácticamente, dejarla caer hacia adelante -.  Y como hago lo que quiero, he decidido prestártela esta tarde”

Julieta quedó barajando las palabras de Virginia por un momento; como si hablara consigo misma de manera silenciosa, asintió un par de veces y volvió a clavar la mirada en Aldana.

“Lo que me estás contando es tan bueno que me cuesta creer que sea cierto” – comentó.

“¡Creelo Juli!  No todo puede ser malo todo en la vida… ¡La vida da revanchas y ahora te la está dando a vos!   No dejes pasar los trenes…”

Julieta se inclinó hacia Aldana una vez más; mi esposa seguía con la mirada dirigida hacia el piso, pero la invitada de la tarde la tomó por un mechón de cabello y le hizo levantar el rostro.

“Mirame – le dijo -.  Mirame, puta”

Con los ojos prácticamente vidriosos y al borde del llanto, Aldana la miró.  Debió haber sentido como una puñalada el odio que irradiaban los ojos de esa mujer: un odio largamente enclaustrado y contenido.

“¿Sabés una cosa, putita? – comenzó preguntando Julieta con voz suave, pero clara.  Acercaba su boca al oído de mi esposa de tal modo que parecía que le susurrara, pero la verdad era que su voz era perfectamente audible, aun para mí que estaba a unos cuatro metros de distancia -.  Durante todos estos años yo me acordé bien de vos.  Cada día, cada noche, tenía tu imagen clavada acá – se tocó con su dedo índice entre las cejas -.  Y tenía la esperanza de que alguna vez te iba a tener en mis manos… Claro, después me daba cuenta de que era más un deseo que una realidad, que mis sueños nunca se iban a poder cumplir… Te soñé así, como estás ahora, atadita y a mi merced, entregada e indefensa para hacer con vos lo que se me cante… Y nuestra amiga Virginia me trajo un regalito maravilloso, un regalo del cielo casi…  Preparate para sufrir en tu piel todo lo que tuve que sufrir yo, pero aumentado, como corresponde para que verdaderamente sientas lo que yo he sentido y pagues por ello… - sonrió con una expresión desquiciada-  El tono parecía intimista o maternal, pero la dureza de las palabras pronunciadas revelaban que eso era sólo irónico: la forma de cerrar su alocución lo iba a terminar de confirmar -.  Te voy a hacer mierda, hija de puta… “

Cerró sus palabras zamarreando fuertemente el mentón de mi cautiva esposa.  Luego miró a Virginia con un gesto interrogativo que ésta interpretó rápidamente.

“Podés disponer de ella, querida – le dijo la arpía -. Usala como si fuera tuya… digamos por… tres horas”

Julieta asintió, sonrió y miró otra vez a Aldana con la malignidad hecha expresión.

“Y van a ser las mejores tres horas de mi vida, Virginia… No sabés cuánto te lo agradezco ni cuánto esperé este momento…”

“No me agradezcas; tomalo como un favor de amiga, jaja… Ah, a propósito… - Virginia echó a andar con rumbo indefinido y volvió presurosamente.  El pánico me invadió durante  ese breve instante en el cual no estuvo en el comedor y Aldana quedó a merced de Julieta; nunca pensé que terminaría rogando por el regreso de Virginia; finalmente ocurrió -. Te traje un par de cosas que podrían servirte –anunció, a la vez que exhibía la fusta que ya había utilizado en alguna oportunidad, sosteniéndola doblada en dos a la altura de su rostro y exhibiendo una sonrisa terriblemente pérfida.  Sobre la mesa había depositado el arnés con el cual tanto se habían divertido las mujeres junto a la piscina y el dildo a control remoto que había hecho también las delicias de ellas mientras estuvo alojado dentro de mi culo además de la correa con que mi mujer había sido paseada por la mañana.  Julieta echó un vistazo a los objetos exhibidos y, una vez más, asintió sonriente.  Volvió su atención hacia Aldana y la tomó con furia por los cabellos.

“Vení para acá” – espetó con ira; prácticamente la arrastró, viéndose mi esposa obligada a andar como podía sobre sus rodillas ya que no le era posible apoyar las manos  siendo que las tenía atadas a la espalda.  La única razón por la cual no caía debruces al suelo era porque Julieta la sostenía por su cabellera.  Se detuvo a escaso metro y medio de donde yo me hallaba; en ese momento Virginia pareció sentir la necesidad de presentarme con más detalle.

“Ese cornudo putito que ves ahí vestido de mujer es el marido” – comentó.

Julieta me echó una mirada de reojo, acompañada por un deje de despectividad.

“Veo” – dijo, y rápidamente volvió a concentrar su atención en lo que constituía su principal objetivo después de tantos años de espera.  Sus ojos eran los de una demente, totalmente ida; lejos había quedado esa dama formal que había ingresado por la puerta unos minutos antes.  Después de ver a Aldana, se transformó absolutamente, como si le hubieran despertado un monstruo dormido después de un prolongado letargo.  Acercó su mano al rostro de mi esposa y, entre sus dedos pulgar e índice, le apresó la nariz.

La escena fue terrorífica, espantosa.  Aldana estaba amordazada y por lo tanto no podía respirar.  ¿Qué tenía pensado hacer aquella mujer? ¿Matarla por asfixia?  Decidí que había llegado el momento de actuar y comencé a ponerme en pie, pero justo en ese momento recibí un duro golpe en la espalda y luego otro en las piernas a la altura de las pantorrillas.  Fueron golpes secos, como si se hubiera tratado de latigazos.  Caí al piso sobre mis rodillas nuevamente, terriblemente dolorido, y volví la cabeza un poco hacia atrás para tratar de determinar de dónde había provenido el ataque.  Era Eduardo; allí estaba, con su cuerpo mojado y chorreante recién salido de la piscina y sosteniendo en sus manos la manguera de alta presión con la que nos bañaran la noche anterior.  Me había golpeado, precisamente, con el extremo de la misma.

“Quieto” – me dijo.

La orden fue terminante, pero la idea de aquella mujer rencorosa y resentida asfixiando a Aldana era más fuerte aun que la sumisión que yo debía a Eduardo luego de dos derrotas en juegos de naipes.  Así que, a pesar del dolor, intenté incorporarme nuevamente.  La manguera volvió a impactar sobre mi espalda, arrancándome un alarido; luego pude sentir cómo Eduardo echaba su cuerpo sobre mí y rodeando mi cuello con su brazo, lograba no sólo inmovilizarme sino además mantenerme sobre mis rodillas y con la mirada clavada en la escena que se libraba entre Julieta y mi esposa, escena en la cual yo, superado por la fuerza física de él, no podía intervenir.

La invitada de Virginia parecía no advertir lo que ocurría entre Eduardo y yo.  Sus ojos, inyectados en odio, seguían simplemente clavados en Aldana, en tanto que sus dedos seguían aprisionándole la nariz y por más que mi esposa movía frenéticamente la cabeza de un lado a otro tratando de liberarse, no había forma.  Su rostro había cambiado brutalmente su color y la falta de oxígeno se hacía más que evidente.  Hasta Virginia pareció preocuparse porque, claro, no había dado a Julieta el discurso con que antes había sermoneado a Marina Ibarguren acerca de la propiedad y la necesidad de preservarla.  Abrió sus labios y dio la impresión de estar a punto de decir algo, pero calló porque precisamente en ese momento fue Julieta quien habló:

“Podría matarte, perra… - el odio que dimanaban sus palabras era imposible de describir -. Pero, ¿sabés qué?  No habría diversión…” – levantó hacia arriba la cabeza de Aldana sosteniéndola por la nariz y luego la soltó.  Mi esposa inspiró profundamente el aire que en sus pulmones faltaba y repitió la operación varias veces, en tanto que lucía extenuada y vencida.  Era como que quería abrir su boca para aumentar la cantidad de oxígeno que recibía pero claro, le era imposible.

Julieta volvió a tomarla por los cabellos y prácticamente la levantó en vilo.  La puso contra la mesa, apoyado el vientre sobre la misma y siempre con las manos a la espalda.   El corto vestido se levantó un poco y la victimaria le bajó las bragas hasta la mitad de los muslos, prácticamente de un solo tirón.  Julieta caminó un poco de un lado a otro, como trazando semicírculos alrededor de Aldana y disfrutando del placer largamente contenido de verla así de desvalida.

“Siempre te gustó joder a las demás, ¿no? – vociferaba Julieta, llena de odio -.  Siempre te gustó pasarles el trapo por la cara a las demás, ¿no?  ¿Meterles el dedo en el culo? Ahora vas a tener un trago de tu propia medicina, putita”

Julieta hablaba, desde ya, metafóricamente, pero la actitud que asumió evidenciaba que su inminente revancha no tendría nada de metafórica.  Acercó, amenazante, el dedo mayor de su mano al orificio anal de Aldana y, simplemente, sin trámite, lo enterró…  Mi esposa se retorció de dolor y su rostro se contrajo en un grito silencioso que pugnaba por salir de su boca pero sin poder hacerlo.  En su despiadado sentido del sadismo, Julieta se aprestó a corregir ese problema: con su mano libre soltó la mordaza que cubría la boca de Aldana y, de este modo, los gritos comenzaron a brotar, desesperados y dolientes ante la violencia con que aquella perversa mujer enterraba el dedo en su ano.

“Eso quería, puta – decía Julieta -.  Oírte gritar… ¡Gritá puta! ¡Quiero escuchar tu dolor!”

En realidad no hacía falta que se lo ordenara porque con el dolor alcanzaba.  A juzgar por el movimiento de su mano, Julieta estaba jugando con el dedo de la forma más malévola adentro de la cola de mi esposa, subiendo y bajando, trazando círculos, moviéndose lateralmente, desgarrando con la uña…  Tomándola nuevamente por los cabellos, aplastó el rostro de Aldana poniendo una de sus mejillas contra la mesa y quedando visible, de perfil, su lloroso y contraído rostro.  Se notaba que mi esposa, maniatada como estaba, quería moverse para “evacuar” de alguna manera el dolor que sentía pero, claro, no podía hacerlo.  Dobló una de sus piernas por la rodilla y la levantó: la escena tenía algo perversamente sensual y me odié a mí mismo por percibirlo de tal manera en ese momento.

Luego la vengativa y resentida mujer tomó la fusta de manos de Virginia.  Se paró un par de pasos detrás de Aldana, observándole su precioso culo al descubierto y, en un gesto similar al que antes hiciera “su amiga”, dobló el instrumento sosteniéndolo con ambas manos a la altura de su propio rostro mientras hablaba.

“Te acordás de Javier, ¿no?” – preguntó, maliciosa.

Javier.  Aquel chico del conflicto.  El “novio” que supuestamente Aldana le había quitado.  Aldana no contestó, sólo abrió los ojos grandes; la fusta restalló con fuerza sobre sus nalgas.

“Contestá putita” – exigió Julieta.

“S… si, me acuerdo de Javier” – balbuceó Aldana.

“¿Cómo tenés que dirgirte a Julieta?” – intervino Virginia, quien permanecía en silencio desde hacía rato.

“Sí… me acuerdo de Javier, Señora Julieta” – recitó mi esposa respetando el formulismo que le había sido impuesto en su condición de esclava.  Tanto Virginia como su invitada se miraron y sonrieron de oreja a oreja.

“Bien – acordó Julieta -, me alegra que te acuerdes… Vos me lo robaste, putita… ¿Te acordás de eso también?”

Esta vez Aldana ensayó un leve esbozo de negativa.

“N… no, Señora Julieta, yo no… le robé nada… Javier no era su…”

No logró finalizar la frase porque la fusta cayó con fuerza sobre su cola arrancándole un nuevo grito de dolor.

“No me gustó tu respuesta” – enfatizó Julieta.

“A mí tampoco” – acordó Virginia moviendo lateralmente su cabeza.

“Ni a mí” – terció Eduardo prácticamente junto a mi oreja ya que me seguía aprisionando con su brazo y su cuerpo.

Un silencio mortal se apoderó del lugar.  El trío, cruel y sádico, esperaba de Aldana la respuesta que quería oír.

“S… sí – aceptó Aldana, con la voz quebrada -.  Recuerdo que yo le robé su novio, Señora Julieta…”

“Exacto – afirmó Julieta, a la vez que levantaba la fusta dando, por un momento, la imagen de un domador de circo con su látigo en mano – Y no te das una idea de cuánto te soñé así como estás ahora, con tu culito listo para ser castigado por tu falta.  Era un sueño imposible, claro…, pero jamás imaginé que un día podría ser realidad. Y se lo tengo que agradecer a Virginia – la aludida hizo un asentimiento con su cabeza  -.  Y ahora, putita de mierda, vas a ser castigada por aquel robo”

Estuvo a punto de descargar la fusta sobre el indefenso trasero de mi esposa pero se detuvo.  Su vista quedó fija en el gran espejo que, dos noches atrás, había sido traído al comedor para que yo me viera a mí mismo vestido de mucama; el mismo estaba apoyado contra una pared.

“Me gustaría que ese espejo estuviera de frente a ella” – propuso Julieta.

“Ya mismo, querida” – respondió presta Virginia, quien se dirigió presurosa a acercar el espejo y se colocó al otro lado de la mesa, sosteniéndolo de tal modo que Aldana no sólo pudiera verse a sí misma sino también, por encima de ella y más atrás, a su victimaria, fusta en mano.

“Eso quiero – agregó Julieta malévolamente -.  Que te veas… y que me veas… Que mires bien la cara de quien te está castigando y así que te pongas a pensar en lo que te está pasando… Quiero que veas el rostro de la perdedora y el de la ganadora y que medites cómo la vida se ha dado vuelta para vos que creías tenerlo todo servido en bandeja”

Volvió a alzar, amenazadoramente, su brazo, fusta en mano.

“Por cada golpe en el culo vas a pedir perdón, ¿entendido?”

“Sí, Señora Julieta”

Y el fustazo cayó, impiadoso.  Aldana gritó.

“P… perdón, Señora Julieta” – dijo, llorosa.

No terminaba de decirlo que ya caía un nuevo golpe con la fusta.  A cada uno fue respondiendo con la fórmula que se le había indicado.  Perdí la cuenta de los golpes.  Era tan turbadora la escena que no estaba para contarlos.  El culo de Aldana se iba poniendo rojo y se podía ver claramente cómo eso no sólo complacía a Julieta, sino que además la animaba a propinar con mayor fuerza el siguiente fustazo.   La mayor parte del tiempo, sin embargo, sus ojos estaban fijos en el espejo.  Aldana, por obligación, también los mantenía allí.  El dolor que le causaría ver azotando su culo a aquella mujer que tanto odiaba debía ser equivalente aunque inversamente proporcional al placer infinito que Julieta estaría experimentando al ver el sufriente rostro de quien, por años, había sido el principal objeto de resentimientos largamente contenidos.  Cuando terminó de darle fustazos, Julieta se secó la boca: un hilillo de baba la corría por la comisura de los labios.  Arrojando la fusta a un lado, volvió a tomar a Aldana por la cabellera y la hizo caer al piso; la desvalida víctima prácticamente se desmoronó, en parte por el dolor que sentía y en parte por no poder ayudarse con las manos en la caída.  Quedó de espaldas en el piso, boca arriba.

Julieta, soberbia y altiva, avanzó hacia ella y se paró prácticamente junto a su rostro.  Manos a la cintura y con su rostro radiante y sonriente, apoyó su bota contra la cara de Aldana.

“Limpiame bien la suela, putita – ordenó -.  Pero no dejes de mirarme ni un segundo a la cara.  Quiero que veas el rostro del triunfo”

Y así, servilmente, mi mujer comenzó a dar largas lengüetadas recorriendo la suela.  La situación, doloroso era admitirlo, no era nueva, pero sí lo era el hecho de estar mirando a los ojos de quien, en ese momento, tanto placer sentía con su sometimiento.  No sé cuánto rato estuvo en esa posición; tal vez unos diez minutos, hasta que Julieta decidió cambiar de bota e hizo repetir a Aldana la misma tarea antes encomendada.  Mientras ello ocurría, Virginia le explicó que la casa también había pertenecido a nosotros pero que ya no, lo cual provocó en Julieta un incremento en la luminosidad que dimanaba su rostro.  Se notaba que nada le daba más placer que el hecho de saber que a Aldana, finalmente, le había ido mal en la vida; era, seguramente, lo que siempre había anhelado pero que, íntimamente, no habría creído que algún día pudiera ser realidad.  En cuanto a Eduardo, ya había aflojado bastante su presión sobre mí; estaba más que obvio que mi capacidad de respuesta había sido vencida, además del hecho de que, al no estar en peligro la vida de Aldana como lo estuviera momentos antes, no había tantas posibilidades de que yo cometiera una “locura” (en realidad, locura era lo que estábamos viviendo).

Una vez que retiró su segunda bota del rostro de Aldana, Julieta ubicó sus pies a ambos lados de la cabeza de mi esposa y así quedó, mirándola desde lo alto, precisamente como ella quería, como durante todos esos años lo había deseado.  Sin el más mínimo pudor deslizó con sus manos hacia arriba la falda que llevaba y luego hizo lo propio pero en sentido inverso con su bombacha, la cual fue recorriendo sus hermosas piernas en busca del suelo.   Levantando primero un pie y luego el otro, Julieta se quitó su tanga y la arrojó con fuerza contra el rostro de Aldana.  Sonrió tan maliciosamente que  estoy seguro que, de existir el demonio, debería sonreír así.  Luego se hincó; apartando de un manotazo su propia bombacha se sentó sobre la cara de mi esposa y le exigió que le chupara la concha.

Yo no podía ver el rostro de mi Aldana, perdido éste como estaba en la entrepierna de esa mujer, pero el sonido característico de la succión evidenció que estaba cumpliendo con lo que se le había ordenado y la expresión en la cara de Julieta, extasiada y cerrando los ojos, terminaba de reafirmar que así era.

“Mmmm… eso así, perrita… chupame bien todos los juguitos y agradecelo, porque te estoy dando el honor de que absorbas los líquidos de gente que está infinitamente por encima de vos en la escala social… Mmmm… así, seguí”

El éxtasis en el talante de Julieta fue aumentando en intensidad hasta que se hizo evidente que estaba acabando:

“Mmmmm… sí, perra, así… te voy a acabar en la cara, hija de re mil putas…  Aaaah, aaaah “

Y el momento del orgasmo llegó.  Julieta, sentada sobre el rostro de mi esposa y con los ojos (aunque cerrados) dirigidos hacia el techo, daba la impresión de ser un lobo aullándole a la luna mientras se entregaba al placer del momento.   Aldana, en tanto, se retorcía una y otra vez contra el piso y no emitía sonido, salvo algunas interjecciones ahogadas e ininteligibles.  El riesgo de asfixia volvió a aparecer y así lo temí.  Una vez más me apronté a actuar, pero ni siquiera hizo falta que Eduardo me detuviera en esta segunda oportunidad.  Me quedé inmóvil, como si una fuerza invisible me retuviese, como si hubiera algo que lograba imponerse sobre mis pensamientos y mis actos.

Después de un rato, Julieta se levantó de su lugar (qué duro e increíble resulta decir que ese lugar era el rostro de mi esposa) y ello permitió que Aldana aspirara aire desesperadamente.  Su respiración se mantuvo jadeante durante algún momento más.

“¿Qué se dice” – intervino Virginia, con un tono propio de una madre que reprende a sus hijos por no comportarse debidamente ante las visitas de la casa.

“G… gracias, S…S… Se… ñora Julieta” – dijo Aldana, entrecortadamente y como pudo.

La complacida invitada rió, más que sonreír, esta vez… Y giró sobre sí misma de tal modo de que seguía de pie con ambas botas a los lados de la cabeza de Aldana, pero en posición invertida, es decir mirando hacia los pies de mi mujer.

“Quiero ver tus tetas al aire, perrita” – exigió.

Lo que le pedía Julieta era imposible de cumplir por parte de mi esposa, ya que sus manos estaban atadas y no había forma de subirse el vestido para cumplir con la orden.

“N… no puedo, Señora Julieta… mis… mis manos están atadas”

Julieta le pisó la mejilla con el taco de la bota; no lo apoyó suavemente sino prácticamente como una estocada.

“¿Te atrevés a  desobedecerme, maldita perra hija de puta?”

“Es que… - Aldana lloraba -… No puedo, Señora… no sé cómo hacer”

“Edu… dale una mano” – conminó Virginia.

Eduardo, desentendiéndose definitivamente de mí y dando por sentada mi pasividad, puso una rodilla en el piso y fue subiendo el vestido de Aldana hasta la altura del cuello.  Una vez hecho eso, hizo lo propio con el corpiño, dejando sus hermosas tetas al aire, tal como Julieta había reclamado.  Riendo con malicia, aprovechó la oportunidad para sobarle los pechos por un momento; luego se incorporó.

“¿Me das la fusta, Virgi? – pidió con amabilidad Julieta y, en efecto, su nueva y sorpresiva “amiga” puso en su mano el instrumento requerido.

Con diabólico beneplácito, Julieta seguía con la vista clavada en su yaciente víctima mientras levantaba la fusta.

“¿Qué pasa putita? ¿Por qué llorás? ¿No están tus papis para ayudarte?  Uuuuy… ¿y tus profes?  ¡Pobrecita!  De pronto no tenés a nadie”

Dejó caer la fusta sobre las tetas de Aldana, quien aulló de dolor como si la estuvieran matando.  Volvió a golpear otra vez.  Y otra.  Y otra.  No se apiadó jamás de los gritos sino que, por el contrario, los mismos parecían estimularla y darle fuerzas.

“Nunca pensé que la venganza pudiera ser tan placentera…  ni tan dulce” – decía entre dientes mientras los fustazos seguían cayendo sobre mi esposa ante mi absoluta pasividad.  Virginia y Eduardo miraban divertidos y cada tanto se intercambiaban miradas cómplices entre sí.

Una vez que hubo terminado con la feroz azotaina, Julieta inclinó su cuerpo para hacer llegar la fusta hasta los labios de Aldana.

“Besalo – le ordenó -. Y lamelo…”

De manera obediente, mi esposa se dedicó a besar y pasar la lengua alternadamente por sobre el cuero del instrumento con el que acababa de ser martirizada.  Una vez que su victimaria se sintió satisfecha, arrojó la fusta a un costado.  Volvió a sentarse sobre el rostro de Aldana y ello me provocó que volvier el terror de la asfixia, la cual parecía para esta mujer ser casi una obsesión.

Julieta, sentada como estaba sobre la cara de mi mujer, echó hacia atrás tanto su espalda como su cabeza, provocando que su cabellera oscura cayese hermosa casi hasta el suelo.  Estiró sus brazos también hacia atrás apoyando sus manos en el piso.  La actitud era de solaz y relajación.

“¿Sabés lo que me gusta hacer después de un buen orgasmo?  - preguntó.  Nadie respondió, porque no quedó en claro a quién iba dirigida la pregunta y mi esposa, por cierto, no estaba en condiciones de responder -.  Me gusta echarme un buen pis…”

Virginia y Eduardo rieron estruendosamente, festejando el comentario de la cruel invitada.  Yo estaba rojo de indignación y de incomprensible impotencia.

“Así que, nenita bien – continuó Julieta -…, abriendo bien la boquita… Vamos… que no quiero que caiga una sola gota afuera y ensuciemos el piso de la casa de Virginia y Eduardo, que tan bien se han portado con nosotros”

Sí que sabía ser hiriente.  Casi podía decirse que Virginia no le hacía sombra en lo más mínimo cuando se trataba de hacer comentarios dolorosos y crueles.

Julieta, manteniendo la cabeza echada hacia atrás, cerró los ojos y se contoneó muy ligeramente, lo cual demostraba que había empezado a evacuar su orina.  Soltó el aire en actitud de relajación:

“Mmmmm… qué bueeeeeenoooooooo…. Esto es tan lindo como un orgasmo”

Los sonidos que brotaban de la garganta de Aldana evidenciaban que estaba tragando el líquido, del mismo modo que yo antes había tenido que hacerlo con el de Eduardo.

Una vez que terminó de vaciar la vejiga, Julieta lanzó un “aaaah” que evidenció su  satisfacción y se incorporó.  Desesperadamente, Aldana tomaba aire de manera frenética, a la vez que hacía alguna arcada.

“Pobre de vos con vomitar o escupir – sentenció Julieta mientras recogía su tanga del suelo y se contoneaba con increíble sensualidad para colocársela; inmediatamente después se acomodaba el vestido -.  El meo de alguien tan superior a vos es algo que no se desprecia sino que se agradece”

Aldana no paraba de jadear tratando de recuperar el aliento.  Se notaba que estaba haciendo esfuerzos sobrehumanos por no vomitar.

“O sea que… - intervino Virginia, levantando las cejas -, ¿qué se dice?”

“G… g…. gr… graci…as, Se… ñora Ju… lieta” –  respondió mi esposa, a quien cada vez le costaba más hablar.

“La verdad que nunca imaginé que la iba a pasar tan bien con esta invitación tuya” – agradeció  Julieta mientras yo rogaba que tal comentario funcionara como una despedida o, al menos, el fin del suplicio.  Quizás aquella compañera de colegio resentida y vengativa ya estuviera conforme.

“Vamos a celebrar – lanzó, eufórica, Virginia -.  Traé champagne, Rodolfita…”

Mientras me dirigía presuroso en cuatro patas a buscar lo que se me pedía, pude sentir los ojos de Julieta Custer clavados sobre mí y logré entrever, por el rabillo del ojo, su mirada divertida.  Ciertamente debía verme gracioso para ella si bien, repito, no era yo su principal objetivo a humillar.  Una vez que les alcancé lo que se me había pedido, comenzaron a brindar, sentados en los sillones.  Eduardo me ordenó que lamiera sus zapatos mientras ellos bebían, reían y charlaban; supongo que sólo era una forma de degradarme más aún ante la invitada.  Fuera como fuese, lo cierto es que su acción posiblemente reavivó la maléfica imaginación de Julieta ya que ésta, de inmediato, llamó a Aldana para que hiciera lo mismo con sus botas.

Renacieron las anécdotas de secundario y, por supuesto, no dejaron pasar oportunidad alguna de utilizar las mismas para humillar a Aldana o para recordarle aquellos días en que todo parecía sonreírle, lo cual, por oposición al presente en que se hallaba, terminaba siendo otra forma de humillación.

“Pensar que en aquel entonces miraba a todas las demás desde arriba – comentaba Julieta, mirando a mi esposa mientras ésta lamía sus botas -… Y ahora ahí estás… lamiendo botas y tomando mi pis, jejeje…”

Por supuesto que Virginia no desaprovechó la chance de la conversación para dar a su invitada algunos detalles más de nuestra sumisión, hablándole de la comida para perros, del hijo de la vecina y de tantas otras cosas… En ningún momento, sin embargo, la muy hija de perra mencionó el plazo de vencimiento que afectaba a nuestra condición; todo el tiempo habló como si la misma se fuera a mantener para siempre.  A Julieta le gustó particularmente lo del paseo canino y le sedujo la idea de pasear a Aldana llevándola por la correa, así que en cuanto terminó el contenido de su copa, pidió a Virginia que le alcanzase la correa.

“Acomodate un poco la ropa – le exigió a mi esposa -. ¿O tan puta sos que pensás salir a la calle así?”

Soltaron las ataduras de las muñecas de Aldana a los efectos de que pudiera cumplir con lo que se le ordenaba, además de poder caminar en cuatro patas.  En efecto, mi esposa se subió la bombacha y arregló un poco su vestido.  Se puso en cuatro, pronta a recibir las órdenes de la resentida colegiala de antaño.  Una vez que Virginia le alcanzó la correa, Julieta la prendió al mosquetón del collar de Aldana y luego jaló de ella, impeliéndola a dirigirse hacia la puerta de calle.

“Vamos, perrita, caminá”

Las vi salir hacia el exterior; Julieta caminaba de un modo extraordinariamente sexy y parecía exagerarlo aún más ante la satisfacción que le producía llevar a su odiada enemiga por una correa y en cuatro patas.  Aldana marchó junto a ella, con la mirada clavada en el piso.

No fue mucho el rato que tardaron en volver, pero se me hizo eterno.  No estando Virginia cerca, o sea no habiendo nadie que reclamara por sus derechos de propiedad, ¿qué sería capaz de hacer aquella mujer despiadada que con tantos rencores cargaba?  ¿Qué se le ocurriría hacer con Aldana una vez que estuviera con ella en la calle y libre de la mirada vigilante de la dueña de la perra?  ¿Y si, lisa y llanamente, no volvía?  Yo temblaba de pensar en todo ello, pero seguía lamiendo los zapatos de Eduardo.  De pronto, él y Virginia comenzaron a besarse.  Ella se sentó sobre él, a la vez que le desabrochaba el pantalón y sólo unos instantes después iniciaban una apasionada cabalgata.  Hicieron el amor de ese modo, mientras yo no dejaba de lamer el zapato de mi dueño.  Virginia echaba su cabeza ligeramente hacia atrás y con una mano se tomaba el cabello sobre su propia nuca.  Me hubiera gustado saber si en ese momento sus pensamientos estaban puestos en la imponente verga con que Eduardo la penetraba o en alguna de las escenas en que, hacía sólo algunos minutos, Aldana se había visto envuelta.

CONTINUARÁ