Apuesta Perdida (14)

Un paseo por el barrio se transforma en un nuevo infierno de humillación para Aldana y Rodolfo; en tanto, Julieta la antigua y resentida compañera de colegio, llega por fin a la casa...

Dormí, obviamente, mal…  con el sueño muy cortado.  Las experiencias del día anterior habían sido tan traumáticas que era difícil de creer que no fueran a verse reflejadas en sobresaltos y pesadillas.  Cada vez que desperté, me encontré solo y amordazado, tirado sobre el piso del quincho; en alguna oportunidad hasta me desperté transpirando y convencido de que escuchaba los gritos de mi esposa… pero no.  Había tanta calma como era habitual en las noches de aquel barrio (aun cuando fuera sábado) y no había nada que permitiera pensar siquiera por un segundo en la locura que estábamos viviendo.  Sacando la situación en que yo me hallaba todo parecía estar en su lugar, todo estaba normal…  Pero las imágenes de lo vivido desfilaban por mi cabeza una tras otra y, por momentos, me decía a mí mismo que era imposible que todo aquello fuera real.  En sólo veinticuatro horas habíamos sido sometidos a una cantidad de ignominias a las que la gran mayoría de los seres humanos no podrían verse sometidos en toda una vida.  Unos cuantos se hubieran suicidado por mucho menos…

Eduardo entró en el quincho cuando ya el sol llevaba un par de horas en el cielo, me desató y me quitó la mordaza.  Como correspondía, tuve que saludarlo besando sus pies y dándole los buenos días.

“¿Dormiste bien, putita? – me preguntaba con sorna -.  Tu mujercita no tanto, jeje…  La desperté un par de veces para cogerla, ja…”

Acostumbrado yo como estaba a recibir de su parte (y ni qué decir de la de Virginia) semejantes humillaciones verbales, mi cabeza se desvió más bien a pensar en si realmente era posible que Aldana hubiera podido conciliar el sueño en algún momento considerando las traumáticas vivencias de la jornada anterior.  Pero claro, también era cierto que tales vivencias, tanto como a mí (y yo diría mucho más que a mí) debían haberla dejado extenuada y era posible, por lo tanto, que quizás en algún momento hubiese caído dormida aun cuando, como ocurriera en mi caso, el mismo se hubiera visto afectado por pesadillas y sobresaltos nocturnos.  A propósito de ello y barajando en mi cabeza las palabras de Eduardo, quizás los gritos de ella en la noche no hubieran sido finalmente un sueño mío…

Me ordenó vestirme y así lo hice.  Me puse obedientemente la ropa interior más las medias y luego el uniforme de sirvienta; por último los zapatos.  Era, en realidad, una suerte dentro de la desgracia que tuviera que caminar la mayor parte del tiempo en cuatro patas.  Cuando no era así, es decir cuando había que llevar bandejas u objetos similares y tenía que desplazarme erguido, se me hacía muy complicado mantener el equilibrio sobre tacos y, de hecho, trastabillaba todo el tiempo.  Marché a cuatro patas detrás de Eduardo en dirección hacia la casa y, al entrar, me encontré con Virginia teniendo sobre sus rodillas a Aldana, tal como lo hiciera la noche anterior pero con la diferencia de que esta vez mi esposa no estaba desnuda sino, al igual que yo, ataviada con el uniforme  de mucama.  Yo me dirigía a saludar a Virginia pero Eduardo me detuvo aferrándome por el collar.  La sensación era como que su mujer estaba demasiado ocupada en ese momento como para interrumpirla.

“Bien – decía Virginia, quien no pareció notar mi llegada. – Arrancamos de nuevo.  Y más te vale que no te sigas equivocando porque te voy a dejar el culo peor que un tomate”

“Sí… Señora” – aceptó Aldana, con voz débil y lastimera.

Virginia, soberbia y dominante, alzó su mano.

“¿Por qué estás siendo castigada, perra esclava?” – preguntó, como si estuviera tomando una lección.

“Primero… - comenzó a enumerar Aldana, dando la sensación de que ya llevaba varios intentos de querer hacerlo correctamente -.  Por ser arrogante y vanidosa”

La mano de Virginia cayó con dureza sobre su culo.

“Bien – aprobó -, seguimos… ¿Por qué más?”

Aldana se veía claramente atrapada entre la necesidad de pronunciar el decálogo lo más rápido posible y, por otra parte, el miedo a equivocarse.  Por esa razón un silencio de espera, pero breve, se producía después de cada golpe y antes de la siguiente frase.

“Segundo… - dijo -. Porque soy una puta”

Una vez más su cola recibió el castigo de la dura mano de Virginia.

“Perfecto.  ¿Por qué más?”

“Tercero… porque soy una histérica calientapitos”

Nuevamente visto bueno, golpe e incitación a seguir por parte de Virginia.  Esta vez Aldana tardó algo más en responder; estaba claro que tenía dudas.

“Cuarto” – dijo finalmente -.  Porque soy una rubia estúpida”

El rostro de Virginia se transformó completamente.  La malévola mujer pareció inflarse por la rabia.  Su mano cayó esta vez no una sino varias veces sobre la cola de mi esposa, repartiéndose y alternándose entre ambas nalgas, en medio de los gritos de ella.

“Noooooooo… - vociferaba furiosa la cruel victimaria -.  Claro que sos una rubia estúpida… Eso todos lo sabemos y, de hecho, lo demostrás con cosas como ésta… ¡Pero no va ahí, imbécil!  Equivocaste el orden… ¡Arrancamos de nuevo!”

Y así me tocó ver la misma escena varias veces porque no fue la última vez que Aldana se equivocó.  Cuando no era el orden, directamente se olvidaba… Y la cruel Virginia reinició el castigo cada vez hasta que mi esposa enunció el decálogo correctamente.  La dejó a un lado con el culo ardiendo por la nalgueada y la envió a preparar el desayuno, casi como si Virginia fuera una dama de la nobleza disponiendo de su servidumbre.  Recién entonces reparó en mí.  Me acerqué a cuatro patas, besé sus zapatos y pronuncié los buenos días.

“Hoy es un lindo día para salir a dar un paseo” – dijo, alegremente, la arpía -.  Creo que después del desayuno vamos a hacerlo”

Yo no sabía de qué hablaba y por cierto no me atreví a preguntar pero lo cierto era que lo que sugería me aterraba.  ¿Un paseo? ¿Estaba diciendo exactamente lo que yo creía suponer? ¿Hablaba de exponernos de manera humillante ante las miradas del barrio?

“Andá a ayudar a la otra perra con el desayuno” – me ordenó Virginia, arrancándome así de mis pensamientos acerca del futuro inmediato.

Obedientemente, me dirigí a la cocina y allí estaba, en efecto, mi esposa preparando café y tostadas untadas con mermelada.  Me ubiqué a su lado y la miré a la cara, pero ella no lo hizo.  No supe interpretar si tenía miedo, vergüenza o bien ya había asimilado tanto y tan bien su papel de esclava que no osaba cuestionar ni poner en tela de juicio nada.  En ese caso, si no me miraba era sencillamente porque no correspondía: sus sentidos debían estar concentrados en atender a nuestros dueños.  De cualquier forma, no me conformé con eso:

“Aldi… - le llamé la atención.

Se sobresaltó.  Fue como si temiera que los cuchicheos o conversaciones entre esclavos pudiesen terminar redundando en nuevos y severos castigos contra nosotros.  Siguió sin mirarme.

“¿Qué pasa?” – me preguntó con un tono de voz que, de tan bajo, era prácticamente un susurro.

“¿Qué vamos a hacer?” – repregunté.

“¿Qué vamos a hacer con qué?”

“Con estos dos hijos de puta”

Aldana dio un respingo; sus ojos reflejaron el horror que le producía la idea de que nuestros dueños pudieran oírnos.

“Aldi… - insistí -.  No podemos seguir tolerando esto… ¿Te das cuenta de todo lo que nos han hecho?  Hasta se han apropiado de nuestra casa y nuestras cosas… Tenemos que buscar la forma de sacárnoslos de encima”

“¿Por qué no te planteaste eso la otra noche, antes de entrar en la apuesta contra Eduardo?”

Su respuesta fue para mí una estocada directa al pecho.  Estaba más que evidente que ella me echaba a mí buena parte de la culpa de lo que estaba pasando.  Lo peor de todo era que, al menos hasta cierto punto, yo debía aceptar que tenía razón.  Aun así busqué no mostrarme débil ante el planteo:

“Vos la aceptaste – repuse -.  Estuviste conforme y de acuerdo… Y también lo estuviste antes de jugar la revancha con Virginia”

“Terminé aceptando porque vos estabas lloriqueando y tenías miedo de ver tu imagen pública destruida por unas fotos y unas filmaciones.  Mirá ahora tu imagen pública… ¿Y la mía?”

“¡Eh ustedes ,par de chorlitos! – atronó desde el comedor la voz de Virginia -.  A ver si dejan de cuchichear y se apuran con ese desayuno…

Para Aldana las palabras de Virginia funcionaron como si hubiera recibido un latigazo.  Terminó de acomodar las tostadas sobre la bandeja y sólo atinó a decirme, con voz apenas audible:

“Llevá el café” – y se marchó.

“Aldi… - traté de detenerla pero fue inútil; la verdad era que yo no contaba con ningún plan, pero en el supuesto caso de que se me ocurriera alguno, estaba quedando cada vez como más evidente que no iba a poder contar con mi esposa.

Después de que la pareja hubo tomado su desayuno tenía yo la esperanza ilusa y secreta de que Virginia hubiera olvidado su loca idea de dar un paseo; una vez más y como en todo lo que tuviera algo que ver con ella o con su marido, me equivoqué.  Nos colocaron las correas y, jalando de ellas, nos llevaron hacia la calle, cada uno guiando a su propio esclavo.  No nos hicieron caminar en cuatro patas y eso, increíblemente, debía ser visto como una “dádiva” de parte de ellos.  Cuando cruzamos la puerta de calle, no sabía en dónde meterme de la vergüenza.  Virginia caminaba unos pasos más adelante, paseando orgullosa a su perra para que todo el vecindario la viese.  Y más atrás, Eduardo hacía lo propio conmigo.  Bastó que pisáramos la calle para que, como no podía ser de otra forma, todos clavaran la vista en nosotros.  Alcanzaba con ver sus rostros para darse cuenta de que no salían de su asombro.  Vecinos de todas las edades estaban allí, esos mismos a los que tanto conocíamos desde hacía años y entre los cuales gozábamos ya de una cierta reputación.  Estaban, por supuesto, algunas de las que habían sido parte del aquelarre en la piscina el día anterior y era de creer que ya se hubieran encargado de desparramar el cuento, teniendo incluso el apoyo de las fotos para avalar sus testimonios.  Pero allí había muchos más viéndonos… y el número fue aumentando.  Desde los autos, desde la panadería o desde las casas tras cuyos ventanales podían distinguirse los rostros extasiados y asombrados.  No podían creer estar viendo a Aldana siendo llevada en esa forma… ni tampoco estarme viendo en esa condición a mí, con el agravante de que yo, vestido de mucama y sobre tacos, daba una imagen muy lejana de la que de mí se habrían formado en los años que llevaban viviendo en el vecindario.  Se hablaban al oído, se comentaban entre ellos…  Y pensar que yo había querido, con la revancha del chinchón, salvar mi imagen pública: estaba siendo pisoteada, destruida, aniquilada… ¿Con qué cara volvería a trabajar al colegio al otro día si hasta algunos de mis alumnos y alumnas me estaban viendo?  No hacía falta ser demasiado inteligente para darse cuenta de que mi vida, tal como la había conocido hasta ese día, había terminado, fuera lo que fuera que pasase una vez que el plazo de las setenta y dos horas se hubiera vencido.

“¿Esos que van ahí son Rodolfo y Aldana?”

“¿Qué le pasó a Rodolfo? ¡Está vestido de mujer!”

“Seguramente habrán caído en deudas…  a la larga todo llega… las cosas les fueron bien durante años y… mírenlos ahora”

“Esa putita se lo merecía… Nunca la soporté”

“Y esto que estás viendo no es nada… No tenés idea de las cosas que me contaron que pasaron ayer en la pileta de la casa…”

Los comentarios, de todo tipo y tenor, arreciaban alrededor nuestro.  Algunos sonaban compasivos, otros divertidos, otros vengativos, pero en todos los casos, con intención o no, eran humillantes.

Pero lo peor, si es que todavía cabía algo peor, llegó cuando, al girar a una esquina, nos encontramos con la señora Mazri que, en ese momento, descendía de su auto…  acompañada por su hijo.  Como si fuera el más peligroso interno de un instituto mental, el troglodita perdió todo sentido de la realidad, si es que en algún momento lo tuvo.  Con la misma expresión estúpida que lucía siempre, dejó caer su mandíbula a la vez que chorreaba baba y, como si fuera un animal salvaje, se arrojó sobre Aldana…

Le rodeó con un brazo el cuello en tanto que con su otra mano la empujó por la espalda hasta ponerla de cara contra un árbol.  La fuerza del ataque fue tanta que Virginia perdió la correa de su mano:

“¡Sebaaaa!” – gritó encolerizada su madre sin poder creer la escena.

El idiota, por cierto, no hacía caso; era como si no la escuchase.  A la vista de las consternadas miradas de todo el mundo, simplemente desabrochó su pantalón y sacó su miembro, tan grande como torpe, a la vez que bajaba las bragas de mi esposa.  Fue tanta la furia que sentí que estuve a punto de echarme, furioso, sobre él, pero un tirón de la correa por parte de Eduardo me detuvo.

Fue la señora Mazri quien, en cambio, sí se arrojó hacia él; clavó sus uñas sobre los hombros de su hijo y trató de jalar hacia atrás, pero no había caso; era casi como querer mover una roca empotrada.  Virginia lucía algo preocupada por la escena, pero a la vez, y no era extraño, parecía tomar el asunto con bastante humor, cosa que su amiga Solange no hacía en absoluto.  Otros vecinos, todos hombres, asistieron en ayuda de la señora Mazri para tratar de despegar a su hijo de mi esposa.  Se notaba, al ver sus caras teñirse de rojo y sus sienes hincharse que estaban haciendo muchísima fuerza para lograrlo, pero sin embargo no había forma de mover a aquella bestia subhumana.  Por el contrario, el imbécil seguía bombeando a mi esposa ininterrumpidamente mientras ella no paraba de aullar de dolor y sólo quedaron algo ahogados sus gritos cuando él le aplastó la cara contra la corteza del árbol.  Todo el barrio escuchó cómo el troglodita lanzaba ese alarido animal descontrolado que ya varias veces había oído yo en la noche anterior y que evidenciaba que le estaba acabando.  Recién ahí aflojó un poco la tensión de su cuerpo y ello permitió que la señora Mazri, junto a los vecinos que habían acudido a ayudarle (y un par más que siguieron llegando) lograran mover la bestia hacia atrás.  Las piernas de Aldana, chorreadas con semen, dejaban en claro que había sido cogida de nuevo.  Alrededor todo eran exclamaciones y consternados murmullos, pero también… algunas risas y comentarios en sorna.

La señora Mazri abofeteó varias veces a su hijo; éste, sin embargo, perdido como estaba su rostro en el éxtasis posterior al orgasmo, no daba visos de estar acusando recibo.

“¿Cómo te vas a lanzar así arriba de esa chica? – vociferaba Solange -¿Cómo vas a hacerme quedar tan mal con Virgi? ¡Idiota!!!  – y así recrudecían los golpes, aunque dando la sensación de que los mismos fueran propinados con un periódico, tal la inmutabilidad del imbécil de su hijo.  Luego la señora Mazri se dirigió hacia Virginia; juntaba las manos en señal de imploración – “¡Te pido mil perdones, Virgi!  ¡No sé cómo disculparme con vos!  ¡No te das una idea de lo mal que me hace quedar este estúpido en todas partes!”

La indignación que yo sentía no cabía dentro de mi cuerpo, no sólo por lo que acababa de ocurrir sino porque de las palabras de su madre se podía sólo inferir que para ella era lo mismo coger a mi esposa que tomar un pan sin permiso en la panadería.

“¡No te preocupes, querida! – buscaba calmarla Virginia, tomándola por las manos - ¡Son cosas de chicos!  ¡Hay que entenderlos!  Todos sabemos cómo son estos adolescentes de hoy en día, jeje…”

Mientras Virginia buscaba poner paños fríos a la situación, los comentarios a nuestro alrededor arreciaban nuevamente:

“Te digo que le dio como en bolsa eh”

“Sí… ojo, igual ella no me dio la impresión de resistirse demasiado”

“Estoy de acuerdo… para mí le gustó”

“Y bueno… ¿quién te dice que ahora no quede preñadita? Jaja…”

“Y sí… porque con el marido me parece que venía perdida.  De lo que estoy seguro es de que nunca la dieron una cogida como ésa”

Bajé la mirada al suelo con derrotismo, mientras Virginia le ordenaba a Aldana subirse la bombacha para seguir la caminata y se despedía de su amiga con efusividad.  Completada una nueva etapa en nuestra destrucción pública, nuestros amos emprendieron el regreso a casa y, obviamente, nosotros también.  A Virginia se la veía radiante de felicidad, pletórica de goce…  Por un lado, nos degradaba, cosa que, al parecer, hacía rato que tenía en mente, sobre todo en relación con Aldana; por otra parte, ella se presentaba como la gran triunfadora: el barrio la estaba viendo casi como la nueva soberana entre las mujeres del lugar, paseándose exultante junto a los esclavos que eran su propiedad.  Yo no sabía hasta qué punto muchos de los vecinos podían entender el tipo de vínculo que nos unía a ellos con nosotros, pero no importaba: esa imagen altiva e invencible era la que Virginia quería transmitir… y, por cierto, lo lograba…

El resto de la mañana pasó “sin sobresaltos”, lo mismo que el almuerzo.  Debemos aclarar que por “sin sobresaltos” estoy diciendo que no nos hicieron nada demasiado nuevo o diferente a las cosas que ya habíamos sufrido.  Sin embargo, siempre estaba flotando en el ambiente la idea de que esa “calma” (sobre todo de parte de Virginia) estaba presagiando alguna tempestad.  Eso sí, después de comer y mientras bebían unas copas de champagne decidieron usarnos como sillas, es decir que fuimos obligados a permanecer en cuatro patas y que ellos echaran su trasero sobre nuestras espaldas.  Se me hizo insoportable en algún momento estar tanto tiempo en esa posición y con Eduardo sentado encima de mí; pude notar en Aldana la misma sensación mientras hacía de asiento para Virginia.

“Uy… ¿qué hora es? – preguntó de pronto Virginia, alzando presurosa su cuerpo de encima de mi esposa y yendo a buscar su celular para controlar –. Dos y diez – dijo, una vez alcanzado su objetivo -.  Vamos a tener que comenzar con los preparativos para recibir a Julieta”

Aldana, aun cuando había quedado liberada momentáneamente del peso de Virginia sobre su cuerpo, recibió por otra parte y de manera paradójica el doble o el triple de peso con aquella noticia que, de todos modos, era inminente e inevitable.

“A vos tengo que prepararte” – anunció Virginia y tomó a mi esposa del brazo para llevarla al dormitorio vaya a saber con qué plan siniestro.

Cuando regresó, me costó reconocer a Aldana del modo en que la traía.  Vestía el uniforme de mucama, sí, aunque le había cambiado las medias por otras infinitamente más sexies.  Le había atado las manos a la espalda, pero la ligadura no presentaba un nudo común, sino más bien un moño, algo así como que había convertido a mi esposa en un paquete de regalo.  Su cabeza estaba cubierta por una tela negra y amarilla a la cual reconocí como la funda de un almohadón.  Aldana no podía ver, obviamente, razón por la cual Virginia la iba llevando casi como si fuera ciega, explicándole con paciencia (pero una paciencia mezclada con mordacidad) por dónde había obstáculos o por dónde debía caminar.  La llevó hacia un extremo del comedor, precisamente junto al hogar (una vez más volvió a aparecer en mi mente la analogía con un regalo, en este caso navideño) y, una vez allí, la obligó a arrodillarse.  Fue en busca del retazo de tela con que la amordazaba y así, sin que yo supiera el objetivo, cubrió su boca.   Regresó al dormitorio y luego una vez más al comedor, llevando en sus manos una sábana.  Sin dejar de reír un instante y mostrándose diabólicamente entusiasmada, desplegó la sábana y la dejó caer cubriendo así el cuerpo de Aldana.  No tenía sentido que tal acción fuera hecha con el objetivo de que ella no pudiera ver porque para eso ya estaba la funda que le cubría la cabeza.  Sólo quedaba por suponer, entonces, que Virginia más bien buscaba que Aldana no fuera vista…

“Perfecto” – rió la pérfida mujer, mientras se llevaba un dedo índice a la boca con picardía.

“Mejor imposible” – convino Eduardo.

La siguiente media hora no ofreció demasiadas novedades hasta que, finalmente, sonó el timbre.  Virginia salió presurosa hacia la puerta, siempre con su ya clásica carrerita sobre tacos; su ansiedad debía ser mucha porque ni siquiera me pidió que fuera a abrir yo.  A los pocos segundos entraba en el comedor acompañado por una mujer de unos treinta y pico  de belleza extremadamente fina y elegante.  De cabello oscuro pero de ojos azules, su cuerpo lucía bien estilizado sin necesidad de exuberancias.  Sus pechos se adivinaban bien torneados por debajo de la blusa blanca que llevaba puesta y lo mismo ocurría con la curva de sus nalgas, las cuales, por debajo de una corta pollera color verde musgo, también se adivinaban perfectas.  Pero creo que si hablamos de perfección, el premio mayor se lo llevaban sus piernas, que parecían finísimamente trabajadas por un escultor, luciendo medias oscuras y cortas botas al tono con la falda.  Así que aquella era Julieta: no sé si sería por la imagen que me habían creado tantas charlas con Aldana pero yo advertía en su rostro algo así como una expresión típica de mujer fría, calculadora y algo ladina.

En un principio no paraban de saludarse ni de intercambiarse los clásicos “¿cómo estás, tanto tiempo?” junto a los recíprocos “qué bien se te ve”.   Virginia le presentó a su marido, quien no podía ocultar que estaba visiblemente gratificado por la atractiva visita.  Luego la arpía me señaló a mí con el dedo índice; yo estaba, desde ya, arrodillado.

“Y ella es nuestra mucama” – me presentó sin el más mínimo respeto, aunque no sé por qué iba yo a esperar que lo tuviera.

La recién llegada se me quedó mirando, entre intrigada y perpleja.  Era obvio que estaba queriendo encontrar la ecuación que uniera mi aspecto, aparentemente varonil, con mi atuendo, sumado al hecho, supongo que poco habitual, de que me hallase de rodillas en el suelo.

“Pero… es un hombre, ¿o no?” – preguntó.

“Ya no se lo puede llamar así” – contestó Virginia.

Julieta desvió algo la vista y pareció, por un momento, estar atando cabos en su mente.  De pronto su rostro pareció iluminarse levemente, como si hubiera hallado respuesta a algún interrogante.

“Aaaah… entiendo” – dijo.

Pero yo sabía que la realidad era que no entendía absolutamente nada.  De acuerdo a lo que le acababa de decir Virginia sobre mí, lo más probable era que interpretara que yo era un travestido o bien que me había sometido a alguna operación de cambio de sexo.  La verdadera naturaleza de mi condición era bastante más difícil de imaginar.

“Saludá a Julieta como se debe, Rodolfita” – me espetó Virginia.

Y, degradándome una vez más, tuve que ir en cuatro patas hasta donde se hallaba ella para besar sus botas y decir “buenas tardes, Señora”.  La invitada, por cierto, no salía de su asombro; llevaba en la mano unos lentes de sol que, seguramente, se habría sacado al ingresar y que, en ese momento, sostenía entre los dientes por una de sus patitas, como si siguiera cavilando o dándole vueltas al asunto.  Es que no debía ser habitual ni para ella ni para cualquiera, ser recibida de tal forma.

Virginia la invitó a sentarse y me hizo traerles bebida.  Eduardo permaneció un rato junto a ellas y luego anunció que iría un rato a la piscina, así que se ausentó unos instantes y luego volvió a cruzar el comedor sólo ataviado con su short de baño.  Si el objetivo había sido llamar la atención de Julieta con su magnífico cuerpo lo logró, porque los ojos de la invitada fueron varias veces hacia él, aunque sin dejar de hablar con Virginia.

“Así que tenés una empresa de construcciones propia – comentó esta última -.  Eso, al menos es lo que leí en facebook.  ¡Qué bueno saber que has progresado tanto!”

“Sí.  Yo no puedo estar a las órdenes de nadie.  Necesito tener el control, el mando.  Por suerte las cosas me fueron bien y ahora me manejo por mí misma…  Al contrario, tengo mucha gente bajo mis órdenes”

“Bueno… a vos tampoco te fue tan mal a juzgar por la casa que tenés”

Yo estaba arrodillado frente a ellas y hervía de rabia; no podía ver a Aldana, no sólo por estar ella cubierta bajo la sábana sino porque, además, la tenía a mis espaldas.  Sin embargo, podía adivinar la turbación que estaría sintiendo en aquel momento al escuchar, después de tantos años, la voz de la odiosa Julieta Custer exponiendo sus logros en la vida con la misma altanería y soberbia de que hiciera gala en los años de secundaria.  Por supuesto que las anécdotas y recuerdos del colegio no tardaron en hacerse presentes en la charla.  Rieron divertidas ante más de algún episodio evocado en la conversación; Julieta aludió al hecho de que ella y Virginia no se llevaban del todo bien y esta última relativizó totalmente la cuestión.

“Son cosas de chicas, Juli… Ya pasó y, además, seguramente, habrá habido más de algún malentendido…  A mí me parece que vos me tenías antipatía porque me veías muy cercana a Aldana”

De pronto los bellos ojos de Julieta se encendieron como si fueran demoníacas brasas azules.  Asumió una expresión evocadora pero a la vez increíblemente maliciosa, como si el demonio mismo hubiera sido despertado en su interior ante la sola mención de un nombre.

“Aldana” – dijo, como si mordiera la palabra -.  Esa chetita puta de mierda.  ¡Cómo la odiaba!... ¡Cómo la detestaba! – mostraba los dientes al hablar.

Virginia quedó un momento mirándola en silencio.  Luego depositó su copa sobre la mesa, tomó por una mano a Julieta y sonrió:

“Te tengo una sorpresa, querida”

La invitada, saliendo por un momento de su demoníaca ensoñación, la miró sin entender.

“Sí – reafirmó Virginia -.  No iba a llamarte después de tantos años para recibirte con las manos vacías… ¿O sí?

Mientras la incomprensión seguía haciendo presa del rostro de Julieta, Virginia le quitó la copa de la mano y la apoyó sobre la mesa ratona, junto a la suya.  Tomó a Julieta, esta vez por ambas manos, y la invitó a ponerse de pie.  Luego, guiándola tomada por una mano, la fue llevando hacia el final del comedor, junto al hogar, donde se hallaba el misterioso bulto.  Aunque no había sido autorizado a girar mi cabeza, no pude evitar hacerlo.  El pánico ante lo que sobrevendría se había apoderado de todo mi ser y supongo que, tanto más, del de Aldana.

Aún sin entender qué estaba pasando, Julieta bajó la vista hacia el bulto cubierto en el cual probablemente antes no hubiera reparado o bien, habría considerado simplemente como parte del mobiliario.  Luciendo una sonrisa que no cabía en su rostro, Virginia tomó delicadamente con sus dedos la sábana para apartarla y así fue como, ante los ojos de su invitada, quedó expuesta una muchacha en uniforme de mucama, atada con las manos a la espalda y cubierta su cabeza por una funda.

Julieta se sobresaltó; dio dos pasos hacia atrás.

“Virginia… ¿qué es esto? – su voz sonaba alterada, aun cuando su anfitriona tratara de calmarla -.  Primero me encuentro con un hombre vestido de mujer que besa mis zapatos y ahora… una chica atada y con la cabeza cubierta… Virginia… ¿qué es esto?  ¡Francamente no sé en qué estás ni me importa pero te aviso que si me trajiste con la intención de sumarme a alguna degeneración, no cuentes conmigo”

Ya había dado un giro sobre sus tacos y se aprestaba a marcharse cuando Virginia la detuvo:

“Julieta, esperá”

La aludida volvió a girar hacia ella; el gesto era como si le estuviera dando la última oportunidad de brindarle una explicación convincente.  No hizo falta…

Virginia quitó la funda de la cabeza de mi mujer y así quedó al descubierto su identidad.  Julieta quedó helada; no dijo nada por unos instantes y luego caminó en dirección hacia aquella mujer que permanecía de rodillas.  Giró en torno al cuerpo como si tratara de sacarse las últimas dudas.  Fue entonces cuando pude apreciar que su rostro estaba totalmente encendido, del mismo modo que el de mi esposa lucía fatalmente pálido.

“No… puedo creerlo… - musitaba Virginia, mordiendo una vez más el extremo de sus lentes -.  No, señor… no puedo creerlo…”

Acercó su rostro al de mi mujer y fue inevitable que ésta arqueara un poco la espalda para echar su cabeza ligeramente hacia atrás.  Julieta la seguía mirando, radiante su rostro y llameantes sus ojos.

“Aldana… – dijo finalmente, como si escupiera el nombre en lugar de pronunciarlo -… La putita…  ¡de mierda!”

CONTINUARÁ