Apuesta Perdida (11)

Como si fueran niñas desesperadas por recibir un regalo, varias se fueron pasando el arnés sucesivamente. No sé cuántas veces la cogieron; algunas lo hacían con auténtica pasión y tratando de disfrutar el momento; otras parecían querer sólo divertirse o bien utilizaban a Aldana como si fuera un agujero y punto

Aferrando a Aldana por las caderas, Cecilia comenzó a penetrarla.  El miembro que el arnés llevaba acoplado era bastante grande y, por lo tanto, provocaba violentos sacudones en mi esposa.  Cecilia comenzó con movimientos rítmicos cuya frecuencia fue acelerando e incluso acompañando, cada tanto, con algún chirlo contra alguna de las nalgas de mi mujer.  Cuando advirtió que su presa ya no podía aguantar la excitación y los jadeos revelaban una fatal mezcla entre sufrimiento y disfrute, la tomó por los cabellos como si fueran crines y la montó cual un jinete, jugando incluso en  palabras con esa imagen.

“Arre caballito – decía sonriente – ¡Arre!”

Gimiendo a más no poder, la boca de Aldana quedó abierta en una especie de aullido ahogado.  Su cabeza hubiera caído de no ser porque Cecilia la sostenía por los cabellos.  Y así, entre aplausos y festejos, todas presenciaron cómo mi esposa llegaba al orgasmo siendo tomada por otra mujer y, más precisamente, por una de sus amigas.

Cuando Cecilia se apartó, otra (a la que reconocí como Carola Bianchi, una vecina de la zona que, a pesar de sus buenas dotes físicas, era ya una mujer madura de cuarenta y pico) reclamó para sí el arnés, cosa que Cecilia le entregó.  Con prisa y notable impaciencia, aquella mujer se calzó el arnés y así  comenzó a penetrar nuevamente a mi mujer, quien no acababa de reponerse de la cogida anterior cuando ya estaba recibiendo otra.  Hubo un estilo diferente en cómo se lo hizo Carola.  Es decir, Cecilia la había penetrado con fuerza pero pareció privilegiar siempre el hecho de que Aldana fuera arrastrada a la humillación de tener un orgasmo enfrente de todas y, si bien notablemente lo disfrutó, su goce pareció siempre pasar por ver a Aldana en aquella situación y ser ella misma la responsable de hacerla caer tan bajo.  Pero Carola Bianchi, además, buscó gozar también ella, sexualmente hablando; no sólo penetró a Aldana sino que además levantó un poco el sostén de su propio bikini y se dedicó a tocarse, mientras su rostro parecía perderse en un mar de entrega sensual a la lascivia del momento.  Por eso mismo, fue cogiendo a mi mujer más lentamente que como lo había hecho su predecesora en el puesto; lo hacía como si disfrutara cada instante; luego, por supuesto, aumentó la intensidad de la embestida pero siempre acariciándose sus pechos con cada vez  más dedicación.  En el momento en que Aldana llegó al orgasmo, Carola Bianchi también gritó; en este caso el rostro de Aldana estaba orientado hacia el piso pero su expresión de infinito goce quedó perfectamente visible ya que dos amigas le sostenían levantados los cabellos.  Carola, en tanto, alzaba su rostro hacia el techo y, sin abrir los ojos, no paraba de soltar interjecciones de placer que la hacían parecer una especie de guerrera amazona entregada a algún ritual pagano (o al menos ésa fue la sensación que me provocó).

La cosa, por supuesto, no terminó allí.  Como si fueran niñas desesperadas por recibir un regalo, varias se fueron pasando el arnés sucesivamente.  No sé cuántas veces la cogieron; algunas lo hacían con auténtica pasión y tratando de disfrutar el momento; otras parecían querer sólo divertirse o bien utilizaban a Aldana como si fuera un agujero y punto.  Mientras todo esto ocurría, la bebida corría y yo fui enviado a buscar más en un par de oportunidades.  Todo era alegría y diversión entre las damas, entrando y saliendo a cada momento de la piscina con sus cabellos chorreantes y sus cuerpos sensualmente mojados.  Sólo dos permanecieron todo el tiempo algo alejadas del grupo, sentadas sobre el borde y mirando al resto con caras que revelaban incomprensión y, hasta diría, repulsión; ni siquiera se sacaron la ropa ni abrieron sus bolsos y, llegado cierto punto, se fueron.  Virginia me ordenó que las acompañara hastaa la puerta y así lo hice, a pesar de la negativa de ellas.

“Son unas enfermas – decía una a la otra -. No puedo creer que se transformen de esa manera”

“Sí.  Pobre Aldana… ¿Y Rodolfo? – se giró hacia mí –-  No sé cómo podés tolerar esto, Rodi… Echalas a patadas de tu casa…”

No respondí nada, sólo bajé la cabeza, las saludé y cerré la puerta cuando se marcharon.  Lo que me habían dicho, aun cuando buscara despertar en mí algún sentimiento de rebeldía, sólo logró hacerme sentir peor porque sabía que ese sentimiento estaba controlado, dominado, enjaulado… y que, como tal, no aparecería.  Quizás eso me convertía en un ser humano todavía más despreciable... Volví  a la piscina.

La juerga continuaba y, como era obvio, tanto Aldana como yo éramos las principales atracciones de la tarde.  Cada tanto alguna daba una vuelta por el perímetro de la piscina llevando de la correa y en cuatro patas a mi mujer, como si fuera una perra y explotando, justamente, esa imagen.

“Vamos perrita – le decía Cecilia mientras la llevaba de esa forma -.  Ladrá, a ver... ¡Ladrá!

Aldana emitió un “guau guau” que despertó las risas a coro de todas las presentes y que, habida cuenta de ello, le hicieron repetir varias veces, tanto Cecilia como otras que la siguieron paseando.  En algún momento también se la tomaron conmigo, por lo cual Virginia, que seguía sacando cosas de su bolso, las proveyó de una correa y un collar para mí; ella personalmente se encargó de colocar este último sobre mi cuello: no iba a permitir que, siendo ella mi dueña, alguna amiga se apropiara de ese derecho que implicaba casi un ritual de posesión.  De hecho, mi primera vuelta alrededor de la piscina la hice a su lado.  Luego, se fueron sucediendo otras y, obviamente, no se privaron de hacerme ladrar.

En un momento Virginia posó la vista en la señora Mazri quien,  a decir verdad y a pesar de haberse divertido ostensiblemente, se había tomado hasta allí las cosas de un modo más relajado que las demás y, de hecho, yo no la había visto coger a Aldana con el arnés o pegarle o pasearla como una perra…  En ese momento, por cierto, yacía plácidamente sobre una reposera, con las manos detrás de la nuca y tomando sol.

“¿Qué pasa, Solange? – preguntó Virginia, intrigada -.  Se te ve poco activa.  ¿No la estás pasando bien?”

“La estoy pasando genial – contestó la señora Mazri -.  Como nunca”

“Me alegra mucho saber eso – dijo Virginia -.  Es sólo que no te vi usar a mis esclavos lo suficiente…”

“Es que para Aldanita tengo otros planes” – respondió sonriente y siempre con la misma expresión de  calma y placidez.

“¿Ah sí? ¿Cómo qué?” – preguntó Virginia, entre risas.

“Hmmm… bueno… digamos que… ¿ya terminaron con ella las demás?”

Virginia alzó la vista hacia el grupo, viendo que aún se dedicaban a pasear a Aldana.

“¡A ver por allí! – exhortó  -¡Traigan a esa perra para acá!  Por ahora ya la han usado lo suficiente… y Solange aún no lo ha hecho”

Fue la odiosa Marina Ibarguren la encargada de llevar a mi mujer hacia el lugar guiándola por la correa.  La entregó a Virginia como quien devolviera un objeto prestado y la arpía, agradeciendo con un asentimiento de cabeza, tomó la correa en mano y se la extendió a Solange.  Así y mientras el resto de las mujeres parecían desviar la atención de mí por un momento (quedaba en claro que lo que fuera a pasar con la señora Mazri generaba una mayor expectativa y eso hacía que yo perdiera parte de mi protagonismo), nuestra vecina Solange abrió los ojos y miró a mi esposa, que estaba arrodillada ante ella.  Dio un leve tironcito a la correa, sólo para asegurarse de que Aldana levantara la vista.  Solange sonreía; en otro contexto hubiera parecido una sonrisa bondadosa, casi beatífica.

“Nunca pensaste verte así, ¿no? – preguntó con suavidad en el tono – Siempre creíste que la vida te iba a sonreír eternamente y que todas las demás no iban a tener más remedio que mirar desde lejos lo afortunada que eras, ¿verdad?”

Aldana bajó la cabeza nerviosa y recibió un ligero golpe en la testa por parte de Virginia.

“Contestale a la señora, perra”

Mi mujer volvió a levantar la cabeza, aunque no tanto como para mirar a los ojos de Solange.  Tragó saliva y habló:

“No, Señora, nunca supuse algo así”

“Jejeje… - rió Solange -.  La vida a veces nos da sorpresas, algunas gratas, otras no tanto – mantenía siempre un tono sereno y, quizás, aleccionador -.  Esto, por ejemplo, es una grata sorpresa para mí.  Pero para vos… - hizo una pausa -, no es por ser pájaro de mal agüero pero me da la impresión de que se acabaron las sorpresas gratas en tu vida”

Virginia rió complacida.  Era lógico porque Solange, con sus palabras, estaba avalando las sentencias que, sobre el futuro, ella misma había pronunciado en esa jornada.

“¿Sabés que viéndote así, sometida y entregadita, me das un poco de lástima? – continuó Solange -, pero es estado un momentáneo… se me pasa.  Y ahí es cuando te miro esa hermosa carita y me vienen ganas de abofetearte y seguirlo haciendo aunque pidas clemencia… O bien…  tomar una trincheta y marcarte todo ese precioso rostro que, posiblemente, no sólo nadie vuelva a mirar sino que además, te van a apartar la vista con rechazo – el rostro de Aldana había adquirido un pálido mortal mientras la señora Mazri seguiá hablando –.  Te gustaba tener  siempre a todos nuestros maridos mirándote con caras de babosos, ¿no? Te gustaba saber que cualquiera de ellos sería capaz de dejar de lado a su esposa sólo para darte una buena cogida, ¿verdad?  Te gustaba calentar pitos, como una pendeja histérica, sólo por amargarnos la vida a nosotras…”

Di un respingo en el lugar en que me hallaba.  ¿Tanto odio podía tener acumulado esa mujer?  Y además, ¿por qué?

“¡Yo te consigo una trincheta”!” – se ofreció, entusiasmada, Marina Ibarguren, pero Solange la detuvo sin perder la calma.

“No, no –acompañó su negativa con leves movimientos laterales de cabeza -, dije que me vienen ganas pero no quiere decir que lo vaya a hacer… Mirá esa carita… qué hermosura… casi, casi sería como destrozar un pimpollo… “- pude ver cómo el terror retrocedía un poco en Aldana, quien recuperaba la calma poco a poco.  Yo también lo hice; era increíble cómo lograban que sus brutales amenazas nos hicieran conformar con nuestra situación y resignarnos a ella casi con agradecimiento.  Marina Ibarguren, en tanto, resopló fastidiada y decepcionada.

“¿Y cuál es, entonces, ese plan del cual me hablaste?” – intervino Virginia, intrigada.

Solange volvió a sonreír con la misma calma que venía exhibiendo desde hacía rato.  Soltó la correa por un momento pero sólo para engancharla en el apoyabrazos de la reposera.  Luego se quitó la parte de abajo del bikini ante la sorpresa generalizada, exhibiendo algo más un cuerpo que, casi llegando a los cincuenta, se mantenía en envidiables condiciones.  No se podía entender tanta envidia en alguien que fuera dueña de un cuerpo tan deseable y generador de fantasías.

“Así – explicó, mirando a Aldana -, en esa postura y con esa carita tan preciosa que tenés, me vas a dar una chupada de concha bestial…”

Las demás festejaron eufóricas y Aldana las miró por un momento.  Estaba visiblemente turbada y era lógico porque jamás había hecho algo así con una mujer (de hecho jamás sexo oral con nadie, hombre o mujer) pero por otra parte y de la forma en que las cosas se venían dando y podrían haberse dado,  terminaba por ser una bendición tener que lamer el sexo de una mujer antes que verse sometida a la tortura horrenda de que su rostro fuera tajeado con una trincheta.   Solange cerró los ojos, volvió a tomar la correa en sus manos y, ubicando el extremo algo más arriba que sus pechos, atrajo a Aldana hacia ella.  Mi mujer enterró su rostro en la vagina de la señora Mazri  y comenzó a pasarle la lengua.  Sosteniendo aún la correa por una mano, Solange utilizó la que le quedaba libre para acariciar la cabeza de mi esposa… Y así, se entregó al goce completo…  Levantaba sus piernas y, cada tanto, cruzaba una de ambas por sobre la nuca de Aldana o bien la apoyaba en alguno de sus hombros.  O bien simplemente la estiraba, en un gesto que mostraba a las claras el placer intenso que estaba viviendo.

“Aaaayyyy…. Assssssí…. Asssí, putita, assssí – decía, entre gemidos y entregada totalmente al momento -.  Chupamela bien… Mmmmmmm…. Asssssí…”

Su voz sonaba tan potente que debía estarse escuchando en todo el barrio y, en relación con eso, no pude evitar levantar la mirada hacia el balcón de los Mazri.  ¿Qué estaría haciendo aquel energúmeno idiota que aún seguí a allí? ¿Cómo se estaría tomando el asunto? ¿Sería tan pajero de estar masturbándose mientras miraba como a su propia madre le practicaban sexo oral?

Cuando, finalmente, la señora Mazri prorrumpió en una serie  de ululantes gritos de placer, las demás vitorearon y aplaudieron a más no poder.  Luego Solange quedó con el rostro hacia un lado, abatida y extenuada sobre la reposera  mientras su respiración iba, poco a poco, recuperando el ritmo normal.  Volvió a acariciar la cabecita de Aldana y la apartó:

“Lo hiciste muy bien, linda – dictaminó -.  Siempre supe que tendrías esa habilidad, no sé por qué…”

Aldana no debía poder creer lo que estaba ocurriendo.  Si consideramos que todo había comenzado a las dos de la mañana, en un mismo sábado había pasado por cuatro experiencias totalmente nuevas desde el punto de vista sexual: había sido tomada por la cola, había sido cogida (y varias veces) con un dildo, había tenido sexo oral con un hombre y ahora también con una mujer.

Alrededor todo era alegría.  La bebida no dejaba de correr ni tampoco algunos saladitos que Virginia me había hecho traer para armar un pequeño copetín.  Las fotos también iban y venían  todo el tiempo, ya que muchas de ellas habían traído cámaras, así que se dedicaron a fotografiar todas las humillaciones a que habíamos sido y éramos sometidos tanto Aldana como yo.  Varias se hicieron lamer los pies por Aldana y disfrutaron especialmente de verla así de sumisa y humillada.  Yo también tuve que lamer pies en más de una oportunidad.

“Virginia, ¿vamos a hacer al final lo de la trincheta?” – preguntaba Marina Ibarguren luciendo un entusiasmo adolescente.  Cada vez que preguntaba eso, tanto Aldana como yo parábamos las orejas porque de la respuesta de Virginia dependería todo.  En un par de oportunidades la arpía sólo rió o desvió el tema pero cuando Marina se puso más insistente, le brindó una especie de sermón que, de algún modo, me tranquilizó.  A qué punto habría llegado a nuestra situación para que las palabras de aquel monstruo en forma de mujer pudieran tranquilizarme.

“Marinita, marinita – arrancó su diatriba Virginia, con tono paciente -, si yo te prestara un vestido te lo estaría prestando para que lo uses, no para que me lo devuelvas todo roto y tajeado, ¿verdad?  Pues aquí es lo mismo… la perrita rubia es mi propiedad y yo te la presto… tanto a vos como a las demás chicas… Pueden usarla y divertirse con ella, pero no corresponde destruir mi propiedad privada… ¿o sí?”

En parte el discurso de Virginia acerca de los derechos de propiedad me aliviaba pero a la vez no dejaba de producirme hielo en la sangre la frialdad con que hablaba de mi esposa como si fuera un objeto.  No sé si Marina quedó conforme con la explicación; a juzgar por su rostro me pareció que no, pero aceptó, de todas formas, el veredicto que acababa de dar su amiga.

Siguieron divirtiéndose y, en ocasiones, intercambiando anécdotas, muchas del colegio secundario ya que varias de las que estaban ahí habían sido compañeras de Aldana y de Virginia.  Se hizo inevitable que la conversación cayera una y otra vez sobre tal o cual chico que a alguna le gustaba pero cuya atención resultaba imposible de llamar porque siempre, invariablemente, ese chico estaba embobado con Aldana.  Los celos, la envidia y los resquemores afloraron de labios de unas y otras, alimentados ahora con el placer que producía la venganza, la sensación de estarse cobrando todas y cada una de aquellas cosas en las cuales Aldana no había sido de ningún modo actor consciente.  Ellas mismas, de algún modo, lo decían implícitamente al remarcar que a la larga terminaba calentando pitos pero que nunca pasaba nada… El mote de “pendeja histérica” sonó varias veces en referencia a mi mujer.

“Hubo uno con el que sí pasó algo” – lanzó Mariana.

“Sí… - el rostro de Virginia adquirió una expresión evocadora - ¿Cómo se llamaba? ¿Javier, no?”

“Sí, sí… Javier… - intervino Mica -.  Fue el novio que le sacó a Julieta, ¿se acuerdan?”

“¿Cómo era el apellido de Julieta? No lo puedo recordar… “- preguntó Virginia mientras se acariciaba el mentón y miraba hacia abajo en actitud típica de quien trata de hacer memoria.

“Custer” – acotó Cecilia.

“¡Custer!  Eso es… - concordó Virginia - ¡Julieta Custer! ¡Sí, señor!  ¡Cómo odiaba esa mujer a Aldana!  Vivía compitiendo con ella en las notas y no había caso… la abanderada siempre era Aldana… Hasta vinieron los padres al colegio a quejarse de que había preferencias por Aldi, pero cuando realmente esa chica Custer se prendió fuego fue cuando esta perrita le sacó a ese chico Javier….”

Cómo les gustaba distorsionar y difamar.  Yo sabía bien cómo había sido esa historia porque mi esposa me la había contado varias veces.  Aldana no le sacó absolutamente nada.  Comenzó a noviar con ese chico sin saber que esa tal Julieta estaba enamorada de él y, de hecho, no había ninguna relación de noviazgo previa.  Ella no destruyó ninguna pareja formada.

“¿Qué fue de esa chica?” – preguntó Virginia.

“No sé… - respondió Cecilia -.  Sus padres la cambiaron a otro colegio para que pudiera ser abanderada sin competencia alguna.  Luego supe que se fueron a vivir no sé adónde, pero creo que está otra vez por la zona porque hace algún tiempo la vi por ahí…”

A medida que hablaban, la conversación fue derivando hacia otros temas, pero siempre conectados a Aldana y a mí.  Grande fue el estupor y la risa generalizada cuando Virginia comentó que comíamos en platos de perro.  Hubo algunas expresiones de incredulidad, razón por la cual la malévola mujer me mandó a mí a buscar los comederos y la bolsa de alimento.  Una vez que hube regresado con ellos, apoyó ambos platos de plástico en el borde de la piscina y los llenó con comida para perros.  No había leche para mojarlos así que nos obligó a comer en seco.  Y, para nuestra vergüenza absoluta, mi esposa y yo debimos meter prácticamente las narices dentro de la comida y comenzar a masticar y tragar.  Las risas y burlas terminaron en carcajadas.

No parecieron quedar conformes una vez que vaciamos el contenido sino que después nos hicieron ubicar sobre nuestras rodillas y con las manos a la espalda pero además con nuestras bocas abiertas para así comenzar a jugar una especie de variante del juego del “sapo”: las damas se entretenían en lanzar trocitos de alimento canino desde una cierta distancia y tratando de embocarlos en nuestras bocas.  Cada vez que alguna hacía blanco, festejaba alborozada pero demás está decir que la mayoría de los trocitos no conseguían introducirse sino que nos golpeaban en la frente, la nariz, las mejillas o los ojos.

“Aquel de allá arriba es tu hijo, Solange, ¿no?” – preguntó de pronto Virginia, desviando la cuestión por un momento.

Mientras seguían entreteniéndose en hacer blanco en mi boca, pude ver cómo la señora Mazri se volvía y miraba hacia lo alto por encima del tapial.

“Sí – dijo -.  Cada día más boludo.  Diecisiete años y todavía no la puso.  Vive a pura paja”

Aquello que acababa de decir la señora Mazri bien podría haberlo dicho yo, pero no dejaba de sonar extraño de labios de una madre.

“Jaja… veo – señaló Virginia, jocosa -, siempre que vine aquí lo vi espiando a Aldana desde allá arriba”

“Ufff, sí – se quejó Solange -.   Como si no tuviéramos suficiente con que nuestros esposos anden calientes con la putita ésta, resulta que nuestros hijos también”

“¿Y por qué no le decís que venga?” – preguntó Mica.

La odié.  No te das una idea, amigo lector, de cuánto odié a esa mujer.  Tenía la esperanza, así y todo, de que la señora Mazri descartara la idea, al igual que lo había hecho antes con la perversa sugerencia de Marina Ibarguren.   De hecho y, de entre todas las presentes era, hasta el momento la que menos antipática me caía; cierto era que lo de la trincheta fue mencionado por ella antes que por nadie (incluso antes que Marina, que fue quien más se enganchó con la propuesta), pero también lo era que luego descartó la idea de plano y que, en todo caso, el haber sometido a Aldana a practicarle sexo oral era, dentro de todo, una forma de humillación bastante “liviana” si se comparaba con algunas que habían sido puestas en práctica por otras.  Pero me equivoqué en mi presunción: Solange sonrió y revoleó un poco los ojos.

“Hmmm… por qué no? – concedió, como si se preguntase a sí misma -.  Así la tiene más cerca y en una de esas puede sacarse de encima toda esa leche que vive acumulando… En una de ésas, quien te dice, el pelotudo se aviva de una vez por todas”

Yo pensaba que ya no podría recibir una estocada peor, pero te juro, amigo lector, que aquello lo fue.  En ese momento hubiera preferido ser sometido nuevamente al tormento del dildo a pilas antes de siquiera imaginar a aquel idiota en mi casa y, de acuerdo a lo que creía entender, tal vez… cogiendo a mi mujer.  Me puse de todos colores…  No salía de mi asombro ni de mi odio, tanto que me distraje por un momento del juego con el cual se divertían a mi costa y cerré la boca: uno de los trocitos golpeó sobre mis labios y fue a parar al suelo.

“¿Qué hacés estúpido?  ¡Abrí la boca! – vociferó alguien - ¡Ésa fue buena eh! ¡Vale! ¡Es punto para mí!”

“Jaja… - rió alguna otra, mientras yo no podía despegar la vista de Virginia y Solange – Matate… jaja… es mala… ¡Iba afuera!”

Discutieron un rato y luego retomaron la competencia pero yo, honestamente, ya tenía los sentidos puestos en otra cosa.  No podía creer la escena que estaba viendo.  La señora Mazri había extraído su celular de su propio bolso y estaba llamando al imbécil de su hijo… Pude distinguir, a pesar de la distancia, cómo respondía el llamado en el balcón.  Un instante después Virginia se acercó hasta donde yo estaba.

“Terminado el juego – anunció a las muchachas que hacían tiro al blanco con nosotros, algunas de las cuales protestaron como si fueran niñas a las que se les quitaba un juguete -.  Aldana, vení con nosotras; vos, Rodolfita, andá a abrirle la puerta a tu vecino…”

CONTINUARÁ