Antojo de yogurín

He querido ponerme en la piel de un hombre mayor y pensar cómo puede sentirse un tío experimentado al que le apetece follarse a un chaval de 18. Espero que lo disfrutéis!

Antojo de yogurín

por Falazo

Hacerte colega del dueño del bar tiene sus ventajas. Hay uno por el que me paso bastante, un garito en la zona gay, frecuentado por gente de mi edad, entre cuarenta y cincuenta. Me gusta rodearme de adultos como yo, experimentados, crecidos pero con el mismo vicio que cuando teníamos veinte. Allí he hecho algún amigo, entre conversaciones casuales, de política, de actualidad, y por supuesto de sexo, charlas calientes, maduras, no las gracias típicas de las locas reprimidas, que sólo saben hablar de pollas a gritos, sino comentarios meditados, en tono serio, ideados para endurecer poco a poco los penes del personal, como si se tratara de un sexo grupal muy sutil, morboso, maduro. Ya me sentí a gusto desde que acudí a este refugio por primera vez; esa misma noche me fijé en uno de los camareros, un treintañero muy rico al que le ponían los maduretes. Me lo tiré a la semana siguiente, después de un paciente juego de indirectas en la barra que terminó con un “bueno, entonces ¿me llevas a tu casa?” en el momento en que finalizaba su turno. Fue una buena noche.

Al dueño lo conocí un par de meses más tarde, un tío grandote, barbudo, cincuenta por ciento leather, cien por cien oso. Se nota cuándo eres de la misma quinta por la forma de compenetrarte al instante: Camilo y yo vamos al mismo rollo, estamos en la misma onda, tenemos claro lo que queremos, y lo que estamos dispuestos a ofrecer. Durante medio año estuvimos follando de cuando en cuando, sin compromiso, por supuesto. Hicimos buenas migas tanto a nivel sexual como personal, es un tío grande en todos los sentidos y cada vez que nos vemos el abrazo es especialmente cálido. Por decirlo de alguna manera, mi polla recuerda su agujero con cariño. Ahora le van más rollos de fisting y sado que no son precisamente lo mío, pero no descartamos repetir alguna vez una de nuestras sesiones de porno intenso.

Pero no es mi intención detenerme a hablar de Camilo, sino del chaval que me ayudó a follarme el otro día. Porque, es cierto, me gusta relacionarme con tíos de mi edad, pero también sé apreciar el morbo de la distancia generacional. Y de hecho disfruto mucho ligándome a chavalines que acaban de cumplir dieciocho, provocando su joven e intensa libido para hacer que me deseen, enseñándoles lo que no sabrán hasta dentro de unos años pero que pueden ya disfrutar ahora.

Hay un par de garitos a los que voy cuando me apetece tocar a algún yogurín; cuando entras te miran como si estuvieras fuera de lugar, pero siempre hay alguno cuya mirada dice claramente “joder, aunque tengo que disimular ante mis colegas, a ese viejo le dejaba que me hiciera lo que quisiese…”. No es tan frecuente que estos jóvenes se animen a entrar a baretos como el de Camilo, se sienten intimidados, los pobrecitos, y no les culpo, porque muchos de los tíos que frecuentan este tipo de sitios no saben disimular su ansia de carne fresca. Afortunadamente, yo sé comportarme de forma mucho más sutil, y gracias a ello soy el que suele llevarse a la cama al chaval en cuestión.

Así ocurrió un jueves del mes pasado, una noche en que se me había antojado tirarme a algún jovencillo, pero me apetecía más pasar el rato con mis colegas que ir a cazar a discotecas de niñatos. A eso de las once el bar estaba aún medio vacío, pero la calle estaba animada, así que intuí que empezaría a llenarse en breve. Sólo entraban cincuentones salidos, alguna pareja de osetes treintañeros… nada que quisiera llevarme a la polla esa noche. Me acerqué a la puerta, y observé cómo un par de veces intentaban entrar grupetes más jóvenes, pero les decían que había que pagar entrada y se piraban. Camilo es muy serio con esto, nunca cobra entrada tan pronto pero sabe que esos niñatos vienen para pillársela en un sitio barato antes de salir por su disco favorita. Aunque su bareto está abierto a todo el mundo, los jueves le apetece que conserve el ambiente serio de tíos maduros y poco escandalizadores, así que a los niñatos les dice que les cobra para que ahuequen el ala. Puede ser criticable, pero yo opino que cada uno tiene derecho de hacer con su negocio lo que le salga de los cojones.

El caso es que esa política chocaba con mis intereses de aquella noche, así que decidí apelar a nuestra confianza mutua para que me allanase el camino. Lo encontré tomándose un descanso a un lado de la barra, observando distraído al personal y –probablemente– pensando en alguna guarrada para hacer con alguno de los clientes de aspecto más agresivo.

  • Cómo va la noche, Camilo, ¿algún candidato?

  • Bah, ya sabes, las pollas que más me ponen no aparecen hasta la una o las dos.

Camilo era un tío con las ideas claras, sí señor.

  • Oye, tengo un antojo esta noche, igual me podrías hacer un favor. –el dueño me miró de forma tranquila, inquisitiva. Di un trago a mi copa y continué– Me apetece follarme a un niñato.

  • Aquí no admitimos niñatos los jueves –declaró tajantemente–, ya lo sabes.

  • Ya, ya… Bueno, era una gilipollez, lo entiendo.

Camilo volvió a dedicarme una mirada larga con cierto aire de complicidad. No me sentí incómodo ni por un momento, pero quería ir despacio, dejar que su mente calenturienta tuviera tiempo para tomar un puesto avanzado en la conversación. En seguida habló, confirmando mis expectativas.

  • Tranquilo, sabes que soy un gran defensor de las excepciones, sobre todo si es por un tío legal como tú. Pero no puedo dejar entrar sin más a todo dios. ¿Qué sugieres?

  • Que dejes entrar sólo a los que vengan solos. Un chaval que entra un garito de viejos en jueves no es para liarla, sino porque está muy salido y quiere vivir algo nuevo, en un ambiente tranquilo y morboso.

Camilo meditó esto un momento. - Tiene sentido. –afirmó– Eres el Sherlock Holmes del vicio, macho.

Me dio una palmadita en la espalda y, sin decir más, acudió a la puerta para dar las instrucciones pertinentes al relaciones. Sonreí para mí mismo. El Camilo es un buen tío. Y yo soy la hostia maquinando cuando se me antoja algo, jeje.

Durante la hora siguiente sólo entraron un par de chavales que se dieron la vuelta en cuanto vieron el panorama. Ni siquiera me molesté en lanzarles alguna mirada, no me gusta incitar a chicos salvo que intuya que en algún rincón de su deseo sexual podrían querer probar con un madurete. Por cierto, hay muchos que, aunque dicen lo contrario, encajan en este perfil. Pero no era el caso. Hacia medianoche empezaron a entrar con más frecuencia –siempre de uno en uno, como habíamos acordado–, que ya se quedaban y se pedían una cerveza o una copa. De momento no me motivaban demasiado, aunque estaba claro que buscaban guerra con gente mayor.

Mi víctima llego al fin a las doce menos cuarto. Procedí de la manera acostumbrada, sin prisas, sin hacerme ilusiones pero tampoco desistir, tanteando el terreno. Era un chavalillo delgado, guapete, camisa marrón de cuadros remangada pulcramente. Y lo que más me puso de este chico fue su actitud tímida, vacilante, parecía cortado por estar allí entre tantos tíos mayores, pero no se fue, lo que indicaba claramente que se estaba dejando llevar por el morbo de la situación. Es este tipo de actitud la que me gusta explotar, la del tío que todavía no se ha dejado llevar del todo por su fantasía sexual más prohibida pero aún así acude al lugar correcto en el momento adecuado, deseando en el fondo que se produzca lo que aún no se ha atrevido a provocar.

Ahí es cuando entro yo. Y lo hice cuando él volvía del baño, me coloqué en el pasillo que tenía que atravesar y le miré descaradamente en cuanto le tuve a tiro. Desvió la cabeza tímidamente e intentó hacer como que no me veía, pero ya era demasiado tarde.

  • Hola –le solté sin más.

  • Hola.

  • Me llamo Ricardo –le tendí la mano–. - Jorge –respondió él, cada vez más cortado. Me estrechó la mano y esperé. Si se quedaba, es que quería tema, aunque intentase expresar lo contrario con su permanente cabeza baja. Por supuesto, se quedó. Aunque me soprendió un poco que continuara él la conversación.

  • Llevas mirándome desde que entré.

  • Sí –admití. ¿Te incomoda eso?

  • No.

Me miró a los ojos, quería besarme, pero no me apetecía ponérselo tan fácil. Prefiero manejarlos un rato, tardar en dar el siguiente paso, hacérselo desear de verdad.

  • Ven. –Con un pequeño roce en el brazo le indiqué que me siguiera hasta la barra. Allí le tuve durante un buen rato, media hora, 45 minutos, charlando un poco de todo y de nada, preguntándole cosas de sí mismo –por cierto, tenía 19 años– e intercalándolas con comentarios intrascendentes. Le acostumbré a mí, dejé que fuera cogiendo confianza, a ver cómo reaccionaba cuando la tuviera. Y en un momento dado, sin previo aviso, le pregunté si quería que fuésemos a otro sitio.

  • Vale –contestó. Y mientras salíamos del bar observé por el rabillo del ojo cómo sonreía el bueno de Camilo.

Le dije a Jorge que conocía un garito por allí cerca y me contestó que donde yo quisiese. En realidad le fui guiando hasta mi coche. Tras recorrer un par de calles, me giré hacia él sin mediar palabra y le comí la boca.

El chaval reaccionó tal y como esperaba, morreándome con impaciencia, liberando toda el ansia que le había hecho acumular durante casi una hora. Le sujeté la cabeza con ambas manos y le incité a aminorar la velocidad, a sosegarse, a disfrutar del momento. Funcionó, y el apasionado morreo se transformó rápidamente en un suave juego de lenguas, saliva y labios húmedos, interrumpido por miradas mutuas de puro morbo. Y yo tuve esa sensación de control que me pone a mil, esa satisfacción de haber doblegado a un chaval hasta hacer que me desee, con la certeza de que me lo voy a llevar a la cama y voy a ser yo quien dirija toda la follada.

Con mis manos sobre sus caderas, acerqué la boca a su oído para susurrarle la frase definitiva.

  • Tengo aquí cerca el coche, ¿te llevo a mi casa?

Jorge jadeó un sí que no dejaba lugar a dudas. Le di un pequeño pico y le guié hasta el coche. Apenas habló durante el trayecto, pero se le veía a gusto. La mayor parte del tiempo conduje con una mano posada en su pierna, sin llegar a tocarle el paquete –aunque él lo deseara–, y en algún semáforo en rojo le regalé buenos morreos con aire cariñoso. Su actitud seria del principio se había convertido en una leve sonrisa constante. Estaba disfrutando el chaval.

Le metí en mi ascensor. Después, en mi sofá. Después, en mi cama. Pasó la noche de su vida y a la mañana siguiente le llevé en coche hasta su casa. Me dejó su teléfono y me rogó que nos volviésemos a ver, pero no le di esperanzas. Estos chavales se vician muy pronto y no quiero problemas. Ya veré si le llamo la próxima vez que tenga un antojo de jovencete. Y si queréis más detalles sobre lo que hicimos en mi piso, sois libres de pedirlos… aunque también puede estar bien que salgáis ahí y os dejéis llevar por ese morbo que nunca os habéis atrevido a hacer realidad, y lo experimentéis vosotros mismos.

A disfrutar.

octubre - 2011