Apuesta Perdida (13)

Obedientemente, nos fuimos quitando las prendas una por una. Eduardo jugó a tararear una melodía que recordaba a la música propia de un strip – tease, o bien chiflaba de tanto en tanto. Quedamos totalmente desnudos, amontonadas nuestras ropas sobre un borde de la piscina.

Desvié mi vista hacia Aldana y pude ver cómo sus ojos se inyectaban en terror.

“Julieta Custer…  mirá vos – insistió Virginia -.  Se reconoce perfectamente por la foto aún, después de tantos años.  Le voy a enviar una solicitud de amistad y un mensaje ya mismo”

Su vista seguía fija en la notebook y sus dedos, una vez más, volvieron a deslizarse rápidamente sobre las teclas.

“S… Señora…” – intervino tímidamente Aldana.

Virginia levantó ligeramente su cabeza y enarcó las cejas, aunque mantuvo la vista fija en lo que estaba haciendo.

“¿Sí, esclava?  ¿Tenés alguna pregunta para hacerme?”

Aldana bajó la cabeza.

“Sí, Señora, le pido autorización para poder hacerla” – solicitó sumisamente.

“Adelante, perrita rubia, te escucho”

Aldana se aclaró la voz varias veces y tardó en arrancar con su pregunta.  Estaba más que obvio que le costaba hacerlo.

“¿P… puedo saber, Señora… para qué desea contactar a Julieta Custer?”

Era fácil entender la consternación y el pánico de mi esposa.  Julieta Custer había sido, de entre todas sus compañeras, quien más la había odiado durante su paso por la escuela secundaria.  Me contó una y mil veces esa historia de resentimientos y recelos que llegaban a lo enfermizo y que se fundaban sobre la envidia y la competencia, aun cuando este último concepto jamás hubiera estado en la cabeza de Aldana según lo que me había contado.  Pero claro, el hecho de ser Aldana la abanderada del colegio, la preferida del curso, la que captaba la atención masculina y… para colmo de males, la que se había enganchado con el chico que a ella le gustaba, había constituido, para la joven Custer, motivo suficiente como para detestarla con toda su alma.  Le dejaba inscripciones insultantes en las carpetas o en el pizarrón o bien, le ensuciaba deliberadamente el banco del colegio en que ella se sentaba; le llegó a esconder una rana en la cartuchera.  A la larga, por supuesto, nunca había forma de acusarla porque no existían pruebas que la incriminaran y cada vez que, por el contrario, el colegio buscaba tomar sanciones en su contra por considerar que había evidencia suficiente, aparecía su madre para protestar airadamente en la dirección y todo quedaba en nada.  Finalmente, sus padres la cambiaron de colegio, sobre todo porque sabían que allí jamás podría llegar a portar la bandera siendo que Aldana la superaba siempre en las notas y su arrogante hijaa no estaba dispuesta a ser sólo escolta.

“Es una antigua compañera nuestra – explicó Virginia, sin dirigirle la vista a mi esposa -.  Simplemente me gusta contactarme con gente que he dejado de ver…  Creo que hay que aprovechar todas esas posibilidades que hoy en día nos abre Internet.  En aquellos años del colegio no hubiéramos podido hacer algo así…”

Su explicación pareció un discurso apologético sobre las modernas tecnologías de la comunicación, pero tanto Aldana como yo sabíamos que detrás de aquella aparente indiferencia de Virginia se escondía algo.  A juzgar por lo que había visto de ella en las últimas horas, mal podía esperarse que no estuviera elucubrando uno más de sus maléficos planes.

“S… sí, Señora, tiene Usted razón  - dijo Aldana, mansamente - … p… pero…”

“¿Pero?... – le interrumpió con sequedad Virginia, trasuntando algo más de intriga (probablemente fingida) en su rostro.  Su vista, sin embargo, seguía en la notebook.

Aldana, sorprendida por el cambio de tono de Virginia, tragó saliva.  La miré y estaba temblando…

“P… pero, Señora, Usted… no se llevaba bien con ella… y… bueno… bien sabe también Usted cuánto me odiaba esa mujer”

Virginia sonrió con una bondad que se intuía falsa a una legua de distancia.  Esta vez sí miró a Aldana; le acarició el mentón:

“Ay, Aldi, mi querida perrita… No hay que quedarse en rencores del pasado.  ¡Transcurrió demasiado tiempo!  Todas hemos madurado y es de creer que no vamos a seguir enganchadas en conflictos de adolescentes, ¿no?   Es más, a veces este tipo de oportunidades son buenas para volver a hablar todo eso y, llegado el caso, hasta se pueden pedir disculpas por las cosas que en el pasado pudieron haber herido a la otra parte, ¿no te parece?”

Los ojos de mi esposa mezclaban terror y confusión.

“¿Usted… dice, Señora, que ella tal vez vaya a pedir disculpas por aquellas cosas que me hizo?”

Virginia no respondió a su pregunta y, de hecho, ya no miraba a Aldana porque después de su discurso anterior había bajado una vez más la vista hacia la notebook y parecía estar sumamente interesada en algo.  Su rostro se iluminó de pronto:

-¡Ya me contestó! – exclamó – Jaja… Internet es algo que directamente no se puede creer…

Un pálido mortal se apoderó del rostro de Aldana.  Vio cómo una vez más los dedos de Virginia volvían a deslizarse con rapidez sobre el teclado.  Se mantuvo un rato prácticamente en silencio.

“A juzgar por las fotos que tiene en su álbum se la ve muy bien a la guacha eh… “- dijo finalmente, como abstraída e indiferente al hecho de que estábamos allí.  Fue Eduardo quien se acercó por detrás para espiar.

“Epa… - soltó -.  Se nota que había envidia eh… Nadie me había dicho que estuviera tan buena , jaja”

“Es que… lo estaba, sí – reconoció Virginia -.  Pero te puedo asegurar que luce mucho mejor que antes.  L e voy a pedir su número de celular para comunicarme mejor”

Aldana se sintió morir.  Su vista aparecía más dirigida al suelo que nunca.  Finalmente Virginia dejó la notebook a un costado:

“Ya le envié mensaje – dijo -.  Bueno, hay que bañar y alimentar a los perros”

Obviamente se refería a  nosotros.  Eduardo, presto y servicial, volvió a prender las correas a nuestros collares y él mismo, como si fuera un paseador de perros, se dedicó a llevarnos hacia afuera haciéndonos caminar en cuatro patas, uno a cada lado.  Virginia nos siguió.  La malvada mujer se dirigió hacia una canilla que teníamos en el patio, echó un vistazo en derredor y luego fue hacia la cochera; cuando regresó, portaba el rollo de manguera de alta presión que yo utilizaba habitualmente para lavar la kangoo.  Insertó el pico de la canilla dentro de la misma y luego se dirigió ásperamente hacia nosotros:

“Quítense la ropa – ordenó -. Toda.  Y vos, Rodolfita, podés sacarte eso que tenés metido adentro del culo.  Dejen todo en un lugar alejado como para que no se moje”

Obedientemente, nos fuimos quitando las prendas una por una.  Eduardo jugó a tararear una melodía que recordaba a la música propia de un strip – tease, o bien chiflaba de tanto en tanto.  Quedamos totalmente desnudos, amontonadas nuestras ropas sobre un borde de la piscina.  Extraje el dildo de mi cola como pude y debo decir que, si bien el dolor de llevarlo instalado era insoportable, ya para esa altura me había “acostumbrado”  a él y creo que fue todavía más doloroso sacarlo, pues estaba empotrado como si fuera parte de mi anatomía.

Eduardo comenzó a manguerearnos de arriba abajo y no sólo fue doloroso recibir el chorro a presión sino que, además, empezaba a refrescar y el agua se combinaba desfavorablemente con la noche.  Virginia nos alcanzó un jabón de lavar la ropa y una esponja, los cuales arrojó a mis manos.  Sin esperar órdenes que eran obvias, comencé a enjabonarme todo el cuerpo mientras seguía recibiendo el chorro insufrible.  Eduardo, manguera en mano, giró por detrás de mí y me obligó a inclinarme, con lo cual mi orificio, bien abierto después de haber llevado el dildo tanto tiempo, se le ofreció completo y disponible.

“Esto va a permitir lavarte bien el culito” – comentó él, a la vez que comenzaba a dirigir el chorro hacia el interior de mi cola.  Fue casi como si me estuvieran penetrando nuevamente.

Una vez que se dejó de dedicar a mí, se dirigió hacia mi esposa, a quien yo había entregado el jabón yla esponja al momento en que me había tenido que inclinar para mi lavaje de orto.  Virginia, asumiendo la voz de mando sobre su esclava, le ordenó que se enjabonara bien y, luego, como no podía ser de otra manera, Aldana fue obligada por Eduardo a inclinarse tal como lo había hecho instantes antes.  Se le indicó, eso sí y a diferencia de mi caso, que se tocase las puntas de los pies con los dedos , lo cual dejó al descubierto tanto vagina como cola.  Como si fuera parte de su trabajo habitual, Eduardo manguereó primero una y luego la otra.  A Aldana se le escaparon un par de gemidos que dejaban a las claras que, en contra de su voluntad o no, el chorro de agua le producía una cierta excitación.  Eduardo le pidió la esponja y la pasó con fuerza por dentro de la concha y por entre las nalgas, insistiendo particularmente en el orificio anal, lo cual la obligó a gritar.  Pasó luego la mano por ambas entradas como para limpiar y enjuagar bien y, finalmente, volvió a la carga con la manguera.

Cuando terminaron con nosotros, Virginia nos arrojó sendas toallas y fuimos obligados a secarnos.  Acabábamos de pasar por una nueva humillación para agregar a nuestra lista.

“Vamos  a tener que conseguir una empleada para que haga este tipo de trabajito – dijo Virginia -; ellos no pueden manguerearse a sí mismos”

“Sí, es una buena idea” – acordó él, al tiempo que nos impelía a juntar nuestras ropas (aunque no recibimos orden de vestirnos) y dirigirnos hacia adentro.  Virginia trajo nuestros platos de comer, colocándolos en el piso y llenándolos con alimento; esta vez volvió a embeberlos en leche, tal como lo había hecho al mediodía.

Deglutimos el alimento mientras ellos, indiferentemente, se ponían a mirar televisión.  Súbitamente Virginia se levantó del sofá como si tuviera un resorte y se dirigió hacia la notebook que había dejado abandonada en el sillón.

“Perfecto… - dijo, en una voz muy baja que, a pesar de ello, llegué a entender -.  Ya me dio su número”

Y así, mientras nosotros continuábamos con nuestras narices y bocas enterradas en los comederos, Virginia tomó el celular y, deambulando de un lado a otro del comedor por delante de nosotros, realizó el fatídico llamado.  Nos tocó escuchar prácticamente toda la conversación mientras comíamos alimento para perros y eso hizo la situación infinitamente más denigrante, sobre todo para Aldana.

“Sí, querida… - decía a viva voz Virginia mientras caminaba - ¿Qué contás, tanto tiempo? ¿Qué fue de tu vida? Por lo que vi en facebook, los años te trataron muy bien eh… jejeje…”

Durante un rato fue puro formalismo, típico de dos personas que no se han hablado en años y, por lo tanto, necesitan actualizarse en un montón de aspectos, pero luego la charla giró hacia lo que, seguramente, constituía el verdadero motivo del llamado.

“Mirá… decía Virginia -.  Me gustaría mucho que habláramos y recordáramos viejos tiempos, ¿te parece?... Sí, sí, querida… Está bueno ponerse un poco al día, jaja… Y recordar también… ¿Tenés  algo que hacer mañana, domingo? Si no es así venite”

Mientras Aldana seguía con el rostro sumergido en la indigna comida, debía estar sintiendo como si pesados bloques de piedra esuvieran cayendo sobre su nuca.  Y estoy seguro que, si en ese momento le daban la posibilidad de decidir, hubiera preferido morir esa misma noche con tal de no tener que ver el otro día…

Cuando Virginia cortó la comunicación, se despidió con absoluta cordialidad y hasta jovialidad.  Parecía increíble que pudiese ser tan repulsivamente hipócrita después de que ella había sido una de las que siempre habló mal de Julieta Custer…. ¡Y ahora resultaba que hablaban como si hubieran sido amigas íntimas durante toda la vida!

A la par que ella terminaba con la conversación telefónica, nosotros hacíamos lo propio con nuestra comida.

“Ya está todo arreglado… - dijo Virginia, feliz -.  Mañana va a venir a visitarme… No le hablé de vos, Aldi… Así que le vamos a dar una sorpresita, jaja”

Mi mujer, habiendo ya liquidado el contenido de su plato, volvía al igual que yo, a ubicarse de rodillas y con las manos a la espalda.

“Estás feliz, Aldi, ¿no?” – preguntaba burlonamente Virginia.

“Sí, señora, lo estoy” – respondió Aldana, con un frío tono en su voz que parecía ahora más el de un robot que el de un ser humano.  Tantas vejaciones y humillaciones terminan invariablemente por deshumanizar.

“Muy bien – aprobó Virginia -.  Va llegando el momento de ir a la cama para Edu y para mí…  Así que, perrita rubia, mejor va a ser que vayas a preparárnosla”

“Sí, Señora” – respondió mi esposa y se dirigió hacia la habitación para cumplir con lo que se le acababa de ordenar.

Quedé allí, de rodillas en el comedor.  Mirando el comportamiento de Virginia podía uno caer en la conclusión de que estaba totalmente loca o psicótica.  Hablaba y reía sola… sus ojos se encendían como si llamearan al tiempo que, cada tanto, apuraba algún vaso de alcohol.  Era bastante posible que tal conducta estuviera relacionada con sus pensamientos acerca de lo que ocurriría al otro día.  Intercambió algunas miradas con Eduardo, por momentos cómplices, por momentos tiernas, pero sólo eso… Aldana regresó de la pieza.

“Ya está, Señora.  La cama está lista” – anunció.

“Muy bien, perrita” – aprobó su dueña -. Ahora quiero que vengas sobre mis rodillas.

Aldana se quedó mirándola con gesto de incomprensión.

“Vamos, estúpida… Sobre mis rodillas… ¿Qué es lo que no entendiste? – insistió Virginia asumiendo esta vez un tono más enérgico y amenazante.

Mi esposa ya no dudó.  Desnuda como estaba y sólo luciendo el collar de perra, caminó a gatas hacia donde su Ama se hallaba sentada y se ubicó boca abajo, con el vientre sobre las rodillas de Virginia, caída la cabeza ligeramente hacia adelante, con la cola algo levantada y  los pies en el aire.  Virginia le acarició la espalda y las nalgas, daba la impresión que dulce y cariñosamente.

“¿Sabés lo que te va a pasar ahora? – le preguntó, sin abandonar el tono de voz .

“N…no, Señora, no lo sé” – contestó Aldana, a la vez que sacudía la cabeza haciendo aún más clara la negación.

“Vas a recibir una paliza” – anunció Virginia, quien si bien mantenía la dulzura del tono, parecía ahora morder más las palabras.

Aldana permaneció en silencio.  Su cara quedaba para mí bastante tapada por sus propios cabellos y eso me impidió distinguir de qué forma recibió la sentencia pronunciada por Virginia.

“¿No vas a preguntar por qué?” – inquirió esta última, bajando un poco la cabeza como para que su inminente víctima le escuchase más claramente.

“¿Por qué, Señora?”

“Bien – comenzó a explicar Virginia, asumiendo una vez más ese tono pedagógico pero burlón que la hacía tan detestable -.  Son diez razones que vas a ir oyendo una tras otra y que lamento informarte que vas a tener que memorizar.  Porque cada noche al irte a dormir y cada mañana al despertarte vas a repetir vos misma este decálogo, recibiendo, como va a ocurrir ahora, un golpe por cada vez que haya sido mencionado uno de los motivos de tu castigo.  Y cada vez que te equivoques en el orden o en la enunciación, comenzaremos nuevamente.  Te conviene usar entonces esa memoria privilegiada que tantos buenos resultados te dio en el colegio para ver si aquí realmente te sirven de algo”

“S…. sí, Señora” – respondió Aldana, a quien se la notaba temblorosa.

“Muy bien… así me gusta, que entiendas.  Vamos a arrancar con el decálogo y te conviene escuchar bien o de lo contrario te puedo asegurar que las palizas se van a hacer realmente intolerables”

“Sí, Señora “ – la voz de Aldana se había convertido en un hilo.

Y Virginia comenzó la enumeración:

“Primero… por ser tan arrogante y vanidosa” – así como lo enunció, la pérfida mujer descargó la palma de su mano con fuerza sobre las nalgas de mi esposa.  La acusación contenida en el primer punto del decálogo, era, por supuesto, totalmente injusta.

“Segundo… por ser una puta” – y la mano se volvió a descargar pesadamente.

“Tercero… por ser una histérica calientapitos”

“Cuarto… por provocar descaradamente a los maridos o novios de tus amigas”

“Quinto… por ser arrastrada y trepadora”

A cada sentencia seguía un golpe de su mano sobre la cola.  Imaginaba que a Aldana los golpes le estarían doliendo tanto como las injustas sentencias.  Lanzaba agudos grititos de dolor y pataleaba, pero eso, por supuesto, no disuadía a Virginia de seguir con lo suyo.  Eduardo, a un costado y mientras fumaba un cigarrillo, miraba sonriente.

“Sexto… por ser una idiota nariz para arriba”

“Séptimo… por ser una rubia estúpida”

“Octavo… por darte siempre aires de superioridad y no darte cuenta de que, en definitiva, no sólo no sos superior sino que además sos inferior a todo el mundo”

“Noveno…  sos castigada porque tu Ama Virginia así lo dispone”

“Y… décimo… - hizo una pausa y levantó aún más su mano a los efectos, seguramente, de que el último golpe cayera aun con más fuerza -… porque sí”

En efecto, fue el décimo golpe el que arrancó de la garganta de Aldana el aullido de dolor más profundo.  Luego Virginia volvió a acariciarle la cabeza, con la misma falsa dulzura que exhibiera momentos antes.  Sin embargo, cuando habló, su tono siguió siendo duro, aunque sereno:

“Cada noche te vas a ir a dormir con el culo rojo para que, justamente al dormir,  pienses en todo lo que te llevó a esta situación. Y cada mañana te lo voy a enrojecer nuevamente para que no se te olvide con el día y para que tengas presente a quien obedeces.  ¿Entendido, putita?”

“S… sí, Señora” – respondió Aldana con voz llorosa.

“Muy bien, ahora a dormir” – dictaminó la severa Ama.

Eduardo, que se había ausentado por un minuto, reapareció trayendo cuerdas y mordaza.

“Los atamos nuevamente, ¿ verdad?” – inquirió-

“Sí – contestó su mujer -.  Por un tiempo va a tener que ser así, hasta que ya estén totalmente domesticados y ya no habrá peligro de que se les ocurra alguna estupidez mientras dormimos…”

Tal como ocurriera antes, Eduardo me llevó hacia el quincho, previo a lo cual debí despedirme besando los zapatos de ambos y deseándoles buenas noches.  Aldana, obviamente, dormiría echada en el piso junto a la cama que ahora era de ellos.

CONTINUARÁ