Antes del divorcio

Antonio le había quitado con cuidado el pantalón vaquero. Siempre empezaba a desnudarla de cintura para abajo. Le gustaba oler sus bragas perfumadas con Aire de Sevilla, el perfume al que era adicta desde la adolescencia. También perfumaba el jardín de los deseos. Llevaba dos meses sin rasurarse. Había visto en una revista de moda íntima que lo más chic era dejar crecer el vello púbico.

Nunca pensó que acabaría viviendo en un viejo molino de agua. Cuando Antonio le dijo que había encontrado una casita muy mona al lado del río Viejo, pensó en dejarlo. No tenían hijos. El divorcio era una opción atractiva. Por eso ahora lamentaba haber escuchado a su marido. Antonio estaba tan ilusionado con la casita del molino que no se atrevió a desilusionarlo.

-Podremos tener caballos. Serás la mejor amazona, nena.

-No sé montar a caballo.

-Yo te enseñaré.

-Tú tampoco sabes montar a caballo -le recordó.

-¡Sí que sé! Aprendí de niño. Todos los veranos me subía en los caballos del tiovivo.

Allá se fueron. Su suegra les preparo una pota de carne asada. La había cocinado según una receta segoviana que era de su abuela. Le vino bien. Los primeros días no tenían mucho más que comer como era de esperar cuando entras en una casa abriendo la puerta con una patada. Antonio la había llevado en brazos hasta la habitación verde. Casi se sintió feliz. ¡Por fin tenían un techo propio!

Antonio le había quitado con cuidado el pantalón vaquero. Siempre empezaba a desnudarla de cintura para abajo. Le gustaba oler sus bragas perfumadas con Aire de Sevilla, el perfume al que era adicta desde la adolescencia. También perfumaba el jardín de los deseos. Llevaba dos meses sin rasurarse. Había visto en una revista de moda íntima que lo más chic era dejar crecer el vello púbico. Antonio bajaba sus bragas negras con un solo dedo, las volvía a subir, las volvía a bajar... La estaba volviendo loca. Le dio un empujón y lo tiró sobre la cama. Antonio disfrutaba con una mujer agresiva. Le gustaba que le pegara de vez en cuando. Hoy no le pegaría. Lo despojo del pantalón, del calzoncillo y untó sus testículos con nocilla. Le encantaba la crema de chocolate clásica. Chupar aquello sería una buena merienda.

Así empezó su vida en aquella casa perdida en la Castilla más profunda. Marisa dejó la habitación tal como estaba. Le gustaban las dos camitas vestidas con sendas colchas florales a juego con el tapete de la misma tela de la mesa camilla que las separaba. Sobre sus cabezas, unas vigas de madera aseguraban una techumbre que recordaba las techumbres de las casas de campo inglesas.

Todo esto se lo explicaba a la policía. La casa era suya. No eran okupas. Antonio preparaba el desayuno de pan fresco en la pequeña cocina de la casa. Los policías aceptaron una humeante taza de café.

-Tendrán que dejar la casa, señores.

-Denos dos días, agente -le imploró Antonio.

-Tendrá que ser hoy mismo.

Los policía se fueron. Antonio la abrazó. Le susurró que había encontrado otra solución habitacional.

-Está algo peor. Mira -le enseñó las fotos-. Son las ruinas del monasterio cisterciense de Santa María de la Sierra.

-Creo que pasaremos frío.

-Dormiremos abrazaditos. Podríamos volver a repetir la experiencia del médico y de la enfermera.

Había sido su última fantasía sexual memorable. Marisa se había disfrazado de enfermera sexy. Llevaba una faldita tan corta que nadie diría que era de su talla. Antonio estaba muy atractivo con su bata blanca y un ascultor colgado al cuello. Ella le tomó la temperatura en todas las partes de su cuerpo. Comprobó que la temperatura más alta estaba en la punta de su pirulí y le puso un trocito de hielo. Antonio se volvía loco, decía que se correría, que no aguantaba tanto preliminar, tanto trocito de hielo, tanto termométro. Se había olvidado de que era médico y se convertía en un paciente de su enfermera favorita. No más hielo, decía con voz de niño. Marisa corría a la cocina a buscar hielo en una nevera que nunca sintió suya desde que descubrió la foto de una señora mayor con cara de suegra en el estante de los huevos. ¿Se habría divertido tanto la vieja en aquella casa? Seguramente no. Las mujeres de la postguerra estaban reprimidas. No le ponían hielo en los huevos al marido ni se untaban con nocilla el coñito.

Marisa volvió a pensar en el divorcio, pero se dijo que no era el momento. Quería vivir la experiencia de dormir en un monasterio del siglo XII. Empezó a idear una nueva fantasía sexual para la primera noche en una celda de monja. Sonrió. Antonio iba a estar muy guapo disfrazado de cura.

Yolanda Smith

Escritora Anónima