Antonio Galvache y hermanos, pintores decoradores

Una vieja historia ambientada en una ciudad provinciana durante los años anteriores a la Guerra Civil Española, cuyo protagonista es homosexual, con drama, ternura y profundas contradicciones personales.

ANTONIO GALVACHE Y HERMANOS, PINTORES DECORADORES.

Por Beno Gutt

Una vieja historia ambientada en una ciudad provinciana durante los años anteriores a la Guerra Civil Española, cuyo protagonista es homosexual, con drama, ternura y profundas contradicciones personales

ANTONIO GALVACHE Y HERMANOS, PINTORES DECORADORES (I)

El niño Antonio Galvache descubre su homosexualidad y, adolescente, tiene su primer encuentro sexual.

Amigos de "Todorelatos", hace tres meses que estoy "malito" y he hecho lo que nunca había hecho: leer porno con simpatía. Me he reído mucho y he pasado ratos muy divertidos, de tal modo que me siento un poco deudor de los autores y amigo de los lectores, y me he decidido a enviar también yo mi relato, un poco atípico para esta página, porque también yo soy atípico en estas lides. Por eso creo preciso una presentación previa.

Soy casi un cincuentón, soltero empedernido, calentorro y cachondo, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni guapo ni feo, de lo más vulgar del montón. No os hablaré de mi vida sexual porque no vale la pena, no soy ni gay, ni bi, ni tri (detesto los encasillamientos), soy polimorfo como la vida misma y cuando hay hambre me gusta todo lo que es bueno. Como en la cocina española, los guisos han de ser elaborados a fuego lento y han de hacer "chup, chup" mucho rato. Soy profe de universidad y mis alumnos y exalumnos me aprecian bastante y no sé si aprenden mucho de mí, pero en mis clases ríen mucho. Escribo crónicas de arte en periódicos y revistas de mi ciudad; tengo el atrevimiento de decir lo que es bueno y lo que es malo en arte contemporáneo y de poner notas a los trabajos de mis alumnos. Por eso soy reacio a calificar los "relatos" que leo en estas páginas. Soy de derechas pero muy poco convencional, de modo que mis amigos son todos de izquierdas. A veces me dicen que soy cínico; más bien soy escéptico en casi todo, menos en el aprecio y el respeto a la gente, tal como es, en su sexo y en su dignidad más allá de su sexo.

Hace unos años salí en un programa de TV hablando de un pintor recién muerto, a quien conocía personalmente y del que hacían una exposición póstuma. Era un artista también atípico, "hiper-realista" en estos tiempos. Había sido dibujante forense y estaba especializado en pintar cadáveres y heridas traumáticas. Últimamente, cuando se sintió morir, pintó una "Pietà", en la que aparece, con asombroso realismo y una luz mágica, el cadáver totalmente desnudo de un joven torturado, blanco como la cera, y lleno de hematomas, sobre la falda de su madre. Todo el mundo conoce este tema. El pelo del joven estaba lleno de coágulos de sangre. La crítica "progre" ignoró la exposición; un católico intransigente rasgó con una navaja el cuadro por indecente. Como pude, expliqué a los televidentes los pros y contras de esa pintura y abogué, como hago siempre, por la libertad creativa también de los que no son progres en la gran selva del arte contemporáneo, por eso soy de derechas.

Pocos días después del programa, me telefoneó un señor pidiéndome una entrevista a título personal; a toda costa quería tener una larga conversación conmigo. Le di fecha y hora y el día fijado se presentó a mi estudio particular un viejecito de ochenta y muchos años, alto, flaco, muy atildado, perfumado y cuidado en su manera de vestir. Mi primer mal pensamiento fue: "un maricón viejo que quiere hacer testamento y quiere un expertizaje gratis aprovechándose de las circunstancias". Mis malos pensamientos suelen ser de este género y por suerte casi siempre me equivoco. Me dijo que se llamaba Antonio Galvache y que cuando me oyó por la tele, se dijo: Esta es la persona con la tengo que hablar: ni un cura ni un juez. Tenía los ojos llorosos y me dijo que el cadáver desnudo de la "Pietà" le había impresionado terriblemente hasta hacerle dar ese gran paso, explicar su historia a alguien que pudiera comprenderle y no le juzgara. Aquel cadáver le evocaba el recuerdo nunca olvidado de su hermano Miguel, con el cráneo destrozado, que él tuvo en su regazo hacía la friolera de 56 años.

Bebimos algo, me pidió calma y tiempo y empezó a contarme una historia alucinante. El anciano se iba de un tema a otro y cuando le interrumpía con preguntas y precisiones, perdía el hilo y era peor. Se trataba de algo muy personal y me supo mal conectar la grabadora, opté por tomar notas a pluma que vuela, y Antonio al denotar mi interés hablaba y hablaba, mezclándolo todo. Lástima que las notas que tomé y que conservo se refieran especialmente al tema profesional de la "pintura decorativa popular en la primera mitad del siglo XX", pero guardo bien el recuerdo y los principales datos biográficos para poderles contar esta interesante historia, en la que no faltaron abundantes referencias a la vida sexual del protagonista, pero evidentemente nunca entró en detalles. Estos, haciendo de tripas corazón, me los he inventado a partir de lo que sé de estas cosas; pero me he abstenido de echar sal gorda, porque no es mi estilo. Desde ahora hablaré en primera persona, como si Antonio Galvache explicara su propia historia.

Éramos tres hermanos que nos llevábamos justamente dos años cada uno. Yo, Antonio, el mayor, alto y espigado, moreno de pelo, pero de piel muy blanca y sensible, ojos verde botella, callado e introvertido; de niño no me gustaba jugar a la pelota ni mezclarme con los demás, me pasaba la vida mirando lo que sucedía a mi entorno y sabía que más allá de mi pueblo de Martigalejo había un mundo muy grande que desconocía y que me atraía. Mariano, era el segundo y era bastante más bajo que yo, como mi madre, le gustaba charlar y cuchichear con todo el mundo, se metía en peleas y habitualmente salía perdiendo, pero no aprendía; era y siempre lo fue una mediocridad. Miguel, Miguelín le llamábamos nosotros, era una mezcla de mi padre y de mi madre, también era alto, pero era parlanchín, juguetón, y tenía un corazón de oro, me idolatraba y pasaba a mi lado largos ratos haciéndome preguntas de toda clase hasta cansarme, pero en realidad era porque no podía soportar verme triste.

Vivíamos en una majada, a media hora del pueblo y teníamos unas hectáreas de tierras de secano plantadas de olivares y almendros, un pequeño rebaño de cabras y ovejas, y un corral donde convivían gallinas, conejos, y un par de cerdos. Allí íbamos todos a hacer nuestras necesidades. Los tres hermanos orinábamos juntos y concursábamos a ver quien llegaba más lejos. Dormíamos los tres en el mismo cuarto y en invierno en la misma cama para darnos calor, porque no teníamos mantas para todos, por eso nuestros cuerpos no tenían secretos, nos tocábamos y nos hacíamos cosquillas y así fueron nuestros primeros escarceos con el sexo. No podía ser de otra manera. Ya desde entonces, los doce y trece años, tuve la certeza de mi homosexualidad: no me interesaban las niñas, ya que mi mundo era el que conocía y el que dominaba, la masculinidad de mis hermanos.

Íbamos a la escuela con bastante regularidad, sobre todo yo, que quería aprender y marchar del pueblo. Don Teodoro, el maestro, me prestaba libros de aventuras y de tierras lejanas que me avivaban la imaginación. El mismo día que cumplí catorce años dejé de ir a la escuela y a la semana siguiente mi madre me llevó a Cuenca, a ganarme la vida por mi cuenta. En casa, ni yo quería estar, ni mis padres me veían con temperamento de pastor y agricultor. Tía Felisa, hermana de mi madre que estaba casada con un ferroviario de la capital, se encargó de encontrarme un trabajo y darme cobijo en su pobre casa.

La situación no era fácil. Ni mi tío el ferroviario –alcohólico- ni mis primos, brutos como animales, todos mayores que yo, me querían en casa, porque no había sitio para compartir. Pero tía Felisa, que era cojonuda como mi madre, se cuadró y les dijo: - ¡Como hay Dios, que Antoñito se queda en esta casa y no le echáis al arroyo, malparidos!" En el cuarto donde guardaban las escobas y la leña, me colocaron un jergón, un palanganero con agua para lavarme y un orinal, que mi tía vaciaba por las mañanas. Cuando me despedí de mi madre, no lloré, pero me sentí infinitamente solo en un mundo desconocido y hostil, donde tenía que abrirme paso al precio que fuera.

El oficio que me encontró mi tía resultó providencial: aprendiz de pintor de paredes. Me presenté y se trataba de una cuadrilla de seis pintores. El jefe se llamaba Segundino, tenía algo más de treinta años y a mi me parecía muy mayor, era el "primoroso" que una vez que los oficiales habían pintado las paredes según el color elegido por él, entraba al ataque pintando florecillas y arabescos, entrelazados y festones. Se le consideraba el "artista" de la empresa. Los otros eran también mayores, todos casados; el más joven era Victorián, que tenía dieciocho años, y había dejado de ser aprendiz para pasar a oficial. Yo le substituía y él se encargaba de darme las instrucciones y enseñarme a realizar las tareas más elementales, lavar pinceles, cocer la cola de conejo hasta darle la pegajosidad justa, conocer los colores que adquiríamos en polvo. Enseguida me gustó el oficio y todos me trataron bien; la mayoría de las bromas que me gastaban no las entendía, pero poco a poco fui cogiendo la onda. No eran malos, sólo eran groseros; era cuestión de soportar las bromas, algunas bastante pesadas, pero ya a los quince días me había hecho el propósito firme de que un día no lejano, yo sería como Segundino, es decir artista, pero mucho mejor que él.

No habían pasado diez días, que una vez Victorián a la salida del trabajo ya de noche me dijo: -"Sígueme". Le pregunté: "¿A dónde?" . Respondió: "Somos amigos, ¿no? Fíate de mi y no te arrepentirás". Íbamos por callejones oscuros desconocidos por mí; me llevaba deprisa, nervioso, apretándome fuertemente del codo. Al llegar a un almacén, abrió una puerta y me dijo: "Entra sin miedo". Las pulsaciones del corazón se me aceleraban. No tenía la menor idea de lo que quería Victorián, pero mis delgadas piernas temblaban y tenía el estómago encogido. Entré en la oscuridad y allí mismo, detrás de la puerta que Victorián cerró, me tomó por los hombros, me apretó fuertemente y me dijo muy serio: "¡Hazme una paja!". –"Una ¿qué?", dije yo sorprendido y perplejo. –"¿Nunca te has hecho una paja?" Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y podía ver la cara de extrañeza que ponía Victorián. –"Pero ¿qué es eso?", le preguntaba yo con ansiedad. Victorián sonrió con mofa. –"Antoñito, tu eres un trabajador, ¿es posible que aun seas como un niño de doctrina?" Y sin decir ni una palabra se puso manos a la obra. Me abrió la bragueta y me sacó la pija y las bolas. Las tocó acariciándome todo el aparato y comentó entre risas: "Es muy suave, parece de seda, casi no tienes pelos, es como la de un niño, es casi tan larga como la mía, pero es delgada y parece un gusano". "Eso tiene una solución muy fácil,- dije- yo cuando quiero hacer eso me lo hago así" Y empecé a frotarme la pija con la mano despacio y rítmicamente. "¡Pues eso se llama hacerse una paja!, pero tu lo haces como una puta. Los hombres lo hacemos así" y empezó a masajeármela fuertemente, que casi me hacía daño. Al momento mi pija se puso derecha como un pararrayos. "¡Joder, no me esperaba esto de ti. La tienes para parar un tren. Esto hay que verlo para creerlo!" A los tres minutos me corría en su mano. El no sabía qué hacer con mi semen, por el suelo encontró un saco y se limpió la mano viscosa y me advirtió enfadado. "Eso se avisa antes. No me lo vuelvas a hacer más, si no te lo haré lamer". Yo quedé avergonzado y más cuando me dijo, "Muchas bolas, pero poca leche y además no es la propia de un hombre, parecen los mocos de un crío. Ahora te toca a ti, a ver si has aprendido"

Hice exactamente lo que él me había hecho; su pija estaba parada y era algo más gruesa que la mía, pero más basta y rugosa, con un prepucio largo de manera que le sobraba piel. Era diferente a la mía, pero también era bonita, me gustaba, la habría besado, pero temí que Victorián me llamara puta, así que comencé a frotar. Lo hacía suavemente y con mucho cariño, pero Victorián me cogió la mano y me dijo: "Así ", marcando un ritmo trepidante, bestial, agresivo. "Te quiero como amigo, pero no como marica, ¿me entiendes?" A los dos minutos Victorián eyaculaba en mi mano sin avisar. Yo hice lo mismo que había hecho él, limpiarme con el saco y después con el pañuelo, le miré a los ojos y no le dije nada. Victorián me abrazó fuertemente como hacen dos amigos y me dijo al oído: "Antoñito, eres mejor que yo, me gusta mucho estar a tu lado, siempre serás mi amigo y esto lo repetiremos muchas veces".

Por primera vez miré a Victorián de otra manera, no solamente era un buen amigo, había sido mi iniciador sexual. Yo tenía catorce y él dieciocho años, él era más fuerte, pero no más apuesto que yo, mi relación con él no era la de hembra y macho dominante, sino la de dos chicos totalmente masculinos que compartían su hombría y su amistad, dándose placer. Pero, uno más mayor, otro casi un crío, todavía tenían que aprender mucho del sexo y de la vida, entre otras cosas que nada hay que pueda darse por definitivo y que "cada caminante ha de recorrer su camino".

ANTONIO GALVACHE Y HERMANOS, PINTORES DECORADORES (II).

Lucha tenaz de un joven homosexual en una ciudad provinciana para abrirse paso en la vida al precio que sea.

El sueldo de aprendiz que ganaba no me daba ni para comer. Suerte que tía Felisa me dejaba en el cuarto manzanas, nueces y alguna que otra tortilla sin que lo supieran sus brutos hijos, a los que ni veía.

Victorián se convirtió en mi amigo inseparable. A pesar de ser mayor, no era más alto que yo, ni tampoco especialmente guapo, era cuadrado y fuertote, a veces rudo pero leal y sincero. A menudo en el trabajo nuestras miradas se cruzaban y Victorián me sonreía pícaramente. Un par de veces a la semana, a la salida del trabajo, me llevaba "a hacer cosas". Había descubierto un lugar seguro y más confortable que el almacén. Era el pajar de casa de su abuela, a las afueras de la ciudad. Nos caía lejos pero nos gustaba andar juntos en la oscuridad sin decirnos nada. Allí, sobre el heno y la paja nos desnudábamos de cintura para arriba y comenzábamos a revolcarnos como si jugáramos a luchar y siempre acabábamos haciéndonos la consabida paja. De este modo, sin que nadie nos enseñara nada, aprendimos por instinto y experiencia los secretos del sexo entre hombres. Aprendimos a besarnos no con morosidad, como se hace con las mujeres, sino con golpes de legua y pequeños mordiscos en los labios. Descubrimos el placer de las caricias y del lamer todo el cuerpo, pero no con flojera sino dándonos fuertes masajes hasta hacernos un poco de daño. Finalmente un día Victorián me pidió que le chupara la pija, pero no como lo hacen las putas sino solo como lo hacemos nosotros.

Yo lo deseaba hacía mucho tiempo, aunque nunca lo había hecho ni lo había visto hacer. Cometí muchos errores como el morder, que él corrigió severamente, hasta que llevado por la intuición acerté a encontrar un equilibrio entre la fuerza ejercida por la mano, el frote de la lengua y de la boca y un ritmo vigoroso y excitante. Por primera vez le oí gemir de placer echando su cabeza hacia detrás. Fue un momento indescriptible cuando acabó en mi boca y me tragué todo su semen. Era la primera vez y noté que sabía como la tapioca, algo salado, suave aunque consistente, nada especial, pero descubrí que no me daba asco ni lo asociaba ya con los mocos de la nariz ni con los escupitajos. Victorián me dijo: "Antoñito, lo tuyo es mucho mejor que lo que me hacen las putas. Nunca he sido tan feliz con nadie." Después me lo hizo él, pero también mordía y no me dio satisfacción. Fui yo quien poco a poco le enseñé a hacérmelo, como yo se lo hacía, pero con más suavidad, tomándole la cabeza con mis manos y marcándole el ritmo que yo deseaba. Posteriormente vino el sexo anal. Nos costó mucho llegar a él. Victorián no llegó nunca a encontrar placer en ello, yo sí pero no me volvía loco. Victorián lo consideró siempre algo de putos y maricones.

Las relaciones con Victorián duraron tres años. Nunca me enamoré de él, pero por las noches, solo en mi jergón, soñaba en su cuerpo, en sus pectorales, en sus sobacos, y añoraba su mano acariciándome el canal de la columna vertebral de mi espalda. Un día Victorián me anunció en el trabajo que se había echado novia. No me extrañó, era lo natural; sentí pena al pensar que nuestros encuentros acabarían. Un domingo los encontré en la calle y la conocí. Era pequeña, regordeta y tetuda, bastante fea para mi gusto. A los quince días, Victorián me pidió volver al pajar de su abuela. Su novia no le dejaba hacer nada, ni siquiera le permitía besarla y cuando la toqueteaba, ella le pegaba en la mano y se ponía furiosa. "Antoñito, -me dijo- lo tuyo, lo nuestro es diferente y no puedo pasar sin ti". Me callé, sonreí y nos fuimos al pajar como si nada hubiera sucedido.

Cada día aprendía más y mejor el oficio de pintor y me gustaba el trato campechano de mis compañeros de trabajo. Muchos de ellos me daban comida y me hacían encargos de comprarles tabaco solo con pretexto de darme una propina. Nadie sospechó ni me comentó nunca el carácter de mi "especial" amistad con Victorián. Ahora creo que en aquellos años, - eran los de la Primera Guerra Mundial-, en Cuenca, todo el mundo hacía la vista gorda. Ese tipo de relaciones oficialmente no existían y, si se daban, había una sabia ley del silencio y de no entrometerse nadie en esos asuntos escabrosos.

Algunos días Victorián me llevaba a El Metro. Era una taberna de mala muerte, en un sótano – para acceder se tenían que bajar muchas escalera, por eso tenía ese nombre-. Allí Victorián se encontraba con sus amigotes de siempre, los de su edad. Bebían vino tintorro de la peor calidad, jugaban a cartas sin dinero, porque nadie tenía un real, y cuando se caldeaba el ambiente tenían conversaciones guarras. Explicaban lo que hacían con sus novias, lo que les gustaría hacer o lo que se inventaban, los viajes de tal o de cual a los prostíbulos de Madrid. Yo escuchaba mudo, no sabía nada de eso. Temí que algún día Victorián bebiera más de la cuenta y dijera algo de lo nuestro. Un día, mi presencia pasaba tan inadvertida, que uno de los chavales refiriéndose a mí, mencionó "al chico puto de Victorián". Sentí como si se me tragara el mundo. Por suerte Victorián se levantó deprisa y dio un fuerte puñetazo al centro de la cara del insensato, que inmediatamente empezó a sangrar abundantemente por la nariz. Todos los demás se pusieron de parte de Victorián y mía y recriminaron al bocazas que corrió hacia el lavabo. Victorián echando fuego por los ojos dijo: "¡Que no vuelva a oír eso nunca más, si no aquí pasará algo gordo!". Nos marchamos y juré no poner más los pies en El Metro. Al cabo de un tiempo, Victorián se fue a la mili. No hicimos ninguna despedida especial, nunca más supe nada de él, en realidad ni siquiera sabía su apellido, a pesar de los tres años que habíamos pasado juntos, pero su recuerdo me ha acompañado toda la vida.

Al terminar el trabajo me sobraba tiempo y no tenía dónde ir. Se me ocurrió apuntarme a las clases de dibujo de la Academia Peláez, pero iba muy escaso de dinero y no sabía de dónde sacarlo. Mi tía Felisa me encontró un pequeño trabajo y me avanzó la primera mensualidad para pagar las clases. Don Ruperto Peláez era de Madrid y tenía toda la carrera de Bellas Artes. Se casó en Cuenca, donde su mujer tenía una mercería, y él daba clases de dibujo y pintura sin pena ni gloria. Todo consistía en copiar láminas de vegetales, paisajes, narices y manos. Los más aprovechados pasaban a copiar esculturas de yeso y aquí se acababa la carrera de arte que se podía hacer en Cuenca. Don Ruperto me acogió con simpatía y me dijo que tenía cualidades, lo que me animó mucho, pues él era de Madrid y debía saber lo que se decía.

La sorpresa mejor fue el nuevo trabajo que me ofrecieron por mediación de mi tía. Había cumplido ya los quince años y me había desaparecido la inicial timidez y cohibición, de manera que en medio de mi seriedad natural había aprendido a desenvolverme con espontaneidad y gracia. Me presenté a casa de los señores Ferrer de la Vega para que me conocieran y me confirmaran el trabajo. Eran unos de los más ricos de la ciudad, terratenientes y amos de la harinera y de una fábrica de sopas y fideos. Doña María Luz así que me vio, dijo "perfecto", me hizo andar por el pasillo, se interesó por mi trabajo y mi situación familiar. Al cabo de un rato me dijo que fuera inmediatamente a casa del sastre, que ya me esperaba. Allí me tomaron medidas y me hicieron dos uniformes, uno ordinario y otro de gran gala: pantalón negro, chaquetilla con botones dorados y cordonaje, camisa hecha a medida y corbatines de varias clases, zapatos negros de charol y gorra de plato para salir fuera de casa. Sería el botones de los domingos por la tarde, que era el día de recepción en aquella casa. Los domingos ya comía allí, con las criadas, y aquel día me quitaba el hambre de toda la semana. Mi trabajo comenzaba a partir de las tres de la tarde, cuando llegaban los invitados al café; a las cinco se servía el te con otros invitados y a las siete empezaba la soiré, en la que se daba siempre un pequeño recital de música o canto. Mi oficio consistía en abrir la puerta a los invitados y tomarles los abrigos y sombreros, anunciar su llegada a los señores y acompañarlos al salón. Después servir el café y el te junto con otras dos criadas jóvenes vestidas de uniforme negro y delantalitos blancos de "frivolité".

Ya el primer día, una señora mayor preguntó a Doña María Luz, de dónde habían sacado a ese chico tan guapo. Me puse colorado y bajé los ojos. A los pocos domingos noté que muchos señores me miraban y me repasaban de arriba a bajo y que cuando les tomaba el sombrero estiraban los dedos para tocarme la mano. Al principio temblaba, pero me fui acostumbrando a no hacer caso y a comportarme con toda naturalidad y cortesía. Cuando servía el café o el te algunos me rozaban el culo con su brazo o con la mano, cosa que no hacían con las dos chicas. Nunca esquivé ninguna mano ni dejé de sonreír a nadie. También frecuentaba la casa de los Ferrer de la Vega un famoso canónigo, que me miraba con la misma voluptuosidad que los demás hombres. Un día me abordó y me dijo que no me había visto nunca por la catedral y que fuera a verle. Yo le contesté, mintiendo pero con todo aplomo, "Yo voy siempre a Santo Domingo", que es una iglesia de frailes que hacen la competencia a los canónigos. Con esto zanjaba definitivamente la cuestión. Un día, un tenor gordo como un capón, después de su actuación, al momento de irse me empujó hacia una habitación que daba al recibidor y empezó a sobarme descaradamente y contra mi voluntad. Me resistí y grité y cuando vino Doña Maria Luz, aquel tenor se marchó precipitadamente dando traspiés por la escalera y nunca más volvió a poner los pies en aquella casa. Doña Maria Luz me dio un gran beso en la cara y me dijo: "Antoñito, mi vida, eres un chico muy guapo y esto en la vida te ayudará, pero también te traerá problemas. Has de saberte hacer valer y respetar como has hecho hoy".

Estuve casi tres años en casa Ferrer, de los quince a los diecisiete o dieciocho. Allí conocí a toda la gente rica e importante de la ciudad. Tenía la edad de crecer y toda la ropa se me quedaba pequeña a los pocos meses. Doña María Luz, que me quería mucho, me proporcionaba la ropa usada de sus dos hijos, que tenían más o menos mi misma edad y talla, y que estaban internos en un colegio de jesuitas. Ella misma me probaba la ropa y me mandaba hacer los retoques necesarios. Un día al darle las gracias, me retuvo, me besó la frente y la mejilla y apretándome el codo con su mano me susurró al oído: "Antoñito, mi ángel, hacerte el bien a tí es la manera más bonita y agradable que tengo de ganarme el cielo". Entonces supe que me quería con una especie de amor maternal de segundo orden. Cuando en la Guerra Civil del 1936 los revolucionarios mataron a su esposo Don Dámaso Ferrer de la Vega y a sus dos hijos, cuya ropa había aprovechado, lloré a lágrima viva y, a pesar de muchas de mis convicciones, con toda mi alma deseé que ganaran la guerra los contrarios.

Al salir del trabajo, y hasta para ir a la academia, me vestía como un dandi con la ropa de los chicos Ferrer, de modo que en la calle llamaba la atención y muchos se giraban al verme pasar. Las chicas se me comían con los ojos y yo me sentía el rey del mundo, a pesar de no tener ni un real.

Un día Don Ruperto Peláez me dijo que pensaba hacer grandes reformas en la academia y que contaba con mi colaboración. Se suprimirían las clases nocturnas de dibujo y se substituirían por unas sesiones selectas de dibujo de academia al natural. De momento ya se habían apuntado seis pintores y se esperaba que asistirían diez o doce. Don Ruperto me había escogido a mí como modelo de desnudo masculino y a su sobrina Flora para el femenino; yo tres días a la semana, de ocho a diez de la noche, y Flora sólo dos. La matrícula era cara y mi sueldo, por seis horas semanales, superaba con mucho lo que ganaba con la cuadrilla de pintores de Segundino, de la que ya era oficial. No me lo pensé dos veces e inmediatamente di mi conformidad. Tenía dieciocho años, mi cuerpo en el trabajo se había hecho fuerte y tenía una musculatura más que aceptable. Había llegado el momento de decir adiós a los Ferrer de la Vega, pues había dejado de ser un adolescente y me sentía un hombre, que ya no sirve para hacer de botones.

Un día tía Felisa me avisó que mi padre se había muerto y que fuera corriendo a Martigalejo. Me sentí culpable de haberme desentendido de mi familia y corrí para llegar al entierro. La gente me miró con extrañeza al bajar de la tartana en la que había llegado: iba vestido de señor y llevaba un reluciente maletín con mis pertenencias como si fuera un millonario. Una abuela, amiga de casa, me paró para increparme: "¡Mal hijo, descastado, no sabes lo que han sufrido los Galvache mientras tu te lo pasabas bien por la capital!". En el cementerio, aun pude ver el cadáver de mi padre, pero no podía llorar. Sentía un dolor seco y un grave sentimiento de culpabilidad. En casa besé a mi madre que parecía una anciana, a pesar de tener solo cuarenta y dos años. Se habían tenido que vender todo el rebaño para atender la enfermedad de mi padre. De las últimas cosechas no habían sacado casi nada. Mis dos hermanos, de catorce y dieciséis años se habían tenido que poner a trabajar en una majada vecina, sólo para que les dieran de comer, sin sueldo. Lloré y les juré que antes de seis meses me los llevaría a todos conmigo y que yo les abriría paso en la vida al precio que fuera.

ANTONIO GALVACHE Y HERMANOS, PINTORES DECORADORES (III). La Academia Peláez era algo más que una academia de dibujo.

Don Ruperto había hablado con sus amigos de Madrid y se disponía a hacer el negocio de su vida. Se arriesgaba mucho, pero es que nunca había hecho nada. En la sala trasera de la academia se habían cegado balcones y ventanas para evitar la indiscreción de los vecinos y se había convertido en un pequeño hemiciclo en degradación, donde cada pintor gozaba de una visión completa del modelo, iluminado por grandes pantallas eléctricas. El modelo posaba totalmente desnudo y con el cuerpo rasurado sobre un podio donde tenía que mantener una pose en absoluta quietud.

En Cuenca no se había hecho nunca una cosa como ésta, por lo que se llevaba este asunto con un discreto sigilo. Los pintores pagaban por sesión. Los modelos tenían un sueldo fijo. Las poses eran las clásicas de las academias, fijadas unas por la tradición secular, otras eran la copia exacta o una pequeña variación del álbum de academia que había pintado en Roma Mariano Fortuny, en el siglo XIX. Entre ellas figuraban: el condesito (reposo de pie y frontal), el segador, el lancero, el discóbolo, el tocador del pífano, el crucificado, el cargador del muelle, y la más difícil de mantener, el cantarillo, aguantando un jarra pesada para que se marquen bien los bíceps y una pierna flexionada de modo que todo el peso cae sobre una sola pierna. Cada semana se cambiaba la pose una o dos veces, según la dificultad que encontraban los dibujantes.

Antonio explicó: el primer día, me desnudé con toda naturalidad, me coloqué en el podio y adopté la postura del tañedor de campanas, mirando hacia lo alto, piernas semiflexionadas y tirando de unas cuerdas que pendían del techo. Mi desnudez no me dio ninguna vergüenza, me sentía una escultura viviente y miraba con halago la inspección y la dedicación que aquellos artistas dedicaban a mi cuerpo. La sesión comportaba cuatro descansos. Algunos pintores se acercaron a mirarme de más cerca las facciones y los músculos, y hasta quisieron tocar. Yo por mi parte no pude resistir la tentación de mirar los dibujos que me estaban haciendo. Todos felicitaban a don Ruperto por la elección del modelo, bello, dócil e impasible, como una estatua de Miguel Angel pero viva y transpirante. Don Ruperto sonreía satisfecho.

No sin extrañeza vi que algunos pintores se abstenían de modelar detalladamente toda mi zona genital, para sugerirla simplemente con unos pocos trazos; otros en cambio la trataban con idéntico interés que el resto del cuerpo; había uno, bastante sinvergüenzón, que se tomaba la licencia de pintarme el falo bastante más largo y grueso de lo que era en realidad y con una cierta erección que no tenía. No me enfadé, sonreí a todos y nunca protesté de los supuestos abusos; sabía que me convenía ser transigente y que todo podía redundar en bien mío.

A los pocos días, empezaron a llegar algunos visitantes especialmente invitados por Don Ruperto, que se colocaban al final del hemiciclo, sentados y mirando en absoluto silencio.

Por mi sexto sentido noté que me miraban con una insistencia demasiado elocuente. Cerré los ojos y temí que no me sobreviniera una erección que podía suscitar un pasmo general. Respiraba hondo y empecé a pensar lo que podía sucederme en un futuro no muy lejano. Sentía repugnancia y halago al mismo tiempo. Pensé en mis hermanos y en mi compromiso hacia ellos y me decidí a afrontar con coraje lo que pudiera sobrevenirme, pero sacando el máximo provecho de las circunstancias.

Pronto aprendí a discernir los buenos pintores de los mediocres, procurando ser amable con todos, pero ganándome el favor especialmente de tres profesionales que frecuentemente se desplazaban de Madrid solo para pintarme durante dos horas y se alojaban en el hotel Londres. También me di cuenta de que entre los mirones los había de muchas clases; unos eran vulgares lujuriosos, otros sin embargo además de mirarme atentamente se interesaban por la obra de los pintores que adquirían a precios considerables que reportaban un incremento de ganancias a Don Ruperto. Cuando lo supe con certeza, fui a hablar con el director diciéndole que como modelo también a mí me correspondía alguna ganancia de los dibujos vendidos. Don Ruperto me fulminó con la mirada y me sentenció con la mayor seriedad: "Si quieres obtener ganancias extra, tendrás que realizar trabajos extra". Mi presentimiento se veía confirmado, así que me preparé mentalmente para lo que me iba a suceder. Iba a ser puto, así tal como suena. Pero no veía otro camino para obtener el dinero que necesitaba y mi nuevo oficio, siempre tendría la protectora cobertura del arte.

Finalmente llegó el día fatídico. Don Pablo Castanera, el amo de la mejor casa de muebles de la ciudad, figuraba como invitado de Don Ruperto. Conocía a Don Pablo de las visitas dominicales en casa de los Ferrer de la Vega. Desnudo, ya antes de posar, me saludó amablemente, casi paternalmente y me dijo que él también amaba el arte y que le gustaría comprar un buen dibujo de mi figura para tenerlo en su casa. Durante un buen rato de la sesión estuvo mirándome fijamente a los ojos y no cesó de sonreírme y de mojarse los labios con la lengua; al final se fue. En el primer descanso Don Ruperto me llamó y me dijo: "Antoñito, ya sabes lo que te quiero, pero ha llegado el momento de decidirte y ahora mismo me has de decir sí o no. A las diez en punto Don Pablo Castanera vendrá a buscarte, porque quiere pasar un buen rato de asueto contigo. Tu ya me entiendes, solo tienes que complacerle y te juro que es un buen hombre y que no te arrepentirás de ello. Tendrás tu dinero extra y muy superior al que pedías de la venta de los cuadros". Solo sonreí y asentí con la cabeza como un autómata.

El resto de la sesión no hice otra cosa que pensar en lo que podría sucederme. Con Don Pablo, casado y respetable, que podía ser mi padre, no había peligro de indiscreciones ni de intenciones perversas. Solamente me angustiaba si sería capaz de complacerle y si mi cuerpo respondería a sus estímulos. Hacía muchos meses que no tenía ningún contacto sexual y desde la muerte de mi padre ni me pajeaba. ¿Qué cara le pondría cuando le viera por la calle? Después de él vendrán cien, me decía, antes de empezar tendría que saber cómo se puede salir de ese laberinto. El pulso resonaba en mi cabeza, toc, toc, toc... El reloj corrió más rápido que ningún día y de pronto ya me vi vistiéndome ante la mirada sonriente y complacida de Don Pablo, que ya había hablado y arreglado el asunto con Don Ruperto.

Bajando las escalera, me puso la mano sobre el cuello y se acercó a mi oído para decirme: "Antoñito". "Antonio" le corregí inmediatamente. Me acarició la barbilla: "No te enfades. Seguramente es la primera vez que lo haces con una persona mayor, pero ya verás que te gustará y te prometo no hacerte nada que tu no quieras". Me calmé y me infundió confianza. Entramos por la puerta trasera de su almacén, encendió la luz de una lamparilla y nos encontrábamos en un salón donde había al menos veinte camas de matrimonio. Riendo de buen humor, me dijo: "¿A que no te lo esperabas? Escoge la cama que quieras". No pude menos que echarme a reír. Busqué un lugar discreto y me encontré con una cama de talla Luis XV, con estucos y dorados. Le señalé: "Aquí", y me acordé del pajar de la abuela de Victorián. Sonreí y pensé que en pocos años había recorrido un buen trecho. "Don Pablo, cuando quiera" y empecé a desnudarme. "No, jovencito, ves despacio". Se sentó a mi lado y me atrajo poniéndome su fuerte brazo por el hombro. El primer día que te vi vestido de botones en casa de los Ferrer, ya me gustaste y te he tenido en sueños y en mi imaginación miles de veces. Por eso, para mi aun eres y serás siempre Antoñito, el chico guapo de casa Ferrer". Me acariciaba el pelo dulcemente y me miraba con los ojos húmedos. Nunca nadie me había hablado así, tenía un nudo en la garganta y una gran perplejidad nublaba mi mente. Nunca había sabido formular mis sentimientos verbalmente, ni lo había visto hacer a nadie. Continuaba callado como un muerto y mi posterior reacción fue la de besarle rozando mis labios con los suyos. Sólo entonces, cuando percibió mi consentimiento y entrega empezó a tocarme la cara y a besarme sin forzar, me desnudaba como si fuera un niñito y yo le dejaba hacer. Me trabajó todo el cuerpo sin hacer demasiado caso a mis genitales. Yo quise corresponderle, acariciándole su pecho velludo pero no demostró gran interés. Solo al final nos tocamos las pijas y nos las pusimos en la boca mutuamente hasta corrernos. Sólo hubo un orgasmo, pero sentí mucha ternura y al final me sentía gozoso y lleno de paz. Mi conciencia se encontraba tranquila. No había tenido que hacer de puto, sino solo de niñito bueno, era esa especie de inocencia original que todos llevamos dentro y que cuando aflora nos sorprende porque la dábamos por perdida irremediablemente.

A la siguiente sesión, Don Ruperto me felicitó y me dijo que me preparara porque ya tenía una larga cola de "clientes". Entonces me sentí muy mal, pero no tenía otra alternativa que continuar. Muchos de esos "señores" eran amigos entre ellos, bastantes pertenecían al Casino, donde había corrido el "mejunje" que se cocía en la Academia Peláez. Estos eran por lo general vulgares, obsesionados especialmente por el sexo anal y no me gustaban mucho. Los viejos conocidos de casa Ferrer de la Vega eran más sofisticados y sus encuentros mucho más gratificantes. A los tres meses de "carrera" me di cuenta de que en el fondo siempre era lo mismo; una eterna repetición con ligeras variantes de unos mismos gestos y posturas, en búsqueda de algo que llegue muy adentro y que sólo produce unos instantes de ilusión, para volver a empezar el día siguiente. Me costaba no caer en la rutina y proporcionar a cada persona un ratito de ensueño que se parezca a la felicidad. Mientras mi sensibilidad se endurecía cada vez más, mi cuenta bancaria aumentaba prodigiosamente, sin que mi tía Felisa notara nada extraño.

Un día Don Ruperto me anunció en tono triunfante que aquella noche tendría plato especial. Los tres pintores de Madrid, hacia los que tenía tanta simpatía, habían solicitado mi servicio. Alegué que habíamos quedado que no atendería a más de un cliente cada día y Don Ruperto se puso a reír y me espetó: "Es que son los tres en uno", van los tres juntos y han pagado un suplemento para que les atiendas simultáneamente. Los tres eran guapos, jóvenes, simpáticos y juerguistas, pero tenía una gran incertidumbre de lo que me podía suceder. Sin embargo la curiosidad morbosa prevaleció a la precaución. Durante toda la sesión de academia los tres estuvieron guiñándome el ojo y provocándome para ver si me empalmaba. Resistí sonriéndoles y pensando que pronto mi madre y mis hermanos podrían juntarse conmigo en Cuenca. Mientras posaba desnudo, aguantando con la derecha una lanza y teniendo la otra mano apoyada en jarra en mi cintura, en mi mente iba haciendo números y sabía que las cuentas cuadraban.

Al final de la sesión esperaron a que me vistiera y me llevaron al hotel Londres como si fuera un trofeo que habían ganado. Me explicaron que sus dibujos en Madrid se vendían como rosquillas y que muchos "señores" los tenían enmarcados en el baño para masturbarse viéndome a mi. Después de cenar, del café, copa y faria, nos reunimos en la habitación de uno de ellos donde había dos camas y allí comenzó la orgía. Las cochinadas que decían no tenían nada que envidiar a las de los chavales de El Metro. Estaban totalmente desinhibidos y abiertos a hacer las combinaciones más impensables entre ellos, actuando yo como invitado de honor. Hubo un momento en que me vi mamando la pija de uno, recibiendo por el culo la del otro y masturbando desesperadamente al tercero que tenía prisas de correrse porque llevaba más de una hora empalmado y la pija ya le hacía daño. Acabé agotado, los orgasmos fueron numerosos y el culo me dolía como nunca. Prometí no repetir aquella experiencia nunca más. Un propósito muy débil, puesto que al final, cuando ya me iba, después de darme un beso cada uno, me alargaron tres billetes de los más gordos, diciéndome: "Esto es de parte nuestra, además de lo que ya hemos abonado a Don Ruperto, porque te estamos agradecidos y te queremos mucho". Nunca nadie me había alargado una propina que superaba el sueldo.

A la mañana siguiente, mandé el encargo a Segundino de que no podía ir a trabajar y me dediqué a ver pisos céntricos, grandes y soleados porque me sentía ya en condiciones de comprar uno y llamar a los míos para que vivieran conmigo. Encontré lo que buscaba, pero era algo más caro de lo que había calculado. Fui a consultar a Don Pablo Castanera, el de los muebles, y me dio un abrazo que casi me descoyunta el esqueleto. "No sabes la alegría que me das pidiéndome un favor. Déjalo todo de mi mano y dalo ya por hecho". En realidad el favor consistió en firmarme un aval de un préstamo en la Caja de Ahorros, por el que Castanera, los Ferrer de la Vega y otro "amigo y cliente" salían fiadores míos de una cantidad muy superior a la que había pedido, para que mi familia pudiera vivir unos meses con cierto desahogo.

La semana siguiente llegaron a Cuenca mi pobre madre, con la salud muy deteriorada, y mis dos hermanos, a los que iba a dedicar toda mi vida.

ANTONIO GALVACHE Y HERMANOS, PINTORES DECORADORES (IV). Los hermanos Galvache, finalmente pintores, conocen el éxito y Antonio, el homosexual, llega a la madurez de su personalidad dominante.

Mi madre y mis hermanos creían que todo era un sueño. Don Pablo me había dado muebles para toda la casa, que nunca pretendió ser señorial. Yo sabía perfectamente que éramos trabajadores acomodados y que esa era nuestra exacta posición social. Segundino aceptó a mis dos hermanos en su empresa de pintores; yo le aseguré que eran tan trabajadores y tenaces como yo y que nunca le ocasionarían el menor problema. En casa entraban tres sueldos además del sueldazo y los extras que me procuraba la Academia Peláez, en la que continué hasta que cumplí los 23 años. Como era cabeza de familia, me libré del servicio militar. Tía Felisa venía a casa todas las tardes a hacer compañía a mi madre y hasta nos pusimos criada para las faenas de casa.

Desde hacía algún tiempo, me había hecho socio del Ateneo para mirar las abundantes revistas ilustradas que llegaban de Madrid, de Barcelona y hasta del extranjero y de las que aprendía cómo decoraban las casas ricas. Tomaba muchas notas hasta hacerme un repertorio de temas decorativos nuevos y modernos, que nada tenían que ver con lo que pintaba Segundino.

Cuando dejé la Academia, inmediatamente cesé de complacer clientes sexuales. Creo que las autoridades gobernativas supieron siempre lo que pasaba en la Academia Peláez, pero había implicada tanta gente importante que prefirieron ignorar el asunto y nunca hubo ningún problema. Cuando dejé la academia, Don Ruperto contrató a un muchacho muy agraciado de dieciséis años, pero no se sabía estar quieto durante la pose y suscitó las quejas de los pintores. Poco después, Don Ruperto se puso enfermo, cerró la academia y murió, dejando a su viuda una respetable herencia. En siete años de dibujo académico al natural había amasado más dinero que su mujer, que había pasado toda la vida en la mercería.

La actividad sexual que había ejercido los últimos años había formado en mi como una segunda naturaleza. No podía parar en seco. Cuando la urgencia se hacía imperativa, iba a los lavabos de la estación o del frontón a buscar chicos, pero había pocos que me gustaran.

Entre los empleados del hotel Londres, que ya me conocían, había algunos que eran como yo y se prestaban gustosos a mis requerimientos, como lo hacían a otros clientes. El mismo dueño del hotel, Don Justo Albalate, era del ramo; por eso iban siempre allí los tres pintores de Madrid. En el Londres tenía siempre habitación disponible para llevar a mis eventuales parejas, pero Don Justo se reservaba el privilegio de "mirar" y alguna vez solicitó el de participar, cosa que a mí no me gustaba nada. Mi madre y mi tía se acostumbraron a verme llegar a casa con algún chico con el que me encerraba en mi cuarto. Sabían perfectamente lo que me llevaba entre manos, pero nunca me hicieron el mínimo reproche, se limitaban a suspirar. Entre los chicos que me llevaba a casa con más asiduidad estaba Manolín, que llenó mi vida durante tres largos años. Los términos se habían invertido, ara era yo quien pagaba por tener sexo siempre con chicos más jóvenes que yo.

Manolín tenía diecisiete años y era limpiabotas. Lo descubrí, nos descubrimos, un domingo de invierno en que me lustraba los botines en los pórticos de la Plaza Mayor. Pasaba su vida mirando a hombres de abajo a arriba en un oficio algo humillante, pero Manolín lo hacía con dignidad y señorío. Manolín era bajito, pero fuerte de complexión, rubio y pecoso de nariz para arriba, ojos azules oscuros, cara de niño pero ademanes y movimientos plenamente masculinos. Cuando me senté ante él para que me limpiara los botines, me sonrió como queriéndome decir "Ya te tengo"; acercó su taburete hacia mí tanto como pudo y empezó a lustrar y a dar brillo a mis botines con una energía inusitada. Me miraba fijo y su cabeza coincidía a la altura de mi cintura, de manera que tenía la impresión de que me estaba haciendo una mamada. Inmediatamente me empalmé. Le pagué y no le dije nada, pero durante toda la semana estuve pensando en Manolín y cada noche me hacía una paja. En Cuenca, en aquellos tiempos nos conocíamos todos, pero nunca había reparado en aquel chaval. El domingo siguiente repetí la operación y sucedió lo mismo, pero con más calentura por las dos partes. Al finalizar le dije llanamente: "Manolín, quiero acostarme contigo, dime si quieres y cuánto me vas a cobrar". Serio me respondió: "Soy limpiabotas y no soy ningún puto. No quiero nada, pero me muero de ganas de joder contigo. Desde crío, me he fijado en ti y te he seguido por la calle sin que tu te dieras cuenta, hoy por fin me dices lo que tanto he esperado". "Esta tarde a las tres te vengo a buscar aquí mismo", le propuse despeinándole su rubia cabellera. "Aquí estaré", me respondió riendo.

Estaba vestido decentemente, pero se le veía demasiado que pertenecía a los estratos más bajos de la clase social. Al verle, me dije: "Le tendré que comprar ropa, con un chico así solo se puede ir a El Metro". Tomamos un café, dejamos pasar el rato con muchos silencios entre medio y a las cinco de la tarde me lo llevé para casa. Mi madre y mi tía nos oyeron pero no nos vieron. Manolín resultó más experto en sexo de lo que yo suponía, pero inmediatamente supo que le correspondía desempeñar el papel de pasivo. Desde el primer momento tomé yo la iniciativa e hicimos lo que se acostumbra a hacer, menos darnos por el culo. Yo marqué el ritmo lento y suave que a mí me gustaba, y refrené las prisas y los procedimientos expeditivos del joven cachorro. La mayor dificultad era que nuestros cuerpos no coincidían; a él le faltaba más de un palmo y medio para llegar a mi altura, de manera que cuando nos besábamos la boca, su pija no llegaba ni a mi ombligo, eso nos condicionaba a restringir el clásico repertorio erótico. Como compensación, gozaba de la absoluta entrega del joven, de su cuerpecito hermoso y de su manera de proceder algo dura y violenta, muy masculina, que me recordaba a mi antiguo amigo Victorián. Me complació plenamente y nos propusimos vernos dos veces por semana y, al acabar le puse dos buenos billetes al bolsillo diciéndole: "No es el precio. Sé que lo necesitas y te quiero".

Mientras tuve a Manolín dejé las penosas y desagradables incursiones a los lavabos de la estación y del frontón y ningún otro chico sació mi sexualidad ni mi fantasía. El final con Manolín fue así de brusco. Un día, sin que yo sospechara nada, me dijo de sopetón: "Antonio, hoy se acaba lo nuestro. Te estoy muy agradecido por todo lo que has hecho por mí, pero he decidido que lo que me gusta son las chicas y no quiero que nunca nadie más me vea contigo. Cuando me veas por la calle haz el ver que no me conoces". Se me torcieron las tripas y lo sentí en el alma, pero sabía que un día así tenía que llegar. Pude averiguar que alguien había comentado medio públicamente que Manolín era el puto oficial de Antonio Galvache y ante las ironías de unos y otros había decidido romper por lo sano. Después supe que se había hecho novio de la hija única del amo de un colmado bastante importante, que ya no limpiaba botas sino que trabajaba en casa de su futuro suegro y que se tiraba indistintamente a su novia y a su suegro; era la manera segura de heredar. ¡Bravo por el pequeñín!

La empresa de Segundino no iba bien. Segundino se había hecho mayor y sus decoraciones ya no gustaban. Le propuse relevarle y asumir la dirección, comprarle los materiales y quedarme con los trabajadores. Segundino se indignó y no hubo manera de llegar a ningún acuerdo con él. Yo le estaba agradecido, pero no tuve otra alternativa que separarme de él y formar una empresa nueva con mis dos hermanos, que ya conocían el oficio bastante bien. Alquilé unos bajos en la zona más céntrica, para poner materiales y andamios y organicé un estudio para los proyectos. Me emocioné el día en que colgué el letrero publicitario: Antonio Galvache y Hermanos, Pintores decoradores.

Me negué a admitir obreros de fuera, porque las reivindicaciones sociales estaban al orden del día y no quería líos en casa. Los tres hermanos nos bastábamos, pues no ahorrábamos horas de trabajo. Enseguida obtuvimos una clientela de óptima calidad, con trabajos de mucha mayor envergadura que los que hacíamos con Segundino. Mis antiguos conocidos de casa Ferrer de la Vega me mandaron pintar sus salones. Los motivos preferidos eran los florales, ordinariamente la evocación de las cuatro estaciones del año, una en cada pared y un centro en el techo de donde colgaba la lámpara. Ganamos mucho dinero. Entonces murió mamá y al cabo de poco, mi hermano Mariano se casó con Encarna, que vino a vivir a nuestra casa. Era una mujer que valía un tesoro. Nuestra casa estaba siempre limpia como el oro, nuestra ropa lustrosa y bien cuidada, cocinaba que era un cielo. Lo lamentable era que no tenían hijos. Mariano frecuentaba mítines y leía periodicuchos incendiarios que a mi no me gustaban nada. Un día me armé de valor para decirle que no nos convenía que le vieran con ese tipo de gente ni que hiciera comentarios subversivos, nuestros clientes pertenecían al otro bando. Con un desprecio que nunca me habría esperado de él, Mariano me contestó: "No te metas donde no te llaman. Aquí nadie te reprocha que traigas a casa a tus amiguitos y todos sabemos lo que tu eres". Tuve que contenerme para no darle un solemne bofetón y una gran paliza que le recordara toda la vida de dónde venía y cómo vivía desde que yo me había ocupado de él, y a qué precio.

Pasaban los años. Yo ya tenía veintiocho cuando recibí un encargo algo singular. Ya había pintado alguna capilla, pero nunca había emprendido la aventura de desplazarme a un lejano pueblo, perdido en la sierra, para pintar en una iglesia por encargo de un rico señor, originario de allá, que había hecho un voto. Era un altar dedicado a la Virgen de perspectivas arquitectónicas falsas y un grupo de ángeles con flores a cada lado. El precio estaba casi triplicado por las molestias del desplazamiento y traslado de materiales.

Rebollinos no pasaba de ochenta habitantes y no tenía ni bar ni fonda. Todos eran labriegos de secano como mi padre, pero aun más pobres y abandonados que los de Martigalejo. Nos tuvimos que instalar en casa del cura, mis dos hermanos en el piso de arriba y yo en el cuarto de huéspedes del piso principal.

Aquel cura resultó ser un sujeto interesante, aunque a mí esa gente nunca me cayó bien. Primero no nos decíamos nada más que lo justo y era un solemne aburrimiento. Allí no había juventud ni había chicas para Miguel. Mientras trabajábamos, el cura se paseaba por la iglesia sin decir a penas nada, leyendo su libro de rezos. Al anochecer teníamos que retirarnos pronto, casi como las gallinas. El cura se llamaba Don Samuel y cuando tomamos más confianza con él, supimos que había estudiado en Roma y visitado toda Italia y Francia. Conocía mejor que yo todo el arte italiano y tenía la gracia de explicar anécdotas y curiosidades que nunca habíamos oído. Contaba cosas terribles de Mussolini y de los fascistas italianos. Siempre había pensado que los curas simpatizaban con el fascismo y mira por dónde la persona más antifascista que yo había tratado era un cura. Su casa estaba atestada de libros, pero casi todos eran religiosos, de manera que no nos atraían para nada. Tenía exactamente mi edad y era alto y quizás más fuerte que yo. Era tímido, asustadizo y enseguida noté que arrastraba una gran tristeza. ¿Qué hacía perdido en aquel pueblo un hombre joven como él que había estudiado en Roma?, me preguntaba.

La cuarta noche, cuando ya teníamos más confianza, noté que hacia las once – nos habíamos acostado a las nueve – entró sigilosamente en mi habitación vestido con su pijama. Me alarmé y pregunté: "¿Qué pasa?". Se asustó y me dijo que sólo quería comprobar si dormía o si necesitaba algo. "Creo que aquí el que necesita algo es usted, pase y siéntese a mi lado". Le vi llorar y no tuve otro impulso que el de acariciarle el pelo. Se dejó mansamente y entre gemidos contenidos me dijo: "Antonio, estoy tan solo y mi vida es tan amarga, que teneros a vosotros en casa estos días me parece un sueño". Hice que me explicara por qué un hombre como él se hallaba en Rebollinos. Había sido profesor en el Seminario de Cuenca y adjunto en la parroquia de San Pedro de aquella ciudad, pero le acusaron formalmente de tener relaciones deshonestas con el organista de aquella parroquia. La acusación no pudo probar nada ante el tribunal, pero sus superiores le desterraron inmediatamente al pueblo más miserable del obispado. Su pobre familia, que confiaba en que hiciera una brillante carrera eclesiástica y aprovecharse todos de él, al saber la infamia, le dieron la espalda y le negaron la ayuda y el trato. Sus antiguos amigos y compañeros también habían dejado de dirigirle la palabra.

Le puse la mano en el hombro y le atraje hacia mí diciéndole llanamente: "¿Samuel, a ti te gustan los hombres?". Asustado se apartó de mi y mirándome con cierta ira me soltó: "Y a ti qué te importa. ¿También tu eres como ellos?". Le contesté con toda la dulzura de que fui capaz: "No, yo soy como tú y tú me importas mucho, daría todo lo del mundo para ayudarte". Samuel continuaba sollozando y las lágrimas fluían de sus ojos a borbotones. "Samuel, déjate querer, te lo mereces, no desprecies mi cariño, porque es sincero" le susurré. El contestó: "Bien sabe Dios que nunca quise llegar a aquí, pero no puedo más, mi debilidad y mi amargura son tan grandes que no puedo negarme al consuelo que me ofreces". Le tomé por la cabeza y le besé los labios por fuera, levemente, una y muchas veces. Al ver que no me rechazaba, me animé a despojarle del pijama y dejarlo ante mi totalmente desnudo. Enrojeció cuando le cayó el pantalón y apareció su sexo en total flacidez. Quedé pasmado; jamás pensé que bajo la negra sotana que habitualmente le cubría se hallara un cuerpo tan hermoso y apetecible. Samuel era de mi misma altura y complexión, un poco más grueso que yo por falta de ejercicio físico, su cuello era mucho más recio y vigoroso que el mío y también su caja torácica. Era moreno, como somos la mayoría de hijos de esta tierra, y todo él estaba cubierto de fino vello negro perfectamente distribuído. Me sobrevino el enorme deseo de poseer aquel cuerpo y hacerlo mío en su totalidad. ¿Me sería posible? Ansiaba llenar el infinito vacío que sentía aquel hombre y en aquel momento, como un relámpago, me vino la duda de si el sexo podría lograrlo. Al menos lo intentaré; seguramente este es uno de los grandes desafíos de mi vida, pensé. Me saqué la camiseta y los calzoncillos que hasta entonces me cubrían y me fundí con Samuel en un abrazo integral, cara a cara, pecho a pecho, sexo con sexo, piernas juntas ligeramente entrelazadas. Nos dejamos caer los dos juntos en la cama y empezó la sesión, según el orden más común del sexo entre hombres. Empecé a acariciarlo y a lamerlo en toda su superficie superior y Samuel sonreía y respiraba hondo. Enseguida noté que no sabía besar ni hacer nada por su cuenta; sexualmente era un total inexperto. No sabía lo que era mamar una pija. "¿Pero qué coño hacíais con el organista de San Pedro?", le dije casi enfadado. Y con una plácida sonrisa en los labios, Samuel me confesó: "Nunca hicimos nada. Solo era una amistad platónica. Nunca he estado con un hombre ni con una mujer. Créeme, Antonio, lo que hago ahora contigo es pura desesperación, pero quiero correr esta experiencia hasta el final. Sigue e indícame, como si fuera un niño, lo que tengo que hacer". "Los hombres tenemos instinto y tienes que descubrirlo y dejarte llevar por él", le indiqué. "Antonio, ayúdame. Toda mi vida he luchado contra este instinto y ahora que lo necesito lo siento muerto", me dijo. "Mientras hay vida, eso nunca muere" le dije riendo, mientras contemplaba lo tiesa que se le ponía la pija que le estaba manoseando.

Samuel no era vicioso, como yo. Con un orgasmo tenía más que suficiente para sentirse saciado, pero quería complacerme en todo y hacía con la mejor voluntad del mundo todo lo que le pedía. Su máximo placer consistía en sentirse besado y acariciado por delante y por detrás. Aquel hombre en el fondo tenía una gran carencia afectiva. A medida que crecía entre nosotros la confianza, aumentaba mi preocupación e interés por aquel hombre. "Samuel, tu eres bueno, listo y guapo. Cuelga la sotana y vete a Madrid, yo te presentaré amigos que te ayudarán a abrirte camino en la vida civil y deja todo este mundo de ratas de sacristía". "Antonio, eso nunca, antes morir. Sería como despojarme de mis mismas entrañas y negar lo mejor de mí mismo". "Pero porqué te empeñas en ser un desgraciado proscrito y te resistes a disfrutar de lo mejor de la vida?". Muy serio él me sentenció: "Antonio, tu no eres religioso y nunca lo entenderás, tendrías que nacer de nuevo". Me encogí los hombros, porque en eso me decía la verdad. A Samuel no le entendía. Un día le pregunté: "¿Por qué haces esto conmigo y no lo hiciste nunca con el organista de San Pedro, al que amabas?". Samuel me dijo: "Tu eres un hombre curtido y esto no te escandaliza. Esto, a aquel chico, le hubiera hecho mucho daño en el alma". Efectivamente Samuel pertenecía a otro mundo.

Sin que mis hermanos sospecharan nada, diez días, hasta que marchamos de Rebollinos, dormimos juntos Samuel y yo. Nos lo hicimos todo, hasta agotar todo el repertorio erótico y al final, lo hacía muy bien, y experimentaba el placer sexual con exquisitez, relamiéndose los labios. Pero al acabar cada sesión siempre había un momento de inexplicable inquietud. Samuel tenía una parte de él mismo que no podía compartir conmigo, reservada para no sé qué, pero vedada para mí. Eso me angustiaba, pero al mismo tiempo crecía en mi una especie de admiración hacia él y que le hacía muy superior a mi, a pesar de mi experiencia en la vida. Uno de los últimos días, mientras nos besábamos tiernamente, Samuel me dijo: "Cuando os marchéis, iré a Cuenca a confesarme con los frailes de los pecados que he cometido contigo, pero no sé si se me perdonarán porque no estoy nada arrepentido; han sido los días más felices de mi vida". "Samuel,- le respondí yo – te juro que no te olvidaré nunca por muchas vueltas que dé la vida".

Quise retratar a Samuel en la capilla de la Virgen y di su fisonomía (prescindiendo de las gafas) a un ángel junto al altar que llevaba un ramo de cardos y espinos. Siempre recordaré la figura de Samuel, diciéndonos adiós con su mano, vestido con su negra sotana y su sombrero de cuatro picos, cuando marchábamos de Rebollinos con todos nuestros bártulos. A Samuel lo mataron los revolucionarios, junto con otros muchos curas de Cuenca, durante los primeros meses de la Guerra Civil Española del 1936. Le lloré amargamente y maldije a sus asesinos desde lo más profundo de mi ser. Estoy convencido de que si hay cielo y allí hay un cura, ese tiene que ser Samuel.

La siguiente peripecia fue que mi hermano Miguel dejó embarazada a su novia Aurora, la hija de un panadero. Miguel se tuvo que casar con ella a prisa y corriendo y se fue a vivir a casa de sus suegros, dejándome a mi solo en casa con Mariano y Encarna. Le eché mucho a faltar, porque Miguelín era la alegría de todos.

ANTONIO GALVACHE Y HERMANOS, PINTORES DECORADORES (V y último).

Agosto de 1931. Calor, sexo, desesperación y muerte.

En abril de 1931 en España se estableció la República. Mi hermano Mariano estaba exultante, pero yo me sentía preocupado. Nuestros clientes se retraerían y nuestro trabajo podía resentirse. Por eso acepté inmediatamente el encargo de pintar la casa señorial de la finca de San Miguel, en la serranía de Malagarriga. El dueño, Don Florencio Palomares, era un rico terrateniente que vivía en Madrid con sus negocios, amigo de los Ferrer de la Vega, y su finca de San Miguel estaba dedicada a la caza, y allí invitaba practicar ese deporte a sus ricos amigos. El trabajo era importante, pero el precio también, y a pesar de las incomodidades valía la pena aceptar el reto. La casa se había de inaugurar el 29 de septiembre, sin falta ni retraso, cuando se abre la temporada de caza y así constaba en el contrato firmado y formalizad.

El proyecto era ambicioso: el zaguán de entrada, la gran escalera, el salón de cazadores, la capillita, el dormitorio principal y otro para invitados de honor. El programa decorativo era rico y complejo: guirnaldas y ramos formados por la botánica local: alcornoques, bellotas, tomillo, retama, etc. Pequeñas escenas de caza del jabalí, de la liebre, de la perdiz y del tejón, falsas arquitecturas y plafones imitando mármoles y jaspes, etc. Mariano y Miguel habían aprendido a pintar bastante bien, pero siempre bajo mi dirección vigilante y decisiva.

Empezamos a mitad de Julio pero enseguida me di cuenta de que las dimensiones eran muy grandes y que había calculado mal. San Miguel se hallaba a dos horas de camino de herradura del pueblo más cercano que era Pellejera. El camino era estrecho y a penas pasaba una carreta. Ordinariamente todo el mundo iba en burro o a caballo. Paca y su marido Dionisio, los conserjes y guardianes de la casa, se ocuparían de la intendencia.

Como siempre Mariano y Miguel se acomodaron en una habitación de dos camas y yo me adueñé de otra habitación mayor, también de dos camas y con una mesa para poder trabajar por las noches en las modificaciones de los proyectos.

Empezamos con mucho ánimo, pero la provisión de materiales era muy lenta, el calor se hacía cada día más agobiante, y aislados de todo el mundo, el aburrimiento era inaguantable. Mariano se hacía traer el periódico cada día, pero yo no quería oír el menor comentario de lo que estaba ocurriendo cada día en España. El mal humor se apoderó de nosotros y casi no hablábamos. Un día, mientras comíamos, Mariano propuso: "¿Por qué no contratamos a mi cuñado Pedrín para que nos ayude?" "De ninguna manera", respondí secamente. Miguel añadió: "Pues no sería mala idea, aunque sólo fuera para llevarnos el botijo". "He dicho que no", sentencié.

Pedro era el hermano pequeño de Encarna, la mujer de Mariano, y le conocíamos porque venía a casa frecuentemente a ver a su hermana y algunas veces se quedaba a comer. Tenía veinticinco años, con la mili hecha, no tenía ningún oficio concreto y era lo que decíamos "un culo de mal asiento". En ningún trabajo había durado más de tres meses. Era todo lo contrario de nosotros, un vividor irresponsable. La insistencia de Mariano y de Miguel me hicieron cambiar de opinión y al final accedí. A los cuatro días, Pedrín, que como siempre estaba sin trabajo, llegó en burro a la finca de San Miguel. Llegó mudado como de domingo. Cuando le vi le llevé a mi habitación y le grité: "Ya puedes ponerte los pantalones peores que tengas y ponerte a trabajar. ¿Te pensabas que aquí hacían baile?". Inmediatamente Pedrín se cambió y vino hacia nosotros con el torso desnudo, como íbamos todos, y me dijo desafiante: "¿Qué quieres que haga?". Mariano le enseñó a limpiar pinceles, a hacer cola, a conocer los colores etc.

Nunca me había fijado en Pedro, con quien a partir de aquella noche tendría que compartir habitación. Era de estatura mediana alta, no especialmente guapo, pelo castaño y ojos oscuros y brillantes. Tenía el pelo rebelde, siempre despeinado y con el flequillo caído sobre la frente. Cuando reía se le formaban dos hoyitos en las mejillas y a pesar de su edad, todavía conservaba aire y ademanes de pillete de barrio.

Era locuaz y dicharachero, mal hablado y renegador, pero nos hacía reír a todos, cosa que no habíamos hecho desde hacía varias semanas. Su torso no era fuerte ni musculoso, se notaba que no había trabajado nunca, pero sus pectorales desnudos eran apetecibles por su juventud y sus brazos y piernas eran flexibles y bien proporcionadas. A medida que se acercaba la noche, me iba excitando pensando en Pedrín. Hacía varios meses que no tenía relación sexual con nadie y el cuerpo me estaba pidiendo lo suyo, seguramente de aquí me venía el constante mal humor que me embargaba desde hacía días.

Después de cenar y de la pequeña tertulia aprovechando el poco fresco que corría, al retirarme a la habitación, quedé sorprendido. Pedrín me estaba esperando medio tumbado en su cama totalmente desnudo. Enseguida pensé: "Este viene ya advertido por su hermana y su cuñado de mis preferencias sexuales". Estaba desconcertado y a punto de ignorarlo y dedicarme a lo mío.

Al ver que no reaccionaba rápido, Pedrín me dice: "¿Por qué no vienes conmigo y nos divertimos un poco?". Entonces no pude más, me desnudé en un instante y me tiré encima de él como un náufrago a una tabla salvadora. Al instante me di cuenta de que Pedrín sabía mucho más de eso, con chicos y con mujeres, de lo que yo me imaginaba y me abandoné a sus instintos. Era burdo, frenético, más que masculino era salvaje, un potrillo incontrolable que se movía sin parar sin orden ni concierto; pasaba de una cosa a otra sin acabar nada, sin disfrutar plenamente de nada, puro instinto bestial y además insaciable. Me provocó tres orgasmos hasta dejarme casi agotado; él llevaba cinco y aún pedía más. Lo aparté de mí y le dije: "Chico, esto tiene que cambiar totalmente. Así no se puede trabajar y aquí no estamos para joder, sino para trabajar. Piénsatelo". Dormimos las pocas hora de noche que nos quedaban y a las seis de la mañana Mariano llamaba a nuestra puerta y gritando: "Arriba dormilones, que es hora de trabajar", y abriendo la puerta nos dijo con ácida ironía: "¿Cómo han pasado la noche los señores?". "Vete a la mierda", le contesté.

Todo el día me sentí agotado y pensé la manera de encauzar la situación. Aquella noche Pedrín pretendió repetir la sesión del día anterior, pero yo me le cuadré y le dije: "¡Ah no, jovencito, aquí en la cama como en el trabajo mando yo! De ahora en adelante harás tu lo que yo te diga". Tuve que empezar a domar aquella fiera, enseñarle a besar, a acariciar, a masturbar, a mamar y a culear con el vigor propio de los hombres, pero con la suavidad, la ternura y la entrega que desconocen los animales. Asentamos el principio de que, si lo queríamos hacer cada noche como era nuestro deseo, con un polvo hay bastante, después a descansar cada uno en su cama.

Cariño, todo lo que se pudiera, pero nada de enamoramientos ni de sensiblerías. Me costaba mucho trabajo frenar los instintos primarios de Pedrín, que constituían para él como una segunda naturaleza. Lo nuestro le sabía a poco y cuando se iba a su cama continuaba masturbándose. Le dejaba estar, pero poco a poco, con la repetición y las variaciones de cada día, Pedrín aprendió a disfrutar del sexo civilizadamente y le sentía jadear y gemir y retorcerse de placer sin romper la moderación y las buenas formas. Despacito iba educándole y haciéndole mío, en el sexo y en el trabajo, así lo creía yo y pasamos unas semanas completamente felices.

El calor era inaguantable y el sol y la sequedad implacables. Desde que habíamos llegado a San Miguel no había llovido ni una sola vez. El agua para lavarnos era escasa y el trabajo se retardaba. Sin que yo sospechara nada, de sopetón, Mariano anunció un día: "Hoy, después de comer, tenemos que hablar seriamente". Me quedé helado: "¿Qué se proponía aquella mediocridad?". Comenzó diciendo que los tiempos habían cambiado y que lo nuestro también tenía que cambiar, que no había de haber amos y siervos, sino que todos éramos trabajadores y además hermanos. Si hemos de seguir adelante, a partir de ahora no habrá sueldo, sino que se harán tres partes iguales, una para cada uno.

La clientela que teníamos y la pintura que hacíamos iban a desaparecer luego, teníamos que pensar en un futuro nuevo y cambiarlo todo. Miré a Miguel y bajó la vista, y sentí que Mariano le tenía adoctrinado. En un momento se me hundía el mundo. Grité: "¡Malparido! ¡Hijo de puta! ¿Quién te has creído que eres? Estabais muertos de hambre y sin mí no seríais ni sois nada. De esto no quiero oír ni una palabra. La casa, el almacén, el material, todo es mío y si os queréis volver a Martigalejo a guardar cabras, marchaos ahora mismo". "Joder, no te pongas así – respondió Mariano – sólo te aviso que todos estamos hasta los cojones de tu autoritarismo y que no podemos soportarte más. Si tu no cambias, nosotros lo cambiaremos todo y nos estableceremos por nuestra cuenta". "Pero vosotros sois los míos, lo he hecho todo por vosotros", les dije con lágrimas en los ojos. "No somos tuyos, y lo pasado pasado está. Piénsatelo, porque te juegas el futuro. Antes de que llegue Septiembre nos has de dar una respuesta".

Durante la tarde y la cena casi no hablamos ni una palabra. A la noche, cuando quise tocar a Pedrín, éste se apartó de mi y me dijo con ira y desprecio: "No te acerques más a mí. Estoy arto de que me mandes como si fuera un muñeco. Tu a mí no me jodes más". Le di un bofetón a la cara con todas las de la ley. Esperaba que llorase y reaccionara, pero se quedó impávido mirándome a los ojos como diciéndome: "¿Ves como tengo razón?". No pude soportar la frialdad de su mirada después de lo que habíamos hecho tantas veces. Me le abalancé y lo tiré a la cama para forzarlo. Me sentía con la ira para cometer una violación, cosa que jamás había hecho. Pedrín, como un tigre, me arañó la cara con fuerza. Le golpeé y no me costó nada reducirlo a la inmovilidad y ya estaba a punto de seguir abusando de mi fuerza, cuando Pedrín mé insultó: "¡Maricón de mierda! Si me haces algo te juro que te denuncio a la Guardia Civil y que te pudrirás en la cárcel. Tus amigos fascistas ahora ya no pintan nada". Le dejé en seco y me retiré a mi cama. No pude dormir en toda la noche, y él tampoco; le sentía suspirar y lamentarse en medio de un silencio de muerte.

A la mañana siguiente Mariano me dijo. Sábete que me he cambiado de cuarto. Pedrín te tiene mucho miedo y no quiere estar contigo así que desde ahora me tendrás a mi por compañero, mal que te pese. Ni contesté. No nos hablábamos, cada uno hacía su trabajo y yo me limitaba a dar órdenes tajantemente. Por la noche Mariano me dijo secamente ya en la cama: "¿Ya piensas en lo que te dije?" Le respondí: "Como puedes imaginarte, no hago otra cosa en todo el día?". A los pocos días algo comenzó a cambiar. Pedrín y Miguel estaban siempre juntos. Por las noches desde nuestra habitación, con Mariano oíamos las risotadas y el jaleo que se llevaban en su cuarto, el ñic ñic de la cama y los gritos y jadeo típicos del sexo más desenfrenado. Mariano me decía: "¿Oyes cómo se divierten?". Respondí: "¡Así se mueran! Pobre Aurora, a punto de parir y su marido poniéndole los cuernos con ese hijo de puta". Me cortó Mariano: "¡Vaya quién habla! Estás muerto de envidia. Déjalos que disfruten de la vida, son jóvenes y lo que no gocen ahora ya no lo harán más".

Me sorprendí enormemente al comprobar que a Miguel también le gustaban los hombres. Jamás lo hubiera pensado. Yo siempre había guardado las apariencias y tenía un cierto pudor. Pero Miguel y Pedrín no solo se pasaban juntos todo el día y toda la noche, sino que se tocaban y se besaban delante nuestro sin ningún pudor y siempre entre risas que me producían una gangrena en el alma. Le dije a Mariano una noche: "Esto no se puede aguantar. Tendríamos que llamarles la atención. Los conserjes los van a ver en cualquier momento y se va enterar medio mundo". Me contestó: "Estás celoso, ¿eh maricón?. ¡Jódete, que tu nos has jodido durante muchos años y hemos callado!"

Algo muy grave pasaba en mí. Aún en los momentos más difíciles y de gran penuria, yo siempre había dominado la situación. Ahora me sentía ultrajado y víctima de los que más quería en este mundo y no sabía encontrar ninguna salida. Empecé a mirar con atención a Miguelín. Siempre lo había visto como mi hermano el menor, a quien tenía que proteger como un padre, y ahora empezaba a darme cuenta de que era un chico hermoso, quizá el más guapo que había visto nunca y quise recordar su cuerpo desnudo.

Lo deseaba. En casa le había visto muchas veces en calzoncillos, pero jamás le había mirado con interés. Su pija, la conocía de cuando era un niño en Martigalejo, pero ahora me preguntaba cómo la debía encontrar Pedrín y qué debía hacer con ella. Hubiera dado todo el oro del mundo para estar en la cama con los dos, pero sobre todo me llamaba y excitaba el cuerpo de Miguel. El pensar en él y en que era mi hermano me atormentaba y sentía que un demonio se había apoderado de mi mente enfermiza. El trabajo no me era ningún consuelo, sino que cada día lo encontraba más irresistible, al tiempo que el plazo se acababa y que tenía que tomar la decisión más triste de mi vida.

Me dije que la única salida era que pasara entre nosotros algo gordo, un accidente, algo que sobrepasará el estado de crispación en que nos encontrábamos, y como un autómata, un día me encontré aflojando las cuerdas que sostienen los andamios, para que alguien cayera y se rompiera un brazo o una pierna o algo así. Pasaron dos días sin que sucediera nada, pero una mañana, hacia las diez, sentimos un gran estruendo y todos corrimos hacia allí. Fue horrible, lo peor que podía suceder.

Miguel había caído del andamio y un par de tablones le habían aplastado el cráneo. Estaba muerto. Lloramos y mandamos corriendo a Dionisio el conserje a que fuera al pueblo a avisar para que subiera el juez a dar orden de levantar el cadáver. Mariano, Pedrín y yo nos abrazamos y nos fundimos los tres en un profundo llanto. Pasaron las horas interminables y Mariano se quedó sentado solo en un rincón, como ausente. Pedrín gemía como un perrito y decía: "Miguel, yo te quería más que a ninguna novia. Te había jurado que nos querríamos siempre, ay pobre Miguel, que haré sin tí". El único que se mantenía sereno era yo.

Tapé el cuerpo de Miguel con una sábana y preparé la ropa para amortajarlo cuando llegara el juez. A principio de la tarde llegó con la Guardia Civil y declararon muerte por accidente fortuito. Inmediatamente me dediqué a lavar cuidadosamente el cadáver de Miguel, con todo mi amor. Le vi y toqué toda su fúnebre desnudez, lavé su sangre, le vendé la cabeza la cabeza destrozada y lo pusimos en el féretro que llegó con la carreta. Mariano y Pedrín estaban acojonados y no me ayudaron para nada. Al atardecer empezamos la marcha hacia el cementerio de Pellejera, en cuya capilla teníamos que velar el cadáver hasta del día siguiente, que fue el entierro. A penas empezamos a bajar al pueblo, se desató una gran tormenta, con gran aparato de truenos y relámpagos. Eran las primeras lluvias de Septiembre y el agua caía y se escurría copiosamente por mi cara. No sé si era el cielo que lloraba conmigo o si algo invisible estaba purificando mi conciencia atormentada. Desde lo más profundo de mi ser agradecí aquella lluvia que actuaba en mí como una catártasis.

Aquella noche velando a Miguel fue la más triste de mi vida. Vino el cura y quiso consolarnos. En aquellos momentos eché de menos con toda mi alma los brazos y los abrazos de Samuel, su compañía tan tierna y su palabra tan sensible. Si él hubiera estado en San Miguel, nada de lo que pasó hubiera sucedido. Al día siguiente, finalizado el entierro, Pedrín se marchó a Cuenca con su hermana Encarna y Mariano y yo nos volvimos a San Miguel a acabar el trabajo. Rehicimos nuestra buena relación llorando juntos y rememorando tantas vivencias. Juramos que no nos separaríamos nunca y finalmente abandonamos San Miguel con el trabajo realizado a gusto del pagador.

El hijo póstumo de Miguel llegó al mundo dos meses después de la muerte de su padre. Lo quise apadrinar y le impuse el nombre de Miguel, como su padre, de quien ha sido un fiel reflejo. Ya entonces decidí que sería mi heredero y que viviría sólo para él. Pedrín se unió a nuestra empresa y se volvió bastante formal. Antes de dos años se casó con Aurora, la viuda de Miguel y tuvieron cinco hijos (se ve que en el sexo con mujeres continuaba tan contundente como cuando lo hacía conmigo). Al final de la Guerra le movilizaron y se fue a Madrid, de donde ya no volvió a Cuenca. Mariano tenía más razón de lo que yo pensaba. El mundo había cambiado y nuestro oficio de decoradores cayó en desuso. Todo se hacía de otra manera y Mariano y yo tuvimos que emigrar a Valencia, y volvernos simples pintores de brocha gorda. Nunca he aceptado esta derrota. Así fue mi vida, con dolores y penas y grandes recuerdos de un tiempo ya lejano, que han alimentado mi mente y que sostienen mis razones de vivir.