Apuesta Perdida (12)

Las invitadas de Virginia continúan con su orgía de denigración y humillación en contra de Aldana y Rodolfo, pero ahora con un invitado...

Con abatimiento demoledor, me dirigí a cuatro patas hacia la casa y, una vez en ella, a la puerta de calle.  El timbre ya sonaba hacía rato o sea que, considerado el poco tiempo transcurrido desde que su madre lo llamara, el estúpido impaciente había venido corriendo.  Me puse en pie para girar el pomo de la puerta y, al otro lado del umbral, me encontré con ese pajero idiota que vivía mirando a mi esposa desde el balcón.  No era que fuese retardado mental en el sentido clínico del término, pero la estupidez que emanaba de su rostro era simplemente atroz.  Me miró, con la mandíbula algo caída y no pronunció palabra: su vocabulario era, en realidad bastante limitado y sus reglas de cortesía más todavía.  Estaba sólo vestido con un short; ingresó a la casa sin pedir permiso en absoluto, pasó a mi lado y corrió hacia el patio.  Resoplé con furia, cerré la puerta y fui tras él, otra vez a cuatro patas.

Cuando llegué afuera, me encontré con la escena de la madre del estúpido teniendo a su lado, arrodillada a Aldana, sujeta ésta por la correa que bajaba de la mano de Solange hacia su cuello.  Virginia se hallaba junto a ambas.

“Hola, Sebi – le saludó Virginia -.  ¿Cómo estás, querido?”

El imbécil respondió con algún monosílabo inentendible de los que habitualmente soltaba y echó un vistazo en derredor, fijándose en la cantidad de mujeres que estaban pendientes súbitamente de él.  Sonrió estúpidamente y bajó la vista hacia Aldana.

“Sé que te gusta, ¿no?” – preguntó en tono pícaro Virginia.

El troglodita de Sebastián asintió con la cabeza, caídas tanto su lengua como su mandíbula.  Dijo alguna palabra que, por supuesto, no entendí.  La tela del short le abultaba notablemente y se veía mojada.

“Para vos, Sebi “– le dijo su madre en tono afectuoso, a la vez que le tendía la correa que sujetaba a Aldana, cuyo rostro estaba tan pálido como una hoja de papel.

Sin más trámite, aquel semihumano arrastró a Aldana por la correa atrayéndola hacia sí.  El trato fue tan salvaje que mi esposa, aun con lo acostumbrada que estaba, ya para ese entonces, a obedecer y ser sometida, hizo algún intento por escapar de él gateando.  Intento inútil, por cierto, pues el idiota imberbe la tomó por los pelos y la llevó a la rastra a través de las lajas y luego del césped hasta detenerse cerca de la pared que daba al vecino.  Cuando se sacó el short, brotó una exclamación general porque realmente la tenía del tamaño de un burro, pero a la vez era como que el miembro, aunque erecto, lucía torpe, rústico…

“Jaja… - rió alguien, mirá la pija que tiene ese pendejo - ¡Dioooooosssss!!!”

“Sí, jaja – le siguió el hilo otra -.  ¡Me parece que de tanta paja se le fue agrandando! Jajajajaja”

“¡Solange! ¿Qué le das de comer a tu hijo?”

Él le arrancó a Aldana la bombacha; ésa fue la sensación: no se la quitó, se la arrancó.  Y, teniéndola en una posición que se podía aproximar a “cuatro patas” la empezó a coger como una bestia mientras ella no paraba de lanzar hirientes aullidos de dolor.  Muchas veces cuando uno dice “como una bestia” está hablando en sentido figurado, pero éste no era el caso: realmente no daba la sensación de estar viendo a un ser humano teniendo sexo sino a un animal… Un mono, ésa fue la primera imagen que vino a mi mente y creo que sigue siendo la más acertada.   Cada vez que notaba que mi mujer se ponía arisca y trataba de zafar del ataque de aquel monstruo, él le propinaba un golpe ya fuera en las nalgas o en la cara… Yo hervía y sentía ganas de estallar, de sacar a Aldana de las garras de aquel imbécil… ¿por qué no lo hacía?  ¿A tal punto habían destruido mi dignidad y mi capacidad de sublevarme?

Aldana gritaba quejumbrosamente en el límite con el llanto, pero al idiota no le importaba.  Daba la imagen de que para él era tan sólo un sitio en el cual meter su impresionante verga.  Lo único “bueno” fue que el polvo acabó rápido; sólo un par de minutos y el imbécil estaba echado sobre ella, dando salvajes gritos y lanzando baba por la boca.  ¿Qué otra humillación tendría que soportar yo en aquel fatídico día?  Las invitadas, por supuesto, sólo gritaban alborozadas, saltaban en el lugar y sacaban fotos…  A lo lejos, desde el balcón de los Mazri, las amistades y relaciones del pendejo idiota aplaudían y no paraban de vitorear el nombre de Sebastián, en tono de festejo y a la vez de felicitación.

Solange parecía particularmente feliz y, diríase, emocionada; no paraba de aplaudir.

“Bravo – felicitaba a su hijo -, bravo, Sebi… ¡Lo hiciste muy bien! ¡Ya sos un hombrecito!”

“¡Esto hay que festejarlo!  – voceó, eufórica, Virginia -. ¡Más champagne!”

La orden, obviamente, era para mí, con lo cual tuve que ir hacia la casa para traer más bebida a los efectos de que pudieran festejar como el estúpido adolescente de atrás de casa había tenido su bautismo sexual nada menos que cogiéndose a mi esposa.  Hasta duele decirlo, así que imagínate, amigo lector, lo que habrá sido presenciarlo.  Regresé lo más prontamente que pude trayendo la bebida y rápidamente el champagne comenzó a llenar las copas que al rato, empezaban a entrechocarse.  La ceremonia parecía estar en su auge cuando fue interrumpida por aquel chiquillo estúpido:

“Mamá… ¿puedo de vuelta?”

Tenía ganas de asesinarlo.  Habían pasado sólo diez minutos o poco más que eso.  Solange miró, interrogativa, a Virginia quien, obviamente y como no podía ser de otra forma, le dio el visto bueno.

“Todas las veces que quieras, Sebastián”- concedió, con una sonrisa de oreja a oreja.

Y una vez más, aquel fallido ensayo de ser humano tomó por los cabellos a mi esposa, quien volvió a aullar desesperada.  Prácticamente la rodeó e inmovilizó contra el piso, sin permitirle mover brazos ni piernas;  y así, sin darle el más mínimo margen de maniobra, la comenzó a bombear nuevamente  mientras sus jadeos inhumanos se iban convirtiendo, poco a poco, en gritos de placer animal descontrolado.  Mientras la cogía, alcanzaba yo a ver cómo gruesos chorros de baba caían de su boca, a veces depositándose en el rostro de Aldana.

“Se - ba… Se - ba… Se - ba… - era el coreado grito de aliento que llegaba desde el balcón de los Mazri y muchas de las invitadas de mi casa (o mi ex – casa, no sé bien cómo decirlo) se sumaron al aliento, ya fuera acompañando con palmas o incluso engrosando el coro.  Finalmente, la algarabía generalizada estalló cuando el bestial imbécil le acabó nuevamente, mientras yo era arrastrado una vez más hacia el foso sin fondo de la humillación eterna.  Ya la tarde había caído y empezaba a oscurecer; creo que no podía haber mejor metáfora para mi avasallada diginidad.

“Epa, chicas.  ¿Qué es esto?  ¡Parece que se divierten de verdad eh!”

La frase provino desde la puerta que comunicaba al comedor con el patio y no sólo yo, sino creo que todas las presentes volvieron sus miradas para encontrarse con la varonil figura de Eduardo, quien aparentemente acababa de regresar.

“Ja… - rió Virginia -, son cosas de mujeres, jiji…  Nosotras no los molestamos cuando ustedes miran fútbol”

Eduardo rió ante el comentario y recorrió el camino de lajas en dirección a la piscina.  Lucía elegante, por cierto, con sus pantalones, sus zapatos y… mi camisa, pero poco a poco se fue quitando las prendas a medida que estaba cada vez más cerca del agua.  Cuando quedó sólo con el bóxer puesto, las exclamaciones femeninas se dejaron oír a coro, pero cuando arrojó incluso la prenda íntima a un lado y todas lo vieron en su perfección de estatua casi griega, más que exclamaciones habría que hablar de un suspiro generalizado.  Había que admitir que tenía un cuerpo hermoso, envidiable para cualquier hombre y deseable para cualquier mujer, cosa que, al parecer, sólo hacía henchirse de orgullo a Virginia, que le contemplaba sonriente a medida que se acercaba.  Cuando él estuvo sobre el borde de la piscina se arrojó hacia ella y nadó un rato; ya no había damas en el agua sino que éstas, más que nada, estaban dedicadas a observarle.

Súbitamente parecían haberse olvidado de Aldana pero yo no.  Volví la cabeza para ver cómo seguía el tormento que mi esposa estaba sufriendo a manos del idiota hijo de la señora Mazri; por cierto, no pude encontrar peor escena: Sebastián tenía a Aldana arrodillada y con sus espaldas contra la pared, a la vez que él, de pie y sosteniéndola por los cabellos, se dedicaba a cogerle la boca.  Y si la expresión puede resultar algo fuerte o exagerada, la realidad era que lo que se veía no era que él la estuviera obligando a chuparle la verga, sino que directamente y sin ningún miramiento, empujaba una y otra vez hacia adentro como si se tratara de una vagina: le cogía la boca simplemente…  Aldana, en algún momento se sofocó y, a juzgar por la expresión de su rostro, hizo arcada, lo cual me hizo caer en la cuenta de que aquel estúpido se la estaba introduciendo hasta la garganta.

“Aaaah… Aaaah…  Aaaaaaaahhh…” – gritaba él, cada vez más alto, lo cual hizo que todas las presentes volvieran a prestar atención a lo que pasaba entre el estúpido y mi mujer.

“Mmmmmm… saaaabroooosssso” – se mofó alguien.

“Hacen una linda pareja, jiji” – intervino una segunda.

“Ésta va para el facebook… esta misma noche la subo” – agregó alguien más, siendo sus palabras coronadas por el flash de una cámara.

“Pensar, Sebi… -acotó Virginia – que esa perra se reía de vos cuando la mirabas desde el balcón.  Se encargó de decirle a todas que eras un retardado mental, un pajero y que seguramente eras puto o impotente”

El rostro del idiota se tiñó de rabia y ello lo llevó a intensificar aún más su acometida.  Con su sexo y su cuerpo,  directamente aplastaba la cabeza de Aldana contra la pared.  No paró hasta que acabó; su bestial grito delató que así fue: su semen, obviamente, estaba siendo tragado por mi esposa que, de esta forma, agregaba una nueva práctica sexual a todas las que había tenido en ese día: ahora también le habían acabado en la boca.

“No es justo – protestó Eduardo, con su cuerpo aún en el agua pero acodado sobre el borde de la piscina y observando también la escena.  Su expresión era serena pero divertida; de hecho sus palabras parecían mostrar más jocosidad que molestia -.  Era a mí a quien le tenías que permitir ser el primero en llenarle la pancita de leche, Virgi, jeje…”

“Jajajaja – rió estruendosamente Virginia -.  ¡No seas acaparador! Ya fuiste el primero en desvirgarle el culo y la boca… Ahora dejalo a Sebi ser el primero en acabarle en la garganta…”

“Hmmm… está bien – convino -.  El problema es que ahora me he quedado caliente viendo esta película porno protagonizada por Aldana y su vecinito”

Salió del agua y, de pie, como una estatua chorreante, exhibió su miembro magníficamente erecto.  Las mujeres no pudieron, en general, evitar dirigir sus miradas hacia él , revelando sus rostros una insaciable avidez por devorar la portentosa verga.  Otra humillación para mí: le miraban hambrientas, en tanto que yo, para ellas, ni siquiera parecía existir como hombre.

“Guauuuu – dijo alguien -.  Si querés yo te lo soluciono, Edu…”

Virginia rió sin dar demasiada importancia al comentario.

“Para eso ya tenés tu propio esclavo” – dijo dirigiéndose a su esposo, pero señalándome a mí.

“¡Eso queremos verlo!” – festejó alborozadamente Mica.

Eduardo, en ese momento, advirtió lo terriblemente humillante que sería para mí tener que mamarle la verga en presencia de tan nutrida platea femenina.  Moviendo su dedo índice, me conminó a acercarme hacia su posición.  Bajando la cabeza y a cuatro patas llegué hasta él y, sin más, tuve que comenzar a chuparle el pene.  Alrededor, las femeninas risas se convirtieron en pequeñas dagas que, una vez más, volvían a horadar mi ya increíblemente macerado orgullo.  Y mirando de reojo pude ver cómo el imbécil de Sebastián, cuya pija se paraba de nuevo y de nuevo, comenzaba una vez más a coger a Aldana.

La orgía de depravación en la piscina de mi casa terminó bastante tarde.  Las mujeres, agradeciendo emocionadas a Virginia por lo maravillosamente que la habían pasado, exhortaron en reiteradas oportunidades a la pérfida mujer a invitarlas nuevamente, cosa que ella dio por descontado que sucedería.  La señora Mazri se tuvo que llevar a su hijo prácticamente a los empujones porque él se quería seguir divirtiendo con mi esposa.  Y el silencio de la noche se apoderó del lugar.  Parecía increíble que en aquel hermoso lugar que Aldana y yo habíamos destinado a nuestro descanso y solaz, acabara de perpetrarse la más perversa de las orgías de odio, resentimiento y humillación que se pudiera llegar a imaginar.  Una vez más volvió a cruzarse por mi mente la idea de que, quizás, todo fuera una pesadilla y despertaríamos de un momento a otro.

Tuvimos que preparar y servir la comida para la pareja.  Cada vez que alguno de nosotros pasaba cerca de ellos, invariablemente uno de los dos nos tocaba la cola por debajo de la falda, ya fuera  a Aldana o a mí.  Yo caminaba con mucha incomodidad pues el dildo electrónico seguía instalado en mi trasero y debía agradecer que no lo estuvieran accionando a través del control remoto.   De hecho, en alguna de esas veces en que tocaron mi cola, empujaron con su propia mano el consolador hacia adentro.

Mientras estaban comiendo, nosotros permanecimos de rodillas a un lado.  Súbitamente Virginia reparó en Aldana y le hizo una seña con la mano:

“Andá debajo de la mesa y dale una chupada a Edu, que se quedó con ganas de acabarte en la boca hoy”

“Pero qué atenta sos conmigo” – dijo Eduardo con tono de agradecimiento.  Instantes después ambos se besaban.

Obedeciendo la orden recibida, Aldana se desplazó a gatas por debajo del mantel y en determinado momento sólo quedaron visibles para mis ojos su cola y sus piernas.  La cara de Eduardo comenzó a cambiar y supe que ella ya estaba cumpliendo con la tarea asignada.  Él se llevó un par de bocados más a la boca pero llegado cierto punto dejó de comer; su rostro comenzó a verse extraviado y rebosante del mayor placer que hombre alguno pudiese estar teniendo y, por cierto, sus ojos se llegaron a poner casi en blanco, perdidas sus pupilas en el placer del momento…  Cuando sus jadeos terminaron en el grito tribal que ya le había escuchado antes, supe que el orgasmo había llegado… Y así no sólo mi detestable vecino sino también él… había acabado en la boca de mi esposa.

Luego de que hubieron saciado su hambre y su sed, tuvimos que levantar la mesa y lavar la vajilla.  Al terminar, Virginia nos convocó nuevamente al comedor.  Estaba cruzada de piernas sobre uno de los sillones individuales a la vez que sostenía en el regazo la notebook… nuestra notebook.  Una vez que nos arrodillamos ante ella, empezó a requerirnos todas nuestras claves personales: de la notebook, del correo electrónico, de facebook… Y, obedientemente, se las fuimos dando… Como si aquella mujer se complaciera en destruir nuestros últimos vestigios de privacidad y nosotros no fuéramos capaces de hacer nada para evitarlo.

Una vez que hubo obtenido de nosotros lo que quería, siguió abocada a la notebook pero llamó a Aldana a lamer sus zapatos.  Y mi mujer así lo hizo.  Un momento después apareció Eduardo, proveniente del baño, quien se arrojó sobre otro de los sillones y me requirió exactamente lo mismo.  Triste imagen la nuestra: ambos arrodillados y lamiendo el calzado de ellos.

Virginia hacía bailar una y otra vez sus dedos sobre el teclado y, yo no sabía si era por mi paranoia, pero me daba la impresión de detectar en sus ojos un brillo terriblemente maligno, por lo cual no me traía buen augurio presagio lo que fuera que estuviese haciendo.  De pronto sus ojos se encendieron:

“¡La encontré! – exclamó - ¡Supuse que debía tener facebook!”

Sus palabras realmente produjeron e n mí una gran intriga y me di cuenta que en Aldana también.  Virginia no sacaba la vista de la notebook, sonriente:

“¡Julieta Custer!” – dijo, casi hablando sola, pero a la vez con la obvia intención de ser escuchada - ¡Aquí está!”

CONTINUARÁ