Apocalipsis 2.

En este relato se profundiza en el incesto más puro, y se da rienda suelta a una teoría: la mente humana simplifica y transforma todo cuando el mundo cae sobre él. Es más fácil construir un imperio desde el odio y el temor a morir, que desde la bondad. Disfruten mis queridos/as lectores/as.

Miró de nuevo, apartándose hacia un extremo. Un nuevo relámpago iluminó toda la colina que bajaba suave por la parte delantera de la casa hasta el bosque profundo.

Estaba plagada de caminantes que subían la colina de forma lenta y perdida, como si no les afectase la intensa lluvia.

Hizo señas a su Madre para que no hablara. Ella lo miró extrañada, con los ojos graves y la mirada apocalíptica. Se acercó y le dio una escopeta cargada y dos cajas más de munición.

Se acercó y le tapó la boca intentando que no chillase. Le susurró al oído.

“Hay caminantes fuera. Llévate la vela y baja al sótano. Toma esta escopeta y estas dos cajas de balas, aunque abajo hay más velas, linternas, armas y munición. Enciérrate y no salgas pase lo que pase. Si no aparezco en varios días abre la puerta y ten cuidado. Si hay caminantes dispárales en la cabeza y ponte a salvo lo más rápido que puedas. Intenta no abandonar el hogar. Si tienes la posibilidad rehace la vida aquí de nuevo. Si estuviera la casa plagada abre la puerta y espera arrinconada abajo. Si eres rápida podrás ir matándolo uno a uno, pues son lentos y torpes. Pero no hagas nada demasiado peligroso. Allí abajo, en el peor de los casos, podrás sobrevivir años. Por la pequeña ventanita se cuela una rendija de sol que incide en la pared lateral durante dos horas al día”.

“¿Por qué no bajas conmigo?. Lo construimos esperando que llegase este día”

Su voz se ahogaba en las lágrimas que no cesaban de brotar de sus bonitos ojos, como el pequeño hilo de agua en el nacimiento de un río.

“No debe ser hoy cuando nos rindamos. Algo me dice que podré con ellos. Podré defender nuestro hogar. Tengo que intentarlo. Quiero hacerlo por ti”.

La mirada espantada de su madre fue como un libro abierto. La besó en la frente y la abrazó. Ella rompió a llorar, silenciosamente. Sin decir nada se encerró, la puerta del sótano era de acero puro, la había conseguido en un almacén de puertas no muy lejano. Se había propuesto hacer del sótano un bunker para situaciones como esa. Bien provisto de alimentos y con las dos camas que había en la antigua habitación de invitados.

Solo tenía una opción, subir al tejado y disparar uno a uno a sus cabezas. En el cuerpo a cuerpo lo acabarían rodeando. Miró por todas las ventanas. Estaban muy bien aseguradas y la puerta de entrada era de calidad suficiente como para que la torpeza de los caminantes  pudiese con ella. Pudo contemplar, cuando cada relámpago se lo permitía, que básicamente se agolpaban en la zona delantera de la casa, todos venían del bosque frondoso que se extendía al final de la colina, subiéndola por aquella vertiente, la menos sinuosa y cómoda, se encontraban de bruces con la fachada principal del hogar de Jaime y María.  El pequeño camino de la izquierda, descuidado a propósito para no dar pistas de vida a posibles humanos, también estaba lleno de caminantes. Ese camino llevaba hasta su coche, escondido tras unos arbustos, y más a la izquierda darían con el huerto.

Cruzó los dedos para que no lo hubieran descubierto.

La tormenta amainaba y la noche quedaba sumida en la oscuridad, la lluvia fina parecía perpetuarse, cuando en aquella zona se ponía a llover podrían pasar días así, con una llovizna constante y fría, helada por el gélido aliento de las cimas nevadas que le rodeaban, aunque estuvieran en pleno verano.

Rápidamente trazó un plan. No tardó mucho en decidirse, pues no le quedaban muchas opciones y el tiempo jugaba en su contra.

Tendría que utilizar luz artificial, así que cogió una de sus linternas más amplias y se adosó al cinturón unas cuantas bengalas. Cargó su escopeta preferida y acopló a las piernas, con cinta aislante, cuatro pistolas cargadas. Su arsenal era digno del ejército de un pequeño país. Incluso guardaba dos cajas de granadas de mano, las cuales guardaba como oro en paño para una situación verdaderamente desesperada.

También cargó una pequeña mochilita de balas de la escopeta. Con todo eso tendría que tener suficiente.

Los caminantes se agolpaban en la puerta principal, arañándola torpemente como un pequeño perro que pide al dueño entrar en la casa para resguardarse de la lluvia. Fue hacia la salita y se asomó a la ventana. Por aquel lateral apenas había dos caminantes despistados. Abrió una de las bengalas y la lanzó entre las tablas. De ese modo los atraía a la zona opuesta al coche y al huerto.

Pidió al cielo que la llovizna no la apagara.

Atraídos por el fuego, los caminantes se dirigieron hacia aquel lateral. La llama se apagó y lanzó otra. En poco tiempo la mayor parte de ellos se agolpada en torno al fuego.

Era el momento de entrar en acción.

Agarrando con fuerza la escopeta salió a la calle. Tres caminantes estaban próximos a la puerta, pudo cerrarla y asegurarla antes que llegaran. Los tres no tardaron en tener una bala adosada a la materia gris, o lo que fuera que aquellos perros del demonio tuvieran ahí dentro.

Se apresuró hacia la zona trasera de la casa, por la parte en la que no estaba la llama, pasando por el lateral de la cocina; rodeando el coche y el pequeño huerto. Por el camino fue disparando a discreción a todo el que se le acercaba, no eran muchos, pero en ese trayecto pudo haber abatido a una docena de ellos. Tuvo que coger una de las pistolas para disparar a los dos últimos, ya que se le echaron demasiado encima.

En la zona trasera de la casa saltó y trepó por las ventanas hasta llegar arriba. Algunos intentaron imitarlo, pero no pudieron conseguirlo, eran demasiado lentos, demasiado torpes, demasiado irracionales.

Solo tenían una virtud lo que lo hacían tan peligrosos, nunca se cansaban, nunca dormían. Siempre deambulaban persiguiendo devorar, preferiblemente a humanos.

“¡Malditos idiotas!”.

Se quedó mirándolos un instante, lo miraban hambrientos, emitiendo ese ruido constante, con las mandíbulas desencajadas, algunos con algún ojo descolgado, todos con las ropas rasgadas, muchos con articulaciones rotas y con trozos de cara sin piel.

Tiró otra de las bengalas en esa zona trasera, más discreta y escondida. Pronto se llenó de decenas de ellos. Empezó a disparar tranquilamente, se sentía extrañamente a salvo. Su escopeta escupía la bala, y tras cada fogonazo caía un caminante.

Cuando se quedó sin cartuchos, recargó con suma tranquilidad. Silbando una vieja canción de infancia, con la esperanza de que su madre pudiera oírlo.

Lanzó otra bengala y continuó disparando, apenas quedaban unos pocos en pié. Se despidió de cada uno antes de apretar el gatillo.

La lluvia había cesado y una montaña de cuerpos inertes se agolpaba frente a él.

Miró alrededor sin apenas percibir más peligro. Solo un par de ellos subían de nuevo por la colina. Se preguntó por qué estaban allí, no era normal verlos, aquel lugar estaba alejado de todo, rodeado de altas montañas y con un terreno demasiado abrupto y salvaje. ¿Qué podría haberles atraído?, no creyó que su casa fuese la razón. Tal vez estaban allí por alguna otra causa, y la casa les habría llamado la atención, al haber aparecido iluminada por los rayos de la noche.

Pero, ¿qué podría haberles atraído a aquella zona?. Por lo que había podido aprender solo se guiaban para comer y era en las ciudades y grandes poblaciones por donde andaban a sus anchas, comiendo humanos muertos y mascotas heridas. En mitad del bosque no era fácil encontrar animales muertos y desde luego no había humanos. Además, solo se guiaban por el hedor de la carne en descomposición y su madre y él estaban más vivos que nunca.

Hedor de carne muerta.

“¡El ciervo!”.

Lamentó no haberlo quemado, los caminantes deberían haber olido su carne desde lejos, uno habría seguido a otro y así hasta toda la congregación que habían reunido en el entorno de su casa.

La certeza de explicarse el por qué de aquella inesperada visita le suscitó una nueva duda. ¿Cuántos más habría allá abajo?. La noche era su aliada, o lo intentaba o se condenaban para siempre.

Entró en casa, cogió más balas y agarró su machete. Los que pudiera matar sin hacer ruido mejor que mejor.

Colina abajo se cruzó con seis más, todos sintieron el frío del acero en sus sesos.

Se agazapó entre los árboles mirando alrededor. Avanzó poco a poco hasta llegar a la zona en la que había enterrado el ciervo. Allí estaban, eran pocos, concretamente cinco. Se repartían lo que quedaba del animal.

No había mucha carne, sin duda los demás habrían ido a buscar más comida a otro sitio y al ver su casa desde abajo habrían decidido, si es que esos malditos idiotas podían tomar decisiones, ir a probar suerte allí.

Estaban mínimamente separados uno de los otros, cada uno con su menú, ni rastro del ciervo, lo habían devorado por completo.

Uno a uno fue clavando su machete con saña y sed de sangre. La cara de Jaime enloquecía en cada envestida, aquellos desgraciados apenas pudieron ponerle en apuros. Ni un rasguño, ni una caída, ni una torcedura. Toda la sangre que bañaba a Jaime era de aquellos desgraciados, a los que acuchilló hasta quedar exhausto.

Durante toda la noche anduvo merodeando alrededor de la casa y por el bosque, buscando más amigos a los que dar tan calurosa bienvenida. Ni rastro de ellos.

Al amanecer amontonó todos los cuerpos en la zona trasera de la casa, donde había acribillado a la mayoría desde el tejado. Cuando el sol, hermoso y bienvenido tras una fría noche de lluvia y muerte, hizo acto de presencia, quemó los cuerpos en una descomunal hoguera que luchaba por alcanzar el cielo, como una ofrenda a Dios, mostrándole que de momento lograban vencer en su lucha contra su todopoderoso enemigo.

Esperó pacientemente a que finalizase la hoguera para enterrar, colina abajo, los calcinados huesos que quedaron de las llamas.

El Sol estaba muy alto cuando dio por culminado el plan percibido a la ligera en la temerosa noche de lluvia. Se dirigió a su casa tan orgulloso como cansado. Lleno de sangre de caminantes y con las ropas rasgadas, podría pasar por uno de ellos, pensó. Entró en casa y golpeó en la puerta del sótano.

“Mama, mama. ¿Me oyes?. Soy yo, puedes salir, puedes abrir. Todo pasó”.

Tras un incómodo y alarmante silencio la puerta se entreabrió lentamente. Su madre asomó tras la rendija y al verle la abrió entera hasta fundirse en un abrazo.

“Sabía que lo lograrías mi nene. Dios no iba a abandonarte pues pasé toda la noche rezando”.

“Matar caminantes se está convirtiendo en mi deporte favorito”.

Rieron, ella le acarició las mejillas. Su vestido estaba lleno de sangre tras el abrazo.

“¿Estás bien?, ¿te has herido?”.

“Toda esta sangre es de ellos. Voy a lavarme y a tirar esta ropa”.

Su madre acarició su brazo desnudo y musculoso. La sangre no permitía saber donde empezaba la camiseta de manga corta. Con la otra mano acarició el otro brazo. Sus manos se llenaron de sangre de caminante.

“Esta sangre es el testigo de tu lucha por protegerme, por proteger a la humanidad”

Se acercó mucho hasta abrazarle de nuevo, ladeó la cabeza y lamió su cuello, llevándose parte de la sangre consigo. Su boca estaba roja, como su hubiera comido carne cruda. Sus ojos desorbitados por la excitación. Lo besó. Su lengua recorría toda la boca de su hijo. Luego lo agarró de la mano y lo condujo al sofá del salón.

Allí quitó sus ropas sucias y llenas de sangre. Cuando quedó completamente desnudo le lamió toda su piel manchada y sudada, hasta dejarla limpia.

“Bebo la sangre del enemigo del señor. Con esta acción lavo y libero de maldad los músculos del guerrero”

Estaba visiblemente muy excitada. Con toda su boca y cara manchadas se quitó el vestido dejándolo caer. Su cuerpo fue ofrecido completamente desnudo. Se sentó en los regazos de su hijo y le ofreció los pechos agarrándolos con la mano para acercarlos a su boca.

“Aquí tienes mis pechos, amor, mama de ellos, tenlos como premio por tu lucha victoriosa”

Su lengua recorrió los pezones, amplios y rosados. Ella se lamió y pasó sus dedos por ellos, dejándolos rojos. Él  los agarró, lamió y comió. Eran deliciosos, la generosidad de la talla ciento veinte le otorgaron una erección que tardaba en llegar. El cansancio se tornó en deseo. Y su madre se convirtió en el regalo de Dios por mantener con vida a lo más importante de su creación.

Tal vez deliraba pero de repente las palabras de su madre ganaban sentido. Estarían ambos locos, y si en su locura deberían vivir por siempre jamás, mejor vivir bien y ser el macho de una hembra entregada a él. De esta forma ella conseguía que defendiera la casa con la garra con la que lo había hecho la noche anterior. Se preguntó si ese mismo valor lo hubiera empleado en el caso de no haber gozado del cuerpo y el calor de su madre. Tal vez no, tal vez aquella loca religiosa llevase razón, su cuerpo le había otorgado el relax suficiente para sacar fuerzas de donde probablemente no había.

La miró. Con la boca llena de sangre y la mirada desorbitada estaba más cerca de ser una enviada del diablo que una borrega de Dios. Se preguntó cuándo perdió la cabeza aquella mujer. Tal vez en aquellas noches de silencio, en las que no hablaban, esperando que llegasen y todo acabase. Ahí también debió perderla él.

Su polla estaba pletórica.

“Quiero follarte mama”.

“Fóllame nene, folla a tu perra”.

El susurro le erizó la piel, no parecía su voz, es como si estuviese poseída. Le agarró el sexo, estaba muy mojado. La excitación que en ese momento sufría su madre no parecía de este mundo.

La colocó a cuatro patas sobre el sofá. Ella gemía esperando.  Abrió las nalgas y rebuscó bajo el amplio bello. Por fin la metió. Esta vez folló fuerte desde el inicio. Ella mantuvo la postura gimiendo en voz alta. Sus nalgas bailaban y su espalda caía poco a poco, pero en todo momento sus caderas permanecían muy arriba, facilitándole la labor.

Se la sacó y le abrió mucho las nalgas. Lamió su mano y la pasó por el ano. Se incorporó un poco más y colocó el capullo. Apretó hasta que entró, más fácilmente de lo que hubiera jurado. Enseguida su pene entró casi hasta la mitad e inició una follada lenta, metiendo en cada embestida un poco más.

Los gemidos aumentaron.

“Eso es, rómpele el culo a mamá. Aquí me tienes, desahógate cariño. Elimina la tensión de la batalla con la hembra de tu casa”.

Se detuvo para descansar, no quería correrse. Pero su madre no estaba por la labor de parar. Se sentó a su lado y descendió hasta darle una fuerte mamada.

“Ummmm mama no sigas que me voy”.

Ella se puso de rodillas en el suelo y siguió comiéndosela desde ahí. La sangre de su boca se mezclaba con la polla, su saliva y el líquido que empezaba a salir del capullo. Empezó a masturbarle mientras le miraba, lo alternaba con rápidas y profundas tragadas de polla.

“Vamos, corete amor. Dámelo todo”

Mientras le masturbaba abría mucho su boca, esperando el premio. Cuando el semen empezó a brotar la introdujo de nuevo en la boca. Moviendo el miembro lentamente, tragándolo todo. Hasta quedar completamente vacío.

Se sentó, educadamente a su lado en el sofá. Jaime resopló y se levantó a beber un par de sorbos de whisky. Al abrir la despensa recordó la inmensa suerte que tuvo aquel día. Un camión cargado de botellas de whisky de alta calidad, parado en la cuneta de una carretera principal, posiblemente iría camino de la gran ciudad. Nadie en su interior y las botellas intactas. No pudo cargar todas y dio un total de tres viajes. Acabó almacenando casi trescientas botellas. No solo las utilizaba para beber sorbos lentos que lo templasen a diario, también lo habían utilizado para curar alguna herida, conservando el alcohol médico que guardaban en menor cantidad. Cogió una nueva botella. Debían quedar unas cuarenta de las sesenta que subió del sótano en cuanto las tuvo todas reunidas. El resto permanecían bien protegidas abajo.

Bebió un largo trago. Miró a su madre. Sentada en el sofá, completamente desnuda y medio embadurnada de sangre de caminante.

“Tendrás que limpiar ese sofá. Ya tienes tarea para esta tarde. Yo aseguraré un par de tablas que me crujieron anoche mientras disparaba desde el tejado”.

Su madre miraba al infinito, como si volviera de un sueño lo miro.

“¿Eran muchos?”

“Los suficientes para que no bajemos la guardia nunca más. He pensado en ir en busca de focos para proteger todo el perímetro de la colina. Tendría que ser con batería propia o pilas. Todas las noches lo encenderemos a ratos para vigilar. Tampoco conviene llamar demasiado la atención, pero la oscuridad de noches como la pasada nos exponen demasiado”

Su madre le miró preocupada. Él reparó en que estaba sentada con las piernas sobre el sofá, abierta de piernas. Podía notar como su sexo seguía húmedo. Cayó en la cuenta de que no la había follado lo suficiente. No era propio de ella que estuviera ahí, completamente desnuda, a plena vista de su hijo.  La sintió frágil y necesitada. Abandonada del Dios en el que tanto confiaba.

“¿Dónde irás a buscar los focos?”

Su voz agonizó en una súplica de preocupación

“A la gran ciudad. No me quedará más remedio”

“Es muy peligroso, no sabes qué vas a encontrar allí. De momento no los necesitamos, fue una tormenta pasajera. Aprovecha una de las salidas del otoño, justo antes de las lluvias y nevadas invernales….”

“Anoche estuvimos a punto de morir. No fuiste consciente en ningún momento del peligro que corrimos. Analizaré opciones sin tener que moverme aun. Mientras haga buen tiempo podremos aguantar”

Bebió otro largo sorbo en silencio. Su madre permanecía sentada. Sintió que quería dejarla necesitada. Pensó en que si tal vez la relación con su madre iba a empezar a cambiar para siempre, sería mejor que él tomase el mando de la situación. El hecho de que ella hubiese ofrecido su cuerpo era un acto de inmoralidad mortal, sin duda la hacía más débil y sumisa; en una mujer de sus profundas convicciones no cabría otra cosa. Él podía verlo, notaba como su madre había aceptado el destino y había dado un paso, sin duda movida por una excelsa necesidad sexual, de marcar más claramente el patrón de comportamientos en el hogar.

Jaime supo que jamás sería su madre de ahí en adelante. Ahora era una mujer a la que proteger, pues ella pedía protección con su perdida y atemorizada mirada. Y aquella mujer había aceptado el roll de hembra de la casa, donde mantenerla en orden y limpia y estar al servicio del macho se había convertido en la forma escogida para espiar sus pecados; en el juicio divino constante en el que andaba metida.

Bebió otro largo sorbo, casi se había bebido media botella. Ella lo miraba de soslayo, temerosa y deseosa. Sin atreverse a dar el paso de tener más sexo, aunque solo un rato antes habría tomado toda la iniciativa.

Se colocó frente a ella con la botella de whisky agarrada. Dio otro sorbo. María levantó la cara y esforzó una sonrisa, dejando salir levemente la lengua alrededor de los labios.

“Creo que deberías lavarte. Luego iré yo. Cuando tengas tiempo me gustaría que quitases los pelos de tu coño. Desmejoran tu silueta y no me dejan disfrutar en plenitud de tu coño. La depilación de tus piernas es impecable, utiliza la misma cuchilla para rasurártelo. Y mantenlo siempre limpio”.

“Sí hijo mío”.

“Otra cosa, échate algo más de tinte. Has criado más canas de la cuenta últimamente. En mis próximas batidas dedicaré un esfuerzo extra en productos de higiene y estética. Ya que vamos a morir en manos del diablo, que este nos pille dignos”.

“Gracias mi amor. ¿Algo más?”.

“No olvides limpiar el sofá. Yo me asearé fuera y luego repararé el tejado. Nos vemos a la hora de la cena”.

María se levantó. Jaime guardó la botella de whisky. Justo antes de salir con un cubo para cargarlo de agua en el pozo escucho dos suspiros prolongados procedentes del cuarto de baño.

Mientras arreglaba los pocos desperfectos provocados en el tejado la noche anterior se sintió puro de mente. Aquel paraje era realmente bello, con montañas de cimas nevadas y bosques plagados de bellos y elegantes árboles. La colina, en cuya cima estaba la casa, era verde y las flores silvestres daban un aroma especial al entorno. Lo único que tanto le chocaba era que no hubiera pájaros. Su ausencia daba un ambiente tétrico y apocalíptico que le erizaba tanto la piel como el ruido constante de los caminantes.

El hecho de que siguieran vivos reafirmaba el convencimiento de haber construido un lugar seguro donde vivir. Además, lo normal es que por allí nunca pasaran caminantes. Realmente con el paso del tiempo había empezado a temer más el que algún día se acercasen humanos colina arriba. A los caminantes los controlaban, eran simples y predecibles. Los humanos, en cambio, pueden llegar a ser retorcidos y peligrosos, llenos de locura impredecible, tanto como el que una madre y un hijo acaben follando impregnados de sangre de muertos vivientes.

En lo que respectaba su madre se sentía bien con la situación. Al fin y al cabo, pensó, era el sino de la historia del ser humano. Unos son más dependientes y los que mandan necesitan saber que su labor es reconocida. Siempre fue así. Además el macho siempre ha de disponer de una hembra, y viceversa. Podría tratarse de una nueva ráfaga de locura, pero hasta veía normal el giro de la relación con su madre. Normal, humano y natural.

Una brisa fría bajó de las montañas justo cuando se disponía a bajar del tejado. Achacó a su locura el suspiro que llegó a sus oídos.

“socorroooooooooo”.

Lo sintió en la nuca pero a la vez lejano, como si viniese de detrás de las montañas. Miró en la dirección desde donde lo sintió. La montaña permanecía inerte y señera, poderosa y distante. Todo estaba tal cual estuvo siempre. Además, detrás de aquella montaña solo había más y más y cada vez más altas.

Tal vez fuese que realmente se estaba volviendo loco.

Cenaron mejillones enlatados y sopa de cebolla. El calor del caldo le rejuveneció por dentro, el placer de aquellas humeantes cucharadas le asentaba y transportaba a cuando todo era normal. Un efecto similar al de dormir, cuando al despertar siempre sentía un segundo de felicidad antes de llegar el terror.

No hablaron, como hacían casi siempre. Y apenas se miraron. Ella vestía otro de sus vestidos, esta vez uno rojo burdeos. Uno de los más atrevidos que guardaba, pues la caída llegaba hasta unos cuatro dedos por encima de la rodilla estando de pie, y algunos más al sentarse. Ella se cruzó de piernas mostrando todo el muslo izquierdo. Jaime se embelesó, era muy bello, sin duda.

Ella le miró de reojo y soltó un soplido para hacerse notar, como una especie de ritual que indicaba que iba a hablar.

“Hice lo que me dijiste, hijo mío”

Jaime sonrió magnánimo. Intentó imaginar cómo sería su sexo depilado. Miró sus piernas de nuevo, ella lo notó y se descruzó. Acto seguido movió su silla hacia la de él y se acomodó abriendo las piernas.

Pudo verlo entero, algo sombreado por el vestido que abarcaba medio palmo de muslo. Estaba totalmente depilado, a simple vista parecía una obra maestra, a tener en cuenta que solo contó con una cuchilla y algo de jabón para el trabajo.

Le pareció más pequeño y acogedor, mucho más bonito, realmente lo era. No pudo controlar una erección de caballo. Más provocada por la obediencia de su madre al depilarse que por la vista en sí.

“Estupendo. Creo que has hecho un bello trabajo, ha quedado realmente bonito”

Ella se giró de nuevo y siguió comiendo.

“Gracias amor”

Cuando acabó de comer dejó su plato en el fregadero. Su madre empezó a fregar. Contuvo el impulso de coger la botella de whisky, últimamente estaba bebiendo demasiado.

Dio una vuelta por la casa para comprobar que todo estaba bien fuera. La noche era estrellada y había cuarto menguante de luz plateada, la suficiente  para no atisbar sombras extrañas. Todo parecía en orden. Se sentó en el butacón del salón con la escopeta en la mano e inició una de sus silenciosas noches de vigilia.

Cuando su madre terminó de fregar y recoger la cocina se sentó en el butacón frente a él y estuvieron en silencio. Como tantas y tantas noches.

Jaime sintió un impulso atroz de comer el sexo de su madre. Recién rasurado y limpio tendría que ser una delicia. Ella lo miraba cruzada de piernas, de vez en cuando cambiaba de apoyo dejándoselo ver en pleno movimiento. Ella respiraba agitada, él aguantaba tranquilo, cambiando sus miradas de vigilante del exterior a observador de su madre. Ella parecía cómoda, el brillo de su mirada era diferente al de tantas noches de aquella situación. Parecía no estar tan pendiente de los ruidos del exterior, como siempre hacía, como de provocar el que su hijo se abalanzase sobre ella.

Jaime decidió no sufrir más.

“El sofá ha quedado muy limpio, buen trabajo mamá”

“Gracias mi amor”

“He pensado que podemos intentar recuperar la rutina anterior. Deberías dormir por las noches y darme el relevo vigilante desde el amanecer hasta mediodía”.

Ella pareció decepcionada.

“Sí mi nene. Si crees que es lo mejor así se hará. Buenas noches”

Se levantó y se encaminó a las escaleras. La detuvo justo antes de empezar a subir.

“Por cierto, mamá, antes de acostarte”

“Dime vida”

Le habló sin mirarla.

“Desnúdate y siéntate en el sofá. Ponte cómoda abierta de piernas. Necesito evadirme un poco antes de enfrentarme a esta noche en soledad”

Ella sonrió y dejó escapar un errático suspiro de expiración. Fundida de nervios y excitación.

“Lo que tú ordenes, mi nene”

Se sentó en la mitad del sofá de dos plazas que se extendía desde la ventana central, en torno a la cual se encontraban los dos butacones, y la puerta de entrada. Colocó su culo justo en la separación de las dos mitades del biplaza. Se abrió de piernas, completamente desnuda. Jaime la observó, los pechos parecían más caídos en esa postura, y no guardaba relación con el majestuoso coño, el cual podría pasar por el de una mujer de veinte años menos.

Dejó la escopeta recostada contra la pared bajo el ventanal y acercó la vela desde la repisa donde solía estar hasta una mesita más próxima a donde se encontraba ella. Se levantó despacio y se arrodilló frente a ella.

No hacía falta hablar. Se acomodó y sostuvo a su madre muy abierta agarrándola por la zona inferior de los muslos, rozando las nalgas con los dedos. María era pequeña y bien manejable, extraordinariamente dócil.

Primero lo besó, dejando deslizar la lengua inocentemente, trayendo consigo olor a mujer mezclado con el jabón barato que usaban. La miró, reposaba la cabeza en la espalda del sofá, decidida a pasar un buen rato. Ahora le pasó la lengua desde el ombligo hasta el ano, y vuelta a subir deteniéndose en el botón. Jugó haciendo círculos y dando lametones de abajo arriba y viceversa. María empezó a retorcerse lentamente en el sofá. Sus manos agarraban la cabeza de su hijo, acompañándola en los movimientos y dejándole hacer, sin dirigirle.

Él la miró de nuevo, ella le sonrió acariciándole el pelo.

“¿Te gusta así mi vida?”

“Delicioso, sin pelos es exquisito, todo un coño”

“Me alegra que te guste amor, cómeselo a mamá”.

Esto último lo dijo con voz susurrante. Regresó al trabajo. Al lamer de nuevo lo encontró más abierto y húmedo, esperando de nuevo su lengua. Lo lamió y besó, mordisqueó los labios vaginales y acabó metiendo uno, dos, tres dedos. Lamió el ano mientras sus dedos no cesaban de penetrar, y ella lo acompañó de gemidos aprobatorios, que llenaban la casa del ruido caliente de hembra en celo.

Jaime se levantó y desnudó. Había bebido el suficiente jugo como para saber que el sexo de su madre necesitaba una buena polla, y él podía ofrecerla. Se desvistió por completo y se acopló a ella, la cual lo recibió sin cambiar de posición y con los brazos y piernas abiertas.

Algo agachado, sin llegar a apoyar las rodillas en el sofá, la trabajó con empujones de fuerza, intentando no parecer torpe, de menos a más hasta lograr introducirla entera. Ella le tenía abrazado en torno a la nuca y echaba un poco el cuello hacia delante para lamer sus pezones; lo cual le daba más ánimos para seguir y seguir.

Se encontraba pletórico, sintiendo que aguantaba lo que quisiese, sabiendo disfrutar del momento. Su madre era una  espléndida folladora, nada que ver con la torpeza y vergüenza mostrada la primera vez. Ahora, desatada, ni se acordaba de Dios en mitad del acto; solo se centraba en ser placentera y generosa, y en disfrutar todo lo que podía.

“Cambiemos”

A su orden ella se levantó, ahora se sentó en el mismo sitio donde estaba ella y le extendió los brazos. Ella agarró su mano y se acercó. Se acopló de rodillas en torno a su cintura. Con su mano derecha se la agarró y la clavó, luego se sentó sobre él. Quedaron abrazados y moviéndose a la vez. Él le agarraba las nalgas, las cuales se movían sensualmente de arriba abajo acompañando el movimiento que desde abajo le llegaba en sentido contrario. Ella le abrazaba y miraba fijamente a los ojos. Se besaron profunda y guarramente, compartiendo salivas cada vez más espesas, en una insistencia maternal de mantener siempre la lengua muy dentro de la boca de su hijo, recorriendo sus dientes. Las babas cayeron por sus pechos, los cuales él lamió a la vez que María echaba la cabeza hacia atrás, moviendo el culo más fuerte. Justo cuando sentía que se iba su madre lo apretó más contra sí y con un profundo gimoteo orgásmico provocó el final de su hijo.

Gimieron y gritaron a la vez. Él sintió que la cueva se humedecía considerablemente justo en el momento de eyacular, sintiendo una maravillosa situación placentera, nunca antes vivida.

Esa noche María durmió feliz y Jaime no dejó de rememorar el que, probablemente, habría sido el mejor polvo de su vida. Nunca uno antes con tanta sensualidad, intensidad, compenetración y ternura.

Madre no hay más que una.

Al día siguiente durmió poco. Al amanecer un cúmulo de nubes ocultó al Sol en su nacimiento. Preocupado porque volvieran las lluvias y les pillase de nuevo desprevenido para ver venir posibles caminantes, solo dio vueltas acompañadas de pasajeros e inquietos sueños, durante un par de horas.

Al levantarse pidió a su madre, que empezaba a afanarse en la cocina, que pusiera algo fuerte para comer y le preparase una pequeña mochila. Iba a ir a la gran ciudad a buscar los focos.

Ella se abrazó llorando. Nunca llevó bien que se fuera, pero siempre lo aceptó como algo necesario y sin lo que no podrían sobrevivir. Él tampoco tenía mínimas ganas de ausentarse durante todo el día, no volvería hasta la noche y debería conducir sin los faros del coche para no llamar la atención.

Pero tenía muy asumido su roll de protector del hogar. Y su obligación ahora era hacer lo posible para evitar que una situación de tanto peligro se volviese a repetir. Y para ello tendría que mejorar el sistema de iluminación nocturno. Además buscaría nuevas bengalas. Sabía perfectamente dónde buscar.

Partió cuando el Sol casi llegaba a la zona más alta de su parábola. El coche estaba sobradamente cuidado pues piezas de coches, generadores y herramientas de taller era lo que más fácil le había sido encontrar. Lo revisaba casi a diario y siempre estaba con el depósito lleno de gasolina y un bidón guardado en el maletero; por si debían huir.

Las ordenes a su madre fueron claras. Nada de desviar la atención. Debería estar alerta todo el tiempo que estuviese sola, vigilante y con un arma siempre a mano. Quedó encerrada cuando él deslizaba lentamente su coche por el mal cuidado camino que lo llevaría, colina abajo, a un camino algo mejor preparado; el cual transcurriría unos quilómetros entre las montañas hasta llegar a una carretera comarcal tan descuidada o más que el camino.

El paisaje era delicioso, nunca se cansaba de admirarlo, conduciendo a escasos cuarenta quilómetros por hora, tratando de no dañar el coche en los baches; en cuestión de unos veinte quilómetros llegaría a la carretera nacional que tendría que conducirle a la ciudad.

Todo estaba en orden. Ni rastro de nada raro, solo paisajes y paisajes. Al pasar por un pequeño puente vio un caminante. Estaba de pie encima del riachuelo que pasaba por debajo de la carretera, cerca del lago. Estaría como a unos quince quilómetros de su hogar. Con aquel terreno montañoso era todo un mundo, pero se había propuesto no dejar vivo a ninguno que viese por aquella zona.

Detuvo el coche y bajó hasta el riachuelo. Cuando lo vio se fue directo a él con ese andar torpe, arrastrando los pies por la superficie de una cuarta de agua, chapoteando torpemente.

Hasta que estuvo a unos dos metros no se percató que era una mujer. No tenía apenas pelo, pero conservaba la figura y la mirada de lo que sin duda tuvo que ser una bella chica en su vida humana. Sintió lástima y trató de imaginarla llena de vida y sueños unos meses antes. El matarla era lo mejor que podía hacer por ella ahora. Justo cuando se lanzó con las mandíbulas muy abiertas, desesperadamente  hambrienta, sacó el machete que llevaba adosado al cinturón y se lo clavó en lafrente, entre los ojos. Cayó fulminada, tiñendo de rojo el pequeño riachuelo.

La carretera nacional estaba en un muy buen estado, tal y como la recordaba de la última vez que condujo por ella un par de meses atrás. Algunos coches abandonados en las cunetas y algunos cadáveres en descomposición.

Un cartel medio derrumbado anunciaba que quedaban ochenta quilómetros para la gran ciudad. Condujo a una velocidad crucero de unos ochenta quilómetros por hora. Llegando a ella pudo ver grupos reducidos de caminantes que deambulaban por la cuneta, algunos dentro de la carretera. A todos los esquivó cuidadosamente, allí no eran su problema  a no ser que amenazasen su vida.

Las casas y los edificios de entrada a la ciudad estaba derruidos, algunos ardían. Fijó la atención en busca de posible presencia humana. Ni rastro aparente.

Tomó un desvío antes de adentrarse en la solitaria ciudad, más tétrica que nunca. Daba miedo, con sus avenidas, jardines, edificios y plazas abandonadas. Llenas de caminantes, pensó en que más que probablemente habría humanos escondidos en los edificios, luchando por sobrevivir mucho más de lo que lo hacían ellos. El desvío lo llevó a un polígono industrial situado al sur, justo al otro extremo de la urbe.

La gran superficie de la jardinería y el hogar invitaba a todo menos a aproximarse. Aparcó el coche en la carretera, fuera del aparcamiento lleno de coches destrozados. Caminó entre ellos, con el machete y una de sus pistolas preparados. Con sumo cuidado accedió al interior del recinto.

Lo primero que vio al entrar fue un caminante, deambulaba por un pasillo del fondo. Vestía traje de seguridad; ¿sería el vigilante de aquel lugar?.

Intentó evitarlo. Caminó por los pasillos intentando no encontrarse con él, vigilante por si otros amigos anduvieran cerca.

Pudo ver focos en lo alto de una litera en una calle colindante. Iban a pilas y las enormes baterías descansaban justo al lado, a la misma altura. Retrocedió pero tuvo que agazaparse de forma fulminante. Tres caminantes acababan de entrar por la puerta principal. Justo por la zona hacia la que se dirigía. Se había propuesto no enfrentarse a ellos, solo quería coger lo que necesitaba y salir pitando. Los nuevos caminantes anduvieron por el pasillo donde se encontraban los focos y las pilas. Jaime se asomó a él. Justo a la altura de lo que necesitaba se cruzaron con el guardia de seguridad y empezaron a empujarse con el torso los unos a los otros, de forma torpe, emitiendo ese ruido constante tan escalofriante.

Pasó un largo rato y parecían no querer moverse de allí. Miró alrededor y se asomó fuera. Su coche seguía donde estaba y no había rastro de nueva compañía. Decidió llamarles la atención. Se dejó ver. Los cuatro fueron directamente tras su silueta, guiados por aquel insaciable apetito. Los llevó hasta la calle del fondo y corrió por una lateral hasta llegar a la de los focos de nuevo. Los caminantes le habían perdido la pista, tendría apenas un minuto hasta que dieran de nuevo con él.

Confió a la suerte el que se mantuvieran todos juntos.

Agarró los dos focos y acarreó con varias pilas. Tendría que llevarlos a peso, no había tiempo de buscar carritos y hacía tiempo que decidió no buscar nada más. Justo al salir corriendo los cuatro fantásticos lo interceptaron en la puerta de salida. De nuevo se fueron a por él. Corrió de forma más torpe por la carga, en dirección opuesta hasta dar una vuelta al establecimiento. Consiguió generarse vía libre.

Corrió hasta el coche y guardó todo en el maletero.  Al girarse tenía a otro a punto de darle alcance.

Trastabilló y cayó al suelo a merced del susto. Se le echó encima con las fauces abiertas dispuestas a darse un festín. Era más grande que él, pero no más fuerte. Le sostuvo los brazos arriba, impidiendo que sus dientes impactasen. Estaba totalmente tumbado con el desgraciado fortachón casi inmovilizándole. Miró hacia atrás y pudo ver como cuatro pares de pies se arrastraban a escasos cinco metros. Ya estaban ahí sus amigos, enemigos de los focos a pilas.

Se la jugó. Soltó su mano derecha para agarrar la pistola. Rápidamente giró la cabeza hacia el lado opuesto. El otro cayó de cara sobre el asfalto. Al girarse tuvo justo el tiempo para dispararle en la frente. Un agujero limpio lo dejó en una mueca satánica, justo antes de que le convirtiera en uno de los suyos.

Disparar en mitad de aquel lugar era justo lo que no quería hacer.

Rápidamente se puso en pié y disparó cuatro balas más, a escasas cuatro cuartas, sobre las cuatro cabezas huecas restantes.

Sesos sobre el asfalto. Tranquilidad pasajera.

Al fondo unos cuantos amigos más se aproximaban atraídos por el ruido de los disparos. Al arrancar pudo ver que otros medio taponaban la salida hacia la carretera de circunvalación. Aceleró llevándose a tres por delante. Limpiaparabrisas manchado y parte delantera del coche abollada y teñida de rojo. Aceleró sin mirar atrás. Si lo hubiera hecho habría visto a más de un millar de caminantes que se agolpaban en torno a los cinco compañeros caídos.

Se había librado de milagro, y ya iban dos veces en muy poco tiempo.

La vuelta la hizo más rápida, buscando que no se le hiciera de noche.  Al llegar al camino que llegaba a su casa justo empezaba a anochecer.

Cuando enfiló el camino mal cuidado que subía la colina pudo ver su hogar. Destartalado y fortificado, desde ahí abajo daba la impresión de ser una especie de casa encantada; definitivamente no invitaba a acercarse a nadie.

Algo le detuvo. Sintió que su hogar quería transmitirle algo. No tardó en darse cuenta de qué.

Se le heló la sangre y contuvo la respiración.

Detuvo el coche y lo apartó del camino, intentando dejarlo lo más fuera de la vista posible. Cargó con la pistola llena de balas y el machete preparado. Se acercó colina arriba de forma sigilosa.

Al llegar la rodeó y se aproximó al exterior de la ventana de la cocina. Allí estaba, las tablas de debajo estaban teñidas de verde. Su madre había volcado la pequeña lata preparada con pintura justo al lado de dicha ventana.

No había dudas, era la señal que tenían preestablecida de que algo fuera de lo común ocurría, para cuando uno de los dos se ausentaba. Rodeó la casa vigilante. Desde la ventana de la habitación de su madre salía un pequeño resplandor amarillento producto de alguna de las velas.

Por un momento barajó la idea de que hubiera sido un accidente. Entró en la casa con cuidado. La puerta del sótano entreabierta le quitaron las dudas. Un tarro roto en el suelo le hizo visualizar lo ocurrido: Su madre se apresuró a tirar la pintura, para alertarle cuando volviese. Luego corrió para encerrarse en el sótano, rompiendo el tarro a su paso. Pero alguien la interceptó antes de entrar.

Afinó el oído, no logró escuchar nada. Con mucho cuidado recorrió la zona inferior de la casa. No había nadie ni nada que le diera más pistas de lo ocurrido.

Se encaminó hacia la escalera. Una botella de whisky vacía en el segundo escalón. Miró. La puerta de la habitación de su madre estaba entre abierta, la luz amarillenta se reflejaba en la pared de enfrente, justo en el borde superior de la escalera.

Agudizó el oído y pudo oírla. Su madre gemía de forma pausada y constante. Al llegar arriba se asomó y entonces pudo verlo todo.

Dos hombres de aspecto desarrapado, gordos y grandes, con barbas y pelo largo. Desnudos en la cama de mi madre. Pantalones y chupas de cuero en el suelo, junto a uno de los vestidos de María. Ella estaba a cuatro patas, comiéndole la polla a uno de los dos, que estaba de rodillas a la altura de la almohada. El otro la enculaba con fuerza.

Lo que realmente le sorprendió fue ver que ella disfrutaba. Movía el culo pidiendo más embestidas, el de atrás, superado por la exigencia de la hembra, hacía lo que podía. Los gemidos constantes y medio callados eran provocados por tener la otra polla muy metida en la boca.

Jaime esperó pacientemente a que acabasen. Ambos se corrieron en la boca. Ella se mostró agradecida, tragando todo el semen de forma sonriente y generosa. Luego las lamió para dejarlas bien limpias. Ambos sentados uno al lado del otro en la cama, con sus barrigas enormes y la mujer frente a ellos de rodilla.

Cuando acabaron entró en la habitación cargando con la pistola.

Los dos barbudos lo miraron aterrados, como si se culparan por no haber tenido cuidado, visualizando una  inminente muerte. Su madre disimuló un llanto y se fue tras su hijo como una perrilla a la que están maltratando y se escuda detrás de su amo.

Jaime ordenó a su madre que fuera a lavarse y no saliese del baño hasta nueva orden. Cuando se fue, cerró la puerta de la habitación y se adentró un par de metros. La visión de esos hombretones desnudos y asustados le pareció cómica y circense.

“¿Quiénes sois?. ¿De dónde venís?”

No respondieron. O al menos murmuraron algo como “jódete”.

Jaime disparó una bala en una de las rodillas de cada uno. Se retorcieron de dolor y lloraron como críos. Entonces Jaime se acercó un paso más y les apuntó al paquete.

“Creo que no me he explicado bien, o al menos no me habéis entendido como un servidor pretendía. Dejen que me presente. Soy Jaime y he tenido la humanidad de dejaros acabar de follar a mi madre. No vais a salir vivos de esta habitación, de eso puede estar vuestras mercedes seguro. Peroe ustedes dependerá el morir de lenta agonía o que un disparo en vuestras sucias cabezas acorte lo que tengo pensaros haceros si no habláis”.

Sonrió amable.

“¿Me he explicado bien?”

Asintieron como dos cobardes temerosos.

“Perfecto. Y bien, ¿Quiénes sois?. ¿De dónde venís?”.