Apetitos
Los juegos de unos jóvenes ardientes.
-Soy activo... -musitó, dubitativo.
-Demuéstramelo.
-¿Qué?
Era joven. No se notaba en su cara redondeada, de mentón ligeramente afilado. No se notaba en la media sonrisa, tímida, que dibujaban sus delgados labios. No se notaba en los alargados hoyuelos que se dibujaban a los costados de sus comisuras. No se notaba en su revuelo flequillo de mechones rubios. No. Se notaba en sus ojos castaños. Brillantes, dulces, inocentes; con aquel tierno destello pícaro, atisbo de un deseo que no se atrevía a formular.
-Hazme pasivo -replicó con una sonrisa, dejando que sus dientes hendieran su labio inferior.
Su jovialidad se hizo una vez más patente. De nuevo, no por los rasgos dulces, ligeramente aniñados, de efebo con los que la genética le había bendecido. No. Se hizo patente en la velocidad de sus movimientos, en la fuerza de sus dedos rodeando las muñecas del otro, en el impulso que los arrojaron a ambos sobre la cama, en el calor que su cuerpo desprendía.
-¿Así?
Miró a ambos muñecas, al lado de su cabeza, antes de dejar reposar el cuello sobre el edredón, sonriendo con suficiencia.
-Lo estás haciendo mal -reprochó mientras su cadera se separaba del colchón, izando el cuerpo del joven sobre él.
Le mantuvo la mirada provocadora unos instantes, antes de reaccionar, embelesado en la forma ovalada de su rostro, en la barba que remarcaba los ángulos de su mentón, en aquella sonrisa alborotadora que dejaba ver sus dientes marfileños y la punta de su lengua, no menos bravucona, que jugueteaba humedeciendo sus labios. Le mantuvo la mirada a aquellos ojos polícromos, a caso castaños, habitualmente de un intenso verde y, en alguna rara ocasión, incluso grises. Pero no era necesario dejarse dominar por sus encantos, ahora que lo tenía a su merced, y, con un abrupto movimiento, intentó volverlo bocabajo.
Se resistió.
-Flojo... -se burló.
Liberó sus muñecas y hundió los dedos en sus flancos, provocando que su cuerpo se contorsionara de improviso, arrancándole una aguda carcajada. Y, aprovechando el momento de debilidad, volvió a tirar con todas las fuerzas de las que disponía de su costado, tornándolo bocabajo. Intentó revolverse, pero las jóvenes y delicadas manos recorrieron sus brazos hasta asir sus muñecas, mientras su torso se inclinaba hasta apoyarse en la espalda de él, quedando unidos por el roce de los jóvenes labios en la desnuda nuca de su moreno amante.
-Por listo.
-Te tengo justo donde quería.
-¿Ah, sí?
Como única respuesta, alzó su cadera, presionando la pelvis del muchacho. La réplica del otro consistió en disminuir el espacio entre los dos.
-Sí.
Aflojó la tensión que sus rodillas y su abdomen hacían contra el colchón, haciendo descender su cadera. Pero no tardó en volver a impulsarse, empujando ligeramente al otro, repitiendo el movimiento una y otra vez, con calma al principio, tomándose la libertad de acelerar el ritmo y la presión en cada tiempo. El ardor se extendió como una ola acariciando la piel, arrastrando tras de sí cada cabello, erecto bajo la franela de la camisa, dejando tras de sí la resaca de un hormigueo cálido y vibrante. Empujó contra el colchón hasta que la tela vaquera de sus pantalones no tuvo más remedio que ceñirse a las curvas que dibujaban sus cuerpos, pero en vez de hallar alguna clase de alivio al cosquilleo que le embargaba, tan sólo logró intensificarlo en un prurito electrizante. La ansiedad le impelía a presionar con más ímpetu, obteniendo apenas un breve alivio que pronto mudó en un empujón más ardoroso, sin ninguna necesidad mayor en su mente que fundir sus cuerpos en uno.
Y dejándose arrastrar por aquel deseo, deslizó la sedosa punta de su nariz ladera abajo, hasta su cuello; y torciendo el sedero hasta su oreja, recorrido por su juguetona lengua, dejó que sus dientes se cernieran suavemente sobre el lóbulo de aquella. Inmediatamente después, aquel cuerpo sometido bajo sus carantoñas se rindió a un repentino temblor, acompañado de un mudo gemido, ansioso de más.
Dejó que las fuerzas le abandonaran, salvo las que dedicaba a aferrar, entre sus dedos crispados, edredón y sábanas. Y el otro aflojó la presión que, mediante sus brazos y rodillas, le separaban de la cama. Soltó sus muñecas y emprendió el sendero hacia su espalda, peregrinando a través del valle oculto bajo su camiseta. Arqueó lentamente la espalda, irguiéndose a horcajadas, deslizando lentamente una rodilla atrás, luego la otra, sin el menor atisbo de intención por alejar sus labios de su piel, más espacio del que formaba aquella tela. Y finalmente halló el final del camino, donde el valle más profundo se ocultaba bajo la tela azul oscura y desvaída. Dejó que sus dientes se hendieran en las costuras de la cintura, mientras sus manos se resbalaban por sus costados hacia las ocultas curvaturas, sobre las que se hallaba la cremallera.
Tanteó con cuidadoso descaro e intencionada torpeza en busca del botón y
-Creía que estabas sólo en casa -renegó, irguiéndose de costado sobre la cama, mirando hacia la puerta del dormitorio.
El joven rubio también miraba en aquella dirección. Entornó los ojos, acompañando el dramático gesto con un sonoro suspiro.
-Joder, yo también lo creía -gruñó, maldiciendo el ruido de las llaves rodar por el cuenco de cristal y cada taconazo de aquellos zapatos contra el suelo del pasillo.
El moreno se zafó de entre las piernas del rubio y se acomodó el pantalón, volviendo a abotonarlo. Luego se sentó en el borde de la cama, apoyando el mentón sobre su hombro y rodeándolo con sus brazos.
-Una lástima -musitó-, porque la próxima vez, te toca ser pasivo a ti.