Antecedentes y Sucesiones - 31

Del chorizo ibérico y el drama del can

Lunedì EDT (GMT-4)

–No la mires a ella –le dijo a Volterra.

El Arquitecto se había vuelto hacia la socia mayoritaria, quien batallaba por contener una sonrisa de satisfacción; en silencio, apenas con los ojos, le preguntaba si era obra suya.

–Él solo está por un proyecto en los Hamptons. Tiene un contrato temporal –replicó Volterra.

–No te voy a hacer escoger entre los dos porque a todos nos queda claro que él tiene más que ofrecer que yo –le dijo Sophia–; pero ambos sabemos demasiado bien que cuando termine ese proyecto entrará en otro, y en otro, y en otro, y así sucesivamente. De lo contrario, nunca habrías omitido la razón de su despido de Bergman; de lo contrario, nunca habría regresado.

–Podemos hablar sobre eso, pero que sea después –repuso Volterra.

–No, no después . Ahora –negó Sophia con la cabeza–. No te estoy pidiendo que se vaya ya, ahora, en este mismo instante, sino que, una vez terminado el proyecto, ya no vuelva a ser contratado. Simple.

« Aplós» , dijo Emma para sí.

–Y que se tome como una gran consideración de mi parte –añadió, optando por no incluir a Emma en un plural, aunque sabía que la respaldaba–, no con él, sino contigo.

–¿Conmigo? –frunció Volterra el ceño.

–Hay más ingenieros estructurales en la ciudad, en el país, en el mundo. Estoy segura de que puedes conseguir a alguien igual o mejor –dijo, optando por no llamarlo cerdo para no desacreditarse a sí misma–. No vayamos tan lejos, Clark y Pennington hacen lo mismo que él y no dan problemas de ningún tipo –dijo de tal manera que Volterra pudo ver cómo hasta lo paralingüístico era objeto de herencia genética.

–De acuerdo –repuso impasible, aunque sorprendido por la perfección con la que reproducía el lenguaje corporal de Camilla.

–De acuerdo –asintió la rubia y procedió a destapar el Tibaldi Divina para firmar la primera pestaña roja.

Cuarenta y dos garabatos en total después, se hizo oficial. Los abogados huyeron de ahí, sabiendo que, al día siguiente, enviarían facturas, cobrando pagos excesivos. Liz se retiró a revisar el acta de la reunión y a imprimirla para recolectar otro juego de firmas.

–Cuando puedan, las espero en mi oficina –les dijo Volterra y se despidió de los Noltenius.

Emma pensó en el acceso de dramatismo que el calvo estaba teniendo, pero nada de lo que dijera o hiciera podía aguarle el momento. Sophia estaba de acuerdo.

–Lo que ustedes necesitan es alguien que maneje el personal –dijo Natasha.

–Eso lo hace Volterra –repuso Emma.

–Él tiene suficientes responsabilidades como para ser también una especie de Director de Recursos Humanos –dijo Natasha–. Lo que el estudio necesita es eso, un algo de Recursos Humanos.

–¿Te estás ofreciendo? –preguntó Sophia.

–No, para nada –negó con la cabeza–. No sería ético de mi parte porque tendría dos conflictos de intereses muy grandes –las señaló–, que no me dejarían hacer bien mi trabajo.

–No creo que el estudio sea lo suficientemente grande como para que un algo de Recursos Humanos sea tan necesario –opinó Emma.

–Ah, pero, si tuvieran un algo de Recursos Humanos, hace mucho que podrían haber lidiado con el ingeniero ese y con muchas otras cosas más.

–Tener a alguien de planta tendría su precio –replicó Emma.

–Entiendo tu punto, pero nunca está de más –sonrió el par de ojos ambarinos.

–Ojalá se pudiera alquilar un algo de Recursos Humanos –rio Sophia, escuchando eco tanto en Emma como en Phillip; Natasha parecía haber sufrido un accidente cerebrovascular–. ¿Es ofensivo lo que dije?

–No, Pía –negó Natasha con la cabeza–. De hecho, me parece una excelente idea.


Era evidente que se habían puesto de acuerdo: ya se iban. Amabilidades, cortesías y protocolos sociales de la mano, y gracias por venir, y gracias por invitarnos, todo muy rico, la pasamos muy bien, estamos muy contentos por ustedes –y todo eso–, los compañeros de trabajo se acercaron para despedirse. De pronto, el salón quedaba demasiado grande para las diez personas que se habían quedado.

–¿Deberíamos movernos al Gastrognome? –murmuró Emma tres segundos después haber terminado de despedirse de Pennington con una hibridación de apretón de manos, abrazo y un beso en cada mejilla.

–¿Todavía puedes beber? –rio Sophia, tomándola de la mano para llevársela a los labios.

–Sí, pero no quiero padecer de lagunas memorísticas –le dijo, siendo víctima de un inexplicable rubor en las mejillas por la manera en la que, empezando por el meñique, se había dedicado a besarle los nudillos–. Necesito comida para no sufrir mañana.

Sara se acercó de nuevo, con uno que otro dedo enrollado en los de Bruno, y les dijo que, aunque no era particularmente tarde, ellos estaban conscientes de que quizás había cosas que ellas querían hacer. No utilizó esas palabras, pero fue lo que dio a entender.

Camilla y Volterra siguieron el ejemplo, mas no por las razones expuestas por la madre de la otra novia: ella justificaba el cansancio que provocaba el poco dormir. Tanto su hija como su nuera estaban al corriente de que había regresado a altas horas de la madrugada del penthouse del padre de la novia. Él, por su parte, simplemente ya no tenía nada que hacer entre los amigos que rondaban los treinta.

–Tal vez me dejes invitarte a desayunar un día de estos –le dijo Volterra–. Sin presiones. Por los viejos tiempos –sonrió–. Piénsalo, por favor.

Sophia no supo qué responderle, pues, sin darse cuenta, Irene la comenzaba a envolver en un abrazo.

–¿Tú también? –dibujó Sophia una mueca de tristeza.

–Yo le dije que podía venir con nosotros –dijo Phillip.

–Alguien tiene que cerciorarse de que el pelón ese no va a hacer nada raro –rio la griega, escuchando cómo Sophia y Emma reían con ella–. Mañana iremos al MoMA y al Guggenheim con mamá.

–Que se diviertan –le deseó su cuñada mientras le daba un abrazo que se justificaba en el alcohol y el recién adquirido parentesco.

–Comeremos juntas el domingo –agregó Sophia, imitando a su otra mitad–. Aplá charitoméne, Nene –le dijo al oído en lo que la apretujaba entre los brazos.

Ki esý, Pía –asintió ella, dándole una o dos palmadas en la espalda para que la dejara ir.

–¿Qué significa? –le preguntó Emma luego de que Irene se fuera.

–¿El qué?

Charitoméne .

–Linda –sonrió y se volvió hacia ella–. Pero tú no eres solo charitoméne , mi amor.

–¿No?

O pio charitoméne –dijo y le dio un beso rápido en los labios–. Ve con Natasha.

Quería tratar lo de la propina de los músicos. Emma le dijo que no tenía quejas, que se merecían lo que ella considerara apropiado.

–Pero es tu chequera –se negó Natasha con la cabeza.

–Mira –se aclaró la garganta y firmó un cheque en blanco–, ponle lo mismo que te costó el último bolso que compraste. No me importa.

–No, tú solo quieres subir –repuso burlona.

–Estaremos en el Gastrognome por si se te antoja algo de comer –se encogió entre hombros.


CEST (UTC+2)

Alex le ayudó una última vez a repasar las tarjetas que le quedaban. Así, hacia las diez y trece de la noche, Irene solamente tenía dudas con respecto a las válvulas de Kerckring, los centrosomas, y el cotratransporte. Tres cosas de quién sabía cuántas. Estaba exhausta.

Luego de una ducha fugaz, en la que fue incapaz de no utilizar las escrituras en los azulejos, emergió con un bostezo frente a una Alex que, una vez más, cerraba el libro de Ferrante.

–¿Ya?

En silencio, Irene asintió y apagó la luz de la habitación. Se echó al lado de Alex, bajo las sábanas, entre ella y la pared.

–¿A qué hora nos vamos a levantar?

–Temprano.

–¿A las siete? –propuso Alex.

–Tampoco tan temprano –rio.

–¿A las nueve?

–¿Ocho y media? –ofreció Irene.

–Ocho y media será, Nene –sonrió y programó la alarma en su teléfono para luego dejarlo en la mesa de noche.

–Gracias, Santoro –susurró.

–¿Por qué?

–Porque, sin mar, sigo en Ostia –se encogió entre hombros y se enrolló contra ella.

EDT (GMT-4)

La Arquitecta no pudo decirle que la había echado de menos, simplemente fue víctima de un beso que, al principio, fue un tanto rudo. Luego, con el paso de los segundos, lograron convertirlo en algo muy similar a lo de la mañana.

Absortas, entregadas a los labios de la otra, ni se dieron cuenta del momento en el que Gaby había entrado para retirar las tazas medio vacías.

–Eso se sintió bien –susurró Sophia.

–¿Por qué lo detienes, entonces?

–Quiero acabar con lo de Volterra cuanto antes para ir a casa. Necesito cambiarme, ducharme, algo. No sé.

Emma asintió y se dejó arrastrar hasta la oficina de Volterra. Esperaban, como dije, un derroche dramático que rozaría en el patetismo de la comedia.

–Cierra la puerta, por favor –le pidió Volterra a Emma.

–Si esto es sobre David… –dijo Sophia, resistiéndose a tomar asiento.

–¿Qué? –frunció el ceño–. ¡No! –rio y tiró del cuello de la botella para sacarla de la cubeta metálica–. Por favor, siéntense –les ofreció las butacas y el sofá.

Sophia y Emma se preguntaron si Volterra no habría perdido la razón en el trayecto de la sala de reuniones a ese extremo del estudio, pero la verdad era que él solo se sentía aliviado, tranquilo.

Descorchó la botella y sirvió las tres flautas hasta la mitad.

–Tengo entendido que es tu favorito –dijo extasiado–. Me tomé la libertad de adquirir uno del dos mil siete porque me dijeron que ciertopersonaje había comprado toda la reserva del dos mil diez.

A la Arquitecta le pareció un gesto muy considerado, incluso lindo de su parte.

–Solo quiero decir que estoy muy feliz y que me emociona que te hayas unido.

La intención de brindar fue clara: no dudaron en seguirle la corriente y en beber un enorme sorbo que cerraba la inducción de Sophia en lo que, pese a las evasiones de los de ojos celestes, ya contaba como un negocio familiar.

Luego de unas risas y de una segunda ronda de medias copas, Volterra preguntó a qué hora llegaban las progenitoras.

–A las siete –contestó Emma, no pudiendo evitar mirarse la muñeca.

–¿Se van en taxi?

–No, pedí servicio de BlackFleet. Nos recogerá a las seis.

–Bueno, será mejor que vayan buscando la salida, entonces –sonrió amigablemente–. Supongo que querrán cambiarse y estar listas a tiempo.

A veces Alessandro Volterra tenía detalles, como ese, mediante los cuales lograba redimirse.

Extrañamente no fueron víctimas de un tráfico pesado, por lo que, en cuestión de diez minutos, Emma ya tomaba todas las precauciones necesarias para no agredir al perro.

–Eres demasiado consentido –lo saludó, recogiéndolo del suelo para que Sophia pudiera entrar–. ¿Quieres ir al parque?

Le hablaba en esa voz idiotizada mientras lo rascaba por todas partes para que moviera el intento de cola que tenía. La rubia se ofreció a ponerle el arnés en lo que ella sacaba la correa y los insumos que ponían en evidencia el sometimiento servicial del ser humano a la ternura de un cuadrúpedo.

En cuanto la rubia se agachó, se arrepintió, pero acarreó la tarea con normalidad hasta enganchar la correa de la parte superior.

–¿Vienes? –le preguntó Emma desde arriba.

–No creo que haga falta.

La Arquitecta se encogió entre hombros y, con una orden en eslovaco, desapareció con el can tras la puerta.

Fue entonces cuando sucedió: los niveles de estrés de Sophia, ahora devueltos a la normalidad del siglo XXI, la hicieron reaccionar. Se relajó tanto que sintió el malestar que venía reprimiendo desde hacía días.

Se puso de pie con cuidado. No sabía si apresurarse o tomarse todo el tiempo del mundo porque los accidentes, a su edad, ya no eran aceptables. Se introdujo en la zona más segura que tenía a la mano. No tuvo tiempo ni de encender la luz. No sabía si dejarse ir o seguir resistiendo. Sintió como si le hubieran dado una patada en el estómago que le dolió por el vientre, la espalda, los pulmones y todos los recovecos que ni sabía que podían doler. «This is it. I’m gonna die» , respiró hondo y se entregó a cualquier deidad que quisiera cuidar de ella en esos momentos y en esas condiciones.

Los espasmos, a estas alturas del proceso, eran irrefrenables; el tiempo de contención apremiaba con crueldad. Se juró, en ese momento, en el allí y en el entonces, que no lo haría nunca más (aunque no sabía bien a bien lo que eso significaba), porque si en otros periodos era sinónimo de incomodidad y tortura, esto ya no tenía nombre. La necedad, o más bien la negligencia, la habían empujado al límite de lo que su propio cuerpo podía aguantar; lo que seguía, no lo dudaba, era que la internaran en algún hospital.

Si sudaba o no, no lo sabía, pero, cuando por fin se armó de valor para sentir el abintestato escatológico de toda su ascendencia –hasta subsanar las deudas y expiar los pecados de los primeros seres pluricelulares que habían iniciado todo–, apretó la mandíbula y exhaló lentamente. Aquello era demasiado para ella y para las de su sexo, ¿qué clase de bromista fallido había decidido que sus cuerpos podían con todo: inflamaciones extremas, orificios tan cerca uno del otro que en la vida se experimentaban tres infecciones sí o sí, menstruaciones con cólicos y coágulos tan grandes que tocaba parirlos…? ¿Quién? Y, por si fuera poco, esto , bajo estas condiciones. Le parecía un abuso.

Hubo odio, verdadero desprecio, porque hablar de cuerpos perfectos era una idealización de quienes consideraban que aquello era milagro y regalo de un ser mítico que se manifestaba bajo las reglas de una ficción específica. La realidad era distinta. Profirió un insulto abstracto, una profanidad mayor y altamente ofensiva. Un cuerpo perfecto, gruñó, era uno que no dolía.

Creyó que se iba a desmayar, pero la sola idea de que la encontraran así, en ese estado, fue motivación suficiente como para no ceder y resistir de otra manera hasta las últimas consecuencias.

Supo que todo había terminado cuando ya nada le provocaba ganas de morir. Débil, porque sus esfuerzos habían sido extenuantes, se encargó del ritual que le empezaría a devolver la humanidad. Se puso de pie. Esperó a que las piernas se le desentumecieran por completo. Encendió la luz solo para cerciorarse de que no había desafiado las leyes de la física, y, cuando corroboró que todo estaba en orden, presionó el botón más grande. El episodio quedó en el olvido. Se lavó las manos. Al dar los primeros tres pasos por el pasillo, se sintió ligera. No supo a qué atribuírselo, si a la firma o a la porcelana, o a una cruel mezcla de las dos cosas.

Miró el reloj. Todo había sido más rápido de lo que creyó, y, lo que era mejor, tenía tiempo, quizá de sobra, para darse una ducha.

Iba enfadado con ella. Desde que había entrado al apartamento, su proveedora apestaba a que tenía prisa: no se había cambiado ni siquiera los zapatos. De ahí que quince minutos de parque no le habían extrañado, hasta los esperaba, pero quince minutos no eran nada, especialmente a esa hora en la que había tanto ano por conocer y árbol y arbusto por mear. A medida que salían del paraíso de césped, se consolaba en la idea de que hubiera tenido que recoger sus bolitas de deshechos no una, no dos, sino tres veces, cuando todavía estaban tibias, por no decir calientes. Había sido la manera de tomar perruna venganza con ella.

Está bien, estuvo dispuesto a perdonarla y a olvidarlo todo por la galleta que le ofreció mientras esperaban a por el semáforo en rojo. Pero no. Él no era tan magnánimo y tenía la excusa de la edad, de sus actitudes infantiles. Por eso, cuando tuvieron oportunidad de cruzar, se sentó y se rehusó a caminar; sabía que ella no tiraría de la correa con más fuerza de la necesaria para no lastimarlo. La escuchó decirle que no fuera un hlúpy . No sabía qué significaba eso, y, aunque lo supiera, estaba dispuesto a exigir que se cumplieran sus derechos. Bufó, pidiéndole cinco minutos más de parque.

Intentó sobornarlo con otra galleta, y, aunque estuvo al borde de ceder cuando se la acercó al hocico, él giró la cabeza en dirección contraria.

« Fucking little asshole », suspiró Emma, accediendo al capricho del perro.

Se quedó sobre el camino de concreto y le dio los cinco metros de correa que tenía para darle. Lo observó hacerse amigo de las tres Azawakh de los Anfinson: Gertrud, Astrid y Hildur. Pensó que estaban fuera de la liga de su frenchie en todos los sentidos. El paseador de perros le obsequió una sonrisa y le preguntó si podía tocar al cachorro y darle una de las golosinas –esa fue la palabra que usó– de pato y cereza. Ella asintió, riendo internamente, pues, primero, pensó que sus premios de avena dejaban mucho que desear frente a los banquetes que se condensaban en golosinas ; segundo, que seguramente las perras tenían un cocinero especial, designado solo para ellas, porque eso es algo que haría una de las familias más ricas del estado, ¿no es así?

Le dio cinco minutos más para que ellas, con sus cuellos largos y esbeltos, conocieran a su mascota con las narices y las lenguas. Él, que no se había dado cuenta de la disparidad de tamaños y rangos socioeconómicos, se llevó un sobresalto flatulento cuando una de ellas –Emma no supo si Hildur o Gertrud– se alzó en cuatro patas. Darth Vader conoció, aunque momentáneamente, ese sentimiento complejo que mezcla el miedo con la admiración y la devoción; su dueña comparó la escena con Donkey and Dragon .

El paseador hizo manifiesta la intención de seguir por el recorrido de todas las tardes: después de los veinte minutos que se sentaban en ese lugar para que bebieran un poco de agua y descansaran bajo la sombra del olmo más frondoso, era momento de rodear el Pond para emprender camino de regreso al 995.

De nuevo, se encontraron esperando a por el semáforo sobre 61st St. Esta vez el perro no opuso ninguna resistencia, mas, al pasar al costado del 800, bufó para preguntarle si no había tiempo para visitar a Papi.

Forse domani , stronzettino –negó Emma con la cabeza.

Él no insistió, eso habría sido poner a prueba su generosidad. Consideraba ya estar satisfecho.

Se dejó quitar el arnés con calma y, cuando se supo libre, se dirigió al lugar en donde escuchaba que caía agua.

Con los Gianvito en la mano, se asomó al baño; su curiosidad simplemente no tenía ni fondo ni fin. La rubia, con el cabello amarrado en lo más alto de la cabeza, dejaba que la cascada le cayera en la espalda. Se preguntó si había tiempo suficiente para unírsele, pero, más que tiempo, lo que no había era suficiente confianza en sí misma. No todavía. Así que, resignada, se despojó de la ropa con el único propósito de evacuar la vejiga y cambiarse el tampón.

Se estaba metiendo en unos jeans cuando Sophia entró en el armario. Llevaba la cara fresca, sin maquillaje, y una de esas sonrisas que arreglaban todos los problemas de la Arquitecta. En silencio, pasó de largo. No era necesario que la apresurara. Escogió mezclilla para las piernas, porque se le hacía lo más cómodo, y una camisa blanco hueso.

–¿Sabes para qué sirven estas? –se señaló las correas de hombro en azul marino.

Emma, que se abrochaba las cuñas con la facilidad de quien puede inclinarse sobre sí con una pierna cruzada sobre la otra, se irguió y se volvió en su dirección.

–En los abrigos y en las chaquetas se supone que son para mantener la correa del bolso en su lugar –contestó, poniéndose de pie para dejar libre el diván e ir por los Converse de siempre–. En camisas como esa, no sé, supongo que tienen un valor más estético que funcional por la fragilidad de la tela. ¿Qué? –preguntó ante la estupefacción de la rubia.

–Nada –repuso sonrojada.

Se preguntó cómo era posible que, sin retocarse el maquillaje y sin una ducha de por medio, la Arquitecta gozara de intacta lozanía. La blusa St. John, una de las marcas que había comenzado a vestir con mayor frecuencia, sería señal kármica para muchos que corrieran con la suerte de verla: no sabía quién se alimentaba de quién, si sus curvas de las costuras o la marca de sus curvas; pero, así, sin esfuerzo, hacía que una pieza desmangada, con apenas algunos detalles lineales alrededor del cuello, se sublimara.

–Yo lo hago –la escuchó decir a medida que se agachaba frente a ella.

Le enfundó los pies en los Isabel Marant azules y le calzó los zapatos. Luego de haberle dibujado una sonrisa, le amarró los cordones con firmeza.

–Y también me encargaré de eso –señaló las mangas de la camisa.

Sophia le acosó las facciones mientras enrollaba la tela con delicadeza y paciencia; sus labios se reflejaron en los suyos cuando, al terminar, obtuvo un resultado decente y simétrico en ambos brazos. Recibió de sus manos el reloj y el diamante amarillo.

Aunque no esperaba nada, ciertamente no esperaba que Emma la dejara a solas, a medio armario, con la velocidad con la que lo hizo. Sabía que no había sido un día perfecto, quizás ni siquiera uno bueno; pero, si debía ser honesta, habría creído que para ese entonces todo estaría mejor. Se roció un poco de perfume en el cuello y se maquilló muy a la ligera, lo suficiente como para encubrir las ojeras.

Al fondo, escuchó el ruido del vaporizador de leche. Sonrió para sí a medida que trazaba sus labios con el 210 de Estée Lauder. Terminó de rizarse las pestañas y salió a su encuentro.

Emma jugaba a matar cerdos con pajaritos enojados, a mejorar sus marcas personales hasta conseguir tres estrellas en todos los niveles.

–¿Creíste que lo había olvidado? –le dijo, dejando a un lado el teléfono y colocando el vaso hermético sobre la barra.

Ella sonrió agradecida. Tomó el vaso y le arrancó la tapa. Inhaló con inmenso placer y, aunque sabía que se iba a quemar la lengua, le dio un primer sorbo.

–Me sabe a todo lo que está bien en la vida –susurró–. Gracias. –Emma se encogió entre hombros y contempló la manera en la que le daba un trago en forma–. ¿Cómo estuvo tu día?

–Le di tres caladas a un Marlboro rojo –confesó.

–¿Ah, sí? –preguntó indiferente. Emma asintió–. ¿Te supo bien?

–No.

–¿Te sentó bien?

–Quizás. –Sophia rio al borde del vaso y bebió otro trago del latte–. Siento que te he traicionado.

–¿Porque fumaste o porque fumaste sin mí?

–No lo sé. –Sophia rio de nuevo–. ¿Por qué te ríes?

–¿Esperas que te juzgue o algo por el estilo?

–No lo sé –se encogió entre hombros.

–Te juzgaría si hubieras fumado, qué sé yo, Pall Mall o Newport. –Emma resopló–. ¿Te sientes mejor o necesitas fumar otro?

–Necesito pedirte un favor.

Sophia no logró disimular su sorpresa del todo. Era raro que esas palabras salieran de su boca, con esa seriedad y, si debía ser honesta, con lo que podía ser urgencia; era eso, la palabra necesito y no quiero o puedo . Le indicó que era toda oídos.

–Necesito un escritorio nuevo.

Ahí estaba de nuevo: necesito .

–¿Quieres que te lo regale, que lo compre, que lo diseñe, que lo manufacture…? –preguntó, pues ella también necesitaba estar segura.

–Me gustaría que fuera algo tuyo porque me gusta lo que haces –le dijo en un tono de as a matter of fact –. Algo que congenie con el tuyo.

Por supuesto, a Emma no se le perdía la ironía en la petición: recordaba cuando había sido Sophia quien llegaba con un mueble nuevo y se trataba de que la pieza no desentonara con el suyo. Ahora era al revés.

–Puedes tomarlo como mi regalo de bodas si quieres. –Sophia rio como las otras veces–. ¿No?

–Tengo otros planes, Arquitecta Pavlovic.

–¿Debo ponerme nerviosa?

–No, solo prométeme que no te vas a enojar. –Emma, siempre renuente a acceder a lo desconocido, asintió–. Podemos usar el trayecto para hablar sobre eso.

–¿Sobre mi regalo de bodas?

–Ya quisieras –repuso y le dio otro trago al café–. Sobre el escritorio.

–No me urge. –Sophia, en vista de que sabía que mentía, enarcó ligeramente la ceja izquierda–. Pero necesito pedirte otro favor.

–Ya que estamos… –supuso la rubia.

–Mientras yo no tenga un escritorio nuevo, necesitaré usar el tuyo cuando sea necesario.

–Está bien, yo usaré el tuyo.

–No –repuso con dificultad–. Ni tú ni yo.

Sophia respiró profundamente y se apoyó de la barra con los codos; Emma, frente a ella, había agachado la cabeza. No se requería tener un cociente intelectual de 140 o más, ni ser vidente ni poseer capacidades telepáticas para entender que había una conexión entre la petición –aunque desconocida y posiblemente incongruente– y el suceso de la madrugada, junto con lo que había expresado por la mañana; la cuestión era, en ese momento, si debía preguntar, si quería saber, si necesitaba saber.

Y la respuesta fue un no rotundo: no necesitaba saber, ni siquiera entender. No era ella quien necesitaba , sino Emma.

–¿Planeas hacer eso con todo? –preguntó la curiosidad inconsciente de Sophia.

–No hay nada más brutal que eso –disintió Emma–. Ese fue el clímax.

–Te cobraré lo que cueste –le dijo, cambiando el tono delicado por uno más juguetón.

–Diseño, materiales, mano de obra –la miró a los ojos–. Sí, todo. Un cliente más, por favor.

–¿Se lo estaré cobrando a mi esposa, a mi jefa o a mi socia? –preguntó, extendiendo la mano para indicarle que quería que se acercara.

–A quien quieras, pero cóbramelo.

–Necesitaré un depósito.

–Iré por mi chequera –señaló el bolso sobre la mesa consola de la entrada.

Sophia la detuvo por la muñeca y la haló hacia sí.

Fuck the checkbook –le dijo impaciente.

Le hizo saber que esas cosas, al menos dentro de la relación tan compleja que tenían a causa de la manera tan insensata en la que habían mezclado los negocios con el placer –ahora sí, y de manera irremediable–, no había dinero suficiente que pudiera suplir los pagos en especie. En ese momento, especies era sinónimo de besos, en plural, o de un beso muy largo.

En los cinco minutos que les quedaban, antes de que el conserje de turno timbrara para avisar que el servicio de BlackFleet ya estaba frente al pabellón, tuvieron un intercambio de ciertas voluntades que hicieron que la rubia terminara sentada en la barra, ahorcando la cintura de Emma con las piernas.

Innegablemente, aunque invertida en la operación lingual y labial, Sophia se valió de una mínima fracción de cerebro y atención para medir la disposición táctil de la Arquitecta. Si bien no esperaba que hubiese recuperado confianza total en sus manos, esperaba al menos que, pese al mármol, reclamara su lugar en cada una de sus ancas; si no, tal vez la cintura, el mentón, los brazos incluso. Pero no, nada de eso.

Estaba por recogerle las manos de la encimera para llevarlas, qué sabía ella, a la nuca, cuando sonó el timbre.

Aspetta –susurró en ese breve segundo que existió entre el beso y el no beso–. Bacino –le pidió, constriñéndola con las piernas y señalándose el centro de la frente con el índice.

Emma sonrió, y, habiendo hecho lo que le había pedido, le ofreció las manos para ayudarla a bajarse.

La rubia suspiró, pensando en lo desquiciante que era la mujer que podía tocarla para cortesías como esas, pero no para las muestras de afecto que correspondían a la naturaleza de su relación. Agradeció el gesto y, con el vaso hermético en una mano y el bolso en otra, escuchó cómo antes de cerrar la puerta la Arquitecta hablaba seriamente con Darth Vader y pronunciaba palabras como sl’ub , večera , blbec y l’úbim t’a en lo que le entregaba el tiki verde.

–Si le sigues hablando en eslovaco, ¿cómo me voy a comunicar con él?

–Con amor –sonrió con sorna fingida.

Era una mujer desquiciante, desesperante. Sí. Pensaba en eso, entre risas internas y refunfuños, sintiendo cómo los ojos verdes, penetrantes, no la dejaban en paz ni un segundo. Antes de que las puertas se abrieran en el vestíbulo, la tomó de la mano.

Milujem t’a –le dijo y le dio un beso en los nudillos–. Como dije, con amor –sonrió sardónicamente.

Las exigencias eran pocas, aunque específicas: las dimensiones debían mantenerse, quería al menos un cajón y tenía que ser de nogal. Así es que, cuando llegaron a la terminal y se dieron cuenta de que apenas habían aterrizado, se sentaron en una mesa a compartir una bolsa de pretzels y una botella con agua. Allí, la rubia empezó a dibujar en la docena de servilletas que descaradamente había tomado del kiosco de conveniencia.

A la Licenciada Rialto se le ocurría que podía ser algo práctico y que al mismo tiempo conservara el espíritu de la oficina y el compadrazgo con su escritorio. Los cajones podían ser una estructura secundaria que encajara fácilmente en la principal, de manera que se podía prescindir de ellos para tener mayor espacio para las piernas, y, a la vez, podía utilizar la superficie como una extensión independiente si así lo deseaba. Sí, claro, tendría un sistema de enganche; sí, uno muy disimulado, por supuesto; y, claro, tendría hidden caster wheels para una mejor y mayor movilidad. Se le ocurría, también, que podía tener una doble superficie; no, no en un sentido de suspensión, sino en uno de ciento ochenta grados para que fuera una extensión útil por si necesitaba tener un plano extendido y a la mano. Se le ocurría, por último, que sería mejor sin panel de fondo.

–¿Por qué?

–Porque me gustan tus piernas –se encogió entre hombros, evitando mirarla para no desencadenar el rubor en sus mejillas.

Emma se reservó los comentarios, porque decir que a ella también le gustaban sus piernas –las propias– habría sido abusar del narcisismo. En cambio, decidió acosarle las manos porque, de todo lo que su novia dejaba o tenía a la vista, era de lo que más le gustaba: la izquierda, extendida para impedir que se moviera la servilleta sobre la que dibujaba en esos momentos, presumía sin querer el diamante amarillo; la derecha iba y venía en corto a causa de que sus dedos índice, medio y pulgar, sostenían el Tibaldi Divina en tinta azul. Recordó lo mucho que le había costado a su Tibaldi Bentley migrar a la tinta negra.

Le preguntó que de dónde había salido la idea de proponerle un detachable desk .

It’s called demountable furniture –negó ligeramente con la cabeza–. They go along the nesting doll principle: a piece of furniture within another piece of furniture –dijo y la miró a los ojos–. Detachable furniture is more like… –se mordisqueó el labio inferior y se quitó los lentes. Hacía eso cuando tenía que explicar algo que nunca antes había tenido que explicar y que, por tanto, le resultaba difícil–. No nails, no screws, no bolts, no staples… maybe a rubber hammer just to make sure all bits and pieces are securely in place –se encogió entre hombros–. Campaign desks come close to being detachable, but they’re also demountable .

Los ojos verdes comprobaron, una vez más, que cada vez que Sophia hablaba sobre un mueble, por muy técnica que fuera la información que proveía, le colocaba una sonrisa imperceptible para quien no sabía observarla. A ella le gustaba eso, observarla.

–Deberíamos empezar a movernos.

Emma estuvo de acuerdo con ella a pesar de no saber la hora exacta. Confiaba en ella y en sus cálculos. Caminó a su lado mientras se preguntaba por qué no dejar de lado el Rolex de cara rosada y obsequiarle algo de alguna marca que no usara cualquier persona.

–Tanto así como cualquier persona , no creo –rio Sophia.

Había pensado en voz alta. Iba a emitir una réplica insolente que le diera a entender que había personas y personas , y que, por eso, el determinante indefinido era inadecuado cuando de ella se trataba; pero su atención, hasta la última neurona, percibió el cambio en el ambiente. Esoterismos al lado, no había manera de explicar el fenómeno de reconocer una tan sola presencia entre cientos, miles quizás. Se preguntó si tenía algo que ver el cordón umbilical.

No venían ensimismadas, pensando en el cansancio del viaje y el jetlag , ni buscaban entre el público al cuerpo –o los cuerpos– que se habían tardado nueve meses en hacer y muchos años en educar, criar, formar y muchos otros -ar . En cambio, compartían una risa, producto de la conversación que tenían. Parecían amigas, y eso, tanto para Emma como para Sophia, era alentador.

El paso por el Charles de Gaulle se hacía evidente por la bolsa de BuY Paris Duty Free que Camilla apoyaba del manubrio de la maleta que llevaba a su lado, y, tal vez, por el ejemplar de Notre-Dame du Nil ,del que salía una borla y no el hacha de siempre, que llevaba Sara en la misma mano de la que pendía la funda en la que llevaba el vestido del viernes.

Martedì CEST (UTC+2)

La creía dormida, tan profundamente que ya ni siquiera roncaba. Se asustó cuando Irene se irguió como si nada, sin modorra, para pasar por encima de ella y alcanzar el teléfono que apenas se había iluminado.

–Creí que dormías –le dijo Alex en una voz que evidenciaba insomnio.

–Y yo que tú –resopló, forzando un poco la vista para enfocar a pesar del poco brillo de la pantalla–. Es mi hermana –murmuró y le mostró la fotografía que recién le enviaba.

–Una imagen vale más que mil palabras –replicó–. Ahí solo faltas tú.

–Mañana –repuso y dejó ir el teléfono sobre la cama para acostarse de nuevo–. No puedo dormir.

–¿Estrés? –escuchó una confirmación gutural–. ¿Cómo puedo ayudar?

–No –susurró y se enrolló contra ella–, ya haces suficiente.

Alex le pasó el brazo por la espalda y se dedicó a trazar figuras al azar sobre ella, rascándola hasta, con suerte, dormirla.

–¿Tú por qué no puedes dormir?

–No lo sé –suspiró, pero sabía que se debía a Ridolfi.

En otras circunstancias, Alex le habría propuesto un simple vuoi scopare? , ya no como acto íntimo o lúdico, o bien, de olvido y evasión, sino como un ejercicio de actividad energética que fuera en detrimento de la condición física y en beneficio de un estado de delirio mental, emocional y genital. Pero la griega tenía que dormir y ella no quería quedar mal con su rendimiento al tener la mente en otra parte.

¿Por qué no podía sacarse a la maldita profesora de la cabeza? Si antes había podido, ¿por qué no ahora? Se le antojó un cigarrillo para calmar los nervios, pero dejar a la griega a solas y a merced de la ansiedad académica pesaba más; si había de lidiar con los traumas de Ridolfi, tal vez no lo haría en ese momento, pero se dejaría aturdir hasta que se le olvidara o hasta que su cerebro se apagara.

Lunedì EDT (GMT-4)

Emma le entregó un Jackson al botones que les ayudó a transportar el equipaje de Sara hasta la suite en el treceavo piso. En lo que su mamá se apresuraba a revisar el vestido, por si debía enviarlo a la tintorería, y se refrescaba un poco –lavarse los dientes y cambiarse de ropa–, esculcó el frutero en la mesa de la pequeña sala de estar y se llevó un par de uvas verdes a la boca. El silencio era natural en ella, incluso la manía por inspeccionar la habitación y evaluar la vista parcial a Central Park. Tomó el ejemplar de Mukasonga y lo hojeó. Un vuelo transatlántico le había valido para dejar solo el último capítulo sin leer: “L’école est finie” . Se le hizo raro que no hubiera llevado uno de esos libros que leía y releía porque nunca se cansaba de explorarlos en su infinidad de formas y significados; Čechov, Tolstoj, Dostoevskij, Gogol o Turgenev.

–Tienes que venir más seguido –le dijo de repente.

–O tú puedes ir más seguido –repuso Sara, dándole la espalda para tomar una de las camisas de hombre que vestía desde hacía años.

–También –asintió, viendo cómo sería su futuro en el reflejo de las formas corporales de su mamá–. Pero tú vas a dejar la Soprintendenza.

–Que me vaya a jubilar no significa que deje de tener cosas que hacer –la miró por sobre el hombro.

–¿Qué puede ser más importante que yo? –rio, diciéndolo casi en serio, y se acercó para ajustarle el tirante izquierdo del sostén.

Más , nada –repuso, indicándole con un gesto que le ajustara el derecho también–. Pero tengo dos hijos más.

–Y un novio.

–Y una casa muy grande, con piscina e invernadero, que tú diseñaste, y que yo no puedo descuidar.

–Valgo más que una casa –enarcó la ceja derecha.

–Sí, pero es tu primer bebé, completamente de tu autoría, y, precisamente porque vales mucho, no la voy a descuidar –rio, agradeciéndole con un asentimiento la atención de los tirantes y se enfundó en la camisa–. Cuando ganes un Pritzker todo el mundo querrá saber de dónde vienes. Para eso servirá esa casa tan rara en la que me tienes viviendo.

No le dijo que era evidente que era hija de su papá por cómo había heredado algunas de sus mañas –ese tipo de comentarios se los guardaba desde siempre, incluso con mayor razón desde el episodio de la manija–: la primera, la de arreglarle los tirantes del sostén; la segunda, la de callarse las inquietudes para no delatarse como vulnerable.

Ahí, observando la manera en la que se volvía a enfrascar con la excusa de arrojar las uvas por lo alto para atajarlas con la boca, la concibió de nuevo como una niña que se entretenía con cualquier cosa para existir en un segundo plano o donde pudiera pasar desapercibida.

Cuando se sentó sobre la cama y se dejó caer de espaldas, Sara sintió cómo algo se le quebraba por dentro, porque sabía que ahí, en la mayor de sus hijas, una de las tantas líneas de tiempo que la conformaban se había detenido. Ella, que no sabía desde cuándo había reconocido el error de no tener una conversación sincera sobre lo ocurrido, sabía que la ocasión prudencial se había presentado hacía mucho y que ya no valía la pena, o bien, que hablarlo tantos años después era demasiado peligroso.

Aunque el tema se abordaba con frecuencia, cada vez menos con el paso de los años, admitía culpa –ya no como madre, sino como ser humano– en cuanto a que no lo hacían de manera directa: siempre eran referencias vagas, alusiones, eufemismos, medias oraciones e incluso silencios, como en esa ocasión. Honestamente, no sabía por quién no lo hacía, si por ella o por la mujer que no temía morir asfixiada por una uva.

Se sentó a su lado y le palmeó el muslo para llamar su atención. Emma se irguió y la miró de reojo. Le ofreció una de las últimas dos uvas que le quedaban. Sara disintió, por lo que ella se llevó la penúltima a la boca.

C’è tristezza nei tuoi occhi –murmuró–. Non lo somortificazione, sconforto . Non so che.

Emma se lo dijo en un susurro tan bajo que tenía la intención de volverse tan inaudible como fuese posible, pues la honestidad y el contenido eran brutales. Escuchó las palabras stuprare y picchiare a morte envueltas en una perspectiva testimonial que señalaba a un culpable y a una víctima, ambos evidentes.

Mi ha fatto guardare –le dijo Emma con falsa indiferencia.

Dove è successo? –preguntó sin realmente saber por qué, como si el lugar de los hechos tuviera más relevancia que los actos en sí.

Sulla mia scrivania .

Hubo un momento de silencio en el que la Arquitecta se introdujo la última uva en la boca.

Sono stanca –agregó Emma, dedicándole una brevísima mirada por la esquina del ojo izquierdo y se recostó sobre su hombro–, di lui .

Sara no se sintió capaz de hablar. La frialdad con la que lo había dicho le preocupó más de lo que le daba miedo, pues no fue sino hasta ese momento que se dio cuenta de que era ella quien no tenía la capacidad para hablar sobre eso; las palabras de su hija siempre iban a devorarse las suyas. Y, lo que era peor: ella no sabía nada. Nunca había sabido nada. Ni siquiera lo suficiente.

Anche morto, riesce a rovinare tutto ciò che amo –le dijo al cabo de unos segundos.

Quiso decirle que nada se quedaba roto para siempre, pero eso habría sido mentirle, y decirle que lo soñado en realidad no había sucedido era como asegurar que todo lo demás tampoco.

Camilla e Sophia ci stanno aspettando –suspiró Emma y se puso de pie.

Se sirvió un vaso con agua, le dio un sorbo generoso para lavarse el regusto a uvas y abrió la puerta para una Sara que intentaba lidiar con las atrocidades de un pasado presente y de una realidad a la que solo su hija tenía acceso.

Sin sorpresas de por medio, las Rialto no estaban ahí. Las Peccorini se miraron mutuamente, preguntándose si debían ceder a la irritación de la impuntualidad, mas llegaron a la conclusión de que ya era muy tarde y que lo único que importaba era que querían comer. Suponían que no tardarían cuando aparecieron con una sonrisa que pedía más disculpas de las necesarias.

Ellas habían tenido otro tipo de conversación, si es que así se le podía llamar a ambas interacciones. Sophia, cual infante, lo primero que hizo fue registrar el bolso de Camilla para rescatar uno de los Mangini de fragola o ciliegia que sabía que siempre llevaba consigo; Camilla jamás había decepcionado y esa no fue la excepción.

Luego, porque la confianza así era, husmeó el contenido de la bolsa de BuY Paris. Que era una reproducción de diez euros de La Danse , de Matisse, porque la iba a alterar para “Alessandro”. Era una especie de chiste entre ellos. «Para los chistes entre ustedes dos estoy yo» , rio Sophia para sí y se sentó en una de las butacas a esperar a que su progenitora hiciera lo que necesitara hacer.

Le escribió un mensaje muy cortés y escueto a Gaby en el que le preguntaba con quién debía hablar para que sacaran el escritorio de Emma de la oficina. Rápidamente, ella le contestó que podía encargarse de ello sin ningún problema; Sophia, agradecida, preguntó si podía ser antes de las siete del día siguiente, de manera que, para cuando la Arquitecta llegara, el mueble ya no estuviera allí. Gaby comentó sobre los contenidos de los cajones e inquirió qué se debía hacer con la computadora y todo lo demás. Al final, se las arreglaron como pudieron, y la Licenciada Rialto se comprometía a ganar tiempo. La invitaría a desayunar, pero eso era algo que nadie tenía por qué saber.

–¿En qué trabajas? –le preguntó cuando emergió del baño y se disponía a sacar los mocasines Lafayette 148.

–Un escritorio para Emma –dijo, mostrándole las servilletas.

–¿Para tu proyecto en Roma?

–No, para la oficina.

–¿No tiene ella una proeza breueriana? –exageró, pues recordaba cuando Sophia le había contado, hacía mucho tiempo, cómo su escritorio no podía desentonar con el que ya existía.

–Un Ponti del setenta y tres –disintió.

–No me digas –murmuró para sí, porque era obvio que Emma no tendría algo estandarizado, genérico o simplemente trillado–. ¿Lo va a vender o qué? –cedió a la curiosidad, pues no le parecía que su nuera fuese una persona a la que le interesara recuperar algo del valor de nada.

–Me da la impresión de que quiere destruirlo a hachazos para luego convertirlo en cenizas –negó con la cabeza.

–¿Se puede saber qué le hizo Gio Ponti para que quiera hacer eso? –resopló–. ¿Una astilla se atrevió a romperle una media? –bromeó.

–No tengo ni la más mínima idea –se encogió entre hombros–. Pero Emma no es tan así –la miró con cierta desaprobación.

Tan –remató Camilla con el cuidado de no ofender a su hija como algún tipo de extensión de la Arquitecta.

–Tan –rio, porque para qué negar una verdad como esa.

Ahora, ya reunidas, se preguntaron por los antojos. Optaron por caminar para estirar las piernas y deshacerse de la hinchazón provocada por las horas de sedentarismo en la cabina presurizada. Además, siempre era una experiencia surreal el ir por la Quinta Avenida por la noche.

Como era imposible caminar las cuatro en una misma fila –y estaba inscrito en las normas sociales sobreentendidas–, y no había necesidad de romper los dedos amarrados de sus hijas, ellas simplemente intentaron mantener el ritmo de una ciudad que se movía con estrés e intensidad, pero que se detenía en cada cuadra para esperar por un semáforo. Ya luego en el restaurante hablarían las cuatro sin problemas.

Fue algo a lo que podían acostumbrarse las cuatro por igual. Eligieron una mesa en el rincón mejor iluminado, pues era evidente que Morton’s prefería hacer que sus comensales cenaran en la penumbra. Pidieron una orden de Negroni para abrir por completo el apetito y brindaron en silencio cada quién por lo suyo, aunque todo terminaba siendo, en esencia, sobre la familia. Se aventuraron con unas vieiras y unos pasteles de cangrejo, e hicieron que se descorchara un Cabernet para acompañar los cortes de carne que pidieron. Al final, las Peccorini compartieron un Key Lime Pie y las Rialto un cheesecake.

No tocaron el tema de la boda, pues ya para eso tendrían tiempo en los días por venir. En cambio, decidieron saber qué término había tenido la tensión creada hacia finales de la semana anterior: ¿había accedido o no? Todo fue un abordaje cómico hasta que se llegó al clímax, ese momento en el que Sophia había dejado muy en claro el tamaño de sus agallas y había condicionado la firma –muy necesitada– al despido del Ingeniero Segrate.

Entonces, Camilla preguntó quién era él y por qué había puesto tal condición. Sara permaneció en silencio, pues sabía demasiado bien todo lo que ese hombre decía y, por tanto, intuía lo que pensaba y lo que era. Sophia comentó un poco sobre su desempeño laboral, que era más que excelente, pero que su actitud y su reputación terminaban matando todo lo demás: además del (supuesto) hurto de planos y diseños por el que lo despidieron de Bergman, el sujeto no tenía control de sí mismo a la hora de decir lo que pensaba sobre una mujer, la que fuera. Así fue, pues, como llegó a comentar muy por encima lo que le había dicho hacía un par de días –usó palabras que permitieran la vaguedad, pero que no destruyeran el mensaje–, algo de lo que Emma no estaba enterada, y lo que había visto esa tarde al llegar al estudio. Para ella era el descaro, la cosificación, la insistente violación a la privacidad que se traducía en una verdadera falta de respeto.

Luego, para aligerar el momento, decidió matar dos pájaros de un tiro y recuperó su cita con Phillip hasta el último detalle. Hubo preguntas, comentarios, opiniones, dudas y demás, pero ninguna surgió de la Arquitecta; ella se había quedado en las palabras que el Ingeniero había osado proferir en presencia y con relación a Sophia.

Hacia las once, las progenitoras se ponían de acuerdo con ellas para el día siguiente: Natasha las recogería para tomar el brunch con Margaret y luego las llevaría a una mágica sesión de casi siete horas de extrema relajación. Cualquiera habría pensado que la labor de la mejor amiga de las novias consistía en una maratón de despilfarro por la Quinta Avenida, pero ¿qué tenía Nueva York que no tuviera Roma? La noche, contra todo pronóstico, estaría a cargo de Phillip, quien había logrado reservar el tiempo y el ingenio de Magda Burgos, la sensación culinaria que estaba arrasando con la ciudad, y las esperaba en su humilde morada para que les explotaran las papilas gustativas.

Acordaron que se comunicarían con Natasha a la salida de la oficina para conocer su paradero e ir a su encuentro en donde fuera que estuvieran. Cuando Emma se despidió de Sara, Sophia alcanzó a escuchar que le decía que esperaba que todo progresara para mejor mientras le daba uno de esos abrazos que más bien consistían en un apretujón de antebrazos; la espalda, por evidentes razones y por la conciencia de su propia evasión, siempre había quedado fuera de su alcance. No pudo evitar sentir un poco de celos al saber que Emma había confiado en Sara y no en ella; sin embargo, la sensación le sentó con tal grado de absurdidad que se recriminó a sí misma por ello.

Luego de que desaparecieran en uno de los ascensores, Sophia se volvió hacia Emma y, antes de que diera el primer paso en dirección a la puerta, la tomó de la mano. Encontró alivio en el hecho de que no se resistiera; sin embargo, el trayecto le resultó medianamente pesado, aunque no intolerable, debido a que la Arquitecta no emitió palabra alguna. Pese a la contaminación sonora, la podía escuchar maquinando cada pensamiento y estableciendo cada conjetura; la podía escuchar dándole orden a una serie de palabras que, eventualmente, sabía que saldrían.

–No dijo nada en concreto –murmuró mientras esperaban por el elevador en el 680.

–¿Quién?

–Segrate. –Emma la miró entre preocupada y sorprendida, no sabiendo explicarse cómo sabía qué era lo que pensaba, ¿acaso se había vuelto transparente?–. No fue precisamente un acto de seducción, sino de… ni siquiera sé qué fue.

–Nunca lo mencionaste –repuso muy seria.

–No creo que te importe que él piense que eres un desperdicio de mujer por el hecho de ser lesbiana… o lo que sea que seas –se encogió entre hombros, encubriendo fallidamente la corrección de la etiqueta.

–Eso me importa poco, una nada –estuvo Emma de acuerdo y esperó a que Sophia se incorporara primero en la cabina–. Lo que me importa, en cambio, es que haya tenido el simple atrevimiento, la osadía, de hablarte de sexo.

–No fue la gran cosa –condenó la rubia, cruzándose de brazos–. No conmigo, al menos.

You’re missing the point –siseó al borde de la frustración, pero, antes de que Sophia pudiera contestarle, murmuró–: Perdón.

–¿Por qué? –frunció el ceño.

Porque implicaba un menospreciamiento de sus capacidades cognitivas, por eso, y ella no la consideraba ninguna estúpida. Eso quiso decirle, pero las palabras se encimaron demasiado rápido y lo único que pudo externar fue un suspiro.

–Porque quien no se está explicando bien soy yo –dijo al fin, justo cuando la puerta se abría en el onceavo piso.

Sophia, que no era que menospreciara la relación entre el significado y la intención de lo que se decía, tampoco se adentraba tanto en la comunicación hasta convertirlo en una ciencia; no había interpretado lo dicho como un insulto a su inteligencia y todo lo que con ella se relacionara, pues, a fin de cuentas, el hecho era que no estaba entendiendo el porqué de su disgusto-enojo-cólera-enfurecimiento o el matiz que fuera.

–Me consterna que te parezca que el sexo es un tema proscrito cuando tú y yo tenemos y hablamos mucho de eso, y no veo por qué los demás queden… –calló en cuanto Emma se volvió sobre sí para encararla.

–Hay pocas hipocresías que ejerzo; y las que ejerzo, las reconozco –le dijo con el índice erguido y en un tono tan incisivo que lentamente se convertía en una reprensión de considerable envergadura–. Ésta no es una de ellas –enarcó la ceja derecha de manera inclemente.

–No quise… –musitó casi asustada, pues la severidad contenida en Emma nunca había salido a relucir cuando de ella se trataba.

–No pienso que el sexo sea un tema morboso, no, porque somos nosotros quienes tenemos la opción de convertirlo o no en algo morboso –le dijo y se volvió sobre sí para continuar el camino por el pasillo–. Lo que Segrate hace es precisamente eso: enfermarlo, descomponerlo hasta podrirlo, y en el proceso ofende cualquier principio de integridad humana.

Sophia pensó que el verbo ofender se escuchaba raro; se preguntó por qué no había utilizado violar , por ejemplo, que venía más y mejor al caso. Digresiones al lado, comenzaba a entender.

–Cuando lo despedí no lo hice tanto porque se trataba de mí y de mis disgustos personales con él, sino más bien porque se atrevió a ensuciar la esencia del sexo, como acto íntimo y/o de placer, al usarlo como una estrategia o un recurso para insultarme. Volterra, cuando decidió contratarlo, dejó muy en claro que a él le importa un carajo mi integridad como persona, mujer, socia, etc.; y, al mismo tiempo, la naturaleza del sexo mismo… tal vez porque él no tiene y por eso no lo entiende –se encogió entre hombros e introdujo la llave en el cerrojo–. Ve tú a saber. –Sophia rio nasalmente a sus espaldas–. Ahora que ha tenido el atrevimiento de hablarlo con la hija del jefe… –suspiró y empujó la puerta con cuidado–. No sé, Segrate, inadvertidamente, fue y dejó un enorme mojón en la mano que le da de comer.

–No creo que Volterra sepa qué me dijo –murmuró, esperando a que la Arquitecta se irguiera luego de recoger al perro.

–Si no lo sabía yo, menos lo va a saber él.

–¿Es esa tu manera de decirme que debo decirle?

–Si no te socava –disintió–, pero, si llega siquiera a preguntar cuáles son tus razones, le explicas y ya.

–Y te dejo fuera de ello –supuso con una sonrisa.

–Tenía razón en pedirte perdón –dijo, orgullosa de ambas, y depositó al perro en el suelo.

La observó desaparecer por el pasillo, dejándola atrás con quien desconocía que su nombre alguna vez había sido Anakin Skywalker.

Le olfateaba los Converse y buscaba la manera de mordisquearle los cordones cuando la rubia fue en dirección a la cocina. Se olvidó de rascarse las encías y la siguió, pues tal vez así conseguía una galleta o algo, porque ¿por qué no? Bufó dos veces, muy a la manera de estímulo ostensivo, pero la más flaca de las dos diosas proveedoras no era muy versada en el arte de la interpretación y la traducción del perruno. ¿Sería el idioma la barrera? Intentó ladrar, pero fue más bien un berrido agudo lo que le salió de las cuerdas vocales.

Sophia se echó a reír a causa del ruido y, por mera ternura, le ofreció uno de los palitos chiclosos que le servirían para la dentición. Con el vaso con agua en la mano, apagó las luces a su paso y entrecerró la puerta del dormitorio. Ya habían aprendido que el can(ijo) rascaba la madera con las uñas cuando tenían la osadía de cerrarla; más que el ruido, se trataba de evitar el daño al material y a la pintura. Así, con una deliberada apertura al espacio en donde ellas dormían, él ni siquiera se antojaba en entrar, o bien, cuando sí lo hacía, pasaba directamente al baño, a esa esquina en donde se había apoderado de la canasta en donde alguna vez había habido toallas para manos (sobra decir por qué ya no había).

Dejó el agua y el teléfono en su mesa de noche y, en lo que llegaba al armario, se fue quitando el reloj y los aretes.

–¿Em? –la llamó al no verla por ahí.

–¿Sí…? –escuchó su voz, proviniendo desde la última sección.

Se asomó por el corredor para ver si todo estaba en orden –aunque esto fuera relativo– y llegó justo en el momento en el que deslizaba el cierre de la funda del vestido del viernes hacia arriba.

–¿Es porque es de mala suerte? –le preguntó la rubia, pues la prisa había sido más que evidente.

–Yo contigo solo tengo de la buena –sonrió y se volvió hacia ella–. Causa una bonita primera impresión –le dijo–. Me gusta.

–¿Sí?

La rubia sintió una mezcla de alegría y orgullo por los ojos verdes que la miraban satisfecha con el producto de un diseño de su autoría y los acabados profesionales de alguien que había realizado sus sueños más disparatados en todos los sentidos; de paso, sintió una presión gratamente dolorosa en el pecho, una suerte de asfixia que le provocaba la anticipación. De repente, el quinto día de la semana ya no era un evento distante y adquiría solidez. Admitió que, pese a que nunca había tenido ilusión alguna, depositada en el concepto del matrimonio como contrato social o como obligación moral o como pacto espiritual, estaba emocionada.

–Ven aquí –le dijo Emma luego de haber confirmado con un asentimiento, y extendió los brazos para darle a entender que lo que quería era un abrazo.

El par de ojos celestes expresaban la magnitud de la confusión que le corría a la Licenciada Rialto por las arterias; tal vez, más que eso, eran el reflejo de su atonía: era la primera vez en la historia que Emma, con un gesto más bien infantil, le pedía un abrazo.

Emma Pavlovic, el proyecto más ambicioso de Venus y Minerva (sic) , que era distinguida por ser la deidad más reacia al tacto, al punto de demostrar repulsión por él, no se oponía a cierto grado de reciprocidad cuando de su rubia favorita se trataba, al menos siempre y cuando la caricia y el mimo dominantes estuvieran en sus propias manos. Ahora, sin embargo, por primera vez pedía un abrazo en el que claramente le cedía hasta la última onza de control.

Intentando no hiperventilar, Sophia fue a su encuentro y le pasó los brazos por encima de los suyos hasta envolverla por la espalda alta en un nudo que obligó a la Arquitecta a agacharse lo suficiente como para poder reposar la cabeza en alguna parte de su cuello. La diferencia de estaturas, amplificada por las cuñas, no cooperaba, pero se hizo lo que se pudo y, de alguna manera, terminaron en un abrazo como pocos.

S’agapó, Em –le susurró.

–¿Mucho?

–Siempre –asintió y la dejó ir para mirarla a los ojos.

Hubo un segundo en el que Sophia dudó si preguntarle o no, pues lo que estaba por pedirle podía rayar en un abuso de confianza –una imposición insensata de su parte– en cuanto a la cantidad y al tipo háptico que intuía que ambas necesitaban: ella porque la falta de tacto la había matado poco a poco y en silencio a lo largo del día, pero respetaba que necesitaba tiempo para recuperarse de cuanta atrocidad hubiera atestiguado en los dominios de Morfeo; la otra, como ella, a veces necesitaba un ligero empujoncito para que se resolviera a hacer algo que por su misma condición no se aventuraba a hacer.

–Si se puede, me gustaría cobrarme la exfoliación y el masaje que me debes desde la semana pasada –le dijo la rubia–. Si no se puede, la cama me llama desde hace mucho –sonrió reconfortantemente para que no se sintiera presionada.

Aunque era evidente que había una cantidad considerable de reticencia de por medio, Emma se limitó a asentir. Inmediatamente, se sacó la chaqueta y se abrió camino con una determinación que no había conocido en todo el día.

Luego de dejar las cuñas en su sitio, miró sobre su hombro a una melena rubia que, ya amarrada en un moño apresurado, se desvestía con la morosidad de un cuerpo exhausto en todos los sentidos: mental, emocional y físicamente. Se sintió culpable. Y, sí, lo único que podía hacer era compensarle el desvelo, el desapego, el exceso de trabajo, la tensión innecesaria.

Con delicadeza, más por sí misma que por ella, la tomó por los hombros y reptó por ellos hasta envolverla en un abrazo febril que tenía todo el potencial para servirle de refugio por si necesitaba romperse. No supo cómo justificar la protención, pero le pareció que era una reacción, entre tantas posibles, para la que necesitaría estar más cerca.

Al tacto, la rubia suspiró. Se dejó caer contra su pecho. Se dejó sostener por un tiempo indeterminado que la hizo sonreír. Apreciaba esos actos de temeridad ilimitada. Se dejó estrujar hasta que le arrancó una risa de poco aire.

–¿Qué va a ser de mí esos días en los que la cara de Parsons sea lo único conocido que vea? –le susurró al oído y posó el mentón sobre su hombro derecho.

–Basta –rio nasalmente–, me vas a hacer llorar.

–Hablo en serio –replicó impasible, como si dejar que su tono fuera uno muy honesto la exhibiera vulnerable–: te extrañé.

Que no era momento para bromas, se dijo, porque, de verbalizar la ocurrencia sin mediación de la razón, podía resultar en un repliegue. No era que les tenía miedo a los repliegues, no, simplemente buscaba evitarlos porque no sabía cómo lidiar con ellos. Quería decirle que, a decir verdad, no sabía ni siquiera cómo era que lograba carburar al mínimo en su ausencia, pues ella era chispa de vida y aliento de salvación… está bien, no con esas palabras, porque ni eran suyas y eran demasiado cursis incluso para ella. La cantidad de absurdidad comprendida en tal pensamiento era ridícula. Pero no era momento para bromas, sino para hablar verdades y sentires sinceros.

–Piensa en todos los besos que me vas a deber y que me vas a poder dar una vez regreses a mí –le dijo con una sonrisa y se volvió sobre sí para encararla–. Yo también te eché de menos.

La mesa del comedor se había convertido en un punto caótico del hogar: había hojas desperdigadas que habían sido enumeradas, tituladas y rotuladas con marcatextos y post-it de colores; algunas hojas habían sido dobladas por mitad o en cuartos y otras habían sido unidas con un poco de cinta adhesiva por el borde ancho; había hojas rotas, echas puño o bolitas que delataban la ansiedad y la frustración, la falta de perfección; había hojas que habían sido decoradas con circunferencias húmedas que, al momento de secarse, habían alterado la textura de la materia; había hojas nuevas, casi doscientas, apiladas en una de las esquinas. Más allá, a la cabecera y sobre una charola, había una botella medio llena de Macallan 15, una cubeta metálica con hielos esféricos y una botella medio vacía de Clos de la Feguine; también había un plato pequeño del que él había comido dos tostadas a la francesa –su postre– con Nutella y helado de vainilla.

Él la había notado abstraída, volcada sobre sus pensamientos, con una mueca que hacía mucho no veía en ella: su cerebro había recibido una descarga de curiosidad e interés, de ambición práctica. Lo notaba por cómo se había convertido en una mujer cabizbaja que se concentraba en sus propios pasos mientras, a ojos entrecerrados, se devoraba el interior de la comisura derecha de los labios. Esperó a que fuera ella quien exteriorizara algo, así fuera un suspiro.

Apenas salieron a la calle, ella lo encaró y le dijo:

–¿Qué piensas de eso?

–¿ Eso ?

–Lo que dijo Sophia.

Phillip se rascó la barba.

–¿Se puede explorar? –le preguntó Natasha.

–Se puede explorar.

Ella se llevó las manos al rostro y se restregó los ojos, cuidando de no correrse el maquillaje hasta parecer una mala imitación de un mapache.

Se preguntó si valía la pena acudir al cerebro de su esposo por el simple hecho de que, pese a que en su trabajo ya no se dedicaba a cortar cabezas, sino a producir dinero, las malas mañanas nunca se olvidaban. Por momentos, si era honesta, dudaba si él sabría algo sobre cómo gestionar el personal de una empresa. Recordaba vívidamente el episodio en el que Phillip, a causa de la frustración y el enojo, había sido el único culpable de una agresión física mayor: los quince centímetros de un Subway de albóndigas que había forzado hasta lo más profundo de la garganta de la víctima. “Lovelace”, así le apodaban al Junior Consultant en cuestión.

Cuando se lo contó a ella, la noche de lo ocurrido, lo había hecho con una risa que no había sabido distinguir: ¿tiraba por lo socarrón o por la vergüenza? El hecho era que ella le había dicho que ese tipo de acciones siempre came back to bite you in the ass y que lo mejor era, primero, reportar lo ocurrido a Recursos Humanos; segundo, emitir una disculpa verdaderamente sincera; y tercero, si el asunto escalaba, que lo ideal era buscar la manera más rápida y sensible de llegar a un acuerdo en el que, por lo general, se daba una compensación económica o laboral. Pero, bueno, ahora que lo pensaba, las acciones de la víctima eran sancionables –quizá no con una asfixia de pan con ajo rostizado y bolas de carne molida, pero sí un despido–, pues les había ofrecido a los dueños de los Yankees que negociaran el contrato en un lugar donde las mujeres recibían un trato pretendidamente preciosista.

–En mi cabeza tiene potencial –terminó diciéndole él–, pero, a decir verdad, no conozco el mercado.

Natasha lo entendía. Ella tampoco lo conocía. El año de desempleo se traducía en cierta cantidad de ignorancia e incompetencia; estaba, pese a sus mejores esfuerzos de ingestión teórica y de avances en el campo, completamente desactualizada. Y no solo eso. La manera en la que lo estaba concibiendo se proponía a la inversa de lo que estaba acostumbrada: era, sobre todo, un negocio.

Era territorio virgen. A esa conclusión había llegado Phillip luego de sumergirse en una investigación rutinaria de un par de horas mientras su esposa se concentraba en aterrizar la idea lo mejor posible. El problema de las ideas nuevas, sabían los dos, no era precisamente que fueran nuevas, pues algunos la tacharían como un éxito rotundo por haber sido los genios detrás de un nuevo modelo de prestación de servicios; el problema era, en cambio, que no importaba quién lo hacía primero, sino quién lo hacía mejor. Bajo esa línea de pensamiento, lo usual era que los pioneros no fueran perfectos.

Hacia la noche, Natasha seguía sin saber muy bien lo que quería.

–Pero sí sé lo que no quiero –le dijo y le alcanzó una de las hojas con post-it verdes y amarillos.

Él, que no era muy versado en el tema de la gestión del capital humano, tomó lo que ya podía ser considerado como una especie de negativo o boceto del manual de prácticas corporativas. Le pareció raro que no empezaran por la idea de generar tal o cual cantidad de dinero al año, basándose en su salario como lo más importante; sonrió para sí, pues era refrescante no participar en un proyecto donde la ambición económica se imponía sobre lo demás.

–Tienes que explicarme para que hablemos dos dialectos del mismo idioma –repuso Phillip, pues el primer punto rezaba: “No human resources” , algo que para él era una especie de autocancelación de cualquier idea que pudiera tener en mente.

–Odio el término “Recursos Humanos” –replicó, arrebatándole subrepticiamente el vaso de whisky para darle un sorbo.

–¿Prefieres, qué sé yo, “Capital Humano”?

–¡Peor! –negó tajantemente con la cabeza–. Ambos términos me parecen deshumanizantes.

–¿Por qué?

–Me da la impresión de que se reduce a la persona a un salario, a que es algo reemplazable, como si se tratara de una especie de objeto.

–Bueno, es que todos somos parte de una gran máquina –comentó Phillip.

–¿Te das cuenta? –resopló impasible–. Objetos: engranajes, bujías, resortes, poleas, etc.

–Es un tecnicismo. No creo que importe. Y lo digo sin ánimos de ofenderte.

–No me voy a ofender, guapo –resopló–. Tú estás acostumbrado a trabajar bajo esa idea, pero yo no quiero que la gente que trabaje conmigo se acostumbre a eso.

–Nate, creería que la terminología y los tecnicismos se inventaron para imponer cierta distancia y facilitarnos la parte fea del trabajo –dijo, tomando la silla de Natasha por una de las patas para halarla hacia sí–. Por eso los negocios familiares raras veces funcionan, porque las relaciones interpersonales son más importantes que las comerciales.

–¿Realmente crees eso?

–No –sonrió casi avergonzado.

–¿Y qué crees?

–Creo que se trata de favorecer el meritoriaje por encima del compadrazgo.

–En eso estamos de acuerdo –le dijo–. Pero el meritoriaje se compone de muchas cosas.

–Sí, aunque el papel aguanta con todo.

–Hasta que se pone a prueba –asintió Natasha–. En fin. No quiero usar ese término.

–¿Y cuál quieres usar?

–Quiero usar terminología como talento humano y gestión de personal , por ejemplo. Y eso constriñe los posibles nombres.

–Quién querría arruinar tu nombre –sonrió lisonjeramente.

Continuaron repasando cada uno de los puntos que había anotado Natasha. Definitivamente, se trataba de un negocio que se aferraría al outsourcing , específicamente para empresas pequeñas y medianas o cuyos personales no rebasaran las sesenta personas de tiempo completo o ciento veinte de medio tiempo rotativo; más allá de esa cifra, ella no iba a promover una suerte de irresponsabilidad por parte de las corporaciones que creían que gestionar toda una plantilla se reducía a la nómina.

Quería, más que gente con experiencia, gente que quisiera y necesitara trabajar, pues no había mejor motor para hacer las cosas bien que llevar comida a la mesa; apelaría al complejo de Mesías de su esposo y mostraría cierta preferencia por soportes de familias en apuros económicos, talento emergente –recién graduados, por ejemplo– o personas que buscaban reincorporarse al rubro luego de un paro, descanso, etc. Por tanto, aspiraba a que fueran salarios según valía y no según la competencia. Y quería dar prestaciones y beneficios justos, algunos de cajón y otros por rendimiento; tendría que pensar en los KPIs.

Suponía que el rubro sería el de las soluciones de gestión de personal, por lo que, pensaba ella, tenía dos opciones: adquirir un software ya existente que fuera compatible con un CRM, o bien, desarrollar uno propio que cubriera los módulos que consideraba que eran necesarios: diseño corporativo, reclutamiento y selección, gestión y acciones de personal, un portal de autogestión, la evaluación del desempeño y la ejecución de nómina, y manejar el CRM por separado. Meterse a inventar un CRM propio era una locura mayor que la anterior.

Sabía que necesitaría por lo menos un vendedor y un human resources attorney de planta; al menos un representante por cada cliente, dependiendo de las necesidades y las exigencias; idealmente, un encargado de servicio al cliente y uno de soporte técnico por cada cinco a diez clientes; una quimera shelleyana del mercadeo, la publicidad y el manejo de redes sociales; y quién sabía qué más. Porque su cliente objetivo no era de gran alcance de actividad.

–Necesitarías considerar también si quieres que tu empresa sea una LLC, o, si quieres asociarte con alguien, una General Partnership o una LLP… o quizás una PLLC. También tendrías que considerar la naturaleza de tus clientes según el sector de producción para tener representantes que entiendan y sepan manejar los requerimientos de cada uno.

Natasha le robó el último sorbo al whisky ajeno y se recostó sobre su hombro.

–¿En qué piensas? –susurró él.

–En que sería bueno tener un socio. No, una socia –lo miró de reojo.

–¿Capitalista, industrial, o…?

–Hay prioridades –resopló–. Industrial.

–¿Y el capital?

No había pensado en eso, no así, porque era obvio que las cosas no se harían de la transformación de oxígeno en dióxido de carbono. Dejó salir una risa que condenaba su propia negligencia y se estiró hasta alcanzar su teléfono. El ejercicio mental que requería recordar la contraseña del banco le pareció extenuante, pero, a decir verdad, a quién se le ocurría poner M!dnightLöve_2_405 como santo y seña que había expirado tras setenta y dos días de uso. Ahora tenía que pensar en un reemplazo, y la creatividad, llevada al mínimo por las acrobacias intelectuales de la tarde, la llevaron a escribir dos veces N@talyaRöstov@1792.

La duda con la que su pulgar se movió por la pantalla delató el poco uso que le daba a la aplicación. Eventualmente llegó a descifrar cómo acceder a la pestaña de las cuentas asociadas y seleccionó la que terminaba en 7424.

Se llevó una sorpresa grata, de una especie de alivio ilusorio cuando, incluso sin recordar la cifra que le había sido liberada al cumplir los veinticinco, notó que lo que habían sido unidades eran ahora decenas. Le mostró a Phillip.

–¿Sí…? –murmuró, pues no había sabido qué o cómo responder ante la imagen que Natasha le mostraba.

–Estoy dispuesta a invertir uno –se encogió entre hombros y bloqueó la pantalla–. Dos, si es necesario y vemos que tiene alcance.

–No ha escogido ningún espacio, pero Sophia muestra gran preferencia por el que está en Midtown –le dijo–. Tú puedes quedarte con el de Soho.

–Nada de eso –negó con la cabeza–. Suficientes cosas regaladas.

–Me parece un acto de corrupción cobrarle alquiler a mi esposa; por el contrario, si es regalado y libre de condiciones de uso… –suspiró y se rascó el mentón.

–¿Qué más?

–Tú velas por la ética de tu negocio y yo por el del mío –repuso con un tono con el que pretendía establecer cierto grado de empatía con ella–, y, más que eso, me rehúso a someterte al rigor y al hijueputismo al que someto a mis clientes. Daré opiniones y posibles soluciones solo cuando las pidas o cuando algo me parezca absurdo o potencialmente peligroso, y no las daré tanto como un profesional, sino como alguien a quien le importas mucho.

Natasha experimentó los nefastos efectos de los sentimientos encontrados.

–How big a dick are you? –susurró ella.

I’m not a dick per se –disintió él–. Between pushy and assertive, I don’t know, it’s a matter of nuances I guess –se encogió entre hombros–. I get pretty nervous when my clients decide to contradict me or my team. I mean, they hire me to make them tons of money, so why bother thinking for themselves? Let me do all the thinking, all the planning, all the risk management and assessment, all the works, you know? –Natasha asintió–. I’d like to be your guy, but not that kind of guy.

–Entiendo– replicó–. Pero eso significa que me dejas un poco a la deriva con esto de concebirlo desde cero.

–Ya tengo a tres asesores en mente para que te ayuden –sonrió muy orgulloso de sí mismo y le alcanzó el único post-it que había escrito él con la mejor caligrafía que podía producir–. Depende de ti si quieres revelar que estás casada conmigo o no, aunque es muy probable que dos de esos tres te reconozcan; las mujeres suelen retener mejor información accesoria que los hombres.

–Primero hablaré con Brooke –repuso Natasha impasiblemente mientras leía los tres nombres, sabiendo que Phillip anotaba todo según jerarquías.

–¿Brooke? –frunció el ceño.

–Trabajó conmigo en el Hearst.

–Nunca supe de ella.

–Era de Reclutamiento, Selección y Sinergías.

–¿Y qué con ella?

–Muy capaz –le dijo Natasha–, y, como yo, se quedó sin trabajo después del fiasco del burnout-boreout .

–Creí que ese proyecto solo había costado dos dignidades, la tuya y la de what’s-her-name .

–Tuvo ramificaciones a lo largo y ancho del departamento, llegando a joder un par de puestos de la cadena y el canal: Dirección de Recursos Humanos; Gerencias de Reclutamiento, Selección y Sinergías; Compliance, Benefit and Risk Management ; y Desarrollo de Talento. –Phillip frunció los labios y emitió una queja gutural–. Solo porque todavía hay personas ahí, de las que fueron afectadas en menor o mayor medida, es que les doy el beneficio de la duda. De lo contrario, pienso que el proyecto estaba destinado a fallar desde el inicio y que era solamente una excusa para renovar todo el departamento a nivel de canal y, por qué no, de cadena también.

Ella, más dada a la desnudez –o quizás a la pereza–, siempre admiraría la voluntad que poseía Emma para ponerse una bata que se quitaría veinticinco pasos después.

–Licenciada Rialto –se volvió sobre sí bajo el marco de la puerta del baño. Sophia se llevó un ligero sobresalto al escuchar su voz, apelándola por un título que solo en su boca no se escuchaba menospreciativo–, tenemos dos opciones. –Con una mueca, le pidió que elaborara–. Podemos hacerlo rápido y en la ducha o podemos dejar de desaprovechar las bondades de la bañera.

La rubia miró las opciones alternadamente y le pareció que, aunque la segunda era más tardada y le robaría más tiempo a lo poco que quedaba para la media noche, la haría caer en un sueño de mayor profundidad y descanso.

Se acercó y abrió más la llave del agua caliente que la de la fría y, sentándose sobre el granito de los bordes, miró cómo caía el agua a uno de los extremos. Cuando se volvió sobre sí para sonreírle a los ojos verdes, estos ya no estaban. Respiró profundamente, como si eso la ayudara a mantenerse en los cabales de la razón y la reacción. Utilizó su ausencia para sacarse el tampón ya casi limpio. Se lavaba las manos cuando escuchó el ruido de sus pasos sobre la madera del pasillo.

–No me digas que la situación no lo amerita –le dijo Emma, mostrándole una botella de primitivo rosato y una Riedel vacía que sostenía por el tallo.

Sophia ni siquiera pudo estar en desacuerdo.

Con un gesto, Emma le ordenó que se metiera en el agua y que terminara de ajustarla a su gusto; más caliente que tibia, si quería, porque el baño no era imposición suya como tal. Dio gracias a la corte celestial cuando las maneras de la rubia no le resultaron voluptuosas, sino simplemente automáticas e indiferentes. Estaba siendo honesta: no sabría lidiar con la seducción, no en esa ocasión. Pero. Pero. Pero. Pero el descaro, inherente e inevitable, salió a flote cuando, sin quitarle los ojos de encima, se deshizo de su propio tampón.

Sophia solo manifestó una risa nasal, pues la Arquitecta –por fin– había establecido contacto visual ininterrumpido durante dicho proceso higiénico. Retorcidamente, y le importaba poco lo que cualquiera pudiera pensar, le había parecido cute que esperara algún tipo de señal de orgullo y reconocimiento tal como si se tratara de una recompensa. Terminada la acción, recogió las piernas para llevárselas al pecho y recostó el mentón sobre la rodilla derecha; cerró los ojos y, sin saber por qué, recordó las exorbitantes sumas que había visto en el estado de cuenta del que ahora era parte. Se preguntó qué pensaría el dueño del último abono registrado, o, mejor aún, qué clase de complicación enfrentaría si estuviera vivo: ¿una embolia? ¿un aneurisma? ¿un infarto cerebrovascular? ¿un infarto al miocardio? No pudo evitar reír para sí. Si existía tal cosa como el más allá, la vida después de la muerte, ¿se habría retorcido como babosa con sal en cuanto supo que la favorita de sus hijas dilapidaba cinco cifras en una estadía de dos semanas en una cabañita en Bora Bora?

Regresó al presente cuando escuchó que Emma le ofrecía la copa. La bebió de tres tragos y, con las mejillas infladas todavía, le pidió que la rellenara. Siempre le gustaría que la Arquitecta no juzgaba sus ingestas en exceso y la irracionalidad subyacente.

Cuando la sintió en la espalda y alrededor de la cadera, su primer instinto fue dejarse ir sobre su pecho porque, en ese momento, ya no sabía si quería relajación o afecto. En cierto modo, agradeció que Emma fuera muy directa para muchas cosas, y más para esa en específico, pues, mal que bien, se encargaba de realizar una petición.

Con cuidado de no humedecerle el cabello, le dejó caer un poco de agua sobre hombros y espalda para facilitar el esparcimiento de la pasta granulosa. Al abrir el tarro cian, ambas inhalaron la mezcla de cítricos rematados por una nota de lavanda, y, en silencio, las manos de la Arquitecta le exfoliaron cada centímetro posterior a la Licenciada.

Siete u ocho minutos después, había terminado, y Sophia, pese a sus más grandes esfuerzos, había caído en un estado en el que no estaba ni dormida ni despierta.

Se resistió a la tentación de tomarla por la cintura y marcarle los hombros y la nuca con uno que otro beso; en lugar de eso, se acercó a su oído y puso lo obvio de manifiesto:

Sei stanca .

Como pudo, Sophia se irguió lentamente y bostezó.

Sono fiacca –asintió–. Rain check on the massage?

Martedì EDT (GMT-4)

Profirió una vulgaridad mientras gruñía, mientras se retorcía para alcanzar el teléfono que vibraba sobre la mesa de noche. Con el ceño fruncido y la luz incomodándole en los ojos, logró leer la confirmación de su cita con el dentista para el jueves.

«Good grief» , musitó para sí luego de ver la hora. Nunca se había quedado dormida; el despertador biológico, las ganas de evacuar la vejiga y la necesidad de enjuagarse la boca le habían fallado. Dejó el teléfono en el mismo lugar y respiró profundamente a medida que debatía si podía costearse una hora más de sueño. De que podía, podía, porque esos eran los abusos de poder a los que tenía acceso como jefa y socia; pero, justo cuando estaba por ceder, recordó que tenía a dos pasantes que a las seis y media de la mañana le servían para nada. Se llevó las manos al rostro y se rascó los ojos hasta sentirse menos dormida que despierta.

Podía tomarse treinta minutos más, se dijo, y se volcó sobre el costado derecho. Sophia, sumergida en el más plácido y envidiable de los sueños, la encaraba con un dejo casi imperceptible de una sonrisa. «Fuck sleep» , concluyó y se quedó contemplándola. Los pasantes eran pretendidamente un par de profesionales que podían esperar.

Luego de un rato, supuso que su mirada había sido demasiado intensa por cómo había logrado llamar su atención, sacándola del descanso. Se odió por algunos segundos.

–¿Qué hora es? –balbuceó, resistiéndose a regresar al mundo de los despiertos y de las responsabilidades.

La pregunta había salido como una curiosidad automática y por si acaso; carecía de fundamentos y propósitos, pues, sin importar la respuesta, la intención era continuar durmiendo.

–Casi las siete –contestó Emma.

Asustada, abrió los ojos de golpe. Se encontró con una sonrisa de despreocupación. ¿Qué le pasaba? ¿Tenía fiebre y deliraba y por eso no se daba cuenta de que tenía todo un mundo de retraso encima? ¿O era acaso ella quien se había confundido y era un sábado o un domingo?

Iba a decirle que había padecido de un cortocircuito irreversible; que, por alguna razón que desconocía, tenía una laguna mental de días y que no conseguía acordarse de nada, ni siquiera de la boda (que todavía no pasaba).

Pero la Arquitecta interrumpió su impulso con un acercamiento que pasaba por cauteloso. Antes de insinuársele por completo, se detuvo a centímetros de sus labios, le recorrió las facciones con la mirada y le peinó el flequillo tras la oreja derecha.

Sophia terminó la trayectoria por ella y fue a su encuentro. Le asombró que Emma se dejara manipular hasta quedar sobre ella, porque, a quién engañaba, a ella lo misionero le parecía justo cuando se trataba de una manifestación afectiva e inocente, inocua y en el nombre del cariño mismo, y lo acogía también cuando constituía una parte vital y primigenia del juego preliminar, de eso que los diccionarios no sabían definir más que con construcciones complejas. Foreplay era, entonces, tan intraducible como culaccino y pantofolaio . Sin embargo, tomaba la posición como algo de doble filo, como algo que podía desarrollarse o transformarse, y, por tanto, siempre estaba a la expectativa.

Supo hacia dónde iba todo cuando Emma insistió en colocarse entre sus piernas para perderse en ella, entre su cuello, mientras arremetía suave e incisivamente su pubis contra el suyo. Se olvidó del tiempo, pues si a la Arquitecta le importaba poco, a ella menos, y se concentró en disfrutar esas maneras tan plácidas que tenía para ayudarla a terminar de despertar.

Abandonada a las sensaciones a las que la sometían el tacto y los besos, no se dio cuenta del momento en el que sus manos la envolvieron por la cintura y reptaron hasta escabullirse por debajo de la seda negra del slip Kiki de Montparnasse que se burlaba de las proporciones físicas de alguien que medía cinco pies y nueve pulgadas: apenas cubría su trasero y se terminaba en esos puntos en los que se fusionaban los dorsales anchos con la fascia toracolumbar, y dos largos y escuálidos tirantes sujetaban la precaria parte trasera con las cúspides en las que iniciaba un escote que oscilaba entre lo cómodo y lo seductor, según la perspectiva de quien lo mirara.

En vista de que Emma no parecía oponer resistencia háptica alguna, dio rienda suelta a la exploración manual: dejó que sus manos se escurrieran hacia el sur, en donde se sumergieron bajo el algodón que abrazaba su cadera. Se aferró al tafanario –subproducto del proyecto más ambicioso de Venus y Minerva (sic) – y tiró de él para sentirla contra sí con mayor vehemencia. Emma dejó de mordisquearla y besarla y, emergiendo de entre su cuello, dibujó una sonrisa que pasaba por macabra. Sosteniéndole la mirada, la embistió tan fuerte y tajantemente como pudo. Le arrebató un jadeo.

Supo lo que seguía por cómo se había echado el cabello hacia un lado para regresar a sus labios.

Iba a la altura de su ombligo cuando recordó que la noche anterior, luego de que le había pedido posponer el masaje, la Arquitecta se había puesto de pie y se había secado de espaldas a ella, que la había dejado sola y que no había tenido fuerzas para preguntarle a dónde iba, que había regresado con dos rollos de tela –uno negro y uno azul marino– y la había visto dudar.

La había mirado con curiosidad, porque qué podían tener de confuso los hipsters que usaban cuatro o cinco días al mes, y, cuando observó que tomaba el azul y metía las piernas en él, admitió que le había despertado otro tipo de interés. Se extrañó al ver que no lo llevaba hasta arriba y, como si titubeara, sacaba uno de los protectores largos de la caja azul con verde. «No, she wouldn’t, would she?» , recordaba haber pensado con una risa incrédula de por medio. Pero sí lo había hecho: había despegado el papel con silicona y lo había adherido en el lugar adecuado. Se lo había quitado y había hecho lo mismo con el algodón negro, con la diferencia de que éste sí lo había hecho llegar hasta la cadera. Se había acercado a ella, había presionado el botón para drenar la bañera y le había ofrecido la toalla extendida. La había secado y ella se había dejado, y, cuando había llegado el momento de meter cada pie en el agujero correspondiente, lo había hecho sin renegar. «Such a maddening, thoughtful and perfect woman, for shit’s sake» , había admitido a medida que comprobaba la altura a la que había sido colocado el protector.

¿Y si había sangrado durante la noche? Pensaba en ello y, entre que si solo era sangre y que no podía haber sido mucha, todas sus excusas resultaron siendo inválidas en cuanto sintió sus dedos sobre su clítoris.

La escuchó comentar sobre el estado de la zona –los niveles de inundación– a través de una expresión que le dejaba saber que le gustaba, que lo apreciaba, y que tenía infinitas intenciones de aprovecharlo.

Por un momento, dudó de su propia fuerza de voluntad, porque pedirle que se detuviera era lo más parecido al suicido… y no hacerlo también.

Mangiami –logró decirle.

La escuchó soltar una risita que se regodeaba de sabía solo ella por qué, y, con un asentimiento, se irguió, haciendo que las sábanas las descubrieran casi por completo. Le propinó un vistazo famélico y, con una mueca autoindulgente, tomó los elásticos azules de su cadera, los retiró y los arrojó a ciegas con una despreocupación que la rubia agradeció en silencio.

¿Así era como se ganaba en ese juego llamado vida?, se preguntó Emma a medida que retrocedía para dejarse caer sobre el abdomen y poder llenarse los labios con lo que fuera que encontrara. Que quedara claro: le importaba un carajo grande y reverendo lo que cualquiera pudiera pensar sobre sus prácticas eróticas, pues ella era libre de meter el hocico donde se le diera la gana; que quienes se comían las nueces de los bares y las palomitas de maíz de los cines se abstuvieran de tener una opinión al respecto. Si no era el juego llamado vida, sí era el juego tortuoso que habían pausado por una y otra razón: a Sophia parecía habérsele olvidado y ella no era tan idiota como para acordárselo.

Alcanzó un nuevo nivel de euforia cuando su lengua se enterró entre los labios menores de la rubia y la recorrió de abajo hacia arriba para culminar en una suerte de succión que se tradujo en el primer gemido. Admitía que al final había una nota férrea, pero, aunque hubiera sido lo predominante, sabía que en esas circunstancias se interrumpía al cabo de unos minutos, ¿y quién no se había succionado el dedo luego de cortárselo? Ah, ¿que no era lo mismo? Le daba igual porque quién, si no ella, tenía a una rubia Afrodita abierta de piernas para sí.

Degustaba cada milímetro de la entrepierna de Sophia cuando se detuvo.

Wait, have you freed Willy yet? –le preguntó casi muerta de risa.

Who the fuck is Willy? –frunció la rubia el ceño.

­– You know –repuso, pero Sophia parecía no entender–. The beast .

What the fuck are you talking about? –insistió con el ceño fruncido.

Il camioncino di cioccolato –se carcajeó–. Il treno della cacca!

La mandíbula de Sophia se debilitó y cayó. Un segundo después, ella también se carcajeaba junto con la Arquitecta. No sabía por qué, pero la expresión entera era demasiado graciosa como para no reconocerla como tal, especialmente en boca suya, pues cacca no era una palabra de uso fácil y común en ella, y era, quizás, lo que lo hacía gracioso en extremo.

Ieri –asintió y, a media carcajada, la tomó por la cabeza y la incrustó entre sus piernas.

Su osadía era mucha, demasiada, y merecía sufrir las consecuencias por haberse reído a costillas del estreñimiento doloroso del que padecía una vez al mes y que en esta ocasión se había agravado por el estrés que le había patrocinado con esa mierda del tercer socio. Con lo más parecido al desprecio, porque se sabe que nunca llegaría a serlo, se meció contra ella; claramente estaba dispuesta a cabalgarle los labios hasta dejarla casi sin aliento, al borde de la muerte.

Emma, que experimentaba los placeres de la psique y de la carne en esa fina línea donde todo podía convertirse en algo irreversible o mortal, se deleitó de la privación de aire y de las limitaciones físicas que le imponían las manos de Sophia, asiéndola por la cabeza y el cabello. Era divertido, entretenido, placentero, y, ciertamente, una suerte de reinicio forzoso del sistema central de carburación humana.

Como pudo, Emma fue testigo del momento preciso en el que la rubia se preparaba para convertirse en peso muerto, que apretaba la mandíbula, cerraba los ojos y se dejaba caer sobre la almohada a medida que la traía aún más entre sí. Un segundo después de que se le erizara la piel, notó cómo la tela de la camisa evidenciaba la rigidez del par de pezones que estaban a punto de dilatarse junto con la descarga del clímax.

Utilizó la última onza de razón en sollozar una profanidad en griego, acompañada por el nombre de la mujer que se aferraba a la vida a causa del intento de asesinato. Cerró las piernas hasta aprisionarla y obligarla a desistir. La sonrisa arrogante de Emma se sintió en toda la habitación.

–Eres detestable –la reprendió Sophia con una mueca jocosa.

–Ah, pero del orgasmo no te quejas –resopló Emma.

–No podría –le dijo y la dejó ir para que fuera a su encuentro.

Se probó a través de sus labios. No sabía si era narcisismo, vanidad o qué, pero no podía negar que su sabor, al menos de su boca, era inmejorable.

–¿Quieres? –musitó, porque era débil.

–Ya que estamos… –asintió Emma, robándole las palabras que habían salido de ella la tarde anterior.

–¿Y tenemos tiempo?

–Ya que estamos… –asintió de nuevo, pues no tenía sentido apresurarse cuando la impuntualidad era ya inevitable.

La manera en la que la tumbó sobre la espalda fue, aunque un tanto brusca, lo que necesitaba para acordarle que el control en sus manos no era nada sino una ilusión; era ella, la rubia, quien realmente lo poseía. La pregunta era, sin embargo, hasta dónde podía llevarlo sin que sobrepasara los límites tácitos y manifiestos.

Verbalizó un comando en griego que, a pesar de que Emma no lo dominara en la jerga de lo sexual, sabía que con stíthi –y por cómo había señalado su pecho– se refería a que se exhibiera por completo ante ella.

Irguiéndose, se llevó las manos al borde del Kiki de Montparnasse y se lo sacó con la misma indeferencia con la que hacía todo lo demás. La estaba desafiando. Y ahí, en ese acceso de rabia fugaz, recordó lo que Emma misma había callado muy a propósito del placer que sentía en propiciárselo a ella.

Sophia se preguntó por qué no podía ser una persona normal, sino una que tenía que recurrir a insolencias e irreverencias porque sí, porque no hacerlo era darle cien por ciento lo que pedía y no se caracterizaba por ser complaciente con nadie, ni siquiera con ella. ¿Qué tenía que hacer para que fuera así? Al final importaba poco. No engañaba a nadie: una Emma complaciente era una Emma vencida, y una Emma vencida no era una Emma en lo absoluto. Y no iba de aquella idiotez que las revistas falsamente femeninas atribuían a the thrill of the chase , sino más bien al ejercicio de la voluntad, especialmente cuando del cuerpo ajeno se trataba, porque en la cama, aunque casi todo se valiera, nada debía ser de vida o muerte.

Se arrancó la camisa con un talante despiadado, tal como si con eso le hiciera saber que estaban por jugar bajo las mismas condiciones, que estaban por ponerse al tú por tú y que, lejos de ejercicios de poder y de procesos de opresores y oprimidos, eran esencialmente lo mismo… la misma. Quiso tener más luz para poder apreciarla mejor como cuerpo que existía y como ojos que la acosaban con la brutalidad de siempre, pero no se le podía pedir más al alba que apenas empezaba a proyectarse en esa dirección.

God, you’re so beautiful –suspiró Emma, fascinada por la vista, a medida que le acariciaba los muslos.

Shut up –resopló y la empujó por los hombros hasta hacerla caer sobre las almohadas–. Don’t distract me –dijo, no sabiendo si era una petición o una amenaza–. I’m gonna take these off –le dijo, señalando la tela negra que se interponía entre ella y lo que quería hacerle.

Emma se encogió ligeramente entre hombros y continuó acosándola, ahora desde lejos. No era la primera vez que lo notaba, pero nunca se cansaría de ver cuánto disfrutaba Sophia del hecho de retirarle el algodón y los encajes de ocasión; no sabía qué era lo que veía o sentía en ese tramo en el que la tela se atascaba efímeramente entre su ingle, pero era evidente que le gustaba.

La noche anterior no había sabido interpretarlo, pero ahora que los ojos celestes habían tenido la insuperable osadía de mirar el protector –y que ni siquiera habían intentado disimularlo– entendía que todo lo que ella hacía era utilizado en su contra: así como ella la estudiaba con descaro y detenimiento, Sophia también lo hacía. Por la manera en la que había reído para sí, supo que, como con lo demás, estaba por recibir un pago con la misma moneda.

Honró las cláusulas del contrato que habían negociado la semana anterior, se dejó mirar y tocar con tal detenimiento que, al ver sus dedos apenas pintados de rojo, no pudo evitar ruborizarse. Se sorprendió de que sus mejillas, a esas alturas de la relación y de la intimidad, todavía podían encenderse a causa del pudor y la vergüenza. Resulta que sí tenía; poco, pero tenía. Y a pesar de que su primer instinto fue huir, logró mantener las piernas abiertas y los ojos fijos en los suyos, incluso cuando se llevó los dedos a la boca; la lascivia y la satisfacción con las que los succionó casi le provocan un paro respiratorio.

Come fai…? –murmuró Sophia para sí.

Que de qué iba el juego, se preguntó Emma, si de ver quién resistía más o quién cedía primero, si de ver quién moría en el intento o de sobredosis de placer, si de ver quién experimentaba el Nirvana primero o quién sufría del dolor que provocaba el tener encendidos todos los sentidos habidos y por haber de manera simultánea. Cualquiera que fuera el juego, cualquiera que fuera la meta, ella quería jugar.

Estuvo a punto de hacer cortocircuito cuando Sophia, que había sido incapaz de terminar la pregunta, se repasó los labios con los dedos que recién succionaba. Egoístamente, se refocilaba en silencio y a ojos cerrados.

Se encontraron las miradas de nuevo y se las sostuvieron con la intensidad que momentos como esos ameritaban. Emma entendió lo que seguía: el sábado había visto la misma picardía celeste mientras se aferraba a la vida, al bidet y a la cordura en iguales proporciones. ¿Se había acordado de la tortura que se había ganado?

Consiguió no demostrar afectación alguna cuando la penetró con un dedo. Falló con el segundo. Se llevó los dedos al clítoris, porque si Sophia la iba a descuartizar en mil pedazos, ¿qué mejor manera de irse del plano terrenal si no con un orgasmo clitoriano?

Le atajó la mano al vuelo de la misma manera en la que la Arquitecta lo había hecho muchas otras veces con ella.

Sus dedos la abandonaron y se mostraron casi tan tintados como antes. Se inclinó sobre el par de ojos verdes y se los ofreció.

Que si era otro nivel de intimidad, ninguna de las dos lo sabía, pero de que estaban teniendo un momento como pocos, lo estaban teniendo. Que se vomitaran los débiles; que se asquearan los prejuiciosos, los ineptos y los bisoños. «Kinky» , condenó la Licenciada; «naughty» , sentenció la Arquitecta y abrió los labios. Sophia le arrebató el regusto metálico con un beso.

Como había agotado la cuota de palabras que no iban consigo y que más bien atentaban contra su reputación, no pudo decirle que se la comiera (sic) . No hizo falta.

No le tomó mucho tiempo en llegar a ese punto en donde era inevitable no abrir las piernas lo más que podía para darle la bienvenida a un orgasmo que prometía ser arrollador a causa de las interrupciones y del deplorable estado de ánimo. Su error fue avisar que estaba a una nada de tener la tan anhelada y merecida descarga hormonal, pues, de no haberla puesto sobre aviso, Sophia no se habría detenido.

No podía creer el nivel de maldad que había en la sonrisa de la rubia, y, aunque quería despreciarla, no podía ignorar que su audacia le encantaba. Gruñó el coraje y el descontento para luego deshacerse en una risa.

–No te voy a rogar –le dijo Emma, enarcando la ceja derecha.

–No se trata de eso –disintió, irguiéndose.

–Tampoco voy a exclamar manzanas.

–Ya veremos –rio.

Sophia se abalanzó sobre el lado izquierdo de la cama, dejándose caer de rodillas para esculcar el contenido del cajón más importante del dormitorio. Emma se volcó sobre el costado derecho y le acosó el derrière . Posiciones como esas la hacían revivir la primera vez de todas.

Evocaba las sensaciones cuando Sophia cerró el cajón de golpe y se enderezó con el espetón morado en la mano derecha.

No fue miedo lo que Emma sintió, porque era estúpido temerle a un objeto que estaba diseñado –accidental o intencionalmente– para vibrar; mas, si debía sincerarse, la estimulación de su potencia se situaba en esa frontera difusa entre el placer y el dolor. Y, por si eso fuera poco, estaba segura de que era el único instrumento que podía arrancarle un Apples sin mayor dificultad.

Sophia se colocó a horcajadas sobre Emma y encendió el aparato. El primer nivel, soportable para cualquiera, lo utilizó en sus pezones hasta que, erectos en extremo, se le antojaron a su boca. Ahí, mientras mordisqueaba y succionaba, se preguntó qué excusa darían frente a la tardanza; orgasmos menstruales no era algo que todo mundo estaba preparado para escuchar, mucho menos para aceptar como una justificación válida.

Los dedos de Emma se incrustaron en sus muslos en cuanto se vio sometida nuevamente a la vibración, ahora en el segundo nivel. El rojo se había apoderado de su pecho y comenzaba a escalar su cuello con el paso de los gemidos que ahora le resultaban irreprimibles. Emma reconoció estar al borde de una posible irritación cuyas consecuencias no aguantaría contra el sostén, por lo que resolvió comunicar un incipiente orgasmo inexistente para que se detuviera.

Don’t bullshit me, baby –rio Sophia.

Se había detenido, sí, pero, habiéndola pillado in fraganti , le mostró los efectos que tendrían sus engaños: incrementó la vibración al quinto nivel y colocó el cabezal sobre su clítoris.

Instintivamente, Emma cerró las piernas. Se dio cuenta de que no era una manera eficaz de evitar la estimulación, sino todo lo contrario: la sentía más y mejor, y, aunque le gustaba, se rehusaba a tener que invocar el poder de las malditas manzanas. Sabía que, si lo hacía por suficiente tiempo, la rubia cedería y terminaría por obsequiarle el orgasmo que con muchísimo gusto gritaría para todo el 680.

Pero Sophia Rialto la conocía más al derecho que al revés y la tenía medida y pesada. Sabía lo que un vaivén de tal tipo significaba, también lo que un tremor en el muslo derecho; conocía los límites de inflamación en sus labios mayores y la manera en la que su clítoris apenas se asomaba cuando estaba próximo a patrocinarle una convulsión; sabía el comportamiento de sus pezones y la manera en la que debía interpretar lo que hacían sus manos; sabía lo que significaban los gemidos, los sollozos y los jadeos, y lo que buscaba hacer cuando estiraba el cuello y se mordisqueaba el labio inferior.

Se detuvo dos veces más antes de que la luz natural diera cuenta de una capa de sudor equiparable a media hora sobre la banda sin fin. No buscaba deshidratarla, porque eso solo provocaba migrañas que salían sobrando.

Decidió darle un breve descanso y ocuparse de sí misma mientras tanto. Consideró entregarle el espetón para que se encargara de las vibraciones. Sabía que era algo que podía gustarle, pero se le ocurrió que, en su desesperación, podía usarlo para ventaja propia, incluso a pesar de que fuera contra la integridad lúdica de la Arquitecta. No le tomó más de tres minutos en que el cuerpo se le convirtiera en un tan solo nervio que se retorcía a causa de un segundo orgasmo, este más corto pero igualmente intenso.

Fue entonces cuando sucedió.

Habiendo recuperado el aliento, lo apagó y lo colocó sobre el clítoris de una Emma que parecía estar pronta a admitir que su única opción era la de claudicar ante la locura. Supo que, si no lo hacía, era el último intento que tenía a su disposición; supo también que, si no lo hacía, sería ella quien exclamaría Apples! en su beneficio y admitiría su derrota.

Sin despegarle los ojos de encima, fue notoria la cantidad de agradecimiento que había exhalado Emma en cuanto había sentido las primeras vibraciones débiles. Soportó alrededor de ciento veinte segundos en cada nivel hasta que llegó al octavo. Ahí, la cordura mental y pasional dejaron de importarle. Empezó a desbaratarse en sollozos. Que lo supiera toda la ciudad si hacía falta.

Había aguantado la mitad del tiempo en la novena intensidad cuando Sophia percibió un cambio significativo en la potencia del aparato. Rápidamente, escaló a la décima. De un momento a otro, ambas lo supieron.

Fue inevitable. La intensidad y la frecuencia disminuyeron tan rápido que, en cuestión de catorce segundos que habían invertido más en la distracción que en apresurar el placer, el aparato terminó por apagarse. La frustración en el par de ojos verdes era incuestionable.

Así como Sophia le había atajado la mano al vuelo, ella impidió que terminara el trabajo con su lengua y la haló hasta tenerla sobre sí.

–No estoy enojada, pero tampoco estoy contenta –le dijo Emma entre dientes–. Ojalá esto te atormente hasta que me reponga mental, sexual y físicamente… porque me la voy a cobrar, Sophie –sonrió macabramente y le dio un beso en los labios.

CEST (UTC+2)

Irene iba mortalmente callada. Alex no sabía si repasaba las tarjetas que recordaba. En realidad, estaba intentando no rendirse ante el pánico, la presión y la ansiedad; el puntaje del examen ponía en juego su futuro académico. Todo debía ser perfecto para poder asegurarse, primero, un lugar en el propedéutico; segundo, para que el propedéutico solamente valiera sesenta puntos y no ciento veinte de los doscientos a los que aspiraba para obtener un lugar en Medicina.

Odiaba la audacia de muchos de sus compañeros de la carrera por haber tenido la misma idea que ella, esa de cursar algo relacionado para poder optar por la movilidad universitaria en vista de que habían fallado una, dos y hasta tres veces la prueba de aptitudes y/o de admisión. A los de Química y Tecnología Farmacéutica había que sumarles los de Farmacia, los de Enfermería, los de Partería y los de Asistencia de la Salud, y todos los que buscaban incorporarse de carreras iguales o similares en los demás países que formaban parte del EEES: en las próximas semanas llegarían los portugueses, algunos suizos, un par de austríacos y uno que otro checo, lituano, letón, húngaro y estonio; y el resto de italianos, romanos en su mayoría, que habían sido admitidos en aquellos otros países y en otras partes de Italia, y ahora buscaban la reinserción educativa.

Intentó enfocarse en el presente porque sabía que de nada le servía angustiarse por la competencia intelectual y mnemónica a la que se enfrentaría en un par de semanas, no en ese momento.

Intentó revivir un momento en el que se hubiera sentido tranquila, en paz, y ciertamente feliz y despreocupada. Para su sorpresa, la dificultad no había sido encontrar una experiencia como tal, sino escoger una de entre tantas que tenía; la mayoría, por no decir el noventa por ciento, eran recientes y todas eran en compañía del cabello liso y marrón que se alborotaba con el viento que soplaba en el Corso d’Italia.

Se detuvieron a causa del tráfico a un par de metros antes de poder virar para tomar la Viale del Policlinico. Irene se volvió hacia Alex y la vio marcar el ritmo de una de las canciones –¿o se llamaban piezas, producciones u obras?– de Kaskade. Su serenidad era codiciable, pues qué otra preocupación podía tener que no fuera la de disfrutar de la música, del clima, de que se vería con sus amigas, de que no tenía que lidiar con Ridolfi sino hasta algunos meses después.

Pero la verdad era que la griega no sabía nada de su estado mental y emocional. Tal vez debía prestarle mayor atención, pues no era como que la italiana fuera un as en las artes del fingimiento o el disimulo.

Se había quedado despierta hasta mucho tiempo después de que Irene había logrado dormir, hasta que había logrado esconder sus angustias en algún cajón de la memoria. En total, calculaba haber descansado dos horas y algunos minutos.

Dejaron atrás Viale delle Scienze para llegar a Piazzale Aldo Moro. Alex se estacionó a un costado de los enormes pilares que daban entrada a la Facultad de Farmacia y Medicina.

–Ten –le alcanzó una tableta de cien gramos de chocolate amargo–. Para la ansiedad y la concentración –sonrió Alex.

Irene la tomó sin saber cómo articular un agradecimiento común y corriente.

–Te va a ir bien –le dijo–. Estoy segura.

Le dijo que sabía que era más lista que cualquier examen de opción múltiple.

–Te aviso cuando salga –sonrió Irene y, ya con un pie fuera del MINI, se devolvió para llevarse lo que creía necesitar más que otra cosa–. No vayas a besar a nadie más así –murmuró y se retiró.

Alex se quedó inerte y, sin saber si se trataba de una solicitud o de un ultimátum, la miró alejarse. Vio cómo se le marcaban los gastrocnemios y, con una risa, pensó en que una patada suya debía doler.

EDT (GMT-4)

Por primera vez en la historia, y probablemente la única, Sophia había logrado alistarse antes que Emma. Sí, era cierto, se le había colado en la ducha y no la había dejado hacer mayor cosa porque había encontrado alivio en saberla descansada y de buen humor pese a que el vibrador se había quedado sin batería en un momento tan crucial.

Cuando le preguntó por qué no estaba enojada, ella le respondió que, para empezar, era primera vez que algo así sucedía, por lo que estaba dispuesta a tomarlo con un poco de humor; y segundo, porque, si la memoria no le fallaba, ninguna de las dos se había preocupado por poner a cargar el espetón luego de haberlo estrenado. Ella, en todo caso y al menos desde un punto de vista técnico, compartía la culpa.

–Además –le había dicho–, en el tiempo que llevamos de conocernos y estar juntas, ¿cuántas veces me he enojado contigo y por qué?

Sophia la recordaba en muchos modos, pero nunca enojada, no con ella. En ese momento, a pesar de que sabía que la intención no había sido esa, se sintió culpable por todas las veces en las que ella sí se había enojado con Emma por una cosa u otra. Lo que era peor, al menos en su opinión, era que había sido por estupideces que había terminado agradeciendo y disfrutando, como la vez en la que había llevado a Camilla cuando apenas empezaban la relación.

Recostada en el sofá de la sala de estar, donde el can mordisqueaba alternadamente el tiki verde y el naranja a sus pies, la esperó mientras le preguntaba a Gaby si ya habían sacado el escritorio de la Arquitecta de la oficina. Recibió una fotografía de los muebles provisionales que se había tomado la libertad de meter porque le había parecido que era peor un lugar vacío que uno mal combinado y coordinado.

En efecto, el escritorio no era particularmente feo o disfuncional con respecto al espacio, pero no lograba ver cómo Emma estaría contenta, trabajando en una superficie tintada e intervenida con un vidrio negro que era evidente que no formaba parte original de la pieza; esto le parecía lamentable, pues, por lo poco que podía saber de la imagen, estaba casi segura de que era un Hooker de la línea principal de los sesenta.

De alguna manera, saber que la Arquitecta Pavlovic dejaba un Gio Ponti en el olvido para valerse de una superficie de su autoría era un halago como pocos –daba igual la razón detrás de la decisión– y, al mismo tiempo, era una enorme presión. Del interior del bolso, sacó las servilletas sobre las que había dibujado la noche anterior y revisitó cada una para cerciorarse de que tenía algo estéticamente contundente de lo que pudiera elaborar un escritorio que pudiera llegar a equipararse al anterior. No, a quién engañaba: era cierto que ella no era ningún Gio Ponti o Clyde Hooker Jr., pero la meta era siempre superarlos a todos, incluso al legendario Le Corbusier.

Cinco segundos antes de que se escuchara cómo metían la llave en el cerrojo, el perro se alzó en cuatro patas y caminó hacia la puerta con el rab(it)o moviéndose de un lado a otro.

Pryv’it! –lo saludó una risa dulce y armoniosa a medida que un par de manos grandes y de uñas al ras lo recogían hasta abrazarlo como lo hacía las tres veces por semana que llegaba a hacer limpieza y a cambiar sábanas.

Sophia sonrió de cara a la escena y contempló la manera en la que el can buscaba lengüetearle la cara en lo que ella le balbuceaba palabras en ucraniano, tal vez en ruso. Ella no sabía.

No tuvo que aclararse la garganta para que Ania estuviera al tanto de su presencia, pues el taconeo de Emma, viniendo por el pasillo, le hizo saber que no estaba sola.

Se estaba terminando de empalar el lóbulo izquierdo con un nudo Yurman en oro blanco cuando emergió con una sonrisa y saludó a la mujer que sostenía al can entre brazos. Fue un intercambio muy cortés en el que Emma le preguntaba sobre sus hijos y elogiaba la trenza Tymoshenko en la que se había ordenado el cabello, pues, de alguna manera, la hacía ver más alta e imponente de lo que ya era; Ania, por su parte, le dio las gracias y le informó que Daniel y Adam –los gemelos– ya estaban por terminar la secundaria y que Olena estaba esperando a que le notificaran el veredicto de la beca que había pedido para estudiar leyes en NYU.

La rubia fue testigo de cómo el par de ojos verdes brillaron de la misma manera en la que habían brillado al ver la cifra que había sido escrita en el cheque del cumpleaños de Margaret. Escuchó que le decía que la mantuviera informada, y del resto ya no supo porque se distrajo con la imagen de la Arquitecta mientras conversaba banalidades para no hacer del encuentro algo incómodo.

El cuello de la blusa, un bateau que se estilizaba con la ilusión de las hombreras, traslapaba delicadamente la parte anterior y posterior en algún punto que se desprendía de las clavículas, y desde ahí, lo que le cubría el torso y la espalda con solidez, se convertía en una manga larga y nítida de chiffon que se ajustaba con una hilera de tres botones en cada muñeca. Contrastando con el verde esmeralda de la parte superior, un pantalón de pierna relativamente angosta y en azul marino resaltaba todas las bondades de Venus y Minerva; y, porque podía, se había elevado en un par de suelas rojas que remataban el atuendo sin misericordia alguna.

Que si los aplausos eran para Oscar de la Renta, Louboutin y Loro Piana, o para las diosas del olimpo romano, no sabía. Lo importante era que, pese a que le costaba admitir que la colmaba de orgullo y satisfacción, esa era la mujer con la que iba a compartir el resto de sus días. Así, y no le importaba cómo las demás personas la estimaban por ello, sabía que ella, en cualquier posición –ya no solo sexual, sino social en general– que estuviera asociada a la suya, tanto en términos verticales como horizontales, era una de privilegio y, por tanto, de envidia y resentimiento.

A veces, lo admitía, le daba la impresión de que se le olvidaba que vivía su vida como su centro de atención; que fallaba en darse cuenta de que, por muy exasperante que la Arquitecta pudiera llegar a ser, había una buena parte de la población mundial que quisiera que le dedicara aunque fuera una mueca condescendiente, y ni hablar de aquella parte que quizá mataría por compartir una noche de más que sueño junto a ella. Sí, olvidaba su realidad al punto de que parecía que daba a esa oda femenina por sentado, o bien, que pese al tiempo todavía no lograba entender que su vida había tomado ese giro inesperado en particular.

Siempre se imaginó viviendo en Italia o Grecia, nunca de regreso en Estados Unidos y mucho menos en Nueva York; se imaginó trabajando en medios rangos, nunca como jefa de nadie, y en empresas o estudios de pequeña o media capacidad y poco movimiento; se imaginó con una paga promedio, quizás apenas por encima de la media, pero muy por debajo de las cinco cifras mensuales que empezaría a recibir a partir de julio; se imaginó con bonificaciones meritorias y proporcionales a su desempeño, no con bonificaciones porque sí , porque la razón del nuevo bono era una mezcla del desempeño general del estudio –del cual se encargaba Volterra y quizás ni él–, un porcentaje distributivo del ROI de no sabía qué y que correspondía a los porcentajes de tenencia del estudio, y el mismo de siempre que giraba en torno a rendimiento; pero, sobre todo, se imaginó mayormente soltera, viviendo en un apartamento de una habitación o dos que le consumiera la mitad del salario. Eventualmente se habría comprado una Vespa Primavera azul con rojo y habría regresado al uso de raquetas Yonex. Tal vez se habría hecho de un Maltés como los que tenían en casa de sus abuelos.

Ahora, viendo a la mujer que no parecía importarle que estaba rompiendo una racha de casi treinta años de puntualidad, le daba risa nerviosa saber que tenía lo que tenía con, por, para –y todas las preposiciones restantes– ella. ¿Cómo se explicaba sus fortunas, cómo se las explicaba al mundo? Porque, al final del día, era inverosímil, algo digno de una ficción mal hecha y trillada, que ese portento de mujer…

We good? –interrumpió Emma su desvarío con una sonrisa y, al notarla un tanto agobiada, tomó asiento a su lado–. What is it?

Sophia rio nasalmente para sí y se miró las manos, los dedos entrelazados sobre el regazo.

You’re hot –se encogió entre hombros y le obsequió una mirada que oscilaba entre la candidez y la franqueza.

Emma respiró profundamente y meditó qué y cómo responder a un halago que rayaba en una vulgaridad. Repasó las respuestas del pasado, esas que eran el reflejo del dominio que tenía su Ego sobre ella, y llegó a la conclusión de que “lucky you” y “I know” no eran lo que sentía en ese momento.

So are you –enarcó la ceja izquierda–. Lucky us, huh?

Sophia rio de nuevo, esta vez con una sonrisa que le horadó las mejillas.

–¿En qué pensabas?

–En que mi vida de repente parece de película o de novela de romance.

Emma se carcajeó.

–No soy el Príncipe Encantador.

–Encantadora sí eres –repuso la rubia–, a tu modo lo eres.

–Soy encantadora para ti, pero insoportable para el resto –se encogió Emma entre hombros con la indiferencia de alguien a quien le importa una mierda lo que puedan pensar los demás–. A mi abuelo lo llamaban Rompipalle en el trabajo porque era un minidictador y un completo maldito. Cuenta mi mamá que una vez alguien había hecho algo que él no había pedido y que, cuando mi abuelo le había preguntado por qué lo había hecho, él le había respondido algo como: “Yo pensé que…”, y que mi abuelo le había contestado con un “Es que ese es el problema, que piensa” –resopló, porque la genética era algo a lo que había que temerle–. Con mi abuela y mi mamá, en cambio, era un hombre bondadoso, permisivo, consentidor y amoroso al infinito. A mi abuela siempre la trató como lo más importante, como lo primero; y mi papá fue así con mi mamá, incluso divorciados, aunque no por eso dejó de tener sus momentos de malparido absoluto. Y yo crecí con eso, con ese ejemplo, y, muy a pesar de mi papá, yo también llevo los genes de Rompipalle –sonrió–. Para mí no existe una forma, un modo, una manera distinta de tratar a la persona que amo, y eso no tiene nada que ver con películas y novelas de argumentos baratos.

Sophia la miró sin saber exactamente qué decir, pues, con pocas palabras, había dicho demasiado. La escuchó tararear algo, una tonadilla de esas que le gustaban tanto –esas mezclas muy vintage de R&B, soul, funk, jazz, disco, dance, afropop y pop latino–, y notó cómo el buen humor era manifiesto en el par de ojos verdes.

–Además, no creo ser ni psicópata ni sociópata –le dijo a manera de afterthought –, pero algo soy, algo tengo –rio divertida consigo misma y continuó tarareando.

La rubia rio, pues había dicho algo tan limítrofemente espeluznante con tanta frialdad que, lejos de presentársele como dos mil focos rojos, le parecía una muestra del humor retorcido –rancio, negro, inapropiado, antitético– que manejaba la mujer que le había puesto la vida de cabeza.

Rompipallessa –susurró la rubia y, tras un segundo intenso de silencio, la vio carcajearse con verdadero deleite.

–De nada sirve negar mis raíces –le dijo corta de aliento mientras se limpiaba las esquinas de los ojos con las yemas de los anulares–. Rom-pi-pal-les-sa –se saboreó–. Me gusta –asintió aprobatoriamente–, pero, si he de ser honesta, así como tú lo has dejado claro en múltiples ocasiones, prefiero que me llames mi amor .

CEST (UTC+2)

Tres lápices 2B, un sacapuntas, un borrador, la botella con agua, la tableta de chocolate y la identificación de estudiante en las manos. Frente a la enorme pared de sughero tuvo un acceso de ansiedad al comprender que era imposible quedar en Medicina cuando ni siquiera era capaz de recordar un código de dos letras y cinco números. Pero eran los nervios, intentó convencerse, y así, nerviosa, no iba a llegar ni siquiera a averiguar qué número de mesa le había tocado.

Ubicó la doscientos tres, casi al final de la sala, y, cuando se hubo sentado, miró a su alrededor para ubicar a Colabella, a Calabretta y a Ciufo. Los tres estaban demasiado lejos, y, aunque sabía que no había lugar para hacer trampas y comunicarse las respuestas, la cercanía con ellos le habría dado cierta seguridad. Frente a ella, Clarissa Panzacchi, golpeaba las uñas contra la madera para evidenciar la quimera de ansiedad e impaciencia; a su lado tenía a Kim Parlatto, el muchacho de ascendencia asiática que conseguía calificaciones perfectas; y, en la mesa de atrás, a Valerio Peruzzi, el niño al que todos los profesores odiaban o amaban, dependiendo de la postura que tuvieran en cuanto a los laboratorios y la farmacéutica de su familia.

Escuchó cómo Clarissa reprendía a Irma Moreschi por estar rezando el rosario; que si creía en esas estupideces de Dios no podía participar de la ciencia, pues la primera necesariamente negaba la segunda y viceversa. Irene quiso decirle que no fuera tan maldita, que la dejara en paz, porque ella era la primera que debía tomar su propia conjetura en vista de que creía en las certezas y lo “empírico” de las diversas artes adivinatorias; mas, cuando ya había reunido el valor para hacerlo, un monitor se acercó para decirle que debía decomisarle el chocolate.

–Es por el envoltorio, tú sabes –le explicó con fingida severidad.

Irene lo miró confundida.

–Copia –dijo por toda explicación.

Irritada, la griega abrió la tableta y le mostró el interior del envoltorio para que viera que no había nada escrito en ella.

Faltando a las reglas, el muchacho consintió en no obligarla a botarlo todo. Le dijo, con una sonrisa coqueta, que entendía que un examen como ese necesitaba de cualquier ayudalegal posible. Irene, en lugar de concentrarse en lo pobre de su acto de seducción, pensó en decirle que hacer trampa en un examen no era ilegal , sino moralmente incorrecto . Pero ella no iba a gastar energías en discutir con uno de los leccaculo de Bonavita, esos que habían sido estudiantes y buscaban quedar bien con el profesor y, por tanto, con la facultad. Se encogió entre hombros y, sin dedicarle un segundo más a quien se había quedado con las ganas de un reconocimiento mayor por su permisividad, quebró un cuadrilátero de la tableta y se lo llevó a la boca.

Que había estudiado, se dijo; que había estudiado mucho, bastante, demasiado. Que no había razón para ponerse nerviosa porque había estudiado. Que sabía las respuestas y, las que no, llegaría a ellas mediante un proceso de eliminación. Que ahora no importaba que el examen definiera el peso del propedéutico, aunque sí importaba, y mucho. Bastante. Demasiado.

Intentó recordar qué había hecho en las finales de Roma, Nuremberg y Bucarest para no sentirse tal como si estuviera a punto de lanzar la comida de toda una semana en un proyectil de vómito. Pero la verdad era que nunca había padecido de nervios cuando estaba en una cancha, mucho menos en una de polvo de ladrillo.

La sala se hundió en un silencio repentino en el que un humor agrio se empezó a espesar. Las glándulas sudoríparas, reflexionó, producían hasta un treinta por ciento más de sudor cuando había un derroche de cortisona, y eso, más el hecho de que la mayor parte de sus compañeros habían fallado en ducharse –fuera por falta de tiempo o de ganas–, habían convertido el ambiente en algo irrespirable y nauseabundo. Se aguantó dos arcadas, una de asco y otra de nervios, y esperó a que otro monitor confrontara su código estudiantil con la lista de alumnos de la asignatura para que le fuera entregado el paquete con una hoja de respuestas y cuatro cuadernillos.

Bonavita empezó a decir algo al micrófono, pero la flema de siempre se le atravesó, haciendo que el buonasera se le convirtiera en el rutinario gargajo que depositaba en el vasito de poliestireno del que había bebido café. Dio las indicaciones generales, esas con las que les acordaba del tiempo y que no fueran a ser tan imbéciles como para que se les olvidara ya no solo poner su nombre, sino también su código, y las advertencias respectivas.

Cuando la cuenta regresiva le restó un segundo a las dos horas estipuladas, se escuchó un coro de grafitos sobre papel y, momentos después, el rompimiento del sello del primer cuadernillo.

«Uno. En el siguiente diagrama, indique los nombres de las partes –en el orden que se señala–, del órgano de Corti: a) Células ciliadas externas, membrana tectoria, células ciliadas internas; b) Estría vascular, Conducto cortiano, Ganglio espiral; c) Rampa vestibular, conducto coclear, rampa timpánica; d) No es un órgano de Corti. […] MA CHE CAZZO?!» , apretó la mandíbula. Respiró profundo, contando hasta cien en un segundo, y se regresó al interior de la portada del cuadernillo, en donde se explicitaban cinco indicaciones que, como todo buen estudiante que tenía el tiempo encima, había omitido en un principio:

«Uno. No hay preguntas que requieran respuestas libres. Dos. El formato del presente examen (aplica para cuadernillos 1 a 3) es multiple choice , por tanto, puede tener una o más respuestas válidas. La modalidad single choice aplica únicamente para el cuadernillo 4. Tres. Los quinientos ítems cuentan con cuatro incisos; si hay más, marcar el inciso d en la hoja de respuestas. Cuatro. La prueba completa consta de setecientos treinta y un puntos posibles. Cinco. Cada respuesta correcta suma un punto; cada incorrecta, resta un punto; las respuestas en blanco no afectarán el puntaje total. Qué hijo de puta».

Volvió al primer ítem y, solo para estar segura, observó detenidamente el diagrama. En la hoja de respuestas rellenó los incisos c y d .

EDT (GMT-4)

Cuando había comprado la furgoneta y la había acondicionado para incursionar en el mundo de la comida rápida, su familia lo cuestionó hasta el cansancio en cuanto se enteró de que pretendía vender por la mañana, específicamente antes del almuerzo. Su razonamiento, aunque ilógico para muchos, se basaba en el innegable hecho de que lo normal era que la gente consumiera hamburguesas después del mediodía, por tanto, su idea era la oportunidad para ser la única opción –fuera de McDonald’s, Five Guys y Shake Shack– en una exclusiva fracción de acera sobre 52nd y Madison.

Así, desde agosto del año anterior, se preparaba para vender doscientas hamburguesas de carne y doscientas órdenes de papas fritas y cincuenta de camote; y, por lo general, terminaba a eso de las once y media. Hacía cuatro semanas había decidido hacer un incremento del cincuenta por ciento de cada producto del reducido menú y, en vista de que sus observaciones –o estudios de mercado , como él lo llamaba– le habían revelado que casi toda su clientela estaba conformada por trabajadores de saco y corbata y muy pocas mujeres de ropas semicaras, había decidido ofrecer pollo y pan integral, y, además de las bebidas carbonatadas y tés fríos de cajón, se había aventurado con ofrecer chardonnay, pinot grigio y merlot, así como también sangría roja y blanca. Con eso esperaba atraer a un mayor número de féminas.

A esas alturas, tenía una idea bastante concreta de quiénes transitaban por ahí día con día, de manera que saludaba a fulano y a mengano, y había desarrollado una base de clientes frecuentes a los que cada veinticinco dólares les obsequiaba un sello (por aquello de la ecología); al décimo tenían derecho a una hamburguesa individual o dos complementos gratis. Así, con el incentivo de la lealtad, había llegado a conocer a un abogado de Shuster al que todo le salía mal, al asistente del gerente de operaciones de Botarco, a un diseñador web de Cannonics y a un corredor de seguros de Lifeworks.

Apenas estaba caramelizando las cebollas y escribiendo el especial del día – Leonard’s Special: Potato bun, double beef, Swiss cheese, bourbon candied bacon bits, red onion, lettuce, tomato, special sauce. Sweet potato waffle fries. Softdrink - $18; White sangria - $22– cuando una cara desconocida se asomó como si escrutara los estándares higiénicos del lugar. Al comprobarlo, dio un paso al frente y lo saludó con una sonrisa que le debilitó las rodillas; él, tartamudeando, le correspondió el saludo y le informó que ya estaban abiertos (aunque no lo estaban).

Escuchando esto, el chico que lo ayudaba lo volvió a ver, cansado de sus ocurrencias, desde donde vertía el primer montón de papas en la canastilla de acero inoxidable. Cuando vio el par de malaquitas que leían el menú del fondo, segundados por los abismos celestes, entendió a su jefe.

–¿Sangría blanca? –preguntó Emma–. ¿Qué lleva?

El dueño le explicó que el protagonista era un vino blanco –posiblemente del anaquel más bajo– mezclado con trozos de durazno, manzana verde y pera, y un poco de jugo de limón con infusión de menta y jengibre; la servían con hielo y llana, o bien, si ella quería, le agregaban agua mineral, Sprite o Ginger Ale. Si las mimosas se habían inventado para justificar el consumo del alcohol a tempranas horas del día, la bebida del lugar justificaba incluso el consumo de las bebidas carbonatadas.

Luego de que le pidieran dos de lo mismo –una hamburguesa de carne, cheddar blanco, cebollas caramelizadas y lechuga; una orden de papas fritas para compartir; y dos sangrías blancas, una con Sprite y la otra con Ginger Ale– se adueñaron de una de las tres mesas de pedestal que disponían para sus clientes.

Ellos no entendieron nada de lo que hablaban, pero les gustó que sonaban bonito y que no conversaban con el dramatismo y la exageración gestual de los dueños de las pizzerías y las trattorias de Little Italy. De igual forma, aunque hubieran hablado en inglés, poco habrían entendido de manijas, pomos y tiradores convencionales o calados de cajones; de los mil y un acabados cuyos fines eran estéticos, funcionales o utilitarios; de los tipos de rieles y las longitudes; del color de la madera y de la posibilidad de que gran parte del nogal fuera reciclado. En este último punto, la Arquitecta solamente mostró preocupación por el estado del material, pues era muy común que en los centros de reciclaje se les pasaran por alto algunas piezas con polilla, por ejemplo, y eso pondría en riesgo el resto de las estructuras de madera ya no solo del taller –donde sabía que Sophia prefería trabajar–, sino también del estudio en general.

Lo único que más o menos entendieron fue la respuesta de la rubia, pues la había tenido que dar en inglés debido a que el italiano tendía a fallarle en lo que a la terminología apropiada se refería. Entendieron algo que iba entre wood boring insects , Borax, Timbor, BoraCare y otras soluciones químicas que ella conocía tanto para matar a los que ya se alimentaban de la madera como para prevenir una nueva ocupación; en todo caso, le dijo, ella estaba lo suficientemente calificada como para determinar si la madera estaba en buen estado. No obstante, si la tranquilizaba más, podía usar una nueva.

Ahí, en ese momento, atacó una suerte de doble erección al saber que había al menos una mujer en el mundo, tan extremely beautiful –así la catalogarían en cuanto se fueran– que aparentemente se dedicara al oficio que coloquialmente se le había adjudicado al hijo de Dios.

Cuando estuvieron listas las hamburguesas, jefe y asistente se miraron mutuamente y se retaron, ¿quién tendría el honor de llevarles la comida? Pensaron en jugarse el clímax de la mañana con papel, una tijera o una piedra; sin embargo, como no había por qué sufrir envidias, decidieron que uno llevaría la comida y el otro las bebidas. Lograron balbucear un enjoy your meal , y les informaron que habían colocado un recipiente pequeño con aceite de oliva con cilantro y jalapeño, porque muchos de sus clientes lo vertían sobre las papas fritas.

Regresaron en silencio al interior de la furgoneta y atendieron al grupo de cuatro hombres que se enorgullecían en no poder disimular el atractivo tafanario de la del cabello castaño. Por un momento, el jefe sintió asco, pues, aunque no había adherido el par de ojos color teca a las protuberancias del pantalón azul marino, se vio reflejado en la lascivia que ahora se multiplicaba por ocho. Se sintió sucio y de alguna manera culpable por no poder exigir nada, siendo él igual a ellos. Los interpeló para obligarlos a que la dejaran en paz. De todas maneras, él la había visto primero.

De reojo, justificándose en ser una persona dada a la protección de los más débiles y vulnerables, mantuvo el sesenta por ciento de su atención en las dos mujeres; el cuarenta restante, en tomarles la orden a ellos.

Fue algo extraño para él, por lo que no iba a poder explicárselo a su asistente en un tiempo futuro, pero notó que las acciones de las mujeres, sumergidas en un mutismo diferente al de la tensión, eran parte de un ritual: la del cabello castaño esperó a que la rubia probara primero la comida y la bebida.

–¿Y bien?

Al escuchar esto, él no supo si la pregunta se debía a esas prácticas del Imperio Romano y el medioevo en donde un esclavo probaba la comida antes que el César o el Rey para determinar si el enemigo intentaba envenenarlo, o, bueno, en este caso si aprobaba los parámetros de porción, temperatura y sabor; no obstante, muy en el fondo, atado a la fantasía de que había un lazo más fuerte que una amistad entre ellas, existía una pequeña dosis de sumisión en el evento hipotético en que la rubia comía primero porque era la dominante y la del cabello castaño más bien le pedía permiso para hacer lo mismo.

Observó cómo la rubia asentía en silencio mientras se limpiaba los labios con una servilleta. Terminaba de masticar. La otra no comenzaba todavía. ¿Qué esperaba?

Resultó que no era un veredicto de envenenamiento o una autorización, sino un reporte que había sido generado en la fase oral de la deglución, especialmente en los receptores gustativos. Pan de papa al que posiblemente le sobraba el ajonjolí negro porque no tenía un propósito gustativo, sino uno estético. Buena cantidad de mantequilla sin sal en el pan, ligeramente tostado. La carne era fresca, lo que significaba que no había sido ni procesada hasta las últimas consecuencias ni congelada por horas o días, pero no estaba segura de si era una proporción uno a uno de aguja y solomillo. Carne de procesador y no de triturador, eso le gustaba. La carne sabía a carne, eso también le gustaba, pues significaba que el cocinero no era del tipo de persona que se valía de doce mil especias e ingredientes para encubrir una calidad deficiente. Y estaba muy bien sellada por fuera; no había perdido jugo. El queso no era exquisito, pero, en vista de que había sido derretido sin premura, no se le podía criticar mayor cosa. La lechuga estaba fresca y crocante. La cebolla caramelizada no era enteramente de su agrado porque eran de las que estaban bajo el yugo del vinagre balsámico y, por tanto, habría preferido que hubiera sido asada. Cuestión de gusto personal.

Él, que sabía que iba a continuar descuartizando las papas fritas –comenzando por el hecho de si eran naturales o no–, se sintió tres pasos más allá de la desnudez. Nadie lo había examinado así, con tanto detalle y sin misericordia alguna. Que por favor no siguiera, le pidió al cielo. Aunque su deseo no fue cumplido como tal, ya no pudo escuchar el veredicto a causa de un cliente que llegaba a hacer un pedido de una docena de hamburguesas. Antes de volverse hacia la plancha, observó cómo ambas mujeres comían en silencio y con relativa velocidad.

Cuando se acercaron para entregar las canastillas y los vasos, el jefe fingió concentrarse en terminar de empacar la orden y el ayudante pretendió sazonar las papas ya sazonadas. Emma abrió la cartera para entregarle un Grant. El cambio, al ser un Hamilton y cuatro Washingtons, lo depositó en el frasco de las propinas.

Food was great –sonrió Sophia.

Antes de que él pudiera agradecerle y pedirle una evaluación final frente a frente, la rubia ya se había dado la vuelta e iba al encuentro de la otra. Como si se tratara de magnetismo, vieron cómo se tomaron mutuamente de la mano y entrelazaban los dedos.

Ahí, en ese momento, todos los hombres contemplaron la escena con morbo desmedido. Por una parte, la fantasía última se consumaba en ese gesto tan cargado de significado que llevaba la imaginación al extremo y cuya base se gestionaba en la pornografía: deidades inalcanzables, objetos de culto y veneración, sostenían una relación en la que era imposible que no fornicaran como en las películas; que recurrían a juegos de roles de contenido tabú –hermanas, primas, profesora y alumna, etc.–; que incursaban en el dramatismo de los baños de aceite o sudor y el maquillaje corrido; que gritaban sus placeres y hacían que Sea World fuera un simple chapoteadero en comparación a las secreciones y los fluidos corporales que expulsaban la una sobre la otra. Por otra parte, la ficción entraba en el terreno de la lástima porque era un pecado que dos mujeres tan hermosas no recibieran los beneficios de un falo y el talento de la virilidad, porque era un pecado que dos mujeres tan hermosas privaran al sexo masculino de sus bondades físicas.

Sophia fue pensando en lo mucho que odiaba cuando eso sucedía, cuando se encendían las miradas lascivas y degradantes y sentía la necesidad de arrojarse a una ducha hirviente que la descontaminara. Se preguntó cómo hacía Emma para ignorarlo, o bien, para no reaccionar en lo absoluto; ¿o era que no se daba cuenta? Imposible no hacerlo, pues, esoterismos y misticismos al lado, había algo en el ambiente que cambiaba; era como si la envolviera una estela rancia, característica de la podredumbre.

De repente se supo viajando en el ascensor. Emma portaba una mueca disimulada de fsatisfacción.

–¿Y tú qué te traes? –le preguntó.

–La tentación de venir más tarde es mucha –contestó, indicándole con un gesto que mirara a su alrededor–. No hay nadie.

–¿Y eso te tiene tan feliz ? –murmuró, arrastrando el adjetivo como si no estuviera segura de que fuera un buen descriptor para la esencia de su mueca.

–Hace un par de semanas quise acordarme del nombre de una canción y no pude –se encogió entre hombros–. “Relight My Fire” .

–¿De quién es?

–No lo sé, pero con el título es suficiente –sonrió.

–¿Y eso te tiene tan feliz ? –resopló, porque, de ser así, reconfirmaría que la Arquitecta era una mujer extraña.

–Estaba pensando en cómo me voy a cobrar tus dilaciones –rio.

La mueca ahora tenía sentido.

–¿Llegaste a alguna conclusión? –susurró, tragando con la dificultad de una anticipación que le sentaba limítrofemente incómoda cuando se trataba de experimentarla en los confines del ascensor que la llevaba a un horario laboral en el que debía preocuparse más por la profesión que por los placeres de la carne (aunque eso no iba a detenerla ni a restringirla nunca).

–Quizás –la miró de reojo y dio un paso adelante a medida que las puertas se abrían.

Se tardó unos segundos en recuperar el aliento y la rigidez en las piernas. Al salir de la cabina se encontró con una Emma que, cruzada de brazos, negaba con la cabeza y chasqueaba la lengua.

–No sé si me juzgas o si te estás burlando de mí –dijo, mirando en ambas direcciones para medir la afluencia de personas y luego ofrecerle los labios.

–Ninguna de las dos –se inclinó apenas y le coqueteó con la punta de la nariz–. I’m basking .

Durante la madrugada, Belinda Hayek se había despertado a causa del ardor que provocaba el reflujo. Como era primera vez que le pasaba, no había sabido cómo reaccionar; no había sabido si iba a morir en el proceso o si se trataba de algo pasajero. Se había sentado al borde de la cama, intentando respirar para compensar la sensación de asfixia ácida que le quemaba hasta la nariz, y había querido toser, creyendo que eso la aliviaría más rápido, pero, entre que no quería despertar a Josh y que pensó que terminaría vomitando, se abstuvo.

Fue a la cocina por un vaso con agua para deshacerse del regusto a bilis y al plato de pasta Alfredo al que Nathan había insistido en que se le agregara pollo en salsa búfalo, y luego al del Pepto-Bismol que sabía que tragaría porque era al único remedio al que le tenía fe de la ciega.

Se acercó al dormitorio del mayor de sus hijos y le apagó la luz. Se había quedado dormido mientras leía uno de los cuentos sobre los que hablarían en clase de literatura al día siguiente.

Bebió el líquido rosado y espeso hasta sentir arcadas, y se preguntó si el padecimiento tenía que ver con la cena, con la edad, o bien, con el estrés que le generaban las llamadas que recibía de Mrs. Kirby, la directora de escuela media del Walter Ellenbroek. Vio la hora y calculó que todavía podía intentar dormir, o al menos dormitar, por cuatro horas hasta que el despertador de Josh la despertara a ella y no a él.

Se pasó el resto de la madrugada dando vueltas en la cama, volcándose sobre el costado izquierdo y sobre el derecho, debatiendo consigo misma sobre si había fallado en preguntarle a su segundogénita cómo iban las cosas en la escuela. De todas maneras –y esto lo sabía con certeza–, las respuestas que habría obtenido no pasarían de un monosílabo o, con suerte, de una oración sencilla y muy parca sobre algo que probablemente ni venía al caso.

No negaba que ya se había preparado para recibir la más nefasta de las noticias, esa en la que la se le informaba que Alexa podía terminar el año lectivo por pura bondad del consejo de profesores y directores, pero que no sería bienvenida el año siguiente por calificaciones pobres y falta de compromiso. Tampoco negaba que lo que más la importunaría no sería el hecho de que, una vez más, alguien le dijera que su hija no tenía el más mínimo interés en la vida académica porque tenía la cabeza en las nubes y se la pasaba pintando los cuadros y los renglones de los cuadernos en lugar de tomar apuntes; lo que la importunaría sería el hecho de que tendría que buscar otro colegio, que tendría que adaptarse a otras costumbres institucionales y a otras madres helicópteros o, en el peor de los casos, madres y padres que se desentendían de la educación y solamente aparecían cuando creían que se había cometido una injusticia con sus benjamines y benjaminas.

Para el desayuno, Belinda ya había aceptado que estaba lista para lo que se viniera tanto con Mrs. Kirby como con un Josh que iba a liderar la carga campal con mano férrea y repartiría palabras duras y potencialmente crueles a diestra y siniestra. Miró a Alexa comer lo mismo de todas las mañanas –un huevo revuelto, dos tiras de tocino y medio hot cake con el Butter Pecan Syrup de Michele’s– y la notó tan despreocupada y silenciosa como siempre.

A esa edad, a los casi trece, ella ya tenía crisis existenciales por esa cosa llamada menstruación y porque los senos de Erin Poole eran más grandes que los suyos, porque Eliza George era novia de Lee Hoffmann, y porque tenía ese lunar en el labio superior que nadie nunca iba a querer besar porque incluso a ella le daba asco. Alexa, en cambio, pensaba la vida en función de las duchas mañaneras; del desayuno, el almuerzo y la cena; de las clases de ballet que tenía tres veces por semana y que marcaban el inicio, el medio y el casi final de los siete días cíclicos; y en que los viernes y los sábados podía pasarse las tardes enteras pintando páginas enteras de los libros de mandalas y color by numbers . A ella no le importaba que los incisivos centrales estuvieran separados y medianamente torcidos; o que hubiera heredado el lunar de su mamá ya no en el labio superior, sino más hacia la nariz; o que fuera casi tan plana como una tabla.

Luego de haberse asegurado de que sus tres hijos entraran en el Ellenbroek, esperó alrededor de quince minutos en la cafetería de enfrente a que sonara la campana del primer periodo lectivo. Entonces, con un té negro en la mano, cruzó la calle.

Mrs. Kirby la recibió con el recordatorio de cómo habían pactado que Alexa continuaría en la institución bajo la condición de que mejorara su actitud, pues los dotes académicos no le faltaban: era eso, le faltaba compromiso y respeto por sus profesores, compañeros, y porel poder del conocimiento (sic) , pues sus evaluaciones centrales oscilaban todas entre As y Bs. Que había mejorado en la entrega de tareas a mediano y largo plazo, eso era cierto, así como también en el hecho de que ahora sus cuadernos contaban con notas esenciales y algunos comentarios personales sobre el tema visto en clase. No por eso había dejado los colores en el olvido, no, pero era una mejoría notable.

Y, entonces, ¿cuál era el problema?

En ese momento entró Mrs. Metz, la nueva consejera del colegio. En los veinte segundos que se había tardado en presentarse y en sacar una carpeta de entre el montón, Belinda se imaginó toda clase de cosas, desde que había pendejeado a un profesor o a un compañero hasta que había expresado un odio profundo por alguien, o bien, por sí misma. Se preguntó si estaba a punto de escuchar que su hija era del tipo de estudiante que hacía matazones para luego suicidarse.

Fue Mrs. Metz quien le dijo que el caso de Alexa le había despertado especial interés, por lo que se había acercado a Mrs. Kirby para proponerle un plan poco usual: la habían sacado de clase de música y baile para enviarla a la de artes plásticas con los de séptimo curso. Belinda intentó recordar en qué momento esa idea le había sido consultada, pero luego recordó que todos los años ella y Josh firmaban un documento en el que renunciaban a microgestionar la educación académica de sus hijos, permitiendo así que sus hijos estuvieran sujetos a la verdadera libre cátedra. Alexa, por supuesto, no le había comentado nada al respecto. Mrs. Metz consideraba que Alexa estaba on the spectrum .

Belinda no respondió a la noticia en ningún sentido, ni siquiera se molestó por la manera tan vergonzante en la que había actuado la directora cuando la consejera lo había dicho; no se sorprendió, no se ofendió. En todo caso, supuso que tenía sentido. Que si sabía lo que eso significaba, le había preguntado la directora, y ella, ahora a punto de estallar con una profanidad que le dejaría saber que no había necesidad de ser condescendiente, se limitó a asentir.

Que no era nada malo, le dijo la consejera, pero que había que hacer ajustes, y le mostró los dibujos que había en la carpeta. Le dijo que habían estado trabajando con cajas de luz y que Alexa había aprovechado la tarea no para hacer un calco o una réplica, sino para ofrecer tres paletas de colores en diferentes técnicas: lápices de color, acuarelas y carboncillo.

Belinda sonrió al ver el original, trazado con líneas un tanto temblorosas pero tentativamente rectas, líneas que había repasado con un Micron 08. Reconocía la casa porque la había diseñado de principio a fin durante las primeras semanas en las que habían acordado que ella trabajaría mientras Alexa hacía las tareas, pero no recordaba haberle proporcionado una copia para que la pintara, sino más bien que, en una tan sola ocasión, su hija le había hecho preguntas muy puntuales: por qué no tenía un techo normal , suponiendo que con eso se refería al de dos aguas; por qué había ventanas tan grandes; si tenía chimenea; y qué era eso de modern colonial american style architecture y cuáles eran las características que la diferenciaban from the old one .

Que en un principio habían creído que había sido ella –la madre– quien había trazado esas líneas y quien había coloreado, y que habían estado a punto de llamarla cuando Alexa había hecho una variación del primer boceto en clase, frente a Mr. Nee. Que la niña estaba obsesionada con dibujar casas, edificios y jardines, le dijo.

Belinda confirmó que ella no era autora material de los dibujos en cuestión y les preguntó de nuevo cuál era el problema.

–Ninguno –le contestaron las dos al unísono.

So, why did you call? –espetó Belinda, logrando suprimir el the heck del medio.

Para informarle que Alexa había mostrado una mejoría significativa a partir de haber sido reasignada a una clase que claramente disfrutaba porque incluso no había tenido problemas para exponer su trabajo frente a la clase; y que, si no había ningún inconveniente y si era eso lo que a ella le servía para ocuparse del resto de las asignaturas, el colegio estaba dispuesto a colaborarcon la causa (sic) .

Le dijeron que lo tomarían como parte del programa de Therapeutic Learning Classroom , y que, por supuesto, eso tenía un costo complementario a la cuota trimestral. Belinda accedió incluso antes de saber la cantidad y concertó una cita adicional con la consejera para establecer un plan de seguimiento en beneficio de the child .

Al salir de ahí, primero respiró aliviada, pues no tendría que buscar otra institución educativa; luego, en lo que esperaba a que se asomara un taxi, empezó a escribirle un resumen pormenorizado al hombre que en esos momentos se encontraba sumergido en la primera endodoncia del día.

Le daba vueltas a cómo abordar el tema del espectro con Alexa, si es que era algo que debía hacerse, y, cuando se metió en el ascensor del edificio, llegó a la conclusión de que lo primero que debía hacer era informarse hasta el cansancio. Dejaría a la familia de lado, se dijo a medida que viajaba al cuadragésimo octavo pisto: no recurriría a la biblioteca mental de su mamá ni a los medios que su hermano tenía a su disposición por ser el director de uno de esos centros de investigación sobre lo cognitivo-conductual. No quería involucrarlos, al menos no por la salud de la familia misma, y porque, como bien dice el proverbio, más ayuda quien no estorba; para opinar todo mundo se prestaba en todo momento, pero nunca se quedaban para lidiar con los resultados. Sí, así debía ser.

Salió del ascensor y, como todos los días, se aseguró de no pisar la ranura. Le dio risa su propio comportamiento, especialmente porque siempre lo había justificado con no querer dejar clavado el tacón en el proceso. Y ahí, al doblar hacia la izquierda, se encontró con una sonrisa arrogante que le coqueteaba a una mujer de blusa negra.

Desvió la mirada cuando la de la melena rubia se alzó dos o tres milímetros del suelo para reclamarle lo que era suyo. Le pareció que atestiguarlo todo, así fuera de reojo, era una invasión a la privacidad a la que seguían teniendo derecho a pesar de estar en un espacio público. Las dejó tener su momento y, cuando pasó al lado de un muchacho que observaba la escena con morbo y atonía, se aclaró la garganta. Lo increpó con la mirada y se fue de largo.

Por sobre todas las cosas, les supo a vino blanco y jengibre.

–Ahora sí puedo comenzar el día –le dijo Emma, enarcando la ceja izquierda y echando la cabeza en dirección al estudio.

–Hay algo que debes saber –consintió la rubia y, queriendo alargar el momento, alcanzó a tomarla del meñique derecho–. Hice algo.

Emma la miró como si estuviera al borde del hastío, o quizás del miedo (no podía saberlo), pues así empezaba diciendo sobre todo lo que tenía que ver con decisiones que tomaba en singular pero que afectaban en plural.

Hice algo , y ahora tenían a Darth Vader Pavlovic viviendo en el 680; hice algo , y había terminado comprando dos juegos de sábanas y fundas blancas porque no se sentía cómoda sabiendo que utilizaría hasta ropa de cama que ella no había aportado; hice algo , y le había comprado el repuesto de los guantes de cuero para el invierno; hice algo , y le había regalado una versión más nueva de la banda sin fin en la que se había destrozado las piernas la semana anterior; hice algo , y le había comprado el florero Ekaterina Bazhenova que completaba la colección; hice algo , y había pagado el pedido del supermercado o la cuenta en el restaurante de la ocasión (aplicaba también envíos a domicilio); hice algo , y le ofrecía una caja de macarons en el nombre de los todavía dorados tiempos.

–Sorpréndeme –suspiró la Arquitecta, tratando de acumular la mayor cantidad de comprensión y pacifismo en el proceso.

–Será mejor que lo veas –sonrió en respuesta.

CEST (UTC+2)

La cuenta regresiva marcó cincuenta y nueve minutos con cincuenta y nueve segundos. Irene apenas iba por la mitad del tercer cuadernillo. Le faltaban doscientos ítems y ya podía sentir el cansancio mental. Las manos le habían comenzado a sudar desde la pregunta en la que se pedía dar cuenta de los reflejos de la defecación.

«Trescientos siete. ¿Cuántos factores controla el duodeno de forma continua y que pueden excitar los reflejos inhibitorios exterogástricos?... Agh, Dio, mi fa cagare!…» , negó con la cabeza y leyó de nuevo. ¿Era un error de dedo y había querido decir enterogástricos , o era una pregunta trampa? «Trescientos ocho. Con base en la pregunta anterior, ¿cuáles son estos factores? Enlístelos.» , y se desplegaba una serie de renglones en los que se podía escribir.

Fue entonces cuando Kim Parlatto, el ejemplar estudiante de calificaciones perfectas y conocimiento pretendidamente infinito, se echó a llorar. Irene volvió a verlo. Estaba colapsando. Luego vio a Valerio Peruzzi, que también miraba al asiático, y se dio cuenta de que tenía tres cuadernillos sellados. Miró a su alrededor y observó a quienes se habían dado por vencidos, a quienes apostaban a por aprobar la asignatura con el mínimo requerido, y a quienes continuaban respondiendo como los desquiciados o resentidos que eran. Entregarle un examen completo a Bonavita era, en su opinión, un enorme vattela a pija ‘nder culo con moco y escupitajo incluidos.

Escuchó que uno de los monitores se acercaba a Parlatto y le preguntaba si necesitaba ir al baño, pues se le hacía injusto que distrajera al resto de quienes intentaban resolver el examen a tiempo. Supuso que lo que había salido de su boca había sido un insulto a él y a Bonavita y a sus respectivas ascendencias y descendencias, al Departamento de Química y Tecnología Farmacéutica y a sus administrativos y personal docente, a la Facultad de Farmacia y Medicina, a la universidad entera.

Por un momento pensó que si el asiático no sabía qué hacer con el examen que tenía enfrente, ella no tenía oportunidad alguna de aprobarlo con el mínimo.

Para ambas preguntas, coloreó el círculo del inciso d bajo la premisa de que la primera era una trampa y la segunda era inválida al no permitirse respuestas de elaboración libre. Si Bonativa llegaba a marcárselas como erróneas, las refutaría hasta las últimas consecuencias.

EDT (GMT-4)

No era evidente, pero asumieron que Belinda las había visto en el corredor, pues iban apenas un par de pasos tras ella y no había otra manera de acceder al estudio. Les sostuvo la puerta abierta y las saludó, como pocas veces, con un beso en la mejilla. En otra ocasión, o mejor dicho a otra hora, se habrían saludado con un gesto o una sonrisa, quizás algunas palabras de cortesía.

Luego de que dieran los buenos días a Caroline, ésta le dijo a Sophia que Volterra quería verla en su oficina.

La Arquitecta siguió por el pasillo hasta pasar de largo por donde Gaby continuaba poniendo al tanto a Moses sobre lo que tenía que hacer durante las dos semanas que estaría ausente. No había entrado cuando se dio cuenta de qué era lo que Sophia había querido decir con hice algo : en el lugar en el que había estado el Gio Ponti, ahora estaba el Hooker que alguna vez había pertenecido al mismísimo Flavio Pensabene y una Poltrona Frau igual a la de Volterra. Por primera vez, y aunque su Elsie de Wolfe interior estuviera a punto de hacer cortocircuito por la discordancia estilística y el desbalance general de la oficina –porque dolía al ojo a pesar de que Mid-Century Modern y Transicional no fueran diametralmente opuestos–, se sentía profundamente agradecida con el gesto de la rubia. «It’s temporary, calm down» , dijo para sí, quien sabe si en voz baja.

Deseó buenos días a quienes habían tomado posesión nuevamente de las mesas de dibujo. Únicamente Parsons le contestó, pues Lucas estaba muy concentrado, reventándose los tímpanos con “Step By Step” .

Estaba dejando el bolso en el etager de siempre cuando Tim Selvidge llamó a la puerta.

–Hola. ¿Tienes un momento? –se aclaró él la garganta y asomó la cabeza para ver si estaba sola.

–Sí –contestó a secas, viendo que, entre las manos, sostenía una hoja–. ¿Tu oficina? –ofreció Emma, previendo un potencial regaño al asumir que la hoja era, como siempre, una factura que no había incluido en el paquete de uno de los pocos proyectos que trabajaba.

Habiendo asentido en silencio, Selvidge guio a la Arquitecta a la oficina que todos los días pasaba sin dedicarle un desdeñoso vistazo para no provocarse un ACV.

–Tú dirás –murmuró Emma, no pudiendo evitar fijar los ojos en el caos que imperaba en aquel espacio.

¿Cómo era posible que alguien supiera dónde tenía la cabeza si, para empezar, el incienso de mirto competía con el aromatizador de lavanda? ¿En dónde quedaba la concentración y la paz mental con la fusión del mantra tibetano mezclado con la fuente de Buda –y las lucecitas– que tenía en el escritorio? Y ni hablar del tapete marroquí que había echado sobre la Arper con la excusa de no arruinar la gamuza con los pantalones de mezclilla o corduroy que siempre vestía. Ahí solo faltaba una Big Mac, una muñeca rusa y un quipu para que esa esquina se convirtiera en una ensalada estética y cultural irreverente e irrespetuosa. Y pensar que alguna vez ese espacio lo había utilizado Sophia.

–¿No te quieres sentar? –preguntó él.

–¿Tardaremos demasiado? –repuso ella, claramente esperando que la respuesta fuera una negativa.

–No.

–De pie me quedo –dibujó una mueca que pasaba por sonrisa–. ¿Qué necesitas?

–Bueno, es que… –suspiró y se rascó la cabeza–. Ayer tuve una entrevista con los de Bergman. –Emma permaneció impasible–. Sí, porque están buscando un paisajista local.

–¿Sí?

–Me ofrecen el doble, pero en neto –asintió Selvidge. Emma pareció no entender–. Salario.

–Qué bien –resopló, sabiendo que ese tipo de ofertas implicaban el doble, el triple, e incluso el cuádruple de carga laboral, especialmente cuando se trataba de Bergman.

–Como sé que eres la socia mayoritaria, acudo a ti.

–Ajá.

–Para saber si me puedes igualar la oferta.

–¿Perdón? –Emma reprimió una carcajada.

–Para retenerme y seguir con ustedes –sonrió grandilocuentemente.

Su respuesta era un rotundo no , porque, primero –y había que ser muy francos en esto–, Volterra lo había contratado por ser una suerte de sobrino perdido de Pensabene y no porque el muchacho tuviera talento. Segundo, había que entender que el estudio solo había abierto esa plaza por requerimiento inicial, mas no constitutivo, del contrato con TO. Y tercero, el negocio del estudio no estaba en el paisajismo; a decir verdad, esa plaza los hacía sangrar más dinero que el salario de cuatro cifras que le ofrecían al hombre que reunía todas las características como para haber sido el genio detrás del ficus del Consulado General de Bulgaria.

–¿El doble? –inquirió Emma curiosa.

–No puedo seguir ganando cinco mil doscientos si quiero seguir viviendo en la ciudad –asintió él–. Además, entiendo que aquí todos los puestos son, para bien o para mal, estáticos, es decir, no hay oportunidad de crecimiento.

–Eso es muy cierto –estuvo ella de acuerdo.

–Pero si ustedes me ofrecen la cantidad que ellos me ofrecen, me parece que no tengo la necesidad de crecer.

De nuevo, Emma logró no estallar en una carcajada. Es que, siendo honesta, no sabía si Tim hablaba en serio, pues, de ser así, había que admirar la audacia.

–Más que por el hecho de que eres la socia mayoritaria, acudo a ti porque sé que Volterra es débil cuando se trata de mí y no quiero hacerlo sufrir un conflicto de intereses.

–Entiendo –asintió–, pero este tipo de decisiones no las puedo tomar sola. Tendría que consultarlo no solo con él, porque es quien se encarga de gestionar a los miembros del estudio, sino también con Jason –le dijo–. ¿Cuándo tienes que notificarles si sí o si no tomas el puesto?

–Antes de que termine la jornada. Ellos terminan a las ocho.

–¿Chocolate? –le ofreció Volterra en cuanto entró a la oficina.

–No, gracias. Estoy llena –disintió la rubia.

–¿Salió todo bien anoche?

–A la perfección –le dijo, sabiendo que se refería a la llegada de Camilla–. ¿Llegarás mañana a cenar?

–Es la intención –afirmó con la cabeza y le alcanzó una carpeta azul de archivero.

–¿Qué es?

–Es el contrato de David Segrate.

–¿Qué quieres que haga con él?

–Quiero que lo leas y que me digas qué piensas.

–¿Por qué?

–No quiero que creas que todo se quedará en palabras, y, como es una petición tuya, me parece justo que estés enterada de todo.

Estaba leyendo la antepenúltima cláusula cuando Emma llamó a la puerta y expresó el carácter urgente del motivo de su interrupción.

–Bergman quiere contratar a Selvidge. Le está ofreciendo el doble en términos salariales. Quiere saber si vamos a igualar la oferta.

Volterra, a diferencia de Emma, sí exteriorizó su sentir en forma de carcajada.

–No sabía que tenía a Teresa Moller trabajando para mí –dijo en cuanto logró recuperar el aliento.

–¿Qué necesidad…? –rio Emma, refunfuñando, pues no era justo que mancillaran el nombre de Moller con relación a Selvidge.

–¿Tú qué piensas? –le preguntó Volterra a Sophia.

–¿Yo qué tengo que ver en esto? –frunció el ceño la rubia.

–Bienvenida a la mesa de los adultos –sonrió él–. ¿Le igualamos el salario o le abrimos la puerta?

Pensó en cuánta razón había tenido Natasha el día anterior: ahí, por muy pequeño que fuera el estudio, faltaba un algo de Recursos Humanos que se encargara de ese tipo de cosas.

–¿Qué tanto paisajismo hacemos? –preguntó al cabo de unos segundos.

–Hacemos más muebles que paisajes –contestó Emma.

–De los diecisiete proyectos que tenemos abiertos, solo dos –añadió Volterra–. El resto, si acaso, se ha llevado una consulta de plantscaping .

–Pero esas se hacen con Woods & Blooms –repuso Sophia–. ¿Cómo se hacía antes de que Selvidge fuera el paisajista?

–Woods & Blooms –respondieron los arquitectos al mismo tiempo.

–Deberíamos de ofrecerle el doble a ellos y no a Tim, entonces –supuso la rubia.

–Solo quería cerciorarme –sonrió Emma.

–Díselo después de almuerzo para que crea que el tema duró más de dos minutos en discusión –le dijo Volterra y la vio salir–. En fin, ¿Segrate? –se dirigió a Sophia.

–¿Tú quieres que se quede, verdad? –le preguntó, regresándole el contrato.

–Es un excelente ingeniero estructural –opinó–, pero si tú dices que es un cerdo, te creo.

Sophia se preguntó cuál era la diferencia entre Emma y ella –que ahora pensaban lo mismo sobre el ingeniero– como para que Volterra no le hubiera dado tanta importancia en el pasado. La respuesta era evidente.

–¿No quieres saber por qué pienso eso de él?

–No sé si quiero –le dijo con un tono que dejaba entrever una vulnerabilidad que no le conocía–. No sé cómo voy a reaccionar y no quiero sentirme ni impotente ni nada.

–Es que no se trata de ti –murmuró.

–¿Alguna vez te han dicho que eres igual a tu mamá? –sonrió febrilmente.

De todo lo que podría haber replicado, eso era quizá lo que menos venía al caso.

Estuvo a nada de decirle que sí, que muchas veces, que demasiadas veces, pero, por alguna razón, decidió que no merecía que le diera un gusto más que el que ya le estaba dando al no insistir con lo de Segrate.

–Sí, pero es más común que la gente me diga que soy igual a mi papá.

CEST (UTC+2)

Miró el reloj. Faltaban cincuenta segundos.

«Cuatrocientos setenta y uno. ¿Para qué es importante el sistema tegumentario? A) Para que permita la ósmosis de las membranas de la esclerótica. B) Para que los huesos se mantengan firmes. C) Para la regulación de temperatura y excreción de los residuos. D) Para deshacerse de las altas concentraciones del dióxido de carbono, acumuladas durante la homeostasis primaria… tiene que ser la c. Cuatrocientos setenta y dos. ¿Cuántos tipos de ARN existen? Cuatro, son cuatro. Cuatrocientos setenta y tres. ¿Cuál es la diferencia fundamental entre la necrosis tubular aguda como causa de insuficiencia renal aguda y la necrosis tubular aguda causada por una isquemia grave? No hay tiempo para leer todo esto. Cuatrocientos setenta y cuatro. ¿Cuáles son los principales tipos de proteínas plasmáticas? A) Fagocitos… no. B) Globulinas, Albúmina, Salinas… no. C) Albúmina, Fibrinógeno, Hepatocitos… no. D) Albúmina, Globulinas, Fibrinógeno… Esa. Cuatrocientos setenta y… mierda» , gruñó al escuchar el estridente timbre que marcaba el final del examen.

Las manos le temblaban. Tenía la boca seca. Casi no podía respirar.

En cuanto el monitor pasó con el carrito para que depositara el material de evaluación, Irene se puso de pie y caminó con el corazón punzándole las sienes. Se recriminaba por no haber podido atender las dieciséis preguntas restantes, por haber dejado veintidós sin contestar por miedo a que le dedujeran puntos, por haber tenido que saltarse trece porque las respuestas eran demasiado largas y tiempo era lo que no tenía. Llegó al baño y sumergió la cara en el primer retrete.

Dos minutos después, se enjuagó la boca y la cara mientras escuchaba cómo había personas que pensaban que el examen había estado demasiado fácil y cómo había otras que habían terminado con decenas de minutos de sobra.

–Lo necesitas más que yo –le dijo Clarissa luego de haberle colocado la mano sobre el hombro y le ofreció la lata de San Benedetto tibia que recién abría­–. ¿Cómo te fue? –preguntó mientras la veía beber dos, tres tragos.

–Me podría haber ido mejor. ¿A ti?

–También –sonrió–. Algunos iremos a comer a la Pizzeria del Secolo a celebrar que por fin se ha terminado la tortura, ¿vienes?

Casi le dice que no podía porque tenía que regresar a casa a empacar, pero eso habría sido una mentira. No valía la pena recurrir a los engaños; no tenían cinco años como para no decir las cosas como eran, como para no llamar a las cosas por su nombre.

–Tengo planes con alguien más –negó con la cabeza.

–Afortunado –sonrió Clarissa, mas, ante el silencio de Irene, se aventuró–: ¿o es una afortunada?

–La única afortunada soy yo –negó nuevamente con la cabeza y le devolvió la lata medio llena.

–Lo que se necesitará para que digas eso –comentó agridulcemente y se apoyó contra los casilleros–. Pero todavía no pierdo las esperanzas.

–¿De qué? –frunció Irene el ceño, estando más concentrada en pescar la llave de uno de sus bolsillos que en lo que la italiana le decía.

–De que tengas el placer de estar conmigo, por supuesto.

Irene rio. ¿Cómo podía ser posible que dijera algo así con las facciones tan rígidas e intactas? Una milésima de segundo después se dio cuenta de que eso era algo que fácilmente podía salir de la boca de Alex, pero, a diferencia de ella, las maneras de Clarissa no le parecían encantadoras.

–Tal vez en la siguiente vida – «y ojalá que tampoco» , repuso la griega–. De todas maneras, gracias –dibujó una sonrisa y le depositó la moneda de dos euros que había utilizado para rentar el casillero–. Por el agua.

Se echó el bolso al hombro y salió de ahí antes de que pudiera dar algún tipo de continuidad a la suerte de conversación que habían tenido.

“Sei ancora da Ippokrates?” , escribió rápidamente mientras traspasaba los pilares.

–¡Papa! –gritaron Ciufo, Colabella y Calabretta, que fumaban al pie de la fuente.

–¿A dónde con tanta prisa? –le preguntó uno de ellos.

–A comer –rio ella–. ¿No van a la pizzería?

–Yo no me junto con ratas –negó Colabella con la cabeza a medida que le sacudía la ceniza al cigarrillo–. ¿Tú sí?

–Solo con ustedes –bromeó, mirando la pantalla del teléfono para leer que Alex le respondía que sí junto con una ráfaga de fotografías del menú del lugar.

–Cuéntanos, Papina, ¿cómo se vivió el drama del chino? –rio Ciufo.

–Intenso, intenso –comentó ella, abstraída en el teléfono.

–Se quedó hablando con Bonavita después de entregar todo. Estaba furioso. Le dijo que las indicaciones generales pasaban desapercibidas cuando se ponían en una página izquierda. Bonavita le respondió que lo bueno de la experiencia era que ahora ya sabía que había que leer ambas páginas, la izquierda y la derecha por igual –dijo Calabretta con un dejo de risa–. Pobre chino.

–Que descanse en paz el chino, sí –asintieron Ciufo y Colabella con una mano en el pecho

–¿Alguno de ustedes terminó? –alzó la mirada la griega por espacio de un segundo y se devolvió a la pantalla.

–Llegué a la mitad –negó Colabella.

–Yo al principio del último –dijo Calabretta.

–Llegué a tres cuartas partes de todos –dijo Ciufo–. ¿Qué? –preguntó ante la mirada confusa de sus compañeros–. Se me hace más fácil ir de una en una para no perderme en la hoja de respuestas.

–Sí eres un subnormal –se mofó Colabella.

Irene le pidió a Alex un Gyros al piatto y le dijo que llegaría pronto.

–¿Vas a tu casa? –le preguntó Ciufo a Irene.

–Por la Embajada Británica –disintió.

–¿Necesitas un aventón? –echó la cabeza en dirección al área en donde había estacionado la vespa.

No pudo negarse. Se colocó el casco que le ofreció del compartimento y se aferró a su cuerpo tal como lo había hecho hacía demasiado tiempo con Sophia cuando la llevaba a comer un helado o la acompañaba a recoger el pedido semanal de pan pita de Palamaris.

Se bajó en la esquina de la Via Venti Settembre y Via Palestro porque tampoco se trataba de abusar de los favores recibidos, mucho menos de desviarlo del camino a casa.

Ubicó el MINI verde estacionado frente a la Mondadori sobre Raffaele Cadorna y siguió recto hasta el restaurante.

Desde la puerta vio a Alex. Se reía con una copa de vino blanco en la mano derecha y se sostenía por la quijada con la izquierda. Frente a ella, dos mujeres de hombros cuadrados y torsos largos hablaban más con las manos que con las bocas; una de ellas llevaba un inmovilizador azul en los dedos medio y anular que se amarraba a la muñeca.

Intercambiaron esos ciao como si se conocieran de toda la vida, y, si debía ser honesta, a su ansiedad social le ayudaba el hecho de que Lucia y Nerea se hubieran tragado dos botellas de vino como si fuera jugo de uva.

Lucia era la del tatuaje de pingüinos y la colocadora del equipo; Nerea, que era la que tenía la férula, era la rematadora estrella. Se habían conocido no solo porque jugaban para el mismo equipo universitario, Le Ramazzotine –un claro homenaje al apellido del hombre que le había dado la serenata más goffa a Monica Bellucci–, sino también porque habían estudiado Informática juntas. Ahora a Lucia solo le faltaba un semestre y el trabajo final de grado para graduarse de la maestría en Scienze attuariali e finanziarie , pero, a decir verdad, no sabía de qué lo haría y la pereza era demasiada; estaba pensando en no terminarlo y quedarse programando para siempre. Nerea, como Alex, había decidido sacar otra Laurea en lugar de continuar con la especialización y se había decantado por Terapia Ocupacional en el ramo de la geriatría.

Las tres tenían manos descomunalmente grandes y dedos largos. Las tres hacían alarde de la tonificación de sus brazos al portar camisas desmangadas. Las tres eran altas, Nerea más que Lucia y Alex; Alex más que Lucia. Dos de ellas llevaban las uñas pintadas y portaban anillos y brazaletes.

Poco después de que Irene llegara, y de que le hubo dado algunos sorbos a la Mythos fría que le habían puesto enfrente, Nerea recibió un mensaje de su novio en el que le hacía saber que estaba a cinco cuadras del restaurante. Dejaron cuarenta euros en la mesa y se despidieron.

–¿Conoces a alguien aquí? –señaló Alex a su alrededor.

–No que yo sepa, ¿por qué? –murmuró luego de haber escrutado al resto de comensales.

–Me gustaría saludarte bien. –La cara de Irene lo dijo casi todo–. Pero también puedo esperar a que estemos de regreso en tu casa, y, de ser así, quiero que sepas que no me aguanto por llegar.

Irene rio nerviosa y se llevó la cerveza a los labios. Bebió dos o tres tragos de coraje y se volvió hacia ella. Con un gesto le dijo que sí, y, cuando Alex por fin se despegó de ella, se tragó las ganas de confesarle que aparentemente eso era justo lo que necesitaba luego de ese examen tan…

–¿Quieres que pregunte?

–Preferiría si no –disintió Irene, recostándose contra su hombro–. Me sirvió lo de la ducha –dijo para luego beber otro trago–. Como en cuatro preguntas recordé dónde estaban las respuestas.

–Eso es bueno –sonrió.

–No creo que me vaya espectacularmente bien. –Alex esperó a que elaborara al respecto–. Dejé muchas en blanco porque no sabía las respuestas, porque las respuestas eran demasiado largas y me iban a robar tiempo, o porque simplemente no tuve tiempo para responderlas. También estoy segura de que tengo respuestas equivocadas, más que solo algunas, y esas, a diferencia de las que dejé sin contestar, restan puntos.

–Nos ocuparemos de eso cuando llegue el momento.

Tenía razón: de nada servía preocuparse ahora, no cuando ya no tenía ningún control sobre la papeleta de respuestas. De algún modo, encontró reconfortante su uso del plural, pues implicaba que estaría ahí para ella –o bien, con ella– cuando recibiera la calificación final.

–Me alegra que vinieras –le dijo al cabo de unos momentos–. Ellas me caen bien, muy bien, pero a veces pueden llegar a ser mucho para mí.

–¿Por qué?

–No sé –se encogió entre hombros–. Hablan mucho y de más; tienen una opinión para todo y sobre todo.

–Eso último no está mal, ¿o sí?

–No creo que todas las opiniones merezcan ser exteriorizadas –resopló–. No, las opiniones sí; las críticas no. Por ejemplo, Lucia se la pasa criticando al novio de Nerea porque no es un caballero de hace dos siglos y no se baja del auto para recogerla, sino que le envía un mensaje para avisarle que ya está afuera, como hoy; pero, cuando se trata de meterse en la cama todos juntos, Lucia está muy contenta con que el muchacho no sea un caballero, sino todo un salvaje, un semental enajenado. Creo que eso está bien como un juego, pero me parece de impostores no ser la misma persona en distintos escenarios, aun cuando se supone que en la cama todo se vale.

–Me perdí. ¿De quién hablamos? –Alex rio–. ¿Qué?

–Suelen hacer tríos de vez en cuando –se encogió entre hombros.

–Hablo en serio –la reprendió, porque esa era una respuesta muy Alex en modo payaso.

–Y yo también. –Irene ensanchó la mirada–. Es más común de lo que crees, Nene.

–No sé, no acostumbro a interrogar a la gente sobre sus prácticas sexuales –disintió con ligereza y se echó contra el respaldo de la silla–. ¿Tú has tenido tríos?

–Dos o tres veces –contestó despreocupadamente.

–¿ O ?

–Un tecnicismo –asintió–. La otra se quedó dormida a medio acto, entonces no sé si realmente cuenta o no.

–¿Por qué?

–Estaba cansada –se encogió entre hombros.

–No, eso no –resopló–. ¿Por qué los tríos?

–¿Por qué no?

–No sé –frunció el ceño–. ¿No dijiste que nunca habías estado con más de una a la vez?

–Sentimentalmente hablando –especificó y bebió un sorbo de vino blanco mientras el plato de Irene aterrizaba frente a ella.

–Entonces, ¿por qué?

–Curiosidad.

–Pero la curiosidad te la quitas a la primera.

–Estoy de acuerdo –asintió–. Pero no es lo mismo tenerlo con tu pareja que ser la tercera.

–¿Y la tercera?

–No teníamos ningún tipo de relación sentimental. Éramos tres extrañas, por decirlo de alguna manera.

Irene se llevó la primera papa frita a la boca. Mientras masticaba, pensaba en esa sensación de tener muchas preguntas que no sabía formular y que había cosas que quería saber, pero no sabía si era para satisfacer la curiosidad, algo ajeno a Alex; si era para juzgarla, algo también ajeno a Alex; o si era para confirmar que eso que le corría por las venas tenía otro nombre y que, aunque era ajeno a Alex, tenía todo que ver con ella.

–¿Las tres veces con mujeres?

–Sí.

–¿Y cómo se sintió?

–No lo recuerdo con mucho cariño, si es lo que quieres saber.

–No, en realidad quiero saber cómo se sintió.

–Es interesante –se encogió entre hombros–. Pero es demasiado de todo: muchas manos, mucho por hacer, mucho por aguantar. Es intenso.

–¿Lo volverías a hacer?

–Si la carne me lo pide supongo que sí –se sinceró–. No creo ser capaz de buscarlo por mi cuenta, pero tampoco puedo decir que me negaría rotundamente si me lo ofrecieran.

–¿Silvana?

–Vitto –negó con la cabeza.

La griega sonrió y se volcó sobre su plato. Alex la miró comer entre los pequeños sorbos que le daba a la copa que pretendía alargar hasta el final.

–¿Crees que todos estamos preparados para un trío?

–No.

–¿Por qué tú sí?

–Lo que voy a decir sonará muy mal, pero es una de tantas verdades en las que he creído los últimos años –le advirtió–. No creo que lo mío con Vitto haya sido tan fuerte y tan serio como para que me afectara. Con eso quiero decir que no sé si podría hacerlo con todas mis parejas o con alguien en quien he encontrado que se merece todo mi tiempo, todas mis ganas, todo lo que tenga que ofrecer. No creo que la preparación sea algo solo de la persona o de la pareja, sino quizás de las circunstancias.

Se lo dijo así, teniendo en mente que no sabía si podría lidiar con ser testigo de que a Irene la disfrutaran otros labios y otras manos. Confesaba no estar tan a la vanguardia, mucho menos haber alcanzado un nivel sublime de deconstrucción en donde ya no solo había sabido separar al amor del sexo –algo que ya hacía–, sino también uno en donde dejaba ir el miedo a saber que podía disfrutar a otra persona igual o más que a ella.

–El silencio apremia –resopló Alex–. ¿Debería sentirme juzgada?

–¿Tú me juzgas por haberme metido el pene de Adrianos a la boca? –la miró de reojo.

–¿Por qué debería? –ahogó una risa. No sabía por qué, pero la palabra pene siempre le parecería graciosa y no por lo que significaba.

–Por lo mismo por lo que debería juzgarte yo a ti –le sonrió y se metió la última papa frita a la boca.

–¿Y eso que es?

–No sé, tú preguntaste.

–No te juzgo –disintió.

–¿Pero?

–Nada de eso –disintió de nuevo.

–Entonces, así queda –le dijo Irene–: yo tampoco te juzgo.

EDT (GMT-4)

Ninguno de los dos lo decía, pero era evidente que estaban nerviosos ante la enorme presión que ellos mismos habían generado al decirle a Margaret que tendrían listas las propuestas para el jueves a las diez de la mañana. Eso era en cuarenta y siete horas.

Cada uno había intentado solucionar los mil y un cul-de-sac en que habían metido sus diseños; todo había sido muy a su manera, de acuerdo con sus preferencias, y habían sido limitados por sus inseguridades y deficiencias técnicas. Pero era parte del proceso, porque sus pasantías en Poggenpohl y Huniford habían sido pobres y –había que decirlo– de poca responsabilidad estética de su parte.

Lucas había abordado a la Licenciada Rialto en cuanto había entrado en la oficina: le había preguntado si tenía tiempo para que le hiciera algunas (varias) consultas en cuanto a los muebles que tenía planeado presentarle a Margaret; Parsons, aborreciendo la idea de tener que recurrir a la rubia para cualquier cosa, había decidido ceñirse a los catálogos de BDI y Ethnicraft.

Se retiraron a la sala de juntas para no interrumpir lo que Parsons quería repasar con Emma, algo sobre la iluminación y los elementos orgánicos de su propuesta. Allí, él comenzó por explicarle que se había acordado de que les habían dado acceso a la lista de compañías con las que tenían convenio, por lo que se había dado cuenta de que podía acudir al inventario de Copeland y Hooker en caso de que sus ideas no se realizaran. Sin embargo, en vista de que el estudio ofrecía sus servicios de diseño y manufacturación de muebles, prefería contratarla a ella para que hiciera algunas piezas (o todas), pues había visto su portafolio completo en la base de datos que le había sido proporcionada durante los primeros días. Daba prioridad al escritorio y a la estantería, y, por qué no, a las butacas de los espacios sociales y de reuniones; pero que, sabía él, tenía que consultar su disponibilidad y su precio para incluirla en la cotización parcial.

Sophia, no sabiendo si buscaba ganar puntos con ella o si buscaba simplemente hacerse la vida más fácil, le dijo que sus servicios no eran de los que se sacaban de la manga (aquí se debe apreciar su profesionalismo al no haber cedido a la tentación de emplear el locativo culo ) en el último momento porque había todo un proceso que era inalterable en el mundo de las piezas personalizadas. Si bien era cierto que el diseñador de muebles dependía más del de interiores que a la inversa, no significaba que por ello actuaban de manera independiente: era un ejercicio conjunto y simultáneo que iba y venía no solo entre las partes profesionales, sino también con el cliente. No obstante, le había dicho, ella estaba al servicio del estudio y, por tanto, los proyectos que ahí se generaran cobraban preponderancia.

Dependía de cómo quería trabajar, le explicó, porque no era lo mismo fijar un precio por pieza que uno por horas invertidas en el proyecto completo.

–¿Cuál es la diferencia?

En el primero, se determinaba por los factores de diseño, de tipo y calidad de los materiales, del tamaño, de la mano de obra o la dificultad de la técnica requerida y de la garantía; en el segundo, lo que importaba eran únicamente las horas trabajadas, pero era una tarifa fija que incluía desde las consultas sobre el diseño hasta las sesiones de manufacturación y acabados. Las dos modalidades tenían sus ventajas y sus desventajas.

–Reduzcámoslo a tres piezas –le dijo Lucas–: el escritorio, los estantes tras el escritorio y la mesa consola en la que voy a poner mi jarrón.

Le entregó una serie de hojas con algunos bocetos y especificaciones de cada pieza.

–¿Cuándo van a entregarle el proyecto a Margaret?

–Todavía no se ha concretado. Decidimos esperar a que ella elija cuál diseño le parece mejor.

–Es lo más prudente –asintió la rubia–. ¿Y qué quieres tú?

–¿De qué?

–¿Quieres quedar bien con el cliente, agarrándoles hasta el codo a tus asociados y proveedores; o quieres quedar medianamente bien con todos, dejando la puerta abierta para futuros trabajos?

–No quiero apuñalar a nadie por la espalda –disintió–. Mi mamá me enseñó a ser mejor que eso –añadió con el tono más sincero de todos–. ¿Más o menos, cuánto cobraría por cada una de esas piezas y de cuánto es la tarifa fija?

Con un gesto, Sophia le pidió que le prestara el bolígrafo y una de las hojas en blanco que llevaba consigo. En silencio, desplegó una serie de ecuaciones sencillas que, eventualmente, la hicieron llegar a un estimado bastante fiel a la realidad. Al costado de cada apartado anotó el número de horas que le tomaría terminar cada pieza. Subrayó el primer total y, junto a este, escribió el precio que tenían sus horas. La diferencia no era abismal, pero sí significativa. A ella en lo personal le daba lo mismo si escogía una u otra modalidad de pago; ofrecía las dos porque a los clientes les excitaba la idea de tener opciones.

–En Savannah, mi director de trabajo final de grado siempre me dijo que es mejor que a uno le paguen por horas trabajadas –le dijo Lucas–. Es motivación y compromiso, siempre y cuando haya honradez.

–Suena a Emil Kuberski –repuso Sophia.

–El mismo –rio–. ¿También le dirigió su trabajo final?

–No, a mí me lo dirigió Lublin –disintió y escribió otra cifra bajo la más alta–. Ella me enseñó a que hay una diferencia entre apelar a un descuento y regatear.

–¿Me está diciendo que regatee su precio? –inquirió confundido.

–No, eso no –negó con la cabeza.

–Un descuento, entonces –repuso Lucas, entendiendo por dónde iba el asunto–. No tanto por la fraternidad de alma mater , sino porque es un potencial cliente por el que usted no tuvo que mover ni un dedo para conseguir.

–No tan agresivo –resopló–. Ya sabes que, de todas maneras, al cliente hay que endulzarlo: primero le ofreces el cinco por ciento y, si no acepta…

–Del diez no pasamos –asintió.

Le quedaban dudas, muchas, tal vez demasiadas para lo que decía saber conocer y hacer, pero, al no ser una persona socialmente incompetente –no del todo– entendió rápido que sus preguntas estaban muy por debajo del tiempo y la serenidad de la providencia de los ojos verdes.

Era cierto, Emma había tenido que reprimir las ganas de canalizar a Anita Marone en más de una ocasión, especialmente cuando se trataba de preguntas cuyas respuestas se encontraban en lo más básico de todo y que, por tanto, sin eso no era ético asumirse como un diseñador de interiores de verdad; la teoría del color y los principios de balance y proporción eran fundamentales. Pero, aun así, pese a que había querido increparla por deficiencias que ni un estudiante debía tener, respondió hasta donde le era profesionalmente permitido, pues no se trataba de hacerle el trabajo o de proponer cambios que se ajustaran a su propia organización mental y gusto estético.

La única pregunta rescatable fue aquella sobre el uso, manejo, cantidad y calidad de la pintura; la importancia del primer y las áreas en las que era más que necesario aplicarlo; y cómo determinar los utensilios y material de protección que se necesitaban.

Para ella, para la Arquitecta, fue una experiencia medianamente incómoda, pues, aunque siempre mantenía muy presente que no lo había aprendido todo en las aulas universitarias, se había rebuscado entre manuales y guías de todo tipo para no quedar como una neófita frente a cualquier profesor, cliente, jefe y ser humano en general. Y ella no sabía cómo funcionaban los demás estudios o fracciones de diseño, pero ella había aprendido con Perlotta que nunca estaba de más tener catálogos de todo y de todas las marcas. Por eso, cuando había empezado en VP, había hecho hincapié en que se creara un espacio en donde cualquiera pudiera consultar ese tipo de cosas en cualquier momento.

Ahora, el cuarto adyacente a la oficina de Jason –el contador– ya no solo era el lugar al que recurrían cuando necesitaban imprimir un plano o abastecerse con los materiales para la elaboración de una maqueta, sino que también era en donde estaban los catálogos y los manuales de uso común; desde materiales de construcción y maquinaria para carpintería hasta las muestras más insólitas de Sherwin-Williams, Benjamin Moore, Glidden, Valspar, Behr, etc.; desde manuales de botánica hasta catálogos de maderas, cerámicas, linóleos y demás.

Las colecciones especializadas, por el contrario, como los muestrarios de textiles y barnices en el caso de Sophia, eran recopilaciones personales; hasta cierto punto, era entendible que, a pesar de que a nadie se le negaba el acceso, no eran ofrecimientos despreocupados. Sin embargo, a ambos pasantes se les dijo que podían utilizar cualquier recurso –fuera éste de tipo teórico, informático, histórico y demás– que el estudio tenía; entonces, ¿por qué, si sabían que tenían eso a su alcance, no lo aprovechaban? Hasta ese momento, Emma no había visto que ninguno de los dos fisgoneara los estantes de su oficina para sacar un muestrario de tapices o pinturas. Se preguntó si pensaban proponer que se comprara todo de catálogos varios o si, además del jarrón de Lucas, se darían a la tarea de hacer algo por su cuenta; se preguntó si habían consultado la lista de proveedores con los que trabajaban o si eran magos.

La calma de Belinda Hayek se había evaporado en cuanto Josh la había llamado para que le dijera exactamente lo mismo que le había escrito en el enorme mensaje. Por eso, al colgar con él y sin cabeza para simplemente snap out of it y ponerse a trabajar, decidió que necesitaba distraerse un poco. El cuerpo y la ansiedad le pedían azúcar.

Fue al break room en busca de un danés de queso y jalea de moras, de esas galletas de queso crema y fresas, un cupcake mal puesto. Al no encontrar nada, decidió que, en vista de que se trataba de una emergencia, supuso que a Nicole no le importaría si le robaba un paquete de las Pepperidge Tahoe que tanto había comido durante el embarazo. Abrió el compartimento de la arquitecta Ross y lo que encontró fueron unas Milano de chocolate con menta. Frustrada, no pudo evitar pensar que si el diablo en verdad existía, él habría concebido tal combinación.

La asustó el ruido del molino de café.

–No te escuché entrar –le dijo avergonzada por haber sido atrapada con las manos en la masa.

–¿Algo bueno? –resopló Emma.

–Unas Ritz con queso, un paquete de Beef Jerky, un frasco de clorofila y una caja de té de cúrcuma y manzanilla –disintió, irguiéndose y cerrando la puertecilla.

–¿Y qué buscabas?

–Algo dulce.

Emma dejó el portafilter en el dosificador y se acercó al compartimento de Sophia. Sacó la caja de belVita y le ofreció el contenido. Belinda la miró casi ofendida, porque en qué mundo la iba a satisfacer un paquete de cuatro galletas con sabor a cartón.

–A veces le deja ir media barra al latte –se encogió entre hombros y le alcanzó un Cadbury de cuarenta y cinco gramos–. Mañas que le tocó aprender en Armani –rio nasalmente y devolvió la caja a su lugar.

–Gracias –susurró y abrió el envoltorio para arrancarle el primer eslabón.

–¿Está todo bien? –preguntó Emma mientras regresaba al dosificador para tirar de la palanca.

–Día pesado –repuso y se sentó en una de las sillas contra la pared–. No creas que soy una ladrona de comida.

–Temería por mis cosas, pero no creo que te interesen las galletas de wasabi o las pecanas –disintió, dejándole saber que no pensaba nada y que, si acaso lo pensara, poco importaba.

Belinda le dio la razón, mas, en cuanto se preguntó quién demonios comía eso por antojo recurrente, se dio cuenta de que la Arquitecta era la única tan dañada como para ser precisamente esa persona. A pesar de que sabía que era muy común que ella le preparara los cafés a la Licenciada Rialto, nunca la había visto en acción. Ahora entendía por qué había una Cimbali y no una de esas cafeteras instantáneas y de cápsulas que estaban tan de moda.

–¿Todavía venden el uno por ciento? –le preguntó en lo que esperaba a que el espresso cayera en la taza.

–¿Perdón? –la volvió a ver con el ceño fruncido.

–Del estudio.

–No –disintió impasible–. ¿Por qué?

La arquitecta Hayek le arrancó otro eslabón al chocolate y dejó salir un suspiro. Se levantó y se acercó, pues, sabiendo que estaba por utilizar el vaporizador, no había razón alguna por la cual debía elevar la voz para que todo el estudio se enterara de que estaba por hablarle de sus horizontes económicos.

Le contó todo.

Apreció que Emma no la mirara con la lástima con la que la había mirado la directora. Al final le dijo que Josh la había hecho ver una realidad que pintaba más complicada de lo que ella ingenuamente había asumido: no era un gasto único o esporádico, sino que el maldito TLC elevaba la colegiatura en nueve mil seiscientos dólares anuales y que, adicionalmente, había que considerar el gasto de la terapia, la cual no se sabía si sería una, dos, tres o siete veces por semana.

–Reunidas y sin mí –las interrumpió Rebecca cuando Emma iba a decirle a Belinda que esas cosas no eran un gasto, sino una inversión –. ¿Chisme?

Emma, intuyendo que no era un tema que Belinda quería tratar con demasiadas personas, elogió las agallas de la arquitecta Fox por presentarse en un pantalón azul ópalo, una blusa amarillo narciso, un cinturón rosa chicle y unos stilettos de patrón de cebra bajo los efectos del ácido.

–Entonces, no es un mito –comentó Rebecca, apelando a la complicidad de Belinda.

–Lo mismo dije yo –asintió ella en referencia a la manera en la que la Arquitecta Pavlovic se disponía a verter la leche en la infame taza blanca.

Les iba a decir que miraran para otro lado porque la ponían nerviosa y, así, no sería capaz de hacer una simple rosetta en el café que sabía que la rubia tanto necesitaba a pesar de que todavía no se lo hacía saber; pero Belinda envolvió a Rebecca en una serie de preguntas, empezando por dónde había aprendido ella su dibujo técnico.

Se valió de la excusa del latte para salir de ahí. Sophia caminaba en su dirección.

–Justo lo que necesitaba –sonrió, recibiendo la taza en sus manos, y le plantó un beso en la mejilla–. Ve pensando qué quieres almorzar para pedirlo o para ir –le dijo por lo bajo y siguió su camino hacia la oficina.

Al igual que Belinda y Rebecca, Lucas había visto la muestra de afecto. A Emma no le importó.

–Quiero preguntarte algo –dijo luego de tomar asiento frente a Volterra–. Más bien, quiero pedirte algo.

–¿Puedo preguntarte algo yo primero? –Emma asintió–. ¿Ustedes, las mujeres, nacen sabiendo cómo destrozar a un hombre o lo aprenden en el camino?

No lo negaría nunca, la tentación de indagar qué había ocurrido o a qué se debía su pregunta era mucha; sin embargo, su conciencia le dijo que no debía hacerlo por su propio bien: no tenía ganas de escuchar alguna queja en relación con su novia o su suegra, pues intuía que por ahí iba la cosa.

–En las mujeres, como en los hombres, hay de todo: hay quienes nacemos siendo así y hay quienes nos convertimos en el proceso. En lo personal, tiendo a la retribución.

–¿Retribución o venganza? –Emma se encogió entre hombros–. Sophia me hizo un comentario que…

–No –disintió ella con la mano en alto.

–No sabes lo que voy a decir –replicó él.

–¿Te dijo algo que te lastimó como papá, pero no como jefe? –Volterra entrecerró los ojos–. Si tú no le dices que eres su papá, el derecho a ofenderte se pierde por completo.

–No es como que el otro tenga derecho tampoco –repuso un tanto irritado.

–Es lo que es –le dijo Emma–. Sophia puede tener dos papás si quiere, incluso si uno de ellos fue solo un proveedor y el otro un miedoso.

–Palabras duras.

–Si tienes miedo es porque hay algo que perder.

–Entonces, sí me entiendes.

–No –resopló.

–¿Puedes al menos intentarlo?

–Puedo intentarlo, sí, pero mis circunstancias no me lo permiten.

–¿Por qué?

–Porque, con todo y nada, yo sí tuve un papá. Lo que sí sé es qué se siente querer que sea otro. Y yo no tengo hijos, ni conocidos ni perdidos.

–¿Te pones de su lado, entonces?

–Tampoco –disintió Emma–. No se trata de estar con o en contra de alguien porque simplemente no soy parte de la relación padre e hija que puedas llegar a tener con Sophia.

–No sé si tienes razón o si es solo que eres muy buena desentendiéndote. – «Ambas» –. En fin, ¿qué me quieres pedir?

–Quiero darle un aumento a Belinda.

Volterra se echó contra el respaldo de la silla y reflexionó al respecto.

–No sé si debo preguntar por qué –murmuró–, pero, por favor, dame al menos una razón que no sea antigüedad o valor, porque de eso lo sé todo.

–Porque sus manos y su mente no valen ciento cincuenta anuales.

–¿Si no?

–Veintiocho más.

–¿Netos o brutos?

–Netos –confirmó Emma.

–Eso sería, ¿qué? –balbuceó.

–Sesenta.

–Ajá –asintió y se inclinó sobre el escritorio con los codos–. ¿Y la razón de peso es?

La Arquitecta Pavlovic suspiró, sopesando si era necesario que él supiera los pormenores de la situación.

No sabía por qué, pero cuando Belinda le había contado lo que pasaba, ella se había acordado de cuando sus papás se habían separado. Franco, sabiendo que Barbara había dejado sus ahorros –porque nadie nunca quiso discutir el estado financiero de los Peccorini-Bacque con él– y que Enrico no había sido exactamente un Rey Midas, contaba con que los trámites legales se tomaran su maldito y condenado tiempo. Y él, para ejercer presión y lograr que Sara dejara el drama de querer divorciarse, había decidido no darle absolutamente nada, ni siquiera las colegiaturas de los tres engendros que no terminaban de entender muy bien qué era lo que pasaba.

Pasó que, aunque Sara no tenía ni hermanos ni primos cercanos, recibió ayuda de sus amigos y de las Tías. Emma recordaba haber vivido algunos meses en el apartamento de Daniele de Leo –«el maricón ese», como le llamaba Franco– en Via dei Balestrari, y del resto de lo ocurrido se enteró con el tiempo, tanto por las impertinencias de Tía Teresa y Tío Salvatore como por boca de Sara.

Parte de la asociación que había hecho con Belinda giraba principalmente en torno a la benevolencia del escultor, a que los Gaspari les habían pagado las colegiaturas para que ni ella ni sus hermanos perdieran el año, y a que Tía Vanna había conseguido que el despacho de su esposo llevara el caso del divorcio sin cobrar un céntimo.

No era una historia triste, sino quizás más compleja de lo que debería de haber sido necesario, porque la verdad era que no podía decir que había pasado hambre o cualquier penuria. No, no era una historia triste, porque, al final, lo difícil había sido lidiar con la tensión hacia el interior de la familia y eso, hasta cierto punto, lo veía con ojos de alguien con mucha fortuna y privilegio. Había sido una situación pasajera en la que nunca le faltó nada y en la que, de paso, aprendió los principios de la escultura gracias al amigo de su mamá.

Lo que rescataba de todo eso eran las palabras que Sara le había dicho alguna vez mientras le cocinaba lo de la semana en Milán. Le dijo que una mañana, mientras se preparaban para ir a la escuela, Sara había descuidado la avena sobre la hornilla y se había terminado quemando. Le confesó que se había descompuesto, que se había quebrado por completo, y que estaba a punto de rendirse cuando Daniele llegó con palabras que la reconfortaron y le hicieron ver que todo tenía solución. Como siempre fue raro que no llevaran lunchbox , Emma sí era capaz de recordar que Daniele les había dado un billete con la cara de Vincenzo Bellini a cada uno para que se compraran lo que quisieran. Fue la única vez que comió polpette e polenta ; recordaba haber vomitado en la arcilla de la Nicola Petriangeli a medio circuito de parrilla. Desde entonces no era afín al platillo.

En fin, cuando Daniele regresó, tuvo una de esas conversaciones sinceras con Sara sobre lo que más la aturdía. Sin mayor sorpresa, ella le contestó que el dinero, porque, en su intento por proveerlos con toda normalidad, se había terminado los pocos ahorros que tenía y la burocracia simplemente no actuaba en su favor: ni le soltaban la casa en el Valle de San Lorenzo, ni el Fiat de su mamá, ni nada. Años después, a Emma se lo admitió sin el más mínimo dejo de vergüenza: hubo días en los que pensó que lo mejor –por no decir lo más fácil– era regresar con el hombre que la estaba ahorcando sin siquiera llevarle las manos al cuello. Pero esa noche, cuando Daniele regresó de impartir clases en la universidad, le entregó el primer medio millón de liras junto con esas palabras que Emma ahora quería aplicar con Belinda sin realmente decírselas.

Que era para su tranquilidad mental, para su paz emocional, porque estaba seguro de que a ella nunca se le había quemado nada, mucho menos un poco de avena, y, mientras él pudiera y ella lo aceptara, le daría medio millón todos los meses hasta que fuera necesario. Que no le importaba en qué lo usaba, si en necesidades primarias o lujos, porque cuando uno da dinero no puede disponer de la manera o los propósitos en los que se decide gastar.

La verdad era esa, que si bien a Belinda no se le había quemado un poco de avena, debía tener la cabeza serena para no cometer errores irreparables que le costaran al estudio, y eso, aunque no ignoraba la salud de su familia, era lo que a Emma más le importaba; si un aumento de sesenta mil dólares anuales le iba a proveer la perfección de siempre, prefería invertir eso en ella y no en un bueno para nada como Selvidge o en un neandertal como Segrate.

–Porque te lo estoy pidiendo –sonrió Emma.

–¿Qué pasa si digo que no?

–Se los doy de mi salario –se encogió entre hombros.

–A este paso te quedarás sin nada –repuso–, complementando salarios a todo mundo. –Emma no supo si la estaba regañando–. Aunque supongo que habrá más gente llorando por ti que por mí cuando nos muramos –rio.

–Si eso ahora no me importa, menos me importará cuando esté muerta –resopló Emma.

–Está bien –replicó Volterra al fin–. Encárgate de eso con Jason. Cuando esté todo listo, me traes la adenda para firmarla.

CEST (UTC+2)

Como cada cuarto martes del mes, Irene estaba conectada a las siete en punto, hora Atenas.

Desde la cama, Alex pretendió seguir con Elena Ferrante, pero se le hizo imposible en cuanto escuchó el timbre de la llamada por Skype. No supo si era una falta de respeto, pero apagó la música para escuchar a la griega hablar en su lengua materna con el hombre que había sido más que un proveedor para ella.

Reconoció las cordialidades y las preguntas de cajón que giraban alrededor del bienestar de ambos, mas el resto, algo que supuso que iba sobre novedades y temas específicos, no supo seguirlo al cien por ciento por tener el helénico tan oxidado que parecía haberlo olvidado por completo. De igual forma, todavía consideraba que el idioma sonaba bonito.

Irene se asombró al ver que Talos se había dejado crecer el cabello y la barba. Los mechones y parches canos, tal como lo señaló, le sentaban bien. Se le notaba cansado, agotado hasta quizás sus propias últimas consecuencias; sin embargo, en los veinte minutos que llevaba la interacción, se había mostrado sonriente y animado como el resto de las veces, y le había hecho preguntas de rigor y por interés. Y compartieron algunas risas también, algo que sacaba a relucir la esencia de la relación que mantenían pese a los malos tragos del pasado y el presente.

–Y ahora que ya estás en vacaciones, ¿por qué no vienes unos días antes del curso de verano? –Así era él, una persona que llamaba curso de verano a un propedéutico matador y decisivo–. Podría comprarte el boleto, no sé, para que salgas el jueves o el viernes y regreses una o dos semanas después. ¿O tienes otros planes?

Agh, Baba… –suspiró, llevándose las manos al rostro para rascarse los ojos–. Pía se casa el viernes, ¿recuerdas?

Talos enmudeció. Se aflojó la corbata y se abrió los botones del cuello de la camisa.

–No has cambiado de parecer –murmuró Irene.

–¿Qué se supone que voy a ir a hacer ahí? –resopló–. Hace años que no veo a tu hermana. Además, no creo que Camilla quiera verme.

–Se trata de mi hermana, no de mi mamá –repuso–. Si te invitó es por algo.

–No, Niní –disintió agobiado–. Debió ser por compromiso. –Irene lo miró con tristeza–. Iré a cenar con tus abuelos y Fanis y Dilara. Tengo que irme. Pero ¿me dirás si quieres venir al regresar de Nueva York? Aunque sea un fin de semana.

Irene asintió y le mandó un abrazo a Selene y a Artemus; a los otros dos ni los echó en cuenta porque, como a su hermana, le estorbaban tanto en la existencia que eran la razón principal por la cual defendía el derecho al aborto.

Alex comprendió que estaba molesta y, pese a no dejarla sola por si necesitaba algo, no le preguntó qué le había dicho como para que se pusiera así. Desde ahí, donde continuaba sin entender cómo la prosa de Ferrante podía resultar amena para muchos, la observó ir y venir alrededor de la Roncato mediana que había desparramado sobre el suelo. No supo qué había durado menos, si la conversación con su papá o en ordenar la ropa y la comida dentro de la maleta.

–No, no, espera –la interrumpió Alex y se puso de pie–. ¿Me dejas verlo? –le dijo antes de que cerrara la funda del vestido–. ¿Blanco? –murmuró, paseando los dedos por el borde inferior para sentir la tela.

–Mi hermana va de rojo y mi cuñada de negro –asintió–. No estoy boicoteando nada ni robando protagonismo.

–No me imagino lo bien que te verás –le dijo casi al oído.

–Te mandaré una foto cuando ya esté todo como debe estar –se sacudió en un escalofrío.

–¿Lo prometes?

–Lo prometo –asintió y la empujó juguetonamente con la cadera para que se alejara de ella.

Alex se retiró entre risas y se dejó caer de nuevo en la cama para ver qué más iba a meter en la funda.

Solo recordaba haberla visto una vez en vestido formal, en una imagen que había puesto Agnes en su cuenta de Instagram el año anterior para conmemorar los cinco años de haber dejado de ser la popular para convertirse en el futuro de Grecia mediante el estudio y el ejercicio de las leyes públicas. Inmortalizada junto a ella, Irene sonreía con amplitud –posiblemente a causa de la bebida en su mano– con la melena larga, ondulada y apenas alborotada. En ese entonces, en la tarde en la que se recuperaba de una brutal ingesta de alcohol y le rascaba la cabeza a la Mezzogiorno, Alex se preguntó si así se vería la griega en un estado postcoital; ahora con el cabello corto ya no importaba y era incapaz de imaginarla de otra manera.

Ahí, mientras esperaba a que Irene terminara, acosó el perfil de Agnes hasta encontrar la publicación. Irene llevaba un vestido negro que no era ni flojo ni ajustado, hasta por debajo de las rodillas. Se le veía bien, pero el color solo atenuaba el bronceado letal que portaba. Con la tela blanca seguramente sería distinto y era una lástima que no pudiera apreciarla con sus propios ojos.

–Tienes una cara de picardía, Santoro, que no puedes con ella –le dijo Irene, sentándose al borde de la cama.

–Pensaba en si esa tela permite el uso de ropa interior –repuso con inocencia, porque en realidad había estado imaginando la manera en la que, de estar con ella, podía infiltrarse bajo el vestido hasta aferrarse a su trasero.

–Y si no, no me la pongo y ya –rio–. No pasa nada.

–Me maltratas, Nene, me maltratas –musitó.

–¿Por qué?

–Me estimulas la imaginación a niveles dolorosos.

–Preferiría estimularte otras cosas.

Alex la miró estupefacta y luego se echó a reír, a carcajearse: la desvergüenza era tan antinatural en ella que la sacudía hasta la médula.

–¿Y qué te detiene? –gruñó.

–Siento que necesito una ducha –se encogió entre hombros–. O un baño. ¿Lo preparas como ayer en lo que hago el check-in ?

EDT (GMT-4)

Jason no le había puesto ningún pero cuando le dijo que redactara la adenda para el contrato de la arquitecta Hayek. Se la entregó impresa tres Laffy Taffy de banano después. Volterra trazó el garabato de siempre y ella también. A las doce y veintidós, ocho minutos antes de que Belinda se fuera a almorzar, se plantó bajo el marco de la puerta con un semblante indiferente. Esperó a que colgara la llamada.

–No me lo pediste, y quizás no sea la razón por la cual me lo contaste, pero esto es lo que me tomé la libertad de hacer –le dijo y le alcanzó la adenda para que la leyera y corroborara que los datos fueran correctos.

Sus palabras tuvieron eco en las de Sophia. «Hice algo» , murmuró para sí y se encontró casi sonriendo.

Belinda la miró sin saber qué decir.

–Es la oferta –le dijo Emma–. Si tienes un número distinto en mente, más cómodo o menos complejo para las cuestiones fiscales, me dices. Piénsalo, tómate tu tiempo y, y, y… y nada. Buen provecho –concluyó.

Salió de ahí en busca de Selvidge. Se dijo que, ya que estaba inmersa en las cuestiones administrativas, lo mejor era hacerlo todo de una vez.

Lo encontró comiendo un croissant que se despellejaba con cada mordisco; las hojuelas caían sobre el teclado de la iMac en la que, gracias al reflejo de sus anteojos, pudo ver que jugaba una partida de snooker .

Para no diferir del dramatismo y las teatralidades que la situación ameritaba, accedió a tomar asiento. Adoptó una postura que debía distinguirse como una de extrema conmiseración: la espalda ligeramente encorvada, la cabeza ladeada hacia la izquierda, las manos entrelazadas sobre el regazo.

Así, con un tono suave y comprensivo, Emma Pavlovic le vendió toda una ficción en la que ella y Volterra habían discutido largo y tendido sobre la posibilidad de igualar la oferta de Bergman, pero el estudio se encontraba en un período de transición muy delicado en donde no podían costearse prodigalidades. Utilizó esa palabra y no otra porque asumió que no conocía el significado, pero, si hubiera tenido que escoger un vocablo más específico y significativo –y propio–, habría escogido uno que fuera por las líneas de despilfarrar, dilapidar, derrochar, malgastar, malbaratar .

–Es que es mucho dinero –concedió Selvidge–. La verdad es que ya sabía que, de haberlo tenido, no hubiera tenido que buscar otro trabajo por mi cuenta, sino que ustedes me lo habrían ofrecido sin más. –Emma trazó un gesto vago que pasó por confirmación de su teoría–. De todas maneras, tenía que intentarlo… porque sí me gusta trabajar aquí.

La Arquitecta asintió, no sabiendo con qué cara le decía todo aquello, porque Selvidge, lo que se llamaba trabajar , no lo hacía. Ultimadamente rio para sus adentros, pues eran dos caraduras frente a frente: los dos mentían. No sabía si él sabía que ella sabía.

–Y… bueno, en ese caso –se aclaró él la garganta–. Me pregunto si podría ser que mi salida sea en forma de despido y no de renuncia.

«¡Faltaba más!» , gritó Emma en sus adentros, pues, según la sacrosanta tabla de Pensabene, las liquidaciones estaban incluidas en las prestaciones: bajo acuerdo entre el estudio y el empleado, el mínimo era seis semanas de salario para quienes tuvieran al menos un año de trabajar con ellos; Selvidge estaba por debajo de las cincuenta y dos semanas, por lo que calculaba que sería solamente un mes de salario y lo proporcional al periodo vacacional y la bonificación.

–Tim… Timothy –resopló ella sin poder creer lo que estaba escuchando–. Nadie te está despidiendo. Tú te estás yendo.

–Es que, bueno, como tú misma dices, el estudio está en un período de transición y eso no significa otra cosa que reestructurar el área o suprimir el puesto.

–Esas son conjeturas tuyas. El puesto no está siendo suprimido. Tampoco estamos reestructurando el estudio –frunció el ceño–. Pero, en fin, si quieres insistir, háblalo directamente con Volterra.

Selvidge la miró, pidiéndole compasión. Él no quería decírselo, pues vergüenza, aunque poca, sí tenía, y todo el cuento sobre no querer ir con Volterra por conflicto de intereses no era más que una excusa para no tener que enfrentarlo; sabía que su rendimiento estaba por debajo de lo esperado: en el tiempo que llevaba trabajando ahí no había llevado ningún proyecto de paisajismo por sus propios medios y, en los que había participado, no había estado a la altura. Recurrir a Emma había sido una estratagema genial (según él) para que alguien hiciera el trabajo sucio. Además, sabía que el jefe era débil frente a la Arquitecta, que no era capaz de oponer resistencia alguna y que todo se lo consentía. Poco sabía que todos, su gran amigo el Ingeniero Segrate inclusive, lo consideraban un desperdicio de recursos materiales y naturales.

–¿Cuándo empiezas en Bergman? –le preguntó Emma.

–El lunes. –Emma sonrió–. ¿Por qué?

–¿Qué te parece si nos ayudamos mutuamente? –le dijo en tono conciliatorio aunque por dentro quería tomar el teclado sucio y estampárselo en la cara–. No solo violaste la non-compete clause de tu contrato, sino que también estás faltando a la obligación de presentar la renuncia quince días laborales previos a tu partida –dijo y se aclaró la garganta–. Quien está faltando al contrato eres tú y no el estudio.

–Tampoco –replicó escandalizado ante la necesidad de defenderse.

Emma batió el dedo índice y chasqueó la lengua cinco veces.

–No es una opinión personal, es un hecho. Si tú quieres irte por tus propios medios, el estudio no está en las facultades económicas de retenerte, pero ahorrémonos tiempo y disputas insensatas y lleguemos a un acuerdo. –Él la miró confundido–. Es evidente que lo que quieres es una compensación mayor a la que te corresponde.

–Claro, porque seis semanas de salario no es lo mismo que dos –resopló cínicamente, como si la mujer que tenía frente a él no hubiera cursado siquiera la primaria para aprender aritmética básica.

–Te corresponderían seis semanas si tuviera al menos un año de trabajar aquí –le explicó cargada de paciencia–, pero tienes doscientos setenta y cinco días nada más.

El dato lo sabía porque, incluso cuando le estaba vendiendo una ficción, se había tomado el tiempo de respaldar la decisión y de prever toda posible consecuencia.

–¿No se puede aproximar? –sonrió.

–Te ofrezco tres semanas de salario y lo proporcional a la bonificación y a las vacaciones –le dijo, ignorando la pregunta tan fuera de lugar–, con la condición de que presentes la renuncia, efectiva desde hoy y que saques tus cosas para el final del día.


Se estaba lavando las manos cuando Sophia abrió la puerta de la cabina.

La rubia le sonrió a través del espejo y se contuvo las ganas de reírse cuando ella le correspondió con una mueca risueñamente atropellada por el alcohol: llevaba los párpados ligeramente caídos; los ojos, inyectados de una mezcla paradójica de sueño, éxtasis, nervios –¿o era anticipación?– y distensión; los labios en una sonrisa casi invisible; y la ceja derecha apenas enarcada.

La Arquitecta, entonces, contempló su reflejo. Frunció el ceño. Suspiró. Reacomodó su semblante.

–¿Qué pasa? –rio nasalmente la rubia a su lado.

–No sé si es todo lo que me he tragado, que el maquillaje no aguanta con todo –murmuró, frotándose los dedos con el jabón–, o que ya necesito anteojos –se encogió entre hombros y continuó con lo suyo.

Ahora que Sophia lo pensaba, sí, ¿cómo era posible que llevara tantos años con los ojos intactos? Todos en el estudio usaban anteojos menos ella; todos, incluso Moses. Emma le habría dicho que gran parte de su dieta básica hasta los veintitantos –que vivió con Sara– consistió en betacarotenos y vitamina C; había sido en los últimos años cuando había empezado a descuidar la ingesta que le proveía los bronceados envidiables y los ojos perfectamente funcionales. Se la imaginó con los distintos tipos de armazones al rostro y llegó a la conclusión de que sería la responsable de un genocidio si llegaba a portar unos trapezoidales, o bien, de ocasionar tortícolis masivas si se decantaba por unos tan redondos como los de Tojo, Truman o Groucho. Sí, la podía ver con unos Matsuda, unos Mykita, unos Browne, unos Balmain o unos Cutler and Gross.

–¿Cuándo fue la última vez que fuiste con el optometrista? –resolvió preguntarle antes de hacerse más ilusiones mientras se enjuagaba el jabón de las manos.

–¿Dos años? –aventuró Emma.

–Haré una cita con mi optometrista para ti –le dijo–. Para la otra semana.

Yes, Dear –asintió y le ofreció dos porciones de papel para que se secara.

Sophia se volvió hacia su esposa –ahora sí, con ese título por mera formalidad legal y civil– y, con un gesto mundano, le indicó que ella tomaría la ruta más ecologista de todas.

Que nadie se dejara engañar: la rubia no sabía qué era lo que estaban esperando para subir. Estaba segura de que todos entenderían si no se aparecían por el Gastrognome. ¿Qué era lo que la detenía? ¿La cortesía con los invitados –sus amigos más cercanos–, todos unos degenerados que le rendían culto al placer de la carne?

La piel de Emma se erizó al contacto de sus dedos fríos en sus muslos. Se estremeció. La escuchó reírse, burlarse de ella y de su reacción, y balbucear algo sobre su fine ass a medida que lo apretujaba. Ahí, estando tan cerca y tan solas, se preguntó «Why not?» . Le arrebató un beso feroz, famélico, para que no le quedara duda alguna de qué era lo que quería, de lo que poco a poco estaba necesitando.

–Todavía no –se despegó Emma de sus labios–. Te dije que tengo algo distinto que ofrecerte –murmuró, ahuecándole la mejilla izquierda.

–¿Qué esperas? –susurró en tono quejumbroso.

–Ya casi encuentro las palabras que necesito –sonrió febrilmente–. Y ya casi reúno el coraje necesario para decirlas.

–¿Tan rápido me quieres pedir el divorcio? –bromeó a ras de sus labios.

–No quisiera quitarle el puesto a Felipe de Alba –negó con la cabeza–. Non abbia paura, Signora Rialto.

‘Signora Rialto’ would be my mother –rio nasalmente–. I’m ‘Signora Rialto-Pavlovic’ for all intents and purposes.

La vehemencia con la que le sostuvo la mirada le hizo saber que estaba dispuesta a olvidarse de lo que necesitaba para llevarla a la cama. Solo tenía que decirlo.

–Subiremos cuando estés lista –murmuró, tomándole la mano que había dejado en su mejilla para darle un beso como el de hacía rato–. Solo quiero que sepas que tengo ganas, muchas… así que, por favor, no bebas hasta la inconsciencia.


EDT (GMT-4)

Emma se abstuvo de reaccionar y le sirvió de medio para desahogarse, porque cómo era posible que tuviera las pelotas para pedir que lo despidieran; ¡porque eso era lo que se merecía!, pero el gusto no se lo iba a dar, no, no, no, ¡no, señor!; porque era él quien le debía dinero al estudio al haber sido un lastre como ningún otro; y qué poco hombre, ¡!, que tenía las pelotas para pedir tal cosa, pero no para decírselo a él en persona, ¡!; se merecían mutuamente con Bergman, porque ambos eran unos que solo buscaban y ; y ¡ojalá al de Timothy le vaya y ***!

Jamás había escuchado a Volterra proferir tales palabras. Había insultos que ni siquiera sabía que existían.

–¿Sabes qué? –bufó luego de que pudo calmarse–. Si me lo encuentro en el pasillo, estoy seguro de que le rompo la cara… o se me sube la presión y me da un paro, y ese *** no se merece que muera a causa suya. Iré a casa a trabajar desde allí. ¿Te quedas a cargo? –Emma asintió–. Nada más avísame en qué termina todo.

Jason se estaba preparando para ir a comer, asegurándose de que dejaba todo bajo llave y la computadora bloqueada –manías suyas–, cuando se llevó la sorpresa de tener a la Arquitecta en su oficina por segunda vez en el día; si era raro que se asomara por ahí en general, ya dos veces en un mismo día ni se diga. Sus interacciones casi siempre eran sobre trabajo, algo que no le reprochaba porque, aunque no mostrara mayor interés por saber cuáles eran sus sueños más íntimos, lo trataba con deferencia –no como muchos otros en el estudio– y siempre estaba dispuesta a platicar sobre Bradbury, Vonnegut, Golding y Kerouack mientras esperaba a que le entregara por lo que había llegado. A la fecha, llevaban casi tres años hablando sobre Dr. Hastings , una dinámica que comparaba con las partidas de ajedrez que se jugaban un turno cada tantas veces.

Ella se disculpó cuando vio que llevaba un recipiente hermético entre las manos y le dijo que regresaría después, luego de que ambos hubiesen almorzado.

–Un minuto más nunca ha matado a nadie, Arquitecta –sonrió–. Cuénteme.

La escuchó con atención y tomó nota de lo más importante en el reverso de un papel reciclado, le hizo algunas preguntas para ultimar detalles y le informó que podía tener listo el cheque y el recibo con los detalles del último pago.

Que no lo iba a entretener más, le dijo Emma, porque comer chāu-mèn frío no debía estar en los planes de nadie; le dio las gracias de nuevo y se retiró.

Doblando hacia la derecha para incorporarse al vestíbulo del estudio, observó a lo lejos cómo su rubia favorita le abría la puerta de la sala de reuniones a una mujer de cuello largo y hombros caídos. Pasó por la oficina de Selvidge y lo observó tal y como lo había dejado: estupefacto, ensimismado, con la mirada perdida en el vacío.

Se dejó caer en la Poltrona Frau y, mientras abría los archivos de Oceania, curioseó las hojas desperdigadas sobre el escritorio de Sophia. Había algunos bocetos de haladeras y manijas en forma de barras, botones, arcos y ranuras –la Licenciada Rialto estaba en contra de los cajones con huecos por haladeras–, mas había escrito en letras pequeñas y mayúsculas, subrayadas dos veces –lo que indicaba una decisión final–: push opening system – anti-scratch + fabric fray – 2x09LMP-iiF 3(R+L) + 1L = $651 +tx +sh&h . Esos rieles debían ser el ejemplar de la perfección lecorbusiana para ser tan caros; debían tener garantía de por vida.

Iba a continuar fisgoneando cuando sonó el teléfono. La voz de Moses la tomó desprevenida, haciéndola recordar que Gaby estaría fuera por un par de semanas; le explicó, entre vaguedades, que un tal Ra-hee-mond Gay-os quería hablar con ella sobre una consulta arquitectónica.

I’m terribly sorry, Ma’am, it’s just that he has a really thick accent and I just…– suspiró Moses–. From what I could gather, his referral is some guy named Yoor-guh-lah… –dijo, luchando con los nombres.

Giurgola? –ensanchó la mirada.

That guy! –rio él.

Le dijo que le pasara la llamada. En los cuatro segundos que se tardó, creyó estar delirando. Sabía que Romaldo estaba ya retirado, viviendo sus noventa y tres (¿cuatro?) años en Canberra y alejado del medio y la profesión. Emma todavía no hablaba cuando él dejó Nueva York. Entonces, ¿a qué venía su nombre en boca suya? No podía negarlo, estaba al borde de caer en eso que hoy en día llamamos fangirling porque nunca, ni en sus más alocados sueños, se habría imaginado que Romaldo Giurgola supiera de su existencia.

Moses tenía razón: el señor tenía un acento muy marcado y, en un principio, le costó entenderle.

Are you fake italian? ‘Pavlovic’? What kind of name is that?Is it even italian? –le preguntó casi con enfado, pero, en realidad, era frustración de lo que padecía.

–Slavic, actually, but I can assure you, Mr. uhm…

Gaos! Gaos, God! –espetó.

Mr. Gaos, I can assure you I’m as italian as…

So you speak italiano?! –la interrumpió.

–repuso con el ceño fruncido y estando terriblemente tentada a tirarle el teléfono al tal Señor Gaos sin importarle que viniera con una referencia de Giurgola.

So you understand spanish, too –replicó él, ahora con un dejo de esperanza en su voz.

–Podemos hablar en español también, Señor Gaos –resopló ella.

–¡Madre mía! –exclamó y se echó brevemente a reír–. Qué sorpresa –espiró aliviado–. ¿Qué os parece si empezamos de nuevo?

Para no hacerlo tan largo, la interacción se puede resumir en los siguientes puntos:

  1. Él era Don José Ramón Gaos García –nombre pomposo, o esa era la impresión que le daba a Emma–, y había adquirido el título a raíz del doctorado en Economía, Finanzas y Empresa por parte de la Pompeu Fabra.
  2. Su esposa, diez años menor que él, la señora Carla Fontana –esto lo dijo con un remedo de acento italiano– era italiana.
  3. Habían hecho una gira mundial debido al trabajo de él: Madrid, Tokio, Londres, Singapur, Costa Rica, Stuttgart, Nueva York. Pero estaban cansados de tanto viaje, porque cada dos o tres años era lo mismo, y por eso había renunciado al puestazo de ir arreglando los centros administrativos de esa marca médica cuyo producto más famoso era el lubricante (utilizado por ginecólogos y coloproctólogos, y por algunos consumidores finales también), y había aceptado una posición –esa palabra, después de hablar de lubricantes, resultó graciosa– como Director de Mercadeo de una marca de aceite de oliva con base en Santa Bárbara.
  4. Emma no sabía por qué le contaba todo eso.
  5. Por fin se le iba a cumplir construirse una casa, porque antes solo habían sido inquilinos.
  6. Emma se confundió, pues ¿qué tenía ella que ver con California?
  7. Para honrar a su esposa, buscaba un arquitecto italiano.
  8. Había pasado por los estudios de Pietro, Renzo, Maurizio, Arnoldo y Lucio; pero se había frustrado con todos porque siempre terminaba hablando con un arquitectucho más americano que el hot dog (sic) . Eso no era lo que él quería.
  9. Harto de eso, había intentado sacar a Romaldo Giurgola del retiro y la jubilación, pero éste lo había mandado a freír espárragos (sic) . Le había dado su nombre porque le parecía que tenía un futuro más que prometedor y que no estaba tan prestada al ego – «Jajajajajajaja»– de los otros que solo se enfocaban en hacer grandiosidades para ganar premios y doctorados honoris causa . Que había que tener cuidado con las mentes que se movían subrepticiamente mientras dominaban el mundo porque nadie se daba cuenta hasta que les habían comido el mandado.
  10. Romaldo le había dicho que era cara, casi tan cara –o igual– como él lo había sido en su momento.
  11. Él cómo sabía cuál era su tarifa, Emma ni enterada. Esto no lo dijo, solo lo pensó.
  12. Estaba dispuesto a pagar, porque dinero se tenía de sobra cuando se pasaban casi veinte años arreglándole los problemas a otras personas. Y estaba dispuesto a pagar incluso por haberle tomado la llamada, porque ya era un gran avance con respecto a los demás.
  13. Lo que quería, antes que nada, era concertar una reunión con ella para conversar más al respecto.
  14. Quedaron para el día siguiente a las diez de la mañana.

Cuando depositó el auricular en la base, tuvo un efímero acceso de risas aireadas: qué acababa de pasar, no lo sabía; pero, por ratos, no había estado segura de que el Señor Gaos necesitara un arquitecto –porque de esos había muchos, e italianos quizás de sobra–, sino más bien un psicólogo, un confesor o un amigo.

Por lo general, sus primeros tratos, especialmente los que tenían que ver con dinero y tiempos de entrega, los hacía con los hombres; luego, las mujeres –y aquí decía mujeres en abstracto porque había tratado con hijas, nietas, esposas, amantes, prometidas y demás–se convertían en el punto de contacto y quienes dirigían, por decirlo de alguna manera, la parte creativa del proyecto. Era evidente que las cosas serían distintas en esa ocasión.

Sacudió la cabeza para obligarse a terminar de cambiar de modo operacional y pasar de llamada a pantalla, de un tema a otro, sin que se le cruzara la información y terminara por contaminarse con ideas inadecuadas. Cuando movió el mouse para despertar la iMac, se percató de que dos pares de ojos la observaban con atonía. Se sintió incómoda.

–¿Estaba hablando con Romaldo Giurgola? –balbuceó Parsons.

En ese momento, la Licenciada Rialto entró con una caja rectangular negra entre las manos. No era necesario presumirla con palabras: el gladiador serigrafiado era suficiente. Lucas desplazó la impresión de haber escuchado a la Arquitecta sostener una llamada en español a todo lo que significaba eso que llevaba la Licenciada Rialto.

–Sé que estamos compartiendo espacio –dijo Emma impasiblemente–, pero tratemos de no escuchar conversaciones ajenas.

–Perdón –murmuró Parsons–. Pero ¿hablaba con Giurgola?

Emma se volvió hacia ella y la fulminó con la mirada. La sonrisa de entretenimiento y advertencia de la rubia la distrajo, por lo que no pudo verbalizar lo que hervía en su interior.

–Es mi tío –resopló la Arquitecta y escuchó cómo un jadeo de sorpresa se escapaba de la garganta de la pasante–. Es broma, Parsons –rio, tanto por su candidez como por la manera en la que inadvertidamente la había llamado.

Para que no pasara a mayores, se devolvió a la computadora.

–Es tarde, ¿no tienen hambre? –preguntó Sophia a medida que tomaba asiento en su escritorio.

Con la sola insinuación de comida, Lucas salió del estado enajenado en el que había caído y se arregló para bajar al carrito de Sabrett en la esquina de 48th St . y Sexta. Toni Bench, a quien Belinda Hayek alguna vez había consagrado como la Vocera de la desnutrición , se le antojó un batido sobrevaluado de remolacha, zanahoria, col rizada y jengibre para ahogar la sensación de haber pasado la vergüenza del siglo por no haber sabido controlar la curiosidad.

–¿Les parece si a las dos y media tenemos otra ronda de presentaciones? –preguntó Emma antes de que salieran.

Habiendo recibido un par de asentimientos mudos, los vio caminar hombro a hombro por el pasillo. Luego giró la Poltrona en dirección a Sophia. Casi con miedo, o pudor –quién sabía–, intentaba sacar la tarjeta negra del interior de la caja.

–Me dijeron que tenía que usarla hoy para asegurarme de que quede activa –murmuró nerviosamente–. Y que era mejor si era una compra copiosa .

–¿Y qué te vas a comprar? –se recostó contra el respaldo y se llevó las manos al abdomen para contemplar la escena con mayor detenimiento.

–Pensaba empezar con el almuerzo –susurró, logrando arrancar el rectángulo metálico con ayuda de sus uñas–. Ojalá tengas antojo de algo copioso . –Emma la miró enternecida–. ¿Qué?

–No puedo salir –contestó–. Volterra se fue a sufrir sus cóleras a casa y tengo que quedarme.

–Esto es muy difícil –suspiró, golpeando el filo de la tarjeta contra el nogal.

–¿Gastar dinero te parece difícil?

–Es más difícil hacerlo –dijo, dejando caer la Centurion con su nombre sobre el escritorio para echarse contra el respaldo de su silla y adoptar la misma postura que Emma–. Pensando en lo que vamos a comer por la noche, algo ligero caería bien.

–No tengo mucha hambre –repuso Emma, mostrándose de acuerdo.

–¿Alguna vez has comido algo del treceavo piso? –Ella negó con la cabeza–. ¿Qué te parece si voy a comprar algo y tú te las arreglas para hacer una compra copiosa con esto? –deslizó la tarjeta hasta alcanzársela.

–Sí te molestó la palabra –resopló la Arquitecta.

–Me parece una palabra incómoda –se encogió entre hombros.

–¿No te da miedo saber cuánto puedo gastar? –frunció el ceño.

–¿Miedo de qué? –rio, impulsándose de los brazos de la silla para ponerse de pie–. Tú la vas a terminar pagando.

CEST (UTC+2)

Dándole la espalda a la puerta, Alex expulsaba el humo del cigarrillo por la ventana que daba al patio interior del edificio. Los vecinos ya se habían juntado de nuevo y cantaban entre el vino y las risas el bella ciao, bella ciao, bella ciao! de la versión partisana. Miraba el Marlboro entre sus dedos mientras pensaba en lo extraño que era escuchar esa canción en esos tiempos. Era como si dos épocas diametralmente opuestas se hubieran encontrado frente a frente: ¿la manera en la que la cantaban, casi como un himno de honor y resistencia, era porque la habían cantado como militantes del Secondo Risorgimento? No, no podían ser tan mayores; de serlo, serían como las momias. ¿Estarían embalsamados en Sangiovese?

Apoyada en el marco, Irene la había estado contemplando por algunos minutos. La posición era digna para quedar inmortalizada: con la frente recargada en el brazo derecho, que se detenía en el borde del dintel para mirar hacia abajo y observar a los vejetes, su espalda quedaba ligeramente arqueada; la pierna izquierda, tensa y recta, compensaba la relajación de la derecha.

Ma, che culo! –se relamió Irene y aplaudió.

Alex la miró confundida.

–Lo digo en ambos sentidos –rio.

¿Qué sería? ¿Que saltaba la cuerda? ¿Que hacía bicicleta? ¿Que hacía sentadillas? Daba igual, qué suerte la suya la de poder admirar monumentales sentaderas en los Calvin de siempre.

–Y yo pensando en que tengo más aquí –se tomó por los senos–, que allá.

–Pero no es competencia, Santoro –resopló la griega–. Tampoco de discriminar o preferir.

–Me declaro conforme –sonrió y le dio la última calada al cigarrillo para luego apagarlo en la poca agua que le quedaba en el vaso–. ¿Todo bien?

–Me tocó en el ano del avión: 40L –asintió–. Al menos es una ventana.

Del patio subió la voz de Buscaglione.

–Tus vecinos son muy clásicos –rio Alex, llevándose las manos a la espalda para desabrocharse el sostén.

–Así seremos tú y yo en cincuenta años, escuchando “Se io non avessi te” –replicó Irene.

–Estaba muy pequeña para esa –disintió–. Tiene que ser algo de la adolescencia.

–Para mí sería “Estate” . Fue lo primero que escuché de Negramaro.

“Pon de Replay” –dijo y empujó los elásticos de los Calvins hacia abajo.

Qué canción. No. Nada. Lo que le había marcado la vida era el triángulo de Alex. Pero eso no era música y no se lo podía contar a sus hijos, a sus nietos, a nadie más que a la almohada y, si las cosas se volvían a salir de control, a un psicoanalista… porque si de cortarse de nuevo el cabello se trataba, lo que seguía era raparse. Se preguntó si la forma de su cabeza daba para eso.

–Se me ocurre una cosa –sonrió Alex de la misma manera en la que lo había hecho cuando había proferido ideas millonarias el día anterior.

Así, como había venido al mundo, pasó de largo mientras se ordenaba el cabello tras las orejas. Cuando regresó, Irene apenas se estaba metiendo en la bañera; había encendido el chorro para agregar más agua caliente.

Porque era una idea medianamente universal la que iba de la mano con un baño compartido –más que un ritual higiénico era uno de relajación y descompresión–, no me resultó extraño que Alessandra Santoro concibiera las cosas desde una perspectiva similar a una ya muy conocida: sin dejar que se interpretara como un gesto mundano en el terreno del romance, apareció no con un primitivo rosato y una copa de cristal de treinta euros, sino con un par de latas de Coca Cola Alla Vaniglia frías y unos Villa d’Este –el azul y el amarillo–, y el teléfono de Irene, pues había visto que la pantalla se había iluminado con una llamada por FaceTime.

–Creo que era tu cuñada –le dijo Alex.

Irene decidió que no valía la pena aguar el momento con un acceso de pánico. Le escribió.

“Me estoy bañando.”

“¿Cuál es tu código de reservación para mañana?”

“QX2LR.”

“¿Papazoglakis nada más? ¿O también Rialto?”

“Solo Papazoglakis.”

“Gracias.”

–Eso fue rápido –murmuró Alex en cuanto puso el teléfono sobre el suelo.

–Si quisiera saber cómo estoy, lo habría preguntado –se encogió entre hombros y tomó el vaso que Alex le ofrecía–. Quién sabe qué querrá con eso. ¿Ponemos música?

–Sí, porque esto de relajarnos con Gino Paoli de fondo es un crimen –sonrió contra su cabello–. Pon tus clásicos.

Pero le pondría primero el suyo, el de Rihanna, y luego se sonrojaría por esa canción de Katy Perry que se mantuvo siete semanas en el Billboard Hot 100 .

EDT (GMT-4)

En cuestión de cinco minutos, Emma ya había hecho una compra copiosa con Alitalia: Irene ya no llegaría ni con las nalgas en forma de aspirina –planas y con una ligera escisión en el centro– ni maltratada. Le había asegurado un cambio de asiento al 2L. ¿Sería suficientemente copioso ?

Una búsqueda rápida en Google le proveyó el teléfono del Plaza.

Para cuando Sophia ya caminaba en su dirección con una bolsa de papel y dos botellas de limonada en las manos, la Arquitecta había pedido que su estadía del fin de semana se elevara al vigésimo piso. Las bondades de la tarjeta eran muchas, casi infinitas.

–Las ensaladas son iguales –le dijo a medida que sacaba dos recipientes relativamente pequeños sobre la mesa de café–, era una mediana y pedí que la dividieran. Hay un panino de roast beef con gouda y cebolla asada, y otro de chorizo ibérico con emmental y pimientos asados, también están divididos por mitad por si quieres probar los dos.

I don’t deserve you –murmuró conmovida.

Al acercarse, lo primero que hizo fue tomarla por el mentón para poder besarla en relevo de muestra de agradecimiento, cariño y un giro de añoranza que resultaba inexplicable porque se tenían en la inmediatez.

Sophia recordaba cómo los silencios de Emma le habían parecido apremiantes en un inicio, pues, viniendo de dos culturas en donde lo normal –y tal vez lo correcto también– era que todos hablaran al mismo tiempo o unos sobre otros, no sabía si sus labios sellados eran un arma de poder e intimidación, o bien, un escudo que protegía la crudeza de esos pensamientos que no exteriorizaba por algo tan frágil como la reputación y el prestigio. A veces, lo admitía ahora que era capaz de verlo en retrospectiva, esos silencios la habían empujado hacia el terreno del nerviosismo y la habían hecho decir trivialidades, obviedades y nimiedades. Sí, como la vez en la que había exteriorizado la duda sobre si Britney Spears había llevado una tanga o un bikini bottom en el video de “I’m a Slave 4 U” .

Ahora, aunque no podía decir que ya se había acostumbrado a ellos o que le fascinaban, había llegado a apreciarlos porque entendía que los silencios de la Arquitecta, al menos con ella, se trataban de una expresión de comodidad absoluta.

Sabiendo de antemano que preferiría el aderezo de cilantro, estragón y limón, la dejó probar los dos; notó cómo las papilas gustativas se le retorcían al entrar en contacto con el que tenía base de tahini.

Reconocía que se habían prestado a un proceso de asimilación en el que las maneras y los hábitos de una habían contagiado a la otra, pero siempre habría diferencias abismales entre las dos, por ejemplo: ella prefería que toda la ensalada –croutones a las hierbas provenzales inclusive– quedara embarrada de aderezo por aquello de que las verduras no siempre eran de su real antojo; Emma lo esparcía en zigzag sobre la superficie, no mucho, y luego agregaba algunos croutones –a la mantequilla con sal– para que estos no se ablandaran con el tiempo. También podía poner por caso que ella alternaba entre ambos componentes y Emma terminaba primero la ensalada para luego comer lo demás.

–¿En verdad no extrañas la laca roja? –le preguntó de repente.

Emma, que había terminado cuando Sophia apenas iba por la primera mitad del panino, se había dedicado a contemplarla mientras bebía la limonada con durazno.

–No, no diría que la extraño –respondió luego de haber tragado–. Como la descontinuaron, no sé, se me hizo fácil adaptarme a esta –dijo, mirándose las uñas.

–Se te hizo fácil porque no te quedó de otra –rio Emma nasalmente.

–Sí, supongo que me resigné –asintió Sophia–. Pero da igual, ¿sabes? Era una pequeñez que en nada afecta a quién soy.

–Qué profundo –opinó socarronamente.

–¿Por qué preguntas? –la recriminó con la mirada y le dio el antepenúltimo mordisco al panino–. ¿Estás segura de que tú no la extrañas?

–No, no diría que la extraño –le dijo con una sonrisa hurtadora–. Es solo que así te conocí. Guardo el recuerdo de tus dedos así, de rojo, con… no sé si cariño o nostalgia.

–¿Eran tiempos mejores?

–No eran tiempos mejores, sino diferentes. Eran el color que tenían cuando me los llevé a la boca por primera vez –rio con picardía–. Supongo que sí guardo las primeras veces con cierta nostalgia, tal como se supone que se guardan las primeras veces de todo.

–¡Por Mnemósine! –exclamó en un jadeo irrisorio–. Emma Pavlovic de repente se siente cálida –la provocó.

–¿Acaso no lo soy? –enarcó la ceja derecha para dejar en claro que se refería a todo eso que, decidiendo callarlo, se dejaba sobreentender.

Sophia sufrió de un espasmo en las entrañas que le constriñó el último bocado de panino a medio esófago. Sin aire, tosió para no morir asfixiada por un poco de chorizo ibérico, pues eso no habría sido muy lesbiano de su parte. Era demasiado joven para morir, se dijo mientras intentaba calmarse con un poco de limonada con albahaca, porque tenía un futuro muy placentero por delante.

Next time try to be more careful about what you say when I’m eating, okay? I refuse to die without having been properly fucked in the ass .

CEST (UTC+2)

Alex no sabía cuál era el ingrediente secreto para que Irene se sincerara de esa manera: ¿sería la súbita baja de estrés o la creciente anticipación por saber los resultados? ¿Sería porque estaba a solas con ella, es decir, sin la presión inexistente de Camilla? ¿Sería, tal vez, el baño, mezclado con la coca cola fría?

Pero ahí, entre “Perra Sexy” , “Cuando el amor toma el control” y “Tu sexo está en fuego” , Irene se pasó un buen rato contándole todos los detalles del examen de la tarde. Frente a las baldosas rayadas, hizo un recuento de cuánto de eso le había sido preguntado y cuáles había acertado y errado; y que había información que había logrado recuperar del ático cerebral gracias a que las palabras clave que necesitaba habían salido de sus labios (de los de Alex), o bien, porque, en general, las había estudiado con ella. El tono en el que dijo lo último puso de manifiesto el rechazo a la sensiblería. ¿Era que no podía o que simplemente no quería?

Luego pasó a comentar un poco la videollamada con Talos, para lo que tuvo que explayarse ampliamente en las parafernalias contextuales que terminaron por derivarse en esos semestres en los que había estudiado en la Kapodistríaca, un tiempo del que la italiana sabía lo equivalente a cero. Alessandra Santoro casi se infarta cuando supo que Camilla había encontrado a Talos con Berenice Karagiannis en la cama.

–Claro que mi mamá sabía que mi papá tenía otras mujeres; muchas, desperdigadas a lo largo y ancho de la sociedad. Sé que tengo tres medios hermanos y que se llaman Andreas, Giorgios y Costas Mylonas; y que ahora deben de tener tal vez doce, once y nueve; y nunca he convivido con ellos más que por pura casualidad en las áreas comunes del Moraitis. El punto es que mi mamá se enteró de todo eso en su momento porque mi papá, aunque muy maldito para algunas cosas, siempre le dijo la verdad… o eso es lo que me ha dicho.

–¿Quién?

–Ella –replicó–. Son conversaciones que han salido ahora que estoy más grande y que vivo con ella. La confianza es mayor, supongo que la madurez también.

–Entiendo. Pero ¿Berenice?

–Ah, sí –asintió con una risa–. Mi mamá dice que nunca le reclamó nada de eso porque no era algo que a ella la lastimara en ningún sentido; eran, a como ella lo ve, como colegas que se veían forzados a convivir por períodos dosificados de tiempo. Ambos cumplían con lo suyo y no interferían en los asuntos del otro. Si me lo preguntas, creo que honraban el contrato matrimonial al pie de la letra, al menos en un sentido civil –opinó y le dio un trago al vaso–. Y, aunque mi mamá alega que no era particularmente infeliz o miserable en ese acuerdo, nunca la vi tan bien, tan tranquila, como fuera de él. Y, bueno, ¿Berenice? –resopló–. Con eso de que estaba estudiando Administración Pública, consiguió un puesto de medio tiempo en las oficinas del PASOK –se encogió entre hombros–. A mi mamá se le fueron las cabras al monte al ver que era ella.

–Pero ¿Berenice? –reiteró incrédula–. ¿La misma Berenice que nos odia a todos?

–La misma –rio–. La versión oficial fue que había sido con la esposa de un congresista de la oposición porque eso no es tan reprobable como meterte con alguien a quien le sacas más del doble de edad.

Procedió a relatar lo que ocurrió después de que aquello explotara en casa: las palabras, las palabrotas y las palabrejas; los dimes y diretes; los pleitos sociales y legales, ambos de consecuencias complejas en la reputación política, claro está; las decisiones, las concesiones, las resignaciones; los acuerdos y los desacuerdos.

Recordaba vívidamente la tarde en la que Sophia le había entregado la escritura del apartamento en el que vivía en Milán, un cheque por veinte mil euros y la pluma que le había regalado cuando se había graduado de la maestría. Ella y Talos habían hablado por algunos minutos en el comedor, y, eventualmente, la rubia había expulsado cuatro palabras que el griego se lamentaba en secreto hasta la fecha: “Vete a la mierda” . Camino al segundo piso, pasó por la sala de estar, en donde Irene existía incómodamente por no querer ser testigo de cómo Camilla empacaba sus últimas cosas ni de cómo Talos esperaba para verla salir por la puerta. Fue entonces cuando comprendió el verdadero sentimiento detrás del mi fa cagare , palabras que salieron bajo el aliento de su hermana como una verdadera expresión de aborrecimiento.

Confesó que la tensión de esos días no tuvo impacto alguno en la calificación que había obtenido en el segundo intento para entrar a Medicina; sin embargo, era la versión oficial porque, aunque mentira, le brindaba cierta comodidad mental e intelectual. La verdad era que, frente a la papeleta del examen, el cerebro se le había consumido a una neurona que apenas funcionaba: veía las palabras, las leía, pero no las entendía. Fue más fácil desplazar la culpa hacia quienes nada tenían que ver en el asunto.

Claro que habría preferido irse con ellas, eso no había sido nunca ningún secreto, pero sabía que iba a ser una carga innecesaria. No hablaba de esto con frecuencia, mucho menos desde la perspectiva en la que concebía sus acciones como un sacrificio por el bienestar de su mamá, que era la prioridad en esos momentos, y, cuando quiso tirar la toalla, fue que la cabeza de Sophia había rodado por el Corso Venezia milanés hasta Via Berengario en Roma.

De todas maneras, le dijo, luego de que Camilla dejara la casa en Kartali, Talos no se volvió a aparecer por ahí hasta dos o tres semanas después con la noticia de que, siendo la maisonette demasiado grande para los dos, había conseguido un apartamento junto al Teatro Nacional; quedaba más cerca del Parlamento, de las oficinas del PASOK y de la Facultad de Economía (porque ya se sabía que no iba a migrar a Medicina).

Al principio fue algo tenso y enervante para Irene porque Talos, cuando decidía aparecer, esperaba que la comida estuviera no solo lista, sino también caliente; que el café estuviera molido justo en su punto; que los trajes estuvieran limpios, las camisas planchadas y con el cuello almidonado, los pantalones sin raya; que nunca le faltaran los Papastratos y las Mythos frías de los domingos. Encima de eso, tenía que aguantar los comentarios menospreciativos sobre su mamá y su hermana, no solo de su parte, sino también de la de los tíos Fanis y Dilara y de su abuelo.

Selene, que nunca se pronunció en contra de esas prácticas de gente mezquina, sí salió en defensa de ellas una noche en la que Talos, enojado con la vida en general, había tenido a bien comentar sobre el único atributo bueno que había tenido Camilla: su servidumbre . La matriarca, que era la que en realidad manipulaba los hilos de la familia bajo el argumento que a todos los había terminado de criar y que a todos los mantenía –Artemus inclusive–, había tenido un arrebato a causa del agravio por extensión y le había arrojado el recipiente con Kalamatas en la cara. Lo llamó niñato, un desperdicio de civilización, un violador de la honra. El patriarca había intentado intervenir, pero Selene lo calló con una mirada que le hizo acordarse de su lugar en el reino de las opiniones que no importaban y tampoco servían. Y que le daba toda la razón a Camilla, dijo para todos los ahí presentes, porque hasta los tiranos tenían un código.

–Lo recuerdo perfectamente –murmuró Irene–, le dijo: “yo te di la vida, pero ella terminó de hacerte”.

Alex había reído. Era una bofetada ácida.

En ese intercambio de palabras fue que Irene confirmó que Sophia y ella solo compartían un linaje de dos, pues el contraargumento de Talos giró en torno a cómo él había pagado por eso al hacerse cargo de una nótha.

–Estos dramas no los tiene ni CentoVetrine –jadeó Alex.

–Espérate –rio Irene–. Porque después de eso mi abuela le dijo que mi hermana era para ella más nieta que esos tres chisguetes que le había sabido pegar a Maria Mylonas.

Al terminar la cena, Selene se había disculpado con ella por la violencia sobre la mesa y le había ofrecido un poco de baklava recién hecha. Una especie de soborno, cómo no.

A partir de entonces, Irene fue de jueves o viernes a domingo a casa de sus abuelos y comenzó a dormir los días de asamblea general en casa de Cora.

Bien conectado como estaba, Talos recibió de manos de Boris Rápanos –el profesor de Políticas Económicas en la Economía Griega (ECO424)– una copia del trabajo de investigación que le había presentado Irene al final del semestre. Todo estaba bien estructurado, analizado y respaldado, y por eso se había merecido exentar el examen. Lo que era alarmante era la cantidad de odio que se percibía a través de las páginas: con nombre y apellido, la Señorita Papazoglakis ponía en evidencia al Doctor Papazoglakis, dejándolo como uno de los dos autores intelectuales de la razón por la cual Grecia se había visto forzada a requerir un rescate financiero, pues, si bien el PASOK se había encargado de publicar el maquillaje fiscal, la investigación de Irene proveía evidencias de que Talos había participado en mandarlo todo a la mierda también. No estaban seguros de si se trataba de un análisis económico o de un trabajo de periodismo investigativo, pero, si no se andaban con cuidado, aquel trabajito de cuarenta y tantas páginas podía muy bien convertirse en la tesis de grado.

Talos terminó internado en el hospital, creyendo que iba a morir, por cálculos en los riñones. Fue mera coincidencia.

Que si en verdad pensaba que era tan malo, le había preguntado desde la cama en el Hygeia mientras paría la primera piedra de tres. Ella le respondió que bueno y malo no venían al caso, porque lo que había presentado eran meros hechos verificables que seguramente los periodistas serios habían hecho caso omiso por una pequeña contribución. Pero él hablaba de eso que se dejaba entrever. Entonces, sí, así lo creía como hombre, como político y como papá. Talos Papazoglakis supo lo que era que le rompieran el corazón.

Para regresar al punto inicial, pensaba que Sophia le había abierto una puerta al invitarlo a la boda y que era una lástima que no la aprovechara.

–No sé cuánto ha cambiado, pero es diferente –le dijo Irene.

–¿Y él qué piensa de que tu hermana se case?

–Supongo que te refieres específicamente a la parte en la que se casa con una mujer. –Alex asintió–. No lo sé.

–¿Será que por eso es por lo que no quiere ir?

–No sé si es que no le importa o si es que no lo entiende –repuso y se llevó el último trago de coca cola a la garganta–, pero cuando le dije que había conocido a la novia de mi hermana en Venecia, no sé, no recuerdo que se haya escandalizado. De hecho, preguntó por su nombre y si era buena gente –resopló, pues sí recordaba cierto grado de torpeza al tratar el tema–. Creo más bien que tiene miedo de lo que pueda pasar porque, bueno, hay que ser honestos, sí fue todo un maldito.

–Es un poco tonta la pregunta, pero ¿tu mamá le resiente lo ocurrido?

–Mi mamá no colecciona rencores, sino culpas, y todas son suyas –resopló–. Le debe de resentir algo, pero me da la impresión de que no actuaría sobre ello porque mi papá dejó de definirla hace mucho.

–¿Y tu hermana?

–No creo que lo haya invitado para enviarlo a la mierda de nuevo –rio Irene–. Seguramente es un anzuelo nada más: si pica, bien; si no, también. Pero, si no pica, da por zanjado el tema y cualquier lazo que pueda haber entre los dos.

–¿Y tú?

–No –disintió y se reacomodó entre sus brazos para mirarla ligeramente desde abajo–. Lo que siento es algo distinto. No sé si es lástima, pena, vergüenza, rechazo, incomodidad u obligación, aunque haya cariño de por medio… es complicado –murmuró mientras recogía un poco de agua y se la llevaba al rostro para enjuagárselo–. El poder que tiene mi papá es solo atractivo para quienes no lo padecen directamente. Lo malo es que el poder se acaba. Y la atracción también.

–¿Y qué hay de la otra familia?

–No, Maria hace su vida por su lado –negó con la cabeza–. Tampoco es que hablamos de eso con mi papá.

Preguntar qué hacía ella, cómo había conocido a Talos, cómo se había involucrado sentimentalmente con él –porque tres hijos al hilo con la misma mujer no eran producto de la promiscuidad desenfrenada–, le pareció que habría sido abusar de la apertura de la griega. En medio del silencio que había optado por guardar, como si ya se hubiera cansado de hablar, la sintió mover la cabeza al ritmo del “Sudor” de Guetta y Snoop Dogg. Era una canción que, de haberse hecho un año antes, la habrían bailado en la infame fiesta en casa de Berenice; en cambio, habían tenido que conformarse con canciones como “Tengo el presentimiento” y aquella que hablaba sobre los pantalones de mezclilla, fundada por Nelly, y las botas con pelos.

–Te aburrí –susurró Irene, decidiendo no escuchar las manifestaciones de narcicismo de LMFAO y saltarse a la voz de Will Heard sobre los sonidos de Klangkarussell; era un tipo de música más apegada al estilo de Alex.

–¿Por qué lo dices? –sonrió, buscándole los ojos.

–Intuición, supongo.

–No, mi amor –susurró la italiana.

Por un momento temió lo peor; lo mínimo, un reclamo. Una cosa era que Irene se lo hubiera dicho tres veces ya y sin aparentes repercusiones emocionales y mentales, pero otra muy distinta era que ella la igualara. ¿Sería ese desliz, una consecuencia directa de los deseos reprimidos, el acabose de algo que ni siquiera había comenzado como tal?

–Te voy a pedir un favor –le dijo Irene muy seria. Alex casi defeca lo de toda su estirpe, ascendiendo hasta Eva–. Si me vas a llamar así, al menos remátalo con un beso.

En la lista del intercambio, Alex había puesto Londres, Barcelona y Colonia. En ese orden. Recordaba haber sentido rabia infinita cuando Mr. Scozzafava le había informado que no era una cuestión de calificaciones, sino más bien de las asignaturas y sus respectivos niveles lo que habían terminado por decidir a dónde iría; además, debía haber sabido más y mejor al poner Alemania como opción, pues, ¿cómo la dejarían ir a un lugar cuya lengua ni siquiera masticaba? Le ofrecían Dublín y Atenas.

Si el idioma era una barrera, ¿por qué demonios le ofrecían Grecia?

Estaba furiosa.

Hizo un sondeo entre sus compañeros para saber quiénes iban a dónde, y resultó que Manuela y Virginia –las personas más cagantes sobre la faz de la tierra– querían vivir en carne propia la experiencia completa del Día de San Patricio. Cuando le entregó la solicitud a Mr. Scozzafava, éste le preguntó si estaba segura, pues sería la única que lo haría en Atenas. Y ella le dijo que sí, porque así tendría oportunidad de aprender el idioma con mayor facilidad (pura mierda) y de valerse por sí misma (pura mierda, pero de la fina y convincente).

Se pasó el invierno rabiando, licuándose los sesos cada día sí y cada día no con la Mezzogiorno, e intentando inventarse maneras para estirar el tiempo.

Cuando se llegó la fecha, la Annabella y Ottavio la despidieron en el Fiumicino, deseándole que comiera muchos mariscos; y Silvana, por su parte, le advirtió que no se colgara de ninguna griega porque, a quién engañaban, ella estaba mejor que cualquier mujer en el mundo. Estuvo a punto de pedir que no la obligaran a subirse al avión precisamente porque iba obligada. Nada podía salir bien de una obligación tan pretenciosa como esa que había concebido el Marymount. Había más colegios a los que podía ir; iría a uno de monjas si hacía falta, pero que no la obligaran.

En lugar de decir todo eso, de implorar estúpidamente por piedad, se tragó el coraje y entregó las maletas en el mostrador de Alitalia. Quiso llorar cuando no quisieron venderle una cerveza en un kiosko porque llevaba una camisa con los logos del Marymount y el Moraitis bordados, su nombre y el año previsto de graduación.

Christina Sideris y Androula Pantazis la ubicaron demasiado rápido. Le gritaron su nombre y, con unas enormes sonrisas, agitaron el cartel con su nombre. Alessandra Santoro pasó quince segundos de vergüenza o lo que duró en alcanzarlas del otro lado de las cintas de seguridad. La abrazaron emocionadas y luego la atosigaron con preguntas sobre el viaje. Ni que llegara de una tierra tan lejana y distinta.

Como era primer año que participaban en el proyecto de intercambios, estaban muy emocionadas de tenerla… no sabía qué más, pues la abrumaron con palabras ceremoniosas mientras caminaban hacia el Opel Corsa del 2008.

La llevaron a almorzar ravioli al burro para que supiera que podía encontrar algo de casa en ese lugar tan extraño y caótico. Alex no les dijo que lo que en el restaurante llamaban ravioli eran en realidad casoncelli y que no eran al burro , sino alla bresciana . De todas maneras, agradeció el gesto de las dos señoras y comió sin protestar. Ya con la panza llena y el corazón menos envenenado por el enojo, Mrs. Sideris retomó la cantaleta de que era la primera vez que recibían alumnos de intercambio y que, de pura mala suerte, el Marymount no había comunicado a tiempo su llegada, por lo que no habían logrado conseguirle una familia que la acogiera; pero que no se preocupara, pues Miss Pantazis, la profesora de arte de primaria y la ahí presente, estaba más que feliz de hacerse cargo.

Androula era joven, tan joven que, en lugar de actuar como madre de acogida, se convirtió en una especie de amiga distante. Tenía una cabellera frondosa y rizada, alborotada, en la que se encajaba los antojos para no perderlos; tenía los ojos marrones y cristalinos; las manos pequeñas, con dedos cortos y uñas pintadas de negro para enmascarar los restos de pintura y barro. Era más baja que Alex, lo cual era un poco raro para ambas por la naturaleza de la relación putativa; delgada y de cintura muy marcada, lo que hacía que el busto se notara más prominente de lo que era, al punto de parecer que se iría de bruces. Las posaderas eran inexistentes. Vestía guardapolvos de mezclilla –negra, blanca, azul, e incluso una verde– y Mourtzi de plataforma que se amarraban al tobillo. Hacía dos años que se había recibido como docente luego de haber estudiado artes plásticas en Austria.

Vivía en un apartamento de tres habitaciones en Kolonaki, sobre Ploutarchou y Karneadou. El dormitorio que le había cedido a Alex daba a una porción de ¿jardín? No sabía, porque ahí no había césped, sino una cubierta de madera y un área de piedras blancas donde había tres ¿palmeras? Lo importante era que tenía baño propio, una cama matrimonial y un televisor pequeño que nunca usó porque todo estaba en griego. Le dijo que era el dormitorio de su hermano, con quien había colaborado para comprar la unidad (sic) , pero que había tomado un trabajo en Patras, en el Instituto Nacional de Sismología, y que llegaba de visita cada tres o cuatro meses, o cuando se ganaba una vacación.

Recordaba que ese día se había ido a la cama a las cuatro de la tarde y que no había aparecido hasta la mañana siguiente, resignada por completo, lista para ir al colegio. Androula le entregó una bolsa de papel con Tiganites, dos Fragosika, un recipiente con Rodakino y nueces, y una botellita de Souroti.

A las siete y cuarto, Alex estaba en el auditorio del Moraitis junto con cinco estudiantes que, tímidos, no habían hablado entre sí. Mrs. Sideris apareció unos minutos después para dar un discurso de bienvenida y un recorrido fugaz por las instalaciones del colegio. Dos franceses, Michel y Sylvain; una inglesa, Philippa, mejor conocida como Pippa ; una portuguesa, Isabel; y dos italianos, Nicola, que venía del Rome International, y ella. Se preguntó cuántos alumnos se habrían acumulado en Barcelona, por ejemplo, o incluso en el mismísimo Marymount.

Mrs. Sideris dijo que los iría depositando en la clase que le correspondía a cada uno según los programas de estudio en sus respectivos países de origen. Alex dio gracias a Dios y a la Roma porque la primera clase era la de inglés, en la que ella se quedaría; tenía hambre y encontraba consuelo en escuchar un idioma que conocía a todas sus anchas.

Cuando entró al salón, le pareció que olía a aceite de oliva. Se plantó tras el escritorio de Mr. Loris, y miró las caras de quienes serían sus compañeros. Fue entonces cuando vio la melena marrón, ondulada y técnicamente sin peinar, y el par de ojos ambarinos que pasaban por verdes. Sonrojada, había terminado de quebrar el bolígrafo que apretaba con el puño. Nunca supo qué dijo Mrs. Sideris, pero intuyó que había pedido que se presentaran brevemente ante una parte del grupo al que pertenecerían.

I’m Alex, I’m almost eighteen, and I’m IB Italian, English, Spanish, Economics, Business Management, Computer Science and Math.And I’m hungry .

Lo último despertó una risa en todos, hasta en el profesor y la directora de curriculum .

Luego de que Mrs. Sideris se largara con los otros cinco para depositar a uno en Historia, a dos en Filosofía y a dos en Psicología, Mr. Loris le ofreció la única silla libre: al lado de Irene.

Apurado, el profesor le ofreció el ejemplar que siempre llevaba de repuesto –por si a alguno de sus alumnos haraganes u olvidadizos se les ocurría decir que no lo traían consigo– y le preguntó si sabía de qué iba la obra. Alex asintió, porque esa obra, si bien no la habían abordado en inglés, sí la habían discutido en clase de italiano el semestre anterior.

La primera interacción que tuvieron ellas dos fue un ofrecimiento por parte de la italiana:

It seems like you’re in need of a pen –susurró para no interrumpir el monólogo de Mr. Loris, y le alcanzó un Bic negro.

La griega le agradeció el gesto, angustiada por haber sido observada en uno de sus peores momentos hasta ese día.

–I’m Irene –murmuró ella de regreso, pronunciando su nombre como lo hacían los áticos–. People call me Niní .

Well, that doesn’t make any sense, Irene –le dijo, dejando que el acento romanesco cayera pesadamente sobre su nombre–. I’ll call you Nene.

Just like my mother and sister –sonrió–. You’re Italian?

–¿Qué me delató? –resopló–. Seguramente fue la camiseta –se miró la azurra savoia número 21.

Mr. Loris, que asumía que ya había terminado de explicar todo sobre The Maniac , pidió que sacaran una hoja para hacer una evaluación relámpago. Number one: To what extent can we consider Emile Durkheim’s Social Facts have an impact on Fo’s aesthetic and characters?

Se había acercado a Alex y le había hablado como si se tratara de alguien que padecía múltiples déficits: ¿sabía quién era Durkheim y de qué iba eso de los hechos sociales ? ¿Entendía el tipo de respuesta que se esperaba a partir de la construcción en qué medida ? De todas maneras, que no se preocupara, pues, por ser quien era, no iba a medirla con la misma vara. Era extranjera, pero no retrasada mental, y el hecho de que no hablara griego no significaba que no dominara el inglés –idioma en el que se impartía la clase– más y mejor que él. Si en realidad quería hacerle un favor, que se fuera a cagarle la paciencia a alguien más.

Media hora después, en la que el tipo cabeceó en el escritorio, decidió que había que hacer una lectura dramática del texto. ¿Quién quería ser el Loco; quién, Bertozzo?

Alex pudo sentir cómo, durante los siguientes quince minutos, Irene no le había despegado los ojos de encima. Se preguntó si lo hacía por su condición de foránea.

Al primer timbre, estrepitoso como pocos, todos cerraron libros y cuadernos e intentaron salir con la desesperación de no saberse en el mismo espacio que el profesor de lengua y literatura inglesa para no tener que escuchar cómo les dejaba alguna tarea improvisada. No obstante, en vista de que la puerta no modificaba sus dimensiones para dejarlos pasar a todos al mismo tiempo, escucharon cómo debían leer de nuevo el segundo acto para la clase siguiente.

Alex se quedó en las afueras del salón, mirando fijamente el horario que Mrs. Sideris le había entregado. Le parecía inhumano que las clases duraran hora y media y no cuarenta y cinco minutos como en el Marymount. Su hambre, temporalmente empujada hacia el olvido, se había manifestado de nuevo con un rugido que rayaba en el dolor.

–¿Necesitas ayuda? –se acercó Irene.

–No termino de entender –sonrió Alex con el papel en la mano.

–¿Qué clase tienes después?

–Matemática.

–¿Nivel medio o superior?

–Superior –murmuró con un dejo de vergüenza, pues, al menos en el Marymount, eso era para cerebritos y personalidades disfuncionales.

–Ah, otra clase juntas –le dijo Irene–. Ven conmigo –le ofreció–. Ahora tenemos media hora de receso para comer algo.

Irene la llevó por los pasillos del edificio hasta la cafetería de secundaria, en donde se encontró con Stefanos y Petros, quienes ya habían tomado posesión de una mesa.

–¿Quieres algo de ahí? –le señaló el área de la comida–. Yo voy por algo de comer.

Alex no quiso quedarse con los niños y se fue con ella con la excusa de que iba a comprar agua al haber perdido la botella que le había dado Androula.

Se sorprendió cuando Irene tomó un plato con huevos revueltos, pita y espinacas; una porción de Fetoydia, una de yogurt con miel y nueces, y una de baklava; una ensalada de frutas; una botella de Zagori; y un jugo grande de toronja.

La griega le dijo que ella se encargaba de pagar por su agua, pues no le aceptarían el dinero con el que pretendía pagar. Había que tramitarle una tarjeta de cafetería y máquinas dispensadoras para que pudiera consumir con normalidad.

Ya en la mesa, Stefanos y Petros la ofuscaron con todas esas preguntas que Irene no le había hecho. Y todo iba bien hasta que, luego de haberse comido los Tiganites y el melocotón con las nueces, sacó las Fragosika.

Se lo preguntó en italiano para no herir posibles susceptibilidades nacionalistas: ¿qué falos era eso y cómo se comía? Irene rio y le mostró los cortes que había hecho la persona que le había preparado el refrigerio. Como se mostró renuente, ella peló la primera y le dio un mordisco.

–No creo que la hippie de primaria te quiera envenenar –opinó Petros.

En clase de matemática no pudieron sentarse juntas, pero intercambiaron algunas miradas que a Alex la hicieron sentir protegida, si es que eso tenía algún sentido. Se separaron para el tercer periodo, cuando la italiana tenía Ciencias de la Computación y la griega Química; se juntaron para tramitar la tarjeta de cobro y para comprar almuerzo. Compararon horarios: donde Alex tenía Italiano, Irene tenía Griego; donde tenía Español, Francés; donde tenía Economía, Historia; y Gestión Empresarial, Biología. Las únicas asignaturas que compartían eran Inglés, Matemática y Teoría del Conocimiento, pues cuando Alex tenía las tres horas de actividad deportiva los viernes, Irene ni se asomaba por estar en la biblioteca con el permiso de Mrs. Sideris; y cuando tenía las clases de griego, Irene estaba en preparación para el Apolyterio en Ciencias de la Salud (Biología, Química, Física y Lengua y Literatura Griegas).

Ese día, al llegar a casa, Irene le pidió a Camilla que le firmara el permiso para ir a Legrena el fin de semana con los de la escuela, un plan que había desechado en un inicio porque quería concentrarse en el circuito de Roma hacia la última semana de ese mes.

El viernes, que Mrs. Sideris había hecho las agrupaciones correspondientes, Irene le había sonreído lastimeramente al escuchar que compartiría tienda de campaña con alguien que no era ella. Cuando supo que ella dormiría con las americanitas , se le revolvió el estómago, y quiso vomitar cuando la condenada Christina Sideris indicó que se sentaran con sus compañeros de morada en el trayecto. Alex había visto algunos capítulos de “Friends” , y había llegado a disfrutar uno que otro, pero la convivencia con Calla, Corinna y Agnes la había hecho aborrecer hasta el capítulo de “The One with the Embryos” en los setenta y cinco minutos que había durado el camino hasta Legrena.

Era un hotel de medio rango, con piscina y restaurante, pero la idea de Sideris y Vaggelakos era que los jóvenes debían ser jóvenes mientras pudieran; por ello, confiarían en que eran lo suficientemente maduros para acampar directamente en la playa. Para las cinco y media de la tarde, Michel y Sylvain se habían puesto la primera borrachera con cerveza y, si no es porque entre varios los aventaron en el interior de sus tiendas de campaña, habrían muerto insolados.

Alex miraba la escena desde donde estaba, con el agua salada hasta el pecho, mientras escuchaba a Nicola aprender coloquialismos mancunianos de parte de Pippa. A lo lejos, vio a Irene junto a la hielera con Loux y Mythos, haciendo caso omiso de lo que ocurría a su alrededor al encontrarse enfrascada en un ejemplar de “O Teleftéos Pirasmós” que ya llevaba por la mitad. De repente, tras el voltear de una página, cerró el libro y miró hacia el horizonte. Se puso de pie y se sacó el kaftan azul para exhibirse con el nerviosismo del pudor.

Su bronceado era extraño, con un corte tajante en los tobillos y a un tercio de muslo. Tenía poco busto y poca cintura, un abdomen tan plano y firme que seguramente dolía, y piernas largas y torneadas. Los hombros eran rectos, cuadrados, y tenía los antebrazos más definidos que los del equipo de basquetbol juntos; las venas saltadas le reptaban de las manos hacia arriba. Con cada paso, se le marcaban los cuádriceps y se le tensaban los gastrocnemios.

El agua le pareció tibia con relación a los catorce grados que hacían afuera.

Esa noche, después de comer Pastitsio, Keftedakia y papas rostizadas, Irene supo que Alex tenía novi a , con a , y que tenía un nombre rimbombante.

A eso de las cuatro y media de la madrugada que Alex salió de la tienda de campaña para ir al baño, vio a Irene partirse de sudor en la arena. Qué voluntad, pensó, pues era indudable que no se trataba de algo rutinario, sino más bien de un entrenamiento de cierto rigor. Qué voluntad, repitió para sí, y, en lugar de imitar a la especie felina –porque, vamos, era lo más cómodo y rápido y normal en esas circunstancias– caminó hasta el baño. Al regreso se quedó sentada, apoyada en la baranda que daba hacia la playa, contemplando la voluntad de la griega.

Una semana más tarde, para la visita al Partenón, Alex había hecho lo que Ana Silvanna Mezzogiorno le había prohibido hacer: se había colgado de las facciones de Irene, de la nariz afilada y de la sonrisa febril; de su voz y su risa, hasta de las respiraciones pesadas con las que delataba las minúsculas frustraciones mundanas; de la manera en la que insistía en llamarla Alessandra, así, siseando y arrastrando las eses; y de cómo manifestaba el regocijo con una especie de chasquido con la lengua.

La semana del veinticuatro de enero, Alessandra Santoro soportó a Mr. Loris y a Mrs. Petrakis a solas. Irene no se apareció en toda la semana.

El treinta y uno de enero, Irene llegó antes que ella.

–¿Estás bien? –la saludó Alex.

–Adolorida –negó con la cabeza y le alcanzó una bolsa pequeña de papel blanco–. Es un poco estúpido ahora que lo pienso, porque es absurdo que te haya traído algo de Roma –se encogió entre hombros.

–¿Qué hacías tú en Roma? –frunció el ceño y tomó asiento a su lado.

–Atentar contra mi ego en beneficio de la experiencia –resopló.

Irene Papazoglakis pasó dos semanas caminando sobre un pie, el izquierdo, y dependiendo de un par de muletas para todo.

Después vinieron las excursiones a Delphi y Corfu, a Rhodes y Nafplio, a Meteora y Santorini; las fiestas en las casas de uno que otro compañero; las discotecas y los restaurantes en Kolonaki, el cine al aire libre y los exámenes bimestrales.

Irene desapareció cada tantas semanas, una semana a la vez, y siempre regresaba actuando como si nada, con un souvenir para Alex. Estuvo en Antalya y en Donetsk. Ahora venía de Nuremberg.

–¿Adolorida? –le preguntó Alex esa mañana.

–Frustrada –disintió y le alcanzó el llavero de la ocasión.

–¿Cuánto falta?

–Dos –le sonrió exhausta–. Quieren que juegue el de Bucarest y el de París.

–¿París?

–Quieren saber si tengo lo que se necesita para convertirme en profesional –asintió.

A principios de mayo vinieron la fiesta de despedida en casa de Berenice y el descorazonamiento de Alessandra Santoro. No se quería ir. Por favor, que no la obligaran. Nada podía salir bien de una obligación tan nefasta como esa que habían concebido entre el Marymount y el Moraitis y todos los colegios asociados.

Hizo los exámenes bajo una proyección de treinta y ocho puntos. Consiguió treinta y dos.

La segunda semana de junio recibió un sobre en el correo con dos estampillas de la Torre Eiffel: “Me quedé en cuartos de final y con la muñeca izquierda vuelta mierda. Me ganó una local, Caroline García. Tiene una sonrisa muy bonita, amigable, pero una derecha incómoda y asesina. Si no me ganaba ella, seguramente me ganaba la que le ganó a Daria. Es una tunecina. Se llama Ons. No tengo el nivel de ellas. Como sea, aquí te va el llavero”.

Agradeció que no fuera una elaboración en aluminio de la torre en Champ de Mars, no como tal, pues, sabiendo que le gustaba el futbol, le regaló uno del PSG.

A principios de septiembre de ese año, a punto de entrar a la universidad, Alex recibió un sobre en el correo con dos estampas de ferrocarriles por tres leus.

“Es una lástima que hayamos iniciado una tradición que estaba destinada a durar tan poco. Estoy adolorida, como nunca. Pero me despedí bien, salí por una puerta relativamente grande. Gané 6-4, 5-7, 6-1. Mi trofeo es una bola de vidrio pesada y espantosa. Tiene letras doradas. La verdad es que es muy fea. La usaré para detener la puerta del balcón o de pisapapeles. He tomado la decisión de no convertirme en profesional. No tengo ganas. Tampoco fuerzas o la disciplina que se requiere. He dejado de disfrutar el deporte por la competencia. No quiero dejar de jugar. En fin. Fue el llavero menos feo que encontré.”

Era un globo rojo y pequeño. Silvanna, cuando lo vio prendido de las llaves del MINI, tuvo un acceso de celos. Lo rompió y lo tiró al tragante. Alex la quiso matar.

Fue el verano en el que Camilla y Talos se separaron.

Ahora que Alex lo ponía en perspectiva y estaba facultada para verlo todo con mayor frialdad, las relaciones serias que había tenido se habían acabado no tanto por lo que decía ser la razón –fuera cual fuera–, sino porque la pérdida de interés coincidía con alguna señal de la griega: lo de la Mezzogiorno se empezó a acabar ese día en el que había enloquecido por el llavero que conmemoraba la victoria más importante de Irene; lo de Vittoria –algo que ni siquiera sabía por qué consideraba serio , pues había durado apenas cuatro o cinco meses– cuando se agregaron al WhatsApp luego de la caída de MSN; y lo de Fella, con la noticia de que Irene se mudaba a Roma. Si había sido a propósito y como parte de una ilusión desmesurada y sin sentido –como si el único impedimento para estar con ella fuera su relación sentimental con alguien más–, no lo sabía.

Ahora todo eso había quedado atrás, perteneciendo a tiempos tan remotos que no parecía que hubiera sucedido hacía tan solo algunos años.

A diferencia de los días en el Moraitis, ya no se envolvían en abrazos laterales que sugerían amistad, ni se gritaban Papa y Santoro o profanidades en italiano de un extremo a otro del pasillo; ahora, Alex podía sostenerla en brazos mientras la llenaba de todos los besos y las caricias que no habría sabido darle en aquel entonces.

Había sido mejor así, pensaba la italiana, tal como habían sucedido las cosas, porque ahora ya no padecía de las frustraciones del enamoramiento desmedido, sino que disfrutaba de poder reconocerse facultada para sentirlo todo sin la pátina de las feromonas enloquecidas; su mundo ya no se detenía en presencia de la griega. Se amplificaba.

Así, después de que el mundo no se viniera abajo tras el nuevo pronombre con el que iba a llamarla en privado – mi amor , ya no Nene o Papa –, la sacó de la bañera y la llevó a la cama, pues era ahí en donde podía hacer todo lo que no podía y no quería decir.

Y ahí, a horcajadas sobre Alex, Irene se dejó hacer , por no decir querer ; y también lehizo , por no decir laquiso . De cualquier modo, a pesar de no saber cómo se llamaba eso que estaba haciendo con ella, experimentó un estado de delirio muy distinto al de las otras veces: fue una especie de suspensión momentánea del tiempo y el espacio en el que no supo si habían pasado tres minutos o tres horas.


Cuando llegaron al Gastrognome, James se regodeó mientras recogía la montaña de billetes que los demás habían arrojado sobre la mesa. Como los seres inmaduros que podían llegar a ser, habían apostado a que Emma y Sophia los dejaban plantados para ir a consumar la unión, el pacto, el contrato, o como quiera que ellas le llamaran al asunto.

Emma hizo un comentario sobre el tipo y la magnitud del daño que padecían sus amigos y tomó asiento junto a Natasha en lo que escuchaba diversas razones con las que intentaban justificar un comportamiento que, a decir verdad, le terminaba importando lo más cercano a una nada.

–¿Te pasa algo? –le susurró Natasha mientras James se encargaba de acaparar a Sophia para convencerla de que pidieran una salsa tropical con frituras de camote y los demás argumentaban que lo que necesitaban era más bien un festival de trans fat para amortiguar lo ya bebido y por beber–. ¿Tienes disfunción eréctil? –bromeó.

–Más bien de la corteza prefrontal –resopló–, o de Broca y Wernicke, no lo sé.

–¿Todavía piensas decirle eso? –Emma asintió–. ¿Qué te tiene tan nerviosa?

–Que no quiero que suene trillado –se encogió entre hombros–, y todo lo que se me ocurre suena trillado.

–Emma María –la invocó Phillip sin darse cuenta de que interrumpía algo más importante que la comida–. ¿Se te antoja un lobster roll ?

–Pero sin mayonesa –asintió y, de reojo, vio cómo Sophia se negaba a comer lo que James quería y se aliaba con Thomas para pedir deep fried tortellini and cheesecake bites .

–Que suene trillado no significa que no lo digas en serio o que no sea verdad –le dijo Natasha, analizando la posibilidad de tragarse unas bolas fritas de mac n’ cheese o unos aros de manzana con caramelo.

–Solo me falta una palabra.

–Avísame cuando la sepas –sonrió, decidiendo pedir ambas cosas con una copa de rosé–. Haré que todo el personal no esencial se retire para que puedan subir sin presión –le dijo y se volvió hacia Thomas–. Si vas a pedir masa de galletas, te robaré una o dos.


CEST (UTC+2)

La despertó el ruido de una ambulancia. Ya había oscurecido por completo. Irene roncaba ligeramente a su espalda. La envolvía en un abrazo similar al de Ostia.

Quiso volverse a dormir, pero el estómago le exigió comida. La griega, con el sueño tan pesado como el de toda su ascendencia materna, no se turbó en lo absoluto cuando se le escurrió para sentarse a la orilla del colchón y rascarse los ojos. Bostezó.

Se enjuagó la cara y trató de peinarse. Los resultados fueron pobres, por no decir paupérrimos, por lo que se ordenó el cabello en una cola miniatura. Se metió en una camiseta azul con estampado de tucanes y fue a buscar sustento en el refrigerador. Sintió pereza cuando supo que tendría que salir.

Terminó de vestirse y le robó las llaves al cadáver que todavía dormía. Al salir, encendió un cigarrillo y le marcó a la Annabella. Se enteró de todo lo que valía la pena saber que había ocurrido en las últimas veinticuatro horas, y, en lo que su mamá le contaba que estaba segura de que la albahaca y la salvia se le estaban muriendo por los deshechos de Holmes y Watson, entró al Coop de la Via Cavour. Se despidió de ella, prometiéndole llegar el sábado por la mañana, y pagó un paquete de spiedini di bovino , una bolsa pequeña de patate rustiche surgelate y una de galletas de mantequilla rellenas con Nutella, y un litro de coca cola.

Dejó los Vans junto a los Keds y, en silencio, se dispuso a marinar las brochetas con pimienta, ajo, perejil y mejorana.

Acababa de meter las papas al horno cuando Irene emergió con la voz ronca y los ojos colmados de modorra. Llegó directo a abrazarla por la espalda y a enterrarse en su cuello.

–Todo sería más fácil si fueras, no sé, quince centímetros más baja –murmuró la griega–. Pero ni limándote los talones lo lograríamos –rio.

–Qué macabro –opinó con una sonrisa–. ¿Tienes hambre?

–Demasiada –asintió y la dejó ir para servirse un vaso con agua–. ¿Cuánto te debo?

–¿De qué?

–De eso –señaló la estufa.

–Tú invitaste al almuerzo –negó con la cabeza y dejó ir la primera brocheta en la mantequilla con aceite–. ¿A qué hora tienes que estar mañana?

–Siete y media u ocho –murmuró antes de llevarse un trago a la boca–. Si es muy temprano para ti, puedo pedir un taxi o irme en tren.

–Nada de eso –disintió tajantemente–. ¿Haces escala?

–Directo.

–¿Te parece bien que salgamos de aquí a eso de las siete? –la miró de reojo–. Por el tráfico y esas cosas del diablo.

–Me parece bien –sonrió.

–¿Quieres que te recoja cuando regreses?

–¿Quieres recogerme? –Alex asintió ligeramente sonrojada–. Se supone que regreso el tres, a eso de la una y tantas de la tarde.

La italiana se limitó a asentir de nuevo y a poner el resto de las brochetas en el sartén.

–¿En qué piensas? –murmuró Irene al cabo de un rato, no sabiendo cómo lidiar con un par de ojos quizá tristes.

–En nada –balbuceó, decidiendo tragarse las palabras.

–Habla, Santoro. –Alex la miró contrariada–. Si no me pegaste un herpes, no puede ser nada malo –resopló.

–¡Ay! –se quejó con una risa–. Pensaba en lo mucho que te odio, Irene.

–Yo también te odio, Alessandra –murmuró febrilmente–. Y a veces me da la impresión de que yo te odio más a ti de lo que tú a mí.

­–Me rehúso a pelear por quién odia más a quién –resopló–. Me quedo con el hecho de que nos odiamos mutuamente.

EDT (GMT-4)

Sophia llevaba casi una hora quebrándose la cabeza con una pieza que, por más que la había buscado, no sabía siquiera si existía. Y si existía, no sabía su nombre.

Previendo que migrarían a PC en algún momento, quería dejar un espacio para el CPU al interior de la puerta que colocaría al lado izquierdo, pero, al no conocer las dimensiones, necesitaba instalar un sistema de paneles que se pudiera ajustar tanto vertical como horizontalmente. Que si era demasiado ambicioso y complicado, sí, lo era; que si era altamente funcional, sí, lo era; que si era virtualmente imposible hacerlo, también.

Frustrada, desechó la idea en el momento en el que Jason se apareció por la oficina para informarle a la Arquitecta que, hacia el final de la jornada laboral, Selvidge había fallado en reclamar su último pago. Ella, que estaba mostrándole a los pasantes cómo hacer algo elemental sobre un pliego de papel, le dijo que no se preocupara; ya se encargaría ella de eso en un momento. El contador, luego de colocar los documentos sobre su escritorio temporal, salió accionando nerviosamente el bolígrafo retráctil.

Si tan solo existiera un mecanismo similar a ese para ajustar un panel vertical en dirección horizontal, suspiró. «Well, fuck it, näh?» , le gritó esa voz interior que sonaba a la mujer que le había enseñado a diseñar armarios y gabinetes, y salió tras Jason.

–Licenciado Walker –lo llamó para que se detuviera a la mitad del pasillo.

–¿Licenciada Rialto? –se volvió sobre sí con una mueca de aflicción; era raro que ella lo interpelara.

–No quiero retenerlo mucho tiempo –dijo a medida que se acercaba–, ¿puedo ver su bolígrafo?

Él, con el ceño fruncido, se lo alcanzó.

–¿En dónde lo consiguió? –le preguntó Sophia, examinando el plástico transparente.

–En el cuarto de copias hay muchos –murmuró confundido.

–¿Sí? –él asintió–. Gracias –sonrió y se lo devolvió–. Que le vaya bien.

Más rara que la Licenciada Rialto solo la Arquitecta Ross.

Regresó con dos Pilot EasyTouch azules porque eran de los que más abundaban, y desarmó el primero; el segundo lo estudió por fuera.

Necesitaba lo más parecido a un riel de aluminio o acero para empotrar y una pieza –algo entre un pistón y una corredera– que permitiera deslizar el panel a lo ancho del compartimento. Para asegurarlo tendría que recurrir a soportes enroscables o a una especie de perno final, y a medir las secciones de los dos o tres estantes que quería ponerle: las medidas tenían que coincidir una vez a lo ancho y otra a lo largo del estante mismo, de manera que, al alterar el espacio vertical, solo se requería girar la repisa en noventa grados. No lo tenía tan claro, pero intuía que el diseño actual tenía mayor potencial que el anterior.

Cinco bisagras hinge 105 en acero niquelado, 2x09LMP-iiF 3 (R) , y tendría que ir al imperio de las llaves y las cerraduras en Queens para elegir el mejor juego para la pieza. Primero tenía que medir el escritorio original y determinar el grosor de la madera.

Sobre las seis de la tarde, Caroline se asomó para informarle a Emma que todos –con excepción de Selvidge y Pennington– se habían retirado y que, si no se le ofrecía nada más, ella se iría a casa.

Cinco minutos después, Emma terminaba la lección sobre lo que ella decidió llamar “Los diez errores comunes entre Parsons y SCAD”:

  1. Dejar que todos los muebles fueran de una misma altura, pues, aunque se pudiera creer que una misma escala y proporción eran una especie de Santo Grial, había que pensar el espacio como una ciudad pequeña en la que había distintos tamaños para distintas necesidades;
  2. Insistir en que un juego de sala, especialmente constreñido a dimensiones pequeñas, fuera de color oscuro; esto hacía que el espacio se sintiera más estrecho e incómodo de lo que en realidad era. Para evitarlo, se usaban textiles claros y acentos en el color deseado, pero, si les resultaba imposible no ceder a una pieza oscura, no debía ser la protagonista;
  3. El tamaño de las alfombras no era arbitrario y no había nada peor que poner una muy pequeña en un espacio muy grande: la alfombra o el tapete debía poder contener, por ejemplo, todos los muebles de una sala social y no solo la mesa de café;
  4. Colgar cuadros o fotografías al nivel equivocado. Como regla de oro, Emma sugería que desecharan la idea de todo aquello que estuviera por debajo del ojo;
  5. No tener un eje central en los bosquejos, es decir, Lucas no exponía el supuesto jarrón y Toni apenas mostraba una fracción de la pintura de Patrick Wilson;
  6. No tener múltiples fuentes de iluminación, a diferentes alturas y de diferentes tipos (esto le parecía un ultraje viniendo de Parsons, quien tenía una especialización en diseño de iluminación, pero el estrés y los nervios eran apendejantes naturales);
  7. Insistir en llevar los muebles contra la pared: ni creaba más espacio ni era más cómodo;
  8. Cuidar analmente las escalas en los bosquejos, ¿acaso una laptop era la mitad del escritorio?;
  9. Haber caído en la trampa de muebles de un mismo set: la idea no era romper por completo la coherencia y la cohesión, sino aligerar la carga mediante una combinatoria astuta;
  10. Pese a sus más grandes esfuerzos, continuar ignorando la importancia de la vegetación.

No exteriorizó la preocupación que la anegaba al ver que ninguno de los dos estaba ocupándose de la ventilación del espacio, ¿de casualidad no se habían dado cuenta de que carecía de cualquier tipo de aire acondicionado, por ejemplo? Ahí, en los diseños, no había ni un ventilador. ¿Cómo abordarían la calefacción? Pero eso era algo que dejaría caer por su propio peso; no podía microgestionarlo todo y, de vez en cuando, venía bien aprender por error. Le diría a Margaret que preguntara por eso y por el trabajo que se le haría al techo, algo que también habían dejado en el olvido.

Los despachó sin más, diciéndoles que era suficiente por el día, pues, de continuar, probablemente terminarían por aseverar que el rosa existía como color físico. Lucas la miró como si hubiera dicho una falacia, mas el cansancio mental no le permitió preguntar al respecto.

–El perro estará furioso –suspiró Emma en cuanto sus liendres iban al final del pasillo.

–El perro estará furioso –confirmó Sophia con una risa–. No creo que se resista a una playdate con Papi.

Emma sonrió y tomó los documentos del escritorio.

–Iré a asegurarme de que Selvidge se vaya y a decirle a Pennington que voy a cerrar.

Sophia entendió aquello como una suerte de orden en la que debía empezar a guardar y a apagar lo necesario.

Timothy Selvidge había reducido sus pertenencias a una caja con libros, fotografías y el tapete marroquí.

–No quería que nadie me viera salir –le dijo en cuanto le alcanzó la carta de renuncia para que la leyera.

Debía darle vergüenza, pensó Emma, pero no más vergüenza de la que había suscitado todos los días que había osado no abandonar el puesto. Lo observó firmar las tres copias del recibo del último pago.

–¿Quieres revisar el contenido? –levantó el tapete–. No quiero que piensen que me estoy robando algo.

–¿Por qué pensaría eso?

–¿No acusaron de eso a David?

–No fuimos nosotros –resopló–, sino tu nuevo jefe.

–¿Y es verdad?

–Tendrías que preguntárselo a él –se encogió Emma entre hombros.

–¿A quién? ¿A Bergman o a David?

–¿Por qué no a los dos? –se encogió nuevamente entre hombros y se hizo a un lado para dejarlo pasar.

–¿Me vas a escoltar hasta la salida?

–Solo porque voy en la misma dirección.

Frente al vestíbulo del estudio y del otro lado de las puertas de vidrio, lo observó llevar a cabo una especie de ceremonia de despedida. Colmado de nostalgia, Emma podría haber asegurado que se había limpiado una lágrima, quién sabe si de tristeza o de frustración.

–Robert –lo saludó desde la puerta.

–Arquitecta Pavlovic –le sonrió desde la computadora–. El otro día me acordé de usted –la miró a los ojos y le señaló una silla por si quería tomar asiento.

–¿Sí? –rechazó amablemente el ofrecimiento.

–Tuve una cita con la coordinadora de la Maestría en Bellas Artes del Pratt.

–¿Con fines académicos o amorosos?

–No diría que amorosos –disintió divertido–. Tenemos amigos en común y nos convencieron de salir.

–¿Y qué tal?

–Cenamos en Little Italy y luego fuimos a su apartamento. Terminamos la velada con el Pomeranian asesino que tiene por mascota, comiendo Ben & Jerry’s y viendo “El Diablo Viste a la Moda” . –Emma prefirió no adivinar qué de todo eso lo había hecho recordarla en compañía de otra fémina–. Esa parte, muy graciosa por cierto, en la que Meryl Streep habla sobre el color índigo… –negó con la cabeza–, me hizo acordarme de la vez en la que le diste una cátedra al difunto Harris sobre por qué la madera de nogal era la única que valía la pena para los muebles.

–Me hierve la sangre con tan solo acordarme –resopló Emma–. ¿Qué fue de ese sujeto?

–Lo último que supe fue que estaba de maquetador, dibujante y renderista en MPK.

–¡Uf! –jadeó Emma con un gesto de mano que delataba la gravedad del asunto–. ¡Y con lo que se quejaba de cuánto lo hacíamos trabajar aquí!

–Por andar de coqueto –confirió Pennington–. En fin, ¿ya estás lista para el viernes?

–Te diría que todavía no, pero ya vino la familia y eso lo hace más real –rio–. ¿Tú vienes con la de Pratt?

–Me da la sensación de que esa mujer es una, ¿cómo se llaman esas cacerolas que cocinan muy rápido?

–¿Olla de presión?

–Sí –chasqueó los dedos–. En cualquier momento se le zafa una tuerca y empieza a pregonar que Truman Capote escribió “To Kill A Mockingbird” y no Harper Lee.

–¿Qué? –rio Emma.

–No sé cómo explicarlo –dibujó una mueca de confusión–. Bailaré con Rebecca o Nicole, si es que puede hacer ese tipo de cosas… pues, porque no sé qué tan traumático es un parto natural –susurró–. Bailaré con quien sea, hasta con tu mamá, si no te molesta, pero no pondría en riesgo la santidad del evento por alguien que está a un sorbo de vino de declarar que Pie Grande existe.

En efecto, el perro estaba furioso.

Cuando Emma abrió la puerta, el can se había situado tras el sillón y la sulfuró con el par de ojos alienígenas. Le reclamó con un intento de ladrido que terminó siendo un ronquido.

–Un minuto más y estoy segura de que me meas el apartamento completo, stronzetto –lo recogió del suelo y lo rascó tras las orejas.

–Nada de un minuto –señaló Sophia la pata de la mesa consola de la entrada.

–Te compro un pedazo de césped para que te sientas cómodo, como en el maldito parque, Little Fucker , ¿y así me pagas? –lo reprendió con un tono severo–. ¿Acaso tengo que mear yo en tu césped para que me entiendas? –el perro la miraba como si no entendiera–. No hay galleta para ti hoy.

¡Cómo que no!, bufó el cachorro y se impulsó hasta casi lamerle la cara.

–La verdad es que no me mereces –lo depositó en el suelo y se dirigió hacia su habitación–. Como me entere de que measte la alfombra… –refunfuñó en el trayecto.

Sophia se quedó estática junto al perro, ambos esperando lo peor.

–Dime que no measte la alfombra –susurró la rubia.

El perro la miró desde abajo, totalmente desentendido.

Todavía había un poco de luz natural. Se sintió mal por haber bautizado la pata de la mesa cuando vio que caminaban en dirección al parque. ¿Qué clase de ingrato era? Tenía que aprender a tener paciencia. Ellas eran demasiado bondadosas.

Desde el otro lado de la calle sintió el confetti aromático de anos conocidos y por conocer. Lanzó un ronquido en señal de agradecimiento y entusiasmo.

Al borde del césped, Sophia le dio casi tres metros de libertad en lo que se abrían paso hacia el Pond. Al pie del olmo del día anterior, el can olfateó un lejano rastro de Hildur, por lo que levantó la pata y descargó un chorrito irrisorio.

Reconoció el perfume del ano de las Shih Tzu de coletas rosas y amarillas, y el del Cocker Spaniel que se quedaba echado para el pesar de su dueño. Estaba expulsando sus bolitas cuando le llamó la atención que la diosa generosa –la que ahora le negaba la galleta de todos los días– se agachaba para acariciar a un Weimaraner gris que en realidad era rojo, pero él qué sabía de colores si todo lo veía con el dramatismo de “Citizen Kane” .

Los dueños del can se deshicieron en disculpas por la huella de polvo que le había dejado sobre el jeans; sin embargo, ella se negó a aceptarlas por algo tan engañoso como la memoria.

Desde donde estaba, Darth Vader vio cómo Emma materializaba una galleta de las suyas y se la ofrecía al otro perro que estúpidamente fallaba en masticar. Se la había tragado sin disfrutarla. ¿No había habido galleta para él, pero sí para el otro? ¿Qué clase de tortura era esa? Chilló de tristeza. ¿Acaso sus actos de venganza habían ido más allá del límite y la habían empujado a las patas de otro perro (más grande y guapo que él)? ¿Habían sido solo sus travesuras o también el perfume almizclado con notas de vinagre y bambú, un poco de lodo y musgo, y ligeros acentos de agua de drenaje de ducha? Él, que olía a frutos rojos con un poco de metano, sulfuro de hidrógeno y amoníaco por la cola, no tenía cómo ofrecerle un aroma tan perfecto como el del otro.

Cabizbajo, se dejó arrastrar hasta el semáforo sin aventurarse a pedir un minuto más de recreación. Chillaba, pidiendo que ya no lo llevaran al parque si era eso lo que se necesitaba para restaurar la confianza y el cariño; que ya no se mearía más que en la parcela de césped de la terraza o del cuarto de lavandería, lo juraba.

No pudo más. Se desplomó teatralmente en la esquina de la 61st y Quinta. Que alguien lo pusiera a dormir para acabar con su dolor. Piedad.

–¿Y tú? –frunció Emma el ceño al tirar de la correa y no conseguir que el cachorro dramático se moviera–. ¿Se lastimó? –le preguntó a Sophia.

–No que yo sepa –se agachó la rubia a su lado para revisarle las patas.

–¿Algo?

–Nada –negó con la cabeza.

Al escucharlo chillar, Emma entornó tanto los ojos que estuvo a punto de contemplarse el cerebro; recordaba que alguno de sus perros, quizás Alexander the Great , manifestaba así la necesidad de amor en exceso.

Se agachó al lado de Sophia y sacó una galleta del interior del bolsillo del cárdigan.

–Ya está, no te mueras de corazón roto, Señor de los Sith, Supremo Comandante de la Flota Imperial –se mofó cariñosamente a medida que le acercaba la galleta de avena a la nariz.

Falto de vigor, Darth Vader hizo el enorme esfuerzo de aceptar el ofrecimiento. Falló en no agitar tanto el intento de cola que coronaba su trasero. Se batió de lado a lado en cuanto Emma lo recogió y lo apretujó contra su pecho. Le habló en eslovaco.

–¿Qué te parece si te llevamos a juegar con Papi? –musitó en ese tono idiotérrimo que utilizaba con el can.

Habiendo respondido con un ronquido, creyó que su corazón roto lo había orquestado todo; sin embargo, prefería no sentirse así de nuevo.

Se paseó por el ascensor, olfateando el nuevo lote de fragancias que se había acumulado desde la última vez que había estado ahí. La nariz le explotó al llegar al Penthouse: había varios olores que no reconocía; uno de ellos le resultó particularmente atractivo.

Ciao famiglia! –alzó Emma la voz a medida que le desenganchaba la correa del arnés al Señor Oscuro.

A punto estuvo de salir corriendo hacia la sala cuando Papi lo interceptó. Se olfatearon los anos y las trompas, jugaron a mordisquearse las orejas, y luego fue como si el can color crema lo llevara por un recorrido por todas las personas que habían visitado su imperio; empezó por la cocina, escabulléndose por entre los pies de los cuatro cocineros y de la persona que se encargaba de las bebidas y del servicio en general. Uno de ellos, el garde manger , era el más débil de todos y era el que le había estado arrojando algunos trozos de carnes; la noche prometía un coma culinario. No se sabe si para los perros o para los humanos.