Antonia 4

El matrimonio vecino me invita a su casa.

El señor Charles James, vecino nuestro,  era un maduro atractivo, de unos 55 años, algo fanfarrón, hacía sonar fuerte sus botas al andar. Lucía unas patillas unidas al bigote que le proporcionaban un aire excesivamente formal, tenía un cierto aire  jactancioso y la energía atrevida de un agente de compraventa.

Estaba casado, vivió dos o tres años de la fortuna de su mujer, comiendo bien, levantándose tarde, fumando en grandes pipas de porcelana, y por la noche no regresaba a casa hasta después de haber asistido a los espectáculos de Londres “la nuit” y frecuentado los pub y algún que otro burdel.

Había hecho amistad con papá y venía a casa con frecuencia, a tomar el té o a tener largas charlas con mi progenitor sobre política o economía.

Yo les hubiera escuchado muerta de aburrimiento, sino hubiera sido porque me entretenía insinuándome al señor Charles.

Nada más oírle entrar en casa, me ponía alguna faldita corta, o una batita que dejase ver lo suficiente y me sentaba enfrente de él, fingiendo tener interés en las conversaciones que tenían.

Papá, como siempre, no prestaba atención a ese tipo de cosas, y no se daba cuenta del minucioso análisis visual al que me sometía James.

Me miraba de vez en cuando a los ojos, por comprobar si había en mí signos de asentimiento o complicidad. No dudaba en sonreírle picarona, dándole a entender que me gustaba ser observada. Metía un dedito en la boca y jugaba con la lengua, provocándole descarada.

El que yo fuese tan solo un jovencita de dieciocho años no parecía importarle a aquel cincuentón, que me tiraba algún besito cuando mi padre estaba distraído con otra cosa.

La mujer de James, Adela, en otro tiempo había estado loca por él; lo había seguido con servilismo y sometimiento. Ya que desde los inicios de la relación sexual del matrimonio, habían escogido la senda del sadomasoquismo.

A la señora James le gustaba que su marido la azotara atada contra una de las vigas de madera del sótano, en el que habían instalado unas argollas con cadenas. Él la abandonaba desnuda, azotada y la dejaba así, atada, durante mucho rato para luego regresar, taparle los ojos con una venda de seda y someterla a toda clase de vejaciones, tocamientos y penetraciones, tanto con el pene, como con todo tipo de hortalizas que seleccionaba.

Pero el marido, más dedicado a buscar solaz en otras mujeres que a aquellas sesiones de perversión con su esposa, había acabado perdiendo todo interés para la ella, que había descubierto otras formas de diversión, esta vez en compañía femenina, con una amiga de la juventud a la que había vuelto a intimar pero de forma mucho más amorosa.

Sin embargo habría algo en lo que el señor y la señora James volverían a coincidir, unidos por la excitación de la nueva circunstancia, y esa noticia no era otra que mi propia persona.

Arto de contemplarme insinuante con mi físico púber durante las charlas con papá en mi casa, y conocedor de los recientes entretenimientos lésbicos de su esposa, decidió invitarme a su casa, previo aviso a la mujer, para que ella jugase conmigo en su presencia.

-Antonia- me dijo – vente mañana a casa. Mi esposa me ha dicho que tiene algunas ropas que quiere probarte. Ya sabes, cosas de mujeres.

-Iré, señor James- ¿A media tarde estaría bien, como a las seis?-

-Sí Antonia. Te esperaremos.

El salón de la casa de mis vecinos estaba lujosamente decorado, en estilo colonial, abundancia de maderas nobles, muebles clásicos, relojes de mesa, cuadros de época y sillones orejeros. El suelo estaba totalmente enmoquetado

La señora James era bastante más joven que su esposo, tendría no más de 38, pero además se conservaba envidiablemente bien. Hermosa de rostro, con un talle fino, busto grueso, piernas largas y siempre muy arreglada, dejaba translucir un carácter propenso a la timidez y la obediencia.

-Ponle algo de picar a Antonia- ordenó taxativo el señor James, encendiendo una pipa de porcelana blanca con algún tipo de escudo dibujado en azul sobre ella.

La señora James desapareció callada hacia la cocina mientras él me tomaba de la mano y me sentaba a su lado.

-Me encanta lo zorrita que te muestras cuando voy a tu casa- me dijo de repente.

Le miré a los ojos. Era un descarado, pero me encantaba. Decidí jugar con él, a pesar de ser mucho mayor que yo.

-No sé por qué me dice eso serñor James- dije con voz gatuna, bajando la mirada. El señor James posó su mano sobre mi muslo. Yo llevaba minifalda. Su tacto apretado me intimidó. Uno de sus dedos se colocó bajo mi barbilla y me obligó a mirarle.

-Debes tranquilizarte, Antonia. ¡Dios que bonita eres!-

Me ruboricé. Estaba deseando que llegase la señora James, para liberarme del peso de aquella mirada posesiva del cincuentón.

La señora James tardaba demasiado, y cuando apareció comprendí el por qué. Lucia un corpiño negro de vinilo, ajustado, del que salían los pechos casi desnudos  ocultos tras un encaje totalmente transparente. Sus piernas estaba rematadas por unos elegantísimos tacones de aguja sobre los que andaba con maestría y seducción. Dejó la bandeja de las coca-colas y algunos entremeses sobre la mesa y cruzó las manos sobre el triángulo negro del tanga, en actitud de espera y sometimiento, con los pies juntos y la cabeza gacha.

-¿No te parece preciosa nuestra vecinita?- preguntó el señor James a su mujer.

Miré a la mujer y ella me devolvió la mirada. Sus ojos eran oscuros y cálidos y su mirada acogedora en extremo, casi cariñosa.

-Realmente bonita- dijo – y joven-

-Llévala al dormitorio y pruébale algo que le quede bien- ordenó de nuevo el señor James con aquel tono que no daba opciones.

En el dormitorio había una gran cama de cerezo silvestre y una pequeña estufa de hierro junto con la leña apilada en troncos regulares, cuidadosamente ordenados  en una jaula de hierro forjado.

Por la ventana el atardecer se deshacía lentamente, con un sol que tintaba de rojo el ocaso. Se oscurecían imperceptiblemente las copes del bosquecillo de hayas, y por la rendija de la ventana se colaban olores de campo.

-Llámame Adela, cariño- me dijo la señora Jones. Me tomó de los hombros y me obligó a sentarme sobre la colcha de la cama. Estaba preciosa con el corpiño, el liguero y las medias de seda.

Adela me descalzó, desabotonó mi blusa, me desprendió del sujetador. Luego me puso de pie y me quitó la minifalda y el tanga. Yo miraba a sus ojos, pero ella no lo hacía, absorta con su tarea.

Cuando estuve totalmente desnuda y mi ropa doblada cuidadosamente y dejada sobre una silla. La señora James me abrazó por la espalda, de la cintura, apartó mis cabellos negros y me besó dulcemente el cuello y el lóbulo de la oreja.

No pude evitar que mis pezones se erizasen. Ella se alejó hasta un armario y extrajo una mordaza que tapaba la cara desde la nariz hacia abajo, con una abertura circular que claramente estaba diseñada para dejar pasar un falo en erección, y unas tiras de cuero con ebillas para ajustarla. Me la puso y después me vistió las piernas con unas medias negras y un liguero del mismo color. Luego me ajustó una maya de encaje, enteriza, transparente y elástica que dejaba todo mi sexo y mis pezones a la vista tras el encaje. Por detrás no había tela, apenas las tiras que la ceñían.

Adela liberó algunos sentimientos reprimidos, se abrazó contra mi cuerpo cuando ya me había vestido y me besó la boca a través de la abertura. Yo correspondí con mi lengua en la suya, succionando y lamiendo sus labios rojo cereza. En seguida asomó su lado sumiso, dejándose hacer por mí. No pude reprimirme y metí la mano bajo su tanga, introduciendo mi dedo anular entre los labios del sexo de Adela.

Ella estaba ya muy mojada, lo que me excitó sobremanera. Me sentí dominadora y la penetré con el dedo, sin dejar de lamerla a través de la máscara.

-Antonia, ¿has tenido en tu sexo la boca de alguna mujer de mi edad?-

-No, Adela. La verdad es que no-

-¿Y la de alguna amiga, tal vez?-

Asentí con la mirada.

-¿Me dejas a mí?-

No respondí, me tumbé en la cama y abrí las piernas, mostrando mi sexo apenas cubierto por el encaje elástico. Adela se arrodilló en la alfombra, junto a la cama, entre mis piernas abiertas. Sentí sus manos abriendo aún más mis muslos, sus dedos separando el encaje y los labios de mi jovencito coño y luego su lengua mojando, acariciando y hendiéndose en mis más tiernas profundidades.

Ella encontraba en el calor de mi entrepierna el que le venía faltando por parte de su esposo. Puso todo su cariño y la sabiduría de sus años en la felación y yo comencé a perder la compostura, agarrando a Adela del cabello y apretando su cabeza contra mi vientre, jadeando y retorciéndome de placer.

El señor James había abierto la puerta sigiloso y contemplaba en silencio y satisfecho. Se acercó y apartó a su mujer. Me miró fijamente a los ojos, mi boca abierta por culpa de la mordaza, con el agujero libre para sus deshonestas intenciones. Me tomó de las manos y me incorporó hasta dejarme sentada.

-Sácamela- dijo autoritario a Adela.

Ella obediente lo hizo y él se giró hasta dejar el pene aún flácido frente a la máscara. Entendí sus intenciones, acaricié sus testículos e inserté el pene por el agujero de la mordaza.

Comenzó a crecer y yo a saborear su gusto algo amargo. Adela bajó los pantalones y él abrió las piernas separando las nalgas, para que ella buscase con la punta de la lengua la boca peluda del ano.

Sentí crecer el pene y jugué a presionar con mi paladar y mi lengua hasta que su esperma resbaó en mi interior, lentamente, sin violencia.