Antecedentes y Sucesiones - 30

De los gestos románticos y del tamaño de las agallas de Sophia Rialto

Sabato EDT (GMT-4)

La decadencia era mucha. Repitan conmigo: la decadencia era mucha . La decadencia era tanta que, en lugar de bajar por Madison, caminaron a lo largo de Park Avenue hasta 62nd St., en donde esperaron a por el semáforo en verde para cruzar en dirección a Lexington.

Sophia se dejaba llevar por Emma porque el cansancio era demasiado y quizás, a lo mejor, su brújula ya no funcionaba: no sabía por qué iban por donde iban, ni por qué iban en dirección opuesta a la que quedaba su cama. Pero el cansancio, así como la decadencia, era de tal magnitud que los dedos entrelazados eran un requerimiento sine qua non para no oponer resistencia ni emitir queja alguna.

Pasaron a un costado del consulado general de Bulgaria, en donde un hombre histérico insultaba a otros dos por estar arrancando el ficus de la acera, alegando el catastrófico futuro a causa del calentamiento global y el efecto invernadero, y, por tanto, la enorme responsabilidad del ficus frente al fenómeno. Ellos hicieron una pausa para increparlo, en su actitud más neoyorquina jamás, por no saber que, de acuerdo con la approved species list que emitía el Departamento de Parques y Recreación de la Ciudad de Nueva York, el maldito ficus benjamina no figuraba en ella por algo tan sencillo como que, primero, no era endémico, por lo que el clima no era propicio para los objetivos utilitarios y prácticos de la especie; y segundo, porque las raíces del maldito árbol jodían las aceras. ¿Acaso le gustaría pagar reparaciones con sus impuestos? Ellos dos, de parte de Tree Services , habían sido enviados en la misión de arrancarlo antes de que ocasionara daños mayores, y, en su lugar, plantar un s typhnolobium japonicum que llegaría en unas cuantas horas, cuando terminaran de preparar la zona.

People are so fucking intense… –suspiró Sophia.

Just another day in this beautiful city –rio Emma, asintiendo–. A decir verdad, lo que más me impresiona es el hecho de que hubiera un ficus.

–Em, acabamos de salir de un imperio donde el sadomasoquismo no tiene límites –resopló–, y lo que más te impresiona es un árbol.

–Pues, sí –asintió con una sonrisa–, porque lo que espero de esta ciudad es un deterioro de lo supuestamente moral, no algo tan fuera de contexto y tan inútil como un ficus; sería como ver un pez montando una bicicleta.

Sophia rio, pues la referencia, además de transportarla a aquel indignante y nefasto enojo del que había padecido en Mýkonos hacía lo que parecía ser demasiado tiempo, le pareció que la mujer que había acuñado la frase estaría orgullosa de ella. Iba pensando en ello cuando, de pronto, Emma la detuvo frente al reluciente escaparate que parecía haber sido sacado del más estereotípico nosocomio.

–Tú siempre me llevas a unos lugares que… –dijo, mirando el extraño letrero que, no sabiendo si era producto de su maldita mente putrefacta, parecía que las gotas blancas eran otra cosa y no helado de vainilla.

–¿Y es que alguna vez te he decepcionado? –la miró de reojo para luego mirar el letrero.

–No, nunca –disintió.

–Ese logotipo tiene problemas –resopló.

–Demasiados –estuvo de acuerdo.

Cuando bajaron la mirada se encontraron con un sonriente muchacho que las invitaba a sentarse a una de las mesitas que tenían disponibles para los clientes que preferían comerse un helado con calma.

Emma le preguntó al par de ojos celestes lo que prefería, si comer allí o comer luego de que caminaran las dos avenidas que las separaban del 680. La rubia escogió la última opción, pues la cercanía con su cama era demasiada como para no querer aspirar a llegar a ella con la mayor inmediatez posible.

El muchacho, con la descomunal sonrisa con la que debían fingir todos los dependientes de Melt, daba la impresión como si arcoíris y unicornios saldrían disparados por cualquier orificio de su menudo cuerpecito, y no solamente eso: cada palabra que emitía parecía estar bañada en brillantina, en purpurina, y en todas esas -inas que resultaban fastidiosas a la hora de quitárselas de encima. Les presentó todos los sabores, no sin recomendarles los más nuevos – red velvet birthday cake y maple syrup pretzel –, y les informó que cualquier combinación, incluso la más aberrante, podía ser convertida en malteada. «God! You have to admire the decay of America!» .

Emma pidió un cuarto de vainilla con pecanas y salsa de caramelo con sal; Sophia, uno de vainilla con trocitos de brownie, salsa de caramelo y malvaviscos miniatura «my own spin on Rocky Road» , y otro de vainilla con trozos de pound cake y leche condensada. Porque la decadencia era mucha. Demasiada.

–Yo pago –le dijo la rubia mientras veían cómo, tras el mostrador, masajeaban todos los ingredientes para que se convirtieran en un todo de óptima distribución.

Emma, en lugar de insistir en que aquello debía correr por su cuenta por cómo había sido idea suya ir a aquel lugar, por los altos niveles de frustración que había logrado provocarle, por haberla acompañado a hacer sus compras, y por cualquier cosa en general, le agradeció con un beso en la sien izquierda.

–Sin bolsa –peticionó Sophia, sintiendo cómo Emma sonreía a su lado.

A diferencia de los lugares a los que habían ido por la mañana, éste cumplió su deseo sin objeciones o protestas, y se limitó a entregarle los tres tarros envueltos en papel empaque. Como si se tratara de un chiste, el helado junto a las esposas y al juguete parecía pronóstico de una velada «awfully kinky» . Las dos tuvieron que reír.

El Carajito las recibió con la ansiedad de las tres galletas que le habían prometido, con esas vueltas sobre sí mismo y la minúscula cola que iba y venía, que se agitaba incluso más cuando se dirigían a él con las voces idiotérrimas propias del desmedido cariño perruno. Mirando cómo el can batallaba con la primera galleta, Emma le dio dos cucharadas a su helado y Sophia engulló la mitad del más diabético de los dos, que, a estas alturas, resulta imposible saber cuál es.

Sophia la dejó en la cocina, multiplicando las dos galletas restantes tal como cuenta la leyenda que cierto alguien había multiplicado los panes; pero, a decir verdad, el engaño del cachorro radicaba en que estaba siendo premiado con pequeños trozos que, eventualmente, su lógica perruna concluyó que debían ser ocho galletas en total. Exhausto y complacido, la miró como quien mira al más generoso Dios y se retiró a la terraza para echarse al sol.

Se despidió del jeans y los calcetines y, cuando salió del clóset, se encontró con una Emma que contemplaba el cajón inferior de su mesa de noche.

–La última vez que te vi así fue en la oficina. Habías descubierto una cucaracha muerta detrás de tu mesa de dibujo –le dijo desde el marco de la puerta–. ¿Hay una cucaracha? –preguntó, caminando hacia ella hasta colocarse a pocos centímetros de su espalda.

–No –rio, apenas girando la cabeza para mirarla por encima del hombro derecho.

–¿Entonces? –susurró, posando las manos alrededor de su cadera.

–Tenemos un verdadero arsenal de juguetes –rio nasalmente, señalando el contenido del cajón.

–Tenemos para escoger –asintió, adhiriendo su pecho a su espalda, ocasionándole un ligero tremor que decidió ignorar para que no le diera tanta importancia, ¿o era para que se acostumbrara?–. ¿Es malo? –preguntó, no sabiendo si se refería a las armas de guerra sexual o a un potencial abuso de lo que habían negociado el jueves por la noche.

–En lo absoluto –disintió, echándose ligeramente sobre ella–. Es solo que, habiendo visto cómo Theresa atesora cada artefacto, comprendo que lo estamos haciendo mal.

–Ah, ¿quieres un altar para este tipo de cosas? –resopló contra su hombro, atreviéndose a empuñar la blusa para sacarla de los confines de la mezclilla.

–No, un altar no es lo que busco –disintió ligeramente, no sabiendo si ver cómo los dedos de Sophia se encargaban de desabotonarle la blusa o si ver la multiplicidad de colores, formas y funciones que yacían en el interior del cajón–. Solo un mejor sistema de almacenaje. Así como los psicópatas de Wall Street guardan sus relojes o sus corbatas.

–Símbolos de poder –asintió Sophia–. En exhibición.

–No busco exhibir un vibrador como si se tratara de una escultura bizantina –resopló Emma.

–Solo guardarlos bien, no al azar. –Emma asintió–. Pensaré en algo en algún momento, pero no ahora.

–Excelente, sí, gracias –repuso complacida, y, porque no quería sufrir de nuevo ni verse tentada a invocar el supremo poder de las manzanas, se inclinó hacia un costado para sacar los productos de la bolsa con la que habían salido del templo del placer (palabras de Sophia).

I can’t wait for you to use them on me –le dijo la rubia al oído mientras acomodaba la caja de las esposas junto con el resto.

Emma rio y, con la punta del Manolo derecho, cerró el cajón. Sophia no supo cómo interpretar tal risa, porque podía significar un yo tampoco , un te voy a hacer esperar mucho por esto que me estás haciendo , un quién te dijo que eran para ti y no para mí , o cualquier otra cosa que en ese momento no se le ocurría. Ante su confusión, Emma reconoció una vía de escape, por lo que logró escabullirse hacia el armario para colocar los stilettos en su lugar y colgar la blusa apenas vestida de un gancho. Se puso la primera camiseta que tomó del respectivo compartimento.

Sophia sonrió al verla en los dibujos que le acordaban a aquella vez que habían decidido ir a zoológico del Bronx.

–Tú me debes algo.

–Muchas cosas –asintió Emma–. Pero ¿qué en específico?

–Dijiste que me ibas a mostrar cómo se interpreta el concierto de Rachmaminoff –se encogió entre hombros al no recordar más al respecto–. ¿Tocarías el piano para mí? –preguntó con esa inocente sonrisa que lo pedía por favor , y le alcanzó la mano para que, así como la había llevado por toda la ciudad, la llevara hasta la otra habitación.

–Tocaré para ti –asintió, depositando su mano en la suya–, pero la triste realidad es que yo no sé tocarla muy bien –murmuró con franqueza.

–Es la oportunidad perfecta para que aproveches mi ignorancia –sonrió.

–Tendremos que educarte el oído –reciprocó la sonrisa y la haló al cuarto del piano.

Sophia se negó a tomar asiento junto a ella, pues, por lo que había visto durante la madrugada del día anterior, su cuerpo necesitaba estar situado al centro del banquillo para que sus brazos pudieran llegar a ambas esquinas del teclado con la debida libertad. Además, si quería contemplarla en el ensimismamiento en el que caía cuando tocaba, en el éxtasis que la invadía al martillar las teclas, quería hacerlo desde la mejor distancia posible, desde el mejor ángulo disponible.

Tomó asiento en el sillón en el que alguna vez la sorprendió, pretendiendo leer un libro; en el que habían tenido, por vez primera, la conversación sobre si querían contribuir a la preservación de la especie. Y, desde allí, anticipándose al ritual, a la ceremonia, porque le resultaba demasiado fascinante, la observó aflojar las muñecas y los tobillos, la nuca y los hombros; corroborar la distancia entre el banquillo y el teclado con relación a los pedales; estirar los brazos hacia los lados, hacia arriba, hacia adelante; tomar un profundo y pasmoso respiro y, con la seriedad y el ímpetu correspondientes, dar inicio a la pieza.

Mientras escuchaba los casi diez minutos que le tomaron a la Arquitecta interpretar el primer movimiento, y el único que sabía de memoria –con la excepción de algunas notas y algunos acordes que se le trastocaban en el proceso–, se preguntó cómo era posible que, habiendo interrumpido el aprendizaje formal del instrumento a los doce, podía tocar cosas tan complejas –a su parecer­– como esas: la rapidez de las manos, la fuerza de los dedos, el perfecto cálculo con el que acertaba en cada tecla, la habilidad de poder despegar los ojos del piano para disfrutar de la melodía mientras la tocaba, para disfrutar del ensanchamiento de su Ego por recordar la partitura casi íntegra. Se preguntó qué habría sucedido si no hubiera interrumpido la práctica disciplinada, ¿en dónde estaría? ¿qué más podría tocar? ¿qué no podría tocar? Se preguntó cómo algo que le venía tan natural podía haberse visto truncado por los caprichos de perfección de un hombre que había castigado sus manos si perdía el ritmo por tan solo milésimas de segundo o si, por accidente, presionaba la tecla o el pedal que no era. Se preguntó si ese hombre sabía siquiera diferenciar un do de un sol o si era que había intentado vivir sus más grandes frustraciones a través de la mayor de sus hijas. Se preguntó por qué la mayoría de las piezas que la había escuchado tocar eran más tristes, más iracundas, más intensas, más lúgubres; Emma le habría respondido que así eran los compositores románticos, que eran los que normalmente le atraían el oído, con excepción de Mozart, que era del período verdaderamente clásico.

Cuando terminó, luego de la respiración profunda reglamentaria, la volvió a ver como si esperara un comentario sobre las dos ocasiones en las que se había equivocado, ocasiones que Sophia había notado únicamente por cómo había apretado los cóndilos.

I’m in love –sonrió, poniéndose de pie y dando los cinco pasos que la separaban de una Emma que, con el ceño fruncido, no sabía cómo responder a eso–. ¿Te gusta esa pieza?

–Me encanta –asintió, apenas alzándose por encima del banquillo para empujarlo hacia afuera, de manera que Sophia pudiera sentarse sobre su regazo–. Me gusta el acompañamiento… es sublime. Siempre me da escalofríos cuando entra el acompañamiento. Me encanta.

–¿Tanto como la otra? –la escuchó ahogar un quejido de dolor en cuanto la recibió sobre sus muslos, quienes le reclamaron con una correntada de punzante dolor.

–¿ “Vocalise” ? –murmuró contra su hombro. Sophia asintió–. Son diferentes.

–Pero las dos son de Rachmaninoff, ¿cierto?

–Cierto –sonrió y le dio un beso en el hombro–. Siempre me he preguntado cómo suenan ambas piezas en un anfiteatro como el Carnegie –comentó sin saber realmente por qué lo hacía.

–¿Nunca las has escuchado? –Emma disintió casi con tristeza–. ¿Por qué?

–La Filarmónica de Nueva York no se mete con Rachmaninoff, al menos no bajo la batuta de Gilbert.

–Detestas al tipo –rio nasalmente.

–Con todo mi ser –asintió.

–¿Qué piezas te gustaría escuchar?

–De la batuta de Gilbert, ninguna –sonrió.

–En general –disintió, enterrándole los dedos en el cabello.

–No lo sé –se encogió entre hombros–. Nunca había pensado en tener una especie de bucket list de piezas musicales que me gustaría escuchar antes de morir.

–Hagámosla –sonrió, poniéndose de pie.

–¿Ahora? –la miró desde el banquillo.

–Ya –asintió–. Antes de que se nos olvide.

A Emma le pareció muy tierno el plural que la rubia había empleado; el plural la hacía liberar endorfinas. Cerró el teclado y se ayudó de sus manos para ponerse de pie. Mientras Emma cerraba la caja del piano y colocaba el banquillo donde pertenecía, Sophia se hizo de una libreta y un bolígrafo del escritorio para que la Arquitecta hiciera su lista.

–¿A dónde vamos?

–A la cama.

–Pensé que tú y yo en la cama mandaría todo a la mierda –murmuró a medida que cruzaban el umbral de la puerta del dormitorio.

–Necesito recostarme –se encogió entre hombros.

La Arquitecta se quedó de pie a dos pasos de la cama, dubitativa, pensativa, pues Sophia tenía razón: ellas dos, en una cama, con las cosas como estaban, solo podía terminar en la nulidad de la ropa. La mezcla del colchón, de las sábanas y las almohadas, eran el unívoco afrodisíaco que, al menos a ella, la hacían perder la razón, el control, porque allí todo se intensificaba con demasiada rapidez: un beso, por inocente, por anodino, por acostumbrado que fuera, tenía el irrevocable potencial de convertirse en ellas, gimiendo; en ellas, temblando.

Se dijo a sí misma que iba a respetar la situación, esa idea de no mandarlo todo a la mierda –lo que fuera que ese todo significara–, y que tampoco iba a exponerse a una tercera dosis de privación orgásmica; no estaba segura de poder aguantarlo sin recurrir a una súplica melónide. Recién decidía que se sentaría en el suelo, junto a ella, cuando contempló cómo Sophia se incorporaba en la cama, a gatas, hasta alcanzar las almohadas.

La imagen de su trasero, cubierto en la tela negra que delataba la situación del mes, le desencadenó un ligero escalofrío por la espina dorsal. Estaba ahí, tan cerca, que en cuestión de nada podía tomarla por la cadera para inmovilizarla, caer de rodillas al suelo –pese al reclamo de sus muslos– y hundirse en ella. Podía desquitarse. Podía acariciar sus piernas sin temor a perder el control, podía venerarla, rendirle el más apropiado culto. Apretó la mandíbula.

–¿Pasó algo? –le preguntó Sophia, sacándola del ensimismamiento.

–¿Qué? –sacudió Emma la cabeza.

–¿Pasó algo? –repitió con relativa preocupación.

–No –suspiró y se aflojó el cuello como cuando un cliente, Selvidge o Segrate la sacaban de quicio y no podía bofetearlos más que con la mirada porque se rehusaba a tocarlos–. Nada –sonrió.

–¿Te sientes bien? –frunció el ceño.

–Debería sentarme en el piso –repuso, optando por no contestar con un «no, because I neither can nor may fuck you» .

–¿Por qué harías eso?

–Para no mandarlo todo a la mierda –dibujó una triste sonrisa–. Y para tener un mejor soporte para escribir. Pero, principalmente, para no mandarlo todo a la mierda.

–Si se va a la mierda, que se vaya –murmuró reconfortantemente y palmeó el lado de la cama que le pertenecía en momentos en los que cedían a la pereza y a las siestas, pues muchas veces, mientras Sophia descansaba enrollada contra ella, Emma se quedaba leyendo, acción para la que necesitaba el brazo derecho libre–. Mucho mejor –sonrió, acurrucándose entre su brazo y su pecho. Emma la miró con una sonrisa de esas que le eran imposible interpretar–. ¿Qué?

–¿Tienes idea de lo mucho que me encantas? –arqueó la ceja izquierda. Sophia se sonrojó–. ¿Tienes idea de lo mucho que te amo? ¿Tienes idea? –susurró y, ya que no esperaba ningún tipo de respuesta, porque cómo se respondía a algo así, le dio un beso en la cabeza y tomó la libreta y el bolígrafo de su mano–. ¿Qué me gustaría escuchar antes de morir? –se preguntó por lo bajo.

«You, moaning, screaming my name» , rio nasalmente para sí, «whimpering because of me» , sonrió, y, en lugar de escribir eso, anotó la obertura de “El Barbero de Sevilla” .

Sophia la miró, pensando en cómo el proyecto más ambicioso «y arrogante» de Venus y Minerva podía decir cosas como ésas y hacer como si no las hubiera dicho, en cómo era posible que supiera tan bien que sus palabras dejarían a cualquiera sin la facultad del habla. Se enrolló aún más contra ella y, así como Emma había abusado de su camisa la primera noche en la que durmieron juntas, así lo hizo con la de ella: la empuñó tan fuerte como pudo.

La escuchó murmurar cosas como el Adagio de Albinoni ; el Vltava de Smetana, porque nunca se puede uno cansar del Vltava –le gustaba cómo enrollaba la lengua para pronunciar la líquida entre la labiodental y la alveolar–; el Allegro con Spirito del Souvenir de Florence ; el Allegro de la Décima de Shostakovich ; el Ständchen de Schubert ; el Verano de Vivaldi, el Invierno de Vivaldi ; el Allegretto de ‘La Tempestad’ de Beethoven ; Vocalise y el Moderato del Concierto para piano número dos de Rachmaninoff ; el Starodávny de Dvořák . Después de eso no supo nada más.

Emma agregó algunos más, como el “Lujon” de Mancini, el “Adagio for Strings” de Barber y la Introducción al Segundo Acto de “Medea” … si es que así se llamaba. Revisó la lista, escogió cinco, y, posicionándolos en orden de prioridad, dejó a Shostakovich, a Albinoni y a Dvořák en los primeros tres lugares, seguidos por Cherubini y el Concierto para piano de Rachmaninoff; el resto, podía morir sin escucharlos. Se sintió orgullosa con su elección. Se regodeó de su excelente e inigualable buen gusto.

Riéndose de sí misma, dejó a un lado la libreta y el bolígrafo, y adoptó la posición de una Sophia que únicamente se reacomodó para ser aprisionada. Sonrió en cuanto se vio en la posibilidad de inspirar el perfume que se desprendía de su cuello, y le veló el sueño hasta que notó cómo el atardecer empezaba a proyectarse contra la pared a la que encaraban. Calculó que había dormido alrededor de hora y media.

–¿Por qué te vas? –musitó amodorradamente en cuanto no solo sintió el frío, sino también la falta de soporte en la espalda.

–Voy al baño –susurró–. Y voy a llevar a Darth al parque –le dijo.

–Está bien –suspiró y, con el magno esfuerzo que ello requería, se sentó a la orilla de la cama.

–Quédate si quieres –le sonrió Emma desde arriba y le ahuecó la mejilla derecha.

–¿Y qué voy a hacer aquí sola? –bostezó.

–¿Descansar? ¿Seguir durmiendo?

–¿No te da miedo que me masturbe? –sonrió con paradójica inocencia. Emma se carcajeó–. ¿De qué te ríes?

–De ti –se inclinó sobre ella para hablarle de cerca–. Estoy segura de que, si te corres, te cagas –susurró y, sin poder contenerse, se rio.

–Algún día te costará cagar a ti –la miró con relativo desprecio–, y, entonces, me burlaré de ti como lo haces tú ahora de mí.

–Te doy permiso –dijo con la resaca de la risa.

–Así no tiene sentido –rio nasalmente y se prendió de su cuello para que la ayudara a levantarse–. Llévame al baño.

–No –disintió con los labios fruncidos.

–¿Por qué no?

–Porque tengo que cambiarme el tampón.

–Ya somos dos –bostezó de nuevo–. Prometo no asaltarte de nuevo. –Emma la miró incrédula–. Pinky promise –le ofreció el meñique derecho.

–No hace falta –disintió y la ayudó a ponerse de pie.

El cuadrúpedo decidió dejar en paz al tiki naranja en cuanto escuchó que corría el agua en el baño que compartían las dos mujeres. Cuando llegó, vio a Emma frotarse los dientes con la espuma blanca mientras acosaba a la rubia a través del espejo; Sophia, sentada a horcajadas sobre el bidet, tarareaba “No Diggity” mientras hacía lo suyo. Él se acercó a su pie izquierdo y le lamió el tobillo y el empeine.

–Si me meto el tampón en donde no es, será tu culpa –le dijo al cachorro, quien la miraba como si le pidiera una galleta.

–¿Y te cabría? –se mofó Emma con la ceja derecha por lo alto.

–¡Tú…! –la sulfuró con la mirada–. ¡Ocúpate de lo tuyo! –se quejó, actuando dramáticamente, mas no logró controlar la ligera risa que le provocaba el descaro de la Arquitecta.

Todavía se reía cuando se enjuagó la boca y esperó a que Sophia terminara para poder hacer uso de la porcelana.

Intercambiaron lugares, ahora era la rubia quien se cepillaba los dientes, acosando la destreza con la que Emma se encargaba del día más sangriento de los cuatro que la victimizaban cada mes. La dejó enjuagando el bidet con agua caliente y se metió en la misma mezclilla que se había quitado hacía rato. Se ponía los calcetines cuando Emma llegó con la sonrisa más fresca, siendo escoltada por lo que meses más tarde llamarían paw patrol , «pun intended» .

Tomó asiento junto a ella para imitarla. Cuando Sophia se puso de pie para ir a por sus Converse, Emma la detuvo por la cadera y, sin importarle el dolor que le causaría, la sentó sobre su regazo.

–¿Tienes idea de lo mucho que me encantas? –murmuró, así como hacía rato, abrazándola por el abdomen.

–¿Mucho? –sonrió ruborizada.

–Mucho –asintió.

La rubia se volvió sobre sí y, tomándola por las mejillas, le encajó uno de esos besos que solamente surgían en condiciones como esas. De no haber sido por un bufido del perro, se habrían arrancado la ropa; reclamaba su reglamentario paseo por el parque, de lo contrario, ¿qué clase de negligencia era aquella: primero galletas y luego encierro? Estaba dispuesto a mearse una porción del sofá de la sala y a cagarse junto a una de las patas del piano si no lo sacaban.

Will you marry me? –susurró Sophia, decidiendo no reclamarle por el hecho de que la había dejado de besar por los deseos del perro.

I will –asintió–. On Friday. At the Plaza. Six-Thirty .

Emma la apretujó ligeramente para no atentar contra la obstrucción temporal en sus entrañas y la dejó ir, no sin antes recibir un I love you y su respectivo efímero beso.

La cola del cuadrúpedo no dejó de batirse de un lado a otro mientras Sophia le ajustaba el arnés al lomo, tampoco dejó de batirse en el viaje en el ascensor, mucho menos mientras caminaban a hacia la Quinta Avenida. Se molestó cuando, en lugar de cruzar la calle en dirección al parque, doblaron hacia la derecha; sin embargo, resolvió dejarlo ir en cuanto se encontró con Papi. Lo olfateó, se olfatearon.

Ellos, los Noltenius, sin haberlo premeditado, hacían el conjunto perfecto: él, camisa blanca de lino, sport coat azul que completaría su propósito cuando a Natasha le diera frío, jeans y unos Ermenegildo Zegna de gamuza verde olivo; ella, complementándolo, se había decantado por una blusa de seda azul que le sentaba de tal manera que parecía haber sido creada especialmente para ella, jeans blancos y unas hermosas cuñas Jimmy Choo que la dejaban alardear de la más perfecta pedicura negra que le habían hecho el día anterior en John Barrett.

En lugar de inspirarse los humores corporales, Emma y Natasha intercambiaron una dupla de besos en las mejillas; Phillip y Sophia se abrazaron fraternalmente mientras se interpelaban por sus apodos: Pía. Pipe . Y entablaron una breve conversación cuya finalidad no era sino convenir en los pormenores del día siguiente. Acordaron que se verían en The Smith a las diez y media para las bottomless mimosas que en realidad no existían.

Caminaron conjuntamente hasta la entrada de 61st St., y, estando allí, Phillip hizo entrega de la bolsa con la cobija, la almohada y la comida del can; Natasha depositó la correa en manos de Emma. Se despidieron tal como se saludaron. Ellas entraron al parque y ellos continuaron derecho por la Quinta Avenida hasta Bryant Park, en donde se incorporarían a 43rd St., para, con la suerte y el tiempo echados de su lado, poder comer algo en Tony’s di Napoli.

Domenica CEST (UTC+2)

Se levantó por las irremediables ganas de liberar la vejiga. Ahí, sentada sobre la porcelana con los ojos cerrados, porque temía que el sueño se le evaporara si prestaba demasiada atención a su entorno, disfrutaba del silencio parcial que interrumpía el lejano eco de las olas y el constante ruido del aire acondicionado. Le acordaba a toda una vida en Atenas, específicamente a los fines de semana y las ocasiones en las que se quedaba en casa de sus abuelos en Pireas. Sonrió nostálgicamente.

Cortó los seis cuadritos usuales y recitó algún mantra bacteriológico –obsesión que databa hacia los primeros años de la secundaria– que debía acordarle por siempre y para siempre que debía limpiarse de adelante hacia atrás, aunque eso implicara una ligera contorsión vertebral. Agradeció que el trono fuera discreto y silencioso, pues habría odiado que Alex se despertara a causa de diecinueve segundos de micción.

Luego de frotarse las manos y las uñas por calculables cinco minutos, o lo que recordaba que duraba el Sole de Negramaro, las sacudió en el aire al no encontrar la toalla. Torpemente, se abrió paso de regreso, rebotando entre una pared y la otra.

No había mucha luna, las persianas cubrían la poca luz que irradiaba. Pero, con casi nada, pudo ver el cadáver que, volcado hacia el lado derecho, descansaba sobre su abdomen; la sábana, corrida hasta la espalda baja, casi revelaba el génesis del increíble tafanario de las mil sentadillas semanales y de los veinte minutos diarios de saltar la cuerda. Se le antojó un mordisco, una nalgada, un agarrón.

La escuchó suspirar y se le olvidó todo lo anterior. Se incorporó a su lado. Miró el techo por algunos segundos y cedió. Reptó por su espalda hasta adherirse a ella, hasta acomodarse de acuerdo con su posición y sus piernas.

Alex musitó, se dejó rodear por el brazo que se escabullía bajo el suyo, y, apenas consciente, entrelazó sus dedos con los de Irene. Hacía mucho que alguien no la abrazaba así; la última vez había escuchado dos palabras que habían terminado por ser relativas, temporales y finitas.

Vorrei che Ostia non finesse mai –susurró Irene y dejó que su frente se posara en su cabeza.

Neanche io, Nene –masculló, ligeramente aliviada por no haber recibido nada relacionado a aquellas dos palabras que solo llevaban a la eventual destrucción del ser humano.

EDT (GMT-4)

Emma esperó cualquier cosa de ella, menos una risa y un indiferente sure . Phillip, Natasha y ella intercambiaron miradas circunspectas. Sophia, por su parte, mientras sonreía como la divinidad pseudogriega que era, simplemente pidió que le sirvieran otra mimosa.

Que si no estaba enojada, le preguntó él; que si no tenía ganas de matarlos, le preguntó la esposa de él; que si no tenía ninguna pregunta, agregó él. Ella, resignada, solamente dijo que oponer resistencia era estúpido e inútil –cansaba–, y que, a decir verdad, la idea ya no era de su completa repulsión. Sin cuestionar su capacidad de comprensión, él le preguntó si entendía qué era lo que le estaban ofreciendo; ella, impasible, le dijo que sí, que entendía perfectamente bien, y que, mientras admitía que todo tenía sentido, esperaba con vehemencia que esta fuera la última vez que decidían por ella.

Que a veces necesitaba un empujoncito, pensaron los cuatro al mismo tiempo.

Phillip, entonces, le dijo que no se trataba de decidir por ella, pues, a fin de cuentas, ni él ni nadie podía obligarla a hacer algo que no quisiera ni a sumarle responsabilidades que no echaba en falta; que se trataba más bien de una oferta que se encaminaba a facilitarle el camino, en cuantos aspectos fuera posible, hacia la realización de las metas del ego o la pasión (porque “sueños” sonaba muy cursi para él). También le dijo que el ofrecimiento era un inicio –admitía que medianamente impuesto, porque negarlo era absurdo–, pero, por una parte, podía rechazar la propuesta y no pasaba nada; y, por otra parte, si decidía aceptarlo, todo caería en el terreno de la libertad y de la exploración, que se respetarían sus opiniones, sus sentires y sus visiones. Por último, le dijo que quería enseñarle dos espacios –uno en el Garment District y otro en Soho–, que podían ir a ambos al día siguiente; pretendía que con eso la rubia entendiera que no bromeaban, que no era un chiste.

Lunedì CEST (UTC+2)

Había salido del aula con la misma desesperación con la que habían salido sus compañeros, mas ella, a diferencia del resto, no iba en busca de darle un par de caladas urgentes a un cigarrillo. Se formó detrás del último en la fila del kiosco de urgencias mientras escuchaba a las Adrianas discutir ansiosamente sobre la primera parte del examen de microbiología. Se preguntó en qué momento había pasado de sentirse tan bien, tan libre, en aquella cama con Alex, a sentirse tan corta de aliento, al borde de un ataque de pánico, por uno de los exámenes del que dependía casi todo. Quiso recordar los olores, las sensaciones, los colores –todo– que había vivido en algunas horas en Ostia.

–Me da miedo –comentó Adriana De Santo mientras esperaban su turno.

–A mí también –asintió Adriana Cusumano–. Me dijo Adriana Torregrossa que así era Vatalaro: empezaba fácil, y luego, cuando llegaba Microbiología Médica, ¡bam! –golpeó el puño derecho en la palma de su mano izquierda–. Violación masiva, repartiendo reprobados a diestra y siniestra.

Irene se miró las manos. Le sudaban. Sintió asco. Decidió no escuchar a las Adrianas, pues siempre resultaba que sus comentarios, sus supuestos, sus todo , superaban el sensacionalismo e incluso hasta la imaginación. Quiso sentirse tan tranquila como ese momento de madrugada en el que Alex había entrelazado sus dedos con los suyos.

Saludó a Tiziano con una sonrisa y le pidió una coca cola y unas San Carlo clásicas. Se hizo a un lado para que sus tres compañeros –Colabella, Calabretta y Ciufo– compraran sus cigarrillos y algo de beber.

–Son cinco exámenes distintos –rio esa distintiva voz a su espalda–. No sé por qué se preocupan tanto.

–Porque no me parece justo que a unos les haya tocado hablar sobre las contribuciones de Pasteur y Beijerink y a otros sobre Zoonosis viral –contestó Adriana Pettiti.

Irene pensó en cómo hubiera agradecido cualquiera de esas opciones; a ella le había tocado describir il grafico di Ramachandran , los principios de la clorimetría, las unidades de radioactividad e isotopos, la diferencia entre los geminiviridae y los baculoviridae, y la diferencia entre los micoplasmas y las bacterias; aun así, eso había resultado fácil, y debía de serlo para quien hubiera tenido la decencia de simplemente asistir a clase.

Pensaba en cómo no podía arrepentirse de haber escogido responder las preguntas sobre cómo se clasifican los RNA de los virus animales, proveyendo los ejemplos correspondientes, o en el ítem en el que se pedía una descripción de los distintos métodos de secuenciación de proteínas, cuando le tocaron el hombro.

–No te reconocí por el cabello –le dijo.

Irene no pareció entender nada, pues, en su cabeza, todavía repasaba la respuesta que había dado a la pregunta sobre las técnicas manométricas y sus aplicaciones.

–Te cambias de grupo y ya no me conoces –le reclamó.

–Tengo la cabeza en otro lugar –frunció el ceño y dibujó una sonrisa forzada.

–¿Te fue bien?

–Sí, creo que sí, ¿y a ti?

–Sí –asintió.

–Oye, Clarissa, ¿vienes? –la llamó una de las Adrianas.

–Deberíamos vernos algún día –fue lo último que le dijo a Irene.

La griega se quedó muda. Se preguntó en qué momento pudo sentirse atraída por alguien tan distinta a ella: las uñas largas con baño de gel azul, perfume de alta toxicidad debido al abuso, la densidad del maquillaje y las ropas egocéntricas en exceso; tanto así que, desde lo lejos, pudo seguirla con la mirada, porque la camisa amarillo-marcatextos era imperdible. Recordó que su voz era lo que le gustaba.

Bebió un trago de coca cola y pensó en cómo de nada servía tener una voz tan envolvente –melódica y ásperamente hipnótica– como la suya si era lo único bueno que salía de su boca, porque Alex, a pesar de estar dotada con una voz más aguda que no, tenía una modulación suave y dulce, aunque a veces severa, que se transformaba en algo terriblemente sensual cuando recurría al sotto voce que delataba su estado de calma sempiterna. A diferencia de Clarissa, Alessandra Santoro entendía que la voz no era nada sin el buen uso de todo el aparato fonador, el cual incluía, evidentemente, la lengua y la boca; en ese sentido, Clarissa y su perfecta voz podían irse al carajo.

No supo cómo ni en qué momento se encontró sentada junto a Ciufo y con la papeleta de la segunda parte del examen enfrente. Escribió su nombre y su código de estudiante, y leyó las cinco preguntas que la dejaban aspirar a una calificación de treinta puntos, si es que lograba resolverlo con la misma perfección de la primera parte.

«Definir nitrogenasa, fotofosforilación, retrotransposón, sexducción y memoria inmunológica. Desarrollar uno o dos párrafos breves sobre inmunidad innata y la patología de las enfermedades tópicas de origen micótico. Explicar tres enfermedades inmunodeficientes primarias y los diferentes mecanismos de reparación del ADN. Y explicar cómo se determinan los valores Km, Vmax y kcat de una enzima» .

Perdió la noción del tiempo de nuevo, y ahora se le pedía que mencionara las diferencias entre los cuatro tipos de Malaria y las propiedades y los usos del interferón; que explicara qué era una matriz PAM y un análisis t-test; que escribiera con sumo detalle cuáles eran las aplicaciones del ADN recombinante en las distintas facetas de la vida; y que definiera replicación y transcripción ,y cómo se daban en las procariotas.

Escribió, escribió, y siguió escribiendo; lo hizo de manera automática. Su mano se movía y el bolígrafo trazaba las temblorosas letras que ya evidenciaban cansancio físico y agotamiento mental. Se detuvo un momento a respirar, a aflojar las muñecas y los dedos, pues, si no mejoraba la caligrafía, Vatalaro iba a decidir que no merecía la pena revisarlo. Non sono un esperto di paleografia , les había advertido durante la última sesión ordinaria: si no entendía la caligrafía, anularía el examen. Tachó el último párrafo que había escrito y se dispuso a escribirlo de nuevo. Cuando terminó, faltaban trece minutos para que el suplicio terminara.

Tenía trece míseros minutos para contestar los últimos tres ítems, mas, cuando pretendió responderlos, no supo cómo hacerlo. Sabía lo que era eso de la replicación y la transcripción, porque eso era de nivel escolar, mas las aplicaciones del ADN recombinante no recordaba ni haberlas visto en clase ni haberlas estudiado de los manuales que el mismo Vatalaro recomendaba. Se enojó consigo misma por no saber la respuesta.

Arrojó la papeleta sobre la pila del grupo al que correspondía y, sin despedirse de sus amigos, huyó de allí para repasar el material de fisiología general. Odiaba los exámenes finales, y aún más los que estaban fuera del calendario lectivo: nunca se explicaría cómo habían tenido que reprogramar el examen de Fisiología General para el 27, qué clase de error burrocrático los había atontado tanto. Tomó el 71. Tenía hambre. Leyó el “Dove sei? Pranzo a casa tua?” cuando cruzaba Roma Termini. Sonrió. El enojo se le redujo en un tres por ciento.

Cuando llegó, Alex ya la esperaba apoyada en la cajuela del MINI. Cuando se acercó para saludarla, sacó una enorme bolsa con el logotipo de Panino Giusto y un maletín en el que quedaba más que claro que llevaba la suficiente ropa como para quedarse con ella por las próximas dos noches. No se aguantó hasta estar tras la puerta del apartamento cuando la asaltó con manos a la nuca y un beso de esos que, además de saludarla, le decían lo eternas que habían sido las horas que habían transcurrido entre el día anterior y éste, y le dejaban saber lo eternas que serían las horas, en el futuro más próximo, que se interpondrían en términos de husos horarios.

Alex, sin la presión de la presencia de Camilla, se sentó junto a Irene para comer. Papas al horno con romero, sal y pimienta; ensalada con pollo asado y tocino; un diplomatico , panino de edamer con prosciutto di Praga y alioli de ajo; un k2 , panino de roast beef con tomate, aceite de oliva extra virgen y mostaza con nueces. A ratos, entre un bocado y el siguiente, entre un sorbo de coca cola y otro, se tomaba el tiempo para mirarla con el descaro de cuando estaban realmente a solas, para tocarla con la confianza que esos tres mi amor es le habían dado, para besarla e irle restando intensidad a su enojo de tres por ciento en tres por ciento. De postre, compartieron una rebanada de torta de chocolate y una de torta de manzana y mantequilla.

EDT (GMT-4)

Se llevó las manos al rostro y lo rascó hasta poder enfocar medianamente bien en la oscuridad. Se volvió sobre sí para encararla o ir tras ella –dependía de la posición en la que se encontrara–; se conformaría con esconderse en su pecho, algunos mimos en la espalda y la cabeza en cuanto la sintiera contra sí, y quedarse dormida de nuevo. Lo demás, aunque no sobraba, tampoco faltaba. No a esa hora, fuera cual ésta fuera. Pero ella no estaba.

La buscó más allá de la inmediatez con el brazo, barriendo las sábanas hasta llegar a la orilla contraria. Enterró la cara en su almohada y dejó salir un bufido de frustración. Detestaba cuando se iba, cuando la dejaba durmiendo sola, porque eso implicaba que tenía que ponerse de pie e ir en su búsqueda. Le pesaba en la haraganería y, en cierta medida, en la soledad, pues, si no, ¿cuál era el punto de compartir la cama?

Se volvió nuevamente sobre sí hasta quedar con la mirada fija en el techo. Respiraba, meditaba sobre si valía la pena pasar un coraje –decididamente innecesario– cuando la encontrara leyendo, tocando el piano, contemplando la madrugada con el tarro de Ben & Jerry’s, armando uno de los rompecabezas recién adquiridos o simplemente viendo las horas pasar hasta que llegara el momento de arrojarse a la ducha.

Estaba por levantarse, ya se había resuelto a hacerlo, cuando escuchó correr el agua del lavamanos. Qué bueno que no había hecho el ridículo. ¿Eran las hormonas o la razón? No importaba ya. Se reacomodó sobre el costado izquierdo, encarando el lado que Emma había decidido continuar ocupando –porque la inversión de los lugares había resultado inoperativa y fastidiosa– y esperó.

Sintió cómo se abrió paso hasta la cama casi a tientas. No se incorporó de inmediato, sino que se quedó sentada al borde, pensando en quién sabía qué, quizás en cómo había gente que todavía pensaba que la tierra era plana. Notó que el tiempo que se tomaba en recostarse tenía relación con una respiración que buscaba la tranquilidad casi con desesperación, con el rastro de una congestión nasal. Sophia, más que ridícula, se sintió absurda.

¿Qué se le pregunta a alguien que padece de la inversión del orden natural de sus cosas? ¿Qué se le dice a alguien que se convierte en víctima absoluta del subconsciente? Preguntar si está bien está de más, porque queda claro que no lo está, y decir que todo estará bien es una mentira rampante, porque eso es algo que simplemente no se puede saber. Es desconcertante ser testigo de las múltiples autodestrucciones, de los estragos sufridos en silencio y a solas –porque es parte de un acto de sacrificio egoísta–, de la titánica lucha por recobrar control sobre el sinsentido, especialmente cuando se trata de alguien que normalmente se conduce invulnerable, con seguridad y firmeza. Sophia se sintió impotente.

La observó tomar el teléfono de la mesa de noche. De lejos, y pese a las dificultades del astigmatismo, vio que eran las doce con diecinueve minutos. Apenas. Se arrepintió de haber insistido en ir a la cama tan temprano, pues, de haberse apegado a la rutina –a dormir a eso de las once o las doce– era poco el tiempo que se anteponía al inicio de la jornada laboral; de no haber insistido, probablemente aquello habría sucedido a una hora menos tortuosa y Emma podría haber terminado de deshacerse las piernas en el otro cuarto. Pero la medianoche era un verdadero limbo para la psique y el descanso.

Notó la frustración por la manera en la que se había golpeado ligeramente la palma de la mano con el reverso del teléfono. Suspiró y miró por sobre su hombro en lo que devolvía el teléfono a la superficie. No supo si sabía que la acosaba, que estaba al tanto de su estado anímico pese a no saber qué era lo que le pasaba por la cabeza o qué detalles eran los que la tenían así. Estaba dispuesta a esperar cuanto fuera necesario.

No fue mucho.

Emma se incorporó, buscándola de alguna manera bajo las sábanas. Tenía los pies y las manos frías, la piel y el aliento frescos. Olía a humectante. Se había cambiado la camisa por una de mangas largas y se había puesto un pantalón.

Se dejó abrazar de tal manera que supo que, de preguntarle si estaba bien o si necesitaba algo, se quebraría en tantos pedazos que sería imposible recogerlos para las cinco y cuarenta y cinco; cuando se enrolló contra ella, la estrujó hasta casi dejarla sin aire.

A pesar de la resistencia que opuso a que se le escapara, se rindió en cuanto fue ella quien la envolvió en un abrazo constrictor en el que podía rascarle la cabeza y la espalda, aunque esto último pareciera contraproducente. Obtuvo los primeros resultados luego de varios minutos, cuando la tensión de sus hombros se disipó y sus manos pudieron adoptar otra forma que no fueran puños. Eventualmente, su cuerpo se relajó al punto de que pudo respirar profunda y libremente, pero se mantuvo tan lúcida como hacía unos momentos.

Sophia no logró conciliar el sueño, no por completo; dormitó hasta que Emma se retorció para liberarse. La observó meterse en el baño; las ganas de existir eran pocas, pero más que las que había tenido hacía horas. Se despertó veintitantos minutos después, cuando Emma, sentada a la orilla de la cama, la despertó con un beso en la frente.

No se dijeron nada, ni un buenos días , pero se miraron tal como si quisieran decir más que solo eso. Fue como si el par de ojos verdes lo supiera, pues, cuando Sophia estuvo a punto de abrir la boca para emitir un sonido cualquiera, se puso rápidamente de pie y se refugió en el armario.

CEST (UTC+2)

–Remoción de lípidos del hígado –dijo Alex con la mirada fija en la tarjeta.

–Apolipoproteína E –contestó Irene, convencida.

–Estructura de la Insulina –continuó Alex luego de pasar a la siguiente tarjeta.

–Dos cadenas polipeptídicas: la A, con veintiún aminoácidos; la B, con treinta. Se unen por medio de dos puentes disulfuro que conectan A-Siete con B-Siete y A-Veinte con B-Diecinueve; un tercer puente disulfuro conecta los residuos seis y once de la cadena A.

–Además del azúcar, cinco ejemplos de sustancias que producen el sabor dulce.

–Aldehídos, glicoles, amidas, ésteres, cetonas.

–Intensidad del sabor dulce según la molécula. 4 moléculas principales.

–Sacarosa, índice de uno; fructosa, de uno punto siete; maltosa, de cero punto cuarenta y cinco; la lactosa, cero punto tres.

–Tipos de deshidratación.

–Isotónica, hipotónica e hipertónica.

–Estructura de la pleura.

–Visceral y parietal.

–Y… constituyentes de la anatomía funcional del sistema límbico.

Irene le dio veinte nombres.

–Excelente, Nene –rio, arrojando la última tarjeta sobre la pila de la derecha.

–No, nada de eso –disintió ella, llevándose el vaso a los labios para beber dos o tres sorbos de coca cola–. Son demasiadas que no sé, que no recuerdo o que me cuestan –señaló la pila de la izquierda.

–Necesitas hacer una pausa.

–¿Cómo crees? –suspiró–. El libro tiene noventa capítulos. Bonavita dijo que iba a hacer cinco preguntas por capítulo.

–Eso es un abuso –frunció Alex el ceño.

–Y va a agregar cincuenta al azar porque le da ansiedad no llegar a números redondos.

–Eso ya no tiene nombre –repuso–. Es como que pretendan que sepa de memoria las cuatrocientas ochenta y cuatro páginas de la Constitución de la Unión Europea. No sé cómo puedes.

–Yo tampoco –confesó, tomando las tarjetas de la pila de la izquierda para revolverlas.

–¿Estudiarías así si no estuviera lo de Medicina de por medio? –le preguntó mientras veía cómo parecía contar las cuatrocientas doce tarjetas que iban a repasar de nuevo.

–No lo sé –se encogió entre hombros–. No creo.

–Entonces, ¿por qué te matas? ¿No se supone que el propedéutico pesa más que si tienes treinta en todo?

–Es factor decisivo, pero no el único.

–Entiendo –asintió–. Entonces, sigamos estudiando –le tendió la mano para que le entregara las tarjetas–. Función y tipos de reflejos vestibulooculares.

–Función: mantiene la posición de los ojos en el espacio y de manera independiente, en la medida de lo posible, de la posición de la cabeza. Tipos: cristooculares cuando la estimulación corresponde a los conductos semicirculares; y maculooculares, cuando corresponde a los órganos otolíticos.

–Surfactante pulmonar…

EDT (GMT-4)

Lo normal era que, cuando ella salía de ducharse, Emma estuviera terminando de vestirse, y, luego de haberle dado un beso en los labios a manera de un segundo buenos días, le preguntara si quería que la esperara. Lo normal era que ella le respondía que no, que la vería en la oficina en algunos minutos, por lo que recibía otro beso –éste más pausado– como una combinación de acatamiento, aprecio, despedida y saludo a futuro. Sabía que la Arquitecta encontraba paz en los quince o veinte minutos que se tardaba en llegar al estudio; era un tiempo sagrado, anterior a su llegada como pareja, en el que despejaba la mente [ A.K.A. “preparación holística –mente, cuerpo y alma– para saber lidiar con la estupidez humana a la que se enfrentaba día con día”].

Cuando entró en el clóset, sin embargo, se la encontró sentada frente al espejo, intentando contener sus demonios para poder rizarse las pestañas. Tenía la mirada gacha, fija en el tubo dorado al que le repasaba las letras negras con el pulgar. La congestión, aunque mínima, existía.

Quiso colocarle la mano en el hombro derecho, mas, cuando advirtió la intención, su cuerpo entero la rehuyó con una rapidez nunca experimentada. Más que una ofensa, Sophia lo tomó como algo verdaderamente preocupante porque, normalmente, los episodios duraban pocas horas y, en el transcurso, Emma se tornaba cada vez más accesible y se declaraba dispuesta, poco a poco, a compartir algo de lo que la atormentaba. Esta vez era diferente.

Con un nudo en la garganta, retiró la mano de la cercanía. Estaba por volverse para ir a su sección de ropa cuando Emma la detuvo, asiéndola por la muñeca. La había empuñado con violencia, con firmeza, señal de que el control no era algo que había recuperado todavía. Se tragó la queja. Dolía. No lo suficiente, pero dolía.

–Lo siento –murmuró, soltándola para luego, temblorosa, enfocarse en repasar la marca del tubo de mascara.

–No puedes hacerlo sola –repuso Sophia, intentando mantener la compostura con un suspiro. Emma permaneció en silencio–. Si sigues haciendo esto sola… te va a matar –le dijo, agachándose a su lado–. No estoy lista para conocer un tiempo en el que no estás, ¿me explico?

Emma la miró sin saber qué decirle. Los ojos inyectados de rojo. Sophia odió su propio egoísmo en el hecho de transformar el asunto en algo que la perjudicaba a ella primero y a Emma después. Reconoció nivel de su torpeza.

–No tienes que decir nada, pero no te lo tragues –murmuró y le ahuecó la mejilla izquierda.

Fue un segundo distendido en el tiempo el que transcurrió antes de que Emma se ahogara a medida que sus facciones se descomponían en una mueca simplemente desgarradora.

Se las arregló para abrazarla como le fuera posible. Intentó no escucharla respirar, o más bien esforzarse por hacerlo, y se aguantó las ganas de sentir lo que sentía. La sostuvo en silencio por largo rato, contra su pecho, apretujándola tan o más fuerte como lo había hecho durante la madrugada. Esperaría hasta que se agotara ella o su desconsuelo, lo que llegara primero, pero ninguno parecía tener fondo o fin.

Tuvo una considerable cantidad de reservas cuando vio cómo el perrito se hacía presente en la escena, con sus pasos medio torcidos y el ruido de las cebolletas sobre el piso de madera, al imaginario compás de la Marcha Imperial. Tuvo la intención de ahuyentarlo, pero fue como un regalo inesperado. Cuando se acercó a sus pies, Emma emergió de entre su pecho y le lanzó una mirada que acompañó con una especie de risa atropellada.

No dijo nada, solo lo tomó entre sus manos, lo alzó y lo colocó sobre el regazo de Sophia, en vista de que el suyo estaba siendo ocupado por ella. El perro roncó, buscando mordisquear la toalla. Ninguna se opuso. Toallas tenían de sobra y el animalito parecía contrarrestar la pesadumbre.

Se conformó, al menos en un inicio, con que le rascaran el lomo y detrás de las orejas; luego, se alzó en dos patas para olfatear el banquete de aromas –lavanda, leche de almendras y miel, bergamota, menta– y para descifrar qué era eso que la del cabello castaño sorbía constantemente. Le lengüeteó la cara por primera vez y, sabiendo que podía ser la última, le lamió el pómulo derecho y la nariz. Ante la risa de su dueña, continuó deleitándose de los sabores salados y ácidos que se le acumulaban por aquí y por acá. No se calmó hasta que Emma lo tomó entre manos y lo abrazó contra su pecho antes de devolverlo al suelo. Le susurró algunas palabras en eslovaco, con esas eles que a la rubia le gustaban cómo se enrollaban contra su paladar.

–No me va a dar tiempo de llevarlo al parque –murmuró Emma–. Lo sacaré a la terraza, supongo.

–Espera –repuso Sophia antes de que la obligara a ponerse de pie.

–Todavía no –disintió ligeramente, pidiéndole que no le preguntara (todavía) qué era lo que ocurría.

–No es eso –la imitó–. Solo quería decir que, si quieres, puedo posponer lo de Phillip para mañana; así, puedo hacerme cargo de Lucas y Toni por hoy… en caso de que quieras tomarte el día.

–Necesito la distracción –contestó por lo bajo, mirándola directamente a los ojos–. Si me quedo aquí, sin hacer nada, voy a terminar de romperme.

–Entonces, ¿qué necesitas? –la tomó por las mejillas–. ¿Qué necesitas que haga para hacerte el día menos difícil?

–No sé.

–Cuando lo sepas, si es que llegas a saberlo, ¿me podrías decir?

Emma asintió en silencio y se dejó abrazar una última vez antes de ponerse de pie para abrirle la puerta de la terraza al can que la miraba desesperado por corretear entre las patas de los muebles.

Sophia la siguió con la mirada hasta que desapareció con el Carajito dando de saltos y pasos a su lado. La escuchó murmurarle lo mismo de hacía rato. Lo llamaba roztomilý hajzel , la muy itamé .

Respiró hondo. Debatió si debía recurrir a Natasha para que hiciera algo o para que, en el mejor de los casos, le dijera qué hacer. Consideró, ultimadamente, que sería una violación a lo que Emma le había confiado en forma de constipación nasal y constante lagrimeo, algunos ahogos y muchas tensiones. Tal vez, se dijo, lo que Emma necesitaba no eran opiniones o soluciones, sino solo consuelo. Se mantendría al margen, no muy lejos, pero al margen, y no sería ni condescendiente ni consentidora. No más de lo normal, no.

Se ocupó del cabello antes de que la toalla se lo dejara esponjado e inmanejable. Estaba terminando de peinarse con el aceite entre los dedos cuando escuchó el agua del lavamanos otra vez. Apenas se asomó, Emma le dijo que no iba a ir por la vida con baba de perro en la cara. Sus ojos se notaban menos inflamados y rojos que hacía rato; supuso que se había tardado tanto por cómo había tenido que recurrir a un par de hielos en los párpados. Era una conjetura nada más.

Pensó que, si tenía cabeza para ocuparse de las alteraciones físicas más visibles, significaba que la aflicción había empezado a disminuir, o, al menos, a someterse al control de la razón. Era una buena señal. Al menos esperaba que lo fuera.

Se estaba metiendo en un pantalón negro cuando la Arquitecta se incorporó. Intercambiaron una breve mirada en la que se preguntaban si todo estaba menos peor que antes; Emma hizo el intento de sonreírle, mas no había correspondencia entre labios y ojos. Al pasar de largo, entendió que se había aferrado a la idea de ir a la oficina para distraerse con sus discípulos.

Tomó asiento de nuevo frente al espejo. ¿Qué había visto –qué había hecho– que era tan vergonzoso que no podía aguantar su propio reflejo? Se miraba, sí, pero no podía verse. Esto no era como las otras veces.

Sophia se le acercó con cautela, preparada para un rechazo igual o similar al de hacía un rato, y le tendió la mano para que le entregara el dispensador. Se sentó nuevamente sobre su regazo y le esparció las tres películas que perfeccionaban su piel, le coloreó las cejas con seed y los párpados con una mezcla de buff y freckle , la delineó con el Guerlain mate y le rizó las pestañas. Al final, le pintó los labios con el Tom Ford de todos los días. La sostuvo por el mentón, admirando lo bien que había quedado la réplica del maquillaje ajeno, y se le antojó besarla. No sabía si debía atreverse.

Intentó no ponerse en evidencia cuando Emma, pese al temblor de sus dedos, le ordenó el flequillo tras la oreja; ahuecarle la mejilla habría sido una completa aventura para los nervios. La rubia, sin embargo, no logró resistirse y le hizo saber que podía tocarla, que no pasaría nada. El tremor se calmó casi de inmediato.

Había gente que, al enfrentarse con un problema, intentaba solucionarlo de maneras poco creativas y efectivas: algunos arrojaban dinero sin mayores reparos, sin mayores contemplaciones racionales; otros, paradójicamente, pretendían resolverlo, dándole la espalda con la cabeza en la almohada y un sueño profundo; algunos, con el seso entumecido –ofuscados, abrumados, afligidos–, se volcaban sobre el llanto, ya no como un proceso de enfrentamiento, sino como una solución infructuosa; había quiénes, en su negación, se desquitaban con las paredes, las mesas, los libreros o lo que encontraran a su paso; había otros que recurrían a la comida o a la bebida. Por lo general, los procesos no eran mutuamente excluyentes.

Ella, en cambio, extraía conocimiento de cuando había estado del otro lado. Recordaba cómo Camilla la había consolado en silencio, sin exigirle una tan sola explicación –pues ya le contaría cuando estuviera lista– y sin prometerle falsedades o circunstancias utópicas e imposiblemente favorables. Recordaba cómo un abrazo, al menos en su caso, era el símbolo de un espacio seguro, sano, de alta confianza. Pero los abrazos, siendo un símbolo, podían mutar en lo que mejor conviniera, según fuera el caso y la persona. A Emma, por tanto, aunque el abrazo parecía haberla calmado, lo único que podía restaurarle la confianza en sí misma era hacerle ver que su tacto no era destructivo. Ella no lo arreglaría simplemente con abrazos; lo arreglaría con cuantos besos y caricias fueran necesarias.

Fue entonces cuando no supo aguantar más y sin pensarlo dos veces la besó.

Al principio fue, como lo esperaba, unilateral: los labios de la Arquitecta se percibían no indiferentes, sino más bien inertes, con cierto sabor a sorpresa y confusión, quizás un poco de miedo. Le pasó las manos por la nuca para tener un mejor dominio sobre su cabeza y se fue insinuando poco a poco, no con una intención lasciva –pues eso habría estado fuera de lugar–, sino con dejos de un algo que sustituía todo tipo de expresiones de amor, tanto las verbales como las demás corporales.

Del tiempo que tenían de estar juntas, Sophia solo pudo recordar una vez en la que habían compartido un beso como ese: el primero. Había habido algunas ocasiones en las que, luego de mirarla con un inexplicable grado de fascinación, Emma se había acercado y le había murmurado alguna variación de lo que sentía por ella o de lo que la hacía sentir con el simple hecho de existir –de benedirela faccia della terra –, la había besado con una actitud similar a la de alguien que se toma todo el tiempo del mundo para disfrutar de lo que más le gusta de la vida, así sea que se trate de algo pasajero, o bien, de algo que desafía las leyes del tiempo y se preserva en la idea más próxima a la perpetuidad: maravillas de la naturaleza, como el alba y el ocaso, la luna llena, las olas del mar o el firmamento donde no hay contaminación lumínica; obras de arte, como alguna de los trillados lirios de Monet, un edificio que la cultura popular había malogrado –el Chrysler, la Torre de Pisa, Fallingwater, El maldito Pepinillo–, una escultura como el magnánimo vibrador de Kapoor o alguna de las mujeres de Maillol; piezas musicales venidas a menos por el consumo desmesurado e inconsciente, liderado por una corriente fantasma, como “Eine kleine Nachtmusik” y “Für Elise” , porque fuera de Mozart y Beethoven no existían muchos en el imaginario; comidas como el pule y bebidas como el Cros d’Ambonnay, disfrutadas hipócritamente por el precio y no por el gusto; y así muchas cosas más.

Era la primera vez, sin embargo, que ella tenía tanto la iniciativa como el control sobre la situación. La besó con paciencia, con ternura, como si no tuvieran el tiempo encima. Se encargó de hacerle saber que ahí, con ella, no había necesidad de palabras, sino más bien de que se dejara extirpar los abscesos psicológicos y emocionales que le había dejado la ficción morféica.

Poco a poco, Emma la fue reciprocando con cierta normalidad, aunque el ejercicio de sus labios fuera uno de tipo pasivo. El tacto de Sophia, el ligero masaje que le hacía en la nuca, en la base del occipucio, y la manera en la que se dedicaba simplemente a darle una terapia más eficiente que la de cualquier profesional que velara por la salud mental, le sentaba bien pese al pánico que la rondaba: se sentía menos mal, menos culpable, menos violenta. Se arriesgó a tomarla por la cintura, a rodearla de alguna manera para traerla hacia sí, pues, más que una distracción, era a lo que podía ampararse de cualquier manera y por la cantidad de tiempo que fuera necesaria.

Cuando terminó, la rubia apoyó la frente en la suya y se limitó a ahuecarle la mejilla. Saborearon en silencio el momento –la mejoría en la Arquitecta– y pactaron, en pleno mutismo, que lo volverían a hacer en caso de que fuera necesario.

I love you –susurró la rubia–. Doesn’t matter what you say or do, ain’t gonna change. –Emma no fue capaz de responder–. But if you can, try not to run away from me… please? – Emma asintió ligeramente–. Bien –sonrió cálidamente–. Solo arreglaré esto –le dijo, despegándose de ella para pintarle de nuevo los labios.

Para Sophia fue un alivio que se ofreciera a corresponderle el gesto que había tenido con ella. Con un mayor control sobre sus dedos, le aplicó las capas de maquillaje de todos los días, nada intricado. A diferencia de la rubia, era la primera vez que lo hacía en alguien más, no solo en ella; recordaba cómo alguna vez le había dicho que, aunque no lo pareciera, su no-repulsión al maquillaje la había llevado a enseñarle a Irene cómo hacer lo básico y que, incluso en algunas ocasiones –en las que habían coincidido en Atenas–, la había ayudado a pintarse con los tonos nocturnos de las salidas con sus amigas al Bogart, al Boiler o al Voodoo. Lo que Emma sabía de brochas, técnicas, productos y paletas de colores lo había aprendido de Sara, Laura, Natasha, y de – «shockingly enough» – un curso de seis meses que tuvo que tomar para la maestría que nunca absolvió. Terminó de oscurecer una nada significativa cada una de sus cejas y no se atrevió a más. Temía punzarle un iris. Crimen.

Se puso de pie y le dejó el asiento libre para que hiciera uso del espejo. Con cierta vergüenza de que la mirara, como si las marcas emocionales fueran visibles, se despojó de la bata y se apresuró a vestirse. Se fijó en una combinación de negro y gris, pues el día, aunque implicaba la llegada de su progenitora –evidente motivo de alegría que pervivía pese a las circunstancias–, la hacía considerar que los colores vivos solamente le molestarían a la vista y la sacarían de quicio. Sin embargo, previó un probable futuro en el que no le iba a ser posible regresar para cambiarse antes de ir al JFK y que ese probable futuro terminaría en un escudriñamiento profundo de parte de la mujer que la había traído al mundo. Que tenía que recobrar un semblante sereno e indiferente para las siete de la noche, se dijo, y que no podía ir como el reflejo de lo que había experimentado en sueños.

Osadía, atrevimiento, riesgo, arrogancia y desesperación confabularon en su interior para decantarse por el artificio del blanco. No había situación del mes ni malestar general que no se pudiera esconder tras un inmaculado Carolina Herrera aséptico que coronaría con los Gianvito Rossi índigo; tal vez, si necesitaba más pompa, se decantaría por los Valentino rojos. Sacó la pieza blanca y vio que, junto a ésta, aguardaba la bolsa negra por ella. No pudo evitar sonreír. De alguna manera, lo que la había sacado de la cama esa mañana era el viernes más próximo. Si lograba llegar al final del día, contemplaría el contenido; era una promesa.

Creyó haberse tardado una eternidad, mas, cuando regresó, se dio cuenta de que Sophia apenas terminaba de rizarse las pestañas. Se encontró con su mirada y se sonrojó; eran unos ojos sublimes. No creyó que hubiera necesidad de decirlo por el simple hecho de que era una verdad innegable e irrefutable, quizás la única absoluta. Arrojó la chaqueta St. John sobre el respaldo del diván y se dirigió a los estantes de zapatos.

La rubia, que sí les tenía pavor a los accidentes, decidió prevenir –para no lamentar– con un pantalón azul marino que se le ajustaba a las piernas y la primera blusa blanca o crema que se le cruzara en el camino. Supuso que se quedaría a solas cuando el perfume de Emma le llegó a la nariz; no obstante, cuando fue a por el par de suelas rojas de la ocasión, se la encontró de pie, esperándola pese al contratiempo. Cobró mayor sentido cuando le pidió ayuda para subir la cremallera anterior del Carolina. No era como que la necesitaba, pero agradecía el gesto.

Escuchó cuando le dijo a Darth Vader que se portara bien, que se comprometía a llevarlo al parque cuando regresara, que fuera amable con Ania, que no desgraciara ningún mueble en su ausencia, que lo quería mucho, que era un buen chico, que lo quería mucho (de nuevo); le ofreció una galleta como incentivo y promesa a futuro. Si todo resultaba bien, le daría más. Era imposible no sonreír cuando la Arquitecta hacía esas cosas, como si el perro realmente entendiera todo, y hasta más, a su corta edad. Miró la hora. Era tarde, incluso para ella. No dijo nada.

En otras condiciones, el silencio habría sido incómodo y se habría ocupado de obligarla a generar cualquier tipo de conversación con el par de ojos verdes; pero, esa mañana, se conformaba con caminar a su lado, tomada de la mano. La sentía más relajada, mas no podía saber qué pasaba por su cabeza en esos minutos de mutismo inquebrantable; ni siquiera abrió la boca para exigir rapidez a la horda de peatones lentos que esperaban a cruzar la Quinta Avenida a la altura de St. Thomas. Extrañó los «move!» y los «on your left!» que delataban el aneoyorquinamiento de la Arquitecta.

Se detuvieron frente a las puertas del edificio. Emma se mostraba reacia a entrar, como si en el interior de la mole de concreto la esperara un esperpento, la personificación de todos sus miedos. «Franco, sin duda» , supuso Sophia.

–Tengo hambre –murmuró Emma–. Se me olvidó desayunar –dijo por excusa, aunque la rubia sabía que más que un descuido de su parte se debía a las náuseas y a los incipientes vómitos que padecía como consecuencia de las aberraciones de Morfeo–, y, si la memoria no me traiciona, pactamos en que tú empezarías a desayunar.

–Sí –asintió, volviéndose parcialmente hacia ella–. ¿Qué quieres comer?

–Algo decente –supuso, viendo a su alrededor para repasar las opciones más cercanas–. No tengo un antojo particular, solo sé que hay cosas que no quiero comer.

–Pero ¿quieres no comer esas cosas en el estudio o en algún lugar específico?

–Mi cuerpo me pide carbohidratos –se encogió entre hombros–. Casi a gritos. Y yo no soy quién para negárselos.

Sophia la haló de la mano y la guio por 49th St. hasta alcanzar la Sexta Avenida. Allí, frente al semáforo, Emma pescó el teléfono y llamó a Gaby. Luego de los intercambios, obligatorios para evidenciar la buena educación y el decoro, le dijo:

–Sí, que bajen con lo que tengan de Margaret.

Hubo algunas respuestas adicionales, algunos mjm s a medida que cruzaban la avenida, y una despedida justo en el momento en el que entraban al local que olía a mantequilla con azúcar. Se apropiaron de una mesa para cinco y se sentaron frente a frente.

–Nunca he desayunado aquí –dijo Emma para romper el hielo; su voz ya no tenía ese dejo de quebranto.

–Yo tampoco –sonrió aliviada en lo que recibía la carta de las manos de una muchacha joven y distraída.

–¿Ya salieron los [inserte palabra que Sophia no entendió]? –le preguntó Emma a la muchacha.

–Recién los van a meter al horno –disintió.

–¿Puedes apartarme dos, uno clásico y uno de durazno y pecanas, por favor? –Ella asintió y se volvió hacia Sophia–. Y también una docena variada para llevar, por favor.

–Que sean dos docenas –agregó Sophia–. Y a mí me apartas uno de azúcar con romero, por favor.

–¿Algo de comer o beber?

–De comer, luego; por ahora, un licuado de naranja, fresa y apio –sonrió, ahorrándose las formas de cortesía porque quedaban implícitas.

–Que sean dos, y un latte pequeño, por favor –agregó Sophia y se devolvió a Emma luego de que la muchacha se retirara–. Espero que me hagas un latte en algún momento del día, ¿de acuerdo?

Yes, Dear –asintió con la primera sonrisa de satisfacción de la mañana–. ¿Qué se te antoja comer?

–Un omelette griego –contestó rápidamente luego de darle un rápido vistazo al menú–. ¿A ti?

–¿Te imaginas un plato de penne alla Vodka con pollo?

–¿Y en dónde queda la santidad del desayuno? –resopló Sophia.

–La comida de desayuno es una construcción social –negó con la cabeza.

And yet, you eat it –le dijo con la clara intención de mostrarle su propia hipocresía.

–Porque estoy consciente de que es una construcción social es que puedo tanto adherirme a como desviarme de ella –asintió ahora–. Creo que comeré un plato de penne alla Vodka con pollo –concluyó resuelta, cerrando la carta para colocarla frente a ella y clavarle los ojos en los suyos.

Expulsó una pequeña risa y se concentró en el teléfono. Sabía que Emma la miraba. Al menos eso no cambiaba en ningún momento. De alguna forma, la reconfortaba.

–¿Te molestaría si almuerzo con Phillip?

–Con tal de que almuerces, no me molesta nada –disintió–. Solo acuérdate de que la firma es a las tres y media.

–Sí, y dice Jillian que tengo que tener dos testigos –despegó los ojos de la pantalla para mirarla y preguntarle un por qué.

–Previenen actos de coerción –rio con lo que pudo haber sido cinismo–. Se supone que tiene que garantizar una transición pacífica.

–¿Tú tienes testigos?

–No necesito uno –disintió.

–Es en momentos como estos en los que me doy cuenta de que no tengo amigos por mi cuenta –frunció los labios.

–¿Eso te preocupa?

–Solo por eventos como éste –negó con la cabeza–. Aunque no niego que sería interesante.

–Si decides aceptar lo que Phillip te ofrece, puede ser una oportunidad para relacionarte con gente nueva, gente diferente, más afín a tus intereses personales –supuso–. Phillip no es ningún idiota y sabe que networking is everything .

–No lo dudo –sonrió complacientemente.

–Mientras eso sucede, y sabiendo que lo mío es tuyo, puedes recurrir a quien sea.

–¿Gaby?

–Puede ser una opción –asintió–. Solo tienen que verte firmar sin que te estemos poniendo una pistola a la cabeza –le dijo, sintiendo cómo la piel se le erizaba como consecuencia del comentario–. No tienen que saber nada sobre lo que estás firmando.

–Prefiero que sean personas de mucha confianza –repuso Sophia, devolviéndose a la pantalla para preguntarle a Natasha si podía ser su testigo; a Phillip no necesitaba preguntarle, sabía la respuesta y no dudaba que no lo supiera con antelación–. Del banco llegarán entre las diez y las once.

–Excelente –susurró complacida, pues el inicio de semana no podía ser tan atropellado.

La muchacha se acercó con una taza blanca y las treinta y dos onzas de líquido espeso y ligeramente marrón; un poco de espuma verduzca se acumulaba en la parte superior por sobre algunos hielos.

–Esperamos a dos personas más, pero va a ser un omelette griego con papas fritas y un penne alla Vodka con pollo a la plancha. Asegúrate de que sea al dente , ¿sí? –le dijo Emma y, cuando la muchacha se hubo retirado, se dirigió a Sophia–: ¿Qué?

–No sé si debo sentirme como esas mujeres de antes, que dejaban que los esposos ordenaran por ellas.

–¿Eso o…?

–No sé –se encogió entre hombros–. Siento que me divierte, aunque me da la sensación de que no debería divertirme en lo absoluto.

–¿Lo dices por las papas fritas?

–Sí y no, porque sé que cambiaste el hash brown por papas fritas para demostrar que la comida del desayuno es una construcción social –rio nasalmente.

Emma se echó hacia atrás, se cruzó de brazos y la miró pasear los pulgares por el teclado del teléfono.

–¿Cómo se supone que debemos hacer esto?

–¿Qué es “esto”?

–Con SCAD y Parsons. ¿Cómo lo hacían ustedes?

–Teníamos quince minutos para presentar y quince para recibir críticas –se encogió entre hombros–. Podríamos darles media hora para lo primero y lo que se necesite para lo segundo.

–Se supone que yo no puedo intervenir mucho en sus procesos.

–No puedes hacerles el trabajo, que es distinto –despegó los ojos de la pantalla–. Puedes cuestionar, sugerir, y todos esos verbos que seguramente conoces mejor que yo –esbozó una media sonrisa y se devolvió al teléfono–. Son tus pasantes. Haremos lo que quieras con ellos.

De reojo, observó cómo la Arquitecta, todavía se conservaba parcialmente cruzada de brazos. Con la punta del índice derecho, se repasaba el labio inferior por el lado derecho y el mentón. Sabía que la miraba, que la abstraía.

–Tu silencio es apremiante –comentó Sophia luego de haber recibido una afirmación por parte de Natasha.

–Estaba pensando –se encogió Emma entre hombros.

–¿Se puede saber en qué? –murmuró, tomando la pajilla para arrancarle el envoltorio de papel.

–Cuando estaba en la escuela, hace muchísimos años –dijo con un gesto que exageraba el tiempo transcurrido–, tuve que leer una obra de teatro que… Bueno, no recuerdo de quién era exactamente… ¿Francesco? ¿Piero? No lo sé, ni siquiera sé si era italiano, español, inglés o francés –hizo una pausa para beber directamente del vaso alto y grande que habían puesto frente a ella; la mezcla estaba fría y ligeramente dulce–. Está rico –murmuró para sí y bebió un poco más antes de continuar–. En fin, el protagonista… tenía un nombre raro, ¿qué era? ¿ Sigismundo ? Algo así. –Observó a Sophia beber el líquido más denso y fibroso que no, y no supo si le había gustado–. ¿Y bien?

–¿El apio también es parte de tu misión?

–Solo me gusta –negó con la cabeza–. Pero, si a ti no, no sé, ¿quieres una coca cola? ¿Agua? ¿Jugo de naranja?

–No, no sabe mal, solo no entiendo el apio –rio y bebió otro sorbo como si buscara convencerla–. ¿Decías de Sigismundo ?

–Ah, sí –asintió, entrelazando los dedos sobre la mesa–. Tiene un monólogo, ¿o es un soliloquio? No sé cuál es la diferencia.

–¿Lo sabes de memoria? –Emma asintió–. Es que no decepcionas. –Emma se sonrojó–. ¿Me lo vas a recitar?

Io sogno che qui mi trovo da questi ceppi fiaccato, e ho sognato di vedermi in più lieta condizione. Cos’è la vita? Delirio. Cos’è la vita? Illusione, appena chimera ed ombra, e il massimo bene è un nulla, ché tutta la vita è sogno, e i sogni, sogni sono.

A Sophia le resultó familiar, ¿lo había leído ella también, obligada, o lo había escuchado de alguna de las obras de teatro a las que, también obligada, había asistido como muestra de solidaridad con los del programa de Artes Teatrales? Sí, recordaba los últimos versos: Giatí i zoí eín’ óneiro, ti alló! Kai ta óneira, eínai óneiro tou oneírou. Pero no había mayor recolección de nada: no recordaba de qué iba, ni por qué, ni para qué. Además, ¿a qué venía la intervención de alta cultura? En cualquier caso, le daba igual, pues lo único que importaba era que sabía que podía escucharla hablar sobre lo que fuera, en el idioma que fuera.

–A veces me siento como Sigismundo –le dijo Emma al cabo de unos segundos.

–¿Cómo? –frunció Sophia el ceño.

–No quisiera extenderme mucho, pero, en la obra, él es el hijo del rey, el heredero al trono. Cuando nace, los sabios le dicen al rey que Sigismundo será un tirano; por ello, el rey lo recluye en una torre por años, en compañía de un sirviente. El rey decide poner a prueba a Sigismundo : quiere saber si, en efecto, es esa persona cruel que se suponía que sería. Hace que lo droguen para llevarlo al palacio. Paradójicamente, cuando despierta allí, él cree estar soñando.

–Sí, ya recuerdo –asintió la rubia–. Pero ¿por qué te sientes como él?

–Es irracional, lo sé, como todo lo que me pasa cuando duermo –comenzó diciendo–, pero, a veces, me da la impresión de que en algún momento voy a reaccionar y me voy a ver transportada de regreso a Duane; que tú eres una mujer más, una con la que no voy a trabajar nunca, una a la que nunca voy a conocer; que la mujer con la que trabajo es una persona por la que no siento nada sino desprecio.

–¿Una simulación?

–Quizás, sí. O como la proyección de toda una vida posible, en un segundo.

–Suponiendo que sea un sueño, ¿quieres despertar?

–No. Nunca.

–¿Es esa sensación lo que te tiene así?

Sophia no supo en qué momento había abandonado la promesa de no preguntarle directamente qué era lo que ocurría. Temió el repliegue.

–No –disintió–. A veces me pregunto por qué sigues aquí.

–Necesito que seas más clara y directa porque no sé a dónde vas con esto y no quiero asustarme por gusto –le dijo, inclinándose sobre la mesa para acercarse.

–¿Por qué sigues aquí? –frunció el ceño.

–Porque quiero –repuso seriamente.

–Después de todo lo que he hecho, ¿todavía quieres?

–Lo haces sonar como si fuera algo irremediable, algo imperdonable –se encogió entre hombros–. Firmaré los papeles por la tarde y, a partir de mañana, seré el tercer socio. No le veo mayor complicación al asunto.

–No hablo de eso –murmuró.

–¿Sino de…?

–Cualquier persona habría desistido de inmediato. No cualquier persona está dispuesta a lidiar con cargas emocionales ajenas.

–Pasa que no soy cualquier persona –le dijo con tono severo–. Y no considero que seas una carga.

–¿No?

–No es como que me dices lo que pasa. Mientras no lo digas, la carga no la compartes ni conmigo ni con nadie.

–Son escenas brutales, atroces –le dijo Emma rápidamente–. Es suficiente con que una de las dos las tenga que ver, que presenciar.

–El conocimiento también es una condena, eso lo sé –replicó Sophia.

–Si lo supieras… –suspiró y calló.

–Yo no soy quien sufre las consecuencias de la represión de lo que sea que viste. Tú puedes decirme cualquier cosa y yo no te voy a juzgar, no te voy a tener miedo; puedes no decirme nada también, si crees que eso es lo mejor para ti.

–¿Para mí?

–Claro, porque tú no puedes ni saber ni prever cómo me sentiré al respecto –asintió y se llevó el vaso a los labios para beber de la mezcla marrón–. Y sé que estás pensando en lo que ocurrió la otra vez, que lo tienes muy presente, pero fue la primera vez…

–Y la última –se apresuró a decir.

–No recuerdo si lo dije entonces, pero te lo puedo decir ahora, distanciada del hecho: si yo no puedo apreciar la magnitud de lo que sientes, no sé cómo reaccionar. Eso no significa que tengo que saberlo todo, que tengo que conocer los detalles; significa, eso sí, que mi papel es una especie de ancla.

–¿Ancla?

–¿Para qué sirven las anclas, Em?

–¿Para sujetar un barco?

–Para prevenir que ese barco zarpe sin rumbo en un tiempo en el que no le toca.

–¿Me estás regañando?

–¿Por qué haría eso?

–Estoy confundida –frunció el ceño.

–No hay necesidad en que te retraigas, ni por ti ni por mi –asintió–. Lo que sea que veas, que hagas y sientas cuando estás dormida… se sale de tu control, ¿no es así? –Emma no dijo nada–. Es solo una ficción.

–Podrá ser una ficción, pero se siente real.

–Todavía recuerdo la cátedra magistral de dos horas en la que me dijiste que la ficción no es una mentira, sino simplemente otra realidad, con otras reglas, y que no trabaja ni con la mentira ni con la verdad –sonrió–. Te presto atención.

–Nunca lo he dudado –susurró impresionada.

–Yo no soy la Sophia de esa otra realidad, de esa otra ficción; tú no eres la misma Emma… y lo último no tengo que decirlo, ¿no es así?

–Preferiría que sí lo dijeras.

–¿Por qué?

–Porque no es lo mismo que yo lo diga a que lo digas tú. Si lo digo yo, no importa cuántas veces lo repita, simplemente no me lo creo.

–En esta realidad, Franco dejó de existir hace mucho.

–Sí –asintió con los labios fruncidos.

Por primera vez, a Sophia se le ocurrió que Emma no había tenido ningún tipo de cierre en cuanto a su progenitor. No la juzgaba, pues, poniéndose en su lugar, ella habría hecho menos por él; se habría quedado cruzada de brazos. Se preguntó qué haría en caso de que ocurriera algo similar con Talos y llegó a la conclusión de que, pese a que nunca habían tenido una mala relación, tampoco se sentiría obligada a hacer algo por él, ni en su nombre ni en su beneficio. Pensó que, después de todo, aunque la mecánica entre Emma y Franco había sido nociva en todos los sentidos, había sido más importante y de mayor complejidad que la suya con el griego; si éste muriera, ¿qué sentiría? ¿Sentiría algo? Llegó a la conclusión de que no sentiría nada por él, sino –tal vez– por Irene, y que era por eso por lo que no podía empatizar del todo con Emma. Reflexionó sobre qué haría en cuanto a Volterra.

–Solo puedo pensar en que es una versión de la Paradoja de Fermi –rio Emma por lo bajo.

–Ilumíname.

–Trata sobre extraterrestres, pero se me ocurre que puede aplicarse a una realidad o a un sueño –le dijo–. Esto puede ser un sueño –señaló sus alrededores con el índice–, pero no tengo pruebas de que lo sea.

–Ni de que no lo sea –acotó.

«If a man could pass through Paradise in a dream, and have a flower presented to him as a pledge that his soul had really been there, and if he found that flower in his hand when he awoke – What then?» .

–¿Es un acertijo? –entrecerró Sophia la mirada.

–No importa lo que es –disintió Emma–. La prueba es la flor.

–A veces te metes en unos embrollos filosóficos que…

–¿Qué?

–Nada –suspiró, porque no se le hacía justo decirle que ella, de estar en su posición, se preocuparía más por vivir en la realidad que más y mejor la complaciera–. Tal vez no se trata de que te despiertes con la flor del paraíso en la mano, sino de que te despiertes sin tenerla.

–No creo que sea así cómo funciona.

–Se me ocurren dos cosas que puedo ofrecerte: solución o consuelo –repuso como si ignorara lo anterior–. Si no quieres mi opinión, escoge consuelo.

–¿Y si quiero las dos? –Sophia la increpó con la mirada–. De ti lo quiero todo, Sophie –le dijo en el tono más honesto posible; no había ni broma ni lisonja.

–¿Quieres mi opinión? –frunció el ceño como si la desafiara.

–Si algo he aprendido en estos últimos días es que no puedo simplemente omitirte… en ningún sentido. –Sophia le sostuvo la mirada–. Por favor, dime. Sin reservas.

–Pienso que deberías hablar con alguien.

–Lo hago, contigo –repuso seriamente.

–Profesional.

–Todos los profesionales a los que he acudido en algún momento han concluido que mis problemas pueden ser reducidos a daddy issues .

–¿Es cinismo?

–No –suspiró Emma–. Mi papá no es la fuente de todos mis problemas. Mi papá es un problema. Es distinto. Él es algo con lo que tengo que lidiar todos los días, no solo en sesiones terapéuticas, porque no creo que exista algo que me haga “superarlo”. No creo en eso de la superación –dijo desdeñosamente–. Superar implica dejar algo atrás, y no puedo dejar algo atrás cuando es parte fundamental de lo que soy, de la manera en la que pienso, de todo lo que tiene que ver conmigo.

–Pero necesitas ayuda para lidiar con eso –replicó–. Eso está más que claro.

–La ayuda se obtiene de distintas formas, de distintas maneras –estuvo de acuerdo–. Y una distracción no es una evasión, sino más bien una dosificación; lo que me abruma no se va a ir solo porque estoy haciendo algo que no sea pensar en ello.

–¿Te ayuda más que insista o que desista?

–La dosis es lo que me ayuda –le dijo y miró el reloj. ¿Por qué se tardaban tanto los inútiles pasantes? Solo era una avenida.

–¿Por qué te duchaste en la madrugada?

–Sudé mucho. No logré aguantar las ganas de vomitar. Necesitaba calmarme un poco. Necesitaba limpiarme.

–¿Por qué no me despertaste?

–Porque creo en la santidad de un sueño tan íntegro como el tuyo –se encogió entre hombros–. Sí te desperté. Bueno, ya estabas despierta.

–No es que tenga superpoderes –le dijo–, pero hay un algo , no sé qué sea, que se siente en el ambiente cuando algo no está bien.

–Sí, creo que sé a lo que te refieres –concedió–. También me tranquiliza que te duermas. No sé por qué.

–¿Porque se duerme cuando se está tranquilo?

–Sí, debe ser eso.

–Pasa más seguido de lo que me doy cuenta, ¿verdad?

–No –disintió–. Son momentos de alta tensión, de mucho estrés. Esos son los detonantes. Sé que estoy bajo mucha presión cuando pasan varios días en los que no logro… no sé cómo llamarlo.

–Dormir bien.

–Sí, eso.

–¿Cuántos días van?

–Cinco.

–¿Es mucho?

–Todavía aguanto.

–No es eso lo que estoy preguntando.

–Me estoy empezando a desesperar –confesó por fin con lo cóndilos apretados y los ojos vidriosos; la irritación era evidentemente superior a la pesadumbre–. Pero no quiero que sientas lástima.

–No te tengo lástima –repuso de inmediato–. Me preocupas, pero no te tengo lástima –reafirmó, porque ese sentimiento lo reservaba para el hombre que solo sabía hacer sus apariciones estelares cuando Emma era irremediablemente vulnerable–. En cualquier caso, lo que siento es respeto.

–¿Por qué?

–Porque yo no sé si sería capaz de perdonar a alguien que me hubiera hecho todo lo que él te hizo.

–Es complicado –dibujó una mueca de media incomodidad–. Siempre digo que lo he perdonado por ser quien es, por lo que significa, pero ¿en la práctica? –resopló–. No lo sé. No es fácil. Tampoco es fácil entender cómo alguien que ya no está, que ya no existe, puede tener tanto poder sobre otra persona.

–Probablemente sea una opinión no muy aceptada –le dijo Sophia–, pero creo que quien tiene el mayor poder de todos es quien tiene la facultad de negar o conferir el perdón. En ese sentido, él no tiene ningún poder sobre ti.

–El poder es algo curioso –rio para sí–. Tener poder significa tener que sacrificar algo. Siempre tiene un precio. Nunca viene solo.

–Técnicamente lo único que tendrías que hacer es perdonarlo, ¿no es así?

–Sí.

–Pero sería una insensatez.

–Sí.

–Una estupidez.

–Sí.

–Lo mismo sería si te dijeran que no lo tienes que perdonar nunca, ¿cierto?

–Sí.

–¿Necesitas un cierre?

–Sí.

–¿Alguna idea de lo que puede ser ese cierre?

–No creo que se trate de un cierre –disintió–, sino de varios. –Sophia le pidió que elaborara con un simple gesto–. Él se ramifica, se extiende, repta. Él no es solo una figura paterna que se reduce al vínculo consanguíneo, sino que también se filtra a otros campos de la vida, a otros campos que puede ser que no haya podido disfrutar por él, o bien, que dejé de disfrutar por él como medida subversiva y de reclamo por lo propio, de apropiación. ¿Me explico?

–Creo que entiendo –asintió.

–La validación es siempre una interferencia innecesaria –reflexionó, mirando las agujas de su reloj.

–Honestamente, ¿te importaba si lo que hacías era de su agrado?

–El hecho era que él aprobaba o desaprobaba, independientemente si yo le daba importancia o no. Es confuso cuando la desaprobación va de la mano con las consecuencias físicas.

–Es… –suspiró Sophia–. Me enoja.

–¿Sí?

–Por supuesto. ¿A ti no?

Emma estuvo a punto de decir algo; sin embargo, se tragó las palabras. Entrecerró los ojos y respiró profundamente, tal como si sopesara la gravedad de lo que quería decir, como si meditara sobre lo mal que sonaría eso que quería decir.

–Como te salga –le dijo Sophia ante el titubeo.

–Más que enojarme lo que me hacía, me enoja que se haya muerto a destiempo –dijo con la sombra del más macabro y vehemente deseo–. Hay cosas que cuando las esperas con demasiadas ansias, y al fin ocurren, pierden toda impresión de realidad. Por años, desde que tengo conciencia de la primera vez que me pegó en las manos por tocar un re en lugar de un mi en un arreglo más complejo de El Lago de los Cisnes , esperé por el día en el que decidiera morirse. No me malinterpretes –se apresuró a decir–. No soy una mujer característicamente rencorosa; creo, y soy sincera en esto, que el odio y el desprecio en realidad no figuran en la extensa lista de mis defectos. He intentado que los conflictos morales e ideológicos, incluso los físicos, inherentes a mi experiencia personal, no se degeneren en pugnas y proyecciones personales; pero, cuando sí ha ocurrido, al menos en esos casos en los que evidentemente pierdo el control sobre mis acciones y emociones, el intento de olvido siempre ha sido más fuerte que la rabia.

»Entonces, ¿cómo explico, tratándose de él , esta especie de aborrecimiento tenaz? Un deseo no cumplido a tiempo, en el sentido de que me hubiera ahorrado muchas cosas, se transformó en una agonía latente y oculta en la que era imperativo que cada resfriado se transformara en neumonía; cada revisión médica en un tumor maligno, una metástasis; cada piquete de mosquito, en malaria… En fin, tú entiendes. Agradezco que no haya muerto de viejo, porque eso habría sido una tortura para mí, pero me deja un mal sabor la falta de justicia poética: lo justo era que le amputaran las manos, que se le desgarraran las cuerdas vocales. Y no solo eso. Lo justo era que muriera lento, sin tratamientos paliativos para el dolor; lo justo era que se deteriorara hasta consumirse a sí mismo, hasta agotarse del todo. La piedad no es algo que encaje en el contexto, ni de mi parte ni de la suya, porque lo que hoy soy, a él se lo debo; porque es verdugo y a la vez creador involuntario de quién soy.

»Y no puedes decirme que esto no te asusta.

–¿Por qué no? –frunció el ceño. Emma se encogió entre hombros–. Quisiste que se muriera, pero no lo mataste. Y, aunque lo hubieras matado, entendería perfectamente bien por qué.

–A veces me confundes.

–Aunque estés atrapada en cuerpo de diosa romana, eres tan humana como el resto –rio reconfortantemente.

Emma la miró con lo que Sophia interpretó como ofensa, pero no supo si por haberla asociado a las deidades –cuando era obvio que era superior a ellas– o por haberla rebajado al plano de los mortales. Si debía ser honesta, la prefería ofendida a preocupada; de ser así, se daba por bien servida.

–No es primera vez que te lo digo –murmuró Sophia, inclinándose ligeramente sobre la mesa–, pero me gustaría saber todo lo que pasa por tu cabeza.

–Sería abrumador –rio.

–No esperaría menos –replicó, haciéndole eco al dejo de risa.

–Tengo hambre –se encogió entre hombros–. No me explico cómo o por qué Parsons y SCAD tardan tanto. Revisito, brevemente y pese a mis mejores esfuerzos, esas imágenes tan crudas en las que soy testigo y cómplice de una serie de actos atroces. Y luego pienso en ese beso. Y ahora en cómo cocinarán la pasta, si la dejarán al dente antes o después de mezclarla con la salsa, y si el pollo viene encima o revuelto; ¿será una pechuga entera o serán trozos que simulan ser una pechuga entera? Y reflexiono sobre la necesidad urgente de ir al baño.

–Prioridades –sonrió Sophia, encogiéndose entre hombros.

Emma reciprocó la sonrisa y se puso de pie. Se detuvo a su lado y, en silencio, se apoyó del respaldo de su silla y de la mesa; se agachó, apenas con la espalda, y, saliéndose de toda actitud predecible, le acomodó un beso corto, casi pequeño, que le dejaba saber el orden en el que colocaba sus prioridades.

La Licenciada Rialto no pudo evitar sonrojarse, pues esas acciones, al menos las que iban más allá de entrelazar los dedos en público, eran tan raras como ver a un pez montando bicicleta. No supo si preocuparse, precisamente porque era out of character , o si dejar que la tranquilidad la dominara por completo, precisamente porque era una muestra de que le empezaba a importar un pepino, un rábano, un carajo.

Sophia la siguió con la mirada hasta que desapareció de su periferia. Se quedó pensando en la nefasta idea de que le debía todo al difunto minitirano: lo bueno y lo malo, lo que la hacía feliz y lo que la agobiaba… en fin, una grandeza atormentada y enteramente accidental. Se preguntó qué más podría haber querido, cómo no le bastaba que a su hija la conocieran con un epíteto más que homérico; que se olvidara de la vulgaridad de los pies ligeros y la de los ojos garzos , porque, en un mundo en el que todos portaban el mismo título, ¿cómo era posible que con decir « la Arquitecta» se supiera exactamente a quién se referían? Y no aplicaba solamente dentro del estudio, sino que se expandía a los otros con los que se codeaban pasivo-agresivamente en esos eventos y premiaciones a los que Emma se rehusaba a asistir; que si Mansler, Perkins, Petersen & Skidmore, que si Bergman, que si Young & Turner, que si Morgan, Doyle & Lee.

Porque tenía que ser siempre la primera en llegar para no perderse de nada, para ser la primera-y-por-tanto-la-única-opción, se quedó pegada a la vitrina, decepcionada, por haberse apresurado tanto. Lidiar con la rubia no era lo suyo y era lo que la esperaba.

Se miraba las manos con detenimiento, tal como quien se inspecciona las uñas para idear una estrategia para sacarse hasta la última molécula de mugre; sin embargo, Sophia daba rienda suelta a la manía que había desarrollado, quién sabía cuándo, de girar el anillo que le decoraba el anular izquierdo. Parsons se preguntó si ese anillo había sido regalo del mismo hombre que se había despedido de Emma la semana anterior, el mismo hombre que había brindado y reído con la rubia en el bar del Four Seasons.

–Gracias por esperarme –dijo Lucas a su espalda.

–¿Sabes hacer algo más que no sea sudar? –lo increpó con la mirada y se alejó de él, yendo en dirección a la puerta.

Lucas se observó en el reflejo de uno de los enormes refrigeradores de bebidas y consideró que ni se veía agitado ni lo estaba; se olfateó discretamente las axilas para asegurarse de que no olía matadero de reses. Era su miedo más grande, olvidarse de la dupla de desodorante y colonia.

–¿Qué esperas? Ahí está –señaló él en dirección a la rubia que les daba la espalda.

–Sabes, mi abuela está por cumplir noventa y nueve años.

–¡Qué bien! Pero ¿eso qué tiene que ver?

–Pregúntame cómo le ha hecho para llegar a ser un fósil.

–Está bien. ¿Cómo le ha hecho para llegar a los noventa y nueve?

–No metiéndose en lo que no le importa –lo sulfuró con la mirada.

Lucas se rio, ahogó las ganas de cruzarle una posible bofetada y se escurrió por el costado para llegar a la mesa a la que se sentaba Sophia.

Intercambiaron palabras y preguntas de cortesía mientras tomaba asiento frente a ella; guiándose por cómo había sido dispuesto el lugar contra la pared, y en vista de que había un vaso de líquido marrón que no se le antojaba ni en mil años, ni se lo tomaría aunque le pagaran, asumió que era de Emma, pese a su momentánea ausencia. Pensó, sobre todo, que la acción resultaba mejor que cruzarle una bofetada a Parsons: privarla de existir al lado de Emma le provocaría, como mínimo, un acceso de rabia. Obligarla a inspirar el perfume de Sophia sería una tortura.

Parsons respiró profundamente, apretó la mandíbula para no recitarle su obituario, y, con pasos pesados, se acercó a la mesa mientras se preguntaba si había alguien el mundo que quisiera aprender algo de la rubia insípida, si tenía algo que enseñar que ella no supiera ya.

Le deseó unos buenos días que más valían no haber sido deseados y le preguntó cómo estaba sin realmente escuchar lo rutinario de una respuesta que incluía reciprocidad; respondió con un gerundio que podía dar cuenta de la decepción de no haber muerto en algún punto de la noche:

–Viviendo –suspiró y le clavó la mirada al vacío.

Lucas se puso rápidamente de pie en cuanto vio que Emma se acercaba, frotándose las manos para deshacerse de los últimos restos de humedad, y la saludó con la más cordial de las sonrisas.

Emma, como Sophia, concretó el ritual del qué tal estás, cómo estuvo el fin de semana , a lo que él respondió que nada fuera de lo normal, pero se había extendido lo suficiente como para hablar de un lugar de hamburguesas que habían abierto cerca de donde vivía y para expresar la privación de sueño por estar dándole vueltas a la propuesta de diseño de la oficina de Margaret.

En el segundo en el que le correspondía a Parsons responder sobre su estado existencial y para compartir la ilustre solución que había encontrado para hacer que los estantes fueran verticalmente ajustables, la muchacha de hacía rato les alcanzó dos menús a los recién llegados.

Luego de que Lucas pidiera un té frío grande y un capuccino mediano, y que Parsons se limitara a una botella de agua mineral, Emma les dijo que estarían ahí un buen rato, por lo que consideraba provechoso que pidieran algo para desayunar, que le daba igual qué y cuánto. Él, famélico como siempre y ante la más mínima insistencia, pidió lo que sea que fuera la breakfast quesadilla y una orden de dos hot cakes con moras azules; ella, por pura presión de los cuatro que la miraban sin realmente mirarla, pidió una ensalada de frutos rojos y una avocado toast clásica que probablemente no comería más de la mitad antes de llenarse.

–¿Quién va a presentar primero? –dijo Emma con los labios a un milímetro del borde del vaso.

Lucas y Toni se miraron sin saber si el primero en presentar recibiría más halagos o menos críticas que el segundo. Él pensó que quien lo hiciera primero tendría más tiempo a su favor en todo sentido: sí, podía recibir más críticas que quien lo hiciera después, pero podía plantear preguntas, solventar dudas, y pedir revisiones con mayor detalle. Ella, por su parte, pensó que no importaba el orden porque su propuesta simple y sencillamente era superior y no había manera de que el estúpido de SCAD pudiera ser mejor; si ella iba primero, lo colocaba a él en el ámbito del fracaso; y si ella iba después, terminarían con una nota en alto. En todo caso, prefería ir primero.

–No sabía que estaba lidiando con párvulos –suspiró Emma enfadada–. Lucas, empieza tú –le dijo severamente–. Tienes media hora.

El sureño sonrió nerviosamente, respiró hondo y empezó diciendo que había conseguido elaborar dos propuestas, incompletas, por supuesto, pero que consideraba que ambas iban por buen camino. A partir de ahí, de lo que pareció ser una excusa por una más que evidente mediocridad, Parsons dejó de escucharlo parcialmente y se concentró en las muecas y los gestos con los que reaccionaba la Arquitecta; solo le prestaría atención cuando ella pareciera tener una respuesta positiva.

La notó exhausta y con cierta disposición que podía pasar por desinterés, extravío o distracción. Parecía más emocionada por el líquido marrón que bebía cada tanto que por lo que fuera que estuviera diciendo Lucas para justificar su falta de creatividad, buen gusto y demás.

Él prosiguió con lo que creía que era lo más importante y lo que determinaba toda su visión para el proyecto en cuestión: el edificio se había diseñado y construido bajo la Ley de Zonificación de 1916, lo que significaba que caía más bien por el lado de lo gótico que de lo Art Deco (no tenía nada que ver una cosa con la otra), de ahí que no creía conveniente acatar al cien por ciento los deseos del cliente; forzar el estilo del período de entreguerras, en un espacio claramente gótico, resultaba en una necedad tan grande como la del gusto grotesco por bañar un penthouse entero en dorado (esto sí tenía sentido). Proponía, en cambio, acentos del estilo.

Sacó una pila de hojas sobre las que había plasmado sus ocurrencias. Empezó por hablar del infame jarrón –alto, amplio de los hombros, y que se estrechaba hacia la superficie; alguna variación de las ánforas panatenaicas–, en negro y gris. Suponía ser enorme, lo que su brazo alcanzara hasta el fondo.

La intervención de Emma llamó la atención de Toni. Escuchó cómo Lucas respondía a las últimas preguntas al respecto mientras el par de ojos verdes escrutaban el boceto.

Que había una especie de club alfarero en Brooklyn en donde podía pagar las tarifas diarias por el tiempo que fuera necesario; que ahí podía usar los tornos, o bien, recurrir al modelado al vaciado en caso de que tuviera que ser una pieza más grande de lo que él pudiera manejar; que ahí podía usar el horno y aplicar los esmaltes sin ningún problema. La sonrisa que se dibujó en los labios de la Arquitecta le dejó saber a Toni dos cosas: la primera, que la pintura en serie de Patrick Wilson que estaba por proponer no podía competir con una pieza tan única y perfecta como el maldito jarrón que costaría céntimos en comparación al óleo abstracto sobre lienzo; la segunda, que she was fucked .

CEST (UTC+2)

Una vez más, había dejado a Elena Ferrante en el olvido. Sentada en la cama, con la espalda contra la pared, intentaba no acosar tanto a Irene en el ir y venir que parecía servirle para estudiar cada tarjeta que terminaba por pasar al fondo mientras repetía, a susurros, una respuesta que probablemente no aparecería en el examen del día siguiente.

Alternaba los sorbos de agua con los rápidos vistazos que daba a alguna red social mientras escuchaba una lista de música en aleatorio. Declinó una invitación a jugar volleyball al día siguiente, pero se apuntaba a las sesiones del jueves y viernes; en algo debía ocuparse mientras Irene existiera lejos, en otro huso horario. Apretó la mandíbula.

Flexionó las piernas, las abrazó y recostó la sien sobre sus rodillas. Miró los estantes que rodeaban la cabecera de la cama, hacia su izquierda, y repasó los títulos de los pocos libros de los que se había hecho Irene en el tiempo que llevaba viviendo ahí; se reducía a Fo, Calvino, Vichi y Dahl. Totalmente fuera de lugar, destacaba, como guitarra en entierro, una copia sellada de Nicholas Sparks.

Extrañada, se estiró y, antes de tomar el libro en cuestión, se detuvo a observar los tubos de pelotas de tenis autografiadas, los trofeos y las medallas de los circuitos en los que había tenido mayor éxito, y tres fotografías: una de hacía algunos años, con quien asumió que era su abuela; la segunda, con las dos mujeres rubias y de ojos celestes que formaban parte de su inmediatez; y la última –y para su sorpresa–, la inmortal imagen, un tanto desenfocada, que evidenciaba que habían coincidido con Nico y Pippa en Venecia algún tiempo atrás.

Sonrió para sí. No pudo evitar evocar el famoso asalto en ese callejón.

Luego de que ellos dejaran sesenta euros para cubrir su consumo, Alex e Irene se miraron mutuamente, preguntándose si ellas debían seguir el mismo camino.

–Todavía aguanto un poco más –sonrió la griega–. ¿Decías sobre Silvana?

Alex, entre esas risas que solo existían en el ver las cosas con frialdad y en retrospectiva, le contó de cuando la Mezzogiorno había terminado con ella: se le había metido entre ceja y ceja que ella y Annica, una de sus tres compañeras de piso, compartían más que solo los entrenamientos de volleyball y toda una amistad que se remontaba a los días en el Marymount.

La noche en la que Silvana debutó como Léonore en una adaptación de medio pelo de Le Carnaval de Venise , de Campra, esperó que su novia interrumpiera su actuación con los silbidos vulgares que tanto la caracterizaban; encontró alivio en que hubiera guardado la compostura para el papel que muy probablemente la catapultaría a convertirse en Odette. Sin embargo, cuando la obra terminó y Alex nunca acudió a los camerinos con un ramo de rosas blancas, experimentó la rabia pura.

Cansada de un ataque de celos reciente frente a los compradores del Coop della Posta Vecchia, Alex había preferido ir con Ottavio al juego en el que la Roma había acabado con el AC Milan cuatro goles a dos. Nunca se arrepentiría de ello, ni siquiera por lo mucho que sufrió cuando Marquinhos recibió la tarjeta roja en el minuto setenta y ocho o por los dos goles en minutos consecutivos que anotaron Pazzini y Bojan.

A la mañana siguiente, Silvana Mezzogiorno aporreó la puerta del apartamento. Estaba fuera de sí. Con una carcajada, Alex le dijo a Irene que el diablo obra con mayor pericia que Dios, pues las cosas se dieron de tal manera que, justo en el momento el que Silvana se había dado por vencida (que había entendido que no había nadie) y que bajaba las escaleras, ella y Annica subían. Venían del sótano, de pasar la ropa de la lavadora a la secadora.

Y ahí, en el cuarto escalón entre el segundo y tercer piso, la mujer que nunca sería Odette le soltó una bofetada que le había dolido durante tres días. Le gritó una serie de profanidades mayores y menores, desahogó sus frustraciones, y le dijo que ya no podía seguir soportando que se fuera a la cama con esta (señaló a Annica, que no entendía nada de lo que pasaba y no podía huir ni hacia arriba ni hacia abajo). Confesó que en ese momento quiso cobrarse la bofetada, tal vez así le taladraba un poco de juicio, pero se aguantó las ganas. No sabía cómo, pero se las había aguantado. En lugar de rogarle, de intentar razonar con ella, estuvo de acuerdo con que lo mejor era terminar.

Pazzo! –se carcajeó–. Me empujó y se fue, con el mismo demonio en las venas.

–¿No se volvieron a ver?

–Cómo crees –disintió Alex–. Supe por su Facebook que se había casado con el entrenador del ballet de Zagreb.

–Pero si ustedes recién terminaron hace algunos meses –ensanchó Irene la mirada.

–Cada quién tiene su proceso –rio, viendo cómo aterrizaban cuatro shots de vodka en la mesita que compartían.

Irene le preguntó si ella y Annica habían tenido algo que ver, a lo que Alex respondió, con otra carcajada, que eso sería antinatural por ambas partes.

La griega optó por creerle porque no sabía mayor cosa de la susodicha. De todas maneras, no era como que le importaba. Lo de Annica, eso era lo que no le importaba. Lo de Silvana, no sabía por qué, le alegraba. Supuso que se debía a que representaba la liberación de su amiga.

Convinieron en que no había motivo por el cual debían negarse a tres onzas más de alcohol. Se miraron a los ojos. Brindaron por la soltería de Alex. Exhalaron y rieron, pues la griega hizo un comentario sobre cómo la escena le acordaba un poco a la infame fiesta en casa de Berenice.

–Debe ser por la canción –le dijo Alex con los ojos adheridos a sus labios.

Se lamentaron el hecho de que no hubiera un espacio para bailar, pues eso era lo que seguía para terminar de revivir la experiencia por completo. Quizás haría falta un despavorido grito de Berenice con el que reprendía a Vasso Bouzoukis por mear en el estanque de las tortugas (claramente, un erudito habría dicho que era una recreación del capítulo XVII de la obra máxima de Rabelais).

Lo mencionaron y volvieron a reír. Tomaron el vodka que les quedaba y brindaron por nada, por los viejos tiempos y por lo que fuera, y apuraron el líquido para luego volver a reír, a burlarse de Berenice y el momento en el que dejó de ser amiga de todos.

Hacia las dos de la madrugada, ya no cabía nadie en el lugar. De codazo en codazo, cuando al fin lograron salir, pareció más bien como si el lugar las hubiera escupido.

Señalando en ambas direcciones de la Merceria II Aprile, Alex le preguntó hacia dónde se dirigía; Irene le respondió que hacia donde fuera que estuviera ***. Rieron porque ninguna de las dos conocía las calles de Venecia y decidieron caminar en dirección a Piazza San Marco para conseguir un taxi para la griega.

–De todas maneras –agregó Alex–, yo me estoy quedando en el Concordia.

Sin saberlo, tomaron la ruta menos corta. Caminaron por Calle de la Fava y Ramo Licini hasta que tuvieron que cruzar el San Zulian. Hombro a hombro, habían ido bajando la voz a medida que cruzaban las callecitas enredadas de la ciudad. Ya no recordaba de qué habían hablado, pero recordaba que las risas que compartían se habían vuelto cómplices y sensuales, y las miradas que se habían dedicado se quedaban hipnotizadas en los labios ajenos. Recordaba que había sido algo mutuo hasta que Irene había decidido empujarla juguetonamente.

Ahora lo recordaba. La había ido molestando con cómo siempre había parecido que había intentado seducir a Katia Kondakou en todo momento (en realidad solo hablaban de Gossip Girl porque para Alex era incómodo sentarse a su lado en clase de matemática y no hablar con ella en lo absoluto); que si tan solo ella le hubiera hecho caso, habría tenido un futuro prometedor con la familia farmacéutica más grande y poderosa de Grecia, Macedonia, Chipre y Bulgaria.

–¡Pero Katia era el esperpento! –rio Alex.

–¡No mientas, yo sé que te gustaba! –replicó Irene, empujándola.

–Es verdad –sacudió la cabeza, mirándola divertida y, reciprocándole la jugarreta, la empujó contra el muro de la Chiesa di San Zulian–. Katia, Berenice, Larissa, Corina, Agnes… todas eran una calamidad –dijo en tono serio.

–Corina no es fea –murmuró Irene con un dejo de risa.

–Todas valen mierda, Nene –suspiró, acercándose a ella, que parecía haber encontrado cierto descanso en la pared sacra–. A mí la única que siempre me gustó fuiste tú.

Ahora, mientras veía la fotografía en la habitación de la griega, se admiraba del colosal tamaño de sus cojones. Recordó el segundo de silencio en el que el par de ojos marrones la habían mirado como si no entendiera y la carcajada en la que habían prorrumpido después.

Recordó que, aprovechando que todavía reía, se acercó a ella hasta acorralarla.

–No me odies –se acordaba haberle dicho para llamar su atención–. Después de esto no me odies.

La asaltó con los labios entreabiertos, a punto de preguntarle dopo cosa?

Lo siguiente que supo fue que Irene le correspondía, tanto o más que lo que ella le daba, que sus manos le empuñaban el cabello y se asían a su nuca para traerla más contra sí y dentro de sí, y que en ningún momento se quejó de que las suyas la tomaran por la cintura y que terminaran apretujándole el trasero. Recordaba que había habido roces subidos de tono por parte de las dos, y, aunque no recordaba qué se habían rozado ni por cuánto tiempo, sabía –y guardaba cual más preciado tesoro– que un gemido había sido depositado directamente en su garganta.

Después de ese beso, ninguno otro se sintió igual, ni con Fella ni con las otras dos mujeres con las que había saciado las necesidades de la carne.

Sacó el ejemplar de Le parole che non ti ho detto y lo inspeccionó. El sello de Mondadori estaba intacto.

«Theresa Osborne, giornalista di Boston, divorziata e madre di un ragazzino dodicenne, raccoglie sulla spiaggia, durante una vacanza, una bottiglia contenente una lettera. Garrett, l'uomo che la firma, ha perso la donna amata e le strazianti parole del suo messaggio insinuano in Theresa una sottile curiosità. Profondamente turbata da emozioni che non riesce a frenare, Theresa si avventura, grazie anche a fortunate coincidenze, in una località turistica della costa alla ricerca del protagonista di questo amore infelice.», leyó y no pudo evitar sentir cierto extrañamiento, pues no era del tipo de libro que Irene leería. Supuso que había sido un regalo insensato de alguno de sus compañeros.

–¿Qué escuchas? –le arrancó Irene el audífono derecho, propinándole un ligero sobresalto a la italiana.

–Uhm… –frunció el ceño y alzó el teléfono para ver la pantalla–. “Nights in Nantes” –le dijo y la observó colocarse el audífono en la oreja izquierda.

–Me agrada –sonrió, desviando la mirada hacia el libro que Alex sostenía entre las manos–. ¿Lo quieres?

–Estoy aborreciendo a Ferrante –se encogió entre hombros–. Eso del amor y el desamor no es lo mío. No así. ¿Le buscas dueño?

–Constantemente, desde que me lo regalaron –asintió Irene, incorporándose lenta y cuidadosamente en la cama–. No sé qué hacer con él. Después de leer Fahrenheit 451 no me quedaron ganas de quemar libros.

Alex la siguió y se acomodó a su lado, contra la pared. Le ofreció el teléfono para que pusiera la música que más le gustara.

–Hola –susurró Irene al mismo tiempo en el que se decantaba por Negramaro.

–Hola, Nene –replicó con una sonrisa pequeña y le ofreció un abrazo–. ¿Cómo estás?

–Bien, ¿y tú?

–Muy bien –le dijo, logrando aguantarse las ganas de darle un beso en la frente por la manera en la que se había recostado contra su hombro–. ¿Tienes hambre?

–Todavía no, ¿tú sí?

–No. Solo quería saber si debía ir viendo qué íbamos a cenar. Aunque para eso faltan muchas horas.

–Mi mamá dejó gnocchi. ¿Se te antoja burro e salvia y parmigiano ?

–Claro –sonrió y le ofreció la mano mientras Giuliano Sangiorgi cantaba «e allora tu spiegami dei nostri baci il senso, e se un senso lo trovi dimmi almeno qual è, dimmi c’è…» –. Solo dime a qué hora quieres cenar para poner el agua a hervir.

–No te invité para que relevaras a mi mamá –rio nasalmente.

–¿Sino?

–Tú te invitaste sola –dibujó Irene una mueca de burla–. Y te lo agradezco.

–¿Por la osadía?

–Sí, pero más bien por la compañía –la miró de reojo–. Y por ayudarme a estudiar.

–Hago lo que puedo, porque no sé qué es la endolinfa.

–Yo tampoco –se enrolló un poco más contra ella y le colocó la mano en el muslo–. Me lo regaló Clarissa.

–¿Qué? –frunció Alex el ceño, logrando guardar la compostura, pues sabía que Irene no hablaba de ella ni a palos.

–El libro. En febrero

–Hace poco.

–Sí.

–No te conoce, Nene.

–No.

The Talented Mr. Ripley .

–¿Qué? –resopló Irene.

–Ése te habría regalado yo. Y una bolsa de yo-yos de Nutella… o algo para tus raquetas.

–Tú me conoces mejor –sonrió complacida.

Alex quiso decirle que no la conocía lo suficiente, no como quería, pero que, en efecto, la conocía más que esa sombra que sesgaba todos y cada uno de los posibles futuros que podían tener. ¿La habría llamado como a ella? ¿Habría salido un mi amor de su boca para interperlarla?

–Me la encontré hoy, a la salida de una de las partes del examen. Estaba con las Adrianas. –Alex esperó a que dijera algo más, a que explicara o justificara la razón por la cual lo mencionaba–. ¿Alguna vez miras a alguna de tus ex y te preguntas cómo pudiste haber estado con ella?

–Me pasa con Silvana –asintió–. Y con Fella. ¿Tú te sientes así con ella?

–Es demasiado… ruidosa –asintió Irene–. Demasiado… pública.

–¿Cómo?

–Es muy llamativa. Toda ella.

–Y tú no quieres ser el centro de atención.

–Es una posición muy vulnerable, ¿no te parece?

–Tal vez, Nene –sonrió Alex, dándole el beso en la frente que se había guardado hacía unos momentos–. ¿Me quieres contar lo que pasó entre ustedes?

–¿No te lo imaginas?

–No quisiera –disintió.

–Salimos una noche con el grupo. A Fiato.

–Hay mejores lugares que Fiato –opinó Alex.

–El lugar es lo de menos –resopló–. O, bueno, no tanto. Sí tiene que ver el lugar. Fuimos al baño. Íbamos ella, una de las Adrianas y yo. Ellas dos se estaban viendo en el espejo mientras yo esperaba mi turno. Supongo que se arreglaban el maquillaje. No sé. No importa. Adriana se fue y ella se quedó, esperando a que yo pasara para detenerme la puerta, porque ya ves que en Fiato no hay cerrojos porque se los roban –rio nasalmente–. Cuando estaba terminando, ella se metió conmigo y me dijo que era para que tuviera en qué sostenerme mientras me subía el pantalón. –Alex pensó en lo estúpida que era la excusa–. Y, no sé, fue raro porque ni siquiera me dio tiempo de limpiarme. ¿Entiendes?

Alex suspiró, entrecerrando los ojos, como si eso la ayudara a atar los cabos que, una vez atados, no había manera de olvidar lo que ahora sabía.

–No fue mucho tiempo.

–No importa –disintió la italiana, visiblemente enojada, pues, por segunda vez en la vida, sentía esas ganas de cruzarle una bofetada (como mínimo) a una de sus congéneres; quiso matarla.

–Peor aún, se lamió los dedos –rio Irene.

–Marrana al cuadrado –musitó.

Se flageló por todas esas veces en las que se le había ocurrido hacer algún chiste sobre la infame Clarissa. Ahora entendía por qué Irene se había cambiado de grupo en la carrera. Sintió que se iba a desbordar de tanto odio.

–Por eso me gusta contigo –le dijo Irene al cabo de un rato, apretándole la mano con la suya.

–¿Porque no soy una marrana?

–No eres ese tipo de marrana –rio–, y porque es más fácil. No es… ruidoso.

Alex no supo qué tenía que ver el ruido con el respeto, pero, si era honesta consigo misma, ella había hecho algo muy similar en Venecia. Si le condonaba aquello al pezzo di merda , ahora y por siempre innombrable, y a ella también, ¿las colocaba en la misma categoría?

–¿Ni por lo de Venecia? –tuvo que preguntar.

–Venecia fue… –suspiró la griega–. Pensé que era el alcohol, al menos de tu parte, porque, si la memoria no me falla, tú te tragaste todo lo que te pusieron enfrente –resopló.

–No justifica…

–Contaba con que no te acordaras de nada, nunca.

–Pero…

–Fue mutuo, Santoro –la miró desde abajo.

–¿Querías que no me acordara de que fue mutuo?

–Martillo al clavo.

–¿Por qué? –frunció el ceño.

–Porque era más fácil. –Alex pareció tragarse lo que quería decir–. No estaba lista. Todavía no lo estoy, no del todo. Pero espero llegar ahí algún día no muy lejano.

–Cada quién tiene su proceso, Nene –le dijo como cuando habían estado en el Devil’s Forest Pub–. Aquí lo importante es, además de que tú estés bien y que te sientas cómoda, lo que sea que vayas a hacer con ese libro –señaló el estante.

–Me dan ganas de quemarlo, porque fue una especie de disculpa, supongo –se encogió entre hombros–. Pero el libro no tiene la culpa de nada.

–A Caterina le gustan esos libros de romance de pacotilla.

–Llévaselo, entonces –le dijo y se estiró hasta alcanzarla; le dio un beso en la mejilla.

Se quedaron ahí, en silencio, hasta que se acabara Un Passo Indietro . Ahí, con Irene, Alex le encontraba el gusto a Negramaro.

Años después, Alex se acordará de ese momento mientras bebe una coca cola fría en la cama que acaba de armar. Se la llevaron de IKEA y, por segunda vez en su vida, se ha rehusado a pagar cien euros más por el servicio de ensamblaje. La cama parece estar bien atornillada. Ahora no se recuesta contra la pared, sino contra el respaldo, porque la adultez estética requiere de respaldos. Quién lo diría. Escuchará Amore che torni . Sonreirá. Tomará el ejemplar de Il Commissario Bordelli y reanudará la lectura. Leerá hasta que las sábanas nuevas salgan de la secadora y sea hora de poner a hervir el agua para la pasta de la cena. Se le antoja que sea cacio e pepe .

EDT (GMT-4)

Lucas había pensado hasta en el asistente. Le había puesto un escritorio negro, sencillo, sobre una alfombra cuyo patrón, por alguna razón, encontraba ecos en Gucci. ¡Había pensado hasta en el asistente! Parsons quería morirse, pues ahora se daba cuenta de que, si bien él alegaba que era una propuesta incompleta –o dos, aunque más bien eran juegos con la paleta de colores y algunas proporciones, seguían siendo la misma idea–, la suya estaba más que en pañales.

No era como que le importara, pero la rubia, a su lado, había ido llenando una y dos y tres páginas de su agenda a medida que SCAD profundizaba en su visión artística. Los garabatos en tinta negra la hicieron pensar que la rubia carecía de motricidad fina, de todo. Eran patadas de ahogado. Lucas estaba arrasando con ella y no tenía armas para defenderse. Se lo inventaría en el camino; usaría palabras como “imagino”, “veo”, “pretendo”, etc., para salirse con la suya.

La llegada de la muchacha –que coincidió con la conclusión de la presentación del sureño que se había crecido en los treinta y cinco minutos que había demostrado que tenía lo que se requería o que, al menos, había pensado siete veces las cosas– le puso los nervios de punta. Quería arrancarle la cabeza. Y cuando supo que había un plato de penne alla Vodka con pollo y un omelette griego, se preguntó por qué la rubia insistía en llamar tanto la atención con sus decisiones que no resultaban tiernas para nadie. Casi hace cortocircuito cuando fue la Arquitecta quien recibió el plato frente a ella. Había odiado antes de tiempo.

Sophia observó a Emma pedir más parmesano mientras volcaba el que ya tenía entre los dedos, y, casi de inmediato, contempló la habilidad con la que le hincaba el tenedor a dos cilindros y se los llevaba a la boca para saborearlos. Sintió alivio al notar que su prometida había recuperado algo de sí con algo tan sencillo como un poco de carbohidratos. Ella, compartiendo el sentimiento, se llevó una papa frita a la boca y le agradeció con un disimulado guiño por haber sustituido el hash brown.

Terminó de escribir “ γραφείο → υλικό x2; ”en la lista que Parsons miraba con ganas de vomitar. ¿Qué significaban esos trazos, parecidos a los vellos púbicos? Pero no, que no le importaba lo que la rubia pensaba, se dijo y se repitió hasta que, a causa de la ansiedad, se atiborró las fauces con dos cucharadas de frutos rojos. Habría matado por un brownie y un cigarrillo. Le sudaban las manos. Aborreció esos cinco minutos en los que, entre la rubia y la Arquitecta se rotaban los bosquejos del sureño que parecía no masticar los hot cakes bañados en mantequilla batida y miel de maple.

¿Qué tanto veían? ¿Buscaban algo que criticar o algo que alabar?

De repente, sintió cómo el par de ojos verdes estuvieron a nada de marcarle la piel. Ella, petrificada, no supo sino tragar con más dificultades de las que anticipó. No entendía qué era lo que quería, por qué la miraba así; no poseía el don de la telepatía.

–¿Y bien? –murmuró Emma.

Parsons no respondió, por lo que quiso adoptar el papel de canis lupus y preguntarle si debía liberar la agenda del día para acomodarla, para hacerle el espacio suficiente hasta que se decidiera a presentar.

–Cuando estés lista –intervino Sophia, sabiendo muy bien qué era lo que se cocía en el interior de la mujer que había interrumpido la ingesta del desayuno.

CEST (UTC+2)

–¿Quieres repasar? –susurró cuando el algoritmo las remitió a Lascia che io sia .

–Tengo un dilema –respondió de la misma manera–. Me faltan ciento y tantas tarjetas por repasar y no sé si con eso terminaría por pulverizarme el cerebro, lo que implicaría que mañana, durante el examen, puede ser que no sepa ni mi nombre. No sé si debería dejarlo y descansar por el resto del día. Podría despertarme un poco más temprano para repasarlo antes de irme.

–¿Con lo demás te sientes segura?

–Lo suficiente –asintió.

–Medítalo un rato más –le dijo–. Si quieres volvemos a Negramaro mientras lo haces.

–Pon algo tú –le alcanzó el teléfono.

Escogió Seduto qua por ninguna razón lírica; melódicamente le parecía que anestesiaba los sentidos y la razón, que era lo que Irene necesitaba.

–Llevo tres semanas estudiando intermitentemente para este examen –dijo como para sí–. Sé muy bien lo que dicen las tarjetas. En el fondo lo sé.

–Descansa un rato, entonces –murmuró Alex y le instaló un segundo beso en la cabeza–. ¿Qué quieres hacer? ¿Quieres ver una película? ¿Quieres dormir? ¿Quieres salir a caminar por ahí? ¿Quieres ir por un gelato? –se sintió mal por no saber ofrecerle más opciones que fueran de su agrado.

–Se me antoja una ducha, de esas un poco largas, medio frías.

–¿Qué te detiene, Nene?

Irene la miró con una sonrisa de esas que casi no logran serlo. Quiso decirle que se sentía bien estar así, compartiendo un audífono y que no le importaba qué era lo que escuchaban, si “ Why You Look So Blue” o “Sugar” , porque la música era lo de menos; que lo que la detenía era el momento de suprema serenidad que estaban teniendo. Y ella. Ella también la detenía. Pero de nada de esto se quejaba. Solo era desconocido y, a veces, le provocaba náuseas. No, no asco. Náuseas, nervios, una sensación de pánico, sudoraciones invisibles, arritmia; no sabía si se trataba de taquicardia paroxística supraventricular o de extrasístoles.

–Nada –dijo al fin, apretujándole el muslo–. O, no sé, la presión del examen. Así, en el fondo. Un poco de culpa por no seguir estudiando, supongo.

Alex resopló enternecida y le plantó un tercer beso en la cabeza.

–¿A dónde vas?

–Ideas millonarias, Nene –sonrió, yendo en dirección al escritorio para hurgar entre los instrumentos de escritura–. Dame veinte minutos, treinta a lo mucho.

La griega no supo por qué se llevaba al baño un marcador indeleble y lo que calculó que era una cuarta parte de las tarjetas que había abandonado; pero, si Alessandra Santoro le pedía entre mil doscientos y mil ochocientos segundos de paciencia, se los daría sin cuestionamiento alguno. Le parecía que era lo justo frente al tiempo inestimable que ella le pedía para lo que fuera que estuvieran haciendo.

Se dejó caer hacia un costado y cerró los ojos un momento. Se dejó arrullar por canciones que evocaban Ibiza como un lugar común: verano, sol, calor y brisa; mujeres bellas y esbeltas; hombres guapos, casi dioses; trajes de baño, arena, lentes oscuros, maquillaje y bronceador; bebidas pretenciosas, más artísticas que etílicas; piscina y océano, muchos chaise lounge de colchones blancos y sombrillas. Nunca había estado en Ibiza.

Extrañaba Varkiza, tanto por las vacaciones familiares que habían sido parte de su infancia y adolescencia, como por el viaje de graduación. «Terástio órgio» , rio, acordándose de cómo había habido un brote de clamidia cuando habían regresado a Atenas. Para ese entonces, Berenice odiaba a toda su generación –luego de los destrozos que hicieron en su casa, ¿quién no?–, pero, como se dio cuenta de que Irene era de las que menos enloquecía por el consumo del alcohol desmedido, había decidido ser su compañera de cuarto. A Irene nunca se le olvidaría que la última noche, la misma persona que había declarado su eterno desprecio durante el primer período del lunes que le sucedió a la infame fiesta, había dejado seco, y con el miembro de fuera, al mismísimo Vasso Bouzoukis.

–¿Sueñas? –murmuró Alex.

–No –rio–. Me estaba acordando del pene de Boukis.

–Qué… ¿agradable? –repuso con una mueca de extrañeza y relativo asco.

–Era muy grande –le dijo.

–Qué… ¿bueno?

–No lo sé –resopló–. Según Bonavita, un pene grande es sinónimo de que no se les… tú sabes, ¿no?

–No se puede tener todo en esta vida –rio Alex–. Pero ¿por qué pensabas en esa cosa?

–No sé si con “cosa” te refieres al pene o a su dueño.

–¿A los dos?

–No sé cómo llegué a eso –se encogió entre hombros–. ¿Me vas a decir qué era lo que estabas haciendo?

–No sé cómo explicarlo –disintió y le tendió la mano–. Deja eso ahí –señaló el teléfono y la haló hacia sí para ayudarla a erguirse–. Sé que no puedes dejarlo, porque es mucho lo que hay en juego, pero no veo por qué no puedes hacerlo… más relajada.

Era cierto. Irene no habría leído a Nicholas Sparks porque no era ese tipo de romance el suyo. No. A ella que no le dieran flores, chocolates, animalitos odiosos de felpa y globos; a ella que no le llenaran la bañera con pétalos de rosa y aceites esenciales, copas de vino y velas. No.

–Así memoricé toda la parte segunda y tercera del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa –le explicó, sumergiendo la mano en el agua que se acumulaba en el interior de la porcelana–. Y también el Elénis enkómion .

De abajo hacia arriba, habiendo movido las botellas de enjuagues y demás hacia un costado, Alex había escrito, en desorden, ambos lados de las veintisiete tarjetas que había logrado abarcar. Y, como si se tratara de un tablero de ajedrez, etiquetó las columnas del uno al nueve y las filas de la A a la F.

–Hay errores. Los cometí a propósito. Corregir es también aprender –sonrió–. O eso es lo que dice Caterina.

No, Irene Papazoglakis no era de esos romances de penumbra y aromas que promovía el cine y la literatura hasta el cansancio. Consideraba esto, lo que Alex había hecho, un acto de consideración y empatía extrema; sin embargo, de tan solo pensar en que podía quizá tacharlo también de romántico , sintió que el estómago se le hundía hasta el primer piso y que las ganas de vomitar se manifestaban de nuevo.

Alessandra Santoro empezó a ponerse nerviosa. No sabía cómo interpretar su silencio. Estuvo a punto de pedirle que dijera algo cuando Irene simplemente le apretó la mano y le dio un beso en la mejilla. No supo cómo suprimir el rubor de sus mejillas.

Se quedó ahí, pasmada, viendo y no registrando cómo Irene se desabotonaba la holgada camisa de lino verde para arrojarla al cesto de ropa sucia; acosó la mundanidad con la que se quitó la mezclilla blanca para revelar slip e reggiseno in pizzo blu . Miró las marcas del bronceado que recibía en el Gianicolo a medida que caminaba a la bañera y se metía en ella, primero un pie y después el otro, y aferrarse a los bordes para dejarse caer.

–¿Vienes o…?

Alex asintió en silencio y, mientras Irene daba un vistazo a los cincuenta y cuatro azulejos manchados, se desvistió.

–No sé, te ganaste el derecho de escoger –le dijo luego de que le preguntara si quería que se sentara de tal manera que se encarasen o cómo.

Titubeó unos segundos y, porque realmente se lo había ganado, decidió que aprovecharía el mejor lugar de todos los posibles: detrás de ella. El agua está agradable, repitió como una estrategia para aplacar la erección psicológica y emocional de la que estaba padeciendo.

La acogió contra su pecho, con los brazos alrededor de la cintura, mientras ella se aferraba a sus rodillas, que se elevaban por sobre el nivel del agua. Se ausentó momentáneamente, dos o tres segundos, para enterrarle la nariz en el cabello. Olía a la cera de pompelmo y nuez moscada con la que se peinaba para moldearse la pequeña ondulación que le corría por la frente.

–A-dos y D-nueve –la escuchó decir–. Pero la gastrina tiene un peso molecular de dos mil; la colecistocinina, cuatro mil doscientos; y la secretina, tres mil cuatrocientos –corrigió el hecho de que Alex había jugado con los números.

Luego dijo algo sobre C-cinco y A-cuatro, la fórmula para determinar el flujo sanguíneo renal.

EDT (GMT-4)

Emma inspeccionó el boceto digital con detenimiento, con el puño derecho contra los labios y el ceño fruncido. Señaló la pantalla seis veces, contaba. Disintió desaprobatoriamente y continuó escrutando. Se preguntó por qué había un «¿afiche?» de unas tajadas de manzana deshidratada y por qué los cajones del librero detrás del escritorio parecían espejos. ¿La silla? No. ¿Las patas del escritorio? Menos, pero ¿el escritorio como estructura? Bien, aprobaba. ¿La lámpara? Excelente. ¿Persianas? No, cortinas. Siempre cortinas. Para habitaciones así de espaciosas, siempre cortinas. ¿La alfombra? Tenía reservas.

Pareció manifestar el grado superlativo de su frustración cuando, a medida que respiraba profundamente, se masajeaba el entrecejo.

Parsons bebió un sorbo de agua. Alternaba su atención entre el lenguaje corporal de la Arquitecta y los garabatos rizados de la Licenciada. Estaba arruinada; el sureño le había ganado. La longitud de las anotaciones de la rubia se lo indicaba. Era evidente. Miró a Lucas, quien le dedicó una sonrisa y un encogimiento entre hombros que interpretó como un gesto de lástima suprema, pero recatada. Detestaba eso, el recato; pensaba que era natural de las personas hipócritas.

Emma se repuso algunos segundos después, pero, en lugar de abordar el tema de una vez, alzó el brazo para llamar la atención de la muchacha que atendía su mesa. Pidió agua mineral. Sí, la botella de setecientos cincuenta mililitros estaba bien.

Sophia rio en sus adentros. Sabía que eran muy altas las probabilidades de que Emma estuviera refunfuñando internamente por la correlación –o bien, la falta de– que había entre el vestido Carolina Herrera y la tacañería que implicaría rechazar una botella de Pellegrino para darle preferencia a una lata de club soda genérica que le sabría más a tónico que a otra cosa.

–Bueno, todos aquí somos adultos y profesionales –murmuró Emma, echándose contra el respaldo de la silla–, Lucas, ¿qué piensas de la propuesta de Toni? Por favor, sé tan minucioso como puedas.

Se rascó el mentón barbado, pensativo. Sabía que no tenía manera de quedar bien con su contrincante porque pensaría que estaba siendo condescendiente cuando le dijera estar de acuerdo con algo, o bien, que le parecía un acierto; y pensaría que le estaba faltando al respeto con lo que fuera que considerara un desacierto. Se aclaró la garganta, entrelazó las manos sobre la mesa y dijo:

–Creo que deshacerte de toda la superficie de ébano es un error. Es cierto, hay secciones que se han holgado, que rechinan o que han guardado humedad; consecuencias de trabajos torpes o apresurados de sellado, o bien, que, cuando instalaron el piso, quizás no existía el adhesivo tres-veinte… se me ocurre –matizó–. En mi opinión solo deberían renovarse las secciones que tienen algún problema. Casualmente, coinciden con el área de la cocina y los baños. Si te limitas a tratar con esas secciones, puedes, no sé, hacer lo mismo que yo: sugerir pisos cerámicos de limpieza fácil; de esa manera, no se echa a perder madera de buena calidad y con un alto valor inmobiliario.

Emma se relajó; las racionalizaciones de SCAD y el sentido común que profesaba en esos momentos eran agradables. Lo escuchó hablar sobre la dificultad que presentaba el patrón en espiga al momento de considerar las transiciones al material que escogiera, particularmente en la cocina, pues no había una pared que la delimitara como tal. Ésa podía ser una solución, le dijo, erigir una pared para aprovechar la división y poner un perfil de transición de ébano –con madera que se hubiera extraído de las secciones removidas– o de acero inoxidable. Sí, se podía hacer: con lo que pensaba gastar en reemplazar los pisos por completo, podía hacer lo de la pared y salir con un monto positivo que pudiera utilizarse en otra cosa.

No obstante, si optaba por mantenerse firme en cuanto a su decisión de decantarse por pisos de Dalbergia, debía considerar dos elementos fundamentales: el primero, que debía ambientar la madera, es decir, dejar que se acomodara a los factores del espacio, por al menos dos semanas; y segundo, el tinte que iba a utilizar para darle uniformidad y contrarrestar las discrepancias que inevitablemente habría entre las vetas de un tablón y los que tenía alrededor.

Continuó hablando de lo que no le parecía tan acertado, como el hecho de que hubiera preferido persianas a cortinas o que hubiera escogido alfombras de colores poco encubridores y que requerirían de limpieza constante, o bien, la inclusión del color esmeralda para los muebles de la cocina cuando la paleta de colores era más térrea, sobria y clara. Por último, mencionó que no consideraba que los sujetalibros eran algo aesthetically pleasing , que no eran ni siquiera necesarios, pero que, a falta de una sugerencia concreta con la cual pudiera reemplazarlos, no podía decir mayor cosa. No vio mayor provecho en preguntar en dónde trabajaría el asistente; sabía que ella ya estaba al tanto de su accidental omisión.

Los aciertos eran más, confesó. Como él, era evidente que pensaba que la presencia del estilo favorito del cliente debía tratarse con astucia y en términos de acentos: los patrones de las alfombras y los cojines, un armario o el escritorio. El escritorio era una de las cosas que más le gustaban, al igual que el juego de butacas que había colocado en el área que había designado para las reuniones, y la idea de que la cocina fuera abierta y no de frente a la enorme ventana, como suponía el diseño original. Le confesó que le habría gustado pensar en eso. Habló de la pintura de Wilson, de lo mucho que le gustaba, y de lo envidiable que habían resultado los baños.

Emma y Sophia escucharon al sureño por quince, veinte minutos, y estuvieron de acuerdo con él, al menos en gran parte; había sido respetuoso y se había fijado tanto en lo más evidente como en cosas que ellas mismas habían pasado un tanto por alto en un primer momento –porque los problemas les robaban la atención–, como el diseño personalizado de la grifería y de algunos elementos de la iluminación; había sido meticuloso con sus explicaciones, lo cual era muy valioso, pues dejaba el gusto personal de lado para entrar en el terreno de la adecuación y de ese punto en donde lo estético se mezclaba delicadamente con la eficiencia.

Sophia esperó a que Lucas concluyera con un and I think that’s all I can say for now para informarle a Emma que debía subir a la oficina a firmar los papeles –del banco–, pero que regresaría una vez terminara; Gaby le había avisado que el representante del Citi ya estaba allí.

Salió con las dos docenas de [inserte palabra que Sophia no sabía pronunciar] bajo el brazo y cruzó 40th St. y Sexta para entrar por la parte trasera del edificio. A la entrada, frente al enorme letrero rojo, la esperaba un hombre moreno, alto –apenas cabía en la silla–, con anteojos rectangulares y una sonrisa muy cálida. Colocó las cajas sobre el escritorio de Caroline y le pidió de favor que las dejara en el break room a merced del hambre y el antojo del resto.

Saludó al hombre, quien se presentó como Dante Gibson, con un apretón de manos y lo dirigió a la oficina. Pasó junto a Gaby, que se encargaba de mostrarle a Moses sabía ella qué en la pantalla que tenían enfrente. Era raro estar ahí sin un tan solo rastro aromático de la Arquitecta; era raro ver su escritorio sometido a un nivel superlativo del orden, al punto de parecer inerte, si es que eso tenía sentido.

Le ofreció café y uno de esos pecados de mantequilla y azúcar que había llevado. Él, cordialmente, declinó ambos.

I’d strongly suggest you take one of those things, they’re worth it –replicó Sophia con una sonrisa mientras veía cómo sacaba una carpeta blanca del interior de su portafolios–. They go well with an afternoon coffee –agregó.

Accedió a llevarse uno de frutos rojos, pues, a decir verdad, estaba cansado de tener que acompañar el café de su oficina con lo que tuviera el Starbucks del primer piso.

Le preguntó si estaba al tanto de qué era lo que estaba por firmar. Ella dijo que sí, al menos groso modo . Le explicó, en un tono de voz muy dulce, que su esposa –eso le gustó, porque, aunque todavía no era algo legal, técnicamente ya era un hecho– había solicitado que pudiera disponer de sus cuentas mediante la emisión de una chequera personal, y una cuenta digital y tarjeta de débito asociadas.

Sí, él sabía lo que se preguntaba, ¿para qué servían los cheques en esos dorados tiempos? Se sinceró con ella y le dijo que no era el dispositivo de transacción preferida de sus clientes, pero que, mientras fueran un método de pago aceptado, tenían la obligación de ofrecerlo. Ella rio. Agradeció que su trato fuera ameno. Recordó que el regalo de cumpleaños de Margaret había sido un cheque. Para eso servían.

Habiendo confrontado los datos de los formularios con la EB2 de Sophia, le dijo, con una sonrisa, que si quería darle un vistazo al estado de cuenta.

Your wife –le dijo–, she asked me to bring a copy of the current balance. She also said you’d most likely decline to have a look at it.

Ella rio nasalmente, porque era evidente que había pensado en ambas posibilidades. Se preguntó qué quería para sí, pues la falta de una imposición le permitía tanto evadir conocimiento como complacer a la mujer que probablemente estaba escuchando a Toni escudriñar la propuesta de Lucas.

Sure, I guess I will take a peek… –suspiró, extendiendo la mano para recibir la segunda carpeta blanca entre las manos.

Para él siempre era interesante ver las reacciones de los familiares de sus clientes cuando les mostraba los últimos movimientos de la cuenta y el monto actual. Algunos lloraban, otros reían; algunos simplemente no entendían o no podían creerlo. La mayoría, no obstante, que era una serie de humanos altivos que era claro que padecían de Dunning-Kruger, se decepcionaban porque esperaban más.

Era una cuenta que contaba con pocos movimientos, pero, siendo pocos los que se registraban, databan hacia marzo del año anterior. Casi un año. Las transacciones eran cuantiosas, abundantes, al punto de lo exagerado. Reconoció el -56,838.00 del mes anterior, y, pese a sus más grandes esfuerzos de no curiosear de más, observó -32,490.12 , adjudicado en enero a TPNY; -296,077.00 , a PMBJ, y -76,409.48 a FFHR, ambos en diciembre del año anterior. El siguiente era un depósito en octubre. Sabía lo que era. No quiso enterarse de más, pero las ganas de vomitar fueron demasiadas.

A él le pareció extraño que no reaccionara en lo absoluto, al menos no de manera visible.

Where do I sign? –preguntó Sophia con un dejo de tristeza, pues le habría gustado que la existencia de Franco se redujera a eso, a un número nada más.

CEST (UTC+2)

No sabía en qué momento Irene había dejado de repasar los azulejos y se había quedado recostada en ella, pero se dio cuenta del paso del tiempo por la manera en la que se le habían empezado a arrugar los dedos.

Dormi? –preguntó por lo bajo. Irene negó con la cabeza–. Pensi all’esame?

–No –contestó, logrando ahogar el impulso que tenía de completar el enunciado con un «a te» –. ¿Ya te quieres salir?

–No tengo prisa de nada –le dijo, apretujándola entre sus brazos–. ¿Tú?

–En un rato –disintió de nuevo–. Nunca había hecho esto.

–¿Estudiar en el baño?

–Bueno, eso tampoco –resopló–. Hablaba de estar así, en la bañera. Siempre he preferido las duchas.

–¿Y te ha gustado?

–Estaría dispuesta a tomar un baño de vez en cuando –sonrió–. Con la compañía adecuada. –Alex rio–. ¿Qué? ¿Pensabas que lo haría con cualquiera?

–No, eso sería una tortura –murmuró.

–¿Para ti o para mí?

–Para las dos.

–¿Por qué?

–Porque no me gusta pensarte con alguien más, no por ahora, y porque no creo que alguien más tenga el colchón que tú necesitas para estar así de cómoda –le dijo arrogantemente.

–Sobre lo primero, no sé qué decir –resopló–. Pero, sobre lo otro… –asintió un par de veces–. En eso sí te doy la razón.

–No la pedía, Nene –le susurró al oído y le dio un beso en la cabeza.

–Agh… –suspiró–. A veces te odio.

–Mientras el resto del tiempo no me odies, está bien –sonrió–. Puedo con eso.

Irene se irguió hasta sentarse y se volvió ligeramente hacia ella para encararla.

Alex le sostuvo la mirada por algunos segundos y, aunque quiso decirle algo –lo que fuera–, esperó a que fuera ella quien decidiera si valía la pena o no decir eso que reprimía en la garganta. Debía ser algo delicado, importante para ella, si vacilaba.

–Después de Venecia, traté –le dijo avergonzada.

–¿Qué trataste? –frunció Alex el ceño.

–Odiarte.

Alessandra Santoro sintió un dolor equiparable a los que Mr. Romano le había propinado con los remates hacía tantos años.

–Por más que quise, no pude –añadió la griega.

–¿Por qué?

–¿Por qué quise o por qué no pude?

Tutte e due .

–En ese momento mis razones estaban justificadas, o eso creía yo –se encogió entre hombros–. Ahora, cuando pienso en esas razones, no las entiendo.

–¿Y esas razones eran? –Irene se sonrojó–. Haré lo posible por no juzgar, lo prometo.

–Tú nunca dijiste nada, nunca. Pero entiendo que estabas con Silvana. Luego nos besamos en esa esquina que olía a amonio. Y no dijiste nada. No volvimos a hablar hasta que Pippa preguntó si ya me había mudado. Pero estabas con Fella, creo. Y luego nos reencontramos y pasaron meses hasta que hablaras de Venecia. No sabía que te acordabas.

–Nunca dije nada porque creí que tú no querías hablar del tema –se encogió entre hombros–. Tú tampoco me hablaste después de Venecia.

–No sabía cómo –replicó–. Estaba confundida. Y no es que tenga todo muy claro, pero intento no resistirme tanto. Además, de repente estabas con Fella.

Alex rio por la bajo y se llevó las manos al rostro para humedecérselo. No sabía cómo decirle que la Rafaella había sido una suerte de mentira; la había querido, sí, pero, si era honesta consigo misma, era con quien había intentado sacarse a Irene del cuerpo y de la mente. Por un tiempo, pensaba, le había funcionado; no fue sino hasta esa intervención de la amiga inglesa que se había dado cuenta de que lo suyo con Fella había sido eso: un intento, y uno muy infructuoso. Lo confirmó cuando terminaron. No sintió nada.

–Creo que lo que pasó antes no tiene importancia –le dijo, emergiendo de entre sus manos–; con quién estuve yo o con quién estuviste tú, y qué hicimos con esas personas. No me arrepiento de lo de Venecia, y si lo mencioné esavez fue porque ya no aguantaba.

–Sé que hay cosas que son difíciles conmigo –reconoció Irene.

–Pero ninguna se me hace insoportable –le dijo, a pesar de que sabía que eso podía cambiar–. Insoportable sería si me odiaras.

–No es odio lo que siento.

En cuestión de un segundo, Alex decidió que no necesitaba saber qué era lo que sí sentía porque, por una parte, era ponerla en un aprieto innecesario al obligarla a hacer algo que solamente debía hacerse cuando salía sin más; por otra, era reclamar algo que, aunque tuviera algo que ver directamente con ella, no le pertenecía. Se conformaba con saber eso, que no la odiaba.

Irene agradeció que no le preguntara lo que callaba, porque no habría sabido cómo ponerlo en palabras. Lo que tenía, lo que sabía, solo podía expresarlo a través de ruidos, de gruñidos.

–¿Te cuesta? –preguntó luego de unos momentos.

–¿El qué, Nene?

–No mirar otra cosa.

–¿A ti te cuesta? –sonrió sardónicamente, haciendo que la griega se sonrojara–. ¿Qué te detiene?

–El decoro –susurró.

–Funciona en operaciones macrosociales –replicó–. En la intimidad, no creo que venga al caso.

Eínai tóso ómorfoi –jadeó, cediendo a la tentación de dejar que los ojos se le escaparan.

Alex reconoció la última palabra. La había escuchado de uno de los franceses que había hecho con ella el intercambio. Era un poco decepcionante, pensaba, cuando las personas eran una corporeización estereotípica –a veces llevada al extremo de convertirse en caricatura– del espíritu nacional, al menos como un producto del topus uranus; de esta manera, Roland se la pasaba preguntándole a Mrs. Scafidili cómo se decía tal o cual cosa del amor en griego: belleza, amor, romance, deseo, pareja, pasión, seducción. Le parecía estúpido saber todo eso antes de saber, primero, cómo preguntar por el baño; segundo, cómo preguntar por alojamiento; tercero, cómo pedir comida; y cuarto, y casi tan importante como lo primero, las profanidades de cajón.

Permaneció quieta, sin quitarle los ojos de encima a los suyos. Ya habría tiempo para mirarla con detenimiento; por ahora, le interesaba más acosar el trayecto que seguía para estudiar sus impresiones. A veces, un poco de autocomplacencia no venía mal.

El detenimiento, como si nombrara cada uno de los huesos y músculos que repasaba de manera superficial, era tan intenso que Alex, por primera vez, se sintió analizada. No supo por qué, porque no era el momento oportuno para detenerse a pensar en ello, pero quiso llevar la sensación hasta un extremo en donde fuera la cordura física y mental lo que estuviera en juego. Cerró los ojos. Se dejó llevar.

Un «cosa fai?» se quedó atascado en la glotis de Irene. Como era evidente lo que hacía, era estúpido preguntarlo. Era difícil concentrarse en lo que hacían sus dos manos al mismo tiempo, y era difícil disfrutarlo por la corrupción visual provocada por la densidad de 998 kilogramos sobre metros cúbicos. En cuanto Alex suspiró, arqueando apenas la espalda a medida que tensaba la quijada, se atrevió a interrumpirla.

–¿Qué pasa? –resurgió Alex de la abstracción en la que había caído. Irene enrojeció–. Nene…

–Quiero ver bien –musitó pese a eso que tanto la constreñía todo el tiempo.

EDT (GMT-4)

Emma la había mirado brevemente a los ojos y, sin decirle nada, le había preguntado si todo había salido bien, si había firmado. Ella asintió y tomó asiento. Toni pretendía odiar sobremanera el tener que decirle a Lucas lo que ella consideraba que había sido un desacierto de su parte. Ya había hablado sobre el exagerado número de fotografías en blanco y negro, en cuenta una del enorme rostro de Marilyn Monroe –« I just think it’s tacky and trite, like Marilyn and fashion are some sort of synonyms »– otra de un par de ojos demasiado grandes; sobre la innecesaria iluminación hacia el fondo de los estantes del enorme librero monótono y poco funcional que había colocado en la oficina; sobre los dos fallos del escritorio: superficie de vidrio y cajones en pendiente; y ahora hablaba sobre lo perturbadora que le parecía la sensación de que había tratado el espacio ya no como oficina sino como algo de corte habitacional.

Ella estuvo medianamente de acuerdo, pero no necesitaba escuchar la retahíla de ejemplos y señalamientos despiadados. Apagó los oídos. En ese momento, y después de haber visto los números, no tenía ganas de saber mucho; no sabía qué tenía que ver una cosa con la otra, pero se sentía inquieta. Ni tan el fondo, daba las gracias a cualquier poder superior por el hecho de que, si bien se había comprometido a dibujar una segunda firma para el mismo propósito al día siguiente, se trataba de un dispositivo crediticio. Sin embargo, mientras encontraba cierto alivio en ello, recordó que el jueves por la noche el Mediolanum había sido mencionado. Y a esos números les tenía lo más parecido al miedo.

CEST (UTC+2)

Si así era como se mandaba a la mierda el recato, el decoro, que se fuera. Porque si Alex no tenía ningún problema con reanudar lo interrumpido sin ningún rodeo, si podía hacer lo que quisiera, ella iba a seguirle la corriente.

Apoyándose en sus rodillas y de frente a ella, Irene memorizó cada segundo de lo que sus ojos registraban. De nuevo, solo tenía ruidos, no palabras, para describir lo que sentía cuando veía el ir y venir de las manos de Alex sobre su propio cuerpo. Se conocía tan bien que le tenía envidia, tanto por sí misma como por lo que se daba cuenta que debía aprender a proporcionarle. Lo quería todo. Sí, todo, aunque en ese momento se rehusara a ir más allá y pensar en las implicaciones, en las exigencias y los requerimientos.

Andiamo –jadeó Alex, tomando la mano derecha de Irene para obligarla a mirar–, fammi un dittalino –le pidió con una sonrisa atropellada por lo que no había dejado de hacerse.

La solicitud, ajena a los extremos de lo solemne y lo vulgar, y con la voz hosca, propia de los momentos de fruición erógena, se le antojaba algo muy carino de su parte.

EDT (GMT-4)

–¿A alguno de los dos se le ocurrió preguntar cuántos libros tiene o va a tener a la mano, y qué tipo de libros serían? –suspiró Sophia al fin, luego de tomarse unos momentos en silencio para encontrar el punto de falla común.

Ambos la miraron como si no supieran de qué les hablaba.

–El error fatal, por parte de los dos, fue que pensaron en la oficina como un espacio más estético que práctico y funcional –dijo, echándose contra el respaldo de la silla y viendo, por la esquina de su ojo izquierdo, cómo Emma asentía–. Los libros decorativos no son para la oficina, son para la mesa de café –negó ligeramente decepcionada con la cabeza–. Margaret es una columnista, no un tótem ornamental de la moda que necesita tener doce volúmenes de Louis Vuitton, Dior o Givenchy –resopló–; ¡tiene diccionarios, tesauros, manuales de estilo, manuales de gramática, libros de gastronomía y arte culinario!

Emma rio por lo bajo, porque era cierto: ¿qué necesitaba Margaret para concebir la columna de los martes? Para explicar por qué el ragú no sabía a nada, ¿necesitaba la serie fotográfica de la colección de otoño-invierno de 1995 de Yves Saint Laurent, junto con una deconstrucción del diseño original, o un diccionario de jerga culinaria sobre técnicas italianas? ¿Le servía más saber sobre el pointe de poitrine o sobre el battuto y el verbo insaporire ?

Tenían que decidir, les dijo, porque si la idea era que el librero empotrado –del inmenso tamaño de la pared del fondo– debía tener un valor estético, tenían que pensar en dónde iban a meter todos los libros y objetos que sí eran de consulta y de uso práctico y constante.

–Pero yo no puedo controlar que un diccionario sea rojo –la interrumpió Parsons, a punto de echar humo por las orejas.

Emma la miró detenidamente. Frunció los labios, apretando los cóndilos, y arqueó la ceja derecha. Sophia, por su parte, simplemente suspiró.

–¿Acaso quieres que empaste todos los libros en colores que concuerden con el diseño? –añadió molesta.

Sophia se volvió ligeramente hacia Emma, quien, con una mueca casi imperceptible, le hizo saber que la respuesta no era suya para darla. Sin embargo, lo que Sophia buscaba era admitir, por primera y única vez, cómo un tuteo abrupto le había calado hasta la médula. Ahora entendía la necesidad de evadir los tratos que se prestaban a confianzas reales y a viles confianzudos.

–Eso sería intentar beber toda el agua del mar –repuso la rubia–. Merriam-Webster no va a dejar de imprimir diccionarios rojos, azules o verdes, y la solución no es que obligues al cliente a que empaste cada adquisición para que no violenten tu diseño.

–La Licenciada Rialto está siendo demasiado amable –resopló Emma de repente–. Y paciente –enarcó las cejas como si hablara consigo misma–. El problema no es que el diccionario es amarillo o verde o rojo. El problema es que tu diseño es poco flexible y fácilmente violentado. –Parsons asintió, dándole la razón–. ¿Cómo se arregla eso?

–¿Cómo? –murmuró Parsons.

–No dejando tantos espacios vacíos, o espacios vacíos tan grandes –intervino Lucas con una mirada de iluminación divina.

–También oscureciendo un poco la paleta de colores –asintió Sophia, pensando en que trabajar un espacio tan grande con una combinación de blancos, marfil, crema y algún acento en oscuro era someter el diseño a algo emparentado con la reclusión propia de los nosocomios de las películas de terror, o bien, de las residencias playeras de esos millonarios excéntricos que tenían a alguien que iba tras ellos, limpiando cada inmundicia y huella digital que dejaran a su paso.

–Y con eso deberías poder sacar tus propias conclusiones –le dijo Emma–. Cualquier comentario adicional sobre esto en específico sería hacerte el trabajo. En fin, Licenciada Rialto –sonrió para el par de ojos celestes–, prosiga, por favor.

La rubia señaló algunas de las cosas más importantes: el balance no solo era cuestión de las decisiones inteligentes que giraban en torno a la paleta de colores, a las formas, las líneas, los tamaños y las texturas; tenía que ver con la carga visual en general. ¿Seis estatuillas entre el escritorio y el librero? Era demasiado, tan demasiado como haber contado dieciocho fotografías en total, de tamaño considerable, desperdigadas por todo el espacio. ¿Y por qué ninguno de los dos había incluido una tan sola planta?

Dijo lo que pensaba sin reparo alguno, porque ése era su trabajo. No considero que haya sido particularmente destructiva con las palabras que utilizó, pero eso no significa que Toni lo percibiera de esa manera; para ella fue una mezcla de imponer la autoridad vacía que le confería el título que había conseguido en una institución obscenamente cara, una trayectoria cuestionable e irrelevante, y la maldita predisposición a no oponer resistencia alguna al twang sureño que se le había pegado al californiano con el que hablaba todos los días. ¿Qué tenía que ver el acento con la validez de sus comentarios? No lo sé, pero cada cabeza es un mundo y pocas veces existe eso de la lógica compartida.

Fingió que la escuchaba, asentía de vez en cuando para que a la Arquitecta no pillara su indiferencia, y hacía anotaciones banales en el teléfono.

Lucas prestaba atención como un niño al que le muestran una y otra vez el mismo truco de magia porque quiere descifrar cómo o por qué o de dónde el mago ya no saca un conejo o una paloma del sombrero, sino un maldito tigre. En lugar de escribir nimiedades en el teléfono, algo que le parecía una falta de respeto y seriedad, señaló en sus bosquejos lo que escuchaba que salía de la boca de Sophia, muchas veces ratificada por un asentimiento o un mjm de la Arquitecta. Flechas hacia allá y garabatos hacia acá.

Hablaban sobre la importancia de las plantas y de elementos orgánicos cuando los ojos de Emma se fijaron en algún punto perdido en el exterior del local en el que ya no tenía ganas de estar porque empezaba a disiparse el olor a mantequilla y azúcar y empezaba a oler a una mezcla extraña de nueces tostadas, consomé de pollo y huevos hervidos. Lo reconoció a pesar del traje gris claro, un color antinatural en un armario lleno de negros, grises y azules. Supuso que era de las pocas excepciones, como los dos o tres trajes beige o tan de los que sabía.

Lo saludó desde lejos con un ligero alzamiento de cabeza para decirle que reconocía su presencia y que aprobaba el chaleco cruzado bajo el que escondía la corbata púrpura, y lo siguió con la mirada hasta que llegó a la mesa en la que estaban.

Se disculpó por la interrupción, pero había llegado al estudio y Gaby le había informado dónde estaban. Mientras se inclinaba para saludar a Emma y luego a Sophia, a quien le dedicó una mirada de mayor cariño, justificó su aparición en el hecho de que le parecía oportuno recogerla en persona, pues ya andaba en la cercanía. No tenía sentido que caminaran solos, individualmente, o que tomaran un taxi cada uno.

Por cuestiones de cortesía, Sophia le presentó a los pasantes del estudio –no dijo que eran de Emma para no someterlos a una propiedad concreta–, a lo que él respondió, sin mencionar su nombre, con un mucho gusto y un apretón de manos que debía otorgar igualdad de condiciones para los dos.

Since I see that you’re working, I’ll sit over there –señaló una de las mesas contra la ventana–, and I’ll wait for you.No pressure, no rush –le dijo a Sophia.

Emma miró la hora.

That’s fine. I’ll take it from here –sonrió para ambos–. Just please make sure you’re back at three-ish .

Yes, Dear –se cuadró Phillip con una sonrisa juguetona.

Sophia rio nasalmente y asintió. No iban a ser impuntuales, especialmente porque sabía que, si bien ella conocía otras dimensiones temporales, Phillip se aferraba a los horarios y a las citas como si de eso dependieran los negocios que concretaba.

Mientras Phillip intentaba disuadirlas, repitiendo que no era necesario apresurarse y que él podía esperar, Sophia se volvió sobre sí para tomar su bolso y ponerse de pie. Se sorprendió de la costumbre, o bien, de la falta de, cuando su primer instinto fue inclinarse sobre la mesa para darle un beso de despedida a la Arquitecta. Le resultó extraño, porque era por eventualidades como esas por las que se daba cuenta que era poco frecuente que se alejara de ella sin algún gesto afectivo que le durara hasta que volviera a verla. Se preguntó, mientras le guiñaba el ojo en relevo de un a dopo, cara mia , cómo o qué haría durante esos diez días en los que Emma no estaría con ella. Si ahora eran tres horas y pocos minutos lo que parecía ser una tortura, no sabía cómo iba a soportar lo otro.

CEST (UTC+2)

Alex había caído a su lado, relativamente agitada e intentando controlar su respiración. Así, viendo el techo texturizado de los edificios romanos de antaño, repasaba los jadeos de Irene para guardarlos en un privilegiado cofre mnemónico, y a eso le sumó los gemidos, los mordiscos, los ahogos, la manera en la que la había tomado del cabello para alejarla de sí, la manera en la que el último orgasmo que le había propinado había terminado por cerrarle las piernas, marcando así el fin de su experiencia sensorial.

O pio charitoméne –susurró Irene, volcándose sobre sí para repartirle en el hombro uno que otro beso, de esos silenciosos y que son apenas sellos labiales.

Aunque Alex no sabía lo que significaba, la manera en la que lo había dicho solo podía significar algo positivo. La dejó hacer sin decir nada, porque decir algo podía interrumpir los mimos para mal y eso que hacía se sentía bien, justo lo que necesitaba después de someter su cuerpo a altas dosis de ejercicios nerviosos y sensoriales.

Intentó no pensar mucho en eso, pero la verdad era que Irene había sido la única que lo había hecho sin que se lo pidiera; antes, en un tiempo anterior a lo que fuera que tenía con la griega, había sido ella quien lo hacía con quien estuviera. Quizás era costumbre; quizás, presión social. Sea como fuere, no podía decir que había sido natural en su momento.

–¿Tú o yo? –preguntó Alex cuando escuchó la vibración en algún lugar de la cama.

Irene se irguió brevemente y buscó ambos teléfonos.

–Tú y yo –sonrió, alcanzándole el suyo para luego recostarse de nuevo junto a ella.

–¿Más o menos a qué hora terminas el examen mañana? –murmuró Alex al cabo de unos segundos.

–Está programado de dos a cuatro y media de la tarde, ¿por qué?

–Para saber si almuerzo o no con Lucia, Nerea, y quizás el novio de Nerea –se encogió ligeramente entre hombros–. Puedes unirte cuando termines o paso por ti a la facultad. Como tú quieras.

–Depende del lugar, supongo –dijo antes de reflexionarlo un poco.

–Ippokrates –sonrió–. Queda cerca de la facultad y es algo que sé que te gustaría comer.

–Te aviso cuando termine –le dijo, dejando caer el teléfono sobre su abdomen.

–¿Qué pasa?

–Bertucelli dice que están organizando un torneo relámpago en el Foro Italico. Primer lugar se lleva cinco mil euros; segundo, dos mil quinientos; y tercero, quinientos. Pregunta si quiero jugar para que me inscriba de una vez.

–¿Y quieres?

–Hace mucho que no compito, no así, a dos o tres partidos por día –se encogió entre hombros.

–Eso no responde mi pregunta.

–Todavía falta para eso –la miró de reojo.

–¿Cuándo?

–Del dieciocho al veinte de julio, en lo más absurdo del verano.

–Me avisas para apartar esas fechas –le dijo Alex. Irene no supo qué decir–. No todos los días juegas en las mismas canchas donde la semana pasada Djokovic le arrebató el título a Nadal y Williams barrió la arcilla con Errani.

–¿Tú cómo sabes eso?

–Oye, si a ti te interesa el futbol… a mí me interesará el tenis por igual. –Irene sonrió–. Aunque no me explico por qué no asististe a ningún partido.

–Los exámenes no se estudian solos, Santoro –resopló.

–¡Pero es Djokovic y Williams!

–Ninguno de los dos va a estudiar por mí.

–A veces me da miedo el nivel de compromiso que tienes con lo académico –repuso con franqueza–. Miedo o envidia, no lo sé –añadió–, porque, para mí, no hay examen que sea tan importante como asistir al derbi. –Irene rio burlonamente–. Lo de Ridolfi no tiene nada que ver con la posición que ocupa el futbol en mis prioridades.

–Yo no dije nada –susurró como si se disculpara.

–No hizo falta.

Irene sintió cómo sus órganos no parecían tener suficiente espacio para funcionar en la caja torácica: ni el corazón bombeaba suficiente sangre ni los pulmones eran capaces de respirar 500 centímetros cúbicos. Los vasos capilares de sus manos se dilataron y notó un cambio en la nitidez con la que procesaba los sonidos. Entró en pánico; Alex se había molestado y con justa razón.

–¿Te enojaste? –se vio obligada a preguntar, esperando una negativa por respuesta, mas preparándose para recibir una afirmación. Se preguntó qué haría entonces–. Dime la verdad, por favor.

–No, no me enojé –resopló–. Es solo que no quiero pensar en Ridolfi porque me provoca una ansiedad paralizante –se encogió entre hombros y le dedicó una sonrisa amigable.

–¿Cómo haces eso?

–¿El qué?

–Desentenderte de algo, así sea temporalmente.

–Nada gano con estar pensando en el pavor que le tengo al examen de esa mujer –le dijo como si esa no fuera la única respuesta–. Yo sé que no parece, pero sí me importa la universidad.

–No dije que no te importara.

–No está de más decirlo –se encogió nuevamente entre hombros–. No me interesa aprobar materias con treinta puntos, aunque la idea es no conformarme con un dieciocho. Nunca he sido la estudiante que gana reconocimientos por algo. Siempre he sido una estudiante promedio, más dada a las cosas prácticas que a esas cosas que solo requieren de capacidad retentiva por el puro gusto de un profesor; dime tú de qué me sirve saber de memoria la constitución de la república si puedo acceder al documento en cualquier momento que lo necesite, qué sé yo, en alguna biblioteca, en internet, o incluso en alguna edición impresa de esas que venden por tres euros o menos.

–¿Y Ridolfi era así?

–Ridolfi deja lecturas semanales largas y densas –señaló con los dedos el grosor de la resma de papel que había tenido que tragarse en trece ocasiones–. Su examen es sinónimo de maltrato emocional, psicológico y físico; tú escoges cómo quieres que te repruebe: un proyecto que gire en torno a un caso de estudio o un examen de preguntas abiertas o cerradas, selección múltiple, examen oral.

–¿Y tú qué escogiste?

–Examen de preguntas abiertas. Dos preguntas por cada sesión, una de la lectura y otra de lo comentado en clase –dijo y, como si no viniera al caso, dejó que una risita de frustración se le escapara–. Solo recuerdo dos preguntas, porque eran lo que mejor reflejaba su nivel de maldad. Una pedía información sobre una nota al pie de página: Come deve essere il denaro per essere considerato un bene economico? ; la otra tenía que ver con la primera cosa que dijo durante la primera clase.

–¿Cuáles eran las respuestas?

–El dinero debe ser útil y escaso para que sea considerado un bien económico, de lo contrario no tendría valor.

–Tiene sentido.

–Es una respuesta muy sencilla que evidentemente sabía, pero los distractores hicieron lo suyo.

–¿Y qué fue lo que dijo durante la primera clase?

–Que después de tantos años al frente de la cátedra de Economía Monetaria había llegado a la conclusión de que es imposible que la gente entienda el valor del dinero en la actividad económica si no se tiene antes una comprensión adecuada de la economía de mercado.

–¿Quién mierda se acuerda de eso?

–Yo no, y tampoco más de la mitad de quienes fueron lo suficientemente afortunados como para que les tocara responder esa pregunta –se encogió Alex entre hombros–. Es una sádica: le gusta ver cómo te retuerces frente a ella, así sea que esté representada por la papeleta de evaluación. Seguramente es de las personas que les echa sal a las babosas en el otoño.

–Suena a que es una persona muy triste –opinó Irene con una sonrisa reconfortante.

–Mi papá dice que el sueño de Ridolfi era algún día llegar a la dirección del FMI, tú sabes, cómo una Christine Lagarde –rio–, pero el FMI nunca la ha contratado como tal, sino que la usa cuando quiere.

–Y esa es la plataforma que usa, supongo.

–Junto con la PMA, la FAO y la OIT –asintió–, y un abanico de títulos, certificados y diplomas. –Irene no supo qué decir, pues, por alguna razón y aunque no conocía a la susodicha, entendía lo que podían provocar las ambiciones frustradas en alguien; se acordó de su papá–. Pero eso es lo que dice mi papá, no sé si sea verdad.

–Tu mamá también la conoce, ¿no es así?

–La Annabella dice que es un cerebro desaprovechado, porque es muy inteligente, pero que su carácter es lo que no la deja prosperar como quisiera; todo el mundo quiere dosificarla. Y, sí, quizás estoy más de acuerdo con ella que con mi papá: se ve que Ridolfi sabe mucho, pero es una persona intragable muy a propósito de sentir que todos son un obstáculo para su propia realización. Aunque quizás ni es que sea maldita porque así es, sino porque puede.

–Te tiene mal esa mujer –murmuró Irene, apenas animándose a jugar ligeramente con el cabello medio alborotado de Alex–. ¿No hay manera de que curses esa materia con otro profesor?

–Es ella o un dinosaurio que se llama Aurelio Belcastro, uno de esos economistas a los que les apesta la misoginia hasta aquí y que todo lo calcula primero en liras para luego decir que Berlusconi ha sido el único primer ministro, desde il Duce , que ha hecho las cosas bien –frunció los labios.

–Sabes… –se acercó a su oreja–, siempre puedes hacer un semestre en el extranjero –le susurró.

–Es una salida fácil –asintió, y, como no estaba por decirle que no podía pensarse seis meses sin estar así con ella, le dijo–: Ridolfi me traumatizó, pero no le tengo miedo.

EDT (GMT-4)

Sophia reconoció cómo las coordenadas se acercaban a donde había vivido hacía lo que parecía ser tanto tiempo. Habían evitado hablar del tema y habían preferido intercambiar opiniones sobre cualquier otra cosa. Empezaron por el tiempo y la cantidad de peatones que iban en su misma dirección, luego hablaron de sus mascotas y, por último, de cómo Phillip se había llevado tres sustos esa mañana porque su asistente había decidido poner un aromatizante ambiental con temporizador.

Se detuvieron frente al local en donde alguna vez había habido una enoteca, Sophia lo recordaba. The Wineoiserie, o algo así. Era un nombre muy estúpido. Quizás por eso no había prosperado. Ahora estaba dividido en tres porque las dimensiones originales exigían un alquiler de no menos de veinte dólares por pie cuadrado; eran mil quinientos. La primera parte, la que gozaba de la esquina, la ocupaba aquella librería a la que Phillip la había llevado alguna vez; la segunda, una galería de arte en la que también daban lecciones personalizadas sobre dibujo, pintura y escultura; y la tercera, vacía, protegía la vista al interior con papel kraft en los vidrios del escaparate.

Él sacó dos juegos de llaves y leyó las etiquetas que las diferenciaba. Leyó balbuceante, tal como si no comprendiera su propia caligrafía, y, cuando descifró cuál era la llave de la puerta principal, sonrió.

–La anticipación me está matando –rio Sophia.

–A mí también –repuso, ensartando la llave en el cerrojo.

Forcejeó dos o tres segundos. Parecía que abrir puertas no era lo suyo si no se trataba de halar o empujar, pero luego se dio cuenta que era uno de los estragos de quienes dominaban con la extremidad izquierda. A Sophia se le hizo raro que hubiera roto con los protocolos de caballerosidad al no dejarla entrar primero, pero se dio cuenta de que la prisa tenía una razón sonora de peso: tenía que desactivar la alarma.

Era un espacio desnudo en extremo, no había ni piso instalado ni pintura en las paredes. Todo era concreto crudo. Suave, pero crudo. Había una capa de polvo que se había acumulado quién sabía por cuánto tiempo; sin embargo, en vista de que no olía a lo que normalmente huele lo deshabitado, significaba que había una o varias fugas de aire. Un lugar bien sellado no tenía por qué acumular tanto polvo.

–Por favor –sonrió Phillip, ofreciéndole completa libertad para que explorara lo que había detrás de cada puerta.

Se quedó ahí, de pie, observando a la rubia ir y venir con el cuidado de no resbalarse. Pensó que debía haber enviado a alguien para que limpiara, al menos superficialmente. Ahora ya era demasiado tarde y su deber era estar uno o dos pasos detrás de ella por cualquier eventualidad.

Se acercó en silencio, con las manos enterradas en los bolsillos del pantalón, y la siguió. Notó cómo todo era objeto de escrutinio: hacia qué lado se abrían las puertas, la ubicación de los interruptores, las dimensiones, el material de las paredes para saber si eran de concreto o si eran parte de la necesidad arbitraria de los inquilinos anteriores. Le escuchó una ligera risa cuando descubrió un mingitorio. Se preguntó qué encontraría de gracioso en ello.

–¿Qué hay arriba? –la escuchó preguntar de repente.

–Tres pisos de oficinas: uno de publicidad y mercadeo digital, uno de servicios sociales y uno vacío. El resto son apartamentos de dos o tres dormitorios. –Sophia lo miró consternada, pues sabía que los alquileres habitacionales en esa zona ya podían ser considerados como un abuso–. Tengo entendido que son condiciones más que dignas –se encogió él entre hombros–. Hay algo en especial que quiero mostrarte.

Pasó de largo, asegurándose de que Sophia lo seguía. No sabía si interpretar su silencio como una señal de curiosidad, de confusión o de simple desinterés; sabía que su presencia no era sinónimo de nada. Tiró de las puertas corredizas del fondo.

A ella le pareció que eran un tanto brutte , como si fueran producto de la urgencia por cubrir lo que escondían, pero la ejecución dejaba mucho que desear; había mejores maneras no solo de hacer una puerta, sino de cubrir cualquier cosa. Dejó salir una segunda risa cuando Phillip reveló una plataforma de carga. Se le hizo lógico que la enoteca tuviera una bodega subterránea, pues, donde había problemas horizontales, las soluciones eran siempre verticales.

Phillip, con la sonrisa de un niño pequeño, se incorporó a la plataforma y, con una mueca, le pidió que se uniera.

–¿Es imaginación mía o esto te divierte? –le preguntó Sophia, mirándolo por la esquina de su ojo izquierdo mientras bajaban lentamente algunos metros.

–¿ Esto ?

–El ascensor.

–Nunca había estado en un montacargas –rio–. He estado esperando este momento.

Sophia se guardó la carcajada.

Era un sótano casi común y corriente, de esos que, al fondo, tienen una rampa de carga y una salida discreta hacia el callejón. Los inquilinos anteriores habían dejado algunos anaqueles modulares. El resto era un simple rectángulo que se extendía hacia la derecha en dirección a la esquina.

Sophia se paseó por ahí, contando el número de ventanas que quedaban a ras del callejón e investigando otros métodos de ventilación; el aire ahí, a diferencia del de arriba, era un poco más denso y tenía un ligero olor a fermentado. Supuso que se debía a alguna botella de vino o de cerveza que se había derramado alguna vez.

–Hay baños también –lo escuchó decir desde donde se habían separado–. Allí –señaló con el dedo.

–No sé si quiero abrir esas puertas –replicó Sophia.

–Dejaron limpio cuando se fueron, pero… –se encogió entre hombros.

–Que Hestia me cuide –inhaló profundamente y giró la perilla.

No encontró nada fuera de lugar. Agradeció que drenaran los retretes.

Emma se detuvo frente a las puertas del edificio. Lucas la imitó; Toni no reparó en ello y continuó con su camino.

–¿Se encuentra bien? –Emma quiso responderle que sí, pero las palabras no le salieron–. ¿Necesita algo? –preguntó consternado.

–Subiré en un momento –disintió–. Mientras tanto, pueden usar las mesas de dibujo de mi oficina.

Lucas dibujó una sonrisa gentil. Estuvo dispuesto a quedarse ahí, estático, hasta que ella decidiera dar un paso hacia adelante; sin embargo, la Arquitecta se dio la vuelta y desanduvo el camino. Supuso que se le había olvidado algo, o bien, que sus ojos habían registrado algo de algún escaparate y necesitaba mirarlo con atención. No sabía por qué pensaba eso último, pero no le parecía descabellado.

Emma pescó el teléfono del interior de su bolso y conectó los audífonos. No supo cuál de todas las listas de reproducción había accedido a escuchar; le daba igual. Caminó con prisa, como si los tres minutos y cuarenta y cuatro segundos que duraba la canción era lo que delimitaba el tiempo que tenía para llegar al lugar al que se dirigía.

Le sobraban segundos cuando entró en el Duane sobre 51st St. Se sentía nerviosa, por lo que, sin saber realmente la razón, se armó de una de las canastillas que apilaban a la entrada. Dejó ir un recipiente de piña en trozos, un sándwich de ensalada de pollo y otro de jamón y queso, una lata de coca cola, dos litros de agua, un paquete de jolly rancher en gomitas, un jabón para manos, cepillo para dientes y dentífrico, humectante para piel, un frasco de Centrum, un reparador de labios O’Keefee’s y una tarjeta prepagada de no supo cuánto. Iba camino a la caja cuando, paseándose por el pasillo de mascotas, encontró un tiki verde, primo hermano del que Darth Vader hacía chillar con sus fauces. Lo apretujó y confirmó que chillaba distinto. Lo arrojó al interior del cesto.

Notando la monotonía con la que el chico escaneaba los productos, terminó por armarse de valor y le dijo:

I’ll take a pack of reds, fourteen, and one of those lighters, please –señaló uno de los dispensadores de los que colgaban los de noventa y nueve centavos.

Esperaba no haber sonado tan nerviosa como cuando había comprado unos por primera vez. Recordaba haber entrado en el minimarket de la Via delle Calcare porque sabía que Cornelio, el que estaba al frente de la tienda de conveniencia a dos cuadras de su casa, no iba a venderle ningún tipo de vicio –ni alcohol ni tabaco– a menos de que fuera en compañía de Sara. En aquel entonces tenía dieciséis y le habría dado menos vergüenza pedir un paquete de tres condones. Ahora, aspirando a los treinta, se sentía igual.

Se apresuró a embolsar todo lo que había comprado, menos el tiki verde, que terminó en el fondo del bolso, y pasó la tarjeta por el cobrador electrónico.

Con el corazón latiéndole rápido y fuerte, salió de Duane Reade para respirar lo que en esa ocasión pasaba por aire puro y ligero. Sonaba algo horrible, intolerable, por lo que se arrancó los audífonos de las orejas.

Caminó por la Sexta Avenida hasta llegar a la columna que dividía Brooks Brothers de The Body Shop, y ahí, junto al hidrante, un rastro de persona veía a todos pasar de largo sin reparar en su existencia. Justo lo que necesitaba.

–Espero que no sea alérgico a la piña–le dijo, alcanzándole la bolsa.

No pudo escuchar qué le dijo por respuesta, si un sí, un no, o qué; pero, en vista de que el hombre había tomado la bolsa y se dedicaba a examinar el contenido, asumió que todo estaba en orden.

–¿Le importa si enciendo uno?–le preguntó Emma, mostrándole la cajetilla y el encendedor.

Él respondió que no mientras abría el sándwich de jamón y queso.

Con dedos temblorosos –algunos dirían ansiosos; otros, miedosos– batalló un poco en tirar de la pestaña plástica que envolvía la cajetilla. Cuando fue el turno del encendedor, necesitó menos esfuerzo.

En automático, tal como se activaba ese no-sé-qué cuando se trataba de montar una bicicleta después de tanto tiempo, o bien, de hablar algún idioma tras muchos años de ni siquiera recordar el pronombre yo , se llevó la cajetilla a la nariz e inhaló profundamente. A pesar de que la ciudad olía a humo, amonio y sudor, distinguía los olores con la nitidez que la transportó de nuevo al minimarket de Via delle Calcare.

–¿Esto para qué es? –preguntó él, sacando la tarjeta.

–No lo sé–contestó Emma casi molesta por haber sido interrumpida en su viaje introspectivo–. Para lo que necesite. Pero sé que no es mucho.

Él sonrió y le dio otro mordisco a su almuerzo.

Primero había preguntado si vendían cigarrillos, lo cual era muy estúpido en vista de que, tras el mostrador, había una amplia exhibición de todos los colores, sabores y presentaciones habidos y por haber. La muchacha, que había tomado la pregunta como una broma de mal gusto, la miró con desdén. Le dijo que quería unos Camel. Ella le preguntó de cuáles. Dubitativa, le dijo que amarillos, pues eran los que Franco fumaba. De cuántos, le preguntó ella. Emma no supo qué contestar. Que los Camel solo venían en cajetillas de veinte, le dijo, y puso una sobre el mostrador. Y un encendedor, añadió Emma.

El hombre a su lado tarareaba “Got to Be Real” mientras engullía el resto del pan y se lavaba el esófago con un trago de coca cola y otro de agua.

Sacó un cigarrillo. Siempre le iba a gustar la manera tan ajustada en la que los empacaban. Olfateó de nuevo y, sin más rodeos, se lo llevó a los labios. Extrañando el encendedor St. Dupont rojo que había escondido tan bien que no recordaba dónde estaba, quemó el extremo opuesto. La primera calada fue, aunque fuerte, gloriosa; mantuvo los ojos cerrados mientras saboreaba la sensación. Expulsó el humo por los labios.

–Es una de mis canciones favoritas –comentó Emma.

–¿La de Cheryl?

–La de Cheryl –asintió.

–¿Qué fue de ella? –preguntó, alzando la cabeza para mirarla.

–Quién sabe –se encogió Emma entre hombros y se llevó el cigarrillo nuevamente a los labios.

–¿No es usted muy joven para Cheryl?

–Quién sabe –repitió, esta vez con una risa.

–¿Rocket Man le gusta?

–¿Hablamos de Elton John o la canción? –le dedicó una mirada amigable.

–Las dos cosas.

–No.

–¿No?

–Me gusta “Your Song” –disintió–. Y “Sorry Seems To Be The Hardest Word” .

–Le gusta sufrir –rio él.

–Como no tiene idea –replicó con un dejo de risa.

–¿Es ese su almuerzo? –señaló el cigarrillo que sostenía entre los dedos. Emma pareció no entender–. Tengo un sándwich extra, por si quiere –le ofreció la pirámide de plástico.

–No hace falta, gracias –disintió y, dándole una última calada al tabaco, lo dejó caer al suelo para luego pisarlo.

Él la miró con doble extrañamiento cuando vio cómo se agachaba para recoger la colilla aplastada.

–¿Quiere uno? –le dijo Emma a medida que se erguía–. O todos –añadió de cara a su silencio.

–Parece que usted los necesita más que yo –se negó con la cabeza–, pero uno estaría bien –sonrió.

Emma le alcanzó la cajetilla para que se hiciera de cuantos quisiera.

–Tengo las manos sucias. Sáquelo usted –negó de nuevo con la cabeza.

Ella suspiró casi fastidiada; sin embargo, hizo lo que él le pedía.

–¿Cuál es su nombre?

–Ed. ¿El suyo?

–Em –respondió riendo.

–¿Trabaja aquí? –señaló el edificio contra el que se recostaba. Emma no contestó–. Yo sí. Todos los días, de lunes a domingo; de seis de la mañana a seis de la tarde. –Emma lo miró confundida–. A veces me trasladan –resopló, señalando el otro lado de la calle–. Inspecciono la obra.

Otra muralla de andamios más en la ciudad cubría la fachada de esquina a esquina. Emma se preguntó cuántos años pasarían hasta que los quitaran. «Cinco o seis, con suerte», aventuró.

–Interesante –murmuró Emma al cabo de un rato.

–¿El qué?

–No había visto esto –señaló los andamios–. No transito mucho de este lado.

–El otro día leí en el Post que era una renovación de seiscientos millones –silbó ante la cifra–. Lo que no haría con una diezmilésima parte de eso.

–¿Qué haría? –preguntó, mirando la cajetilla entre sus manos, pensando en si necesitaba o no tres caladas más.

–Primero me cortaría el cabello y me haría afeitar con un barbero.

–¿Sí? –Él asintió–. ¿Y luego?

–Me haría revisar ojos y dientes.

–¿Qué más?

–No lo sé, ¿unos zapatos? ¿Un poco de ropa? –Emma sonrió–. Tramitaría mi identificación.

–Eso es gratis.

–¿Sí?

–Sí.

–¿Aunque la haya perdido?

–No estoy segura.

–Hay que estar preparado –repuso él.

–Tiene razón.

–¿Usted qué haría? –Emma lo miró como si no entendiera–. Con la diezmilésima.

–No lo sé –rio–. Creo que se la daría a usted.

Él se echó a reír.

–¿Por qué? Ni siquiera me conoce.

–Usted quiere un corte de cabello y que un barbero lo afeite –se encogió entre hombros.

–Son cosas pequeñas –rio–. Sé que para un yate no me alcanza.

–¿Y quisiera un yate?

–¿Bromea? –rio él de nuevo–. No sé nadar. Si la cosa esa se hunde, ahí termina todo.

–Un yate no, entonces.

–No, un yate no.

Emma asintió con una sonrisa y miró de nuevo la cajetilla. Odió el sabor amargo en su boca, pero, lejos de toda culpa que pudiera sentir, sintió resolución.

–Ed –lo interpeló de repente–. ¿Va a estar aquí en quince minutos?

–Mi turno no termina hasta las seis de la tarde –sonrió.

–Bien. Lo veré en quince.

La observó irse en dirección contraria en la que había llegado. Le pareció que era una mujer extraña, pero, en esa ciudad, quién no lo era. Pensó que la había alucinado; sin embargo, mientras masticaba un trozo de piña tras el siguiente, advirtió que el vestido blanco se acercaba de nuevo. La distinguió por eso, por la mancha blanca, porque, a decir verdad, hacía mucho tiempo que no gozaba de mayor nitidez visual.

–¿Es alérgico a los perros? –le preguntó Emma.

–No que yo sepa.

–¿Y le gustan?

–¿A quién no? –frunció el ceño. Emma respondió con una risa–. No me diga que a usted no le gustan los perros.

–Sí me gustan –disintió y le alcanzó el sobre que le había pedido al hombre que la había atendido en el servicio preferencial del Chase de la siguiente cuadra–. No es una diezmilésima, pero espero que alcance para el corte de cabello y todo lo demás, al menos hasta la ropa –le dijo y, acto seguido, le entregó una de sus tarjetas de presentación–. Llegue, no sé, a partir del miércoles de la siguiente semana.

Él la miró, de nuevo, como la mujer extraña que era.

–Si quiere.

Emma le dedicó una sonrisa y, sin decirle más, se alejó en dirección a 50th St.

CEST (UTC+2)

Irene había cedido. Entregada a una siesta reparadora y merecida, roncaba calladamente al lado de Alex. Ella, insomne, le daba vueltas al tema de Ridolfi. Aparentaba que no le afligía, pero la verdad era que sí; que, a veces, soñaba malamente con el episodio. Nunca se había sentido más idiota, ni siquiera cuando dijo que la raíz cuadrada de dos era uno. Tal vez sociología no era mala idea, se dijo, o antropología, o letras modernas… lo que sea que eso fuera.

A veces, recordaba que Irene había dejado economía a la mitad para migrar diametralmente al campo de la química. Ella, a diferencia de la griega, no era todóloga. Que si eso era bueno o malo no lo sabía, pero, hasta cierto punto, le daba envidia. Prefería acordarse de cómo el Genoa le había ganado a la Roma uno por cero en la última fecha de la liga; se consolaba en que habían clasificado para la Champions.

Se levantó, cuidando de no perturbarle el descanso a la griega, y se dirigió al baño. Drenó la bañera antes de sentarse en el retrete, hizo uso del bidet y luego se lavó las manos. Más tarde se ducharía. Se echó encima la enorme camisa con la que dormía cuando lo hacía a solas y, abriendo la puerta del balcón, se entregó al humo del segundo cigarrillo del día. Ya casi era de noche.

Miró hacia abajo, hacia el patio interior del edificio, y observó cómo los vejetes del primer piso jugaban al bridge mientras bebían unas copas de vino barato. Se reían de cómo confundían quori con quadri y picche con fiori . A veces alegaban trampas y malas mañas; a veces, culpaban al alcohol que les lijaba la lengua y la garganta. En el fondo sonaba una de esas estaciones de radio que eran mitad música y mitad estática.

Irene, al igual que su hermana, se despertó a causa de la ausencia. Había sentido frío en el costado y, por un momento, desorbitada por la somnolencia, creyó que Alex simplemente se había marchado. Las llaves del MINI sobre la mesa de noche y los tenis junto al escritorio la tranquilizaron. Se echó la camicia da notte que le había regalado Ciufo para el día de la amistad y salió en búsqueda de Alex.

La encontró descalza, recostada en la baranda mientras expulsaba humo por nariz y boca indiscriminadamente. La observó hasta que fue testigo del medio pánico en el que entraba por no saber cómo o en dónde apagar el cigarrillo.

–No creo que pase nada si lo entierras en una de las macetas –le dijo.

Alex, sonrojada y ligeramente asustada, le hizo caso.

–¿Quieres bajar y jugar con ellos? –preguntó Irene, se burlaba.

–¿Y tragarme “Vento di passione” por puro gusto? –resopló, soltando el último poco de humo que le quedaba en los pulmones–. Sería muy kitsch .

–¿Hablas de la canción? –frunció Irene el ceño. Alex asintió–. ¿Cómo puede ser que sepas de esa canción?

–Fue el tema de La Finestra –rio. Irene no sabía de qué hablaba–. La telenovela en la que participó Fella. –Irene ahora se carcajeaba–. ¿Qué?

–Tú te juntas con unas personalidades que… –disintió.

–De repente me siento juzgada.

–No es para tanto –le dijo Irene, acercándose hasta invadirle el espacio personal–. Así te quiero.

EDT (GMT-4)

Se quedó pensando en el sándwich que le había sido ofrecido; más que en el gesto, en la hora. Todavía tenía el plato de penne alla Vodka a medio esófago, pero sabía que debía comer algo pronto por el simple hecho de que no era capaz de llegar a las ocho o nueve de la noche sin comer. Sí, Sara y Camilla llegarían con hambre, eso era seguro.

Pensaba en eso mientras viajaba en el ascensor, y en lo fuera de lugar que se sentía. Había roto la rutina y, quizás, más que la aflicción autoinfligida por enfrentarse al lugar de los hechos había sido eso lo que la había llevado al borde de la miserabilidad. Se sentía incompleta sin el ritual de subir escuchando música, de encontrarse con Gaby en el vestíbulo y de caminar tranquilamente hacia una taza de té y dos mentas. Recrearlo a esas alturas del día era inútil, una necedad.

Saludó a Caroline y le preguntó si Volterra andaba por ahí. Ella le dijo que sí, que no había salido en lo que iba del día. Postergó la llegada a su escritorio unos minutos más y se coló en la dirección contraria.

–Bendecidos sean mis ojos –rio el Arquitecto cuando la notó recostada contra el marco de la puerta–. Hasta que decides honrarnos con tu presencia.

–Ay, por favor… –resopló.

–¿Te vas a sentar?

–Por qué no –murmuró para sí y escogió la butaca de la izquierda­.

–Anda, aprovecha los últimos Scharffen que me quedan –le ofreció el recipiente de vidrio con chocolates–. ¿Cómo estás?

–¿Perdón? –frunció el ceño.

–Ya queda poco tiempo para el viernes.

–Todavía hay muchos días entre hoy y el viernes –le dijo, pescando un cuadrilátero de chocolate amargo que esperaba que no le provocara ni el más mínimo dolor de cabeza.

–¿Estás bien?

–¿Lo estás tú? –evadió Emma la pregunta.

–Bueno, estoy nervioso –se encogió él entre hombros.

–¿Por qué?

–Por la firma.

–Sophia no se va a retractar.

–Los oficialismos me ponen nervioso, eso es todo.

–¿O es porque hoy viene Camilla? –sonrió burlonamente.

–Todo en su momento –resopló Volterra–. Me sentiré nervioso por eso cuando deje de estarlo por la firma.

–El miércoles –le dijo antes de arrojar una de las esquinas del chocolate en su boca–, tenemos pensado cenar en casa. –Volterra esperó a que terminara de deshacer el trozo entre la lengua y el paladar–. Mi mamá, Camilla, Irene, Natasha y Phillip, los papás de Natasha… y tú. –La sonrisa del Arquitecto fue mitad ansiedad mitad emoción–. Aunque tú y yo peleemos como si fuéramos un matrimonio profesional, y aunque tires líneas de sangre hacia el otro lado, de alguna manera te considero familia.

–Es una responsabilidad muy grande.

–Si lo dices por la figura paterna… –resopló divertida–. No tienes nada que temer. Siempre has sido mejor papá que el mío, incluso siendo putativo.

–No creo que Sophia esté de acuerdo.

–Eso será entre ustedes –se encogió entre hombros–. Pero, si yo fuera tú, no me adelantaría a nada.

–¿Cómo?

–No asumas.

–Sería lo natural, ¿no crees?

Emma rio, porque, en algún momento, creyó saber qué era eso tan intangible y abstracto de lo natural . Se acordó de la vez en la que esperó una bofetada, nacida de la naturaleza de un abuso labial; lo que recibió, en cambio, había sido pura correspondencia.

–Ya ni sé qué creer, Alec –rio–. En fin, ¿vendrás?

–¿Qué llevo? –asintió.

–El apetito –supuso.

–Una botella de vino blanco nunca falla.

–O dos –estuvo de acuerdo–, porque somos varios.

–O tres, ya que estamos siendo generosos –sonrió–. Cambiando de tema, ¿cómo ves a tus piojos?

–Son más como liendres –rio Emma–. Lo bueno es que se pueden moldear.

–¿Sí ves potencial?

–De diferente manera –asintió–. Vocación parece que tienen.

–¿Eso es suficiente?

–Es algo. Puedo trabajar con eso.

Hubo un momento de silencio en el que Volterra se limitó a observar el ligero ensimismamiento de la mujer que comía el chocolate en trozos minúsculos; si alguien le hubiera preguntado, habría dicho que la notaba en algún estado entre la melancolía y los altos niveles de cortisol.

–¿Y tu otra mitad? –resolvió preguntarle, pues sabía que la distancia solía poner a prueba algunos de sus límites.

–Mi mejor mitad está viendo locales comerciales con Phillip. –Volterra la miró confundido–. No sé, supongo que Sophia te dirá algo cuando considere que sea apropiado.

–¿Por qué no me das un adelanto?

–Porque ni siquiera yo sé muy bien –rio nasalmente y alzó los ojos para encontrarse con dos circunferencias celestes dilatadas.

–¿Se quiere ir? –preguntó por lo bajo.

–¿Es ese tu mayor miedo? –arqueó ambas cejas.

–No vamos a entrar en detalles, pero no quisiera que se repitiera lo del año pasado.

–¿Por qué debería?

–No sé, se supone que los miedos son irracionales.

–Y, aun así, son instintivos –se encogió Emma entre hombros–. Razones hay, por absurdas que sean.

–¿Debería tener miedo?

–No.

–Bien.

–La firma es a las tres y media –le dijo y, aunque esperaba que la detuviera, se puso de pie–. Procura estar antes.

–Sí, mamá –sonrió burlonamente.

Emma lo miró con fastidio.

–Por cierto, sí vinieron a tiempo –dirigió los ojos a la caja que tenía en uno de los estantes.

CEST (UTC+2)

Se habían besado por largo rato, o eso pareció. Irene no se lo diría nunca, pero había algo en el sabor amargo de su boca que le gustaba; no le sentaba ni fuerte ni molesto, y era lo que le sabía a ella. Quizás faltaba la película de menta o de coca cola por encima del rastro de humo.

Interrumpieron la sesión cuando escucharon los gritos de uno de los vecinos: Dora, la esposa de Candido, con quien vivía en el apartamento #4, había sido acusada flagrantemente de esconder cartas en los bolsillos del delantal. Así se acababan las sesiones de bridge, más o menos a la misma hora, con gritos e insultos; pero siempre, a la tarde siguiente, se juntaban de nuevo para repetir la rutina. Irene y Camilla especulaban que, más que un ultraje, era la señal de que ya estaban cansados, aburridos, o bien, hambrientos.

Las tripas de Alex rugieron cuando se escuchó el último portazo y el patio quedó sumergido en un silencio.

EDT (GMT-4)

–Gaby, Moses –los saludó con una sonrisa casi forzada.

Aunque le daba gusto verlos y saber que no se quedaría a la deriva con un trabajador temporal mientras Gaby estuviera gozando de las aguas de Waikiki, sabía que ya eran pocos pasos los que le quedaban para enfrentarse con el lugar en el que se habían cometido actos atroces.

–¿Todo bien? –inquirió, alcanzando a ver parte del interior de la oficina por la puerta abierta de par en par.

–El Arquitecto Goldstein llamó para informar que se van a atrasar una semana. La Señora Mayweather está al corriente –contestó Moses.

–Excelente –suspiró, haciendo una nota mental de ni siquiera preguntar qué había sucedido, pues, si hubiera sido algo grave, Goldstein habría insistido hasta el cansancio en contactarla.

–¿Ya almorzó? –preguntó Gaby.

–No, ¿y ustedes? –ambos disintieron–. Bueno, si está tranquilo… –se encogió entre hombros.

–¿Quiere que le pida algo o va a salir? –preguntó Moses.

–Algo ligero está bien –negó con la cabeza–. Gracias.

Y, de repente, ahí estaba, frente a frente con su escritorio. Se le hizo tan insoportable la idea de sentarse tras él que optó por usurpar el lugar de la rubia. Ante cualquier pregunta, se dijo que usaría el reflejo de las ventanas como excusa.

Parsons la siguió con la mirada desde que había entrado. Se sentía orgullosa por haber ganado, de nuevo, la riña de piedra-papel-tijera para quedarse con su mesa de dibujo y no con la de la otra, a pesar de que eran iguales; se sentía más cómoda dándole la espalda a la rubia y no a la Arquitecta. Casi se vomita cuando Emma tomó asiento en la silla que no era suya.

A lo lejos, desde la Craftmaster II negra, se escuchó la risa nasal de Lucas; Toni era, para él, como la serpiente que se muerde su propia cola.

Phillip detuvo el Ford que se aproximaba para poder abrirle la puerta a la rubia. El chofer del vehículo amarillo, estancado a media cuadra, se guardó el insulto; él habría hecho lo mismo por ella, quizá hasta más.

Frente al Tiffany y al Dior de Greene St., un edificio de tres pisos y fachada blanca parecía ser un homenaje de proporciones parisinas con respecto a lo que lo rodeaba. Se notaba, sin embargo, que era el edificio más viejo a ambos lados de la calle; Sophia calculó que había sido construido entre 1910 y 1920, y que había sido renovado en los últimos diez años.

Ocurrió lo mismo que en el otro lugar: Phillip se apresuró a apagar la alarma y a encender las luces.

–Es más pequeño. Considerablemente –le dijo, dejando que caminara por ahí con mayor libertad–. El dueño era menos ruin y dejó los pisos –rio, haciendo referencia al porqué del suelo crudo del otro local.

–Supongo que también limpió antes de irse –comentó la rubia mientras caminaba hacia el fondo–. ¿Qué hay arriba?

–Vacío –disintió con las manos enterradas en los bolsillos–. Como solo tiene una entrada…

–Ya veo –murmuró, abriendo la primera puerta–. ¿Qué había antes aquí?

–¿En ese cuarto o en el local?

–Las dos.

–Cosas para cocina y repostería, importadas de Suecia, Noruega, Finlandia… de por allá. Y ese cuarto era la oficina administrativa.

Sophia rio a causa de la vaguedad del hombre que necesitaba saberlo todo para poder tomar una decisión, así fuera que se tratara de un par de calcetines o de algo más costoso y comprometedor, como invertir en una compañía emergente.

Había un ascensor normal, residencial, que viajaba tanto hacia arriba como hacia abajo; sin embargo, también había escaleras que cumplían más un papel estético que funcional, pues no eran nada amables ni siquiera con quien estuviera en forma.

El sótano era pequeño, minúsculo en comparación con el otro, y no tenía una salida tan amplia al callejón trasero. No había sido pensado para ser una zona de carga y descarga. Phillip le dijo que los inquilinos anteriores habían hecho ese tipo de cosas por la puerta principal y que utilizaban el sótano como una bodega de lo más sencilla, pues era una de esas tiendas cuya filosofía era tener todo o la mayor parte del inventario en exhibición.

Curiosearon los tres pisos, todos iguales, como un calco carente de creatividad, pero útil a la hora de aprovechar los espacios; ahorraba tiempo y energías para muchas cosas. Subieron a la azotea, que había sido transformada en una especie de terraza donde habían dejado algunos helechos ya marchitos.

–Es la una y cuarenta –dijo Phillip mientras Sophia miraba hacia abajo, hacia la calle–. ¿Vamos por algo de comer?

–No tengo mucha hambre, pero una bebida me vendría bien.

Siguieron derecho por Greene St. hasta Houston St., donde doblaron a la derecha hasta llegar a Broadway. En Bond St. cruzaron de nuevo hacia la derecha hasta llegar a la casa de piedra rojiza. Bajaron los escalones y se apropiaron de una de las mesas que daban hacia el jardín interior de la casa.

Phillip pidió una cerveza; Sophia, un Aperol Spritz.

–Entonces, ¿me vas a hablar claro o todavía tengo que soportar la incertidumbre?

–Primero, dime qué piensas de los locales.

–No puedo decirte qué pienso porque no sé con respecto a qué los estoy evaluando –contestó, echándose contra el respaldo de la silla y cruzando la pierna bajo la mesa.

–Está bien. Empecemos por otro lado, entonces. ¿Sabes quién es Poppy Caffrey?

–¿La estilista residencial?

–Y la esposa de Cillian Hayes –asintió.

–¿Y él es…?

–Un sujeto al que Watch Group hizo millonario –rio.

–No sé si pedir crayolas o peras y manzanas –le dijo Sophia.

–No estás tú para saber ni yo para contar los detalles, pero digamos que una vez le hice un favor a Cillian.

–Ajá.

–Y estaba tan agradecido que me invitó a mí y a Natasha a una de esas cenas de gente excéntrica.

–Ajá.

–Natasha no pudo ir porque, en ese entonces, estaba embarazada.

–Ajá.

–Fui solo, porque a esas personas siempre es bueno tenerlas en el bolsillo, listas para cobrar los favores que te deben, ¿me explico?

–¿Alguna vez alguien te ha dicho que hablas como mafioso?

–Lo único que tiene la mafia es que hace negocios de manera ilícita; de resto, somos iguales –rio–. En fin, la cena era más bien una cosa rara en donde pretendían recrear Casino Royale : ellos apostaban dinero y las mujeres eran una especie de token de buena suerte y distracción para el otro fulano. Gustos raros de gente rara, si me lo preguntas, porque ni era divertido ni se sentía como algo cómodo.

–Ajá.

–El punto es que a mí no es que no me guste apostar, pero prefiero apostar estupideces con Natasha: un bolso, un par de zapatos, que me afeite la cabeza, un striptease, cosas por el estilo, ¿me explico? Donde nadie realmente pierde y solo ganamos los dos.

–¿Tengo que aplicarte la maniobra de Heimlich para que sueltes todo de una buena vez? –dijo Sophia un poco molesta, aunque la misma expresión le daba risa.

Compartieron una risa que pausaron para agradecer las bebidas y para pedir algo de comer.

–Yo hago negocios, Pía, y parte de hacer negocios es conocer a personas de todo tipo –resopló–. Con el riesgo de que me condenen de seductor de mujeres ajenas, siempre abordo a las esposas de los fulanos esos porque son la llave; lo saben todo: saben cuántos cubos de hielo le dejan ir al whisky, o bien, si prefieren esferas; cada cuánto van al baño y cuánto tiempo se tardan, y qué toman para lograr ir al baño… porque esa gente se la vive constipada, y cosas por el estilo.

–Ajá.

–En fin, Poppy vino a mí y no yo a ella. Era evidente que el imbécil de Cillian la había enviado para que me entretuviera a mí y a mi esposa, pero, como no iba con Natasha, pues la conversación giró en torno a ella. Y, ay, qué emoción que está embarazada; y, ay, saben si va a ser niño o niña; y, ay, cómo piensan ponerle. Cortesías al lado, a mí me pareció un poco invasivo. Y, como soy un niño de cinco años, si no es que de menos, le pagué con la misma moneda; pero, en lugar de preguntarle por sus hijos o por el marido, le pregunté por ella. ¡Yo ni siquiera sabía que existía un trabajo como ese! –rio–. Y, lo que es peor, o no sé si mejor, ¡es que se cotiza muy alto!

–Los agentes inmobiliarios, dependiendo del espacio, suelen recurrir a esas estrategias para vender más rápido o a un mayor precio –asintió Sophia–. Pero ¿a qué viene la historia, Felipe?

–A que, dentro de toda la explicación que me dio de cómo es que trabaja y quiénes suelen contratarla, me dijo que su diseñador de muebles estaba pensando en retirarse.

–¿A-já? –enarcó Sophia las cejas; todo empezaba a tener sentido.

–En enero, Cillian y Poppy se divorciaron.

–Y ahora tú tienes dos clientes –especuló.

–¿Tú sabes que hay ferias internacionales de muebles? –confirmó con la cabeza.

–Sí –rio.

–¿Y de diseño, y de decoración, y de todas esas cosas? –Sophia asintió–. ¡Es un mundo fascinante! –dijo emocionado– Y, lo que es mejor, un rubro de potencial sin explotar.

–¿Y esos locales son para Poppy? –frunció el ceño mientras se llevaba la bebida a los labios.

–¿Cómo crees? –rio Phillip–. Ella tiene un almacén en New Jersey, donde guarda ciertas piezas.

–¿Entonces?

–Vamos a empezar en pequeño –le dijo–: primero quiero expandir el negocio de Poppy, llevarlo, como mínimo, a la Tri-State Area.

–Ajá.

–Poppy estuvo en mi casa y vio tus muebles. –Hubo un segundo de suspenso–. Le gustaron y pidió ver más. Emma me hizo el favor de facilitarme algunas fotografías.

Sophia bebió el Aperol Spritz de un trago.

–Quiere que trabajes con ella una vez se retire su diseñador de muebles –sonrió muy complacido consigo mismo y, por primera vez en meses, respiró completamente tranquilo en su presencia; el peso del secreto, aunque no lo admitiera, lo estaba matando lentamente–. El local es para ti, para que tengas tu propio taller y, si las cosas se dan bien, tu propia marca y todo eso.

CEST (UTC+2)

–Debo aceptarlo, Santoro, la cocina no se te da para nada mal –suspiró Irene luego de haber probado los gnocchi.

–Espero que amanezcas viva, Nene –rio desde el refrigerador, de donde sacó una botella fría de coca cola.

EDT (GMT-4)

–Ni siquiera conozco a la mujer –dijo Sophia tras algunos segundos de pánico silencioso–. Además, yo voy a pasar buena parte del otro año en Miami –se apresuró a decir.

–Lo primero se arregla. Y, por lo otro, ella sabe que te vas.

–No sé qué decir –murmuró, apoyándose sobre la mesa con ambos codos para rascarse la cabeza.

–Tienes tiempo para pensarlo, Pía –repuso Phillip, tomándose la libertad de acariciarle algunas ondas rubias.

–Necesito saber más.

–La idea no es que dejes de trabajar con el estudio, porque pienso que hay balance entre tus dos profesiones –opinó–. Además, los proyectos de Poppy, aunque van y vienen con relativa frecuencia, no son cosa de todo el año.

–Estas cosas necesitan de dinero, de mucho dinero.

–El capital inicial lo tienes asegurado, y supongo que también el que necesites para después… hasta que sea algo autosostenible. ¿Quieres otro? –señaló la copa vacía, y, tras su asentimiento, pidió reposición con un gesto–. Sería bueno que los detalles los hablaras directamente con ella, porque yo solo soy un mecenas.

–¿Sabes lo que implica ser un mecenas?

–Sí, Emma-dos-punto-cero –rio–. Yo no exijo nada de ti como beneficiaria; quizás, a lo mucho, pediré que te encargues de los muebles de mi sobrino y cosas por el estilo, hasta mi féretro, si hace falta.

–Qué chiste tan morboso –lo reprendió–. ¿Tú qué ganas con todo esto, entonces?

–Pura y llana satisfacción –sonrió y bebió un trago de cerveza–. Te veo a ti feliz, haciendo lo que te gusta, pero con posibilidades de dejarte caer en otras opciones con el estudio; ayudo a generar dos, tres, cuatro o cinco empleos, quizás más; y… no sé, eso es lo que se me viene por ahora a la cabeza. –Sophia lo miró estupefacta–. Tú no eres uno de mis clientes, Pía; no eres una de esas personas a las que tengo que tener el bolsillo para cuando necesite cobrar un favor. En todo caso, eres tú quien me tiene en el bolsillo –rio divertido.

–Los alquileres serían estratosféricos, para cualquiera de los dos locales –dijo Sophia por lo bajo.

–No puedo cobrarme alquiler a mí mismo –frunció el ceño.

–¿Qué? –se ensancharon el par de ojos celestes–. ¿Desde cuándo estás en el negocio de las bienes y raíces?

–No lo llamaría “bienes y raíces” –dibujó las comillas aéreas.

–¿Sino?

–No sé –resopló–. Tampoco creo que importe –suspiró–. Esos edificios, así como unos que conseguí en el Bronx, los compré en esas subastas que hacen los bancos cuando los dueños ya no pueden con las hipotecas y los embargan.

–Ajá.

–Siempre me ha parecido que las rentas en esta ciudad, como en todas las ciudades grandes, son parte de un negocio de lo más cochino; son producto de la usura –dijo como si reflexionara en voz alta–. Ahora es poco probable que alguien pueda encontrar un apartamento de renta estabilizada, ¿sabías?

–Creí que se había anulado todo eso.

–No, todavía existen –disintió un poco molesto–. ¿Recuerdas que te dije que había una oficina de servicios sociales? –Sophia asintió–. Es de una amiga que se encarga de hacer ese tipo de cosas. Me propuso que, por ejemplo, los edificios del Bronx fueran para familias monoparentales que cumplieran con ciertos requisitos: que los hijos vayan a la escuela, no necesariamente con excelentes calificaciones, pero sí que se apliquen para que puedan aspirar a una beca universitaria; madres o padres que trabajen medio tiempo, por lo menos, o que se hacen cargo de un adulto mayor, por ejemplo. No sé muy bien cómo o cuánto se les cobra, pero sé que es en proporción a sus ingresos.

–¿Y lo demás?

–Los estudiantes están becados; se reparten entre Baruch, el City College, Hunter y el Metropolitan College. La galería de arte es de la hermana de Chris –se tocó el pecho–, y la librería, ya sabes, es de Rowena. A veces, cuando le cuento a Natasha lo que quiero hacer, me acusa de tener complejo de Mesías, ¿tú qué piensas?

–No creo que importe –se encogió Sophia entre hombros–. ¿Emma…?

–Sí, con lo del Bronx –asintió–. Y, a veces, con lo que sea que le pidan los que trabajan con Beth.

–¿Por qué hasta ahora me entero de todo esto?

–Nunca preguntaste.

–¿Cómo voy a preguntar algo que no sé? –rio.

–Buen punto –estuvo Phillip de acuerdo–. No sé Emma, pero, al menos a mí, en lo personal, no me gusta llevarme el crédito de nada porque le resta valor a la acción en sí; es como esa gente que graba sus buenas acciones para que todo el mundo las vea…

–Ah, tú eres más bien un Schindler.

“I could have done more” –dijo en tono dramático y procedió a reírse.

Moses entró con el almuerzo en una charola y, con la mirada, le preguntó si debía ponerla en el escritorio de la ausente o en el suyo.

–Ahí está bien –señaló la mesa de café a medida que se ponía de pie y se dirigía a una de las butacas.

–Espero que le guste –sonrió él y, con un gesto amable, se retiró.

–Gracias, Moses –le correspondió la mueca y esperó a que cerrara la puerta tras sí.

Suspiró el poco sabor a menta que todavía le quedaba de cuando se había cepillado los dientes hasta que las encías y la lengua estuvieron a punto de reclamarle daños secundarios y temporalmente irreparables, y, volviéndose sobre sí para asegurarse de que los pasantes habían apagado las lámparas de las mesas de dibujo, se sentó en la butaca más cercana.

Se le hizo incómoda para comer, por lo que se cambió al sofá. Estaba por averiguar el contenido de los recipientes cuando, por alguna razón, se le ocurrió ver hacia el frente. Un escalofrío le constriñó la espina dorsal. La imagen se repetía, sobrepuesta sobre sí misma, una y otra vez. Sintió que iba a devolver el desayuno y todo lo que había comido hasta el primero de sus días.

Resuelta, respiró profundo y tomó la charola entre las manos para salir de ahí cuanto antes. Pensó en usurpar el escritorio de Gaby, pero, en vista de que ni siquiera ella comía allí, decidió hacer uso de la mesa del break room .

Le dio algunos tragos al agua mineral con limón mientras pensaba en cosas simples y felices, como de la primera noche en que el Weimaraner había pasado en su apartamento, de lo mucho que se había quejado de la soledad, quizás, o de la oscuridad, y recordó que había roto su propia regla de no animales en la cama –aunque admitía que ya Marco había pasado por ahí en numerosas ocasiones–; se había colocado al cachorro entre el pecho y el brazo, y le había acariciado la cabeza hasta que se quedó dormido. Luego se acordó de los hoyuelos de la rubia y la vida le empezó a sonreír.

Abrió los recipientes y miró y olfateó el contenido; el apetito se le despertó.

–Esto es nuevo –dijo Clark en cuanto la vio sentada contra la pared, de frente a la ventana–. ¿Y Sophia?

–En una reunión –respondió mientras sacaba los palillos de la funda de papel.

–¿Emocionada? –le preguntó desde la encimera donde llenaba su taza de café, preparado y caliente desde quién sabía qué hora–. Por la boda –especificó en cuanto le notó el ceño fruncido.

–Sí, supongo que sí –contestó y, luego de un suspiro que la llenó de paciencia, le preguntó–: ¿tú cómo estás?

–No me quejo –sonrió amablemente–. Volterra me puso al frente de lo de Virginia.

–Magnífico.

Se llevó la primer gyoza al vapor a la boca. Así, seca y sin la salsa en la que apenas debía sumergirla, le supo a todo lo que estaba bien en la cocina china.

–¿Te molesta si te acompaño un rato? –inquirió él con una sonrisa mientras sostenía la taza de café y un recipiente hermético en las manos. Emma disintió y terminó de masticar–. La mamá del novio estuvo de cumpleaños ayer y me regalaron casi un pastel entero. Antes de que le meta el tenedor, ¿quieres un poco?

–¿De qué es?

Salted caramel , de Pompidou. –No supo cómo interpretar su silencio–. Tengo más en casa. Cumplió sesenta años y le hicieron un pastel por cada cinco.

–Está bien, aceptaré un pedazo –sonrió.

Clark, sonriente, se puso de pie y sirvió, en un plato, una fracción del mediano triángulo que estaba por comer directamente del tupperware.

–Gracias –murmuró Emma en cuanto él le colocó el plato con un tenedor al lado.

–Ni lo menciones –repuso, dejándose caer frente a ella–. ¿A qué se debe que estés comiendo aquí?

–Siento que la oficina me asfixia –se encogió entre hombros y se llevó una gyoza frita a la boca; le estaba agradecida a Moses por haber sabido pedir una orden de cada una.

–¿Los pasantes te roban aire? –bromeó, pero, antes de que Emma pudiera confirmar o negar tal aseveración, agregó–: Te entiendo. A veces hay que salir de la oficina y cambiar el paraje, aunque aquí todo sea concreto…

–¿Había mejores vistas en Bergman? –inquirió por lo bajo.

–Solo en la oficina de Henry –dijo y se llevó un enorme pedazo de pastel a la boca–: tenía vista al East River y al Brooklyn Bridge; el resto teníamos el edificio del Citi por donde nos moviéramos. Aquí, al menos, tú tienes St. Patrick’s y nosotros a las terrazas y a la Quinta Avenida.

–¿Alguna vez piensas en regresar?

–¿Con Bergman? –Emma asintió–. ¿Bromeas? –resopló–. Asumo que tú no lo conoces.

–Lo he tratado una o dos veces en la ceremonia del Bognár-Vass –negó con la cabeza–, y una vez en una cena de los Pritzker.

–Al que siempre lo nominan y nunca gana –se carcajeó Clark con los labios al borde de la taza–. ¿A ti te han nominado?

–El mundo apenas estuvo listo para darle un premio a Hadid hace diez años, y yo no le llego ni a los talones; nunca he tenido un proyecto tan ambicioso como para creer que tengo oportunidad de ganarme uno.

–Si se lo dieron a Toyo Ito por la Sendai… –arqueó las cejas y se llenó la boca con otro poco de pastel.

–Trabajo habitacional y comercial, no cultural o religioso –le dijo Emma–. Esos premios casi siempre van por una iglesia, un museo, una institución educativa, un anfiteatro o un estadio de futbol.

–¿Therme Vals no fue dos mil nueve o dos mil diez?

–La excepción confirma la regla –rio.

–En Bergman siempre han dicho que no tiene un Pritzker por pura corrupción al no aceptar el diseño que propuso para lo que ahora es la Freedom Tower.

–Nunca he visto su propuesta –se encogió entre hombros.

–La tienen como una especie de tótem en el vestíbulo del estudio –rio–. Pienso que es igual de feo que el diseño que sí aprobaron –comentó Clark–. Dicen que Childs ganó la licitación porque la altura, medida en pies, hace referencia directa al año en el que se firmó la Declaración de Independencia.

Emma no dijo nada, pero eso le parecía algo que oscilaba entre lo triste y lo patético.

–¿Tú sabes cómo le hizo Margaret para conseguir que la Filarmónica tocara en su cumpleaños? –dijo luego de darle un mordisco al sándwich de roast beef.

–Son cosas que pasan cuando eres de las personas que más aporta a que eso se mantenga en pie –contestó Phillip–. Ni ella ni Romeo son idiotas, las donaciones y los proyectos de caridad se ven muy bien tanto en sus perfiles sociales como en los formularios del IRS .

–Quiero regalarle algo así a Emma.

–¿De bodas?

–Sí.

–Entonces, ¿ya no vas a remodelar la habitación en Roma?

–También.

–Cuánta ambición –sonrió Phillip.

–Después de que vi la bonificación que me darían por ser el tercer socio… –bufó–. Se me abre un mundo de posibilidades.

–Podrías hablar con Margaret para ver cómo y cuánto cuesta contratar a la Filarmónica de Nueva York –se encogió él entre hombros.

–Pero yo no quiero a la Filarmónica de Nueva York, y tampoco quiero que toquen unos valses al azar –disintió–. A Emma le gusta la de Berlín, la de Ámsterdam y la de Chicago, y lo que quiero es algo bien específico.

–¡Uf, Pía! –rio–. Dame más detalles.

–¿Me vas a ayudar?

–Por supuesto, pero mi precio es que necesito saber todo el chisme.

CEST (UTC+2)

Irene repasaba el resto de las tarjetas, paseándose de aquí acá, arrojando sobre la mesa las que ya sabía. Parecía como si lo que había necesitado era despejar la mente, relajarse y dormir un poco; iba más rápido y con mayor seguridad.

La dejó hacer lo suyo mientras fumaba el segundo cigarrillo del día, ahora la noche. A lo lejos se escuchaban los comensales del café del primer piso. Esperaba la llamada diaria de su mamá; era algo de rutina, más para la salud mental y emocional de Annabella que para la de Alex. Procuró hablar muy bajo para no interrumpir las estrategias mnemotécnicas de la griega.

Cuando colgó, enterró la colilla de lo que se había convertido en la tercera dosis de nicotina del día. De repente, el sabor y el olor, ambos demasiado intensos, le provocaron náuseas. Resolvió lidiar con eso con un paquete de cuatro barras de helado de Mars; compartiría la mitad con Irene.

Se duchó con la libertad de una cabina que no parecía aplastarla porque sí y se lavó los dientes. Al salir del baño, se encontró con una Irene que miraba una pila de no más de quince tarjetas. A eso se reducía su conocimiento, a quince cosas que no sabía de seis tomos de fisiología general humana. A quince.

–¿Quieres ver una película? –le preguntó en cuanto se fijó en cómo se secaba el cabello con la toalla.

–¿Eso quieres tú? –Irene asintió–. Entonces, sí –sonrió.

Dejaron lo primero que encontraron, una con Riccardo Scarmacio y Margherita Buy. Irene, con la cabeza recostada en el regazo de Alex, se dejaba rascar la cabeza mientras le contaba estupideces del pasado, memorias vacías e irrelevantes en compañía de sus primas huecas y plásticas.

–No pueden ser huecas si están llenas de colágeno, bótox y silicón –opinó Alex.

Irene se echó a reír, pues tenía razón.

Alex la escuchó continuar por un camino que no conocía en ella; la familia, Grecia en general, se había convertido en una especie de tema tabú. Irene le dijo que su papá estaba no sabía si triste o enojado, pues, ante el inminente declive del PASOK, le parecía imposible asegurar la reelección; el pleno legislativo caería en manos de la izquierda radical y el centro derecha.

–Pueden pasar dos cosas: o se irá con los de la izquierda radical, que a fin de cuentas son lo mismo en términos ideológicos, la misma cochinada; o aceptará algún puesto de medio rango en algún ministerio, quizás en el de Justicia, Transparencia y Derechos Humanos… si es que buscamos la ironía en el asunto.

–Sabes, cuando tenía unos siete u ocho años, hice que mis papás me prometieran que nunca iban a ser ni políticos ni modelos de ropa interior.

–No creo que se pueda pedir algo más sensato –rio.

–La idea es que yo no quería padecer de vergüenzas públicas a causa de ellos. Poco sabía que no los quería en anuncios de calzones para poder saborearme con verdadero gusto a los modelos, hombres y mujeres por igual –confesó.

–Creo que mi papá en calzones da mucha menos vergüenza que lo que se para a decir en el parlamento –dijo y reflexionó por algunos segundos–. Preferiría que lo vieran en calzones.

–¿Y tu mamá?

–Demasiado bondadosa y paciente para la política –negó con la cabeza.

–Modelo de reggiseni , entonces.

–Para lo pudorosa que es…

–De ahí lo sacas –sonrió Alex.

–Prefiero el pudor sobre una afición desmedida por las mujeres –dijo, y notó cómo Alex reprimía una carcajada–. Tal vez por ti sí, pero no en plural: ni en sucesión ni de manera simultánea. Contigo tengo.

CEST (UTC+2)

Toni se llevó un descomunal sobresalto cuando la escuchó pasar la página.

Ahí, en la butaca que le daba la espalda a todo lo que no quería ver, Emma leía un listado de las disertaciones más recientes sobre Diseño de Interiores y los abstracts correspondientes, provista por el Journal of Interior Design . Hasta el momento había marcado tres de interés: Interior designer’s attitudes toward sustainable interior design and barriers encountered with sustainable interior design” , “Pain center waiting room design: An exploration of the relationship between pain, comfort and positive distraction” y “Corporate office employee analysis: Transformation from closed office layout to open floor plan environment” .

Alternaba la taza de té con los trozos de uno de los pecados de mantequilla y azúcar; el pastel no le había sido suficiente y, a decir verdad, no le había parecido tan delicioso como se suponía que era. Se daba el tiempo necesario para disfrutar tanto de los sabores como de las temperaturas y de la pieza de Sibelius que sonaba en el fondo.

–Buenas tardes –resolvió decir.

–Pasa adelante –repuso Emma indiferente.

–¿Puedo mostrarle lo que he avanzado?

–Por qué no –asintió y arrojó el listado sobre la mesa de café–. Hay kouign-amann en el break room , por si quieren –dijo más alto para alcanzar a Lucas, que recién entraba y ya se devolvía para ir por uno de esos bollos para él impronunciables.

Había oscurecido la paleta de colores y se veía mejor, más amable a los ojos y de mejor gusto; se había desecho de gran parte de los objetos ornamentales, con lo que había logrado que el espacio se viera más limpio y amplio.

–Le escribí a Andrew –le dijo por lo bajo, como si no quisiera que Lucas escuchara–. Le pregunté si tenía fotografías o una lista de libros que la Señora Robinson usa con mayor frecuencia –continuó diciendo–. ¿Estuve mal?

–Habría hecho lo mismo –disintió, absorta en la pantalla del portátil de Parsons–. Hay algo raro con la iluminación aquí –frunció el ceño–; tienes dos ángulos distintos.

–¿Y por lo demás?

–Todavía no has llegado, pero creo que tienes algo bueno –dijo y le devolvió la MacBook.

–¿Está revisando? –preguntó Lucas a espaldas de ambas.

–¿Tienes algo que quieres que vea? –lo miró de reojo a medida que se estiraba para alcanzar la taza de té. Él asintió–. Tráelo.

Le alcanzó dos hojas, una con el bosquejo de vista aérea y el otro con enfoque en el escritorio. Era la diferencia entre él y Parsons: él parecía tener la necesidad de trabajar sobre el plano original para entender el espacio; ella, por el contrario, asimilaba las dimensiones con mayor rapidez y facilidad, y, por tanto, no necesitaba vistas aéreas de nada.

–¿Por qué no hacerlo digital? –le preguntó mientras seguía algunos de sus trazos con los dedos.

–Me dio la impresión de que era un cliente de trabajo manual –contestó, tomando asiento frente a ella–. ¿Me equivoqué?

–No –susurró Emma con una sonrisa de satisfacción–. No te equivocas.

Al escuchar esto, Parsons palideció entre los clics con los que pretendía corregir las sombras.

–Usted ha trabajado con ella antes, ¿no es así?

–Sí, ya he tenido el placer –rio nasalmente.

De repente, Emma se preguntó si las precisiones de Parsons no eran sino producto de las facilidades que proveía la tecnología digital.

–Tengo dudas con respecto al escritorio –le dijo Lucas–. Me preguntaba si la Licenciada Rialto puede asesorarme con eso… y con otros muebles.

–Tendrías que preguntárselo a ella –se encogió entre hombros.

–Pero ¿es algo válido?

–Creo que, si tienes a una especialista a la mano, deberías aprovecharla. Cualquier oportunidad es buena.

Lucas sonrió y se limitó a beber del capuccino que se había preparado para acompañar el bollo de mantequilla y azúcar, relleno de Nutella y estragón. Observó el detenimiento con el que escrutaba y cotejaba los elementos compartidos entre ambas hojas, ¿había sido tan minuciosa con Toni?

–Moviste cosas de lugar –le dijo Emma al fin y le alcanzó los bosquejos–. Está mejor. Casi puedo decir que me gusta.

Allá, en el fondo, la mujer más enclenque del planeta se consumía de la envidia. La sangre le hervía. Se refugió en la idea de que el sureño necesitaba de ese tipo de palabras para compensar las fallas fundamentales de su diseño; ella no necesitaba esas consideraciones. Sabía que Lucas no era competencia alguna, pese a los pocos aciertos que podía tener, pero era triste que intentara compensar sus deficiencias con las estrategias de agradar sobre todas las cosas.

Emma se quedó ahí, disfrutando del poco té que le quedaba, mientras escuchaba el Bardi del compositor finlandés. Iba a retomar el listado de disertaciones cuando Gaby llamó a la puerta:

–Ya están aquí.

Recordó que necesitaba algo con qué firmar las actas que se levantarían en el momento, las modificaciones oficiales tanto al estatus de la rubia dentro del estudio como a las de su contrato, y los contratos de compraventa que comprendieran el veinticuatro más uno. Se volvió sobre sí con la esperanza de ubicar la pluma fuente sobre su escritorio, pero, al no verla, entendió que tendría que romper con una de sus reglas personales y dibujar su nombre con la tinta de alguien más.

Los abogados intercambiaban algunas palabras de cortesía mientras ordenaban los documentos en el orden más conveniente; Volterra, con la caja entre las manos, observaba el proceso desde su butaca; Liz, al otro extremo de la mesa, preparaba la Portege; Gaby se aseguraba de las parafernalias menores: el café, el agua, una selección de kouign-amann.

Looks someone let a fox in the henhouse –la interceptó Segrate en el pasillo.

Not in the mood –suspiró Emma.

You never are –rio–. What’s going on? Why so many lawyers? Is someone getting fired or what?

If anything, you’re the only one who should be fired –negó con la cabeza e intentó entrar en la sala.

Well, you did that already –le cortó el paso–. And yet, here we are.

I swear to God, David, don’t push my buttons –lo sulfuró con la mirada y le pidió que se apartara con un gesto.

Remember this act of kindness –sonrió y, con una reverencia, le abrió paso.

Quería ahorcarlo, clavarle las uñas en el cuello hasta que, de puro odio desplazado y frustración añeja, le tronara algo entre C3 y C6. Lo quería ver entre púrpura y verde, con los ojos explotados de rojo. No estoy hecha para una cárcel, se dijo dos o tres veces hasta que, tras un suspiro, logró enterrar sus instintos más salvajes.

El Mercedes se detuvo junto a ellos con la más perfecta precisión: los tres llegaban al mismo tiempo, y eso, dentro de sus parámetros, era llegar puntualmente. Primero saludó a Sophia y luego envolvió a Phillip en una mezcla de beso y abrazo; verlo a esas horas del día se salía de la rutina, y, por la razón que fuera, lo apreciaba.

Ya arriba, Phillip hacía un comentario sobre cómo creía reconocer la camisa que Natasha llevaba con tanto estilo, y, justo cuando ella le confesó que era una de sus Boglioli, Sophia observó cómo Segrate adhería los ojos al tafanario de la Arquitecta. Más que reclamarlo suyo, le dio asco la desvergüenza, la manera en la que parecía inflar su hombría a través de un acto tan despreciable.

El Ingeniero sintió cómo la piel se le escocía: miró hacia la izquierda y se encontró con una Sophia que caminaba hacia él con toda la intención de, por lo menos, estamparle la cara contra la pared. Le pasó a un lado, porque una alimaña como él no merecía siquiera palabras, sino puro desdén.

Cuando entró, Emma recuperó la cordura que había perdido y que creía haber encontrado en un Marlboro rojo. Phillip le dedicó una sonrisa reconfortante que le dejaba saber que todo había ido bien y que no había acrecentado su enojo; Natasha fue la única que se acercó y la saludó con calidez.

No supieron en qué momento todos estuvieron sentados y escuchando la ceremonia insulsa de los abogados, una perorata legal que podía resumirse en palabras sencillas y efectivas para acabar con todo más rápido. John cuestionó muchas veces la capacidad de entendimiento de la rubia, si entendía esto y aquello, lo que esto otro implicaba, lo que aquí decía; ella, fastidiada al extremo, logró mantener la compostura. De cuando en cuando, de hecho, apretaba los labios para no dejar salir una risa o una expresión de extrema desesperación.

Se dio lectura a las características de su nuevo estatus corporativo, de todo aquello a lo que tenía derecho y las responsabilidades –muy pocas– que estaba por adoptar; la manera en la que se desglosaba ese veinticuatro más uno; los cambios a su contrato laboral, algo que básicamente se reducía a un incremento en términos de salario, bonificaciones, beneficios y cuota de aportes; y, al final, para corroborar que todo estuviera bien y todos estuvieran al tanto, John dio a conocer la cifra.

–Doscientos treinta mil quinientos cincuenta con un centavo.

No fue la cantidad como tal lo que ocasionó una ligera risa en los que no formaban parte del equipo legal, sino el maldito centavo; evidenciaba una burla más incisiva que la que hubiera logrado si, en lugar de agregarlo, lo hubiera restado.

–Es lo que acordamos –dijo Sophia, mirando intensamente a Emma a los ojos.

John procedió a desglosar el monto en lo que correspondía al estudio y al taller, a la propiedad material y a la propiedad intelectual. Pero a Sophia todo eso le terminaba importando un rábano, un pepino y un huevo.

–La etiqueta roja es Rialto; la verde, Pavlovic –dijo uno de los abogados a medida que colocaba dos contratos de compraventa frente a cada una.

–No hace falta –interrumpió Volterra el gesto de Jillian, quien le entregaba un bolígrafo de tinta azul a Sophia–. Es tradición –dijo, deslizando la caja hasta donde se sentaba ella–, una especie de bienvenida.

Consciente de que tenía demasiados ojos encima, trajo la caja hacia sí y, quitándole el listón negro que la mantenía cerrada, la abrió. Ahora entendía por qué Volterra y Emma se paseaban por la vida con instrumentos Tibaldi.

–Ya tienen tinta –sonrió Volterra–. De eso me aseguré personalmente.

Sophia tomó uno de ellos, cualquiera, y lo destapó. Se devolvió al primer documento que tenía que firmar. Todos la esperaban.

Se preguntó si en realidad era lo que quería, si no lo hacía con ánimos de satisfacer a la mujer que por ahora no era capaz de verla. La ansiedad era mucha. Se preguntó si valía la pena, porque, así fuera una jugarreta en papel, implicaba ciertas responsabilidades con quienes trabajaban allí: Belinda, Nicole, Pennington, Gaby. Todos. Pero, ahí, pensando en las responsabilidades que estaba por adquirir, se dio cuenta de lo más importante: también tenía derechos, tenía voz y tenía voto. Y, para bien o para mal, a quienes les urgía el trámite era a los Arquitectos, no a ella. Supo, en ese momento, que tenía una ventaja que debía aprovechar.

–Tengo una condición –dijo sin siquiera saber de dónde le había salido la voz, y tapó el bolígrafo.

–Esto ya no es una negociación –repuso John un tanto alterado.

Volterra lo miró y le indicó que se callara, porque, en caso de que Sophia terminara firmando, él trabajaría para ella.

–Te escuchamos –murmuró Volterra.

Emma, con el ceño fruncido, no sabía qué esperar, pero, conociéndola, no iba a decepcionarla.

–David Segrate se va.