Apuesta Perdida (10)

Ávidas de sensaciones perversas, la gran mayoría de aquellas mujeres a las que no hasta hace mucho tiempo Aldana tenía por amigas o vecinas, ahora se arracimaban en torno a ella para gozar de su martirio. Parecía que casi ninguna quería perderse el espectáculo de verla sometida y humillada.

“Buenas tardes a todas – saludó Virginia jovial, pero sin perder su talante orgulloso. Gracias por venir”

Las damas que se agrupaban junto a la piscina parecían no dar crédito a sus ojos: algunas mostraban estupor, otras sorpresa, otras parecían maravilladas por lo que estaban presenciando.  Una especie de exclamación a coro surgió al momento de ver a Aldana marchando a la zaga de Virginia.  Pude sentir en mí la vergüenza indecible que mi mujer debía estar viviendo al ser presentada de aquella forma.  Tenía puesto su uniforme de mucama y caminaba sobre tacos, con el agregado de que lucía un collar de perra sobre su cuello.  En sus manos llevaba un bolso, seguramente de Virginia.  Bajaba la cabeza lo más posible pero alcancé a notar que en un momento su maléfica dueña se dio cuenta de ello y tiró de la correa para obligarla a levantar el rostro nuevamente.  Allí también debía residir la causa de que Virginia hubiera decidido presentar a mi esposa caminando erguida y no a cuatro patas.  Quería mostrar en toda la dimensión posible la presa cautiva que lucía y, en efecto, a juzgar por las reacciones de las invitadas, logró el efecto deseado.

“Pero… ¿ésa es Aldana?” – preguntó alguien.

“¿Qué es esto? ¿Qué está pasando aquí?” – le siguió otra.

“¿Qué le han hecho a Aldana?” – intervino una tercera.

Virginia mantuvo todo el tiempo en su rostro esa sonrisa pedante y soberbia.

“Les informo, mis queridas señoras y señoritas que Aldana ha pasado a ser mi esclava” – anunció.

La frase de la siniestra mujer sólo causó más confusión y el silencio se apoderó del grupo.  Había unas veinticinco mujeres allí y de pronto ninguna emitía palabra.  Fue Melina, una muchachita algo rechoncha y pecosa quien finalmente lo hizo:

“Ja, es una broma… Esto era lo que querías, Virginia, ¿no? Jaja… Realmente la hiciste bien, Virgi… Por un momento llegué a dudar después de ver a Rodolfo vestido así y a Aldana llevada por una correa como si fuera una perra.  Jaja – no paraba de reír, a la vez que aplaudía -, impecable actuación, chicos… Nos han hecho caer…

Virginia la miró y, ayudándose con la mano, levantó ligeramente sus lentes de sol; creo que el objetivo buscado con ello era que Melina advirtiera que, si bien había diversión, no había destello alguno de broma en sus ojos.

“Rodolfo y Aldana ahora son esclavos nuestros- explicó fríamente -.  En realidad Rodolfo lo es de mi marido y Aldana me pertenece a mí… Pero como siempre hemos con Edu compartido absolutamente todo, bien podemos decir que ambos son nuestra propiedad”

La jocosidad de Melina cesó súbitamente y su rostro se ensombreció.  Conocía bastante bien a Virginia y sabía cuándo hablaba en broma y cuándo no; en ese momento no lo hacía.  Así que optó por mantenerse en silencio; el resto también lo hizo, como dejando bien claro que aguardaban a que Virginia ahondase más en su explicación.  La malvada mujer caminó con sensual indiferencia por entre el grupo llevando por la correa a Aldana.  Tomó de manos de su esclava el bolso y luego se ubicó en una silla reposera que había quedado momentáneamente libre al ponerse de pie casi todas; con un gesto de su mano izquierda conminó a Aldana a arrodillarse frente a ella.  Las exclamaciones de asombro seguían sucediéndose; haciendo una recorrida visual por los rostros de todas, yo podía ver en la mayoría de ellas ojos enormes por la sorpresa, mandíbulas caídas y, de tanto, en tanto, interrogativas miradas recíprocas.

“El juego es malo, chicas, váyanlo entendiendo – comenzó Virginia, en tono de diatriba, mientras seguía sosteniendo por la correa a mi esposa, quien miraba hacia el suelo -.  Se comienza apostando poco y luego cada vez más y más y más…  Aquí tienen un ejemplo – hizo con su mano un gesto abarcador que nos incluía a Aldana y a mí -.  Hambre de ganar, ganar, ganar… ¿y en qué termina?  En lo que ven aquí…  Un matrimonio que era casi la envidia de la zona termina convertido en una pareja de esclavos sin voluntad alguna”

¿Por qué tenía que contar la historia así?  Si bien era cierto lo de la apuesta, su modo de exponerla y tergiversar la cuestión nos hacía quedar aun peor frente a la tupida concurrencia de damas.  De hecho, algunas que ya comenzaban a paladear nuestra situación, soltaron algunas risas.

“¿Es verdad eso?” – preguntó la blonda Érika, cuyo ceño fruncido denotaba que no terminaba de creer del todo en la explicación de Virginia.

“¿Es verdad, perrita? – redireccionó la pregunta la arpía, dirigiéndose hacia mi esposa.

“Es verdad, Señora” – contestó ella sumisamente y sin levantar la vista en ningún momento.

Un “oooooh” sonó casi al unísono, levantándose de entre todas las presentes.

“Entonces respondele a Érika como se debe, putita” – le ordenó Virginia, siempre manteniendo la voz serena, creo yo que a los efectos de transmitir ante el grupo imagen de liderazgo y de control absoluto.

“Sí, Señora Érika” – dijo dócilmente mi mujer, manteniendo la misma postura que antes.  El “ooooh” general volvió a hacerse oír.

Le vi el rostro a Érika.  No salía de su sorpresa pero, a la vez, llegué a detectar una sonrisa casi involuntaria dibujándose en sus labios.

Por su parte Virginia, feliz en su papel de centro absoluto de las miradas y de la atención, estiró su pierna e hizo llegar su sandalia hasta ponerla a escasos centímetros de los labios de Aldana, quien levantó un poco esta vez la vista.  Su Ama le señaló el pie con el dedo índice mientras su rostro dibujaba una mueca burlona y maléfica.  Mi mujer, entendiendo enseguida, sacó su roja lengua por entre los labios y comenzó a lamer el calzado de su dueña.  Las exclamaciones de asombro volvieron a subir a coro, mezclándose con risas y hasta con algunos aplausos.

“¡No puedo creer esto! – dijo alguien - ¡La convertiste en una auténtica perra obediente!”

“Así es – convino Virginia -.  Eso es lo que es ahora y lo que va a ser de aquí en más”

Otra vez la sentencia terminante y amenazante de Virginia cayéndome como un cuchillo sobre mi nuca.  Aldana siguió recorriendo la sandalia con denigrante devoción y Virginia, a quien se veía más feliz que nunca, apoyó en un momento la suela contra el rostro, tras lo cual las lengüetadas de mi esposa comenzaron a deslizarse por la misma.

“¡Qué asco!” – exclamó alguien.

“No puede ser tan inmunda” – agregó otra.

“¿Se acuerdan de aquella chica petulante del colegio a la que todo le salía bien? – preguntó, sin un destinatario especial, alguien más -. Mírenla ahora… en qué se ha convertido”

Virginia echó hacia atrás su pie, alejándolo de la boca de mi esposa; tironeó un poco de la correa haciendo que Aldana levantara un poco la vista hacia ella.  El Ama hizo con su mano libre un ademán que yo, personalmente, no entendí: ubicó la palma hacia abajo y movió muy rápidamente su mano en forma horizontal, como si la deslizara sobre una superficie imaginaria.  Aldana, sin embargo, pareció comprender a la perfección: yo no podía entender en qué momento aquella siniestra mujer le había brindado tal entrenamiento.  Lo cierto fue que mi mujer se ubicó de perfil a su dueña, apoyándose en el suelo sobre codos y rodillas; inclinó la cabeza hacia abajo, con lo cual sus cabellos formaron una cascada dorada.  Virginia levantó ambas piernas y las ubicó sobre la espalda de mi ella,  utilizándola de ese modo como un simple apoyo o como mesa ratona.  Hecho esto, me ordenó que le trajera un jugo exprimido de naranja.

“Sí, Señora” – respondí, echando a andar en cuatro patas hacia la casa.  Mi cola quedó al descubierto y todas vieron mi bombacha rosa.  El coro de risas fue tan hiriente que me cuesta describir con palabras las sensaciones que me generó.  Entré en la casa, me dirigí al comedor y preparé prestamente el jugo que Virginia me había pedido.  Desde el patio me llegaban las risas femeninas de quienes seguramente se seguían divirtiendo a costa de la pobre Aldana.  Virginia, sin duda, estaría complacida en generar admiración entre sus amigas explicando con lujo de detalles el servil vínculo que unía a mi esposa a ella.  Regresé hacia la zona de la piscina portando la bandeja con el vaso de jugo y desplazándome esta vez en forma erguida, tal como nuestros dueños lo imponían cuando había que llevar elementos de esas características.  Al elevar un poco la vista, pude ver al estúpido chico Mazri y compañía, complacidos en ver una escena en la que, por cierto, también estaba incluida su propia madre. Me arrodillé a un costado del lugar que ocupaba Virginia y ella tomó de la bandeja el vaso.  Permanecí con la vista baja y sosteniendo la bandeja aún en forma horizontal para el caso de que mi dueña volviera a requerirla.  No fue así, sin embargo:  Virginia dio un trago al jugo y, luego, retirando los pies de encima de mi esposa, le apoyó el vaso entre los omóplatos, en un delicadísimo y precario equilibro.  Pude verlo porque atisbé ligeramente por debajo de mis cejas.

“Que no se te vaya a caer porque te azoto el culo” – amenazó, mientras las espectadoras de la escena seguían sin poder salir de su asombro.

Aldana permaneció tan rígida como le fue posible sosteniendo el vaso en su espalda.  A su alrededor los comentarios y preguntas siguieron arreciando:

“Yo no puedo creer estar viendo a esta cheta de mierda convertida en una perra miserable… - decía alguien -.  Por fin está en donde tiene que estar”

“Absolutamente” – concordó alguien más..

“¡Virgi la puso en su lugar”

“Virgi, ¿te obedece en todo lo que le ordenás? “

“Por supuesto que sí – respondió Virginia mientras volvía a tomar el vaso para beber otro trago y lo apoyaba, luego, una vez más, sobre la espalda de Aldana.  Esta vez, no sé si deliberadamente o no, no tuvo el mismo cuidado que había tenido antes; lo apoyó más bien como al descuido y, a pesar del desesperado esfuerzo de mi esposa por mantener la espalda lo más horizontal posible, el vaso rodó y terminó en el suelo: no se rompió pero el contenido que en él quedaba se desparramó sobre las lajas.  El rostro de Virginia se inyectó en furia, al punto que enseñó los dientes.

“¡Te dije que no se te tenía que caer, perra hija de puta!”

“P… perdón, Señora, lo s… lo siento” – imploraba Aldana entre sollozos, pero su dueña no parecía registrarla ni, mucho menos, reencaminar la decisión que, al parecer, ya había tomado.  Hurgó un momento dentro del bolso que pendía a un costado de su silla reposera y  cuando finalmente volvió a salir su mano del mismo, exhibía una fusta.

Aldana, que no había podido evitar echar un vistazo, tembló de terror y yo también lo hice.  ¿Cuántas cosas habían comprado aquellos degenerados con nuestro propio dinero en apenas hora y media o dos?

“Qué perdón ni perdón – vociferaba Virginia, ensañadísima -.  Hay una sola forma de que aprendas cómo tenés que comportarte, hija de puta”

Y así, manteniendo a Aldana en la misma posición en que ya estaba, la tomó de los cabellos empujando hacia abajo su cabeza una vez más y  comenzó a hacer restallar la fusta en sus perfectas.  No necesitó levantarle o quitarle el vestido, ya que éste, por lo corto que era  y por la posición en que Virginia tenía a Aldana, prácticamente se levantaba solo.  La fusta cayó nueve veces más sobre las nalgas de mi mujer, dejándolas cruzadas por líneas rojas que le dolían tanto como a mí.  Los gritos de dolor de Aldana sólo contribuyeron a aumentar la adrenalina del espectáculo del que, inesperadamente, aquellas mujeres se habían convertido en espectadoras privilegiadas.  Eché un vistazo en derredor y no llegué a ver una sola que desviara la vista o que mostrara expresión de angustia.  Yo diría más bien que a algunas las veía luchar por mantener sus ojos dentro de las órbitas; a otras parecía caérseles el labio inferior o bien se lo mordían y hasta llegué a ver a alguna que pasándose la lengua por los labios.  Varias sonreían.  No sé si fue mi imaginación pero me pareció ver que Solange, la señora Mazri, se tocaba…

“Vas a aprender a comportarte, perra puta” – decía Virginia mientras dejaba caer los últimos golpes sobre la cola de mi esposa.

“S… sí… S…Señora” – respondía dócilmente Aldana, con la voz entrecortada por el dolor.

Creo que Virginia estuvo a punto de enviarme a buscar otro jugo pero se detuvo.

“Y si cualquiera de nosotras le exige algo, ¿obedece? – la pregunta fue formulada por Marina Ibarguren, una muchacha casada de unos veintiséis años de edad que, si bien estaba lejos de poder ser considerada una fea mujer, lo cierto era que siempre se había sentido en desventaja ante Aldana desde que mi esposa llegara al barrio.  Sólo tenía resentimiento hacia ella y, de hecho, la relación entre ambas se había vuelto fría y distante.  No era el caso de Virginia, quien siempre siguió teniendo una comunicación fluida y amigable con ella.

“Es esclava mía – explicó Virginia, sonriente -, pero bueno, como les dije, la compartimos con Eduardo por lo cual también responde a él… Pero, ¡chicas!  Ustedes hoy son mis invitadas y quiero que la pasen bien – abrió los brazos -.  No voy a ser tan egoísta de no compartir a la perrita con ustedes.   Ella ya sabe que cualquier orden que ustedes hoy y aquí le den tiene que tomarla como si se fuera impartida por mí”

“¿Y podemos hacer con ella lo que queramos?” – preguntó Marina.

Virginia hizo chasquear sus dedos cerca del oído de Aldana; al tiempo que soltaba la correa.  Mi esposa, a cuatro patas, se dirigió al borde de la piscina sobre la que se hallaba sentada Marina Ibarguren.  Traté de ponerme en su lugar y seguramente debía ser imposible de poner en palabras lo que estaría pasando por su cabeza.  Odiaba a esa mujer y bien sabía que Marina la odiaba a ella, más allá de que en la calle, muchas veces, se intercambiaran saludos cordiales, más por protocolo que por otra cosa.  Para Aldana era terrible tener que ponerse de rodillas frente a ella.

“Ofrecele tu correa y contestale la pregunta” – demandó Virginia.

Aldana, con el rostro envuelto en el peor estupor, tomó con sus manos la correa y la tendió a Marina quien, momentáneamente, se apoderó de ella dando un tirón.

“Sí, Señora – dijo Aldana como si recitara una oración -.  Puede usted hacer conmigo lo que quiera”

La excitación convertida en sonrisa se apoderó del rostro de Marina, quien seguramente seguía sin poder dar crédito a lo que veía y oía.  Volvió a tirar de la correa un par de veces haciéndolo cada vez con más fuerza; la última, incluso, casi hizo perder e l equilibrio a mi mujer.

“Ya viste… - comentó Virginia poniendo las palmas de las manos hacia arriba -.  Lo que quieras…  ¿Qué te gustaría hacer con ella, Marina?”

La aludida no contestó.  Seguía mirando a Aldana con una sonrisa extraviada que tenía algo de adolescente.  Revoleó los ojos un poco y se mordió el labio inferior.  A continuación estrelló una fuerte bofetada contra la cara de Aldana, quien aulló de dolor.

“Siempre quise tenerte a esta distancia y así como estás ahora – decía Marina, cuya expresión parecía denotar que estaba algo fuera de sí.

Un nuevo golpe cayó sobre la cara de Aldana, esta vez con el revés de la mano.  Y luego un tercero, nuevamente con la palma.  Yo quería morir al ver cómo la cabeza de mi esposa se bamboleaba de un lado a otro como un objeto inerte ante cada cachetazo que aquella resentida miserable le propinaba en la cara.  El placer que la embargaba de la cabeza a los pies podía reconocerse fácilmente en la expresión de Marina.

Aldana, tras haber recibido tres golpes seguidos, la miraba con espanto; seguramente, temía, como yo, una nueva bofetada, pero Marina Ibarguren pareció calmarse un poco una vez saciada su sed de cobrarse resentimientos del pasado por cosas que sólo estaban en su cabeza.  En realidad dejó de golpearla pero pronto pude entender que eso no significa que estuviera conforme.  Aproximó su rostro al de Aldana hasta tenerlo a pocos centímetros.  Mi esposa se echó instintivamente un poco hacia atrás, pero la vecinita rencorosa la atrajo hacia sí nuevamente a la vez que la tomaba por las mejillas, estrujándoselas.  Cualquiera hubiera pensado que estaba a punto de besarla, pero no: estrelló violentamente un escupitajo contra el rostro de Aldana cuyos ojos, nariz y parte de las mejillas quedaron cubiertos por la saliva.

Marina, sin soltar la correa, apoyó ambas manos al borde de la piscina y echó su cuerpo hacia atrás como si lo estirara.  El gesto era de obvia satisfacción:

“¡Qué placer! ¿Qué placer!!!  - vociferaba - ¡Qué lindooooo!!!!”

La mayoría de las demás, superada la sorpresa inicial, rieron.  Sólo un par se mostraban algo superadas por la situación y como con ganas de no estar allí.  Virginia, por su parte, batió palmas:

“Bueno, chicas – gritó -. Tengamos una hermosa tarde, jaja… Traé algunas botellas de champagne, Rodolfita”

Una vez más tuve que encaminarme hacia la casa a buscar lo que se me solicitaba.  Regresé con cuatro botellas y al contemplar la escena que se libraba junto a la pileta, me pareció estar viendo la imagen de un aquelarre sacado de Macbeth pero a plena luz del día.  Ávidas de sensaciones perversas, la gran mayoría de aquellas mujeres a las que no hasta hace mucho tiempo Aldana tenía por amigas o vecinas, ahora se arracimaban en torno a ella para gozar de su martirio.  Parecía que casi ninguna quería perderse el espectáculo de verla sometida y humillada.

Tuve que hacer otro viaje más para traer las copas y así pronto empezó a correr el champagne otorgando a la reunión el definitivo carácter festivo que Virginia había querido darle.  A propósito de esa maldita arpía, en un momento volvió a meter mano en el bolso que, ya para esa altura, empezaba a cumplir el papel de siniestra bolsa mágica.  Así como antes extrajera de su interior la fusta, esta vez hizo lo propio con dos objetos que, en un principio, no llegué a distinguir bien pero que luego, para mi estupor, fui precisando mejor: el primero de ellos era un dildo, un enorme consolador que imitaba un miembro viril y cuyo funcionamiento Virginia se complacía en tomarse el tiempo de explicar a las demás como si fuese una profesora.  Así, se fueron enterando (y yo también) de que funcionaba a pilas y de que tenía control remoto y nueve velocidades de vibración diferentes: toda una joyita de ingeniería para la perversa mente de quien actuaba como maestra de ceremonias.  Parecía como si Virginia lo estuviera promocionando y vendiendo.   En cuanto al segundo objeto que había sacado del bolso, me dio la sensación inicial, cuando lo enseñó a la concurrencia, de ser un símil del anterior: pero no.  Si bien una vez más presentaba una gran protuberancia en forma de pene, esta vez no se trataba de un dispositivo electrónico ni nada semejante sino que era enteramente manual y, por decirlo de alguna manera, proporcionaba placer sexual a través de la simple presión; pero además de ello, estaba encastrado en un arnés y ahí terminé de entender.  En fin, Virginia entretenía a la concurrencia con sus “simpáticos” juguetes y explicaba, con lujo de detalles, la forma en que se les podría sacar provecho.

“Empecemos a usarlos” – lanzó Mica.

“Me parece una excelente idea – concedió Virginia, mirándome a mí -.  Acercate, esclavo”

Pálido por el miedo, caminé hacia ella como un perrito que supiera que estaba por recibir un castigo de parte de su amo.  De haber tenido yo un aspecto realmente canino, la imagen que más hubiera encajado era con el rabo entre las piernas y las orejas gachas.  Cuando llegué ante ella, Virginia me dio la orden de detenerme:

“Ahí está – dijo. – Perfecto.  Quedate así, en cuatro patitas”

Cumpliendo con lo que se me demandaba permanecí allí, sabiendo que mis nalgas y mi bombacha rosa quedaban expuestas ante la posición en que me encontraba.

“Bajale la bombachita, Mica, por favor” – le pidió Virginia a su amiga.

Y entonces esa misma amiga de Aldana a la que momentos antes abriera la puerta, se acercó por detrás de mí y deslizó mis bragas hacia abajo, dejando ahora completamente expuesta mi región anal ante las risas y bromas de casi todas.

“Hay que abrirle bien el culo – dispuso Virginia -.  No es que vaya a ser tan difícil porque anoche tuvo dos veces ahí adentro la espléndida verga de Edu… más algunas otras cositas, jeje…”

Por supuesto que no había ninguna necesidad de comentar eso ante todas aquellas mujeres.   O sí la había: hacerme sentir una mierda.  Mica separó mis nalgas con las manos y luego con los pulgares abrió el orificio anal; escupió adentro y luego se encargó de pasar el dedo.  Como lubricante era bastante precario y poco podía salvarme de la violenta entrada de aquel enorme objeto que Virginia tenía en las manos.

“Bueno… ¿quién se lo mete?” – preguntó, levantando el dildo y convocando a la fiesta.

“Yo” – dijo alguien, cuya voz reconocí como la de Mariana, una de las tres primeras que habían llegado a la casa durante la tarde.

Y a continuación volví a sufrir la ignominia en mi zona trasera, algo a lo cual desgraciadamente empezaba a  acostumbrarme.  Sin demasiados miramientos y, al parecer, sin demasiado conocimiento del dolor que podía provocar un implemento de semejante tamaño al ser introducido por el recto de alguien, Mariana fue empujando con fuerza el consolador hacia adentro.  No se apiadó para nada de mis gritos de dolor y supongo que Virginia se sentiría complacida de lo bien que ejecutaba las lecciones su discípula y amiga.

“Relajate, Rodolfito – me decía Mica mientras sostenía abierta mi cola para que Mariana hiciera su trabajo -. O va a ser peor”

No llegué a dilucidar si las palabras de Mica eran un vano intento por tranquilizarme de verdad o, por el contrario, un apunte más a la generalizada burla y humillación desatada ferozmente en mi contra; tampoco era que tuviera tanto tiempo de pensar en el tono de sus palabras cuando la realidad era que aquel artilugio, haciéndome doler horrores, estaba ingresando por mi ano y seguía hacia adentro, bien profundo…

“Ya está” – dijo finalmente Mariana una vez que el consolador quedó allí, inamovible y casi clavado como si fuera una estaca.

“¿Quién tiene el control remoto?” – preguntó Mica, mientras soltaba mis nalgas para que mi ano se comprimiera en torno al objeto penetrante que lo invadía.

“Yo lo tengo” – anunció alguien por detrás de mí y reconocí la voz chillona de Tamara Neri.

“Bien – convino la pérfida Virginia -.  Tiempo de ponerlo en marcha”

Fue entonces cuando esa cosa comenzó a producirme un cosquilleo en la cola.  Hasta allí era eso: un cosquilleo.  Pero luego cambió fuertemente la intensidad y me di cuenta que quien tenía el control remoto estaba probando las distintas velocidades.  Lancé un entrecortado gemido, que fue festejado por la platea femenina, a la vez que casi perdí el equilibrio porque mis brazos se vencieron y estuve a punto de caer de bruces.  Era como si me estuvieran cogiendo otra vez, pero con el condimento de una especie de electricidad que recorría mi ya varias veces profanada intimidad.  Lo que yo no sabía era que todavía estábamos en las velocidades bajas.

“Dale un punto más” – instigó Virginia.  Y ahora sí, amigos lectores, sentí directamente como si una fuerza me estuviera desgarrando desde adentro, como subiendo desde mi ano hasta mi boca, realizando el camino inverso del proceso digestivo.  Pero siguieron probando velocidades y yo ya no tenía voz: lo que me salía era un quejido lastimero y doliente mientras las lágrimas caían en ríos por mis mejillas sin que nadie se percatara de ello o, si lo hacían, no les importaba.  No podía contener mi respiración ni mis gemidos; ya no logré permanecer en cuatro patas sino que caí al piso.  No fui reprendido por ello; supongo que estaría en los planes de Virginia que eso pasara.  La vibración del dildo me estaba enloqueciendo literalmente: he escuchado hablar de muchos métodos de tortura pero no creo que exista algo semejante.   Lo peor de todo era que el dolor extremo se combinaba con una excitación incontrolable que hacía que mi pito estuviera parado.  En un momento la corriente se detuvo y quedé exhausto y extenuado de bruces sobre las lajas.  Iluso de mí, creí que habían terminado; a los pocos segundos la tortura anal se reiniciaba y lo hacía de la peor forma, ya que en lugar de arrancar gradual y progresivamente para ir subiendo, lo hicieron a partir de la velocidad máxima.  Me retorcí en espasmos de dolor y di varias vueltas en el piso; mi pene seguía terriblemente erecto y me di cuenta que estaba muy cerca de un orgasmo.

“No dejen que acabe – ordenó Virginia a viva voz -.  No lo tiene permitido.  Aprisionen  bien esa imitación de pitulín para que su semen inútil no escape”

Presta a cumplir con lo que Virginia pedía, una de las chicas pareció atar mi pene y estrujarlo justo por debajo del glande.  Luego descubriría que lo había hecho con una pulserita de tela, a la que había dado dos vueltas y anudado.  Entre mi culo que era violado salvajemente y mi miembro, aprisionado, inyectado en color rojo e imposibilitado de acabar, me sentí presa de los peores monstruos que uno pudiera imaginar… Y lo peor era que esos monstruos tan abominables y abyectos eran las amigas de Aldana, algunas de las cuales hasta ese día habían sido también mis amigas…

El consolador se detuvo en su vibración.  Al igual que ocurre con la gota china, quedé sometido a la tortura psicológica de esperar la próxima acometida.  Pero no se produjo.  Las chicas, que no paraban de gritar ni de festejar alborozadamente, parecían empezar a dejarme de lado, lo cual bien podía indicar que pensaban en redireccionar sus ataques hacia otro objetivo..

“¿Quién va a coger a Aldana?” – preguntó, otra vez a viva voz, Virginia.  Caído como estaba en el piso, abrí un ojo en la medida en que pude y, al mirar hacia arriba, la vi, exultante, levantando en sus manos el arnés.

Me sorprendió la cantidad de voces que se alzaron ofreciéndose como candidatas.  Virginia debió intervenir para mediar en la cuestión a los efectos de que no se terminaran agarrando de los pelos entre sí.

“Momento – intervino, en tono autoritario -.  Tenemos tiempo; la tarde es larga y va a haber diversión para todas.  Hmmm… a ver… - estaba recorriendo con la vista a todas las presentes, tratando de establecer posiblemente cuál sería la mejor candidata -. ¡Cecilia! – dijo finalmente.

Escuché el festejo de la aludida y, aunque en ese momento aún no podía verla, adiviné a aquella morocha sensual de labios prominentes, saltando en el lugar ante la alegría de haber sido designada.

En la medida en que fue “pasando” (siempre en términos relativos) el dolor provocado por el dildo en mi cola, fui recuperando mi servil posición a cuatro patas.  No era que estuviera cómodo, por cierto: mi pene estaba aprisionado y mi culo ensartado con aquel objeto que, aunque inmóvil, seguía allí.

Vi a Aldana en cuatro patas al igual que yo, mientras algunas de sus “entrañables” amigas de la época del colegio se dedicaban a sostenerla por las manos, los tobillos y los cabellos.  Tenía su bombacha por las rodillas, o sea que alguien, en algún momento, se la había bajado.  Leila, una regordeta no demasiado favorecida por la naturaleza, se dedicaba gratuitamente a introducirle un dedo en la cola una y otra vez; daba la impresión de que hacía rato que estaba entregada a esa tarea, posiblemente mientras las otras jugaban conmigo.  En tanto, Marina Ibarguren, la resentida, la tomaba por el rostro estrujándole las mejillas y la miraba de frente a pocos centímetros de su cara, mientras hacía gestos claramente burlones frunciendo los labios como si le estuviera lanzando besos.

Cecilia se calzó el arnés por sobre el bikini; debió ser asistida por Virginia ya que, al parecer, no tenía ninguna experiencia con algún implemento similar.  Luego, rodillas en el piso, se ubicó por detrás de Aldana.

“Ténganla bien agarradita – encargó a las demás, en un pedido que, francamente, lucía como inútil ya que difícil era esperar que Aldana se rebelara si la orden de Virginia era, por el contrario, permanecer quieta -.  Aldi… preparate, porque… ¡te voy a coger putita, jijiji!”

CONTINUARÁ