Aprendiz de Süskind

Un rencuentro despues de varios de años de separación. El protagonista se las ingenia para preservar el aroma de la chica... * Actualizado *

Aprendiz de Süskind

La llamada inesperada de Clara aquella tarde, casi me fulmina de la impresión. Habían pasado muchos años desde la última vez que nos vimos.

  • Es que me acordé de ti al leer a Mario Benedetti –me dijo. Como te gustaba tanto cuando te leía sus poemas.

Apenas atiné a responderle una sarta de frases deshiladas que no me explicaba cómo iban saliendo de mi boca. Le soltaba la letanía de formulismos y ella me contaba otras tantas nimiedades a las que yo respondía al desgano tratando de esconder un nerviosismo a punto de rebasarme.

Con escasas fuerzas le dije, casi inaudible, Clara, ahora no puedo hablar, dame tu teléfono, quiero verte. Al despedirnos alcancé a oír un "Llámame, te echo de menos" que me cortó el resuello.

No pude dormir esa noche. Al día siguiente, lo primero que hice llegando a mi despacho fue llamarle. Clara, tengo que verte. Y, por favor, no digas más, guarda todo para cuando nos veamos. No sabes cuánto deseo estar contigo. Yo también -me contestó agitada- te llevaré un libro de poemas de Mario Benedetti que quiero regalarte y que me gusta muchísimo. Acordamos desayunar en un par de días para seguir la charla.

Estaba guapísima. Lo primero que capté fueron sus ojos verdes y la sonrisa tímida que tanto me gustaba. Sin embargo, lo que verdaderamente me cautivó fue su figura: sus poderosas nalgas y sus espléndidos pechos. Lucía aún mejor que hacía veinte años. Sonrientes, pero parcos, nos saludamos con un apretón de manos y dispuestos a tomar el chocolate y las porras como si estuviésemos a punto de tratar un asunto de negocios, convencidos de despistar a los comensales.

Apenas si probamos lo que nos sirvieron. Aunque la charla aparentara lo contrario, nuestro apetito no iba por esos rumbos. Nada de lo que existía en ese momento era importante, salvo nosotros que nos mirábamos a los ojos queriendo explicarnos tantos años de separación.

Lo que más me inquietaba era saber si seguía vivo en ella el deseo de reanudar aquella relación. Hice a un lado el plato y decidido le adelanté un comentario lleno de buenas intenciones: Clara, a que no sabes qué te traigo... ¿Qué? -me preguntó inmediatamente. ¡Unas ganas!... Yo también -replicó agitada y sonriendo. Con esa muestra de aceptación me pareció demasiado el tiempo entre pedir la cuenta y pagar. Conduje con rumbo al motel más cercano en las afueras de Madrid.

En el camino me entregó el libro de poemas de Benedetti. Anda, Clara, escríbeme algo mientras manejo. No creo que sea prudente –me replicó. Imagínate que alguien lo ve, seguro que se te arma un lío gordo con tu mujer. Tienes razón, no hace falta, de cualquier manera me acordaré de ti siempre que lo abra. Y continuamos hasta llegar al mismo motel que nos había cobijado la primera vez, años atrás.

Todo fue cerrar la puerta y abrazarnos y besarnos frenéticos sin saber cómo emprender el reencuentro. Afortunadamente las cosas se dieron fluidamente. Empecé por quitarle el delgado jersey color coral. Quedó con un sujetador blanco que le resaltaba su tez. El detalle de la ropa interior blanca era deliberado, porque ella sabía muy bien cuánto me gustaba así. El resultado era una combinación turbadora. Todo conjugaba: su piel suave salpicada tenuemente de pecas, el sujetador blanco y los pantalones negros ajustados que sacaban a flote las curvas de sus muslos y nalgas.

Para entonces, con aquella vista maravillosa, el leve estremecimiento bajo mi ropa me anunciaba un aumento de temperatura. Por largo rato me dediqué a contemplarla. Quería comérmela tal cual, con todo y envoltura. Como pude me quité el saco, la corbata y la camisa, abandonándolos por ahí en el piso y la cama ante la mirada amorosa de ella, en espera del siguiente paso.

La giré pasándole las manos por la espalda para desabrocharle el sujetador. ¡Pop! Saltaron sus pechos, insolentes, firmes, coronados por un pezón a punto de reventar, rodeado de su areola rosada. Me senté a la orilla de la cama y posándola en las rodillas me dediqué a chuparlos incontrolable. Iba de uno a otro poseído, escuchando el corazón de Clara que latía acelerado. iMi amor! ¡Mi amor! –me repetía con una mirada tierna.

¿Qué quieres, Clara? Todo, amor mío, todo lo que tú quieras. Soy tuya –me decía, acariciándome la cabeza, jugueteando con mi pelo. Le pedí que se pusiera de pie y sin dejar de besarla un momento, le desabotoné el pantalón que se deslizó suavemente hasta sus pies, descubriendo poco a poco su figura. Ahora la podía ver plenamente con sólo unas minúsculas bragas blancas satinadas, de exquisito gusto. No era necesario sacárselas para percibir su fragancia y el grado de humedad en que se encontraba.

Así, de pie, frente a mí, la besé sin detenerme, mientras me despojaba de la ropa. No me importaba mucho cómo me vería a sus ojos. Ella en cambio, lucía magnífica. Semejaba una de esas esculturas de Rodin, sensuales y tersas. Yo debo haberle parecido alguna pintura de Botero.

La giré suavemente hasta tener su culo frente a mi cara y la besé por encima de las bragas. Era delicioso sentir la levedad de la seda en mis labios y cara. Me aparté para contemplarla una vez más y con las dos manos las fui bajando muy lentamente para regodearme del momento y llenarme los ojos de aquel espectáculo. Sin prisas, tomé sus arrogantes nalgas; las abrí cuidadoso, me acerqué y metí la cara cuanto pude en la oscuridad de su hendidura y aspiré profundamente. ¡Dios existe! -exclamé embelesado.

Estás loco, Mateu –me dijo, carcajeándose, ya relajada. Ven aquí –añadió, tendiéndose en la cama-, déjame abrazarte. Con delicadeza me quitó el slip y se estrechó contra mi cuerpo gimiendo suavemente. Aquellos sonidos y la sensación de tenerla pegada a mí aumentaban la excitación al grado de acercarme al umbral del dolor.

Comencé a recorrer su cuerpo. El cuello, la espalda, el culo y los muslos; las pantorrillas y los pies y de regreso hasta encontrarme con su pubis limpiamente rasurado. Al sentirlo así y notablemente inflamado de excitación, no quise esperar más y me fui directamente a él. Me lo tenía que comer, lamerlo y olerlo hasta que me reventaran los pulmones.

Escurría de tan mojada que estaba. Con suavidad coloqué mi mano en su entrepierna y luego me la llevé a la nariz y boca. ¡Qué delicia!... perfumada y de sabor delicadísimo. No cabía duda, la edad le sentaba estupendamente. ¿Te gusta? –me preguntó, tímida. ¡Me vuelve loco! –le contesté. Tembló de pies a cabeza abriendo las piernas invitándome a seguir. ¡Disfrútalo! -casi me ordenó. Yo acepté feliz. Ahí estaba retozando en sus esencias llenándome de ellas y bebiéndolas sediento. Pero era inútil, cuanto más lamía mayor era el fluir de aquellos líquidos perfumados.

La escena resultaba alucinante. Era un momento para atesorarlo. Tenía que hacer algo para quedarme con él toda la vida. Pero, ¿cómo atrapar el tiempo? Si pudiera conservar aunque fuera una gota de aquel brebaje –cavilaba mientras me aferraba a sus nalgas bebiéndome a Clara. Un frasquito quizás, acaso un gotero, pero no, imposible. Como un rayo llegó a mi mente Benedetti. Contra mi voluntad me despegué de aquel perfumado abrevadero y le pregunté desesperado ¿Y el libro?... ¡¿Qué?! -me contestó con los ojos en blanco y las manos bien agarradas de las sábanas. Sí, Clara, ¿dónde está el libro que me has regalado?... el de Benedetti –insistí. ¿Eh?... Ah, sí, en el coche... lo he dejado ahí.

En pelotas y con la lanza en ristre, salí a buscar el libro. ¡Uy!, ¡Ay! ¡Auch! El piso estaba helado, así que saltando como prima ballerina en plena muerte del cisne, llegué al coche y de vuelta a la habitación entre ayes y maldiciones y claro, sin ristre y sin lanza, apenas una mustia pollita a punto de desaparecer de frío. Las carcajadas de Clara deben haberse escuchado en la Cibeles. Regresar las cosas a donde las habíamos dejado fue difícil ya que si no era ella la que ahogaba una risita era yo quien le daba motivo ante la falta de potencia de mis embates.

Luego de un buen rato de chacota y con los mínimos niveles de temperatura requeridos, tomé el libro y le pregunté: dime, Clarita, al pensar en mí con este libro ¿qué poema leías? A ver, dámelo –pidió. En éste... Sí, en este mismo. Me lo sé de memoria. Si quieres te lo digo. Hazlo -le supliqué.

" Tengo miedo de verte " –empezó. Mientras tanto, yo, con el libro abierto, me aproximé a su entrepierna... " necesidad de verte, esperanza de verte "... y empapada como estaba, la acaricié cuidadosamente con la página del poema, para absorber lo más posible aquella agua vital que no cesaba. " desazones de verte, tengo ganas de hallarte, preocupación de hallarte " –se agitaba en espasmos más y más frecuentes... y, yo, dedicado a mi tarea recolectora que hacía su efecto en el ánimo de Clara que se acercaba sin remedio a un orgasmo. " Certidumbre de haaallarte... tengo urgeeeenciaaaa de oiiiiiirteeee y temooooreeesss de oirteeee ". Con un larguísimo ¡ah!, acompañado de un fuerte chorro de líquido transparente y tibio, explotó en una colosal corrida.

No volvimos a vernos. Algo me contó de sus problemas familiares y fue todo. Desde entonces vivo en desasosiego, porque confiado en que la tendría conmigo atrapada en la página 135 del libro que tan amorosamente me dedicó aquella mañana, resultó que la abundancia de aquel chorro que expulsó convulsionada de placer, mojó tanto y por todos lados el libro, que hasta hoy no puedo siquiera abrirlo de tan pegado que quedó.

Sin embargo, estoy convencido de que el delicado aroma de Clara está allí tal como yo quería, sobre todo en la portada donde aún se percibe un ligerísimo buqué a la altura del nombre del autor.

Fin