Antecedentes y Sucesiones - 32

De la tercera ley de Newton

Mercoledì CEST (UTC+2)

Los aeropuertos la estresaban como pocas cosas en la vida, quizás más que su ineptitud para contestar exámenes estandarizados, y le despertaban la paranoia de los eventos catastróficos, ya no solo de un loco con una bomba, sino de perder el pasaporte y de saberse sin eso por lo que muchos iban a la guerra: la patria.

Luego de batallar con el código de reservación y su apellido en la pantalla del autoservicio de Alitalia, se asombró de que tenía boletos prioritarios. Su primer impulso fue el de escribirle a Emma para darle las gracias. No obstante, la diferencia horaria se le cruzó a tiempo por la cabeza para considerar que era algo que podía esperar a su llegada.

El espacio estaba lleno con vuelos internacionales directos, de esos de nueve horas o más, y con los que hacían escala dentro de la Schengen. Pensó en si debía documentar primero y luego irse por ahí con Alex, o si estaba bien que lo hiciera al revés. Pero, teniendo el respaldo de viajar en clase ejecutiva y todos sus beneficios, se decidió por la última opción.

–¿Tienes hambre? –le preguntó a una Alex que se había distraído momentáneamente con el manubrio de la maleta.

–Me muero por algo de beber –repuso sin asentir.

Figuró que a esa hora los metiches todavía no funcionaban en lo absoluto o no estaban en completo dominio de sus facultades prejuiciosas; por ello, se animó a pasearse por el área de la comida de la Terminal 3, sosteniendo la funda con el vestido enrollado en la mano derecha y el meñique de Alex en la izquierda.

Observaron las opciones y detestaron al italiano promedio por acaparar los cafés, dejándoles libres una osteria que inspiraba poca confianza al no tener ningún cliente y una tavola calda . Se decantaron por la última para sentarse mientras daban las ocho y media. Intentaban estirar el tiempo.

Alex se dejó invitar –siendo esa la manera en la que se proponía compensar el absurdo costo de la gasolina que había gastado en llevarla– a una porción de pizza altaglio de mozzarella con alcachofas y cebolla, y un centrifugato de manzana verde y naranja.

A diferencia de aquella vez en la que la italiana pensó que Irene se iba a comer la cafetería entera, ahora la contempló quitarse el ayuno con un frullato de pesca y fragola y un panzerotto de ricottaespinaci .

–¿Qué quieres que te traiga? –murmuró Irene en lo que se terminaba el batido.

–Contigo de regreso me conformo –sonrió seductoramente, y, ante los ojos entornados de la griega, prorrumpió en una risa–. Algo que cuando lo veas te haga pensar en mí –le dijo–, pero no es necesario que me traigas algo. Hablaba en serio: me conformo con que regreses.

–Imagínate que regreso con una de esas camisetas de I Love NY –rio.

–Si eso te hace pensar en mí… –asintió Alex–. Solo asegúrate de que sea una talla lo suficientemente grande. No me gusta asfixiar el parachoques. No así.

Frente al aumento en el flujo de gente, la ansiedad de Irene incrementó exponencialmente, de manera que, un poco antes de las ocho y media, se había formado en la corta espera del mostrador prioritario. Tres veces le preguntaron si estaba segura de estar en la fila correcta y tres veces respondió que sí, optando por no mostrar el boleto físico que había escupido la máquina de autoservicio. Al plantarse frente a un hombre al que le faltaba amabilidad, lo primero que escuchó fue un descortés: “Clase Turista es del otro lado”, y vio cómo dos dedos con hipocratismo le señalaban la extensa fila que se salía de los cordones.

Su actitud cambió en cuanto, por insistencia de la griega, se animó a ver su boleto. Se deshizo en justificaciones como la falta de cafeína –algo que Irene no habría recomendado por cualquiera que fuera la causa de su condición médica– y una mañana más ajetreada de lo normal, y documentó el equipaje mientras le informaba que podía esperar en el lounge de la aerolínea y disfrutar de algo de beber y comer, o bien, una ducha… que no era que se veía sucia, no, claro que no; o quizás querría hacer uso de los televisores con Play Station 4. La amabilidad, que rayaba en la condescendencia y la náusea, la hizo salir huyendo en dirección a donde Alex la esperaba.

Sobre las nueve, cuando ya no pudieron alargar más los minutos, Irene resolvió que darle un abrazo era lo más pertinente. Alex esperaba otra cosa, pero se mordió la lengua y las ganas de quedarse con un beso suyo como si fuera el último. ¿Qué tal que el avión se caía del aire y se perdía como el vuelo 370 de Malaysian Airlines? ¿Qué tal que secuestraban la nave y la estrellaban contra un monumento o edificio simbólico del mundo occidental?

–No se te olvide que te odio –murmuró a su oído, apretujándola con los brazos.

–No se te olvide que yo te odio más –repuso Irene con una sonrisa, inhalando el dejo de cigarrillo de su ropa.

Recordaba las experiencias aeroportuarias como algo en extremo agobiante: la prisa, la seguridad, el mal trato –o maltrato–, la concentración de olores y personas. Ahora que por bondad de su cuñada estaba volando como suponía que ella lo hacía –porque no podía ser de otra manera, porque no lograba imaginársela mezclándose con la manada–, lo estaba disfrutando. Supo que sería difícil tener que volver a volar en Clase Turista de nuevo, peor aún, con compañías como Ryanair, Vueling y Wizz.

Se presentó frente al escritorio que escoltaban dos mujeres de chaqueta verde, camisas blancas de cuellos almidonados, y mascada a rayas; las dos con un parecido considerablemente cercano a la Isabella Rossellini de los ochenta. Pasaporte y boletos revisados, la invitaron a pasar adelante. El olor de la pasta le despertó el apetito y, por qué no, pidió unos fusilli Quattro Formaggi , una coca cola y una copa de Roero Arneis. De todas maneras, se dijo, en esos lugares el tiempo era algo que solo se mantenía por aquello de las horas de abordajes, salidas y llegadas; de lo contrario, importaba una nada: la gente desayunaba cortes de carne y un whisky, o almorzaba hot cakes. Antes de abordar, descargó una de las listas de reproducción de Alex. No supo para qué, pues tenía las suyas, pero lo hizo.

Confirmó las sospechas de que sería cruel volar en las low cost de las que se había valido alguna vez –como para cuando había ido de Atenas a Venecia en Volotea– cuando corroboró la suavidad del cuero del asiento y las dimensiones de la privacidad que tendría para entregarse al sueño y a la pereza por casi diez horas. Y no solo eso, sino que conoció los mimos prohibidos en el ofrecimiento de champán o de cualquier otra bebida antes del despegue, en un menú del que tenía demasiadas opciones para escoger y en una reclinación de ciento ochenta grados que la dejó perderse entre los inicios de Daft Punk y la temporal despreocupación de ya no tener exámenes encima.

Mercoledì EDT (GMT-4)

El Señor Gaos –con la forma pronominal de tratamiento en mayúscula– fácilmente llegaba a los dos metros de altura. Tenía la barba blanca y corta, y el bigote y las cejas negras; el cabello, corto y ordenado de tal manera que disimulaba las entradas incipientes, pintaba algunas canas. La nariz era una especie de homenaje a aquel poema en el que Quevedo se mofaba de Luis de Góngora, por lo que, en definitiva, José Ramón Gaos García había sido alguna vez una nariz y había crecido alrededor de ella; incluso ahora, era una de tipo imponente.

Con la frente cuatro veces surcada, y los ojos verdes que se daban a la osadía y a lo sombrío con un toque de melancolía y una sonrisa gentil, le había envuelto la mano en las suyas a medida que se presentaba. Así, frente a ella, sin el bronceado perenne que tomaba en la piscina del Country Club, el español le provocó un escalofrío por su enorme parecido con Franco. El pasmo se le esfumó, sin embargo, cuando le vio los pies: su papá nunca habría complementado un traje azul de raya diplomática con mocasines marrones con borlas.

Los primeros veinte minutos fueron medianamente infructuosos, pues se la pasó quejándose de cómo a los demás estudios parecía no importarles un cliente que estaba dispuesto a darles un cheque en blanco. Hacia el minuto veintinueve, la Arquitecta Pavlovic supo cómo demonios Romaldo Giurgola sabía de su existencia: había leído uno de esos editoriales en Architectural Digest y la había acosado a través de la página web y las redes sociales de VP; además, le dijo Gaos, Aldo había revisado y aprobado los planos de la casa de Lilly y River Hatcher –¿o creía que esa pareja tan exigente no tenía contactos?– para saldar una deuda que tenía pendiente con el doctor.

Llegados a ese punto, Gaos se dio cuenta del monólogo en el que había caído y, como si se tratara de igualar las condiciones, le pidió que le contara sobre ella, pues a él siempre le había gustado saber con quién trabajaba. Fue la primera vez que Emma utilizó la palabra esposa en una conversación con un extraño, y, aunque fuera un error técnico, poco faltaba para el viernes. Él mostró interés por saber de esa relación –el qué, el cómo, el cuándo y el por qué–, partiendo del hecho de que su hermana menor, de nombre María Pilar-Pilarica (el Señor Gaos siempre lo decía así: nombre y apodo sucesivamente), llevaba viviendo desde Aznar con su pareja sentimental , Concepción-Conchita .

Emma, al no sentirse juzgada en ningún sentido, le fue soltando información poco a poco, suponiendo que lo que él necesitaba escuchar no era su hoja de vida, sino cosas que argumentaran a su favor como persona. Cuando le mencionó que ella se encargaba del latte de Sophia casi a diario, él insistió en que, si no era mucha imposición, le preparara uno. Era un amante del café, del buen café. Lo llevó al break room y le preparó una taza similar a la que le había preparado a la rubia hacía un par de horas. La rosetta, sin embargo, se la guardó, pues era algo que solo le dibujaba a su mejor mitad.

Llevaban hablando más de hora y media, sobre él y sobre ella y sus vidas y sus esposas y sus perros, cuando el Señor Gaos por fin aterrizó.

–La casa de mis sueños tiene un jardín central –le dijo él.

La italiana, contrariada al extremo, le preguntó qué más.

–Y nada más –negó él con la cabeza–. Un jardín central al interior de la casa, eso es todo.

Emma rio para sí, porque eso no describía la casa de los sueños de nadie. Lo normal era que le dijeran que querían una casa así, así y así, aunque fuera estructuralmente imposible, y, por lo general, eran diseños arraigados al subconsciente, quizás, que habían venido cultivando desde la niñez.

–¿Como de estilo colonial? –aventuró Emma, asociando la idea con la del estilo que predominaba en Santa Bárbara.

–Pero ya no estamos en mil quinientos –frunció el ceño.

–Es solo el nombre que se le da al estilo –resopló Emma–, siguiendo ciertas características, por supuesto, como la del patio interior.

–Ya, ya –asintió–. Pero no, no quiero vivir en ese siglo, y tampoco me apetece llevar el Mediterráneo al Pacífico.

Entonces, ¿qué quería?

–¿Y su esposa?

–Sí, sí, ella quiere una piscina.

–¿Y qué más? –Él la miró como si no entendiera–. Patio interior y piscina, sí, entiendo que son importantes, pero ¿qué más quieren? ¿Cuántos dormitorios, baños, salas sociales y de estar? ¿Cuán grande debe ser la cocina, el estacionamiento?

–¿Importa? –rio él.

«‘Ffanculo…» , suspiró la Arquitecta. Sabía que estaría lidiando con un cliente poco común, pero ¿esto? Ya no sabía qué era peor, si los sueños de infancia que se situaban al borde del caos estilístico, muy a lo Sagrada Familia y todas esas grandes edificaciones de cientos de años que habían pasado de mano en mano y que habían padecido y padecerían cada moda arquitectónica; o bien, esas ocasiones en las que el cliente no tenía ni siquiera una vaga idea que lo había marcado de alguna revista o de la casa de algún conocido o de lo que fuera. A veces, y esto era bien sabido, la libertad era una limitante violenta, al punto de ser una especie de acetato de medroxiprogesterona para la creatividad. Todo diseño, aunque no estuviera guiado por una corriente estética específica, debía cumplir al menos un propósito que no fuera, por ejemplo, corporativo o de la hospitalidad. Por otra parte, las propuestas no siempre eran recibidas con la euforia esperada: era ahí cuando los clientes decidían que eso no les gustaba y/o que eso no era lo que tenían en mente.

De repente, el Señor Gaos sacó la chequera y la miró sonrientemente.

–El terreno mide… –frunció el ceño–. Estos americanos y sus medidas imperiales –negó desaprobatoriamente con la cabeza–. Seven punto five acres –dijo en ese acento marcado del día anterior.

–Es mucha tierra –opinó Emma.

–Ah, sí, Carla quiere tener caballos.

–Caballos –murmuró Emma para sí mientras lo anotaba en la Moleskine roja.

–¿Cuánto cobráis por vuestro tiempo, Arquitecta Pavlovic? –Ella lo miró impasible–. Yo sé que el negocio de estudios como el vuestro no está tanto en el diseño, sino en la construcción, ¿o es que acaso me equivoco? –Emma disintió–. Yo lo que quiero es un diseño, así que, ¿cuánto vale vuestro tiempo?

–Trescientos cincuenta.

–Aldo tenía razón –rio para sí en lo que llenaba el cheque–. Pero nada bueno es barato –dijo, dibujando un garabato al pie del papel–. Espero no estar equivocado –arrancó el cheque y se lo alcanzó.

–Señor Gaos… –sacudió Emma las manos, rehusándose a aceptar el pago por los ciento sesenta y nueve minutos de conversación banal y el resto sobre negocios.

–Ya os dije lo que quiero –insistió con el cheque en la mano–. Quiero ver que proponéis.

–¿Así nada más? –frunció Emma el ceño.

–Sí.

–Necesito muchas cosas para poder empezar a trabajar.

–¿Cosas? ¿Qué cosas?

–Empecemos por un presupuesto y un estudio de suelo –resopló.

–¿Y qué más?

–¿Quién lo construiría?

–¿Eso importa?

–En principio, no, no importa –suspiró Emma–, pero no pienso hacer un diseño que no se pueda construir.

–No pido desafiar las leyes de la física –rio él–. Podría enmarcarlo y exhibirlo en una casa diseñada por, qué sé yo, un fulano –bromeó.

–No creo que sea de las personas que se resignan a tener que bajar de categoría –sonrió ella.

José Ramón Gaos García le sostuvo la mirada por algunos segundos y, apenas soltando una risa nasal, rompió el cheque por mitad.

–¿Y no podéis vosotros hacerlo todo?

–¿Construirlo?

–Sí.

–Solamente construimos en la Tri-State Area –disintió.

–¿Cuál de todas?

–Nueva York, Nueva Jersey, Connecticut, Massachusetts y Pennsylvania.

–No soy bueno en geografía americana, pero las cuentas no suman tres.

–Puro tecnicismo.

–Ajá –asintió impasible–. ¿A qué se debe?

–¿El tecnicismo?

–No, a que solo construyáis en esos estados.

–Por una parte, porque son esos los estados en donde contamos con toda la documentación necesaria para poder desarrollar los proyectos y en donde yo estoy acreditada para practicar; por otra, porque tenemos nuestra propia maquinaria –se encogió entre hombros–, y moverla más allá de esas fronteras sería demasiado caro y poco operativo.

–En el país de las libertades y las posibilidades, ¿acaso no podéis conseguiros otro contratista? No sé si sea ese el término adecuado. ¿No podéis, qué sé yo, arrendar la maquinaria? ¿No podéis acreditaros? ¿Cuánto tardaríais?

–No lo sé –frunció el ceño–. California tiene un sistema de evaluación muy distinto al de los otros estados, y, a decir verdad, no sería rentable ni para mí ni para usted porque elevaría demasiado los precios.

–Habrá personas dispuestas a pagar si estuvierais dispuesta a estudiar.

Emma se echó contra el respaldo de la silla y se rascó la nuca. El tono no le gustó pues, aunque no lo fuera, sí podía encontrar algún rasgo de Franco en él. Si creía que era por haraganería que no quería estudiar, se equivocaba: aquí el problema era que a ella no le interesaba licenciarse en la tierra de los sismos y los incendios para satisfacer a un cliente que estaba decididamente fuera de sí. En esos momentos, y a pesar del cheque en blanco que sabía que podía recibir del cliente, sus prioridades eran otras.

–Lo estáis pensando –provocó Gaos.

–No exactamente, no –negó con la cabeza.

–Soy un hombre de soluciones –ofreció con una sonrisa febril–. ¿Qué obstáculos tenéis?

–El tiempo, claro –repuso la Arquitecta–, entre otras cosas.

Procedió a explicarle que si bien era práctica común el estar manejando más de un proyecto a la vez, eso se complicaba en el momento en el que manejaba dos profesiones simultáneamente, y, aunque una le dejaba más billetes, era la otra la que le llenaba espacios en apariencia vacíos. Tenía, por ejemplo, Oceania en julio, la casa de los Mayweather en agosto, Bora Bora a mediados de octubre, Patinker & Dawson a finales de noviembre, y Oceania la primera mitad del 2015. Y, en medio de cada uno de esos proyectos, tenía la entrevista de trabajo experimental con Parsons y SCAD. Dejando de lado el hecho de que, para hacerse llamar arquitecta debía aprobar el CSE y cumplir con otros requisitos específicos de la Junta de Arquitectos de California, ¿en qué momento iba a dedicarse a esa casa que ni siquiera sabía cómo sería?

Omakase –murmuró Gaos.

–¿ Omakase ? –frunció Emma el ceño y él asintió–. Me temo que no sé qué significa eso.

–Es, qué sé yo, una frase, una palabra –se encogió entre hombros–, que quiere decir “lo dejo en tus manos”. –Emma lo miró confundida.

Omakase –repitió, y, al no saber cómo escribirlo, le ofreció la Tibaldi y la Moleskine al español.

–No conozco la escritura japonesa en toda su extensión –dijo, agradeciéndole el interés con una mirada fugaz y escribió la frase según la romanización de Hepburn–. Carla y yo somos fanáticos del omakase porque, hombre, nos parece que somos criaturas de hábito y por ello nos perdemos de todo lo que el mundo tiene para ofrecer.

–Suena a algo muy arriesgado –supuso la italiana–. Como puede salir muy bien, puede también salir muy mal.

–Por supuesto –concedió Gaos–, mas no vais diciendo omakase a todos por la vida –rio–. Se emplea por lo general en los restaurantes, especialmente en los de sushi, pero también lo he utilizado al planificar las vacaciones, al pedir recomendaciones de libros y al hacer inversiones en la bolsa –dijo y la miró intensamente a los ojos–. Es lo que busco hacer aquí con vos.

–Arquitectura omakase –musitó Emma para sí.

–Si decidís solo hacer el diseño y no lo demás, bueno, es parte del trato.

–¿Mencionó esto a los demás arquitectos que lo atendieron en un inicio?

Él alzó las manos a la altura de su pecho y rio.

–No debería delatar a Aldo, pero es que habéis ganado su respeto desde lo de los materiales reciclados hace no sé cuántos años; me parece que erais una nadie y que apenas atrajisteis la atención de otros arquitectos. Se entiende que no hayáis trascendido porque la envidia es como el aceite –resopló–, y por eso a nadie le interesa prestaros más atención que la mínima. Por favor, tomadlo como un halago –le dijo ante la contrariedad con la que se colmaban los ojos verdes–, porque Aldo dice que la mayoría de vosotros, de los de esta generación –profirió con cierto desdén–, buscáis el reconocimiento y la adulación de los colegas como si de eso os alimentaréis toda la vida. Él admira a los de su especie, a los de vuestra especie.

–El Arquitecto Giurgola y yo no tenemos nada más que alma mater y la profesión en común, Señor Gaos –disintió Emma–. Yo empecé a ejercer cuando él ya se había retirado; sus concepciones estéticas, aunque no son radicalmente opuestas a las mías, difieren por mucho; él ha sido catedrático y ha escrito libros, y yo, más allá de mis tesis y algunos artículos por aquí y por acá, no encuentro las agallas para hacer todo un estudio sobre alguien tan emblemático como Kahn, aunque sobra decir que, de hacerlo, no lo haría sobre un obsesionado con lo monumental y lo monolítico, sino sobre alguien que admita que las curvas son importantes… alguien como Hadid.

–Es precisamente lo que interesa –repuso–. Si quisiera un rockstar habría insistido con Cicognani. Total, él tiene toda la exposición mediática con ese portafolio de celebridades; solo porque no es tan viejo no ha incluido a Greta Garbo y a Marlene Dietrich –rio–. A mí en lo personal me importa un cuerno todo eso, y si el gran Romaldo Giurgola me ha dado vuestro nombre… –se encogió entre hombros.

–Si él y yo somos de la misma especie, ¿por qué no le picó el interés a él? –ladeó la cabeza hacia la derecha.

–Es como los médicos –rio–: no trata a familiares y ya es un viejo al que tristemente le tiembla la mano… además, se la pasa hablando del sistema de drenajes romanos de hace dos siglos, y yo no necesito escuchar sobre retretes.

–Son familia –enarcó Emma la ceja derecha.

–Padrino de mi mujer –dijo como si se tratara de cualquier cosa–, pero ¿eso qué? Mejor decidme qué habéis decidido.

–No quisiera tomar una decisión apresurada, Señor Gaos –suspiró impasible–. Esto no es como no saber si beber vino blanco o vino tinto.

–La seriedad con la que lo habéis tomado es esperanzadora.

–Aunque no soy de las personas que busca el reconocimiento como parte de una dieta –le dijo, dejándole saber que era lo suficientemente osada como para burlarse de las opiniones de alguien tan legendario como Giurgola–, tengo que atender dos cosas importantes: la primera, una reputación, que es de lo que depende el estudio; y la segunda, una conciencia, que es de lo que depende mi salud mental.

»Por el momento, Señor Gaos, lo que puedo decirle es lo siguiente: el concepto de omakase me resulta atractivo, para qué mentirle, porque nunca he hecho algo similar y creo que, de dejarlo pasar, nunca lo haría. Creo que dar libertades creativas y económicas es, por decirlo de alguna manera, un atrevimiento tan grande que puede ser considerado una insensatez, una locura… y el hecho de que la idea no termina de desagradarme, ni siquiera por algo tan cuestionable como la ética, me hace pensar que, en caso de aceptar, seríamos dos locos pretendiendo hacer algo sin un norte en común.

»Y si decido hacerlo, tiene que ser bajo ciertas condiciones innegociables.

–Trescientos cincuenta no me parece una cifra adecuada –dijo y comenzó a poner la fecha en otro cheque.

Omakase , Señor Gaos –replicó Emma–, pero los cheques se hacen a nombre del estudio.

Se despidió del altísimo hombre en el vestíbulo del estudio. Sus últimas palabras hicieron eco en alguna parte: que él no se consideraba un malnacido, por lo que no iba a echar una sombra sobre los planes que sabía que tenía para el fin de semana; no obstante, consideraba que dos semanas, máximo tres, era un tiempo prudencial para aterrizar en una decisión.

–¿Ya quedó desactivado el correo de Selvidge? –le preguntó a Moses por lo bajo para no interferir en la llamada telefónica que tomaba Gaby a su lado.

Él afirmó en silencio y le alcanzó un post-it del que leyó: “ Natasha’s received the plates” . Emma sonrió para sí y, con un asentimiento en forma de agradecimiento, siguió su camino hacia la oficina.

Al entrar, se detuvo en seco. No estaban ni Sophia ni Parsons, solo Lucas, al fondo, que se reventaba los oídos con una de esas canciones que la transportaban a un tiempo tan remoto que solo estímulos como esos podían refrescarle la memoria. Le dio risa la manera en la que cantaba en modo mudo y marcaba torpemente la melodía; se notaba que la disfrutaba.

Se acercó y le colocó la mano en el hombro. Él la miró asustado y se arrancó los audífonos.

–¿Cómo vas?

–Dando los últimos retoques –balbuceó y le alcanzó la hoja a la que le estaba agregando un poco de textura, profundidad y sombra con lápices de color.

–¿Y Sophia y Toni? –preguntó casi con indiferencia mientras escrutaba los trazos de Lucas.

–Creo que la Licenciada Rialto sigue con el Arquitecto Volterra. No hace mucho que se fue. Y Toni… –suspiró–. No lo sé, hace una hora dijo que iba al Starbucks del sexto piso.

–Piensa dos veces en dónde vas a poner los brillos y si los vas a poner con lápiz o con tinta, ¿de acuerdo? –le devolvió un bosquejo al que le habría dado cuatro estrellas de cinco.

–No pensaba ponerle.

–Decisión personal –disintió–. Y, por cierto, a mí también me gusta Westlife –rio–, siempre me trae buenos recuerdos.

Dejó a Lucas ruborizarse en privado y se sentó al escritorio a meditar sobre la propuesta de quien ahora en adelante llamaría Mr. Okasame, aunque supiera demasiado bien que ni era Mister ni era okasame .

Para ella era evidente que, a diferencia de otros proyectos, no se encargaría de la parte de la ejecución, pero podía arreglárselas para supervisarla en cierta medida o de algún modo. Si era eso lo que iba a hacer, necesitaba encontrar un arquitecto, muy a la manera de Goldstein en Boston o Duus en Pennsylvania, para que actuara en su nombre y llevara a término cada detalle con la misma obsesión. Eso restringía los criterios de selección a un profesional independiente, y no a un miembro de estudio o fracción, que tuviera experiencia trabajando de la mano con una constructora confiable.

Iba a requerir ya no un presupuesto como tal, sino un límite, e iba a insistir en que se llevaran a cabo al menos las cinco pruebas básicas que comprendía el estudio de suelo y un GPR Mapping del terreno para saber en dónde demonios iba a concentrar el diseño, pues era muy fácil perderse en “ seven punto five acres ”. Y también iba a querer hablar más con ellos, en plural, para tener una idea de cuáles podían ser las necesidades de la pareja.

Levantó el auricular de la base y, justo cuando estaba por terminar de marcar la extensión de Belinda, vio cómo se acercaba por el pasillo.

–Creí que estabas sola –se detuvo al ver a Lucas escondido en la esquina.

–Debe estar escuchando S Club 7 –resopló con un gesto que le indicaba que tenía los audífonos ensartados hasta la pituitaria–. Lucas –lo llamó–. ¡Lucas! –alzó la voz, pero la cabeza solamente marcaba el ritmo monótono de “Tearin’ Up My Heart” –. ¿Ves? No se entera de nada.

–¿S Club 7? –frunció el ceño a medida que se sentaba en una de las butacas contrarias a Emma–. Hace años que no escuchaba de ellos.

–Ah, pero los escuchaste.

–Por supuesto –asintió–, tenía como veinte cuando sacaron esa canción de la fiesta; la padecí. Aquí lo importante es, ¿eso escuchan esos dos metros bellos? –echó la cabeza en la dirección en la que se sentaba Lucas.

–No te sabría decir –fingió ignorancia con éxito–. Como pueden ser los temas musicales de Barbie Fairytopia, también puede ser, no sé, Limp Bizkit.

Belinda lo miró atentamente por algunos segundos y se volvió hacia Emma.

–No creo –murmuró pensativa–. Debe ser Beyoncé o Fergie.

–¿Tú crees? –lo miró Emma, pues ahora no solo batía la cabeza de atrás hacia adelante, sino también de un lado a otro, y, de cuando en cuando, movía los hombros como si se hubiera electrocutado.

–Sería una lástima –negó ella con la cabeza–. Tendría los mismos gustos de Alexa –pareció lamentarse–. Como sea, no quisiera quitarte mucho tiempo porque sé que tienes mejores cosas que hacer –le dijo y le alcanzó la adenda que le había dado el día anterior–. Lo hablé con Josh y lo revisamos junto con nuestro asesor financiero, y quería preguntar si podíamos hacerlo, pero con cinco menos.

–¿Cinco menos? –enarcó las cejas.

–Categoría tributaria –se encogió entre hombros.

–¿No quieres que se te sumen esos cinco a la bonificación? –inquirió extrañada–. Es que, hasta donde tengo entendido, eso está sujeto a impuesto federal por ser un ingreso suplementario.

Belinda suspiró aliviada, como si su proposición, si tan solo hubiera salido de sus labios, hubiera estado dotada de toda vergüenza.

–Así quedaría el arreglo, entonces –sonrió Emma–. Haré que se redacte una nueva adenda y la firmaremos en cuanto esté lista.

–¿Y eso es todo?

–No sé, ¿hay algo más de lo que quieras hablar?

–No, no –negó con la cabeza–. Es solo que esperaba, no sé, que hiciera algo a cambio.

–Mmm… –suspiró–. A decir verdad, viniste justo cuando estaba por llamarte.

–Dime, ¿para qué soy buena? –sonrió febrilmente.

–¿Conoces a algún arquitecto en California?

–¿California? –entreabrió los labios en señal de sorpresa–. ¿Qué se te perdió ahí?

–En un futuro, la cordura quizás –rio.

–Sé de algunos que estuvieron conmigo en Cornell, pero de Harvard creo que nadie era o tenía pensado ejercer allá –frunció los labios–. ¿Cómo lo quieres?

Terminando de hacer énfasis en los criterios inamovibles –independiente, obsesivo y perfeccionista–, pues, por lo demás, le daba exactamente igual el empaque en términos de colores, olores, sabores y demás, Sophia regresó a su escritorio con una mueca que delataba una risa reprimida que nacía en el verdadero what the fuck .

Belinda tomó la llegada de la rubia como una señal para retirarse a investigar cómo podía complacer a su jefa.

Entonces, ojos verdes y celestes se contemplaron en silencio. Al fondo se escuchaba la música rebotando en los tímpanos del sureño.

–¿Está…?–resopló Sophia, volviéndose sobre la silla para echarle un ojo a la escena.

–Escuchando a Mariah–asintió Emma divertida.

Una subvocalización de “finally found a girl that you couldn’t impress” lo confirmó, provocando una ligera risa nasal en las italianas.

–Ese no puede ser un criterio válido para que lo contrates –le advirtió Sophia.

–Puntos van y puntos vienen –se encogió Emma entre hombros–. ¿Estabas con Volterra?

–Sí –rio y le mostró una hoja con el membrete de un spa con nombre genérico–. No sé ni cómo explicarlo.

–¿El qué?

–Me regaló una sesión en el spa al que él va –contestó–. Almuerzo del chef no-sé-quién, sauna, un facial de La Mer de una hora, un masaje sueco de hora y media y una dosis de sauna.

–Qué generoso –sonrió Emma impasible.

–¿Es esta tu estrategia para no darme el masaje que me debes? –la amenazó con el dedo índice derecho.

–¿Qué? –rio–. ¿Qué tengo que ver en lo que Volterra hace?

–No tengo idea –se echó contra el respaldo de la silla y frunció el ceño–. Pero no es como que ustedes, en esa relación dañina de amor-odio que mantienen, no confabulen todo el tiempo.

–En esta ocasión puedo jurar que no sabía nada sobre el facial y el masaje –resopló, aferrándose a una verdad a medias. –Sophia la miró fijamente como si fuera un detector de mentiras–. ¿Qué?

–Te creo –musitó–, porque, de haber tenido algo que ver, le habrías dicho que iba a ir a recoger a mi hermana al aeropuerto.

–¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?

–Es a la una.

–Oh –arqueó las cejas.

–¿Oh?

–¿Qué te preocupa? –preguntó–. Yo iré a recogerla –sonrió–, no hay problema.

–¿No tienes cita con el dentista?

–Mañana –asintió–. Recojo a tu hermana, almuerzo con ella si es que tiene hambre, y ya. Hasta me sobraría tiempo para venir y terminar algunas cosas.

–¿Y no te retuerces al saber que alguien más me va a dar el masaje? –la escrutó de nuevo con la mirada.

–Siento envidia, no lo niego –confesó con lo que podía pasar por sinceridad–, pero ni voy a interferir en los regalos de Volterra ni voy a pretender que tengo la habilidad para dar un masaje sueco.

–¿Es parte de tu venganza sexual? –susurró.

–Inesperadas son las vueltas que da la vida, Licenciada Rialto–se regodeó Emma–, pero no.

–Bien –supuso–. ¿Y Gaos?

–Podemos hablar sobre eso en la noche –le dijo luego de ver la hora–. Es la experiencia más surreal que creo que voy a tener en toda mi vida laboral.

–El nivel de intriga –la reprendió con un chasquido de lengua por no satisfacer su curiosidad al instante.

–Tengo como veinte minutos antes de irme y necesito saber dos cosas.

–Sí, porque, ¿cuál igualdad de condiciones, verdad? –resopló–. Dime.

–La primera: los Fettuccine de la cena.

–¿Qué con ellos?

–¿Quieres que los compre en Raffetto’s?

–¿Para qué irías hasta SoHo? –frunció Sophia el ceño.

–¿Porque sé que tienen buena pasta fresca? –la imitó.

–En todo caso, Em, yo paso por Raffetto’s –disintió–. Me queda como a cuatro cuadras del spa de Volterra –rio nasalmente, pues todavía no podía creer que el pelón le había obsequiado algo tan cercano a su corazón y a su intimidad: un masaje con la famosa Tamika–. ¿O quieres que la haga yo? –Emma sonrió–. Heirloom tomatoes y una cebolla roja –le dijo en lo que arrancaba un post-it de la pila para anotar que quería cuatro Brandywine, tres Marvel Stripe, tres Evergreen y dos Green Zebra–, los más grandes que encuentres.

–¿Me vas a confiar las verduras? –se retorció en sus adentros.

–Y un puerro, medio manojo de perejil, dos chalotes, dos cabezas de ajo blanco, y mantequilla sin sal –rio asintiendo.

–Soy indigna de esta tarea –agachó la cabeza dramáticamente y le tendió la mano para que le entregara el papelito verde.

–Y cuatro ciabatte grandes –se apresuró a escribir.

–¿Algo más?

–Sí, siempre –sonrió y se dio dos golpecitos en los labios–. Yo me quedo con los niños.

No se enteró de nada, ni siquiera de la oferta de entretenimiento, y, aunque no había dormido en la posición más cómoda, se sentía más descansada que lo que había logrado acumular en horas de sueño durante las últimas dos semanas de estrés académico. Se mentía, eso lo sabía, porque no hacerlo sería aceptar que las noches con Alex en Ostia habían sido reparadoras y refrescantes. En las nueve horas y cuarenta minutos de vuelo, Irene Papazoglakis había desecho la posición de ciento ochenta grados para comer e ir tres veces al baño; la última, diez minutos antes de iniciar el descenso.

Se enjuagó el rostro con agua fría, se lavó los dientes, e intentó no entrar en pánico mientras llenaba el formulario de aduana. Bueno, había gente que le tenía miedo a las alturas o a las arañas; ella, en cambio, se atoraba con cualquier formato estandarizado: examen, cuestionario, encuesta, formulario, etc. La firma le salió un tanto temblorosa por los nervios y por el entumecimiento de las falanges. ¿Dudarían de su identidad por su firma? ¿Por su cabello?

Había consumido apenas una tercera parte de la lista de reproducción de Alex cuando tuvo que interrumpir “Rolling Down The Hills” para contestar a las preguntas de una mujer que detestaba su trabajo. Sin ninguna cortesía o cordialidad de por medio, inquirió si hablaba inglés, y, aunque su actitud de eterno hartazgo no mejoró, al menos la miró a los ojos antes de proseguir con el interrogatorio cuando ella contestó con un yes : el motivo de la visita, en dónde pasaría las noches, qué y dónde estudiaba, quién la vendría a recoger, cuándo era la boda y cómo se llamaba el novio. No perdió el tiempo en corregirla, pues bastaba con el nombre de pila para matar dos pájaros de un tiro.

Reaccionando con pestañeos forzados frente a la violencia con la que había estampado los sellos necesarios, Irene sintió la misma presión por salir de ahí con todos sus documentos como cuando terminaba de pagar la compra del supermercado en el Sklavenitis sobre Asklipiou.

Recogió la maleta en la banda y, cuando se enfrentó al oficial de aduana y le entregó la forma azul, negó descaradamente que traía algún tipo de alimento, pues llevaba tres cajas de galletas Papadopoulou rellenas de chocolate, tres de Biolanta de avena y miel, una bolsa de Lacta mini, dos frascos de aceitunas y almendras, un frasco de pimientos chipriotas y uno de compota de higo y azafrán.

Buscaba la melena rubia y los hombros menudos de su hermana cuando, a medida que se acercaba al final del pasillo que formaba la multitud, ubicó la figura imponente de su cuñada.

Resaltaba de entre el resto no solo porque de algún modo repelía a las personas a su alrededor, de manera que parecía estar sola, sino también porque se presentaba como una eminencia de líneas y colores pulcros: la blusa blanca era una interpretación de las formas masculinas, ceñidas a las muñecas y fijadas por mancuernillas, con hombreras ligeras, y un cuello que simulaba solapas y que se unían mediante una suerte de pasador de corbata; la falda gris, constriñéndole la cintura y las piernas hasta la rodilla; las medias y las suelas rojas. Y también era la postura, la Birkin burdeos que no era ni Birkin ni burdeos y que le colgaba del codo, las gafas oscuras y el teléfono en la misma mano, la botella de Acqua Panna en la otra, y una mueca que se transformaba en sonrisa.

¿Era eso lo que le gustaba a su hermana, la exuberante feminidad, una presunción enaltecida al límite que solo se atenuaba porque las condiciones neoyorquinas lo permitían? ¿O era algo que simplemente no le importaba? No estaba segura de si ella podría vivir bajo un yugo como ese, si es que se podía considerar como tal, pues ella, entre que si era la edad, la crianza o la profesión, favorecía la comodidad y la laxitud, la despreocupación y cierto grado de informalidad. Qué sabía ella, una camiseta deportiva y una mezclilla rota, gastada o deshilada; calcetines de colores, tenis sucios y cordones incompatibles; marcas pedestres, comunes y corrientes, asequibles, que se delataran quizás por el folpetto bordado o las franjas paralelas.

–Dame algo –le dijo a manera de saludo, apenas inclinándose sobre ella para darle un beso en cada mejilla–, lo que quieras.

–Pero hola –rio Irene, entregándole la funda del vestido para quitarse la mochila y sujetarla del manubrio de la maleta.

Hola –sonrió–. ¿Todo bien con el viaje?

–Sí –contestó–, todo perfecto.

–¿Cansada?

–No, creo que dormí doce horas de las diez que estuve adentro –rio–. Y, antes de que se me olvide, gracias .

De nada –agachó brevemente la cabeza.

–¿Y mi hermana?

–No estoy segura de si le están amasando la espalda o la cara –se encogió Emma entre hombros. Irene frunció el ceño–. Volterra le regaló un paquete que se llamaba “beautiful relax” o algo así.

–¿Volterra o tú? –Emma rio por lo bajo–. Era para quitártela de encima un momento, ¿verdad?

–¿Lo dices por “Syrtaki” ? –la miró de reojo. Irene asintió–. Nos enseñarás mañana, no hoy –sonrió–, y, en caso de que no salga, no será el fin del mundo. Los platos ya los tengo.

–Eres muy rara –opinó la griega.

–Quizás sí, quizás no –supuso Emma y, antes de salir al área en donde las recogería el servicio de BlackFleet, se llevó las gafas oscuras al rostro–. Pero ¿por qué?

–No sé qué tan común sea reproducir el baile de Zorbá en una boda.

–¿Y tú crees que lo que estamos haciendo es común? –la miró por encima del marco de las gafas.

Irene le concedió el punto, pues, a decir verdad, nada de aquello se había apegado a la normalidad desde el momento en el que las dos se habían rehusado a vestir de blanco, no sonaría ni Mendelssohn ni Pachelbel, ni se dirían los votos insulsos esos de en la salud y en la enfermedad y hasta que la muerte nos separe , ni arrojarían un ramo ni una liga, ni bailarían canciones nauseabundas y trilladas de Elvis Presley o Nat King Cole.

–Tengo que insistir en la pregunta solo porque existen las dos opciones –le dijo Emma–: ¿quieres quedarte con tu mamá o quieres quedarte en el apartamento con nosotras?

–Con mi mamá está bien –negó ligeramente con la cabeza–. Es menos complicado.

Emma pareció sonreír y, dejando ir el tema (tampoco intentaba convencerla), se volvió sobre sí para encarar el pavimento y anticiparse a la llegada de John.

El hombre se bajó rápidamente del Volvo negro de la ocasión y se encargó del equipaje, agradeciendo que no se trataba de un número desmedido de piezas, o bien, de pesos absurdos.

–¿Tienes hambre?

–Todavía no, pero en una hora quizás sí –le dijo Irene–. ¿Tú ya comiste?

–No, pensaba que podíamos ir por algo luego de ir al hotel a dejar tus cosas. ¿Se te antoja algo en especial?

–Lo que tú quieras –sonrió con ese mismo dejo de vergüenza con el que la rubia se había expresado al inicio de todo, pues, por alguna razón, no consideraba que era justo imponer sus gustos cuando la otra persona pagaba.

El silencio en el que cayeron se interrumpió por una selección de Babyshambles y Rigmor Gustafsson, y el ofrecimiento de un trozo de Extra Polar Ice . No era que no tuvieran nada de qué hablar, sino que acordaron, de manera implícita, que iban a guardar toda interacción para cuando se vieran obligadas a comer en compañía de la otra. Además, Irene no iba a interferir en la concentración de su cuñada, ya que, abstraída en la pantalla del teléfono, parecía hacer algo relacionado con el trabajo.

El ambiente era casi caricaturesco, una especie de lunar cultural y gastronómico entre West Village y Noho. Como el lugar olía a algunas notas de vinagre, aceite y cebolla, decidieron sentarse afuera. Las mesas eran pequeñas, apenas dos pulgadas por encima de las medidas parisinas, y las sillas eran incómodas y propensas a ceder bajo un peso por encima de las ciento treinta libras. Ambas, Emma e Irene, se sintieron inseguras y, de cierto modo, acomplejadas por sus respectivos pesos; sin embargo, ninguna dijo nada. Por algunos parlantes escondidos entre las plantas salía una música que estaba a pocos elementos ficcionales de hacer que emergiera un conjunto de hombres bailando prisyadka.

Con la personificación de lo que los diseñadores querían para que sus marcas fueran ostentadas, la elección del lugar le pareció, más que contradictorio, una burla como pocas. Como si con ello mejorara, Irene pensó que habría sido mejor decirle que se le antojaba un hot dog con chili con carne y ese queso que estaba a un polímero de ser transformado en la tapa de un Tupperware; pero, ya estando ahí, y luego de que el mesero se equivocara al dejarle un menú en cirílico, no quedaba nada por hacer.

–Ten –le ofreció Emma su menú en inglés–. Yo ya sé lo que quiero –dijo para justificar su acción.

–¿Cliente frecuente?

–No, en realidad no –disintió–. He venido un par de veces con tu hermana nada más.

–¿Y qué recomiendas?

Steak frites nunca falla.

–¿Eso vas a pedir tú?

–No –resopló Emma–. Pierogi.

–¿Es ruso?

–¿El lugar? –Irene asintió–. Ucraniano.

–¿Y tú? –Emma la miró como si se tratara de una pregunta trampa–. Pavlovic , ¿ruso o ucraniano?

–No tengo idea –murmuró honestamente–. Con decir que el apellido es eslavo creo que solucionamos el problema.

–Pero ¿y tú?

–No me considero eslovaca, si es eso lo que quieres saber –enarcó las cejas–. Pero me enoja cuando creen que soy checa.

–En la casa de mis abuelos hay un globo terráqueo en el que todavía existen Yugoslavia y Checoslovaquia –le dijo con una risa de por medio.

–Muy modernos –replicó–. La última vez que estuve en casa de la mamá de mi papá vi que Prusia aparecía en los mapas.

Vintage –opinó, cerrando el menú.

–¿Cómo te trata la vida, Irene Melania?

–Artemisia –agregó–. Te faltó el Artemisia.

–Es un nombre largo.

–Es lo que pasa cuando tu papá decide ponerte el nombre –se encogió entre hombros.

–Creativo.

–Pagó deudas –disintió–. Pero la vida me trata como me trata, Emma Marie –sonrió socarronamente.

–¿Cómo te fue en los finales?

–No quisiera hablar de cosas tristes –evadió.

–Bueno, ¿en qué terminó todo con Alex?

–La verdad es que no creo que me haya ido mal en los exámenes –balbuceó sin saber cómo esconder el rubor de sus mejillas.

–Es linda –opinó Emma–. Eso es todo lo que voy a decir.

–Gracias –suspiró aliviada.

–¿Porque pienso que es linda o porque es todo lo que diré sobre el tema? –rio divertida y alzó la mano para llamar la atención del mesero.

Irene agradeció el no tener que contestar a esa pregunta, sino a la de qué comería. Se fue por la opción más segura de todas, la que su cuñada le había mencionado en un principio, y una Blueberry Lemonade Spritz para saber cómo aguantar los métodos de interrogación por venir.

–¿Y a ti? –le preguntó en cuanto el mesero se retiró.

–¿A mí?

–Sí, ¿cómo te trata la vida?

–Pues, ¿qué te digo? –miró el reloj en su muñeca izquierda–. En cincuenta y dos horas me caso con tu hermana, así que, a mi manera de ver, la vida me trata con guantes.

–¡Ay! –gruñó–. ¡Qué cursi! –lanzó una breve carcajada.

–Sophia es mi mejor mitad –se encogió entre hombros–. Lo reconozco.

–La hiperglicemia es fuerte.

–Al menos es abiertamente manifiesta –enarcó Emma la ceja izquierda.

–¿No te da miedo?

–¿La cursilería? –frunció el ceño.

–No, eso parece que hasta te gusta –negó con la cabeza–. Hablo de las implicaciones.

–En una posición de privilegio como la mía, Nene, las implicaciones negativas son muy pocas, casi inexistentes.

–Pero no imposibles.

–No, claro que no –concedió.

–¿No te preocupa cómo pueda afectarte?

–¿En qué sentido?

–No sé, ¿social? ¿Laboral?

Oh Dio –resopló–. Que suene como tenga que sonar –supuso al cabo de unos segundos de reflexionar al respecto–. Yo no me bajo los pantalones por ningún cliente; son ellos quienes se los bajan por mí.

–Arrogante.

–Es la verdad –se encogió Emma entre hombros–. Por eso hablo de privilegio: nunca he tenido que entrar a concurso por una licitación, por ejemplo, ni he tenido que vender mis servicios de manera activa. Me puedo dar el lujo de rechazar o ignorar un proyecto por cualquier motivo, y, más que a un proyecto, a una persona.

–¿Ya has hecho eso?

–He matado por menos –enarcó la ceja y se echó a reír ante la reacción de Irene–. No puedo decir que lo he hecho principalmente por eso porque ha habido otros motivos de por medio, pero creo que no me temblaría la mano si de cortar una cabeza se trata.

–¿Literal?

–Soy demasiado atractiva y mimada para la cárcel –negó con la cabeza y una mirada impasible–. Es en un sentido metafórico.

–Suena fácil.

–No puedo controlar lo que la gente piensa y hace, pero sí puedo optar por no participar –supuso–. Puede ser que me equivoque, pero la verdad es que hay gente que no me merece.

–Volvemos a la arrogancia –rio Irene.

–Así como hay gente que no me merece en ningún sentido, sea social, económico, político, laboral, etc., hay gente que tampoco te merece a ti, a él o a ella –señaló a los comensales de la mesa de al lado–. Aquí lo importante es, ¿a qué viene tu pregunta?

–Simple curiosidad –murmuró frente a la bebida violeta que le ponían enfrente.

–¿Alex?

–Dijiste que no hablarías más sobre ella –se ruborizó–. ¿Mi hermana sabe?

–No lo sé –respondió–. Pero si lo sabe es porque lo averiguó por su cuenta.

–¿No le has dicho nada?

–Del clóset se sale cuando se está listo –negó con la cabeza–. No te haría lo que me hicieron a mí.

Irene la miró con sorpresa. ¿Qué le habían hecho? Recordaba la conversación que habían tenido el diciembre anterior, cómo sus palabras habían sido «no salí realmente del clóset, pero sí le dije quién era tu hermana» .

–No me corresponde a mí sacarte del clóset –le dijo al cabo de unos momentos.

–¿Alguien te sacó a ti? –Emma se encogió entre hombros–. ¿Eso es un sí?

–Es que no sé si en realidad alguna vez estuve en un clóset… sarcófago, qué sé yo –rio, burlándose de sí misma, mientras Irene le sostenía la mirada sin saber si bromeaba o hablaba en serio–. No sé si lo que digo es cierto, pero creo que ni siquiera cuando estaba en proceso de aceptar el cambio en gustos escondí mi relación con tu hermana, al menos no de manera activa.

–¿Qué? –resopló Irene–. ¿Qué quieres decir con “activa”?

–Nunca me escondí detrás de sustantivos como amiga o colega –se encogió nuevamente entre hombros–. Pero si alguien preguntaba si éramos algo más, no creo haber usado nunca un eufemismo para describir la naturaleza de nuestra relación.

–El tamaño de tus pelotas… –suspiró envidiosa.

–Si la gente quiere saber, que se arriesgue a preguntar –sonrió maliciosamente–. Dice más de ellos que de mí.

–¿Qué dice de ellos?

–Delatan su morbo, su curiosidad, su metichismo –le dijo Emma con una mueca sardónica–; que los verdaderos desviados son ellos al meter las narices en donde no les importa.

–Suena a una versión muy ingenua –opinó Irene–, porque el mundo no funciona así.

–A veces, la inacción también es una acción –sonrió.

–Como preguntar por Alex –repuso–. No preguntar por ella es preguntar por ella.

–Con la diferencia de que no es una imposición, sino que deja la respuesta, si acaso hay una, a tu entera libertad –asintió Emma–. Aunque, en realidad, más que saber sobre Alex, me interesa saber si tú estás bien.

–¿Con ella o en general?

–Como tú prefieras.

–Mmm… –suspiró y se pasó la mano por el cabello–. Estoy mejor.

–¿Sí?

–¿Por qué te preocupa? –frunció Irene el ceño.

–Porque eres familia –le dijo y abrió la lata de agua mineral para verterla en el vaso escarchado.

–Tú y yo sabemos que la familia no es tan importante.

–Eres importante para Sophia y ella es importante para mí; así sea como por extensión, eres importante para mí. Además, me caes bien.

Irene chasqueó la lengua y balbuceó en griego.

–Entonces no es porque soy familia –pareció imprecarla–. Porque eso no lo soy.

–¿Lo dices por lo de Volterra?

–No se te pasa nada.

–Se me pasan muchas cosas, pero eso no –rio–. A estas alturas los únicos que no saben son Volterra y tu mamá. Quiero decir, que no saben que todo mundo sabe.

–Es un secreto mal guardado –opinó Irene, preguntándose si su secreto estaría en el mismo estado o en uno peor–. Es más, ni siquiera sé si es un secreto que se puede guardar porque anda por ahí, con piernas y demás; es un secreto que habla, y no en un sentido metafórico.

–Muy cierto –asintió Emma–, pero no sé qué tiene que ver eso con la familia.

–Soy como la añadidura de la añadidura, ¿entiendes?

–No.

–Si mi mamá se hubiera quedado con Volterra, yo no existiría.

–Pero en el mundo del subjuntivo… –negó levemente con la cabeza–. Todos los casos hipotéticos sobran, Nene, y el afecto no tiene que ver por mi cercanía con Volterra ni como jefe, ni como socio, ni como mentor, sino, como dije, porque eres importante para ella y me caes bien. Aplós .

Aplós –repitió para sí–. Tienes buena maestra.

–Hace lo que puede con lo que mi cerebro le permite –admitió Emma y bebió un sorbo de agua–. No diría que me preocupas porque eso suena a que eres algo como un caso de peligro, así que, para no complicarnos mucho, digamos que pregunto porque me importas… y ya.

Irene permaneció en silencio durante algunos segundos que se convirtieron en minutos.

–¿Alguna vez has sentido como que no perteneces ?

–Sí –murmuró Emma, no sabiendo si debía interpretar la pregunta como un llamado de auxilio que no estaba facultada para atender–. En muchos contextos.

–¿Sí?

–Sí –asintió–. En la familia, en el amor, en la universidad, en el trabajo… en la vida en general he tenido momentos en los que he pensado que esto no es para mí. Y no solo he sentido que no pertenezco , sino que también he sentido que no quiero pertenecer, ¿sabes a lo que me refiero?

–Creo que sí.

–¿Así te sientes?

–Sí y no.

–¿Es algo que quisieras hablar conmigo o con alguien más?

–Creo que si lo hablo con mi mamá o mi hermana, no sé, se estresarían; se preocuparían.

–¿Y es para preocuparse?

–No, no, no –sacudió repetidamente la cabeza–. No es una crisis de esas que hacen que te cortes el cabello –rio mientras se acomodaba el flequillo–. Hablando en serio, es algo que me ronda por la cabeza nada más.

–Está bien –inspiró profundamente y se preparó para lo peor–. Te escucho.

[…] Cuando tenía como trece o catorce, Simitis me llamó lotería política […] Primer Ministro entre el noventa y seis y el dos mil cuatro, si no me equivoco […] Mi papá tuvo que explicarme qué significaba eso […] Sí, claro, me habló como se le habla a los adultos. Para eso, el Talos nunca ha tenido pelos en la lengua […] Sentí como si no me hubieran hecho con o por amor, sino como parte de un trato entre él y mi mamá, por eso de que la familia unida y perfecta construye al candidato perfecto; los votos son importantes […] No es que me pese la idea de que no me hayan hecho así, con la espontaneidad con la que fue hecha mi hermana, por ejemplo, porque encuentro cierto consuelo en saber que no fui un accidente, que fui planificada hasta las últimas consecuencias […] No, amor nunca me ha faltado, ni de mi mamá ni de mi papá, ni de nadie. Nunca me ha faltado nada en realidad […] He tenido una sensación un poco incómoda, por años, que no sé cómo nombrar porque ni siquiera sé explicarla bien: siento como si mi propósito de vida se hubiera cumplido con el simple hecho de nacer […] Es como un vacío existencial, supongo […] Nunca he sentido como que pertenezco a algo en concreto, sea idea, lugar, circunstancia, lo que sea […] Siento que, al no haber tenido carencias, no he tenido deseos o sueños importantes […] No, claro, creí que podía encontrar eso que me faltaba en el tenis, pero lo único que encontré fue agotamiento de todo tipo: físico, emocional, mental, filial […] Ninguna lesión grave, pero las secuelas ahí están. Si hubiera seguido, me habría destrozado las rodillas; eso de que el peso y el sedentarismo son los factores más importantes es una mentira […] Sí, como Nadal […] También pensé encontrarlo en la escuela, quizás entre amigos y buenas calificaciones que me estimularan el ego, pero la verdad es que nunca fui a la escuela para establecer una red de conexiones que pudiera explotar en el futuro […] Las amistades sucedían, se daban sin mayor problema, pero es que, en verdad, no sabes la tranquilidad que sentí cuando la mayoría decidió dejar de tratarme con lo de la crisis […] Sí, por ser quién soy. No los culpo y tampoco se los reprocho. En cierto modo, se los agradezco, porque así fue como me quedé de amiga de dos raros que siempre creyeron que ser campeones nacionales de Calabozos y Dragones era lo mejor del mundo […] Les valía tres mierdas todo lo demás […] Todavía hablo con ellos de vez en cuando […] Cuando entré a Economía en la Kapodistríaca me sentí fuera de lugar porque mis planes siempre estuvieron en Medicina […] Intenté dos veces, una de la que supieron todos y otra que mantuve y sigo manteniendo en secreto porque, pues, no lo logré […] Qué sé yo, así es mejor, más fácil para mí […] Cuando mi hermana me ofreció irme a Roma a hacer lo que quisiera, apliqué a Medicina y a lo otro. Por tercera vez, no quedé […] Me quedé a dos puntos de entrar, ¡a dos! […] No, no fue tan duro como las otras veces porque por alguna razón empecé a sentirme más en casa […] No sé si es porque no tenía la presión que hay en el apellido, que a donde iba me preguntaban si éramos familia y de eso dependía quizás hasta un posible veneno en la coca cola […] Me sorprende que sigamos vivos, no miento […] Quizás me siento más en casa por el idioma, la gente, la carrera […] He insistido en Medicina porque creo que ese es mi propósito; no sé por qué, pero así es. Bueno, creía que ese era el camino […] No sé, de repente me atrapé teniendo una lucha interna: hay días en los que acepto que me gusta Química y Farmacia y que no necesito más […] No, los días en los que me acuerdo que tengo que irme a Medicina, cueste lo que cueste, lo hago con esfuerzo […] Mucho […] No sé, es frustrante […] Porque pienso que si me quedo en Química y Farmacia puedo especializarme en genética y sacar un posgrado en Bioquímica, por ejemplo, o al revés, o las dos cosas […] Confundida, sí […] También, sí, frustrada también […] No sé si Alex tiene algo que ver en eso […] No, no sé […] Ah, sí, eso sí. Me da la sensación de que empiezo a tener sentido […] No creo que tenga que ver lo que siento o no siento por ella porque, cambiando la ecuación académica, el resto se queda como está […] No sé si es una distracción. No creo.

Emma la miró sin saber exactamente qué más decir, pues ahí, en las palabras de su cuñada, había más que solo la preocupación milenaria del (des)propósito que tenía la vida del ser humano: la presión que ejercía la mentira más grande, aquella que parecía dejar en claro que todos éramos únicos y especiales, excelsos al punto de que veníamos a la Tierra a dejar una huella manifiesta, a ser un personaje de trascendencias y revoluciones, a construir un legado más grande que el universo; los Gutembergs, los Flemings los Röntgens y los Turings no eran sino productos de las circunstancias.

–Pero ¿ perteneces ? –resolvió preguntar.

–¿A qué?

–A ese algo que quieres pertenecer.

–No me agobia. Cada día pienso menos en eso. Hay días en los que ya ni siquiera se me cruza por la cabeza. El cabello corto me está gustando.

Emma sonrió, pensando en que si era algo que ya no le dificultaba la existencia era porque había encontrado el lugar o las condiciones en los que pertenecía y había hecho las paces, en alguna medida, con su misión de vida (lo que sea que eso significase).

–Te queda muy bien –estuvo Emma de acuerdo–. ¿En qué quedan los planes de Medicina, entonces?

–Estoy a la expectativa –se encogió entre hombros–. Me da miedo entrar y darme cuenta de que la aborrezco tanto como Economía.

Hubo un momento de silencio en el que se sostuvieron la mirada. Era evidente que Irene no terminaba de entender por qué, de entre todas las personas que la rodeaban, su cuñada había sido en quien había decidido confiar. No esperaba que la escuchara, mucho menos que se mostrara con la disposición de comprenderla sin emitir nada que se asemejara a un juicio; tal vez, pensaba, era que, incluso a pesar de que así lo había expresado, en realidad no le importaba nada de lo que le ocurriera. Eso último, no sabía por qué, la reconfortaba sobremanera, pues no buscaba un consejo o algunas palabras de (des)aliento, sino simplemente ser escuchada por alguien que no iba a buscar intervenir desde la irracionalidad del cariño. Le daba la impresión de que el desinterés, al menos en apariencia, desembocaría en una opinión realista o una exteriorización de verdades crudas. Y eso era lo que necesitaba, no endulzamientos.

La intensidad la disipó Emma al beber un poco de agua.

–Son problemas de primer mundo –murmuró Irene–. No me hagas caso.

–De primer mundo o no, no dejan de ser problemas –se encogió entre hombros–. Ahora, no sé qué clase de consejo pueda darte, o qué esperas que te diga…

–Nada, en realidad –se apresuró a decir muy nerviosa.

–La catarsis es buena, sí, pero no hace que el problema desaparezca –repuso Emma–. Como te decía, no sé exactamente qué decir porque no tengo más referente que mi propia experiencia.

–¿Es una experiencia buena?

–Es una experiencia nada más, distinta a la tuya –le dijo–. Quién sabe, tal vez puedas sacarle algún provecho.

–¿Qué? ¿Una moraleja?

–¿Acaso tengo cara de Esopo? –bromeó Emma, haciendo que su cuñada la acompañara con una risa

Mi mamá viene de una familia acomodada hasta el asco, tanto así que en algún momento tuvieron tierras que iban desde La Spezia hasta Castel del Piano. Con el tiempo, claro, eso se fue reduciendo hasta que quedó solo lo que hay entre Pontedera, San Gimignano y Arezzo. Ahí, en esa familia, todo giró siempre alrededor de la tierra y de la uva […] ¿Por qué no? Era la gallina de los huevos de oro […] Mi abuela conoció a mi abuelo en los viñedos cuando él tenía veintiséis y ella quince; él era uno de los quinientos hijos que había tenido el capataz de Montaione […] Eran otros tiempos […] Cuenta la leyenda que mis bisabuelos no se opusieron a la relación porque, al fin y al cabo, el tal Enrico era un hombre de la tierra , aunque en realidad era ingeniero civil y no agrónomo […] Como sea […] Cuando llegó el momento de que mi mamá decidiera si quería estudiar en la universidad, mi abuelo fue de la opinión que estudiara lo que quisiera porque luego, ya en el trabajo, uno nunca ejercía eso que había estudiado […] Eran otros tiempos, sí, pero hablaba desde su experiencia como un ingeniero civil al que le encantaba la agricultura, pero que decidió tomar el trabajo en Roma para que mi mamá pudiera tener una educación más cosmopolita […] Mi abuela solo quería que estudiara algo, no como ella, que sus papás no la habían ni dejado hacer el servicio en enfermería […] La familia de mi papá es otra historia. Mi abuelo, después de haber padecido la guerra como Podpolkovnik […] Tenente Colonnello […] Lo dieron de baja porque le faltaba la mitad del dedo índice derecho. No sé, en uno de esos inviernos crueles, quizás cuando los alemanes también se enfriaron por el ano, tenía un agujero en los guantes y se le congeló la yema del dedo. Ya sin eso no podía disparar. No sé cómo no sabían que el señor era zurdo.

Aquí Emma rio, pues, aunque suponía que era un argumento marcial válido, resultaba simplemente absurdo.

Lo indemnizaron por los daños sufridos y los servicios prestados, le dieron sus condecoraciones y demás, y le agradecieron el estrés postraumático de la guerra con un salario vitalicio […] Como antes de la guerra había sido el hijo de un panadero, fue y compró una de las pocas panaderías que habían quedado en Nitra, de donde era su mamá […] Con los años se hizo de una franquicia y se expandió a Trnava, Galanta, Lucenec y Bratislava […] Conoció a mi abuela como la hija del pullés al que le compraba la harina […] No, peor, porque, a diferencia de mis otros abuelos, entre ellos había una diferencia de casi veinte años […] Te digo, eran otros tiempos […] La verdad es que el papá de mi abuela tenía demasiadas bocas que alimentar y estuvo muy contento en entregarle a mi abuelo a su única hija […] Sí […] No estoy segura […] Jaja, sí, estoy completamente de acuerdo […] No sé en qué momento empieza el complejo de inferioridad, si con mi abuela o con mi papá y sus hermanos, porque, desde que tengo memoria, la Sabina siempre se refirió a mi abuelo Félix como un simple panadero […] A él le gustaba meterse a producción porque ahí era feliz […] Sí, aunque le faltaba medio dedo […] Mi papá siempre lo tuvo como una persona sin ambiciones, un pobrecito que daba lástima cuando se pasaba la tarde entera viendo el Nitra desde el balcón; un fracasado y un cobarde que no había dicho que era zurdo para seguir bañándose de la gloria soviética […] Eso mismo digo yo: ¡¿cuál gloria?! […] Sí, bueno, mi papá era un defensor de todo lo deplorable porque era de lo que sacaba provecho […] ¿Berlusconi? Mi papá se hizo rico con Berlusconi y Tremonti, a Siniscalco lo exprimió descaradamente hasta dejarlo como un verdadero imbécil, y con Padoa-Schioppa quién sabe cuántas cochinadas hizo […] No, mi mamá era casi una hippie en comparación con él […] Jaja, sí, pretendía criarnos con amor, consintiéndonos todo lo que le pidiéramos, y era una promotora absoluta de la libertad de palabra, obra y omisión […] Mi papá era más bien un tirano al que le importaba la excelencia en todos los sentidos: estaba bien si querías jugar con tierra, pero, entonces, tenías que convertirte en uno de esos genios egipcios que habían construido la puta pirámide de Keops […] Exacto, como si el ingeniero había puesto piedra sobre piedra […] Si querías pintar, tenías que convertirte en un Renoir; si querías ser poeta o escritor, un Mallarmé, un Capote, un Levi […] La cosa no fue fácil, porque mi hermano no resultó ser un Meazza, un Baggio o un Del Piero; mi hermana nunca fue Odette; y yo no fui ni una Navratilova ni un Rubinstein […] Pasa que para mi papá había carreras de verdad y de mentira las de mentira eran más bien oficios , estilos de vida o preparaciones para trabajos mediocres […] Sí, daba lo mismo ser diseñador de modas que sastre, daba lo mismo ser paleontólogo que barrendero, daba lo mismo ser sociólogo que el que te sirve el café […] Esas cosas consideraba que estaban bien para las mujeres y los maricones […] Las de verdad eran pocas y siempre llevaban una trampa: jurisprudencia, pero sin especializarte en diritto di famiglia o trabajar en una ONG para velar por los desprotegidos; medicina, pero no para ser dermatólogo o psiquiatra porque tratar el acné y a los locos era perder el tiempo, no, medicina para ser cirujano, pero no plástico; ingeniería, pero no industrial o mecatrónica, sino civil, aeronáutica o mecánica; y, por supuesto, economía […] Con mi hermano no hubo problema porque, carente de personalidad y testículos, decidió seguir los pasos de mi papá en las finanzas […] No, nada fue tema de discusión, ni la universidad ni la ruta que tomaría, mucho menos la ambición formativa […] No, porque, a fin de cuentas, se trataba de una carrera de verdad […] Conmigo fue distinto […] Alguna vez, creyendo que saldría ilesa del asunto, le insinué que me llamaba la atención estudiar diseño de modas […] Que eso era, de nuevo, para las mujeres y los maricones, y que, aunque yo fuera mujer, no tenía por qué tener las aspiraciones de una. ¿O acaso era maricón? No, ¿verdad? Sobra decir que lo único que el señor hizo fue confundirme.

Aquí hubo una pausa en la que recibieron los platos con comida.

Pues, sí, porque llegué a penúltimo año del colegio sin saber qué iba a estudiar; porque lo que quería, fuera literatura o diseño, no iba a ser compatible con los planes que él tenía para mí. Eso es importante, así que pongámosle una tachuela […] El día que le dije que iba a estudiar arquitectura era obvio que estaba esperando que le dijera que iba a ser economía o derecho […] No, ni te imaginas. Ni Dante imaginó un infierno tan poderoso como ese […] Primero fue por la elección de la carrera y después porque no iba a ser en una universidad de esas súper rancias como Cambridge o Harvard. No voy a repetir lo que dijo, pero basta con que sepas que nunca aprobó del todo mi decisión […] No, con mi hermana ni siquiera se molestó en reaccionar cuando le dijo que iba a dejar de estudiar; solo le dijo que más de tanto no le iba a dar al mes […] El bastardo así era: bastardo y radical. No había puntos medios […] O le importaba mucho o no le importaba nada, o te creía capaz de ser el siguiente John Maynard Keynes o un futuro Primer Ministro, o no te creía capaz ni de hervir agua […] Recuerdo la carrera con una sensación esporádica de no pertenecer , pero no en un sentido social o académico, sino en que quizás me había equivocado al no decidirme por diseño de modas porque, al final, mi papá no me pagó la carrera […] Me sentía así al salir de un examen, por ejemplo, porque, aunque sabía las respuestas y las había desarrollado bien, podía más ese pensamiento de haberme equivocado de carrera. Hubo un tan solo momento en el que pensé en salirme de arquitectura, algo fugaz, mientras uno de mis profesores colgaba pesas de un puente de spaghetti hasta hacerlo colapsar […] Porque salirme era rendirme, y rendirme era darle la razón a mi papá […] Antes muerta que darle la razón […] Lo sé, mezquina […] Se puede decir que terminé arquitectura por pura necedad, por no darle el gusto de decirme algo al respecto [...] Decidí hacer una maestría en diseño de modas. No la terminé porque me di cuenta de que eso era para mí un gusto aparte y que no me satisfacía tanto como la arquitectura y el diseño de interiores […] En algún momento llegué a pensar que, en cierto sentido, mi papá había tenido razón; pero la verdad es que él, como su mamá, siempre pensó que hacer pan era tan fácil como los que “dibujamos” casas un día sí y al otro también […] Es un tanto irónico, sí, porque él siempre pagó por todo: diseñadora de interiores, corredor de bienes y raíces, sastre disidente de Armani. Al final del día, hasta el condenado Doctor Pavlovic necesitaba de todo lo que consideraba hecho por manos mediocres o inferiores […] No existe tal cosa para mí: yo valoro hasta al carnicero porque, si bien es cierto que quizás él no sabría dónde poner una jácena, yo no sé destazar una vaca, sino simplemente comérmela […] Cada quién a lo suyo.

Emma alzó la mano y, con un gesto, pidió que le llevaran otra lata de agua mineral.

Nunca me he preguntado cuál es mi propósito porque no creo encontrar una respuesta que me satisfaga […] Sé que he servido para propósitos de los demás […] Creo que dejarte llevar por la vida sin la preocupación de saber si viniste a hacer algo trascendental para ti o los demás es, más que un lujo, una decisión […] Quitemos la tachuela. Decidí estudiar arquitectura porque era lo que me gustaba y lo que me causaba curiosidad […] Más que llevarle la contraria, se trataba de no estudiar cualquier cosa que mi papá quería porque eso habría sido vivir un sueño por él y a expensas de mis propias frustraciones. Lo mismo pasó con el tenis y con el piano: ¿por qué tenía yo que satisfacerle sus aspiraciones? […] No, que se las satisficiera él mismo, por cuenta propia, si tanto le gustaba […] Aunque no sé a qué vine, sé que no vine rellenarle los vacíos existenciales a nadie […] Cuna y cuchara de oro, sí, esa es mi situación, y es lo que me permite no tener que sacrificar partes de mí […] Al contrario, sería muy idiota de mi parte no reconocerlo, pero también lo sería no aprovecharlo; vivir de otra manera, miserablemente si así lo quieres llamar, sería, no sé, an extra middle finger in the fuck-you sandwich para esas personas que no tuvieron o tienen las mismas oportunidades que yo […] Por eso hago lo que quiero y me doy el lujo de poder rechazar un proyecto cuando algo no me cuadra […] Sería absurdo renunciar a todo lo que me hace feliz por un sentimiento de culpa que ni siquiera es mío, y es igualmente absurdo dar explicaciones a quien nada sabe, nada entiende, nada satisface […] Da igual lo que tengas o no tengas, a la gente amargada le estorba verte feliz […] Quizás sea algo reprochable, pero yo no pertenezco en Italia más que en un sentido familiar, cultural y lingüístico […] Sí, en un sentido vacacional […] En un sentido laboral, creo que de algún modo habría encontrado comodidad en el estudio de Alessio, porque la verdad es que, al menos en aquel entonces, pensábamos igual y se nos hacía fácil anticiparnos mutuamente […] No, con él jamás habría conseguido nada parecido a lo que tengo aquí con Volterra. Es cierto, Alessio tiene trabajo todo el año, tanto que se ve obligado a remitir a algunos clientes a otros estudios, pero él no tiene el tipo de clientes que tengo con Volterra; a ellos puedo ofrecerles lo que buscan sin necesariamente preocuparme hasta el agotamiento por un presupuesto muy cerrado […] No, habría sido todo lo contrario […] Eventualmente, habría tenido que desligarme de Alessio para irme por mi cuenta o irme con alguien más, más grande, pero se habría sentido como una traición […] Aquí sí pertenezco , no a alguien o a un lugar, sino a una idea y una sensación muy mías; las condiciones son envidiables y el ejercicio es libre […] Sí, me siento muy cómoda. Eso es […] La pregunta en realidad es, ¿quieres entrar a Medicina porque se trata de un capricho que nace de la frustración, porque es lo que en verdad quieres y ese es tu “llamado”, o porque es lo que alguien más espera de t? Hablo como alguien que se acostumbró a escuchar que la gente se dividía en importante e insignificante, en exitosa y fracasada, etc. […] No, pienso que es admirable que sigas intentando. Muchas personas habrían tirado la toalla. No creo que sea algo de qué avergonzarse o algo que haga que las personas que lo sepan sientan lástima.

Irene no sabía si creer en su admiración o si debía interpretarlo como una frase hecha y vacía.

–Intentarlo no es hacerlo –le dijo.

–Por algún lado se empieza –repuso Emma y se llevó el último trozo de pierogi a la boca–. No sé, ¿qué quieres que te diga?

–Siento que es tiempo desperdiciado.

–No es como que te hubieras estado oliendo el ombligo –resopló.

–Los intentos se traducen en euros –disintió–. Mil ochocientos para ser exacta –dijo, sumergiendo algunas papas en el adjika.

–Tres mil seiscientos anuales por la Sapienza, setenta y cinco mil por Harvard… –balanceó la cabeza de lado a lado–. Es cuestión de perspectiva.

–Da igual.

–¿Preferirías que se lo diera a alguien más?

–¿Qué?

–Como lo oyes.

–¿No es mi hermana quien…? –frunció el ceño.

–Distinción irrelevante –opinó Emma.

Skatá… –refunfuñó.

–¿Qué tienen ustedes Rialto con el dinero? –le preguntó–. Viven como si no lo tuvieran, o quieren creer que no lo tienen.

–Tú no tienes dinero mal habido.

–Ninguna persona que haya sido dueña de la mitad de la Toscana puede decir que su dinero ha sido ganado con honestidad y de su propio sudor. Sin demeritar el esfuerzo de mis tatara-tatara-tatara-tatarabuelos, o allá por Adán y Eva, esas tierras las deben de haber robado o usurpado, y seguramente las trabajaron y las mantuvieron mediante explotación laboral –le explicó–. Ninguna abundancia ha sido obtenida con medios inocentes, honestos, pacíficos.

–¿Y no te sientes culpable por eso?

–Mi abuela se encargó de ceder algunas de las tierras como compensación para quienes las habían trabajado por generaciones; otras, las cedió para que se pusieran en función social, para que construyeran tal o cual cosa en el pueblo, como una escuela, una biblioteca, el ayuntamiento, qué sé yo. También dio dinero. De hecho, en algunas ciudades hay bibliotecas que tienen alas con su apellido, casi siempre son libros de botánica, agronomía y agricultura, pero también hay de historia del arte y toda la obra de Calvino. Era su escritor favorito.

–Pero no contestaste la pregunta.

–Cargar con culpas que no son mías sería un trabajo monumental –negó con la cabeza.

–¿Y lo que hizo tu abuela lo soluciona todo? –murmuró.

–Hago lo mío por mi cuenta; doy no porque sienta culpa, sino porque tengo para dar –se encogió entre hombros–. En lo personal, no me interesa que mi apellido esté en una plaquita dorada.

–Suena a justificación.

–Sea como sea, no le resta nada al hecho de que lo que ustedes tienen es una guerra muy estúpida con el dinero o cualquier medio de riqueza.

–¿Por qué?

–Porque no fueron ustedes quienes acumularon la riqueza.

–Pero la disfrutamos.

–Con esa gran culpa que manejan, dudo mucho que la disfruten –resopló–. Además, así sea en el sentido amplio de la palabra, hasta donde yo sé tu papá no te paga nada –rio–. Ni la universidad, ni la comida, ni el Gianicolo. Nada. Ni siquiera el corte de cabello te lo pagó él.

Irene la miró aturdida.

–¿Te da dinero?

–De vez en cuando deposita algo –asintió–. Pero no es una guerra contra el dinero mismo, sino contra lo que representa –le dijo Irene.

–¿Te serviría si el dinero viniera del salario de tu papá y no de las comisiones o de las bonificaciones que gana por aparte? Porque si es la fuente lo que molesta, solo tienes que pensarlo de esa manera.

–Y ya, problema resuelto, ¿verdad?

–Mi papá me dejó dinero, del honesto y del mal habido, pero de nada me sirve diferenciarlo porque, al final, viene del mismo lugar, de la misma persona –se encogió entre hombros–. Mi relación con mi papá, hasta donde se quedó, va a dictar todo lo que yo haga con ese dinero; voy a hacer todo lo que él habría odiado que hiciera con él: primero, lo voy a gastar en tu hermana y en quien se me dé la gana; segundo, voy a dar una parte a quien quiera estudiar todas esas carreras de mentira , a todas esas mujeres y a todos esos maricones, y lo voy a hacer en nombre de tu hermana para que nadie se confunda con el apellido y termine creyendo que Franco Pavlovic era un hombre generoso; tercero, voy a intentar compensarle a mi mamá las crueldades de mi papá; y cuarto, voy a poner una panadería. No, mejor aún, voy a comprar aunque sea una de las panaderías que alguna vez fueron de mi abuelo Félix.

–Por puro despecho.

–Por puro despecho –confirmó.

–Ojalá fuera así de fácil.

–Lo es –replicó Emma–. Estás a una decisión de que sea así de fácil.

–¿Eso es lo que funcionó con mi hermana?

–¿A qué te refieres?

–Me da la impresión de que mi hermana ya hizo las paces con ese tema –respondió Irene.

–No sé si ya hizo las paces –disintió, inclinándose sobre la mesa para robarle unas papas con adjika–. Lo que sí puedo decir es que se ha relajado mucho.

–¿Y cómo lo lograste?

Emma, no sabiendo si disfrutaba del picante de la salsa, se preguntó si las dos Rialto funcionarían igual.

–Negociamos –le dijo en cuanto tragó.

–¿Sobre qué?

–Sobre lo que sea –contestó con un gesto generalizante–. Yo quiero algo. Ella quiere algo. Las dos queremos algo. Negociamos. We try to meet each other halfway .

–Suena a que quien sale ganando eres tú.

–Nunca le propondría algo que le resultara completamente incómodo –negó con la cabeza y hundió otra papa en la salsa–. ¿Por qué no negociamos tú y yo?

–¿Bromeas?

–No –resopló y se llevó la papa a la boca–. Quién sabe, tal vez logro aniquilar esa aprensión que le tienes al dinero.

–Volvemos a la arrogancia –dijo Irene, convencida de que la mujer que tenía enfrente estaba un tanto más allá de la locura.

–Es un simple intento –repuso Emma–. De intentar a hacer, según tú, hay un gran paso.

­–Mírate –rio–. Usando mis palabras en mi contra.

–Nada pierdes.

–Está bien –dijo y, como si se tratara de una epifanía, supo que la creciente sonrisa en su cuñada era la señal de que terminaría cediendo hasta el alma.

–Partiendo del hecho de que no es el dinero en sí, sino lo que representa, ¿qué te quitaría esa sensación? ¿Ganar tu propio dinero?

–¿Me vas a meter en un esquema piramidal?

–¿Qué prefieres: Herbalife o Le Creuset?

–Ja ja –le lanzó una mirada insípida–. Muy graciosa.

–¿Me vas a contestar?

–Sí, supongo que ganar mi propio dinero me haría poner las cosas en perspectiva.

–¿Y por qué no trabajas?

–Mi hermana y mi mamá quieren que me enfoque cien por ciento en los estudios.

­–¿Es una excusa?

–Lo ven como algo normal porque es lo que ellas hicieron –se encogió entre hombros–. Y, si soy honesta, creo que no habría podido tragarme toda la información de Fisiología si hubiera tenido que trabajar todas las tardes. En ese sentido, lo agradezco.

–Pero eso no soluciona el problema. –Irene disintió–. Trabaja para mí.

–¿Qué podría hacer yo para ti? –resopló incrédula–. No sé nada de arquitectura, mucho menos de diseño de interiores.

–¿He dicho algo sobre eso? –inquirió Emma con la ceja derecha por lo alto–. No me atrevería a pedirte algo así cuando no sabes ni siquiera armar una cama de IKEA –rio.

–Quedó bien armada –espetó–. Lo comprobé.

–No vamos a hablar sobre eso porque te pones muy incómoda.

–¿Qué clase de trabajo? –preguntó ruborizada.

–Hay una cosa en Roma que me estorba los días y las noches –le dijo, apoyando los codos sobre la mesa y entrelazando los dedos sobre el plato vacío–. El apartamento de mi papá ha estado cerrado desde que decidió morirse y no se me hace justo pedirle a mi mamá que vaya a ver cómo están las cosas, mucho menos que lo limpie.

–¿Eso es lo que quieres?

–Vamos a tomarlo como un proyecto secundario –asintió–. En diciembre que llegue voy a tener que ir para decidir si lo voy a vender, si lo voy a alquilar o si simplemente lo voy a dejar cerrado; pero no quiero encontrarme con tres centímetros de polvo o con una ventana quebrada.

–¿Y el proyecto principal?

–Te vas a seguir concentrando en la universidad o en lo que sea que quieras hacer. Si quieres intentarlo en Medicina, hazlo; si no quieres, no lo hagas. Yo me comprometo a pagarte todos los gastos universitarios hasta que decidas terminar de estudiar. Si quieres sacar una, dos, tres maestrías, las sacas; si quieres doctorarte cien veces, adelante. Eso incluye libros, cursos, diplomados, laptops, incluso esa pasantía soñada y sin paga que encuentras refundida en Bolzano o Foggia.

–¿Y qué ganas tú?

–No he terminado –extendió la palma de la mano para pedirle que no se adelantara–. Vas a hacer lo que te gusta y vas a ir a tu ritmo: si quieres jugar tenis, juegas tenis, y si quieres hacerlo en el Gianicolo o en cualquier otro lugar, lo haces; si quieres irte de vacaciones a Atenas para ver a tu papá o si quieres venir aquí a pasar un verano o cualquier otra vacación, lo haces; si quieres inscribirte en clases de mandarín, por favor, hazlo. No te voy a pedir certificados de calificaciones porque, primero, ya estás grande y sabes si son o no son importantes; y, segundo, porque de lo que se trata es de que lo disfrutes. Eso será aparte de lo que te voy a pagar al mes por encargarte del apartamento de mi papá o de cualquier otro favor que necesite, como ayudarle a mi mamá con algo en el invernadero, por ejemplo.

–¿Cuánto? –preguntó casi con miedo.

–Hasta donde sé, no hay mínimo establecido por la ley italiana –le dijo–. En mis tiempos lo normal era conseguir algo de cinco euros por la hora, pero eso fue hace mucho y hay que tomar en cuenta factores como la inflación. ¿Siete euros te parece bien? –Irene se tomó un momento para hacer los cálculos–. Cuatro horas diarias, cinco días a la semana. Si los cálculos no me fallan, serían quinientos sesenta, ¿cierto?

–Cierto.

–Te ofrezco seiscientos, entonces –sonrió–, porque me gustan más los números redondos.

–Seiscientos por existir en paz y limpiar el apartamento de tu papá, qué, ¿una vez a la semana?

–No te voy a decir cómo o cuándo hacer tu trabajo –negó con la cabeza–. Luego te digo quién y cuándo te va a dar las llaves –le dijo, irguiéndose para sacar el teléfono del bolso–. ¿Te gustaría empezar hoy?

–¿Cómo voy a limpiar el apartamento en Roma si estoy aquí? –frunció el ceño.

–Te iba a pedir que, saliendo de aquí, me acompañes al estudio a hacer algo, y luego a comprar unas cosas que quiere tu hermana para hoy en la noche. Después de eso quedas libre.

–Está bien –repuso, pues, de todas maneras, no era como que tenía mucho por hacer.

–En vista de que andas por aquí, ¿prefieres tu signing bonus en dólares o en euros? –le preguntó–. Si lo quieres en euros te lo transfiero del Mediolanum, pero se tardaría entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas en verse reflejado en UniCredit.

–En dólares, entonces –se sonrojó.

–Mejor aún –sonrió Emma.

–¿Le vas a decir algo a mi hermana sobre esto?

–Probablemente –asintió–. ¿Tú a tu mamá?

–¿Debería?

–Solo si quieres –se encogió entre hombros–. Aunque siempre es bueno curarse en salud –sonrió y alzó la mano para pedir la cuenta–. Luego tu mamá se preocupa porque quién sabe de dónde sacas dinero y esas cosas… I wouldn’t want her to think someone’s sugaring you .

Entraron por la puerta de 49th St.

Irene había estado en los alrededores, pero, por alguna razón, nunca se le ocurrió que lo que era normal no era tanto el turismo –el Rink y el árbol de navidad en diciembre–, sino más bien las actividades laborales que se llevaban a cabo en Rockefeller Center. Había esperado, quizá erróneamente, que las ropas pulcras y sartoriales pertenecieran al extremo sur de la isla, donde sabía que Phillip trabajaba; pero ahí, quizás por la presencia de nombres como Deloitte y el Puth Institute –los que reconocía del directorio de inquilinos–, era lo que indicaba la lógica, o bien, lo que exigía una especie de código implícito.

Mientras esperaba a que le entregaran la identificación de visitante, miró a su alrededor y escrutó la seriedad de quienes se encontraban jugando en su propia cancha. Había poca mezclilla, pero, la que había, no era de las de dos por sesenta euros; y, aunque había mucho calzado que no se elevaba como el de su cuñada, ninguno llegaba a ser como sus Puma Roma amarillos.

Estuvo a punto de decirle que podía esperarla afuera, quizás en una de las bancas de por ahí, pero la entrega de la identificación la distrajo y ya no encontró expresión coherente alguna hasta que fue demasiado tarde y ya estaba en el ascensor.

Experimentó una suerte de culpa al nunca haberse preguntado cómo era donde trabajaba su hermana. ¿Su desinterés era activo o pasivo? Había omitido tanto, pero tanto, que fue solo frente al letrero rojo Sapienza que se enteró de que el apellido eslavo formaba parte de la marca. Antes de eso, no sabía por qué, había pensado que se trataba de algo más insípido y genérico, incluso de un chiste de remates fallidos; sin embargo, los nombres, compartiendo el espacio en iguales proporciones –ambos tenían ocho letras y presumiblemente tres sílabas– eran una declaración de egocentrismo, sí, pero, sobre todo, de responsabilidad. Inconfundiblemente, Volterra y Pavlovic daban la cara.

Se sintió un poco incómoda en cuanto Emma la presentó con la mujer que se sentaba tras el escritorio principal; más que por el hecho de ser la hermana de la Licenciada Rialto , Caroline la había llamado Rialtini . Qué mierda era eso, no sabía, pues ni que tuviera tres años para… daba igual. Suspiró internamente. Fingió una risa amable y esperó que no le tocara la cabeza como se le hacía a los infantes.

Siguiendo a Emma por el pasillo –aunque estaba consciente de que el área se desplegaba también en la otra dirección–, se asombró de ver que el espacio había sido seccionado por… Si eran de vidrio, ¿todavía se les podía llamar “paredes”?

–Sí, se llaman paredes –contestó Emma.

No sabía que había pensado en voz alta. Se ruborizó.

Alguna vez, hacía muchos meses, había acompañado a Camilla a hacer no-sé-qué a la Nomentana, en donde Alessio Perlotta tenía su estudio. ¿Sería una diferencia cultural o simple cuestión de gustos? Y es que, a diferencia de la práctica neoyorquina, la otra era una galería que todos compartían sin importar rango o cargo. Allá, en Roma, parecía una cadena de producción donde los humores ajenos afectaban directamente en los propios; aquí, en Nueva York, al menos había privacidad suficiente para expulsar las flatulencias y otros demonios.

En su ignorancia, había esperado que el concepto de un estudio de arquitectos fuera universal: maquetas y modelos a escala de sus más grandes y mejores diseños; premios, reconocimientos, certificaciones y demás, ostentados a la vista de todos; fotografías con clientes famosos –algo demasiado vulgar– y portadas de revistas. Pero no, el lugar, a diferencia del único otro que conocía, era tan serio y sofisticado que podía pasar, qué sabía ella, por un despacho jurídico o una inversora de capital de riesgo.

Como regañado, o quizás como escolta, un hombre alto y corpulento resguardaba las espaldas de una mujer de cabello negro que revisaba lo que podrían haber sido facturas; él, con los ojos pesados por el sueño post-almuerzo, intentaba seguirle el ritmo mientras le explicaba algo muy específico.

El hombre, al ver que Emma se acercaba, se puso de pie para ajustarse los pantalones y dibujar una sonrisa blanquísima. Y ahí, frente a los dos, ella se convirtió en la hermana de Sophia .

¿En qué radicaba el cambio?

Ella se presentó como Gaby , así, a secas, sin título ni apellido. Él, ofreciéndole una mano tan grande que seguramente podía estrujarle la cabeza, le dijo que se llamaba Moses ; tenía un cierto grado de parecido con el actor que interpretaba a John Coffey, o eso creía Irene.

Que si quería un café, agua o algo, la atosigó la del cabello negro. Pero no, no tenía sed. Y tampoco hambre. Solo ganas de ir al baño.

–Ahí ­–le señalaron los tres una puerta gris.

Sintió paz cuando pudo dejarse ir por treinta y tantos segundos hasta quedarse reflexionando sobre lo mucho que la vida mejoraba después de haberse aguantado las ganas de evacuar la vejiga.

Al salir, bastó una mirada para que le indicaran que la oficina del fondo era a donde se tenía que dirigir.

¿Por qué las otras personas tenían oficinas individuales y Emma compartía la suya con Sophia? Reconoció el escritorio de su hermana por el cubo Rubik de 9x9. Bueno, es que no podía haber alguien tan dañado como ella para mantenerlo cerca en todo momento.

–No tardaré mucho –le dijo Emma, ofreciéndole todos los asientos posibles para que dejara caer el trasero–. La red se llama “VP Interior Design” y la contraseña es “skobeloff”, en minúscula y con k y doble f .

Era poco lo que debía hacer: primero, crear un proyecto a nombre de Gaos en la base de datos, trasladar a la entrada del cliente la relación que había redactado en el teléfono y adjuntar el cheque bajo el concepto correspondiente; luego, ir con Jason para darle indicaciones sobre la adenda de Belinda.

Recién había conseguido una conexión en la que podía actuar como parásito, le había avisado a Alex que ya había llegado. Eso había sido en el aeropuerto. Luego se conectó brevemente en el hotel para darse cuenta de que no había ningún tipo de respuesta, que ni siquiera había visto el mensaje. Ahora, sentada en una de las butacas que encaraban al librero empotrado, le cayeron más de cuarenta notificaciones, de las cuales treinta y tantas eran sobre una moción para presentar una queja formal sobre el examen de Bonavita –le importaba una mierda porque sabía que no procedería–, y tres de Alex: una disculpa, pues había estado en la cancha de voleibol; que si todo estaba bien; y que le escribiera cuando pudiera.

“Estoy en la oficina de mi hermana” , escribió y, en cuestión de segundos, observó que Alex se había puesto en línea. “Solo vine por un rato”. “Luego me regreso al hotel hasta que sea hora de cenar” . “¿Cómo estuvo la práctica?”

“Podría haber estado mejor”. “¿Todo bien?”.

“Sí”. “Dormí casi todo el vuelo”. “¿Te vas a aburrir sin mí?” .

“No es la intención”. “Pero seguro pasa”.

“¿Qué haces?”

“En la cama”. “Viendo Octopussy” .

“¿No es esa la que no te gusta?”.

“Era eso o un documental sobre la campana de Hitler”.

“¿Qué?”

“Sí, ya sabes jaja”. “Conspiraciones absurdas que entretienen”.

“Pero te decidiste por peleas de bajo presupuesto en el espacio”.

“No estaba de humor para ver a un montón de pseudocientíficos hablando con certeza sobre algo como eso”.

“¿Estás bien?”

“No del mejor humor, pero sí”. “:D”.

“¿Pasó algo?”

“Estoy teniendo uno de esos días”. Irene se la pudo imaginar encogiéndose entre hombros y dibujando una mueca confusa. “Me dormí un rato en la mañana y soñé con Ridolfi”.

“¿Debería sentir celos?”

“No es como que me haya gustado la manera en la que Ridolfi me cogió” . “Me gusta más bien cuando es consensuado”. “Y sobre todo recíproco”. “Como con cierto alguien .

“No empieces”. “Estoy en un lugar público”.

En ese momento, Emma se levantó del escritorio, y, por puro instinto de autopreservación, cubrió la pantalla del teléfono. Como si la Arquitecta tuviera ojos de águila, vista biónica, zoom x9000 incorporado.

–Ya casi termino –murmuró sin realmente prestarle atención y pasó de largo.

La griega se llevó las manos al rostro. Tenía las mejillas y las orejas calientes.

Lucas Meyers había invertido la hora de su almuerzo en ir a Brooklyn para recoger el modelo del jarrón que había hecho la tarde anterior. Se había pasado de los sesenta minutos a los que supuestamente tenía derecho, y por mucho, pero era mayor la satisfacción de tener el producto final de su sesión de alfarería; lo llevaba cuidadosamente envuelto entre algodones, rodeado de frijolitos de poliestireno, en un cilindro del tamaño de una taza de café común y corriente. Además, no había recurrido a los perros calientes de Sabrett, como había tenido planificado, sino que se había tragado, en el trayecto del D-Train, dos Big Mac, unas papas enormes con extra sal y ranch, seiscientos mililitros de Fruit Punch y un pastel de manzana.

Iba así, boyante, obsequiándole sonrisas a toda persona que lo mirara y que le envidiara el buen humor, casi bailando y cantando lo que le explotaba en los oídos. Y así entró al estudio, porque el contenido de la cajita era lo que, según él, le ganaría el proyecto con Margaret.

Se deslizó por el pasillo. Le importó poco que Gaby y Moses fueran espectadores del baile de victoria anticipada, y, viendo que la Arquitecta no estaba en su escritorio y asumiendo que ahí se le escocía el seso a la vocera de la campaña contra la desnutrición, irrumpió en la oficina, cantando y provocando con el All the women, who’re independent, throw your hands up at me!

Ajeno a los ruidos ambientales, vio cómo la acción se desenvolvía con Kelly, Michelle y Beyoncé de fondo: una mujer se levantó de una de las butacas y lo miraba como si hubiera estado a una milésima de segundo de vomitarse del susto.

–Perdón –dijo Lucas en cuanto se arrancó los audífonos–. Creí que no había nadie –mintió, entrando en pánico por si se trataba de una clienta.

–¿Acostumbras a romper en escena con tanto entusiasmo? –preguntó nerviosa.

–¿Por qué no? –sonrió–. Soy Lucas –le alcanzó la mano derecha.

–Irene –murmuró a medida que se la estrechaba–. ¿Trabajas aquí?

–Sí, pero soy pasante.

–¿Pavlovic o Rialto?

–¿De las dos?

–¿Arquitecto o Diseñador de Interiores?

–Diseñador –sonrió.

–Ajá –resopló–. ¿Y qué tal te va con ellas?

–Bien. Estoy aprendiendo bastante.

–¿De las dos?

–Sí –asintió–. La Arquitecta es… no sé, amor duro.

–¿Así es la Licenciada Rialto también?

Él se preguntó por qué lo estaba interrogando, si era una clienta de esas que habían tenido una idea innovadora y la habían explotado hasta hacerse de millones a una corta edad. ¿Sería excéntrica? Porque no se notaba. Pero caras vemos y gustos no sabemos. Tal vez era de esas personalidades parcas, pero podridamente adineradas, que habían adquirido uno de los penthouses en esa torre que había diseñado Viñoly y que delataba uno de sus traumas viriles más grandes, ese enorme pene de concreto y cristal que se adhería a Park Avenue. En ese momento no recordaba el número.

–Ella tiene un modo tan bonito que si me manda al carajo se lo agradecería –rio.

Aquí, Irene se echó a reír. Lucas la contempló como se contempla a los maniáticos.

–Es mi hermana –le dijo la griega.

–¿Pavlovic o Rialto? –tragó con dificultad.

–Rialto –resopló.

–Perdón, no quise… –balbuceó temblorosamente.

A Lucas le habría venido mejor saber que se trataba de una clienta, alguien por las líneas de Zuckerberg.

–Si alguna vez te manda al carajo, créeme, no es bonito –repuso, disintiendo–. Conozco a gente que de ese corazón roto no se ha recuperado jamás.

Lucas le sonrió agradecido. Hubo un segundo de silencio incómodo en el que pensó preguntarle si estaba de visita (una obviedad), o bien, el motivo de su visita (una intromisión).

–¿Tú también eres diseñadora? –resolvió preguntarle en lo que dejaba depositada la cajita sobre la mesa de dibujo de Sophia y el bolso mensajero sobre el suelo.

–No –resopló, preguntándose si era legal combinar un pantalón morado con unas Timberland clásicas y un saco gris, casi blanco–. Química.

–Química –repitió para sí–. ¿Es difícil?

–Tiene lo suyo –replicó, aunque no pudo evitar pensar en que no era difícil, sino complejo, y que era precisamente eso lo que le gustaba–, como diseño de interiores.

–Igual, pero diferente –ofreció él.

–Sí, así –estuvo ella de acuerdo.

Temiendo otro acceso de incomodidad, y que le habría parecido un gesto un tanto irrespetuoso el darse la vuelta y sumergirse en lo que le faltaba hacer, aventuró:

–Como no tienes nada que ver con el diseño, ¿puedo usar tus ojos? –dijo, inmediatamente sintiendo cómo eso había sonado entre raro y espeluznante–. Quiero decir, que veas en lo que estoy trabajando… si quieres.

–Necesitas un ojo sin entrenamiento –adivinó, consiguiendo un asentimiento por parte de Lucas–. No sé cuánto tiempo tengo, pero ¿por qué no?

Le podría haber mostrado el bosquejo del bosquejo, del bosquejo, del bosquejo, del bosquejo –esa idea primigenia, difusa y con fallos de todo tipo–, e Irene lo habría concebido como lo más próximo a una obra de arte… lo que sea que eso significara. Porque a ella no se le había dado nunca eso de dibujar y pintar a no ser que fueran los diagramas que había memorizado para trazar en un minuto o menos –el corazón, los alveolos, una neurona– o las estructuras moleculares que, más que hacerla sentir inteligente, la entretenían al punto de que, a veces, cuando no podía dormir, repasaba la PG5 o la maitotoxina.

¿Cómo hacían él y su hermana para plasmar las particularidades de cada cosa? De una lámpara, por ejemplo, las texturas eran visiblemente distintas en el vidrio y en el metal; las sombras, los ángulos, la profundidad; los trazos perfectos y las capas calculadas.

¿Y qué le podía decir alguien que no sabía nada? En su inmenso desconocimiento, los dibujos eran perfectos, listos para ser enmarcados y colgados, o lo que fuera que se hacía con eso. ¿Qué se hacía con eso?

–¿Y eso se lo enseñas al cliente y…? –murmuró.

–¿Y…?

–¿Qué pasa después con el dibujo?

–Buena pregunta –rio Lucas–. No tengo idea. –Irene frunció el ceño–. No sé cómo funciona aquí –se encogió entre hombros–. No sé si se los entregan al cliente o si los archivan como parte del proceso.

–¿Tanto trabajo para ser archivado? –susurró.

–Supongo que sí –confirió con un asentimiento–. En realidad esto solo tiene un propósito: ayudarle al cliente a visualizar eso que yo tengo en la cabeza; es una recreación material que te ahorra gran parte de las explicaciones.

–Tiene sentido –supuso, sintiendo cómo el teléfono le vibraba en la mano–. A mí me gusta.

–¿En serio? –Irene asintió–. Pero ¿no ves nada raro?

Irene entrecerró la mirada y le echó un rápido vistazo a los folios que había desperdigado sobre la mesa.

–Edúcame el ojo, ¿quieres? –sonrió–. Esto de aquí, ¿es una ventana?

–No, un espejo, ¿por qué?

–¿Tu cliente es vampiro? –resopló.

Las mejillas barbadas se encendieron con vergüenza.

Por dentro, Lucas se fustigaba por haberlo pasado por alto: estaba vacío. Tal vez se había acostumbrado a ver los errores y ya los daba por buenos, tal vez solo se había distraído un momento y lo había pasado por alto. La verdad era que, hasta donde él podía recuperar de los rincones más remotos de su memoria, nunca había rellenado los espejos. «Fucking idiot» , se recriminó una y otra vez. Lo importante era que, primero, esa vergüenza no la había pasado en público y mucho menos frente a Parsons; y segundo, que era algo que podía arreglar sin mayores problemas. Sabía que todo, supeditado a lo más cercano a la perfección, sería motivo de escrutinio.

–Tienes toda la razón –balbuceó–. ¿Algo más?

–¿A qué huele? –señaló los bosquejos.

–¿A qué huele? –frunció Lucas el ceño, preguntándose si olía a salsa Big Mac o a ranch.

–No me hagas caso –rio Irene–. Yo no sé nada del tema.

Habiendo entendido que se refería al espacio, era una pregunta curiosa, aunque no necesariamente relevante. Sí, ¿a qué olía? ¿Amaderado? ¿Floral? ¿Cítrico? ¿Dulce? ¿Mentolado? No sabía cómo decirlo, pero la verdad era que, al menos hasta ese momento, los espacios que había trabajado se habían reducido a una reinterpretación del sentir sobre la comida: si se veía bien, seguramente sabía bien; es decir, si un espacio se veía bien, seguramente se vivía bien. Que todo se comía por los ojos, eso era cierto, pero ¿qué había de los otros sentidos?

Se reconoció como un completo principiante al no saber si eso era algo que también debía considerar, si era parte de su trabajo.

–Listo –dijo Emma al aire en cuanto entró a la oficina.

Se contrarió por algunas milésimas de segundo al no ver a Irene postrada en la butaca en la que la había dejado hacía no más de diez minutos, sino sentada frente a la mesa de dibujo de Sophia.

Lucas tartamudeó al creer haberse visto inmerso en la necesidad de dar explicaciones que no venían al caso. La voz de la Arquitecta lo tranquilizó.

–Qué bueno –sonrió ella–, veo que has conocido a la hermana de Sophia.

–Sí –balbuceó nervioso–. Espero que no haya problema con que le haya mostrado mis bosquejos… quiero decir, que cuente como trampa.

–Trampa sería que yo te dijera lo que le hacen falta –replicó Emma con una risa liviana a medida que se acercaba y notaba cómo Irene se escurría por un costado mientras contestaba los mensajes en su WhatsApp–. ¿Están terminados?

–Faltan algunas cosas –disintió él, haciéndose a un lado para que pudiera ver todos los folios.

–¿Puedo? –preguntó antes de atreverse a tomar el papel entre las manos, pues al menos a ella le molestaba cuando tocaban su trabajo, especialmente cuando estaba en proceso.

–Por favor –la invitó, sacando la silla para que tomara asiento.

A Emma le bastó un breve contacto con el papel para saber que había escogido un Canson del gramaje adecuado para que la mezcla de instrumentos –marcadores, lápices, plumillas y acuarelas– no se manifestara como un producto malogrado.

Ajustó la lámpara para examinar cada trazo individualmente y como parte del conjunto. A pesar de que ella no habría escogido esos ángulos o esos puntos focales, no había nada reprochable. Se notaba que había tomado en cuenta todo lo que ella y Sophia le habían dicho e insinuado, que había sido más crítico con sus decisiones y que había sabido hacer eso que a todos les costaba, incluso a los profesionales más duchos: editar.

Le gustó que hubiera un folio que se centraba en lo que él pensaba vender como el protagonista de su historia: el jarrón. Si Margaret no apreciaba esa promesa de alfarería, ella sí y, aunque no tuviera dónde ponerlo, se lo compraría. Mas no veía cómo no iba a ser del agrado de Margaret si era la encarnación de todo lo que le gustaba, de todo lo que quería, y, muy posiblemente, lo demás le valdría trescientos mil rábanos, pepinos y bledos.

Notó algunas marras, ninguna criminal, pero era más bien cuestión de estilo y de hábitos y decisiones personales.

–Nada, Lucas –suspiró Emma–. Esto no lo digo con mucha frecuencia, pero sí me interesa saber lo que pasará mañana –le ofreció una sonrisa alentadora.

–Gracias, Arquitecta –se sonrojó–. Haré lo mejor por no hacerla pasar otra vergüenza.

Emma rio por lo bajo, pues, aunque había de errores a delitos, no esperaba que ocurrieran en esa primera etapa en la que ellos se encontraban. ¿Ellos? Pensando así, en plural, se volvió sobre sí para mirar a su alrededor. El plural no era plural, sino singular.

–¿Y Toni?

–No lo sé –se encogió entre hombros.

–Esperemos que no haya desertado –suspiró Emma con una mueca de ligera consternación (¿o era desaprobación?); sin embargo, tal como le había dicho a Irene hacía un rato, Parsons ya estaba grande como para saber si lo que hacía estaba bien o mal–. En fin –murmuró, impulsándose del reposapiés de la silla para caminar al Hooker–. Me tengo que ir, pero puedes quedarte hasta que cierren.

Lucas intercambió unas últimas palabras con Irene, una suerte de despedida indefinida, y esperó a que salieran para ir por un café al break room y establecer algún tipo de comunicación con Toni.

La llamó tres veces mientras miraba cómo el espresso caía en el fondo de la taza y se mezclaba con los dos escupitajos de Torani de caramelo. Al cuarto intento, le desvió la llamada al buzón de voz.

“The fuck u want?” , leyó al cabo de algunos segundos.

“Pavlovic asked for u.. twice” , contestó ajeno al maltrato.

“Well shit” , esperó a que terminara de escribir, “And u said what?”. “Dont tell me u fucked me over”.

“I swear to God woman…” , escribió al borde de la irritación, pues era ella quien estaba siempre dispuesta a joderlo en cualquier oportunidad, “I told her the truth…I dont know where u went” .

“Creative much? Couldnt make up any excuse?” . Aquí, Lucas se encontró suspirando para no ceder a los insultos. “Shit Lucas I dont expect anything from u and u still manage to disappoint me” .

Quiso replicar con vocablos degradantes, objetos de animalización, pero él no iba a caer en ese juego con ella; llevaba las de perder. Encontró consuelo, uno quizás muy estúpido, en el hecho de que contestarle ofensivamente sería caer tan bajo como ella.

“Ill take the moral high ground on behalf of idk… humans” , le escribió.

“Grow a pair will u?” , replicó ella, “Tomorrows coffee is on me k?”

“U suck at apologizing”.

“Its not an apology” .

Lucas, a veces, tenía que detenerse a respirar y a acordarse a sí mismo qué era lo que apreciaba de la vida para no canalizar a Bryan Mills. Parsons era una persona triste, amargada por quién sabía qué, arrogante para compensar quién sabía qué; y una persona así no le iba a joder el estado pletórico que le habían dejado los comentarios de la Arquitecta ni esa taza de breve con caramelo.

No era como que Irene no supiera que las compras en el supermercado eran caras; sin embargo, todo valía el triple o el cuádruple en ese lugar que olía a todo lo que era tendencia contra las costumbres de los suministros industrializados: lo orgánico, los non-GMOs , lo gluten-free (nunca se explicaría por qué señalizaban que los filetes de pescado no contenían gluten) y lo sugar-free , lo gourmet, lo delicatessen, lo made from scratch . También tenían todo para las personas que hacían esas dietas alternativas, muchas veces con la esperanza de que hicieran magia, como el 30-day Detox Juice Kit . ¿Qué vegetal o fruto se conservaba fresco y con todas sus propiedades por tanto tiempo?

Casi se va de nalgas cuando, antes que ellas, un hombre, que transpiraba ser de la especie de Phillip, había pagado casi dos mil dólares por una pierna de jamón ibérico de bellota de seis kilos y una botella de Raventos I Blanc del 2008. En comparación a eso, los veintinueve dólares con veintiún centavos que pagó Emma le parecieron risibles; lo más costoso habían sido los tomates.

Sobre las cuatro y cuarto, el taxi las dejó en la esquina de 59th St. y Madison. Luego de que la griega esperara afuera del Chase con las dos bolsas de Mise en Place, caminaron juntas hasta el Plaza. Y allí, antes de despedirse, Emma le entregó un dobladillo con las caras de Benjamin Franklin y Ulysses S. Grant.

–Signing bonus nada más –le advirtió Emma–. Gástalo insensatamente o ahórralo cuidadosamente, es tu decisión.

Irene se preguntó si su cuñada tenía la más mínima noción de qué era eso de estar en sus cabales , pues parecía que siempre jugaba en otras ligas, dentro de otras dimensiones. Sin saber por qué, insensata , aunque cuidadosamente , se le arrojó en un abrazo incómodo.

–Gracias –murmuró y, ante el estado catatónico de Emma, la dejó ir con una sonrisa.

No supo ni siquiera cómo vomitar un de nada . Se quedó de pie, ahí, como una estúpida anclada al piso, hasta que Irene desapareció tras las puertas del ascensor.

Se sacudió en un escalofrío, y, batiendo la cabeza decidió olvidar el episodio.

Había sido un día raro, por llamarlo de alguna manera, y convulso en cuanto a la amplia gama de emociones que había experimentado. Caminaba de regreso en dirección a Madison cuando entendió que había tenido una interacción prolongada con Irene de una manera que jamás había tenido con su propia hermana: la charla había sido honesta y tranquila, sin mayores regüeldos morales o de lo que debía ser y tristemente no era. Hermetismos al lado, se cuestionó el grado de disposición, apertura y accesibilidad que mostraba siempre con Laura. Debía ser algo de ambas partes, quizás un miedo a la recriminación mutua por la discrepancia de realidades conscientes que deponían, o quizás un miedo a saberse iguales a pesar de todo.

Tomó las acostumbradas precauciones al abrir la puerta, pero el perro no la recibió. Estaba inerte, al pie del sofá de la sala. Asustada, estuvo a punto de dejar caer las bolsas sobre el suelo –habría magullado los tomates– para darle algún tipo de resucitación, mas, al acercarse, el Señor Oscuro giró la cabeza y bostezó descaradamente.

El bolso de Sophia, reposando en el sillón de siempre, sirvió de justificación para lo que le pasaba al animalito dramático. Seguramente, y esto era pura especulación de su parte, la rubia lo había dejado correr más de quince minutos en el parque y luego lo había atiborrado de premios; quién sabía si estaba exhausto por la actividad física o por la ingesta.

Resolvió el acceso de susto y ansiedad con una risa nerviosa y cerró la puerta tras ella.

Ciao, Sophie! Sono qui! –alzó la voz para delatar su presencia.

«I could use a drink» , suspiró para sí en lo que se abría paso hacia la cocina.

Escuchó un “Ciao, baby!” y, enseguida, al secador de cabello en acción. Debía de haberse duchado para culminar el estado extremo de relajación.

Como no tenía sentido sufrir el ruido de la Drybar, conectó el teléfono a los parlantes y dejó que algo le amenizara el momento. Amaba los primeros cuarenta y dos segundos y los últimos treinta y seis segundos de “Stars on 45” ; el resto le era detestable.

Observó que Sophia había colocado los recipientes de harinas y cinco huevos sobre la superficie de mármol en la que más tarde haría magia bajo el juicio de Camilla y Sara. ¿Se pondría nerviosa? Porque era un examen tácito que ella no aprobaría ni en mil años; nunca había logrado entender cómo calcular la proporción de ingredientes secos y líquidos, y, por tanto, la masa se le agrietaba o se le pegaba a las manos.

Aprovechó para lavar los vegetales que había comprado. Repasó dos, tres veces la lista para asegurarse de no que no se había olvidado de alguno, y revisó cada tomate hasta el cansancio para cerciorarse de que estaban firmes, justo como a su rubia favorita le gustaban. La música le sonrió con tres canciones de las Pointer al hilo.

Sonaba “Sing a Song” y Emma Pavlovic estaba sacando una botella de Tanqueray del bar cuando, de reojo, vio que se acercaba Sophia, envuelta en una bata de lino blanco. ¿Así pretendía declarar el inicio del verano?

–Alguien se ve radiante –le sonrió.

–No sé ni qué decir –repuso Sophia–. Si creyera en Dios y esas cosas, diría que Tamika tiene manos divinas.

–¿Debería secuestrarla? –se inclinó apenas para acortar la distancia vertical que le proveían las agujas.

–Tú y yo sabemos que no estás hecha para la cárcel –murmuró y le dio un beso fugaz en los labios.

–Un problema menos –sonrió agradecida y se volvió sobre sí para regresar a la cocina.

–¿Mi hermana te dio mucha guerra? –señaló la botella de Gin con la cabeza.

–Para nada. Agradable compañía es lo que es –opinó con sinceridad–. ¿Quieres uno?

Dijo que no a medida que se dejaba caer en una de las sillas del comedor. Desde ahí la acosó prepararse un Martini muy a su manera. Quizás le robaría un sorbo solo porque sí, solo para que arqueara la ceja derecha en señal de un regaño y como parte de una reacción habitual.

Siempre le parecería cute que reprimiera las ganas de no prorrumpir en canto o en un bailecito cuando la canción de fondo le gustaba; que se limitara a mover los labios para subvocalizar tanto la parte de Donna Summer como la del coro, y que apenas marcara el ritmo con la cabeza.

Se enamoró de nuevo –y quizás un poco más fuerte– cuando, muy a su propio pesar, cedió en el break con “Turn away, turn away, turn away, walk away, walk away, walk away” . Fue testigo de cómo el primer sorbo hacía el efecto deseado.

–El perro ya fue al parque, ¿verdad? –le preguntó Emma en lo que caminaba hacia ella.

–Verdad –asintió Sophia.

–Tenemos algunas horas para matar. ¿Qué quieres hacer?

–Hay algo que quisiera hablar contigo –dijo, dándole dos palmadas a la mesa del comedor.

–¿Debería entrar en pánico? –murmuró nerviosa y apoyó el trasero en el borde de la mesa.

–No es la intención –negó con la cabeza, indicándole con la cabeza que no bastaba con que se apoyara, sino que quería que se sentara–. Gracias.

–¿Tema serio? –inquirió con la copa al borde de los labios, lista para beberla de golpe en caso de que la respuesta fuera afirmativa.

I’m clean –susurró con una sonrisa inocente.

Yes, you took a shower, didn’t you?

I mean: I’m clean –enfatizó en el adjetivo–, like, squeaky clean –aseveró la mirada con un ligero gesto con la cabeza.

Los ojos verdes sostuvieron a los celestes por algunos segundos como si en ellos encontrarían más información de la que decían.

–¡Cristo en la cruz! –balbuceó Emma al cabo de un rato–. ¿En serio?

–En serio –asintió Sophia de nuevo–. No sé por qué, pero el cuerpo me lo pide a gritos.

–¿Y quién soy yo para negárselo? –repuso a medida que colocaba la copa a un lado.

–Qué bueno que entiendes tus obligaciones –le dijo y, como si hubiera sido parte de un acto de magia, materializó las esposas de entre las manos.

–Y perfectamente bien –añadió Emma, viendo la frialdad con la que colocaba los aros negros sobre la mesa–. ¿Son para mí o para ti?

–Lo dejo a tu discreción –disintió y se echó contra el respaldo de la silla–. Solo…

–¿Solo…?

–Tú sabes –rio nasalmente.

–Solo quieres que realicemos el coito –propuso Emma impasible. Sophia no supo cómo reaccionar–. Que “fisicalicemos” las artes amatorias –continuó con el semblante serio–. Que ejecutemos el acto sexual .

–¡Por favor! –se carcajeó Sophia–. Dile y hazle como quieras, pero cógeme de una buena vez, ¿de acuerdo?

–De acuerdo –consintió–. ¿Bajo mis propios términos?

–Los que quieras, pero apresúrate porque, como te tardes más de lo humanamente aceptable, me encierro en el baño con el vibrador –la amenazó.

–No te atreverías.

–¿Lo quieres averiguar? –Emma enarcó la ceja derecha–. Me aseguré de que estuviera completamente cargado –añadió en tono desafiante–. Apaga la música. Me distrae.

Emma resopló, pues, aunque no lo diría nunca abiertamente, disfrutaba de la manera en la que la rubia emitía sus exhortaciones: cógeme , apresúrate , apaga .

Fue en busca del teléfono. En cuestión de segundos, Loleatta había sido interrumpida en aras del sexo a cappella . Regresó a donde la rubia la esperaba en la misma posición relajada. Bebió un sorbo de Martini y se volvió hacia ella.

–Si se pone muy intenso… –resopló, tomando las esposas de la mesa–, ya sabes.

–Sigo pensando que quien va a clamar Apples primero vas a ser tú.

–No lo convirtamos en competencia –sonrió y empujó la silla hacia atrás para poder plantarse frente a ella.

–Creí que era lo que te gustaba –repuso Sophia, no sabiendo cómo tomar el hecho de que había depositado las esposas nuevamente sobre la madera.

–Es que yo ya gané –se inclinó sobre ella hasta apoyarse en los brazos de la silla–, hace mucho, y ni cuenta te diste –sonrió a ras de sus labios.

Le iba a responder con una de esas osadías narcisistas y arrogantes –le dejaría en claro que ella la había hecho ganar al aceptar ser muchas cosas en su compañía– que no eran tan características en sí misma, cuando lo que recibió fue uno de esos besos feroces que le dejaban saber que no iría de menos a más, sino de más hacia un extremo limítrofemente peligroso.

Se distrajo con el aliento etílico que le calentaba los pulmones, por lo que no supo en qué momento Emma le enganchó una de las esposas en la muñeca izquierda. Ahí, con tan solo eso, Sophia supo dos cosas: la primera, que si su otra mitad lograba soportar el verla restringida, la sesión prometía ser un juego más subido de tono que de costumbre, «yes, undo me» ; y la segunda, que se había mojado como pocas veces en eso que llamaban foreplay . No pudo saberlo con certeza, pero estuvo a punto de hacer combustión espontánea cuando decidió maniatarla por la espalda.

–Estás comprometida con la causa –musitó Sophia, poniendo a prueba la restricción de las esposas.

–Como no tienes idea –sonrió arrogantemente y se irguió.

Fue como si no hubiera tiempo para sensualidades de ningún tipo porque, en lugar de fregarse contra su regazo a medida que se deshacía de la falda, el tiempo y la canícula apremiaban.

Sophia contempló la imagen del portaligas como si no hubiera sabido de antemano que llevaba uno (por aquello de que a la Arquitecta le daba pánico que las medias se le enrollaran). La verdad era que nunca se acostumbraría a ser testigo de una composición que consideraba, al menos cuando de Emma se trataba, más erótica que funcional.

–No puedes dejarme con el antojo –reclamó la rubia en cuanto presintió que no le mostraría el tafanario.

Como complacerla no le costaba nada, se dio la vuelta. La dejaría acosarle el derrière por el tiempo que tardara en desprender los seguros del garter de las bandas de las medias. A punto de terminar estaba cuando la sintió demasiado cerca.

–Compórtate, ¿quieres? –resopló Emma.

–Me tienes esposada, no me pidas mucho –rio y, acto seguido, le mordió el glúteo izquierdo.

–No te preocupes –dio un respingo y la miró por sobre el hombro–, el viernes te desposo.

–Una nalgada es lo que te daría por ese comentario tan sin gracia –repuso y se echó hacia atrás.

–Qué mal que no puedes.

¿Hablaba en serio? Ahogó un gruñido de lo más primitivo.

Sea como fuere, su quijada se dejó caer algunos centímetros y exhaló una súplica en su idioma materno.

Luego de que las agujas cayeran al suelo de golpe, Emma se sentó sobre la mesa frente a ella y haló la silla hasta que quedara lo más cerca posible, con los brazos perfectamente alineados al borde de la mesa. Se apoyó de la estructura de madera y se desenrolló la media hasta sacársela, y, habiendo hecho lo mismo con la izquierda, se deslizó un tanto hacia atrás para no quedar al alcance inmediato de la rubia.

–Primero me voy a correr yo, y lo haré sola –le dijo Emma–. Pero, como soy grandiosa y generosa, te dejaré ver.

–No sé si me gusta esta aplicación de la lex talionis –replicó.

–Te guste o no, así es como va a pasar –susurró tajantemente en lo que desprendía el pasador Lanvin que mantenía asegurada su blusa a la altura del esternón.

Sí, que le siguiera hablando así, con esa autoridad que estaba por fuera de toda costumbre, porque solo de esa manera era digno resignarse a invocar el poder melónide para que la disfrutara como mejor le pareciera; pero no, gran parte del encanto era la restricción, por lo que, de interrumpir alguna, la otra se suprimía en consecuencia.

–Estoy agradecida por tanta bondad –susurró con los ojos ocupados en la seda que cubría las protuberancias delanteras.

No diría que se le hizo agua la boca, principalmente porque es un lugar demasiado común en todo sentido, pero sí se puede decir que, al contraerse de manera involuntaria, se sacudió en un escalofrío –síntoma y causa de las actividades de entretenimiento lujurioso–, provocado por el filamento de ambrosía que se le había deslizado por la entrepierna hasta humedecer la bata.

I wish I could run my mouth all over… –gruñó, tirando de las esposas tras su espalda.

All over what? –enarcó la ceja derecha y se dejó ver algunos segundos más antes de empezar con lo suyo.

You.

Emma se ahogó, pues había algo en la manera en la que la miraba que, dadas las circunstancias y aunque no fuera muy afín al dirty talk , estaba dispuesta a incursionar en ella.

Go on –jadeó Emma.

No engañaban a nadie: el tono de la situación había sido dado por la consciencia depositada en los preparativos físicos de la rubia; las esposas solo habían sido ya no una cereza –porque en esta historia no somos amantes de las maraschino –, sino ese merengue ribeteado, inmaculadamente dorado con soplete, en la más perfecta tarta de limón de Amalfi.

Siguiendo esa línea actitudinal, Sophia le hizo una descripción detallada de todo lo que podría hacerle si tan solo hubiera preferido la restricción para sí.

No le ataría el cabello ni en una coleta ni en un moño, no todavía, porque, mierda, los dioses de las ondulaciones la habían favorecido y se veía como lo que era: el proyecto más ambicioso –y jodidamente exitoso– de Venus y Minerva. Quizás después, cuando le cabalgara la boca hasta casi asfixiarla, quizás entonces se lo recogería, pero solo como agarre.

–Riendas –propuso Emma con una risa.

–Y lo disfrutarías –asintió Sophia.

–¿Qué más?

Le daría un beso de esos impecablemente calculados en lo que al oomph factor se refería, y se lo daría hasta arrebatarle un gemido de los que era incapaz de contener. La dejaría queriendo más, incluso la provocaría, haciéndole creer que solo se trataba de una pausa de algunos segundos, pero se escurriría por su pecho hasta hundirse entre el par de C s que se escondían bajo las copas que, pese a su grosor, no lograrían disimular del todo la rigidez que no tardaba en manifestarse gracias al coqueteo imaginario de sus dedos.

No, no le quitaría ni la blusa ni el sostén, ¿cómo? Si en esa ficción que le narraba era ella quien estaba esposada. Y no, tampoco forzaría sus protuberancias por fuera de las copas, pues eso sería no solo echar a perder un Edna Prodran, sino que sería también incómodo. Adolecía la imagen y, por tanto, la rechazaba. Pero mordisquearía los bordes a los que tuviera acceso y besaría el lunar que le coronaba el valle por el lado izquierdo; se incrustaría de nuevo y buscaría ahogarse en ella y entre el recuerdo de la salpicadura del Tom Ford que había reemplazado a Chanel. Los apretujaría, sí, por qué no, y también dejaría que sus dedos se inmiscuyeran bajo la tela hasta rozar sus pezones, sí, ¿qué creía? ¿Que no iba a encargarse de todo, de toda ella? Se ofendía de tan solo pensarlo.

La besaría de nuevo solo para sentir esa exhalación golpeada, tan característicamente suya, que se le escaparía cuando sus dedos la tocaran por encima del encaje que llevaba ese día. La provocaría hasta que le pidiera un tacto más directo y desvergonzado.

–Y, porque soy grandiosa y generosa, lo haría –le dijo la rubia, robándose sus palabras.

Emma rio nasalmente.

Había estado siguiendo sus palabras como si se trataran de un instructivo, con la desventaja de sus propias limitaciones: no se podía besar a sí misma y dejarse queriendo más; tampoco podía ahogarse con sus propios senos, pues ni eran tan grandes ni tan elásticos ni tan de nada.

Digresiones cómicas al lado, en cuanto le dijo que sí lo haría –porque era grandiosa y generosa , como ella–, dejó que los dedos se le colaran bajo el elástico que le abrazaba el vientre.

–¿Estás mojada? –inquirió pudorosamente, casi como si no quisiera saber la respuesta.

Mordisqueándose apenas el labio inferior por el lado derecho, Emma asintió. Cómo no podría estarlo. No era de piedra.

–¿Mucho?

Inefable. Así se sintió luego de ver cómo la misma mano que sostenía la taza de sus latti diarios, la misma en la que llevaba la piedra en cognac C3, hizo a un lado el encaje.

–Tú dime –la miró Emma desde arriba–. ¿Y bien? –exigió tras algunos segundos de mutismo absoluto y prosiguió a separar sus labios mayores para que pudiera verla mejor .

Well, fuck –resopló, tirando de las esposas instintivamente.

Fuck? –enarcó la ceja derecha–. As you command, Dear –sonrió.

Habiendo asegurado ambos elásticos en la ingle izquierda, deslizó el dedo de en medio en su interior. Jadeó. Sophia se sacudió en un escalofrío que le erizó la piel.

–Otro –sugirió la rubia por lo bajo, absorta en cómo el metacarpiano central se movía, evidenciando lo que se hacía a escondidas de ella.

Emma dudó. No era una mujer cuyo segundo dedo, al menos para sí misma, era el índice, sino más bien el anular en el que llevaba el rubí de siempre, el de todos los días. Se preguntó si debía quitárselo, pero eso habría sido cortar todo el impulso; habría sido entorpecer la sucesión de los actos. Lo limpiaría después.

Extrajo el dedo de su vagina y, un segundo más tarde, lo introducía de nuevo, esta vez en compañía del anular. Arqueó mínimamente la espalda. Gimió.

–¿Se siente bien? –Emma asintió–. Sigue.

Así lo hizo hasta que dejó de sentirse como necesitaba que se sintiera. No era que le sentaba mal, no, era solo que, por alguna razón y pese a que eran más largos que los de la rubia, sus propios dedos carecían de su tacto. Y, por más que quiso imaginar y convencerse de que eran los de la mujer que la recorría con la mirada, no logró alcanzar lo esperado.

En ese momento, antes de que expresara la poca satisfacción que había en sus instrucciones –aunque sabía que ese sigue tenía una vigencia que dependía de lo que su placer le exigiera–, le hizo saber que, si las cosas se hubieran dado de otra manera, ella la probaría.

–Pero no se trata de ti –resopló Emma y se llevó los dedos a la boca.

–Tú no sabes qué es jugar limpio –rezongó Sophia, envidiándola en todos los sentidos.

–Y tú tampoco –le dijo luego de probarse y la recriminó con la mirada–, ¿o es que crees que no me doy cuenta de lo que estás haciendo?

Sophia dibujó una sonrisa de falsa inocencia.

Emma rio por lo bajo y, como no la iba a privar de lo que sabía que tanto disfrutaba, se recostó sobre la mesa para elevar las piernas. Tomó los bordes de la Porela y se la sacó como si tuviera todo el tiempo del mundo.

Escuchó una expresión de aliento y regodeo salir de los labios de su mejor mitad y, para su deleite, mantuvo la posición durante algunos segundos. Terminó por separar los muslos para exhibirse descaradamente y se irguió.

Good God, you’re perfect –balbuceó la rubia.

That I can agree with –repuso Emma y, con una risa juguetona de por medio, le arrojó la tanga en la cara.

–¿Ves cómo no juegas limpio ? –le reclamó.

No era ningún secreto que habría mordido el encaje o, si quería romper con todo decoro y protocolo, la habría inspirado cual rapé dieciochesco.

You’re so dirty –bromeó Emma, estirándose para alcanzar el encaje del regazo de la rubia y sostenérselo frente a la nariz.

You and I both know how this’ll end, baby –se carcajeó–. With you eating my ass away.

Darling, you haven’t the faintest idea how this ends –susurró concupiscentemente y le retiró la tela a manera de castigo.

Con eso, la rubia solo pudo pensar en implorar piedad «for the love of fucking Apples» para agilizarlo todo, mas Emma se había encargado de aniquilar todas las palabras de su cerebro. En un sentido figurado, ¿así se sentiría una lobotomía doblemente figurada?

Le deshizo el amarre de la bata y, con dedos flemáticos, la abrió para llevarse consigo una imagen mental sobre la que pudiera trabajar en esos momentos en los que las sensaciones la obligarían a cerrar los ojos.

En silencio, hizo alardes –a ningún destinario en particular– sobre la maldita buena suerte que tenía al poder admirar un cuerpo tan sublime como el de Sophia. Muy a pesar de la urgencia que tenían sus entrepiernas, se tomó todo el tiempo que quiso, y, cuando supo que nunca le sería suficiente, se inclinó nuevamente sobre ella.

Con una sonrisa que sentaba más bien contradictoria con el espíritu del momento, le ordenó el flequillo tras la oreja y le trazó una caricia, con el pulgar y el dorso del índice, que se desvió hasta convertirse en un repaso delicado de sus clavículas. Y todo apuntaba a que la intención se concretaría en un pellizco, pero se manifestó como el reflejo de la mezcla entre el antojo y la fascinación, en calidad de mimo, con el que apenas rozó la cúspide rígida de la areola izquierda para terminar ahuecando su seno.

Sophia no supo si dejar la pierna derecha cruzada sobre la otra era una manera de resistírsele y de privarla de una imagen más completa de sí. Sin embargo, la resistencia, en tanto recato o desafío, solamente añadía cosas a la lista de lo que le haría luego.

Entre dientes, la Arquitecta dijo algo para sí a medida que retiraba la mano de su piel. Posiblemente era la reiteración de lo hermosa que era su prometida y de lo afortunada que era ella, de la suerte que tenía, de lo mucho que la quería en ese matiz llevado al más radical de los extremos.

La postura de Sophia fue clara desde el inicio: no intervendría con instrucción alguna, sino que, así como se disfrutan las perversiones más grandes, disfrutaría en silencio del espectáculo privado.

Inflamada y sensible, Emma no se anduvo con rodeos de ningún tipo. Se concentró en el punto más débil de todos, sobre el flanco izquierdo, y, más que frotarlo, lo presionó en movimientos circulares para prevenir que el área se rebozara de sí misma. Si de tocarse a sí misma se trataba, prefería un índice generoso de fricción.

Sophia intentó mantener la mesura hasta donde le fue posible, o, más bien, hasta donde las maneras de Emma la dejaron. Aguantó la secuencia visual en la que, con las piernas abiertas, se abocaba con los dedos sobre su clítoris. Cierto, hubo sonidos húmedos de por medio, al igual que una que otra respiración pesada, pero nada la sacó tanto de sí como el primer gemido forma: era la confirmación de la responsabilidad que había adquirido consigo misma desde el momento en el que ella –la rubia– había decidido torturarla mediante la negación del placer, y, más que eso, era la prueba de que, en efecto, inesperadas eran las vueltas que daba la vida.

Tras esa primera manifestación de verdadero placer físico, se olvidó de apoyarse en el brazo para mantenerse relativamente erguida y poder ver los movimientos de su muñeca y, de vez en cuando, los ojos de la rubia, acosándola; se recostó por completo sobre la mesa y, con la mano libre y sin interrumpir el acto, se apretujó a sí misma por debajo del sostén.

La solidez de la superficie era casi incómoda, no era ningún secreto que habría preferido hacer todo aquello en la cama, pero el nogal del comedor, mal que bien, le traía recuerdos de esas otras veces en las que no había servido un propósito funcional, sino un pretexto metafórico: ahí, sus entrañas se acordaban nítidamente de cómo Sophia la había iniciado en una penetración a dos dedos; y ella, entregada a las sensaciones del momento, había descubierto que, a veces, más era mejor.

Sostuvo la respiración por casi un minuto hasta que el cuerpo la obligó a oxigenarse de nuevo. Apretó la mandíbula hasta que se le marcaron los cóndilos y aceleró el movimiento de sus dedos.

Fue un gruñido, por poco una queja. En cuanto sus piernas se desplomaron hacia los lados y la cadera empezó a cobrar vida propia, alcanzó a ponerla sobre aviso tres veces a pesar de que ya estaba ocurriendo. No gimió, simplemente exhaló como si se estuviera tragando la intensidad de lo que estaba explotando.

Y en ese momento en el que estaba sucediendo, sus dedos interrumpieron el frotamiento para empaparse y poder garantizar un exorcismo por ambas anticipado.

La rubia lo vio todo en cámara lenta y, sumergida en una experiencia de amplitud sensorial como pocas, apreció las fricaciones indiscriminadas de la italiana, cada una de las contracciones que se provocó y la muestra blancuzca de un orgasmo tan intenso que se delataba por la manera en la que luego flexionó los dedos de los pies para desentumecerlos.

Al recuperar el aliento, Emma se irguió con una sonrisa risueña y amodorrada, influencia directa de la intoxicación hormonal de la que acababa de disfrutar.

Se encontró con un par de Nesselquallen dilatados; los labios, entreabiertos; el pecho, enrojecido; y toda ella, como era de esperarse, echada hacia adelante pero sin poder alcanzarla.

I refuse to ask how it felt ‘cause the answer would be just… insulting – siseó la rubia.

Would it help if I told you I got off with the memory of that time when… –rio Emma por lo bajo, llevándose el Martini a los labios para beber la mitad de un trago; el ardor en la garganta le refrescó los sentidos.

What time? –demandó, tirando de las manos tras su espalda.

Oh, you know, that one time right here on this very same table –devolvió la copa a la mesa–. You sat right where you are and I was, well, here –sonrió, trazando círculos sobre la madera entre sus piernas–. And you decided to fuck my ass with two fingers . –La rubia se ahogó–. Ah, you remember.

How could I not? –gruñó.

Want me to take those off?

Not a chance, baby. I’m not calling ‘Apples’ –negó Sophia con la cabeza–. But the keys are in my pocket –señaló el bolsillo derecho de la bata–. Just in case you wanna insist on it .

Emma rio de nuevo, claramente preguntándose si debía pescar las llaves y liberarle las manos. Al fin y al cabo, hacerla esperar era hacerse esperar.

Apoyó los pies en los brazos de la silla y se hizo hacia adelante hasta quedar a pocos centímetros de los ojos que se habían perdido en algún lugar entre su cuello y su pecho: las líneas de la quijada, el lunar en el esternohioideo derecho, la oquedad que habían acordado llamar sexy as fuck indentation , las clavículas y la vaguada.

Se dejó mirar hasta beber por completo el Martini.

–Los ojos aquí arriba, Licenciada Rialto–murmuró, elevándole la cabeza con un ligero golpe dactilar en la parte inferior del mentón.

–Como si no te gustara –sonrió exculpatoriamente.

Emma le acarició el hoyuelo izquierdo y se detuvo a ras de sus labios, dejando que la mano le reptara por entre los muslos cruzados. Cedieron de inmediato, y la rubia, de no haber tenido la boca ocupada por la suya, le habría dado las gracias.

Fue cuestión de que separara las piernas para que desencadenara lo que había estado conteniendo; los dedos de Emma solo agravaron la cantidad y el caos del efluvio. Apreció el gesto –bondadoso, magnánimo, compasivo– del ir y venir en corto alrededor de clítoris y labios menores por igual. Tuvo que dejar de besarla para no morderla a causa del espasmo que previó.

Lo normal habría sido aferrarse a su nuca mientras la desarmaba jadeo tras jadeo, pues, en vista de la cercanía –probablemente apoyaría la frente en su tabique–, existía un pacto tácito en el que la represión de un gemido o un sollozo compactaba el erotismo del momento.

Fuera de sí, la espiración en progreso se tornó en gruñido cuando los bordes internos de las esposas le pincharon los pisiformes. ¿Así se había sentido la Arquitecta cuando la había asaltado en el bidet? Si sí, ahora se daba cuenta de su propia crueldad; pero si ella no había clamado Apples en su momento, ella, por pura terquedad, tampoco lo haría. Dejó de renegar consigo misma al sentirse invadida por una falange y odió las circunstancias –la posición– al no permitir el goce de las otras dos.

Entre un balbuceo, Emma alcanzó a descifrar un kleitorída ; sin embargo, escudándose en que su dominio del helénico no la catalogaba ni en B1, decidió cesar toda acción.

–¡Ya entendí! –se quejó la rubia con un puchero.

–¿Qué has entendido? –ladeó la cabeza hacia la izquierda.

–Que no te gustó que jugara tanto contigo –musitó casi triste.

–Al contrario –frunció el ceño y la tomó nuevamente por el mentón–, lo disfruté mucho.

–Entonces, ¿por qué me haces esto?

–No es algo que yo te estoy haciendo a ti –disintió ligeramente–, sino algo que hago contigo . ¿O no es así como lo hiciste tú?

Sophia no supo ni cómo ni qué contestar. Se sintió un poco culpable, pues era cierto que no podía asegurar que lo que había ocurrido había sido ejecutado pensando en la reciprocidad. De hecho, era obvio que ­–y así lo había manifestado el sábado por la mañana– había sido una toma de represalias. No obstante, la idea nunca fue que se llevara a la extralimitación o a cualquier zona gris en donde, más que un juego para descomprimirse frente al trajín del tercer socio, se convirtiera en un castigo de verdad. De ahí que, si Emma hubiera expresado incomodidad, hastío, dolor o cualquier otra sensación que no perteneciera en el reino del placer prolongado, se habría detenido sin requerir la admisión de su derrota mediante la palabra de seguridad.

–No sé qué te daría más satisfacciones –replicó Sophia al cabo de unos segundos–: decirlo o no decirlo.

–¿Esa es la cuestión? –ofreció en un tono pijo que satirizaba una posible voz shakespeariana. Sophia rio nasalmente–. Mi amor, si es porque no quieres que gane, te repito que, aunque esto no es una competencia, yo ya gané, y lo hice hace mucho.

–Y sin que yo me diera cuenta –complementó Sophia.

Emma sonrió.

–No sé si tomar eso como que eres una estratega maquiavélica que lo tenía todo fríamente calculado, al punto de que sabías que algo así iba a terminar pasando.

–¿O?

–O si es una cursilería.

–¿Cursilería? –enarcó las cejas.

–Sí, de esas en las que me dices que ganaste desde que no te vomité los Louboutin –le dijo y escuchó a Emma expulsar una respiración que pasaba por resoplido–. ¿Qué?

–No es tan complicado –negó con la cabeza y le ahuecó la mejilla–. Estoy improvisando.

La sonrisa con la que lo dijo la exhibió como la sinvergüenza que era: no se trataba ni de la primera ni de la segunda, mucho menos una mezcla compleja de las dos; era, eso sí, algo poco usual en una mente que encontraba placer en planearlo todo hasta el más ínfimo detalle, y era, por ende, un coqueteo con la incertidumbre propia de la anticipación.

Sophia expulsó una risa nerviosa, pues, si Emma había logrado encontrarle el gusto a la espontaneidad, significaba que podía aprovechar lo que se ofrecía a ambos lados del espectro: era la creación de un monstruo que, más que darle miedo, la entusiasmaba.

–Esa sonrisa susurró la Arquitecta, apenas rozando el hoyuelo en su mejilla izquierda–, todo lo mejora –se inclinó y le plantó un beso efímero–. Me gustaría retomar nuestras actividades en la cama.

–¿Pero?

–No quiero caminar así –repuso–. Me es incómodo.

–Entonces, ¿qué? ¿Nos quedaremos aquí hasta que se te seque? –resopló ansiosa.

–Pensaba más bien en que podías limpiarme –se encogió entre hombros.

Las ganas de fingir incomprensión fueron muchas, proporcionales a los actos de retribución que pedían sus pisiformes, todo con tal de aplazar el cumplimiento de su petición por algunos segundos. No obstante, torturarla, así fuera con fines lúdicos, era postergar todo aquello que sus entrañas le pedían para ser llevadas al sosiego.

Estuvo a punto de condicionar la acción (porque podía), a que reelaborara la petición y la expresara en forma de mandato, cuando Emma abrió las piernas, ofreciéndose como solo lo hacía en privado.

Poco importaba que la hubiera visto algunos minutos atrás e incontables veces porque nunca se acostumbraría al atractivo sensorial: asimilaba con la vista, acompañaba con el olfato, y remataba con una salivación instantánea como adelanto gustativo.

–¿Qué esperas? –espetó Emma ante la inacción de la rubia–. Límpiame.

Ahí, en el tono categórico, estaba su condena.

Sophia, siendo plenamente consciente de que la tensión en el abdomen le pasaría factura, acató la orden sin reserva alguna, y, como era grandiosa y generosa, iría the extra mile : le arrancaría la reiteración del adjetivo con el que había descrito su boca la semana anterior.

Entendió que no esperaba mayor cosa, quizás uno que otro lengüetazo en corto y al grano para acelerar eso que había llamado actividad porque no se había echado hacia atrás hasta apoyarse en los codos; se había quedado así, lo suficientemente erguida como para ponerse de pie de un momento a otro. La postura se presentaba como algún tipo de resistencia que, de ser eliminada, sería una gratificación añadida al resultado final.

–A ninguna de las dos nos gusta la mediocridad –le dijo la rubia, relamiéndose los labios–. Hay esquinas que no alcanzo.

Con una excusa que sedujera su amor por el perfeccionismo y que favoreciera más a sus intenciones que a sus expectativas, la Arquitecta hizo lo esperado sin saber a lo que renunciaba, pues, hasta entonces, había logrado evadir las sensaciones por no haber habido contacto con la cúspide de las ocho mil terminaciones nerviosas.

–Compórtate, ¿quieres? –jadeó Emma.

–Si no, ¿qué? –resopló a ras de sus labios mayores.

I’ll be forced to fuck those beautiful lips of yours –enarcó la ceja derecha.

Oh, the predicament –rio burlonamente y se devolvió a su entrepierna.

Lo único malo de que lo hiciera, se dijo, sería que la eficacia de su boca se vería opacada por la eficacia de sus caderas, obligando a su pubis a mecerse contra ella. Pero Emma sabía mejor que eso, ¿verdad? Porque, de lo contrario, cómo se le ocurría amenazarla con algo que ambas sabían que ella tanto atesoraba.

Al principio pensó que la Arquitecta lo había previsto y que, por ende, no iba a hacer lo anunciado; ante su inercia, creyó que se dejaría hacer.

Ilusa.

Pobre ilusa.

Porque, abstraída como estaba entre las piernas de su otra mitad, no se percató de la flema y la delicadeza con las que Emma asía las hebras rubias y las retorcía hasta formar un nudo en la base del occipucio. La acción, contra todo pronóstico y pese a ser impropia, había sido prolijamente ejecutada.

La sorpresa, fundada en el desconcierto, se tradujo en una efímera fuerza contraria por parte de Sophia. A raíz de eso hubo, en las cejas arqueadas, una inquisición polivalente que se reducía a un preocupado: «¿hice algo imperdonable?».

Sophia Rialto no rezongaba, no se quejaba, no, porque, aunque su comportamiento era extraño, sabía que el primer límite que debía cruzar Emma era el propio, pues los suyos estaban un tanto más allá, quién sabía dónde. ¿Era eso lo que quería, tomarse una vacación de toda mesura y deferencia aparentes? No debían engañarse: las esposas habían habilitado toda una gama de posibilidades experimentales a las que se rehusaba a no verle beneficio alguno.

De haber tenido las manos libres, las habría llevado al encuentro de las suyas y se habría enterrado a sí misma entre ella, mas las restricciones físicas no daban para nada.

Scopami –susurró Sophia.

No terminó de pronunciarse. La Arquitecta ya hacía honores a su advertencia y se mecía con ímpetu. Su mano la mantenía, ahora sí, completamente inmóvil.

Entre el ir y venir, Emma jadeaba densamente y en corto, coordinando las respiraciones con cada vaivén y respetando cada intervalo en el que su mejor mitad podía apenas recuperar el aliento y tragar aquello que se infiltraba en su garganta.

Al poco tiempo, los ruidos de Emma se convirtieron en sonidos claros y discretos: empezaron como una secuencia de afirmaciones, confirmaciones y reafirmaciones románicas; luego, se transformaron en profanidades monosilábicas en inglés que iban acompañadas, esporádicamente, por uno que otro apelativo de cariño.

Se impuso el silencio y su cuerpo se tensó a medida que retenía la última bocanada de oxígeno en los pulmones.

Shit, baby! –exclamó al fin en el registro más agudo y sollozante del repertorio.

Aceleró el frotamiento contra sus labios hasta que no tuvo más opción que la de dejarse ir. Suspendida en el aire, a algunos centímetros de la mesa, sostuvo la cabeza de Sophia en el mismo punto en el que la había hecho hacer cortocircuito. Se reconoció inflamada y pulsante, resollando de manera intermitente, alrededor de una boca que tenía toda la intención de esquilmarla.

En medio de un movimiento tan brusco como el inicial, Emma se inclinó sobre ella, todavía con su cabello alrededor de la mano, y la miró con una mezcla de enojo e inclemencia. Le soltó la melena y, con el pulgar, le limpió los rastros de eretismo y clímax del mentón y la punta de la nariz.

–¿Sigues pensando que mi boca es eficiente ? –susurró Sophia, viendo cómo se llevaba el dedo a la boca para que nada quedara desperdiciado.

Lo que obtuvo fue una risa nasal con la que ni confirmaba ni negaba nada.

–Pienso que es mi turno –sonrió con severidad.

A pesar de que sus vísceras todavía palpitaban y de que estaba segura de que las rodillas se le habían debilitado en el proceso, se dejó caer con los pies al suelo. Un hormigueo se le desató por los talones. Tomó a Sophia por el antebrazo izquierdo y la levantó de la silla.

Al pie de la cama, Emma se tomó casi un minuto para inmortalizar la imagen de una Sophia que no podía ocultar una mueca de satisfacción.

Habiendo registrado los bolsillos de la bata hasta encontrar la argolla de la que pendían las dos llavecitas, Sophia decidió volverse sobre sí. Había tomado el acto como una muestra innegable de la liberación de sus manos.

De nuevo, ilusa.

Pobre ilusa.

Cayó con el abdomen sobre el colchón en una posición a futuro incómoda: las piernas, rígidas, le colgaban por el borde, haciendo que, por mero instinto, sus pies buscaran el piso como superficie de apoyo más próxima.

Interpretó el silencio como parte de la ceremonia en la que Emma se apropiaba visualmente de ella.

Ilusa.

La escuchó caminar y, con esfuerzo sobrehumano, alzó la cabeza y torció el cuello para seguirla con la mirada en dirección al baño. «What I wouldn’t give for a fucking kneeler» , suspiró y enterró la cara en el cobertor. Se distrajo entre el ruido del agua que corría en el baño y el intento de arrastrarse hasta más allá de la mitad de la cama. Los esfuerzos fueron inútiles.

–¡Oye! –la llamó en cuanto la sintió pasar tras ella y en dirección contraria–. No planeas dejarme así para siempre, ¿o sí?

La escuchó reír. Hubo silencio de nuevo. La espera se le hizo eterna.

–¡¿Es en serio?! –gruñó al borde de la ira–. ¡¿Libros?!

Con una mezcla de Víctor Hugo, Melville y Proust, le acomodó la rodilla izquierda; la derecha, con una edición de “Le Comte de Monte-Cristo” con páginas en blanco por error de imprenta, un diccionario ruso-alemán –que no sabía quién se lo había regalado o en qué intoxicación etílica lo había adquirido–, y el Alquimista de Coelho.

–Para quien diga que la literatura no sirve para nada –opinó Emma, orgullosa de sí misma por haberle encontrado utilidad a esos libros que por múltiples razones no importaría si se arruinaban ese mismo día.

–¿Podemos proseguir? –inquirió la rubia, optando por no preguntar si había tenido la osadía poética, cínica quizás, de incluir a Donatien en alguno de los pilares.

–Podemos –murmuró Emma.

Esperaba que se hincara tras ella y la compensara por la espera.

Ilusa.

Estuvo a una décima de segundo de reclamarle la parsimonia con la que se movía cuando la observó reclinarse sobre el cajón. El suspenso le provocó arritmia al ver que frente a sus ojos caía el segundo buttplug del kit de entrenamiento básico, este más largo que el primero y con una forma que en ese momento solo podía asociar al símbolo del infinito. Emma había decidido graduarla. El tubo de lubricante lo esperaba, por lo que no ocasionó más u otras sensaciones; mas supo lo que debía esperar en cuanto, de la misma manera, aterrizaron el espetón morado y el primo lejano del artefacto rojo que habían acordado dejar de usar. Todavía no le había hecho nada y ya tenía ganas de vomitar de la emoción.

La imagen procaz del Strapless , descansando a pocos centímetros de ella sobre la cachemira Frette, la distrajo de todo lo demás, ¿quién lo usaría? ¿cuándo? ¿en dónde? Intentaba anticiparse a todas las alternativas que maquinaba en su cabeza para no ser tomada por sorpresa y para no decepcionarse de cara a las expectativas elevadas de una u otra proyección.

God, you’re so beautiful –murmuró, saboreándose a la rubia, con el descaro de siempre, a medida que caía de rodillas sobre el suelo y le acariciaba los trocánteres–, so, so beautiful .

La gravedad, haciendo lo suyo, la hizo formar una gota que, si Emma no la hubiera atrapado antes de que se desprendiera del ápice de sus labios mayores, habría caído sobre la alfombra. ¿Qué suerte habría corrido Sophia entonces? ¿La habría colocado en la misma categoría del perro, en cuanto que osaban manchar las alfombras con sus humores?

No vio otra solución más que diferir los mimos al protagonista de la calentura de la Licenciada Rialto y encargarse de devolverle el favor que había enmascarado tras la intención de higienizarla.

Reaccionó con una invocación escatológica en su lengua materna y un estremecimiento que tuvo que contener para no abrirse de más y que las patelas terminaran por caérsele al suelo; con tal de no dejar de sentirla en su clítoris, estaba dispuesta a mantener el equilibrio libresco como prioridad.

Poco a poco, sintió cómo se abría paso hacia arriba con la clara intención de no propiciarle un orgasmo, no todavía. No pudo evitar tirar fuertemente de sus manos cuando la penetró con la lengua. Se quejó, y, más que eso, temió que los impulsos le dejaran marcas en las muñecas. Bajo otras circunstancias, no le habría importado portar las huellas de una velada de perversiones prácticas, pero es que estaba a dos días de no poder evadir explicaciones o miradas aprensivas con mangas largas o el reloj y uno que otro brazalete. En otra ocasión, quizás en una vacación, las portaría como trofeo o una oda a la lujuria.

Abdicó.

–Quítamelas –se escuchó diciendo antes de que la penetrara de nuevo.

Debía estar contenta, se dijo, orgullosa de sí misma al extremo. La verdad es que a Emma le daba lo mismo, pues, de cualquier manera, iba a liberarla una vez llegara a lo que Natasha llamaba le rosebud .

Sophia sintió los hombros y los brazos entumecidos, hormigueantes a medida que los aflojaba y los llevaba a una posición más cómoda. Se miró las muñecas y no había más que un par de líneas rojas que se le borrarían con el tiempo.

Esperaba que el paréntesis no implicara una corrupción en el continuum sensual, que no hubiera mayor obstáculo en retomar las actividades con exactitud; esperaba, si no una segunda penetración con la lengua, que la recorriera de abajo hacia arriba.

Más que ilusa, ingenua.

Pobre ingenua.

Emma no vio razón alguna por la cual debía postergarlo más y fue directamente al asedio. El neh que salió de las cuerdas vocales de Sophia casi la hace detenerse a reevaluar sus planes: ¿se había referido a un todavía no ? Se le olvidó que lo que era una negación deformada en las lenguas romances y la mayoría de las germánicas, era una afirmación en la indoeruopea. Con un abuso del manguito rotador, la rubia acabó con su titubeo al pagarle con la misma moneda: alcanzó a tomarla del cabello y, tan agresiva como ella lo había sido hacía rato, la enquistó entre sus ancas.

El par de ojos verdes se abrieron al quinto segundo en el que no supieron cómo respirar. Habría sido bueno morir así, ahí, privada de oxígeno por el tafanario de su mejor mitad; pero la vida le debía tanto –placeres de todo tipo, incluyendo tiempo con Sophia–, que no estuvo de acuerdo con tener que pagar un óbolo.

Se encontró abriendo los brazos, tal como si fuera a predicar la última y única verdad del mundo, y, sin reprimir el impulso, aceleró las manos hasta estrellarlas sonoramente contra sus glúteos.

El escozor, sazonado con el elemento de la sorpresa, le arrancó una risa de genuina diversión a Sophia. Repitió la asfixia y, al obtener el mismo resultado, confirmó que Emma estaba tan comprometida con la causa como ella; lo hizo una tercera y última vez, considerando que era lo que se situaba en los márgenes de la belicosidad de la Arquitecta, y se rindió tras exhortarle un mangiami tan desesperado que tenía sabor a spaccami .

La provocó con uno que otro mordisco, tal como si buscara distraerla de cómo se preparaba para conquistarla hasta el tuétano. De golpe, con dos dedos, le reinició la vida.

Sophia apretó los dientes. Empuñó la cachemira. La sensación era casi ajena. ¿Cuándo había sido la última vez que la había penetrado con más que la lengua o tres falanges? Si no lo recordaba ni con la cabeza ni con el cuerpo, debía haber sido en un tiempo demasiado anterior; ¿dos semanas? ¿un mes? Exageraciones al lado, estaba agradecida con la profundidad, la delicadeza y las oscilaciones a las que la estaba sometiendo. Se contrajo a propósito de inmovilizarle las articulaciones interfalangianas. Un gruñido y un gemido se disputaron el papel estelar.

Se tomó un tiempo para disfrutar de cada una de las sensaciones antes de acordarse de que las esposas ya no la sujetaban a nada y que, por tanto, era libre de complementar la dedicación de Emma. Sufrió de un ligero cortocircuito al sentir un segundo tipo de penetración en la parte posterior. Si tan solo la lengua le alcanzara hasta la pituitaria para hacerla conocer un estadio desconocido de overdrive .

Emma le dijo algo sobre la superioridad estética, sobre lo sublime que le venía a alguno de los sentidos –en fin, una especie de mantra característico del culto que le rendía–, mientras apreciaba sus dedos sobre sí misma; era una imagen indescriptible y que, por muy similar que fuera a muchas otras, le resultaría siempre única y extraordinaria.

Previó el reclamo, incluso uno peor luego de que la dejara vacía, pero hizo que se le detuviera a media garganta cuando la asaltó con el índice en el resquicio más proscrito de todos; para suplicio de la rubia, lo deslizó con dilación. Cálido y constrictor, pero cálido sobre todo.

Dejó que se acostumbrara a las dimensiones antes intentar un movimiento en cualquier dirección. No fue muy difícil notarlo, pues, cuando acabó de asimilarlo, espiró y reanudó el cortejo clitoriano. Se deshizo en una veintena de jadeos, uno por cada inserción.

Qué mierda hacía todavía sobre los libros, Sophia no estaba segura, pero sabía que no aguantaría mucho más porque el material de la cubierta de Dumas la había hecho transpirar. Además, se dijo, no sacaban mayor beneficio de continuar con acrobacias que solo entorpecían la fisicalización de las artes amatorias .

Intentaba no deslizarse por el pómulo ilustrado de Edmond Dantes, por eso ni se quejó del despojo ni se percató del clic que hizo el disc cap . Volvió a prestar atención, aunque eso implicara que dejara las ochocientas cinco páginas –estudio introductorio sobre la venganza inclusive– en el olvido, al advertir la relativa facilidad con la que la penetraba de nuevo. Dos segundos después reconoció el característico olor sintético. Se declaró enterada de lo que estaba por venir, por lo que, relajada, se preparó para recibir el dedo del medio. No pudo evitar reír como muestra de fruición.

Emma insistió en la supremacía divina y en el grado de encantamiento en el que vivía de manera continua (gracias a ella).

Bastaron seis movimientos rectos y profundos y premiosos para que tensara el cuerpo y tuviera que ser sostenida por el lado izquierdo para que no se fuera de bruces al perder el equilibro. Las contracciones no fueron el reflejo de un orgasmo tenaz, sino más bien de uno de esos plácidos, etéreos y para nada violentos que fungían como hors-d’oeuvre en la repas complet ; era como un medio clímax, una degustación que solo potenciaba el porvenir.

Su cuerpo, maleable como el de alguien narcotizado al extremo, consiguió migrar por completo a la cama antes de desplomarse sobre el abdomen; la experiencia le había hipersensibilizado la piel al punto de poder sentir la lana en cada tejido individual hasta con los codos, y los colores eran radiantes, y las noticias eran buenas, y…

Áde! –se estremeció con un intento de risa que se le detuvo en la glotis para salir en forma de ronroneo.

“Contra natura”, así se podía describir eso que Emma hacía: la consumía sin reparo alguno y pese al sabor artificial del lubricante, y si eso no era evidencia del compromiso con la causa, no sabía qué más podía serlo.

Esta vez sí escuchó el ruido de la tapa del tubo, por lo que no vio razón alguna para emitir la más mínima queja: sabía lo que seguía. El cuerpo del juguete era, aunque suave, exageradamente sólido en comparación a sus dedos; por ello, en un inicio, no pudo evitar resistirlo. Sin embargo, ceder a la presión que ejercía y acoger la primera mitad, la satisfizo de tal manera que el resto significaría una reduplicación de placer. No se equivocó.

Emma le preguntó cómo se sentía, y ella, sin tener muchas palabras útiles al alcance, recurrió a un elemental e insulso bien .

–Muy bien –agregó como si el adverbio hiciera la diferencia.

–Ojalá luego se sienta mejor –repuso Emma, tomando el borde de la bata para sacársela de una buena vez.

–Confío en el proceso –rio nasalmente, apenas moviéndose para facilitar el retiro del lino.

«Bene» , pensó la de los ojos verdes a medida que se incorporaba en la cama y hacía un conteo vertebral con sus labios, empezando por el sacro y los pozos de Venus. Al llegar a D1 se desvió por el cuello hasta mordisquearle la hélice derecha.

I’d really like to fuck you now –le susurró al oído.

No era la primera vez que escuchaba esa oración salir de ella, pero sí era la primera vez –y ojalá no la única– que no se refería a una serie de acciones que se realizaban en conjunto; ahora, aunque no hubiera ninguna diferencia en la inflexión, era evidente que sugería algo en concreto y que era diferente.

Nunca sabría si lo había dicho o si solo lo había pensado, pero el hecho más comprobable era que se había vuelto sobre sí hasta encararla y la había tomado por las solapas de la blusa para traerla a un beso que le hiciera saber eso que no podía decir con palabras.

Entre sus piernas, Emma se irguió de rodillas. Su talante evidenciaba partes iguales de pudor y vacilación.

Sophia la dejó tener sus trece segundos en silencio: entendía que debía ser difícil despedirse de casi tres décadas de vivir bajo el yugo de una determinada amalgama de ética y moral, del qué significaba hacer las cosas de cierta manera bajo un conjunto de creencias que habían adquirido rigidez.

A decir verdad, el hecho de haber tomado el Strapless con premeditación y resolución había puesto todo en perspectiva para Emma: sus convicciones habían adquirido una dimensión relativa que le mostraban que, en definitiva, ya nada era lo que había sido; de llevarlo a cabo, y esto lo sabía desde que había leído el primer capítulo del “Tractātŭs vŏluptārĭus” de Sulpicius, se convertiría en el peor tipo de disidente del bien ser , mas, en su condición de mujer, le garantizaba la conversión en una verdadera… ya no recordaba el término, pero hacía referencia a una especie de ciudadana iluminada. O algo por el estilo. Mandarlo todo al carajo sería liberador.

«“Esto va en mí”» , recordó que Sophia le había dicho en noviembre del año anterior, «“esto te lo meto yo a ti”» , se dijo, reconociendo la parte corta y la parte larga respectivamente. Con una sonrisa, quizás más para sí que para el par de ojos celestes, se frotó el primer extremo entre los labios mayores para lubricarlo.

–Si supieras lo sensual que te ves haciendo eso –opinó Sophia, recuperando el tiempo anterior.

Emma rio nasalmente y, sin apegarse a la secuencia aludida, profirió el nombre del Todopoderoso a medida que se encajaba el juguete.

–Si crees que eso se siente rico, espérate a lo demás –ofreció la rubia sin hacer comentario alguno sobre el rubor que había invadido las mejillas ajenas.

Fue un lapsus mentis genuino y arraigado en la ignorancia y la inocencia: sabía a lo que se refería, pero, al mismo tiempo, no lo sabía en realidad. De alguna manera, la pregunta de cómo era posible sentir algo con un falo de látex la rebasaba, y, a pesar de que experimentó los indicios de ese algo mientras esparcía una generosa cantidad de lubricante a lo largo de la curvatura –que no era como que la inundación lo requiriera, pero más valía asegurarse–, la cabeza no le dio para tanto y simplemente no pudo registrar lo que ocurría. Que era para el placer de su mejor mitad, se repitió una y otra vez, y que ella estaba para proveérselo.

Así, desconectada del procesador sensorial, se echó sobre una Sophia que se apoyaba en codos y brazos.

–Acuérdate de apretar –le dijo ella a ras de sus labios–. Aprieta, y sigue apretando. Y cuando sientas que puedes aflojar, sigue apretando.

Emma asintió sin entender. Se irguió.

Contó hasta tres. Porque eso era lo que se debía hacer cuando se necesitaba un empujón, ¿no es así?

Uno. Tomó la parte larga en la mano derecha.

Dos. Frotó el bálano contra la zona hasta encontrar las coordenadas en donde tenía cabida.

Tres. Sin soltarlo, empujó.

Se detuvo en cuanto Sophia se ahogó. ¿Cuatro centímetros le habían hecho daño?

–Sophie –balbuceó preocupada–, ¿estás bien?

Ella asintió. La tomó nuevamente por las solapas de la blusa y la haló hasta quedar completamente bajo ella.

–Suéltalo –le dijo a medida que se aferraba a su nuca–. No empujes con la mano. Empuja con la cadera.

–No quiero… –Sophia la interrumpió con un beso somero.

–No lo harás.

Se dejó caer sobre las almohadas. El morbo de ver cómo la invadía había sido gratificante y ya no era necesario.

«Con l’anca» , se repitió Emma a medida que se apoyaba en esos ángulos rectos que formaban la cabeza y los hombros de su rubia favorita. «Con l’anca» .

Lentamente, le ocupó las entrañas, y si no hubiera estado experimentando un estado de euforia sinigual, se habría reprendido –¡estúpida!– por no haber considerado las leyes más elementales de la física.

TERZO PRINCIPIO (PRINCIPIO DI AZIONE E REAZIONE). A UN’AZIONE È SEMPRE OPPOSTA UN’UGUALE REAZIONE: OVVERO, LE AZIONI VICENDEVOLI DI DUE CORPI L’UNO SULL’ALTRO SONO SEMPRE UGUALI E DIRETTE VERSO PARTI OPPOSTE .

Quería llorar. Porque, además de omitir la noción de la fuerza contraria, se había equivocado al pensar que se trataba de sentir con y no mediante el látex. Era difícil explicarlo, pero un poco de sentido común –del que había carecido– era lo único que se requería para entenderlo: el arnés-sin-arnés era un medio, un nexo entre las dos, y todo lo que ocurría en su mejor mitad, ella podía sentirla; su resistencia, su estrechez.

Y aquella vez –aquellas veces–, ¿qué había pasado? ¿Acaso había estado tan enfrascada en todo menos en lo que en realidad sucedía? Ya no importaba, pues ahora la conocía de otra manera, una manera nueva. Si tan solo lo hubiera sabido antes. No por culpa, mucho menos por arrepentimiento, sino por emoción, quería llorar.

Una caricia la sacó del transe.

Sophia le sonreía reconfortantemente, del mismo modo en el que lo hacían los cómplices. Ella también lo había sentido, tanto hoy como antes. ¿Por qué no se lo había dicho? Porque pensaba que era lo más parecido a la magia, y, como tal, era mejor descubrirla por cuenta propia.

Le repasó la misma ruta que seguía para ordenarle el flequillo tras la oreja, le ahuecó la mejilla y la besó de tal forma que iba en contra del espíritu puramente corporal –carnal– de la situación: se alejaba de todo salvajismo e inclemencia, y se inscribía en una suerte de urgencia y añoranza; de qué, no sabía, porque Sophia no se le estaba acabando, no se le estaba escurriendo entre las manos, no se le estaba agotando.

Creyó que Emma estaba a punto de confesarle algo íntimo. Tiempo después, cuando revisitara el momento, lo recordaría con una risa nerviosa y un espasmo que le debilitaría las piernas y la privaría de oxígeno; muchas veces, se mordería la lengua o se sostendría de lo que tuviera en la inmediatez, pues las palabras siempre la arrobarían, la anegarían de todo lo que la hacía sentir deseada.

I’m really looking forward to fucking you in the ass someday .

Se lo dijo así, con esas palabras; susurrado, con las emes y las efes rozándole los labios como si quisiera que sus anhelos quedaran atrapados en ese diminuto espacio que se formaba entre la una y la otra. De todo lo que podía decirle, o al menos de lo que había pronosticado, eso , así ,no figuraba dentro ninguna posibilidad.

Sophia no supo qué responder, mucho menos cómo, pues no había raciocinio humano que pudiera lidiar con los giros que ofrecía la mujer que ahora se erguía con una sonrisa macabra, digna de ser analizada y diagnosticada con el DSM-5. No tenía saliva, palabras, aire, nada, ni siquiera sinapsis funcionales que la hicieran computar a medias. Estaba estupefacta. Atónita.

Emma, consciente de los aprietos en los que había metido al cerebro de la rubia, intentó traerla de regreso a la fisicalización de las artes amatorias con esa manera tan suya de recorrerla desde la cintura hasta afianzarse a la cadera con ambas manos.

No podía tener mayor complejidad si había personas que, carentes de coordinación y motricidad –y seso– lo (sub)utilizaban sin problemas; el pene, eso era. El acto de meter y sacar no era lo complicado, sino más bien el hecho de que, al hacerlo, la repartición del placer fuera igualitaria. Quizás la carencia biológica de un pene material –porque el mental lo tenía bien grande, bien tieso y bien puesto todo el tiempo para disputarse la legitimidad de su lugar en la sociedad con quien se atreviera a cuestionárselo (usualmente alguien con pene material)– actuaba en su favor porque en el glande plástico no había terminaciones nerviosas que pudieran obcecarla al brindarle más goce a ella que a la rubia. Es decir, con el látex de por medio, se veía obligada a hacer las cosas de tal modo y manera que lo que era beneficioso para una, debía serlo necesariamente para la otra. Más opción que esa no había, no existía.

En su caso, que estaba dotada de coordinación y motricidad admirables gracias a los métodos de santa Maria Montessori, la complejidad radicaba en que, si bien era cierto que los dueños de los penes tenían poco control sobre ellos, el que ella tenía sobre el suyo era inherentemente menor, por no decir cero; nula era la conexión que había entre su sistema nervioso y los polímeros del consolador. ¿La ventaja? Así como el pene mental, este lo tenía bien puesto, al menos mientras se acordara de apretar: «Aprieta. Aprieta y sigue apretando. Y cuando sientas que puedes aflojar, sigue apretando» . Qué bueno que la sangre no se le iría toda al plástico y podía echar mano de ella para mantener el mantra muy presente, así fuera en un segundo plano.

Por vez primera, se reculó a medias y, tras un segundo de suspenso, la empaló lentamente de nuevo.

Sophia, con un gemido, volvió parcialmente en sí. Era difícil mantenerse en sus cabales cuando todo era tan intenso por sí mismo y en conjunto. Se sentía abarrotada, porque lo estaba, y cada movimiento, por minúsculo que fuera, la inducía en un estado de delirio que, aunque pasajero, la abrasaba. A esas alturas, con ambos orificios sitiados, hasta respirar abonaba a lo que preveía que, de no tener cuidado, culminaría con un orgasmo de tales proporciones –catastróficas, titánicas– que podía sufrir un accidente cerebrovascular. ¿Iba a tomar las precauciones necesarias? ¡Pf! Ni loca.

Ya Emma había encontrado el ángulo con el que contrarrestaba la flexibilidad del pontón en el que se unían ambas partes, corta y larga, y se había acomodado a una penetración rítmica ni muy somera ni muy profunda que le arrancaba gemidos a la mujer que se empuñaba tan fuerte como empuñaba al cobertor.

La actividad era extenuante: además de apretar como si la vida le fuera en ello –ahora entendía el porqué de la advertencia–, la cadera empezaba a exhibir indicios de malestar, no sabía si a nivel óseo o muscular. Sería eso, la dificultad añadida de contraer los músculos y la insistencia en el ángulo, porque el movimiento era el mismo al que recurría cuando se sumergían en una sesión de tribadismo desenfrenado. Además, el esfuerzo general le había afincado una película de sudor en el pecho y el cuello, zonas que con cada embestida se pintaban cada vez más de rojo, y que, eventualmente, el humor se le acumuló cual vaguada y no tuvo más remedio que encontrar escape por la línea alba.

De alguna manera, pensaría luego, el ejercicio pélvico reivindicaba medianamente a los hombres: motivado el ser por la lujuria, el cuerpo desconocía los achaques bajo el hechizo de los nervios y el centilitro y algo de sangre. Pero no, divagaría, en realidad se quitaba el sombrero ante toda aquella persona que supiera reconocer el miembro fálico –natural o sintético, chico o grande, gordo o flaco, bonito o feo, lampiño o peludo, monocromático o policromático, erecto o fláccido, etc.– como parte de sí y entendiera que el placer no estaba en sucumbir, sino en resistir hasta que no hubiera más remedio que dejarse ir. Eso era lo que hacía: resistir; sufrir gozosamente cada contracción intencional y accidental que ejercía la rubia alrededor del látex para demandarle más potencia, más garra.

Sophia se quejó ante la nostalgia de sentirse repleta cuando la abandonó, y, aunque no la odiaba, estuvo a dos milésimas de segundo de reclamarle. Ahogó el impulso al ver que esparcía una cantidad generosa de lubricante sobre el juguete y se encontró reprimiendo un jadeo cuando fue ella quien tuvo que apretar para elevar la cadera y dejar que le colocara un cojín chato debajo; sintió un corrientazo punzantemente exquisito que se originó en la oquedad posterior y que le avivó recuerdos quizá anteriores a su nacimiento.

Quiso verbalizar la cantidad y la calidad de su placer en una profanidad que mezclaba todas las obscenidades e interjecciones en una sola, pero se le amontonaron todas a un mismo tiempo y salieron en forma de gruñido extrañamente solemne con el que le hacía saber que no había vuelta atrás; el vértice del consolador había entrado, restregándose en cada punto flaco, y había convertido cada dendrita en tube men . Cada embestida, tortuosamente lenta, fomentaba el aumento de la presión interna que de alguna manera tenía que salir.

Debido a que una eyaculación por sí misma no era de mayor provecho erótico, se llevó los dedos al clítoris para inducirse un exorcismo de la magnitud que el cuerpo le pedía desde que había decidido incorporar las esposas en el juego. No supo si se lo dijo, porque para lo único que tenía voz era para gemir shits y fucks y para una letanía de ruidos bestiales, pero que no se detuviera; por favor, por lo que más quisiera, que no se detuviera.

Emma lo atestiguó todo: primero, el tremor que le reptó por los aductores hasta llegar a la ingle y la tensión que se reflejaba en el desmedido estiramiento de los gráciles; luego, el apoyo de los pies en la cama para no salir flotando; la apertura de las piernas; la agilización de sus dedos, la escasez de aire, el apretamiento de la mandíbula, la rigidez cervical.

A ojos cerrados, Sophia exclamó un monoptongo abierto y anterior, hosco y seco.

Explotó. Eyaculó.

Inerte, se estremeció por dentro hasta expiarse.

Y, entonces, índice y medio cesaron el hostigamiento clitoriano para dejar que su mano cubriera esa parte que le latía como si tuviera un sistema vascular propio. Agradeció que Emma se detuviera. Juntó las rodillas a la altura de su pecho.

Recuperando el aliento, caviló sobre la vida y el millar de pequeños y grandes placeres que tenía para ofrecer. Sin embargo, lo que acababa de sentir –y seguía sintiendo– no pertenecía a ninguna de esas dos categorías, pero quién era ella para asumir un papel tan filosófico cuando ni siquiera había podido pasar de la vigésima página de la obra cumbre de Gaarder y que, de hecho, se había unido a la burla colectiva que había iniciado Callia Afxentiou (la profesora) en clase de Teoría del Conocimiento hacía demasiado tiempo.

Accedió a regresar a esa versión de mundo real que tanto disfrutaba porque, sin mentirle a nadie y mucho menos a sí misma, mucho temía perderse de la mujer que se había adjudicado la tarea de llevarse sus pies al pecho para darle un merecido soporte y luego dedicarse a acariciarle las pantorrillas. Tenía una sonrisa que se tiraba por la comisura derecha.

Suspiró y, con las articulaciones entumecidas, se las arregló para ir hacia ella aunque eso significara abandonar el juguete. La escaló como el monumento que era y se enredó a su alrededor. Le ahuecó la mejilla. Sudaba.

Ciao, baby –susurró a ras de sus labios y presionando la punta de su nariz contra la suya.

Ciao, Sophie –repuso de la misma manera, dejándose mimar–. Me estoy arrepintiendo de haber inventado que vinieran a cenar, pero supongo que podemos ignorarlos cuando toquen el timbre –sonrió, casi como si esperara que lo consintiera.

That wouldn’t be nice –resopló y se dedicó a darle cuanto beso liviano se le antojara por aquí y por acá–. Además, estoy segura de que necesitamos reponernos después de esta fisicalización de las artes amatorias.

–No me digas que ya terminamos –balbuceó al borde de la decepción.

–¿Cómo crees? –rio–. Esto es solo un receso.

Thank God –se regodeó la Arquitecta.

Don’t thank him, thank my vagina –espetó graciosamente–. She’s been proven to be quite sturdy .

I thanketh thee, oh pietistical vagina, f’r thy kind might!Alloweth us marvel at thy wond’r! –declamó lascivamente en un acento afectado.

–Es que ni Spenser ni Shakespeare –rio y le echó el peso encima hasta tumbarla de espaldas sobre la cama–. Mi elocuencia se reduce a soggetto, verbo, oggetto , y a unos cuantos recursos retóricos; y mis habilidades lingüísticas a uno que otro idioma.

–Qué bueno que en este momento lo que importa no son las habilidades lingüísticas, sino las linguales –sonrió, ordenándole el flequillo tras la oreja.

–Vamos, dilo de nuevo –le pidió.

–Dije que solo lo diría una vez.

–No pretendamos que no te encanta complacerme –susurró a medida que se desviaba por su cuello para humedecerse los labios con el humor salino.

Emma rio guturalmente, intentando no retorcerse a causa del escalofrío que sus mañas le habían desatado.

I’ll tell you what –le dijo, rindiéndose ante su silencio–. I’ll show you I’m worthy of those words. But, first, I’m gonna ride you ‘til I cum nearly senseless .

«Fuck» , se supo sonriendo la Arquitecta.

Sophia se había erguido a horcajadas sobre ella y, llevándole las manos a sus B s, se encargó de liberarle las muñecas de la blusa. Le gustaban esas maneras exquisitas con las que se apropiaba del mundo de los falos, repartiendo lecciones gráficas y gratuitas sobre la proyección del poder a través de los accesorios y los cortes sartoriales. Estaba por llegar a la conclusión de que ese proceso de “masculinización” sería tanto elemento de doble moral como de una especie de homosexualidad velada, cuando Emma se irguió y le clavó los incisivos superiores en el borde de la areola izquierda.

Lo hizo sin saber cómo o cuánto tiempo había tardado, con la inconsciencia de un reclamo autónomo de la situación: le destrabó los ónices de los ojales y los arrojó sobre la montaña en la que se había acumulado la bata; la seda parecía derramarse al suelo por la esquina del colchón. Comprendió que se había distraído por la manera en la que Emma había reclamado el derecho por el labio inferior sin resistencia alguna; y sus manos, habiendo apenas logrado desabrocharle el sostén, se habían aferrado a las pecas que le decoraban los omóplatos.

Consiguió empujarla por los hombros para obligarla a una posición en la que pudiera controlarla un poco, así fuera con motivos lúdicos. A su paso, casi rasgándole la piel, le retiró las copas, dejándola por fin al descubierto.

En silencio, con paciencia, se contemplaron mutuamente hasta que Sophia exprimió el tubo de lubricante en su mano para esparcirlo a lo largo de la rigidez negra que ahora, con un movimiento, había dejado de insinuársele a la oquedad posterior y se preparaba para, en cambio, ser sometido por la cavidad moralmente permitida.

–¿Lista para apretar, mi amor? –le sonrió desde arriba.

Emma la tomó por la cadera y se preparó. Como siempre, pudo más el repliegue que la inserción.

En el mundo había, ciertamente, tipos de jinetes: aquellos que sobresalían en la disciplina llana y aquellos que lo hacían en la perpendicular; y había unos pocos que, como en todo deporte, se consolidaban como rarezas magistrales que sabían dominar las dos. Queda claro que no hablamos del mundo de la hípica.

Los desplazamientos de Sophia eran torpes y, por tanto, parcialmente trágicos; sin embargo, eran la evidencia más contundente de que la rubia nunca lo había hecho. Emma sintió profunda satisfacción al saber que, una vez más, arrasaba con Pan de Mierda.

No podía tener mucha ciencia, meditaba la rubia mientras sentía cómo hacía que ambas sufrieran empellones incómodos en lugar de penetraciones gratificantes.

Bend your knees and lean back –sugirió la Arquitecta.

Lo que en un principio fue consejo, se convirtió en un acceso de encantamiento como ningún otro: Emma Pavlovic la miró con el mismo éxtasis que le provocaban los hechizos de un Rothko o un Kandinsky. Qué vergüenza, pensó, recordando la pusilánime excusa con la que la había invitado a subir aquella madrugada en la que no hubo vuelta atrás. Porque la vista no era algo de lo que podía hacer alarde ni en un sentido inmobiliario ni en uno corporal. Sí, qué había sabido de vistas, imágenes y parajes si no había sido sino hasta en ese preciso instante que había tenido el verdadero honor de conocer el Paraíso., porque ahí, sobre ella, Sophia se consumaba como la Afrodita que en verdad era. Ya no solo eran el cabello de buen humor, los vestigios de un bronceado perfecto y los abismos azules; era la posición en la que revelaba todos sus secretos e intimidades y con la que desmitificaba cualquier exceso de pudor, antinatural para su condición olímpica. Entre cada ángulo afilado, le resultó imposible disimular la fascinación por la carnosidad, exacerbada por la inflamación, y por esos milímetros que siempre se asomaban y que ahora se adherían al pene sintético que entraba y salía de su interior, y que hacían que una cutícula perlina se acumulara en la base de látex.

Algo primitivo despertó en la Arquitecta: se imaginó lo que sería tomarla por los muslos y arremeter contra ella hasta destruirle los cimientos y dejarla tal como quería, nearly senseless .

A pesar de que tenía casi una década de no practicar la posición, Emma recordaba lo demandante que podía llegar a ser, especialmente las primeras veces. Quizás, más que eso, era abrumadora: encontrar el punto exacto en el que se podía mantener el ejercicio y la obtención de placer era difícil; siempre había sacrificios de por medio, como estresar tendones y ligamentos con movimientos que permitían que el falo presionara ese punto flaco que obnubilaba la razón.

Una cosa llevó a la otra, y Emma recordó cómo habían sido las cosas en aquella época en la que acabó con el pudor en pareja a causa de los encantos de Ferrazzano. Con él, el placer era un concepto abstracto que giraba en torno a la falacia de que debía ser compartido, ya no en un sentido de igualdad, sino en uno espacio-temporal. Esto quería decir que eso que sentían cuando estaban juntos se denominaba piacere , independientemente lo obtuvieran o no, y, por tanto, cualquier acción adicional era reprobable porque descompensaba las raciones. De ahí que Emma tuviera prohibido tocarse tanto en su ausencia como en su presencia, y que, en caso de que tuviera que ser tocada, era tarea suya (de él) y como un medio para hacerla secretar. No se requería de mucho para entender que él pensaba el sexo desde una postura en la que las sensaciones eran recíprocas y que el instrumento más importante era el que él tenía pegado al cuerpo.

Los orgasmos que tuvo en el tiempo de Ferrazzano no fueron muchos, mas, los que sí consiguió, fueron por mano propia –qué rebelde–; los demás, evidentemente, los fingió. Nunca pensó mayor cosa al respecto hasta que, para su sorpresa, había sido el mismo Fred quien, a raíz de sus ineficacias, la había alentado a que no se detuviera por él; y, aunque nunca lo había deleitado con un espectáculo como el que le había dado a Sophia hacía un rato, nunca se vio obligada a recurrir a la represión.

Ojalá no estén confundiendo las cosas, ojalá no estén equiparando las prohibiciones de Marco con las que Emma le había impuesto a Sophia: mientras que el primeo la privaba por completo; la segunda pedía que fuera en pareja, honrando el principio de igualdad.

La digresión venía al caso porque no había secuencia más bella que ver –y ahora sentir– a su mejor mitad colapsando a causa de un orgasmo. Daba lo mismo si era fruto de su mano o la propia. Y, en vista de que la posición era demandante y abrumadora, y de que la intención era llevarla a la casi-inconsciencia, se tomó el atrevimiento de frotarle esa parte en la que convergían las explosiones nerviosas.

Sophia, reconociendo el estado tan precario en el que había refundido su condición física en los últimos dos años, sintió el ardor del ácido láctico reptándole por las piernas. Si este tipo de fisicalizaciones de las artes amatorias iban a ser algo habitual, tenía que hacer algo al respecto; pero no hoy, no en ese momento. Por ello, previendo que el cansancio la iba a doblegar –ayudado por el pulgar de la Arquitecta–, decidió darse prisa: como si le leyera la mente a su otra mitad, aceleró la frecuencia de las sentadillas.

De repente, se suspendió a media altura y dejó que el pulgar de Emma le arrebatara cada onza de cordura que tenía para dar: lo hizo de arriba abajo, yendo, como siempre, de menos a más, y, rígido, se resistía a ser empujado. No tuvo más remedio que rendirse ante la media presión con la que la iba a subyugar.

Lo previó en el instante, pero fue poco lo que pudo hacer: la rubia jadeó los mierdas correspondientes en griego a medida que cerraba las piernas y, como era de esperarse, se dejó caer de espaldas al colchón. Emma creyó vomitarse al sentir el tirón que había ejercido en sus adentros el desvanecimiento de Sophia. La presión, limítrofemente insoportable, la obligó a erguirse.

Con cuidado, removió el látex de entre ambas y lo otro de la cavidad trasera de Sophia; no podía imaginarse que le fuera cómodo, no después de llevar los excesos al borde de la intolerancia.

Se le fue encima para llenarla de todos esos besos y mimos que tanto se merecía porque sí… y porque no conocía otra manera de resucitarla.

Cómo ahí, en medio de un juego tan brusco, podía siempre regresar a la suavidad, Sophia no podía siquiera empezar a entenderlo, pero oponerse, tanto entonces como en algún punto cualquiera en la vida, habría sido el más claro indicio de la locura. Sin embargo, así como Emma podía fluctuar entre lo carnal y lo sensible, ella podía intentar hacerlo a la inversa.

Justo en el segundo en el que el reloj dio las seis de la tarde, la Licenciada Rialto sacó fuerzas de donde ya no tenía hasta lograr una imitación perfecta de las mañas de la Arquitecta: la ancló a las almohadas con las manos en las muñecas y, aunque de manera muy torpe e inconsistente por aquello de la fatiga muscular y ósea, jugaba a embestirla tal como ella solía hacerlo para disfrute de ambas. Pero ella no tenía la misma firmeza para insistir en mantenerla inmóvil, mucho menos las ganas porque existía la necesidad de ser sostenida en aras del equilibrio físico y mental; agradeció la manera en la que la envolvía al paso que capitulaba ante la guerra por el labio inferior.

Emma, considerándose satisfecha, se dijo que podía vivir sin el clímax prometido. No iba a obligarla, porque si quería escucharla decir que su boca era una oda a la eficacia se lo diría sin más; no le costaba nada. Además, tampoco era como si necesitara ganárselas por lo que sabía que era capaz de hacerle entre las piernas: se lo habría dicho aquella noche en casa de Margaret, pero, pensaba, habría sido contraproducente; habría sido difícil explicarle, entre tanto que estaba sintiendo, que sus labios eran perfectos, incluso más cuando se enroscaban mínimamente para producir una de sus pes. Pero eso poco tenía que ver con la eficacia y, ahora, notaba cómo la rubia estaba a un segundo de inactividad de caer dormida, muerta.

Podía vivir sin el clímax prometido y regalarle el adjetivo, no le costaba nada, pero también podía exigírselo para mantenerla en ese límite que se había reconfigurado con la inclusión de las esposas.

I wish you’d run your mouth all over… –se ahogó, enterrándole las uñas en la cintura.

All over what? –resopló Sophia a ras de su cuello.

Me .

Grandiosa y generosa, así la percibió Sophia: se había apropiado de sus palabras para darle justamente eso –lo único– que no había podido ejecutar más que de forma ilusoria a través de palabras.

Le dio un beso impecablemente calculado, no para arrancarle un gemido, sino para provocarle eso que no sabía cómo se llamaba, pero que hacía que rindiera hasta la última onza de resistencia y le cediera el control total de la situación. En eso radicaba, suponía, la eficacia de su boca. Equivocada no estaba.

El tiempo para Emma se convirtió en algo demasiado confuso como para saber distinguir un segundo de otro porque se amontonaban los unos sobre los otros, o bien, se extendían; en esas ocasiones, convenía mejor medirlo en unidades de ahogos y jadeos, y quizás en las partes del cuerpo que la rubia le consentía.

Frente al manjar de diosas, producto esculpido y torneado por las ambiciones más vanidosas de Venus y Minerva, a Sophia se le hizo imposible resistirse a la tentación de asfixiarse momentáneamente entre el par de C s para luego mordisquearle y succionarle los pezones. Así lo había planteado en la ficción que le había relatado hacía rato, y no pensaba faltar a sus propias palabras.

Le recorrió los hipocondrios con los dientes y se deslizó por el eje vertical con el roce húmedo del labio inferior hasta llegar al hipogastrio. Y ahí, trazándole una cadena de besos sugerentes en el pubis, encontró rastro gustativo de sí misma y de la eyaculación atenuada de la que había sido víctima gozosa. La abrazó por los muslos y se sumergió entre sus labios mayores; Emma jadeó el producto de la deposición en algún idioma, quizás el más antiguo de todos.

De vez en cuando, Sophia alzaba la vista para encontrarse con el par de iris verdes: la fiscalizaban ininterrumpidamente, deleitándose del componente visual que resultaba de sus labios rodeados por los suyos y de la manera en la que cejas y ojos cerrados se transformaban a medida que le arrancaban todo eso que no podía obtenerse del tubo de lubricante.

Sofocó la primera advertencia del clímax cuando fue penetrada con la lengua; y la segunda, luego de que ejerciera presiones precisas sobre su clítoris. Quiso hacerlo una tercera vez, mas no pudo. Se aferró a las manos que la mantenían en su sitio, las apretó entre las suyas, tensó el cuerpo y, por primera vez en ocho minutos, gimió a causa de la ligera succión de las ocho mil terminaciones nerviosas. No supo cómo convulsionar, ni siquiera cómo temblar; simplemente manifestó respiraciones cortas y agitadas.

Se irguió para no prestarse a la irritación y, tomando a la rubia por el mentón, la besó agradecida.

Apotelezmatikó –susurró Sophia. Emma enarcó la ceja izquierda–. Eficaz.

–Otra vez –solicitó.

A … –le dio un beso liviano en los labios.

A…

…po… –y otro.

–…po…

–…te… –y otro.

–…te…

–…lez… –y otro.

–…lez…

–Apotelez… –y otro.

Apotelez…

–… matikó –y otro.

–… matikó.

Apotelezmatikó –recapituló Sophia.

Apotelezmatikó –confirmó Emma–. Stóma apotelezmatikó –remató.

–A veces se me olvida que lo masticas –sonrió orgullosa–. El adjetivo va antes.

Téleio, malakó, glykó, ómorfo, apotelezmatikó stóma –sonrió Emma arrogantemente–. ¿Así?

Se le fue encima hasta llenarla de besos y caricias que eran más bien sugerencias de cosquillas por aquí y por acá. Eventualmente, el ataque cesó y dejó caer la cabeza sobre su pecho.

–No tengo palabras –le dijo Sophia al cabo de unos momentos.

–¿Bueno o malo? –inquirió Emma, empezando a rascarle la cabeza.

–Bueno. Muy bueno –suspiró, dejándose mimar por las atenciones del par de manos que ninguna Tamika iba a poder superar jamás–. Intenso también.

–Concuerdo.

–Y esperanzador.

–¿Por qué?

Because you’re looking forward to fucking me in the ass someday –esbozó media sonrisa somnolienta que le provocó un bostezo.

–Habiendo sentido lo sentido, confieso que es una motivación de vida. –Sophia rio nasalmente–. ¿Por qué no me dijiste que eso se sentía así ?

–¿Y arruinarte la sorpresa? –pareció disentir–. Sé que las sorpresas no te agradan, pero me imaginé que esta sí.

–Han sido meses de silencio, ¡meses! –la envolvió entre los brazos–. ¿Qué otros secretos no te estarás guardando?

I like it when you agree to play a little rougher than usual –se encogió entre hombros y se aferró a su cuello por miedo a que huyera de ambas.

–¿Quieres que así sea siempre?

A Sophia le sorprendió el hecho de que, al menos en apariencia, estuviera dispuesta a adoptar una actitud limítrofemente peligrosa para la concepción de sí misma.

–Yo te quiero a ti –alzó la cabeza–, con tal de que vengas a mí, la actitud me da lo mismo… y de que siempre me cojas como si el mundo se va a acabar en cuanto terminemos.

–La primera parte me calentó el corazón; la segunda, la vagina –rio, volcándose sobre ella–. Te amo, Sophie.

–¿Porque te caliento el corazón y la vagina? –sonrió socarronamente.

–Es que usted, Licenciada Rialto, es una mujer de muchos talentos –le besó la punta de la nariz y se retiró hasta sentarse a la orilla de la cama–. Necesito ir al baño y saber qué hora es; me gustaría al menos una ducha antes de que vengan.

No podía decir que lo odiaba, porque ese no era el sentimiento, pero odiaba cuando Emma se anticipaba a sus preguntas y a sus emociones: iba a preguntarle por qué la dejaba sola, quizás con las piernas inservibles luego de una fisicalización de las artes amatorias de excelsa magnitud, porque era injusto que, habiendo gozado de los usufructos anales, no la abrazara; y esa pregunta incluía la de a dónde mierda iba o qué era más importante que ella. Todo esto lo rezongaba con una sonrisa de satisfacción, porque, si bien lo odiaba en el sentido práctico del verbo hacer , lo amaba en el sentido práctico del decir : le ahorraba palabras.

Emma regresó un par de minutos después, con doscientos setenta y tres mililitros menos de necesidad y el teléfono de Sophia en la mano. Antes de recostarse a su lado, encendió las luces de la habitación.

–¿Media hora para que descanses te parece bien? –le preguntó la Arquitecta, tendiéndole el iPhone para que lo desbloqueara con el pulgar

–No –resopló, colocando el dedo en el botón–, pero es para lo que nos alcanza.

Cuando Irene subió la primera vez a la habitación, Camilla había salido. Sobre la mesa de la sala de estar estaba una reproducción de La Danse , de Matisse, detenida por las cuatro esquinas, que había sido intervenida de tal manera que parecía que eran embutidos o demonios; la satirización era evidente, y era, al mismo tiempo, tan oscura, que su significado debía radicar únicamente en aquellas cabezas o memorias que supieran de qué iba el chiste. Dejó la maleta a la vista, casi a medio camino, para que su mamá no se alarmara.

La segunda vez que subió iba ansiosa por no saber cómo comportarse al tener tanto dinero asomándose por el bolsillo izquierdo del pantalón. Lo detestaba. No el dinero, no; no ese dinero, al menos. No. Detestaba que los bolsillos eran siempre o un ornamento o tan pequeños que lo más que cabía era un par de monedas de dos euros. ¿Tan caro era que Levi’s y Calvin Klein añadieran 98 centímetros cuadrados de tela?

Pensaba si gastarlo insensatamente, quizás en una VCORE Tour 89, una VCORE Xi 100 y una caja de treinta y dos grips ; o si debía ahorrarlo cuidadosamente, con recelo gollumiano, hasta el fin de los tiempos. Se molestó consigo misma al darse cuenta de que no necesitaba nada en lo absoluto, nada, ni siquiera con la más mínima urgencia. Y llegó a sentirse triste, pues tampoco parecía desear algo concreto. A lo mucho, (sobre)pensó, podía hacerse de una computadora nueva, incluso aunque la suya no necesitaba ser relevada; sin embargo, sería una necedad de su parte el someter un equipo americano a la corriente europea. Pero ¿guardarlo para qué? ¿De qué le iban a servir tantos dólares cuando regresara a casa? ¿Gastarlo insensatamente era, entonces, la opción más práctica?

Abrió la puerta. Al fondo, dándole la espalda a la entrada, Camilla se sentaba al escritorio con vista a Central Park.

Giá, Mamá –murmuró con una sonrisa.

Camilla se irguió y, fallando en disimular, inspiró la constipación nasal y se enjugó el rostro. Irene se detuvo en seco, en un paso sin dar, y le hizo frente a una de esas decisiones difíciles de tomar: ¿debía preguntarle qué le ocurría o debía fingir que no se había enterado de nada?

Giá, Nene –se aclaró ella la garganta y se dejó envolver en un abrazo de esos febriles que le daba la menor de sus hijas con relativa frecuencia.

Habiéndole pasado los brazos por encima de los suyos hasta rodearla por el pecho, le plantó un beso en la cabeza. Frente a su progenitora había un paquete de hojas marfil de 150 gsm con borde rojo, un paquete de sobres en blanco mate, y una caja de cartas de correspondencia con el borde gris. Era evidente que Camilla había ensayado cuatro veces el contenido y la caligrafía de lo que sería el producto final, pero, por alguna razón, había fallado: líneas torcidas, una palabra mal escrita y que había tachado, una mancha de tinta, una secuencia de ideas que no la complacían.

Ahí, en la hoja que tenía enfrente en ese momento, la tinta midnight blue que salía de la Meisterstück parecía haber concretado todo lo que había querido decir en un principio.

–¿Saliste por ahí?

–Emma me llevó a comer –se encogió entre hombros–. ¿Quieres hablar sobre eso? –señaló la hoja con los ojos.

–Es para tu hermana.

–¿Regalo?

–No creo que cuente como uno –resopló y se enjugó otra vez los ojos–. Cosas que debo decir, que si no digo ya, no diré nunca.

–Ah –se irguió y se dejó caer en el sofá–. ¿Cosas que tienen que ver con Volterra? –preguntó en tono despreocupado.

Camilla la volvió a ver alarmada, atónita.

–No juzgo –le dijo Irene–. Y tampoco me preocuparía por eso.

–¿Cómo sabes tú?

–Basta con tener ojos y un cerebro medianamente funcional –rio, sacándose los zapatos.

–Pero…

–A mí no me importa –sonrió reconfortantemente.

–¿Tu hermana sabe?

–Nunca hemos hablado de eso –se encogió entre hombros.

Camilla enarcó las cejas, quién sabe si con orgullo o con vergüenza, y dibujó un intento de sonrisa.

–Sabes, a lo largo de los años, el tío Fanis y la tía Dilara se han encargado de hacerme ver que la familia no es algo que se debe mantener por obligación, sino que es algo que deberías de poder escoger, algo que decides tener de tu lado. ¿Sabes cuántas veces he querido no ser parte de esa familia? –Camilla disintió–. Mi hermana, como producto de lo que haya pasado entre Volterra y tú, tiene la ventaja de que puede renunciar con mayor facilidad a los Papazoglakis –dijo–. A veces me da envidia que no cargue con esta sangre tan pesada, ¿sabes? Pero, al mismo tiempo, es el recordatorio perfecto de que existe otro cincuenta por ciento genético que es más tú, más Rialto –sonrió–. A Pía no la padezco, no. A Pía la elijo. Y a los demás los tolero, y lo hago con mucho esfuerzo. Lo demás, al menos a mí, no me importa.

Camilla sintió ganas de llorar, ahora por otro motivo, porque esas eran palabras que ella podría estar diciendo y no decía, porque esa era un cierto tipo de madurez que ella quería poseer y, cuando se trataba de ese tema, simplemente sentía no poder hacerlo.

–Deberías beber un poco de agua –le dijo Irene y, viendo que su mamá no parecía tener facultades para moverse, se puso de pie y le alcanzó una de las botellas sobre la mesa consola de la entrada–. Ayudará a deshacer el nudo –se señaló la garganta.

Su progenitora desenroscó la tapa blanca y bebió dos tragos.

–¿Tienes alguna pregunta al respecto? –inquirió Camilla al cabo de unos momentos.

Irene pensó en preguntarle si, a diferencia de Sophia, ella había sido concebida con amor o en beneficio absoluto de la agenda política; conocía la versión de Talos, pero quería también conocer la suya.

–¿Por qué una carta? –resolvió con un murmullo.

–Porque no soy capaz de decírselo de viva voz –repuso Camilla.

–¿No debería saber Volterra sobre eso?

–Será decisión de tu hermana si quiere admitirlo como algo más.

–Debe de ser difícil cuando es su jefe, ¿no crees?

–Si tan solo su situación laboral fuera tan sencilla –resopló–. No puedo reparar lo que rompí en un principio, pero puedo intentar hacer ciertas compensaciones.

–Aunque así lo sientas, no creo que seas la única responsable de lo ocurrido.

–Alessandro no participó en ninguna decisión que tomé en relación con tu hermana.

–¿Y? –frunció el ceño–. El donador de esperma poco tiene que ver en el asunto.

Camilla no pudo evitar reír, mas se sintió triste por la manera en la que la menor de sus hijas percibía lo que significaba el Arquitecto en su vida.

–¿Quieres leerla y decirme qué piensas? –le ofreció las hojas con tinta azul.

Su reacción inicial fue una muy reticente, pues no sabía a qué se enfrentaba, si a un discurso muy cursi o a uno muy lastimero. Eventualmente, cedió a la curiosidad, justificándose en que era para la tranquilidad mental de su mamá.

No había oraciones nauseabundamente tiernas, esas que iban por la línea de las rememoraciones del día en el que había nacido y que había sentido amor profundo e infinito desde el momento en el que le habían puesto al intento de persona entre los brazos. Tampoco se había dedicado a disculparse por sus acciones. No. Era algo muy honesto que se situaba justo en el límite de la crudeza: desde la primera mayúscula hasta el primer punto, sin insinuaciones ni vaguedades, Camilla se sinceraba sobre la identidad real del donador de esperma. Luego, lejos de tratarse de una apología al carácter de Alessandro –la única palabra que escribía en con el alfabeto latino, pues lo había cifrado todo en griego para que fuera inmune a la comprensión de personas ajenas–, como si con eso se excusara su proceder de un tiempo acá, se limitó a relatar con sencillez los recuerdos más significativos que tenía de él y de aquella época; con esto buscaba que conociera eso que nunca había compartido con nadie y que de alguna manera también le pertenecía a su primogénita.

Al terminar la segunda hoja, Irene había conocido esa parte de su mamá, hasta ahora inimaginable con un hombre. Hablaba sobre el día en el que lo había visto por primera vez: un muchacho de cabello marrón y ralo, con entradas prominentes, que le reclamaba al profesor de física por un diez que había fallado en obtener por no haber escrito las unidades en la respuesta final. En aquel entonces, e incluso hasta la fecha, Camilla no consideraba que fuera un crimen no incluir J cuando la indicación del ejercicio era calcular en Joules; era, a su juicio, una redundancia.

Recordaba el comentario de mal gusto que había salido de boca del profesor: «cuidado con abusar del hígado, señoritas, que a ustedes también se les pueden caer esos cabellos tan hermosos». La burla al aspecto de Alessandro le había inspirado asco.

Meses después, cuando se lo volvió a encontrar, ahora en la Facultad de Arquitectura, lo había conocido completamente calvo, pues ni la genética ni la presión de la beca con la que había estudiado en el Internazionale di Roma le ayudaron con el poco cabello que le quedaba. Era un muchacho que tenía una nariz poco atractiva, muy lejos de ser perfilada o estilizada, porque era más bien redonda de la punta, y la belleza en tendencia de la época dictaba la finura por sobre todas las cosas. Los iris, más cristalinos que los suyos, eran genuinamente amigables y bondadosos; sonreía con los ojos porque tenía los labios demasiado delgados y, en su intento por arquearlos en una sonrisa, los apretaba. Siempre parecía estar reprimiéndose. Irónicamente, si es que el término estaba bien aplicado, no tener ni un pelo en la cabeza hacía que la barba espesa resaltara, incluso recién afeitado. Perlotta y Pensabene lo molestarían desde siempre y para siempre con que se pasaba la navaja dos veces al día, una después de bañarse y la otra antes de dormir, porque la barba le crecía en una nada. En la carta, decía que Alessio y Flavio recurrían a una onomatopeya de la cultura popular para llamarlo, y, con una reproducción escrita de ésta, Camilla dejaba demasiado en claro que se trataba del Wookie más famoso del cine.

Le contaba que, además de sus ojos y sus labios, sus manos eran lo que más le habían gustado. También la manera en la que fruncía el ceño y en la que exhalaba sus risas.

A Salvatore le había parecido bien que él pidiera permiso para “cortejar” a su única hija; a Giada, si bien no le fascinaba la idea de que hubiera decidido fijarse en él y no en alguien como La Martina –el hijo de un abogado pudiente de la época y que estaba siguiendo los pasos de todo su linaje–, nunca pudo emitir objeción racional alguna.

Aquí, Irene no pudo evitar reír, pues sabía muy bien que su abuela había querido a Tito La Martina para Camilla; sin embargo, siempre hubo rumores sobre esa especie de soledad a la que se había prestado durante años. Los amigos de Tito padre chistaban a sus espaldas, convirtiendo al abogado medio estrellado en una especie de remate: “soltero maduro, maricón seguro”. En ese momento, la menor de las Rialto ahogó la risa, sintiéndose culpable y como una verdadera hipócrita. ¿Así ocurriría cuando ella estuviera lista? ¿Se burlarían de ella?

La ansiedad le reptó por las arterias. Sacudió la cabeza como si con eso se deshiciera de la sensación. Continuó leyendo.

Supo del primer beso y de las cosquillas que había provocado el mentón afeitado de Alessandro en el de su mamá, de cómo nunca se había atrevido a ver “Ghostbusters” otra vez porque sabía que era la película favorita de él, y lo feliz que se había puesto cuando le había regalado el primer cubo Rubik (llevaba casi dos años intentando conseguir uno).

Terminaba la carta con maestría: ése era el hombre del que se había enamorado, y, aunque sabía que Alessandro ya no era el mismo, mucho de eso quedaba; lo sabía a través de lo que había llamado “reanudación de amistad”.

–¿Todavía lo quieres? –le preguntó a medida que le alcanzaba las hojas de regreso.

–Sí.

–¿Lo quieres o lo amas?

Camilla vaciló en lo que ordenaba las hojas, dándole golpes suaves contra la mesa para alinear los bordes.

–Es complicado –terminó encogiéndose entre hombros–. No es un amor que se me ha olvidado cómo se siente, pero… no sé, ¿amarlo? Conozco al Alessandro de aquel entonces; al de hoy, no sé, no puedo decir lo mismo. Le tengo cariño, quizás más que un cariño convencional o nostálgico, precisamente por aquel entonces, pero no puedo decir que lo amo.

–Entonces, tampoco lo quieres.

–No, es más que eso –sonrió apenas–. Ni lo uno ni lo otro, pero no sé si es un matiz intermedio o si está por fuera de las dos cosas.

Por primera vez, alguien había dicho algo que se acercaba a lo que sentía cuando estaba con Alex. Pero pensar en ella en esos momentos era prestarse a acceder a una vulnerabilidad que Camilla no fallaría en notar. Sintió el calor que le escalaba por el torso y que, eventualmente, se le aferraría a las mejillas y a las orejas; debía hacer algo para evitarlo y no ponerse en evidencia.

–¿Y a mi papá? –vomitó luego de algunos segundos.

–¿Tu papá? –frunció Camilla el ceño–. ¿Qué pasa con él?

–¿Alguna vez lo amaste? –Camilla la miró impasible–. No es para juzgarte –le dijo Irene–. Es simple curiosidad.

–Todavía lo amo –asintió la rubia.

«Cosa?» , se asombró Irene. De todas las respuestas posibles, esa no la había contemplado.

–Es complicado –le dijo Camilla, soltando una risa nasal–. Son amores distintos.

–¿Cómo?

–Alessandro sería, quizás, lo más cercano a eso que llaman amor de vida ; Talos sería, no sé, algo más inesperado–contestó mientras doblaba las hojas en tercios–. Con tu papá simplemente pasó.

–¿Y con Volterra no?

–También –rio–, pero sabes a lo que me refiero, ¿verdad?

No, la verdad era que Irene no sabía, pues, no sabía siquiera si alguna vez había amado a alguien con la complejidad que intentaba explicar Camilla.

–No lo sé, ¿no se supone que el amor no debe ser difícil? –preguntó, viendo a su mamá lamer la punta interior de la solapa del sobre para cerrarlo.

–Dije que era algo complejo –repuso–, no difícil.

–¿Siendo la sutil diferencia que…?

–No sé, dime tú, ¿qué sería algo complejo en química? –Irene quiso hablar, pero se detuvo antes de emitir fono alguno–. Con palabras grandes y complicadas, adelante.

Le dijo algunas de las tantas cosas que podían ser un complejo y utilizó términos como enlaces covalentes, cationes metálicos, entidad de coordinación, ligandos e isomería.

–Son muchos componentes que interactúan entre sí de algún modo y en alguna medida –resumió al ver que el par de ojos celestes no estaban entendiendo mucho o nada.

–Bueno, pues así es el amor –sonrió Camilla–. Se compone de muchas cosas, siempre distintas dependiendo de la naturaleza de la relación con la otra persona.

–¿Cómo?

–El amor que te tengo a ti no es el mismo que le tengo a tu papá –le explicó, estando consciente del simplismo en el que había caído.

–Sí, bueno, pero una cosa es el amor filial, que es el que me tienes a mí, y otra cosa es el amor romántico, que es el que le tienes a mi papá y a Volterra –repuso Irene– La pregunta es, quizás, ¿cómo puedes amar a dos personas, a Volterra y a mi papá, de la misma manera? De amor romántico, quiero decir.

–No lo sé, solo pasa –se encogió entre hombros–. Supongo que es porque, para mí, el amor no es algo que se gasta… ni que fuera jabón –resopló.

–¿No? –Camilla disintió–. ¿Ni siquiera sabiendo quién es mi papá, qué hace, cómo lo hace, por qué lo hace?

–Yo sabía perfectamente bien quién era tu papá cuando me casé con él –rio–. A mí él nunca me ocultó su cualidad de canalla, tampoco sus ambiciones. Amaba, y sigo amando, su sinceridad desmedida, aunque en algunas ocasiones pueda ser un poco cruel.

La menor de las Rialto jamás habría caracterizado a su papá como alguien sincero.

–Y aun sabiendo todo eso te casaste con él.

–Sí.

–¿Por?

–Porque no es solo eso –le dijo en un tono como si la reprendiera por el juicio que no externaba–. No siempre hay una canallada de por medio en todo lo que hace, dice y siente.

–Parece como si lo excusaras –murmuró incrédula–, como si no te importara todo lo malo.

–Sí me importa todo lo malo, pero no por eso voy a negar lo bueno.

Irene quiso sentirse enojada, pero, por más que intentó, no lo consiguió; no supo a quién estaría dirigida su ira, mucho menos por qué –no con exactitud–, y tampoco supo qué lograría con ello.

–¿Hay algo bueno?

Camilla se volvió sobre sí hasta encararla por completo y le sonrió como si la conversación no estuviera teniendo ningún tipo de efecto en nada ni en nadie.

–Muchas cosas; tú, por ejemplo –arqueó las cejas–. ¡Lo sé! ¡Lo sé! –alzó las manos al aire–. Es muy cursi –rio nasalmente–, pero es la verdad.

–Pero… –se tragó las palabras.

–Dilo sin miedo.

–No entiendo cómo puedes estar tan tranquila, sabiendo lo que mi papá hizo y hace –le dijo con la mandíbula tensa–. Peor aún, no sé cómo puedes amarlo, incluso después de lo que te hizo.

–¿Lo que me hizo? –inquirió–. ¿Qué fue exactamente lo que tú crees que me hizo?

–Se cogió a Berenice en tu cama.

Camilla había escuchado los vocabularios floridos de sus hijas –mierdas, putas, putos, vergas, culos, etc.–, pero nunca ese verbo. Se tuvo que reír.

–¿Te parece gracioso? –refunfuñó Irene.

–Tú, usando esa palabra, sí –asintió entretenida y, al ver que Irene no se relajaba, se aclaró la garganta–. Teníamos una regla, tu papá y yo –le dijo–, y era que la casa quedaba fuera de todos los límites para que la vida hogareña no sufriera.

–¡Una ilusión!

–El trato nunca fue que nos mezcláramos entre familias, Irene –le dijo con tono severo–. El trato era mantener la integridad de la dinámica familiar.

–¿Cuál dinámica familiar? –espetó–. ¡Si se anduvo cogiendo a todo lo que daba sombra!

–¿Y eso por qué te molesta tanto a ti?

–No estamos hablando de mí.

–Nene, si a mí me importaba un bledo si se acostaba con alguien más, ¿por qué no a ti también? –Irene frunció el ceño–. A quien le era “infiel” era a mí, no a ti –le dijo, trazando las comillas aéreas con los dedos.

–Es papá de otros hijos –argumentó, no sin darse cuenta de que, con tan solo decirlo, se condenaba de idiota.

–Y de tu hermana también, incluso sabiendo que él no era… ¿cómo fue que dijiste? ¿El “donador de esperma”? –resopló.

Irene permaneció en silencio, rumiando ideas, palabras, quejas, argumentos.

–¿Por qué quieres cargar con los pecados de Talos?

–No es algo que quiero; es lo que me toca.

–¿Por qué?

No supo contestarle.

–Lo amo, pero independientemente de mí –le dijo Camilla–. No lo amo como para regresar con él, sino por las cosas que hizo y que dejó de hacer cuando estuvimos juntos.

–¿Quieres decir que tú le pediste que hiciera cosas malas?

–Nunca le dije a tu papá qué hacer en su trabajo, mucho menos cómo –negó con la cabeza–. Y tú tampoco.

–¿No ves que somos cómplices?

–Lo que veo es que quieres sudar calenturas ajenas –negó nuevamente con la cabeza–. Suda las tuyas, que suficientes tienes para la edad que tienes.

Se le calentaron las orejas.

–¿Qué sabes tú?

–Nada –se encogió entre hombros.

Irene pensó en insistirle; sin embargo, pudo prever un posible futuro en el que tendría que dar demasiadas explicaciones para las que no se sentía ni mental ni emocionalmente preparada.

–¿A qué te referías con dinámica familiar? –preguntó por lo bajo.

–Si estaba en casa, era para estar en casa –le dijo, tomando la Meisterstück entre los dedos para escribir el nombre de la mayor de sus hijas en el reverso del sobre sellado–. Ya suficiente tenía con que llevara el trabajo como para lidiar con otras aficiones y vocaciones.

–¿Y fingir que éramos la familia perfecta?

–¿De dónde sacas que éramos la familia perfecta? –resopló–. Ninguna familia es perfecta, y la nuestra no era ni debía ser la excepción.

–¿Y el espejismo de la monogamia, del matrimonio?

Camilla frunció los labios.

–Ya estabas lo suficientemente grande como para entender por qué nos estábamos divorciando, ¿no crees?

–Sí, pero ¿y mientras tanto?

–Lo que nosotros hayamos hecho o no, no tendría por qué definir tu postura frente a cualquier cosa –opinó Camilla.

–Pero eran el ejemplo.

–Oye, nosotros solamente somos responsables hasta cierto punto –chasqueó la lengua y negó con el índice erguido–. El resto es cosa tuya.

–Qué fácil es desentenderte, ¿no? –la increpó.

–Irene, por favor –rio–. Si fuera así, ¿en dónde está tu trayectoria en la política? ¿En dónde está el novio adinerado que te va a mantener? –la miró fijamente a los ojos–. Has tenido suficientes ejemplos como para sacar tus propias conclusiones.

Irene se supo entonces derrotada y le dio la razón a Camilla. Quizás solo le molestaba la desvergüenza en su mamá, a quien tenía por alguien digno de ser beata, mártir, santa, diosa.

–Hay en algo en lo que sí estoy de acuerdo contigo, Nene –dijo luego de unos momentos de silencio–. Entiendo cómo puede parecer un teatro, una ilusión, un espejismo, y eso ahora no me parece justo.

–¿Pero?

–No habría sabido cómo explicarte muchas cosas que ahora sí –se encogió entre hombros.

–¿Sophia sabe?

–¿Sabe qué?

–¿Todo esto?

–¿Cómo funcionaba con tu papá?

–No –disintió–. Que todavía lo quieres.

–No creo que el tema alguna vez haya surgido –repuso–. Sabe que todavía quiero a Volterra.

–Sí, pero eso es más que obvio.

–Supongo que sí.

Irene se quedó ahí, mirándola meditar sobre quién sabía qué mientras repasaba la textura de una de las cartas de correspondencia. Al cabo de un rato, se puso de pie y caminó hacia ella para darle otro abrazo.

–Perdón si te insulté –le dijo, el arrepentimiento filtrándose en su voz.

–No lo hiciste –murmuró Camilla–. Entiendo que tienes muchas preguntas que ni siquiera sabías que tenías.

–Me queda claro que tengo muchos daddy issues –comentó Irene.

–Como todos –rio por lo bajo.

–Tal vez los daddies no deberían ser como son para no dejarnos con issues –ofreció Irene–. Tal vez debería ir con un psicólogo.

–Si es algo que necesitas hacer, tú sabes que te apoyo –dibujó una sonrisa reconfortante.

–Gracias –susurró y le plantó un beso en la cabeza.

–¿Por qué?

–Porque no eres de esas personas que creen que solo se va al psicólogo cuando se está loco –rio a medida que se erguía.

–Todos estamos medio locos –le dijo–. Quien crea que no lo está, probablemente sea quien más lo esté.

–Quizás –supuso Irene–, pero lo mío es esto, lo del colapso de hace unos meses, el cabello…

–Nene, sabes que puedes decirme lo que sea, ¿verdad?

Irene pensó que ese era el momento adecuado para hablarle de Alex, porque si no era entonces, quizás nunca lo haría.

–Quiero pensar que soy una persona muy flexible, de mente abierta –interrumpió Camilla la intención de su hija de armarse de valor–. He hecho tantas cosas, muchas reprobables y de las que me arrepiento, que dudo mucho que pueda juzgarte.

–Sé que no tienes un récord intachable, pero también sé que no eres una mala persona –le dijo y se echó nuevamente sobre el asiento del sofá–. Solo tengo una pregunta más, si no te molesta.

–Adelante.

–¿Qué tan cierto es que soy la lotería política?

Camilla la miró estupefacta.

–¿Quién te llamó así? ¿Talos? –su voz, antes melódica y cariñosa, era ahora la de alguien muy ofendida y, por tanto, iracunda.

–No, no –dijo Irene rápidamente–. Él… no, nunca –disintió.

–¿Quién fue?

–Simitis.

–Nunca lo he tenido en mucha estima –repuso Camilla–, pero ahora lo considero un…

Las pupilas de Irene se dilataron. Estaba a la expectativa.

Los labios de su mamá pronunciaron un adjetivo tan horriblemente ruin, propio de las informalidades del bajo mundo de Exarchia por la noche, que Irene ni siquiera encontró la manera de reírse; era mucho, incluso para ella. No tenía nada que ver con la prostitución, algo que Camilla consideraba abiertamente una profesión porque era un servicio, y por ende un trabajo –aunque de condiciones poco dignas–, que se solicitaba con frecuencia en el círculo en el que Talos se movía ( hijo de puta , pero las putas qué culpa tenían); tampoco con las dificultades de la gestación y/o el nacimiento ( malparido , malnacido , aborto , o esa palabra que se utilizaba como insulto para cuando la madre moría durante el parto y se culpaba al neonato). Era uno de esos fenómenos que, si se traducían literalmente, significaba algo tonto e insulso –“pies apestosos”– para denominar a alguien de poca higiene; pero, en un contexto de tremendo desprecio, era una ofensa mayor que se interpretaba como “hongo con pus”. Nadie sabía con exactitud de dónde provenía la expresión, pero, al menos para los atenienses, era un estatus que no tenían ni las cucarachas.

–Se juntó el hambre con las ganas de comer –le dijo luego–: yo quería tener otro hijo y las elecciones me parecieron la excusa perfecta para que Talos accediera –se encogió entre hombros–. Fui yo quien le dijo a tu papá que una mujer embarazada le ganaría muchos votos.

En ese momento, Irene Melania Artemisa Papazoglakis entendió a qué se había referido su abuela aquella noche en la que a Talos le habían llovido aceitunas: Camilla no era la mujer detrás del poder, no; ella era el maldito poder.

–Verás –suspiró–, ¿cómo se supone que debo sentirme con eso?

–Como que te concebimos con amor –repitió el gesto.

–Tú sí, ¿pero él?

–No seas tan dura –resopló–. El día que naciste, tu papá no asistió al debate que tenía programado.

–Relaciones Públicas –opinó Irene.

–Naciste en la mañana. El debate era por la noche.

–La narrativa no cambia.

–Nunca lo he visto llorar más que cuando te cargó por primera vez.

–¿Había cámaras?

–¿Cómo? –rio Camilla–. ¿Ahí, conmigo y mis vísceras?

–Los doctores y las enfermeras habrán dado alguna entrevista.

–Si las dieron, nunca salieron a la luz pública –disintió–. Talos se quedó en casa conmigo y con ustedes durante dos meses, incluso llegamos a conversar sobre el retiro de su candidatura.

–Pero no pasó.

–No pasó porque yo no lo dejé –confesó–. Lo amaba mucho, pero no lo quería ahí conmigo todo el tiempo –le dijo con una risa sincera de por medio–. Me costó convencerlo.

–¿Cuánto?

–Bastante.

Ante la respuesta, Irene dibujó una sonrisa de satisfacción.

–Y, ¿fue amor o un calentón?

Camilla se sorprendió de que su hija menor perdiera su característica dosis de pudor y recato y osara hablar ya no de relaciones sexuales, sino de un acto de lujuria y deseo.

–A mis cincuenta y dos años, casi tres, todavía no me voy a la cama con un hombre por el que no sienta nada –contestó sin realmente contestarle.

–¿Y…?

–No es como que no fueran prácticas comunes entre tu papá y yo –resopló–. Pasaba cuando pasaba –le dijo, viendo cómo Irene parecía estar lidiando con el hecho de que ella y Talos habían sostenido una relación más normal que lo que previamente había pensado.

–Pero esto era algo más, no sé, planificado.

–Sí, pero no es como que escogimos un día y una hora para hacerlo.

–No, bueno, es que tenías que estar en condiciones –rio.

–Sí, pero tampoco es como que resultó a la primera –enarcó las cejas–. La idea era que tú estuvieras ya afuera tres meses antes de las elecciones.

–Ah, porque era una historia en desarrollo, claro –supuso Irene, a lo que Camilla asintió–. De todas maneras, no me has respondido.

–Naciste en febrero y las elecciones fueron en septiembre.

–Tenían prisa –bromeó.

–No, prisa no teníamos –rio–. Como te dije, “tampoco es como que resultó a la primera”.

–¿A la cuarta? ¿Quinta?

–No sé si es un mito o qué, pero conmigo no hubo mucho tiempo entre dejar de tomar anticonceptivos y salir embarazada.

Irene prorrumpió en una risa. Camilla, sin decir nada, permaneció ahí, sentada, disfrutando de cómo su hija menor se mofaba indiscriminadamente de todo.

–¡Pero es que no llegaron ni a una primera vez! –concluyó, intentando controlarse.

–Y yo que pensaba que ibas a retorcerte del asco –sonrió la rubia.

–¿Por qué?

–Yo me habría vomitado de saber que mis papás tenían sus queveres.

–No, Allegra –sonrió, llamándola así para darle a entender que todo estaba bien, y se quitó los calcetines para luego recostarse en el sofá–. Me sirve, y mucho, saber que fui producto de un calentón.

Camilla no preguntó por qué, quizás porque no estaba segura de querer saber la razón.

–¿Has contemplado la posibilidad de regresar con Volterra algún día? –inquirió Irene.

–No voy a negar que no estoy cerrada a la posibilidad, pero no sé si eso sea algo que él quiera. Además, ni yo me veo viviendo aquí, ni pretendería obligarlo a que se mudara a Roma; con tu papá funcionaba porque era poco el tiempo que nos veíamos, y, por muy distinto que sea Alessandro, creo que eso no cambiaría para mí.

–No negociable.

–No negociable –confirmó Camilla.

–Como sea, ese pelón no sabe de lo que se pierde –le dijo a medida que se sacaba las cosas de los bolsillos, en cuenta los billetes.

Irene notó cómo el par de ojos celestes tuvieron el impulso de preguntar de dónde había sacado tanto dinero; sin embargo, se volvieron al escritorio y se enfocaron en el papel.

–No es lo que piensas –se apresuró a decir.

–Tú sabrás cómo llevas tus finanzas –disintió Camilla y se estiró hasta alcanzar la bolsa plástica que había apoyado contra uno de los costados del escritorio.

–Emma me dio trabajo. –La rubia se volvió hacia ella y la miró como si no entendiera nada–. No aquí, allá… en Roma.

–¿Ajá?

–Quiere que le ayude con unas cosas de su papá.

–¿De su papá? –frunció el ceño.

–Sí, y cualquier cosa que se pueda ofrecer –se encogió entre hombros–. Seré una especie de tuttofare .

–¿Y eso dura el verano o…?

–No interferirá con la universidad –disintió Irene.

–¿Y estás cómoda con cualquiera que sea el arreglo al que han llegado? –ahora Irene asentía–. Está bien –supuso.

–Te invito el sábado al MoMa y al Guggenheim –le dijo, señalando los billetes para luego depositarlos en uno de sus zapatos–, ¿quieres ir?

–Por supuesto –sonrió complacida–. ¿Te vas a dormir un rato?

–No quisiera, ¿y tú?

–No, tengo que hacer esto que me pidió Emma.

–¿También te está pagando por eso? –resopló Irene.

–Es el regalo que quiere que le dé a tu hermana.

–¿Qué es?

–Un ocho.

–¿Un ocho?

–No sé para que lo querrá –se encogió entre hombros–. Lo voy a hacer en acuarelas –le dijo, mostrándole una lata pequeña de Sennelier y unos Kolinsky.

–Tu nuera es una mujer muy extraña.

–En eso, Nene, estamos de acuerdo –sonrió

Sobre su hombro derecho, Sophia descansaba en un sueño tan profundo que le daba rabia el hecho de que, llegadas las siete de la noche, tendría que despertarla. De nuevo, se arrepintió de haber sugerido que cenaran todos juntos, pues se imaginó todo lo que podría haber ocurrido si tan solo no lo hubiera hecho. Sí, probablemente habrían dormido, o, al menos, habrían hecho y echado perezas hasta el día siguiente; quizás se habrían dado un baño y habrían bebido unas copas; se habrían hablado bajito, compartiendo risas y estupideces varias, mientras ignoraban la película de fondo.

Darth Vader, habiéndose recuperado de la intensa actividad física y de haber arrasado con los premios que se había ganado sin hacer nada más que ladear la cabeza hacia un lado y mover las orejas, entró en la habitación donde sus diosas yacían en la cama. Se acercó por el lado derecho y, aunque se alzó en dos patas, no alcanzó a ver a nadie; se acercó por el lado izquierdo y tampoco. Sabía que estaban ahí, ¿por qué se escondían? ¿O era un juego nuevo en el que no debían moverse?

Se plantó bajo el marco de la puerta del baño y alcanzó a ver a Emma, acariciándole el antebrazo a Sophia; tenía la nariz pegada a su cabello. ¿Ellas también se olían? Emocionado por encontrar una similitud tan manifiesta, intentó ladrar para decirle que él también quería participar de la sesión olfativa, mas fue un berrido agudo lo que le salió de las cuerdas vocales.

Emma lo miró con severidad y él le respondió con el mismo gesto tierno y lastimero con el que había chantajeado emocionalmente a Sophia para que le diera más galletas de lo usual.

Al ver que no se movía, el Señor de los Sith quiso ladrar de nuevo, pero lo único que logró fue emitir un ronquido. En un último intento, ya desesperado, el perro se posicionó al pie de la cama y se preparó para saltar. Sería difícil, pero lo lograría, estaba seguro, o eso creía. El resultado fue desastroso: se estrelló contra el colchón. Atontado por el golpe, se sacudió.

Emma, que había estado aguantándose la risa desde el ronquido, vio cómo su blusa se deslizaba lentamente de la esquina de la cama hacia el suelo. Sin ser Sherlock Holmes o Hercule Poirot, supo que el «Fucking Little Fucker» estaba haciendo de las suyas. Alcanzó a verlo salir de la habitación, moviendo el rab(it)o y tropezándose con la seda que llevaba entre los dientes. El perro debía agradecer, se dijo, que el sueño de su mejor mitad era y sería siempre más importante que cualquier otra cosa.

Confirmó que no valía la pena deshacer la posición cuando la escuchó suspirar. A partir de ese instante, y durante los doce minutos que la separaron de las siete en punto, Emma Pavlovic se supo tan genuinamente feliz que se convirtió en el significado del verbo to bask (en su segunda acepción). Le duró poco.

Intentó no pensar en nada para absorber la quietud y el estado de profunda placidez; sin embargo, se encontró teniendo un diálogo consigo misma a raíz del tema de conversación que sabía que se trataría durante la cena: la boda. No era que no quisiera hablar sobre eso por la superchería pueril de que podía salarse, no; era solo que no quería darse a conocer como quien no sabía prácticamente nada de lo que iba a suceder fuera de lo que tenía que ver con la abogada y con esa actividad posterior de la que estaba segura de que todo el mundo se acordaría para siempre, ¿porque quién no atesoraba una acción tan liberadora como quebrar un plato? No sabía nada de la comida, nada de la música, nada de la decoración. Se preguntó si eso la convertía en una mala novia.

A un minuto de las siete, Emma terminó de prepararse mentalmente para rendir al máximo en lo que a sus habilidades sociales se refería, y, faltando tres segundos para que sonara la alarma, la canceló; si algo debía despertar a su mejor mitad, que no fuera la puta marimba.

La apretujó entre sus brazos y, luego de darle un beso en la cabeza, la llamó con el apodo que solo ella utilizaba. Escuchó un quejido primitivo que no significaba nada sino un «déjame seguir durmiendo» . Odiándose, insistió de la misma manera.

Sophia apenas se movió, pero la manera en la que su respiración había cambiado le dejó saber a Emma que ya estaba despierta. El silencio, después de un sueño reparador, era característico en la rubia: era un ritual de calibración de los sentidos, las proporciones y demás. Al cabo de unos momentos, se llevó las manos al rostro para rascarse los ojos. Bostezó. Adoptó medianamente la postura de antes, pues, ahora, en lugar de plegar las extremidades contra el costado de Emma, le había echado el brazo derecho por el torso. Todavía no hablaba. Estaba un poco enojada por no haber podido seguir durmiendo, pero, a diferencia de su otra mitad, la cena le parecía una excelente oportunidad para no pensar mucho en el viernes. Sí, ahora que lo tenía tan cerca pensaba que era momento de admitirlo por completo: no eran nervios, era simple ansiedad. Tal vez, pensaba, había terminado siendo tan normal como el resto.

Así, con el cansancio diciéndole que cerrara de nuevo los párpados, se enfocó en trazar garabatos sin sentido sobre el pecho de la Arquitecta. Le repasó la sexy as fuck indentation y se deslizó por la clavícula izquierda hasta reptar por su cuello y aferrarse de él.

–¿Dormiste? –preguntó en esa voz que tenía todo el potencial para conseguir la paz mundial.

Emma emitió una negativa gutural y ella la miró desde abajo.

–¿Pasó algo?

–No –disintió con ligereza–. Sabes que me gusta verte dormir.

You’re such a creep –resopló, alzando la cabeza para mirarla a los ojos.

Emma simplemente le sonrió y, como en modo automático, le ordenó un mechón del flequillo tras la oreja.

–Lamento mucho que no puedas seguir durmiendo, Sophie –susurró, ahuecándole la mejilla.

–Y yo que no puedas seguir viéndome dormir –se recargó en su mano y dibujó una sonrisa amodorrada–. Si te parece bien, me ducharé primero.

Le dijo que tenía miedo de que, si ella se metía a la ducha, se quedaría dormida, y no sabía si su cuerpo aguantaría una segunda interrupción sin pasarle la factura del mal humor. Emma asintió sin siquiera mencionar, a manera de sugerencia velada, las dimensiones de la cabina de vidrio templado; cabían las dos.

Antes de ponerse de pie, la rubia se estiró y le dio un beso. Luego, con una mueca de fastidio, se despegó de ella y se sentó al borde de la cama. Sabiendo que el par de ojos verdes le acosaban la espalda, especialmente las depresiones venusianas, se tomó más tiempo del que tenía para aflojar el cuello y los hombros. Al pararse, le crujieron las rodillas y le ardieron las pantorrillas. Rio, «sweet fuck, I’m so outta shape» , y empezó a caminar hacia el baño. A medio camino, sin embargo, se volvió hacia la mujer que la contemplaba en silencio mientras se paseaba el índice por el labio inferior. Y ahí, justo en donde el can se había golpeado, entró de nuevo en la cama, a gatas, hasta robarle un beso más… no sabía cómo describirlo, pero duraba más porque era más concienzudo, más pausado, más de todo.

Con una risa casi pudorosa de por medio, se alejó con la misma agilidad con la que se había acercado. Entonces, Emma bostezó y sintió cómo el cansancio se apoderaba de ella.

En ese momento, que el agua de la ducha empezaba a caer, sonó el timbre. «Shee-…eet» , maldijo. Se enderezó sin titubeos ni quejidos.

Las medias, el portaligas, la falda, la tanga. La puta tanga. Todo estaba en el suelo, evidenciando la intensa fisicalización de las artes amatorias.