Apuesta Perdida (1)
Dos matrimonios tienen por costumbre reunirse a jugar al chinchón y apostar algo... Esa noche, sin embargo, ni Rodolfo ni Aldana imaginaban cuál iba a ser el duro y humillante precio de la derrota...
Eramos simplemente dos matrimonios amigos como tantos otros. Por lo tanto, nos reuníamos cada tanto en la casa de ellos o bien en la nuestra para ver cenar, para charlar, para ver una película o para lo que fuese. Eso sí, era casi inevitable que esas veladas terminaran con una partida de naipes , por lo común de chinchón.
Mi nombre es Rodolfo y el de mi esposa Aldana; yo tengo treinta y ocho años (treinta y siete al momento de ocurrir lo que estoy a punto de relatarles) y ella treinta y dos: una diferencia de edad que, dentro de todo, no está entre las más infrecuentes. En cuanto al matrimonio amigo del que les hablé, hay que decir que en realidad era ella, Virginia, la que era amiga de mi esposa en sí y, de hecho, lo eran desde hacía años y tenían exactamente la misma edad. Eduardo era su esposo (bueno, debo decir que nunc a se habían casado, sino sólo juntado pero a los efectos era como si lo fuera) y, por principio transitivo, terminó siendo algo así como amigo nuestro. A diferencia de la relación de edades entre Aldana y yo, él era más joven que Virginia, aunque sólo lo fuera por dos años… y además debo reconocer que físicamente era más favorecido que yo: siempre me pareció que Virginia, desde el primer momento en que se presentó con él a casa, en realidad y por esas cuestiones de competencia interna que siempre tienen las mujeres (aun cuando sean amigas íntimas), lo que quería era mostrarle a mi esposa el “bombón” que había enganchado. No es que yo me queje: tengo lo mío, pero lo cierto es que no podía competir con Eduardo y, de hecho, Aldana era y es demasiada mujer para mí. Muchos me decían eso y se sorprendían de que estuviera conmigo: ella es preciosamente rubia y de ojos verdes, pero además con un cuerpo bien torneado y formado que, lejos de haber sufrido mella con el paso de los años, parece haberse vuelto cada vez más estilizado y atractivo. Es más, casi diría que al observar a Virginia y a su “esposo” ocurría lo contrario: ella es una morocha interesante y con buenos atributos físicos, pero no una gran belleza a decir verdad; no extrañaba por lo tanto que gustara exhibir su nueva conquista ante otras, sobre todo ante aquellas que, aun viéndose más favorecidas por la naturaleza (como el caso de Aldana) no exhibían a su lado un compañero acorde a lo que sus atributos parecían indicar que merecían. Pero claro, como bien se sabe, en las cuestiones de amor y pareja no sólo pesan las cualidades físicas sino que es un gran “combo” de elementos mezclados que, por cierto, son muy subjetivos y cambian mucho según la persona.
Lo cierto era que ellos estaban juntos desde hacía un año y medio y, ya desde ocho meses atrás, convivían y, como dije, cada tanto, normalmente alguno de los días del fin de semana, ellos nos visitaban o bien nosotros lo hacíamos con ellos. Ninguna de ambas parejas tenían hijos y eso facilitaba las posibilidades de encontrarse.
El tema que aquí nos ocupa tiene que ver con esas trasnochadas partidas de chinchón de que antes les hablé. Al igual que el poker, el chinchón es un juego que no tiene demasiada gracia cuando no hay nada en juego. Así que invariablemente apostábamos: a veces dinero, pero luego fuimos incorporando algunas prendas, todas bastante “light” y nunca demasiado comprometedoras. Hasta que llegó una noche en la cual, en nuestra propia casa y pasados de bebida, surgió la idea de apostar algo diferente a lo que siempre habíamos apostado, algo que realmente fuera humillante y doloroso para el vencido. La propuesta provino de Virginia pero lo cierto fue que tanto Eduardo como mi esposa la recibieron de buen grado; yo dudé un momento pero di mi consentimiento, quizás por no imaginar hasta dónde podría llegar el precio de una derrota en aquel juego al cual yo no sabía tan perverso como terminaría siendo.
Eduardo pensaba con el mentón apoyado sobre la mano cuál podría ser el precio de la apuesta, pero una vez más, la idea provino de Virginia:
“Hagamos una cosa - dijo - . Por esta vez Aldana y yo quedamos fuera del juego – hizo una pausa que dio lugar a gestos de extrañeza entre el resto de nosotros -. Jueguen entre ustedes dos, los dos hombres… El que gana es propietario del que pierde durante todo el resto de la noche… El que pierde es esclavo.
Fue inevitable que hubiera intercambios de miradas entre el resto. Primer o entre Eduardo y yo; creí descubrir en sus ojos algún destello de malicia pero tal vez fue mi imaginación; posiblemente él en ese momento todavía no comprendiera tampoco demasiado el sentido de la apuesta. Luego busqué los ojos de Aldana, pero sólo me miró por un segundo y casi de reojo; luego dirigió la atención a Virginia que volvió a hablar.
“Pero con una condición – agregó -. Todo lo que el ganador decida hacer con el perdedor debe hacerlo en presencia nuestra”
Un hielo mortal se instaló en mi espalda y, esta vez sí, vi a Eduardo sonreír de oreja a oreja; no me miró directamente ya que miraba a Virginia, pero se podía descubrir claramente que le había encontrado el gustito al asunto.
“¿Qué implica toda la noche?” – preguntó.
“Digamos hasta… - Virginia tomó de arriba de la mesa su celular para ver la hora - ¡Seis de la mañana!”
Eran las dos… Eso implicaba una larga noche. Vacilé y lo empecé a manifestar en palabras.
“Hmmm… no sé, me parece demasiado” – empecé a decir
“Vamos, Rodolfo – me interrumpió Virginia -. Tomalo como una diversión… es un juego, nada más que eso”
“Sí – se sumó Aldana, sorpresivamente al menos para mí -. Vamos Rodi… sumate, no matemos la diversión. Es sólo para eso… cagarse de risa un rato.
Yo seguía dubitativo; mi mirada iba de una mujer a la otra y luego a Eduardo que aguardaba expectante y sin decir demasiado pero viéndose claramente en su gesto que se había subido al barco.
“Está bien” – dije, ante el festejo del resto. Yo no sabía en qué me había metido…
Y los naipes comenzaron a correr sobre la mesa. Las dos mujeres se ubicaron sentadas juntas a un costado como si se aprestaran a presenciar un espectáculo. Virginia lucía alegre y algo chiquilina con la situación; palmoteaba en el aire, gritaba, reía… Aldana no tanto, pero seguía a pesar de todo y lo más que podía, a su amiga en sus estados de ánimo.
La cosa comenzó bien para mí… dos veces corté con menos diez y pareció que todo se iba a definir rápido y fácil, aun a pesar de que Eduardo logró ubicar en mis juegos algunas de las cartas que le habían quedado aisladas. Pero después la cosa empezó a darse vuelta… y parecía no haber forma de revertirlo. Dos veces él cortó con menos diez y una con cuatro… en una de ellas, sobre todo, quedé con muchas cartas sin ubicar y eso me hizo subir la cuenta de manera preocupante. Cuando llegamos a la sexta mano yo sumaba treinta y uno y él quince… es decir yo estaba más cerca de los fatídicos cincuenta que podían marcar mi derrota. A pesar de eso traté de mantenerme optimista. Recibí dos reyes en la siguiente mano y eso podría haber sido visto como un mal signo, pero contrariamente a ello, decidí no echar sobre la mesa ninguno porque estaba seguro que Eduardo se sacaría de encima algún rey a la primera oportunidad. A medida que fuimos retirando cartas, yo me quedé con una escalera de tres a seis de copas más los dos reyes y un seis de oro que debía sacarme de encima en cuanto pudiese. Los reyes seguían sin aparecer y ya estaba pensando también en despojarme de ellos. Era demasiado arriesgado mantenerlos en mano así que, a la siguiente carta, cuando retiré un as, me terminé de convencer. En lugar de dejar caer el seis y quedarme con los dos reyes decidí echar uno de los dos reyes. Cuál no sería mi sorpresa al ver a Eduardo levantarlo… Peor aún, cortó… Y cuando bajó el juego, vi que el rey estaba ubicado en una escalera de sota, caballo y rey con lo cual ni siquiera había posibilidad alguna de ubicar el rey que me había quedado sobrante. Bajé mi juego… tenía la escalera de copas que ya había mencionado, pero un fatídico rey sin ubicar más un as y un seis… No pude ubicar nada… Él había cortado con tres… y yo me había quedado con diecinueve… o sea, llegaba exactamente a cincuenta!
No voy a olvidarme nunca del estruendoso festejo de él y de Virginia.
“Wowwwwww… wowwwwww.. wowwwwww… - aullaba ella -. Me parec e que tu maridito perdió, jajajajaja
La burla, obviamente, iba dirigida en este caso a ambos. Aldana no levantaba la vista de las cartas y ensayó una sonrisa, creo que más que nada para no quedar como mal perdedora, pero no articuló palabra, por lo menos hasta allí. Virginia se incorporó de un salto y tomó por los hombros a mi esposa:
“Vení – dijo, sin dejar de reír -. Vamos al sofá para ver la función, jajaja
En efecto, ambas mujeres se acomodaron en un sofá que se hallaba contra la pared del comedor y allí se ubicaron muy prestas para lo que parecía ser un show. Virginia era siempre la más festiva y cruzó las piernas de un modo que, en otra circunstancia, hubiera despertado mi interés. Las dos lucían cortas faldas que dejaban al descubierto sus hermosas piernas, más atractivas en el caso de mi esposa. En ese momento casi con vergüenza dirigí la mirada a Eduardo quien, por un momento, se mantuvo también observando a las damas pero luego giró la vista hacia mí y, decididamente, advertí ahora una burlona malicia en su expresión, como si estuviera disfrutando por anticipado de lo que venía. Se incorporó.
“Parate” – ordenó.
Yo no acababa de digerir y asimilar la situación de que durante el resto de la noche era su esclavo, así que vacilé un momento; él rápidamente se dio cuenta e insistió:
“Parate, te dije, más rápido”
Esta vez obedecí. Qué raro que era verlo y pensarlo así: “obedecí”… una situación enteramente nueva a la cual no estaba acostumbrado pero que me veía obligado a aceptar como parte del juego y como parte de una apuesta que había perdido.
Eduardo se movió un par de metros como haciendo un semicírculo en torno a la mesa pero no para acercarse hacia mí sino para tomar una posición más cercana a las damas, de tal modo de convertirlas en espectadoras privilegiadas de lo que se avecinaba.
“Vení” – me ordenó.
Cada orden era como un puñal clavado en el orgullo propio, sobre todo porque estaba obedeciendo sin chistar a otro hombre y lo estaba haciendo delante de mi propia esposa. ¿Qué estaría pensando Aldana de mí en ese preciso momento? Lo cierto era que mientras caminaba acercándome a la posición que Eduardo me había indicado, no me atreví a dirigir la vista hacia el costado y mirarla a los ojos. Llegué frente a Eduardo sin saber bien qué decir… Nos miramos por un momento a los ojos; estábamos de perfil a las chicas.
“Date vuelta” – ordenó Eduardo.
En efecto, así lo hice. Quedé de espaldas a él, mirando hacia la pared de la habitación donde se hallaba el hogar, inactivo en aquel momento dado que estábamos en la primavera y de frente al verano. Todo seguía siendo una gran incógnita para mí… Y de pronto él apoyó una mano sobre mis nalgas… Fue un terrible shock: agradecí tenerlas cubiertas por la ropa pero al mismo tiempo quería morir de pensar que Aldana estaba viendo la escena. Por lo pronto, Virginia estalló alegremente:
“Sssssiiiiii” – vociferaba jocosa – Sí… Mirá, Aldana, lo que le está haciendo mi hombre al tuyo, jajajajajajaja… ¿Qué pasa, Rodolfito? Te pusieron la mano en el culito? Jajajajaja”
Yo seguía de pie, duro como una estatua y con la vista clavada en la pared de enfrente… La mano de él seguía recorriendo mi trasero y no sabía de qué forma podría yo seguir soportando tanta humillación. Pude darme cuenta de cómo acercaba su rostro a mi nuca por detrás de mí, tanto que pude percibir su aliento, cuando con una voz deliberadamente fría y desprovista de emoción, pero a la vez clara y alta para que las mujeres pudieran escucharlo, me dijo:
“Puto”
Me sentí morir. Y tal sensación se vio aumentada cuando escuché la carcajada de Virginia:
“Jajajajajajaja… ¿Qué le dijiste, Eduardo? ¡Me parece que Aldana no escuchó bien!
Eduardo rió por lo bajo… y si bien yo no podía ver su rostro, percibí que su risa era de satisfacción y a la vez burla. Repitió, en voz aun más alta:
“Puto”
“Jajajajajajajaaja… - volvió a estallar Virginia - ¿Tenés algo que decir a eso que te dice Eduardo, Rodolfito???
Yo no sabía qué hacer. La situación era de humillación extrema (al menos en ese momento creía que era extrema)… Permanecí callado, no sé si tanto por no saber qué decir o porque me estaba viendo superado por lo que estaba pasando. Eduardo me dio una fuerte palmada en la cola.
“Contestale a mi mujer – dijo, imperativo -. Y ojo con lo que le contestás”
En ese momento, aunque no pudiera verla, me daba cuenta que Virginia estaba henchida de satisfacción. Volvió a la carga con la pregunta:
“¿Tenés algo que decir a eso que te dice Eduardo, Rodolfito?”
Balbuceé entre labios algo totalmente inaudible; no llegaron a ser palabras, sino que más bien estaba buscando exactamente qué decir como para que mi orgullo varonil saliera lo más airoso posible de aquel momento. Sin embargo, rápidamente escuché la voz de Eduardo en el oído haciéndome caer en la cuenta de que el derecho a réplica y autodefensa no estaba incluido entre los atributos del esclavo en el que la apuesta perdida me había convertido.
“No, Señora, tenés que responder” – me susurró.
La situación era insoportable… Sentía un indescriptible dolor por dentro, el dolor de saberme humillado y no poder hacer nada al respecto.
“No, Señora” – dije, con una obediencia en mí desconocida hasta el momento.
Podría haber quedado la cosa así, considerando que Virginia ya había recibido suficiente placer con mi respuesta, pero volvió a la carga con una nueva pregunta:
“¿Y por qué no tenés nada que decir, Rodolfito?”
Me sentía cada vez más confundido. Y nuevamente escuché la voz de Eduardo susurrándome al oído: “porque soy puto, Señora”
Esto era demasiado… Tenía que parar aquello allí mismo; ¿qué podrían hacerme? Simplemente era ése el momento de decir “hasta aquí llegó esto” y mandarlos de regreso a su casa. Pero… había perdido una apuesta. Y el jugador sabe bien lo que eso significa e implica…
“Porque soy puto, Señora”
Por el rabillo del ojo, pude ver apenas a Virginia levantando los brazos en señal de triunfo al mismo tiempo que lanzaba una estruendosa carcajada. ¿Tanto odio me tenía para disfrutarlo tanto? ¿Y mi esposa? Ella estaba sentada a la derecha de Virginia y quedaba más afuera de mi campo visual… Creo que era mejor así, porque no me atrevía a mirarla. ¿Cómo estaría viviendo todo aquello?
Lo peor de todo era que mi humillación apenas llevaba unos pocos minutos. ¿Cómo haría para soportar toda la noche y hasta qué límites podría llegar aquella degradación? Casi de inmediato tuve la primera respuesta, no con palabras, sino con acciones: Eduardo cruzó las manos por delante de mi vientre y comenzó a desabrocharme el cinturón; al hacerlo se acercó tanto que pude sentir el roce de su bulto contra mi cola… Debo confesar que la situación me shockeó pero también en parte me excitó… Eduardo desabrochó el cinturón, luego bajó el cierre y finalmente mi pantalón… Aun seguía con mi bóxer puesto… Pensándolo hoy era ingenuo suponerlo pero en ese momento me aferré a la idea de que no me lo bajaría: era suficiente con la humillación indescriptible a que estaba siendo reducido. De hecho Eduardo volvió a acariciarme las nalgas pero haciéndolo por encima del calzoncillo y eso, a pesar de lo degradante, me produjo un cierto alivio porque podía querer decir que no pensaba dejar mis nalgas al aire. Me equivoqué… cuando se cansó de toquetearme de esa forma, deslizó las manos sobre mi cintura, pasó dos dedos por debajo del elástico del bóxer y tiró hacia abajo… Yo no podía creer lo que estaba viviendo… Allí estaba yo, con el pantalón y el calzoncillo bajos a la altura de las rodillas y expuesto de espaldas ante un tipo que estaba haciendo de mí lo que quería más una mujer enferma que reía estruendosamente y disfrutaba con cada nueva humillación y una esposa de quien no tenía forma de saber cómo estaba viviendo aquel momento…
“Je je je… - rió perversamente Eduardo al tiempo que apoyaba ahora la palma de su mano sobre mi cola para seguir con el trabajo que venía haciendo, pero con la novedad de que ahora mis nalgas se hallaban desnudas. Deslizó uno de sus dedos a lo largo de toda la zanjita entre ambas y sentí un estremecimiento. Me llegó la risita de Virginia, que casi de inmediato insinuó otra de sus perversas ideas con la siguiente pregunta:
“Antes que nada – dijo -. ¿Estás limpito, Rodolfito?
La pregunta me dejó descolocado. Eduardo detectó eso porque rápidamente me dio un fuerte chirlo en la cola.
“Contestale” – me ordenó.
Yo estaba blanco de la vergüenza, pero también, a esa altura, del temor a lo que pudieran estar pergeñando aquellas dos mentes a las que, hasta ese momento, no imaginaba tan perversas.
“S…. sí” – balbuceé.
Un nuevo chirlo restalló en mi cola.
“¿Sí, qué?” – preguntó Eduardo.
“S.. sí, Vir… ginia” – dije, entrecortadamente.
Otro chirlo, todavía más fuerte que los anteriores, tanto que me hizo arrancar un gritito para beneplácito de la pareja que tanto se empeñaba en humillarme.
“Tratala como se debe” – me increpó Eduardo.
Me sentí perdido por un momento. Pensé unos segundos y traté de pensar lo más rápidamente posible antes de recibir una nueva palmada sobre las nalgas.
“Sí, Señora” – dije, sumisamente, y sin estar seguro de estarle atinando a la respuesta que de mí se esperaba. Parece que así fue porque se calmaron. Al menos eso pareció, pero enseguida Virginia intensificó su ataque:
“¿Qué tan limpio?” – indagó.
Volví a no entender del todo lo que se me requería y eso me hizo temer una nueva palmada en la cola. El temor se convirtió en realidad porque, efectivamente, llegó… Y la intensidad de los golpes seguía en aumento.
“Cuándo te bañaste, puto” – preguntó Eduardo a la vez que me golpeaba.
“Esta noche – mentí –, un poco antes de que ustedes llegaran”
“Hmmm… - murmuró Eduardo pensativo -. Vamos a preguntarle a tu esposa si eso es cierto – levantó algo más la voz -. ¿Cuándo se bañó este putito, Aldi?”
En medio de la degradante situación, sentí un instante de alivio al escuchar que requerían el testimonio de ella. Di por descontado que avalaría mi versión. Aldana se aclaró un poco la garganta, posiblemente superada por la situación que se estaba viviendo. Cuando habló lo hizo con una voz suave y baja, algo quebradiza:
“Se bañó alrededor de las tres de la tarde” – dijo.
Yo no lo podía creer. ¿Por qué lo había hecho? En parte era lógico conociendo a Aldana; ella no sabía mentir y quizás había sido algo ingenuo de mi parte esperar que esta vez lo hiciera. ¡Pero la situación a la que yo estaba siendo sometido debería haber sido motivo suficiente como para convencerla de que esta vez mentir tenía sentido! ¿Era posible que ella misma estuviera debatiéndose ante la contradicción interna de que, por un lado le doliera lo que me estaba pasando pero por otro lado en algún punto lo disfrutara? No lo supe en ese momento y, a decir verdad, tampoco lo tengo del todo claro al día de hoy, pero lo cierto fue que tanto Virginia como Eduardo estallaron en carcajadas al unísono:
“Ja, ja,ja” – reía estruendosamente él – . ¡Además de putita y sucia, también mentirosa!!!!
Una serie de golpes cayó sobre mis nalgas. La intensidad fue tan grande que en un momento pude darme cuenta cómo una gotita de orina saltaba de mi pene; por suerte ellos no parecieron advertirlo.
“¿Sabés lo que me parece, Edu? – comenzó a decir Virginia en un tono que, aun cuando no se supiera hacia dónde iba el siguiente comentario, ya se adivinaba burlón -. Que primero que nada, entonces , habría que lavarle el culo…
“A mí me parece lo mismo – agregó Eduardo, casi mordiendo las palabras y sin dejar de nalguearme . Cuando dejó de hacerlo fue para tomarme por una de las muñecas y apretármela contra la espalda, mientras con su mano restante me tomaba por el pelo, lo cual, considerando que lo tengo corto, fue aun más doloroso -. “Vamos para el baño, nena” – sentenció.
Me llevó así, prácticamente empujándome a través de la sala, mientras a mí me costaba mucho mantener el equilibrio debido a que siempre tenía los pantalones en las rodillas. La situación era extremadamente humillante pero, a la vez, agradecía que, lo que Eduardo fuera a hacerme tuviera lugar en el baño y que, al menos, por una vez, mi degradación no se convirtiera en un espectáculo para las dos mujeres. Una vez más me equivoqué.
“Vamos chicas” – lanzó Eduardo, llamando obviamente a ambas.
Me quise morir. De la forma en que Eduardo me tenía, llevándome por los pelos y por mi muñeca doblada sobre la espalda, yo estaba imposibilitado de mirar hacia atrás, pero el sonido inconfundible del sofá me hizo darme cuenta de que una de las dos (y con seguridad Virginia) se había puesto en pie y lo había hecho prácticamente de un salto, o sea muy festiva y alegre.
“Vamos Aldi – invitó -. Vamos a ver como Edu le lava el culo a Rodolfito… Jajajaja…”
¿Era posible tanta humillación? En el momento en que había perdido la apuesta, jamás se me ocurrió que podía llegar a tal punto. Mucho menos al momento de aceptarla y, estoy seguro, las humillaciones que yo hubiera imaginado contra Eduardo hubieran sido infinitamente más leves, “naif” casi… Pero aquella pareja a la que creíamos conocer se estaba revelando ante nosotros en su verdadera esencia: dos monstruos casi… volcando, al parecer, sobre mí, algún incomprensible odio guardado durante bastante tiempo…
CONTINUARÁ