Apocalipsis
¿Hasta dónde estarías dispuesto a llegar si sobrevivieras al fin del mundo?. El autor de "el pueblo de los placeres" filosofea sobre la naturaleza humana en este relato que se asoma al abismo del incesto.
Jaime bebió un sorbo más de la botella de whisky y la dejó sobre la mesa. Convenía no beber demasiado para estar alerta. Se secó los labios humedecidos con el antebrazo desnudo. La primavera avanzaba despacio y los días cálidos iban llegando a mediados del mes de mayo, o tal vez ya estuvieran en junio.
Miró a través de las tablas que aseguraban el amplio ventanal del salón, ahora reducido a una estrecha franja de unos diez centímetros por los que mirar y apoyar alguna de las escopetas si se aproximaban caminantes subiendo por esa zona de la colina. Todo estaba oscuro y en silencio. Su madre apareció por la puerta del salón con algo de cena: ensalada con productos de la huerta, que cultivaban en una pequeña parcela colindante a la casa y atún de una de las muchas latas que acumulaban en el sótano.
Hacía meses, tal vez seis o siete, desde el suceso. Cuando la ciudad se sumergió en el caos Jaime escapó a toda velocidad con su coche, camino de la casa de sus padres en las montañas. La primera persona que vio fue a su padre, convertido en uno de ellos. Junto a tres caminantes desconocidos más luchaban por entrar en la coqueta y confortable casa de campo, desde la cual se escuchaban los gritos despavoridos de su madre luchando para que no pudiesen entrar.
Se bajó corriendo del coche y se apresuró a la caseta del huerto, donde se guardaban una serie de armas, merced a la afición balística de su progenitor. Cuando corrió llamó la atención del grupo de cuatro caminantes, los cuales avanzaron lentamente hacia la caseta en la que acababa de entrar.
Jaime se acomodó en un rincón con una escopeta cargada de balas, esperándolos. Anduvieron despacio, arrastrando los pies, con las mandíbulas desencajadas y la piel enrojecida y ensangrentada. Emitían ruidos torpes, como si tuvieran un apetito que jamás podrían llegar a saciar. Disparó a cada uno en la cabeza, conforme fueron entrando. Luego quemó los cadáveres en la zona de detrás del huerto y corrió para encontrarse con su madre dentro de la casa.
Después de la cena se sentaron cada uno en un sillón. Ella frente a él. Habían pasado ya muchos meses y poco habían hablado de ello. Habían admitido la voluntad de Dios y a él le rezaban a diario porque no tuvieran que verse sumergidos en el cuerpo del diablo en el que tantas personas vivían inmersas; realmente rezaba ella, él a veces la acompañaba para no ofender sus credos.
Desde aquel día se habían tenido que enfrentar a cinco caminantes sueltos, que habían ido a parar colina arriba hasta su propiedad. Fáciles de abatir, a Jaime le bastó con un fuerte porrazo en la cabeza con alguna de las herramientas de jardinería. Posteriormente quemaron a todos.
Se habían fabricado lo que llamaban su lugar de supervivencia. Rodeada de montañas grandes, su casa de aspecto destartalado inmerso en un bosque en lo alto de una colina más baja, suponía un buen lugar en el que sobrevivir. No habían vuelto a ver a ningún ser humano normal desde entonces, lo cual ayudó a crear el ambiente de aislamiento, en el que seguramente viviría la mayoría de la humanidad que pudiera haberse librado de las garras del diablo.
Convinieron en hacerse fuertes y aislarse del mundo. En varias batidas por pequeñas aldeas cercanas, Jaime, no sin tener que matar a decenas de caminantes, logró almacenar más de dos centenares de latas de conservas de todo tipo. También consiguió semillas de muchas verduras y frutas, las cuales cultivaba en el discreto huerto, situado detrás de la casa y rodeado, premeditadamente, de árboles destartalados, dando al lugar un ambiente abandonado a lo lejos.
Almacenó linternas y decenas de pilas, así como todas las velas que había podido encontrar, ropas abrigadas, cambios de camas. Tapó todas las ventanas con maderas, dejando un hueco para espiar y disparar si fuese necesario. Consiguió todas las balas posibles para las armas y logró almacenar varios bidones de gasolina.
Tras meses de viajes, escarceos y sangrientos disparos y porrazos en cabezas de caminantes, Jaime había logrado otorgar a la casa de campo una mínima seguridad y comodidad para que su madre y él pudieran sobrevivir, sabiendo racionalizarse, durante años.
Ella, María, se encargaba de cuidar la huerta, sacar agua del pozo, limpiar la casa y cocinar. El solo haber visto a cinco caminantes desde el suceso, le hacía sentirse optimista, segura de que Dios les iba a permitir vivir como seres humanos hasta el día en el que fuese a por ellos para llevarlos a su paraíso.
Se miraban en silencio, la noche más cálida que la anterior, tal vez estuvieran ya en verano. Un grillo cercano cantaba a ráfagas, como si no tuviera una hembra cercana a la que atraer. Jaime miraba a su madre y vigilaba a través de la ventana. María miraba a su hijo, agudizando el oído por si algún sonido exterior se salía de la normalidad.
Las noches eran largas.
Jaime miraba su madre. A sus cincuenta años aun conservaba la belleza arrebatadora de su juventud. El pelo castaño con ciertas canas que intentaba tapar poco a poco con el poco tinte que le iba quedando en el limpio y pulcro cuarto de baño. Metida en uno de sus vestidos clásicos de estar por casa, color naranja pálido, mostrando sus cuidadas piernas. Insinuando sus anchas caderas y tapando sus amplios pechos. Mostrando la voluptuosidad que siempre tuvo, cuidándose todavía, a pesar de estar a expensas de Dios. Siempre le gustó cuidarse y ello lo hacía como un ritual que la mantenía atada a la vida. A veces la escuchaba suspirar, jamás le preguntaba por sus suspiros.
María miraba a su hijo. Desde el suceso siempre se rapaba el pelo, haciéndole aparentar algo más de sus veinticinco años. Sus grandes ojos le recordaban a los de su padre, aunque era más alto que él. Con su casi metro noventa la dejaba muy abajo, siempre le gustaba mirarlo estando juntos de pié. Ella levantaba orgullosa su mirada desde los metro sesenta y un centímetros. Era fuerte y ahora empleaba su vida en protegerla. Se sentía una madre muy afortunada, una mujer con suerte de poder contar con él en un mundo dominado por el diablo. Una mujer……. De nuevo un suspiro.
María dio las buenas noches a su hijo. Ella dormiría hasta el amanecer, luego su hijo dormiría unas horas en las que ella quedaría encargada de vigilar la casa. Luego emplearían el día en organizarse y vigilar. Esa era su nueva vida, y esperaban que así fuera durante muchos años más.
Estaban muy bien organizados, tal vez por eso habían logrado sobrevivir y tener esperanzas de seguir haciéndolo.
Ella subió las escaleras. La planta de arriba era sencilla y amplia. Tres grandes habitaciones y el cuarto de baño. La habitación de matrimonio era la primera a la derecha. Amplia y bien cuidada, allí dormía ella. Después estaba la de invitados, donde se había instalado Jaime. Y al fondo la antigua habitación de Jaime, ahora empleada como almacén. El resto de cosas las guardaban en el sótano.
Pasó toda la noche caminando por la planta baja. Del recibidor a la cocina, de la cocina a la sala de estar, de la sala de estar al salón. En cada lugar se sentaba y miraba a través de la rendija de madera y daba un pequeño sorbo a la botella de whisky. Ni rastro de caminantes, ni rastro de vida.
Recibió el sol fuera. El astro rey pintó tonos violetas detrás de la más alta montaña de las que le rodeaban. Con su cima aun nevada. Apareció como una respuesta de esperanza, calentando su piel igual que siempre hizo, haciéndole ver que merecía la pena sobrevivir aunque solo fuera para verlo llegar e irse. Cuando no queden humanos que contemplen fascinados el baile del sol y la tierra, es cuando la vida habrá terminado, es cuando no quedarán esperanzas.
Su madre salió a darle los buenos días. Ella se metió a hacer las labores del hogar y él fue a por leña para que ella pudiera cocinar algo. Luego se tumbó en su cama, siempre con los oídos afinados, hasta que un dulce sueño se apoderó de sus miedos, dejándole ser feliz durante unas horas.
Despertó sobresaltado, como siempre hacía. Afinó de nuevo los oídos, no oía nada. Bajó despacio, siempre temeroso de enfrentarse a sus pesadillas. Todo era normal. Su madre estaba en la cocina, cortando cebollas y cociendo patatas en el hornillo de leña.
Se dieron dos besos de buenas tardes, el sol estaba en todo lo alto, debería ser mediodía apenas habría dormido unas cuatro o cinco horas, como siempre.
Comieron casi en silencio espeso. Hablaban poco y casi siempre sobre cosas prácticas para mejorar su escondite y organizarse mejor. Las semanas pasaban y había días en los que solo se miraban. Habían aprendido a mirarse en silencio, y decirse mil cosas con solo clavar sus pupilas. A veces él se sorprendía recorriendo sus curvas bajo sus vestidos caseros. Ella lo notaba y no le decía nada. Miraba al cielo e imploraba a Dios por que ellos pudieran seguir siendo seres humanos, para que pudieran preservar el espíritu libre y limpio.
Pero ella siempre iba al cuarto de baño o a su habitación….. y suspiraba. Eran suspiros que recorrían despacio la casa, como una remota brisa marinera que llegaba entre las montañas. Suspiros que alertaban a Jaime y le hacían mirar al infinito hasta que dejaba de hacerlo.
Por la noche siempre se sentaban y se observaban hasta que ella se iba a dormir. Tal vez sus materias grises empezaban a coquetear con la locura. Tal vez cada vez fueran menos madre e hijo, y más hombre y mujer.
Se contemplaban, suspiraban y hablaban de cómo mejorar sus vidas. Jaime sentía como era una persona diferente. Se centraba en sobrevivir y que ambos vivieran de la mejor manera posible. En proteger la casa y en que nunca faltasen reservas de todo lo que pudiera encontrar en sus batidas por la zona. Desde el suceso no había hecho otra cosa. Pero sentía que era otra persona que luchaba por ser el de siempre. Sus pensamientos eran más lentos y solía contemplar todo lo que le rodeaba de una forma más analista.
Su madre fue al baño, era noche cerrada y acababan de tomar una infusión a modo de cena. Soltó un grito quedo, una angustia sonora. Jaime se levantó como un resorte y subió rápido las escaleras. Su madre estaba de pie en el baño, petrificada mirando a través de una pequeña ventanita colocada entre la ducha y el lavabo, la cual daba a la zona trasera de la casa.
Dos caminantes subían por la zona de atrás de la colina, la más escarpada y empinada. Luchaban contra los pedruscos y arrastraban los pies por las hierbas buscando las inexistentes zonas llanas. No miraban a ningún lado, aparentemente se desplazaban sin objetivo fijo. Eran dos hombres, sus ropas estaban desgarradas y emitían ese ruido constante que siempre erizaba la piel de Jaime.
María le imploró que fuera a matarlos con sumo cuidado. Jaime no estaba tan seguro de que fuera lo más inteligente. Le pidió que se encerrase en su habitación y que le dejase hacer. Algo olía mal y no sabía exactamente el qué.
Le dio una escopeta cargada a su madre y le pidió que se encerrase y estuviese alerta. Ella obedeció.
Bajó despacio y miró por todas las ventanas. Estaba muy oscuro, solo pudo ver a los dos caminantes, los cuales estaban llegando ya a la casa. Aun parecían no haber reparado en ella. Se colgó su escopeta favorita y metió un machete y un martillo en el cinturón. Toda la casa estaba a oscuras.
Esperó a que pasase lo que se olía que podía pasar, los caminantes pasaron de largo, colina abajo. Efectivamente no tenían como objetivo husmear en la casa, a pesar de que algo le decía que no iban hacia ellos un escalofrío recorrió su espalda. Supo reconocer ese escalofrío, simplemente era miedo, atroz miedo.
Abrió la puerta con sumo cuidado y se deslizó a través de la casa, yendo en silencio tras los caminantes, a una distancia prudente. Había buena luna y el cielo estaba despejado, la visibilidad era buena a pesar de todo, sacar la linterna hubiera sido sumamente arriesgado.
Descendieron la colina, los arces y castaños aumentaron su número en la zona del arroyo. Se perdieron en la parte más frondosa del bosque. Se acercó lentamente hacia la oscuridad que manaba de él. Se escondió tras los árboles y entonces pudo verlo.
Podrían ser aproximadamente una docena, se arremolinaban en torno a un ciervo muerto, al cual devoraban como podían. Tanteo las posibilidades, dejarlos ahí podría acabar atrayendo a más caminantes, en cambio eran suficientes para poder causarle problemas.
Decidió que no podía dejar que más caminantes se acercasen a su guarida. Desechó el arma de fuego, que podría atraer a más, y buscó la forma de ir desgarrando los sesos de cada uno.
El primero no le fue difícil, aprovechó que se separó algo del grupo para acecharle hasta atacarle con el machete por detrás. Los demás no se dieron cuenta. El siguiente se complicó, no acertó y cayó al suelo, revolcándose entre los helechos. Rápidamente se vio rodeado, huyó rodando por un pequeño montículo, sintió el crujir de ramas en su espalda. Al levantarse los tenía a todos tras de sí.
Decidió huir en la dirección opuesta a la casa. Atravesó una gran parte del bosque hasta que los perdió de vista, continuamente fue cayéndose por no ver el suelo por el que corría en plena noche.
Poco a poco fueron llegando, aprovechó que los hubo más rápidos que otros y los fue matando uno a uno. Se llenó de sus sangres y los acuchilló con sed de muerte.
Al acabar con todos regresó a su casa, no sin antes enterrar lo que quedaba del ciervo.
A los caminantes los dejó muertos esparcidos por el bosque.
Regresó despacio, con mucho cuidado. Intentando no hacer ruido, escudriñando los alrededores de la casa. Vista desde debajo de la colina parecía una guarida peligrosa. No incitaba a acercarse, cuidada y descuidada, bajo la luz de la luna parecía un centro de torturas, un lugar del que es mejor estar lejos. Tal vez por eso, y por las tablas que taponaban todas las entradas, los pocos humanos que hubieran pasado por allí la hubieran evitado. El objetivo estaba conseguido, pensó satisfecho, podría considerarse un lugar seguro.
No parecía haber más peligros. Entró y cerró corriendo la puerta. Se sentó momentáneamente en el suelo, apoyando la espalda en la puerta de entrada. Sentía dolor en un brazo y en el costado. Se tocó, tenía sangre. Varias heridas superficiales, nada serio.
María soltó un lamento, estaba en la parte superior de la escalera, muy agarrada a la escopeta, como si fuese a caerse si la soltaba. Bajó los escalones apresurada, acercándose a su ensangrentado hijo.
Se dio un pequeño baño con dos cubos de agua del pozo y se tumbó en la cama. Su madre echó mano de la caja donde acumulaban todo tipo de utensilios sanitarios.
Alcohol, algodón, aguja e hilo. Una de las heridas reclamaba algún punto. Jaime yacía totalmente desnudo, solo tapada su cintura levemente por una sábana que olía limpia y confortable, ella le había cambiado la ropa mientras se bañaba.
“esta noche duermes tú y yo vigilo. Necesitas descansar y reposar las heridas”.
Él le había contado todo lo acontecido y ella había dado gracias al cielo de que no le hubiera pasado nada.
Se sentó a su lado, y curó sus heridas aplicándole cuidadosamente un poco de alcohol empapado en un trocito de algodón. Jaime respondió al dolor retorciendo levemente el cuerpo y apretando los dientes.
María contemplo el cuerpo de su hijo, era fuerte y las heridas mostraban el hecho de que daba su vida por protegerla. Se sintió dichosa. Una pequeña vela dorada colocada en la mesita de noche daba luz tenue y parpadeante a la limitada habitación.
Él se dio la vuelta, en la espalda tenía algunas rozaduras, también le aplicó alcohol. Se puso más encima y masajeó un poco su espalda, intentando otorgar un poco de relax a sus músculos y machacada espalda.
“Relájate cariño, mamá te necesita relajado y fuerte”.
Sus manos eran tan suaves que parecía que no habían vivido un apocalipsis. Jaime venció su cuerpo sometido al perfume de la vela, el cansancio y las manos de su madre.
Pero se relajó demasiado……
Mientras más se prolongaba el masaje más vergüenza la iba a dar darse la vuelta para que cosiera su herida del costado. No recordaba el tiempo que hacía que unas manos femeninas le habían provocado una erección de aquel tamaño, pero el hecho de ser su madre le sumergió en una infatigable intranquilidad, ahora el masaje no era tan relajante como antes.
“Voy a coserte esa herida del costado antes de que vuelva a sangrar. Date la vuelta amor”.
Se giró lentamente, en un extraño movimiento mitad resignación mitad deseo de algo abstracto. Su pene quedó abultando exageradamente bajo la sábana. No había posibilidad de disimulo, estaba totalmente desnudo y solo se le tapaba, torpemente, el miembro muy erguido.
María se percató rápido. Tragó saliva y pidió perdón disimuladamente, agarrando el crucifijo que tenía colgado en el cuello. Luego se lo quitó y lo colocó boca abajo sobre la mesita de noche.
Calentó la aguja con la vela, luego se echó sobre él a la altura de su cintura y cosió una de las dos heridas del costado. Él aguantó estoicamente el dolor, pero sin bajar un milímetro de su erección. La herida cosida estaba a escasos centímetros del abultamiento de la sábana, entre el costado y el vientre plano y marcado.
Se echó más y besó la herida recién cosida con dos puntos.
“Pobre hijo mío, paga con su sangre la protección de su madre”.
Jaime no decía nada, solo hablaba con la permanente erección, como un perro que se comunica moviendo el rabo.
Otra vez la besó, esta vez restregó su lengua por la herida y parte del vientre.
Jaime sintió una quemazón de necesidad que le recorría todo el pene y le hacían hinchar los testículos.
“Mamá solo se dedica a estar en casa a esperar que su hijo, su macho, le siga manteniendo con vida”.
María apartó las sábanas. La polla de su hijo se mostró en toda su magnitud. Muy larga y regordeta, con ciertas venas marcadas, con el capullo muy rojo y medio fuera.
María miró de nuevo al techo y pidió perdón susurrando.
“Pero mamá sabe valorarlo y va a dar las gracias a su nene siendo complaciente, sumisa del destino que Dios nos tenía preparado”. Lo decía a gemiditos, con la respiración agitada, excitada por contemplar tan bello cuerpo y tan apetitosa polla.
“Mamá nunca podrá devolver a su hijo todo lo que está haciendo por ella, pero sabrá ser agradecida y con su cuerpo de mujer y sus manos de Santa elegida por Dios en un mundo dominado por el Diablo, ayudará a su hijo, con humildad y en la medida de sus posibilidades, a sentirse satisfecho y sin la necesidad del calor humano, que tanto ha distraído nuestro camino a lo largo de la historia, alejándolo de Dios. Porque es voluntad divina que mi hijo, Jaime, proteja a los posibles dos únicos seres humanos que quedan sobre la faz de la tierra que con tanto mimo creó. Es voluntad de su Santa, la Santa María, tener al hijo satisfecho y ser una buena hembra al servicio del destino que el todopoderoso nos tiene preparado”.
Jaime no sabía ni podía decir nada. Su madre estaba soltando ese discurso agazapada en torno a su cintura, al lado de su polla muy empalmada. Desde el suceso jamás la había escuchado hablar tanto, sin duda su mente estaba profundamente dañada, como la suya, como la de cualquiera que viviera aquella pesadilla.
Tras la magnánima petición de perdón y declaración de intenciones, su madre comenzó a masturbar su polla, y no tardó en acomodarse para meterla en su boca.
La falta de sexo le bastaba para saber agradecer la humedad de la boca de su madre en las envestidas. Jamás imaginó que aquello podría ocurrir, o al menos jamás imaginó que ella pudiera comer con aquella ansia y avaricia. Su boca subía y bajaba a la vez que masturbaba con su mano derecha. Sentía que la humedad recorría tres cuartas partes desde el capullo para abajo en cada envestida, la lengua no dejaba de jugar con el capullo cada vez que subía. Sus pelos se alborotaban en torno a su frente.
La sacó y la trató a lametones durante unos instantes. Luego se desvistió, despojándose del vestido, sostén y amplias bragas blancas. Jaime la contempló, a pesar de que se cuidaba tenía ciertas carnes acumuladas en las caderas y los amplios pechos algo caídos. Además tenía mucho pelo púbico, algo que no le gustaba demasiado.
Pero era toda una hembra, con buenos pechos y amplias caderas, guapa y con ganas de follar. Le bastaba, no necesitaba más. Era algo no soñado jamás y que la situación de la vida lo había ordenado necesariamente. No tenía elección.
Ella se tumbó a su lado y se abrió de piernas.
“Vamos Jaime, súbete. Aquí tienes mi cuerpo cariño”.
Se incorporó y colocó entre sus piernas de rodillas. La agarró por la cintura y la atrajo un poco más hacia sí. Ella no lo miraba, solo dejaba reposar su cabeza sobre la almohada, girada hacia la derecha. Esperando, con la respiración excitada.
Buscó entre la inmensa mata de pelos hasta dar con la húmeda cueva. La acercó y la clavó. Su madre cerró los ojos y marcó una profunda y lenta inspiración. Se echó hacia delante, apoyando sus brazos en torno a ella. Y empezó a follar. Solo se movía él, clavándola con muchas ganas y sintiendo el gusto del calor interno de su madre. Cada vez la empujaba con más fuerza, a lo que ella respondía con pequeños gemiditos en los que no cesaba de morderse la lengua. Sin duda reprimía un gimoteo mayor, algo que Jaime lamentó.
Se sentía extrañamente excitado, era su madre pero en ningún momento la veía como tal, era la única mujer, y persona, que veía desde hace meses. Sentía como si fuera natural que hicieran eso y el tiempo esperado para que ocurriese hubiese estado marcado por una fuerza superior, como bien creía su madre.
“mamá estoy acabando”.
Lo dijo entre quejidos y suspiros que intentaban controlar la situación.
“Acaba dentro de tu hembra, tu sirvienta, la borrega de Dios”.
Seguía sin mirarlo, sintió una ráfaga de tristeza por su enfermiza mente creyente.
Al correrse la dejó clavada dentro y le agarró mitad muslos mitad nalgas. Sintió como salía cada mililitro de semen, como conectando una manguera con el depósito de un coche. Dejó dentro hasta la última gota.
Al acabar se tumbó sin decir nada. Ella se levantó, se vistió, se colgó el crucifijo y se fue en silencio. En la puerta se giró.
“Duerme mi hijo. Esta noche vigilo yo. Te vendrá bien descansar una noche, debes estar bien para defender nuestro hogar”.
El canto de los pájaros lo despertó. Al sentarse en la cama se percató que esos pájaros estaban en sus sueños, desde el suceso no recordaba haber visto ninguno. Extrañamente tampoco los había visto muertos, es como si hubieran desaparecido de la faz de la tierra.
El Sol estaba lo suficientemente alto, analizándolo por la pequeña sombra que se colaba entre las maderas de las ventanas de su habitación, como para saber que habría dormido unas nueve horas seguidas. Hacía mucho tiempo que no descansaba tan bien, tan relajado.
Relajado.
De repente le vino a la mente lo ocurrido la noche anterior. Los caminantes, la huída a través del bosque, la emboscada para matarlos uno a uno, el entierro del ciervo medio devorado, las heridas, su madre curándolas, su madre mamándosela, su madre abierta de piernas esperándole, él follando, él sintiendo el calor de una mujer meses después, ella sin mirarle, él corriéndose dentro, el sentimiento de culpa de ella.
Lo siguiente que recuerda es quedar sumergido en un sueño placentero, cálido y necesario.
Bajó las escaleras con cuidado, arma en mano, como solía cada vez que bajaba de dormir. La casa estaba vacía. Miró alrededor por cada tabla, ni rastro de su madre. Con cuidado salió y se encaminó al huerto, allí estaba. Agachada de espaldas, recogiendo cebollas. Vestía uno de sus clásicos vestidos, se quedó admirando sus nalgas y anchas caderas. Una figura femenina, con la enigmática voluptuosidad madura que nunca supo apreciar en ella; y ahora empezaba a hacerlo obligado por las circunstancias.
Ella se levantó y giró, se miraron. Llevaba una cesta con dos cebollas y pimientos, listos para improvisar algo en el almuerzo. Ella le miró sonriente.
“Me alegra que hayas descansado, hijo. Mamá preparará algo de comer. Sin novedades en toda la mañana, he estado vigilante a medida que iba limpiando la casa, para que estuviera a tu gusto cuando te levantaras”.
“Debes dormir algo”.
“Dormiré esta tarde después de comer. Poco tiempo pues tendré que estar lista para preparar la cena”.
“Gracias”.
“Podrías revisar las tablas del tejado. Se acercan nubes. Esta noche lloverá, no quiero que nuestro hogar se inunde de goteras”.
Se fue para la casa. Jaime se preparó para subir a echar un vistazo al tejado. Desde arriba pudo ver los pequeños nubarrones negros que se acumulaban en lo alto de las montañas situadas al sur. Listas para entrar en acción cuando llegase el momento, como los actores esperan entre bambalinas a que el director les llame a escena.
Mientras aseguraba maderas sueltas y reforzaba con otras nuevas las zonas más húmedas y dudosas, no pudo evitar sentir el ardor de querer repetir cuanto antes la experiencia de la noche anterior. Le venían ráfagas de lo ocurrido: la forma en la que ella se la comió, el calor de su peludo sexo, su forma de gemir pausada mientras se mordía los labios y apretaba los dientes, el extraño regusto dulce y hogareño que sintió al correrse dentro…… Su pene creció y se preguntó si lo de la noche anterior fue el inicio de algo. Al fin y al cabo no hacían otra cosa que sobrevivir, y el sexo, el desahogarse, es una de las formas de supervivencia más ancestrales y naturales del ser humano. Su madre estaba en paz consigo misma, buscando hablar constantemente con Dios, entendiendo que él le había preparado un papel en estos momentos, e incluyendo el tener contento y consolado a su hijo como parte importante de lo que tendría que hacer. Sin duda había sido infiel a sus principios religiosos ofreciéndose a su hijo, sin duda el poder de la carne, la necesidad de calor y contacto humano, del hombre contra la mujer y viceversa, le habían hecho disfrazar su profundo credo para justificar un acto que hubiera considerado como imperdonable solo unos meses antes.
Cuando hubo acabado la labor, permaneció un rato más sentado en el tejado, contemplando el hermoso paraje en el que habían quedado aislados tras el apocalipsis. Pensó en el aspecto de por qué follan los animales, desde siempre, incluso madres con hijos e hijas con padres. El único dogma de la naturaleza era el no extinguirse, el hecho de hacer sobrevivir la especie al paso del tiempo. Tal vez hubiera algo de eso, macho y hembra se creen solos en el mundo, probablemente lo estuvieran. Follar intentando inconscientemente la reproducción podría también explicar lo acontecido, y también explicar el lento cambio de mentalidad, o tal vez el lento camino hacia la locura, que estaban experimentando día tras día. El problema era que su madre no era una hembra en edad de reproducción. Solo quedaría, por tanto, que ambos animales se aferraran al calor y al placer, escupiendo hacia arriba una y otra vez, hasta que Dios quisiera venir a por ellos.
Sobrevivir. Solo se trataba de eso, sobrevivir. No había que darle más vueltas. Y sin duda no existía Dios. Si no, no consentiría nada de aquello.
Comieron en silencio tras la bendición materna de la mesa. Luego fueron al sofá, uno delante del otro y dialogaron un poco.
“Esperemos que pasemos un tiempo sin más sobresaltos de caminantes”.
“Yo también lo espero mamá. Dime, ¿hace falta algo?. ¿Necesidad de que vaya a alguno de los pueblos en busca de algo?”.
“No hijo, todo está bien. No conviene salir mucho, tenemos reservas de comida para meses. En verano sí pediré que salgas, para aprovisionarnos fuerte de cara al invierno. Tal vez esperemos a que empiecen a caer las hojas de los árboles para ello”.
“Muy bien. Creo que tienes previsto ir a dormir. Te dejaré solo unas cuatro horas mamá. Cuando el Sol esté llegando a la montaña de atrás te despertaré. Quiero cortar leña y necesito que estés despierta para vigilar la casa”.
Ella asintió dócil. Se levantó y se fue escaleras arriba. Al llegar arriba se giró y lo miró. Luego entró en su habitación.
Jaime sintió el pene romper contra el pantalón. Un poco de sexo es lo único que necesitaba en aquel momento. Tenía miedo que se hubiera abierto la caja de pandora.
Bebió dos largos tragos de whisky y revisó panorámicamente los alrededores de la casa a través de las selladas ventanas. Todo tranquilo. Bebió otro largo trago y subió las escaleras despacio. Saboreando cada escalón, muy excitado.
Al llegar arriba golpeó un poco la puerta sin oír respuesta alguna. La abrió y contempló a su madre. Estaba tumbada de espaldas a la puerta, de lado. Se había colocado uno de sus camisones de dormir. Blanco, mostrando sus piernas de rodillas hacia abajo, con mucho vuelo y poco escote. Clásico a la vez de elegante y sensual.
Anduvo dos pasos en silencio hasta llegar a la cama. Su madre levantó un poco la cabeza hasta mirarle de reojo, luego se giró y quedó en la misma posición tumbada de espaldas.
Todo listo.
Se desnudó por completo y se sentó en la cama a la altura de su trasero, algo echado hacia atrás. Levantó la bata y la colocó de forma que quedase el culo libre. No llevaba ropa interior. Lo agarró, nalga por nalga, con su mano derecha. Era blanco y más o menos amplio. Las nalgas algo regordetas y menos flácidas de lo que insinuaba su aspecto. Bello culo, pudo comprobar al fijarse detenidamente: redondo, proporcionado y sin demasiadas imperfecciones.
Lo apretó con sendas manos, una en cada nalga. Las abrió, dejando ver los pelos del coño que se colaban por debajo. Se agachó y lo abrió de nuevo. Pasó su lengua por el ano, sabía a limpio.
Ella gimió al contacto, posiblemente inesperado, de su lengua ahí abajo.
“Hueles a whisky”.
“Lo sé, he tomado un poco antes de subir”.
Permanecía con sus manos agarrando las nalgas y la cabeza ligeramente levantada para responder.
“¿Estás en paz con Dios?”.
“Sí”.
No dijo nada más. Tras el sí, se puso un poco más boca abajo y se abrió para facilitarle la labor. Él se situó justo entre las piernas y siguió lamiendo su ano con las nalgas bien abiertas. María levantó un poco el tronco, haciendo palanca con los brazos sobre la almohada. Jaime aprovechó para chuparse la palma de la mano y pasarla por el coño. Con los pelos apenas pudo notar su humedad, cuando por fin lo localizó bien se acomodó y metió su cara. La lengua empezó entonces a recorrer el sexo de su madre desde el ano hasta el botón y allí justo se detenía a jugar deslizándola en forma de circulitos concéntricos.
Sus gemidos se hicieron más audibles y no tardó en correrse.
“Soy una cerda, lo he tenido que poner todo perdido. Lo siento”.
“Cállate”.
“Sí. Perdona mi atrevimiento, ha sido tu voluntad señor”.
No supo si esto último se lo dijo a Dios o a él. Estaba demasiado excitado para averiguarlo.
Se subió encima y le dio una palmadita para que su trasero quedase más arriba. Ella obedeció echándose hacia adelante y levantando mucho las caderas, hasta quedar justo a la altura del paquete de su hijo.
Buscó el sexo y la clavó. Empezó a follarla lentamente, sintiendo el calor y el gusto que proporcionaba el que su polla adentrase poco a poco en aquella recién descubierta cueva de los placeres. Luego la sacaba hasta quedar el capullo solo con un centímetro dentro, y para adentro otra vez. Agarrando fuerte por las nalgas, y comprobando como su madre movía la cabeza de lado a lado, acompañando el movimiento con un ligero curveo de su espalda inclinada sobre la almohada, donde reposaba con su cara pegada a ella.
Continuó así un rato más. Podía comprobar cómo la necesidad de su madre crecía por segundos. No tardó mucho en que se incorporase un poco y se apoyase sobre los codos, para empezar a mover el culo hacia atrás. Intentando provocar una follada más fuerte. Dejó de empujar y ella empezó a moverse más rápidamente. De adelante atrás, pam pam pam, chocando sus nalgas contra su vientre mientras se la auto clavaba hasta el fondo.
Moviéndose sorprendentemente bien.
Incitado por el buen hacer de su madre, Jaime se impulsó sobre ella metiéndola a saco, hasta que a María no le quedó más remedio que caer totalmente vencida sobre la cama. Ahora él estaba en cuclillas sobre ella, taladrándole el coño de arriba abajo mientras levantaba sus nalgas con las manos para dejar el agujero plenamente accesible.
Cuando no pudo más se levantó gimiendo y masturbándose. Ella se giró hasta mirarle.
“Por favor, córrete en mi coño”.
Jaime la soltó y se tumbó en la cama, notaba como le palpitaba, había estado a punto de correrse sobre ella. Le empezaron a doler los testículos.
“¿Por qué tiene que ser precisamente ahí?”.
“Me da calor y seguridad. Me ayuda a cumplir la palabra de Dios. Es una forma de mostrar a mi hijo que el calor del hogar permanece intacto a pesar de las inclemencias provocadas por el diablo. De hacerte saber, amor mío, que tu lucha diaria por el bienestar de nuestro hogar y por nuestra seguridad da sus frutos”.
Ella se acercó y se la agarró con su mano izquierda. La masturbó a penas un poco y le besó en el sudado cuello, dejando deslizar la lengua hasta su oreja. Allí susurró.
“Vamos mi macho, vuelca tu hombría dentro de mamá”.
Se subió encima de ella. María se abrió rodeándole la espalda con sus piernas. Empezó a penetrarla. Le sorprendió que ahora sí le miraba, profundamente, con un extraño orgullo chispeante en su triste mirada. No tardó en transferir todo su semen. Al finalizar ella le besó en la frente y le secó el sudor con las manos.
“Gracias”.
Un trueno les invadió desde las montañas.
La noche se cerró rápido y una lluvia constante y fuerte les acompañó durante la cena. Luego se sentaron y Jaime bebió algo de whisky mientras se aproximaba a la ventana del salón, el amplio ventanal reducido a una estrecha mira a través de las tablas. Todo estaba oscuro. Se apartó y bebió algo más de whisky justo en el momento que un relámpago invadió de nuevo el salón. Se asomó de nuevo. Algo extraño ocurría, todo estaba muy oscuro y no podía saber exactamente qué era aquello que le extrañaba.
Bebió otro sorbo de whisky y volvió a asomarse. Justo en ese momento un nuevo relámpago proyectó los ojos fieros y sedientos de sangre de un caminante que se asomaba desde el exterior a través de la rendija.
Sintió que todo se desmoronaba.