Antecedentes y Sucesiones - 29
Pacta Sunt Servanda
Venerdì CEST (UTC+2)
Sus días eran satisfactorios, a veces monótonos gracias a los procesos burocráticos que requerían todas las justificaciones financieras de la conservación y preservación del arte, pero eran, en general, satisfactorios. A veces, por las mañanas, mientras esperaba a que la machinetta hiciera lo suyo, recordaba otros tiempos, otras etapas de su vida, y casi siempre se sorprendía al borde de aceptar que el único arrepentimiento que tenía era el de haber dejado la Curaduría de la Galleria Nazionale d’Arte Moderna e Contemporanea en los primeros meses del ochenta y uno. A veces era algo que le reprochaba a Franco; a veces, algo que se reprochaba a sí misma; a veces, y más de lo que le gustaría admitir, se lo reprochaba a Marco. Pero Marco no tenía la culpa, se decía. Siempre le sería raro que de su matrimonio con Franco no se arrepentía en lo más mínimo, al menos no por las razones que su progenitora en algún momento le dio para evitar lo que se ofició en la Basilica di Santa Maria in Trastevere. Su vida con Franco se dividía en dos partes: en la primera lo adoraba: en la segunda, lo detestaba. Era así de simple. Sencillo.
Nunca olvidaría el día en el que Tomasso Parrella, el hombre que apostó por ella como corredora de arte cuando recién se graduaba de la universidad, la envió a Via del Plebiscito para que se reuniera con un cliente que le había llevado Apollonia Marchesani, portentosa diseñadora de interiores de la época.
El edificio era uno más de los tantos, nada lo hacía destacar; entre la Chiesa del Gesù y el Museo Nazionale di Palazzo Venezia era imposible hacerlo. Sin embargo, en cuanto cruzó el umbral de la puerta, se sintió en algo parecido a las ensoñaciones –por llamarlas de algún modo– de Lewis Carroll en Alice’s Adventures in Wonderland : en cuestiones estéticas, el lugar ya se encontraba en lo que ella misma preveía para la siguiente década en la industria; había hombres y mujeres envueltos en atuendos osados y conservadores, unos muy elegantes y otros muy eclécticos, todos guapos, todas bellas; la burocracia apenas se olía entre el penetrante aroma a eucalipto; y había una extraña ligereza en la que era posible llevar percheros atestados de ropas y carritos con rollos de telas de los colores más atrevidos y las texturas más impensables.
Un coetáneo suyo, vestido en una ajustada camisa manga corta negra de poliéster y pantalón gris de vestir, le indicó –con gestos y gesticulaciones flamantes– que esperara sentada a que la Signora Capalbo , la secretaria que martillaba rápidamente una máquina de escribir con los dedos, le indicara otra cosa.
No recordaba haber esperado mucho, algunos minutos, no más de diez, cuando la antedicha mujer alzó el auricular del teléfono y murmuró un delicado immediatamente , tras lo que, poniéndose de pie, la condujo hacia la puerta de quien debía complacer.
Cuando ella entró, él se puso de pie y se abotonó el saco como muestra de respeto y cortesía. Era alto, altísimo si lo comparaba con sus escasos ciento sesenta y cuatro centímetros. Tenía la piel dorada y perfecta, la mirada pícara y osada, la quijada afiladamente rectangular; la nariz estaba dotada de imponencia, y el cabello iba en contra de toda tendencia del momento. Él le dio una última calada al cigarrillo que se había prendado de los labios para poder arreglarse el traje y lo aplastó contra la cerámica del cenicero que evidenciaba un buen día. Sonrió. Se presentó como Franco Pavlovic, Director de Finanzas . Le tendió la mano. Ella se preguntó cómo alguien podía tener un par de labios tan perfectos.
Siendo el Director de Finanzas, a sus veintiséis años (eran otros tiempos), era un hijo de puta único en su especie: carismático, encantador, un bromista delicado, un auténtico demagogo; se metía por los oídos, por los ojos, por la piel. Todos lo querían, nadie le resentía nada. Como dije: eran otros tiempos, dorados en realidad.
Sara escuchó sus monólogos, no logrando oponer resistencia alguna a la manera en la que pronunciaba la construcción ma adesso , y entendió que se encontraba en sus últimas semanas en aquella histórica casa del diseño italiano, que estaba por migrar a la Banca d’Italia como Gerente de Inversiones Bancarias y que tal cambio lo obligaba a buscar una pintura con la que pudiera decorar su nueva oficina. Ella se informó sobre sus gustos, sus apetencias, sus preferencias, sus deseos, sus expectativas, su presupuesto. Prometió conseguirle algo que estuviera a su altura.
La primera pieza que le mostró era de Natalia Saccomano, artista del ya olvidado arte povera. Él bufó y cuestionó su buen gusto, pues aquello no era nada sino un óleo sobre lienzo crudo y arrugado, a lo que ella respondió que era una obra que sabría criticar los procedimientos de la Banca d’Italia, que era una obra que tenía el potencial para equipararse a su cinismo. Él reiteró que no le gustaba, que él no podía vestir como vestía y tener un polvoso saco de patatas colgando en la pared.
Sara le mostró ocho piezas en un período de tres meses, mas no tuvo éxito, pues él se mostraba insatisfecho con esto o con aquello y, a veces, incluso hasta cambiaba de parecer; siempre se despedía de ella con la pesadumbre de tener que culparla por una pared desnuda. Cuando le mostró la novena, un óleo sobre lienzo insulso, de esos que estaban de moda y que placían al ojo más ordinario e ignorante, él se mostró interesado por primera vez. No obstante, el descontento era lo suyo. La décima pieza fue incluso más insípida que la anterior, rayaba en lo mundano, y, por décima vez, Franco Pavlovic expresó su inefable insatisfacción a pesar de haberse mostrado ligeramente atraído por los verdes allí plasmados. Ante su declinación, Sara le informó que Tomasso Parrella tenía una estricta política de diez piezas por cliente, por lo que ella ya no podría continuar asistiéndolo en la búsqueda de la inexistente obra que deseaba, esto último como un eufemismo de encontrarse oficialmente en el terreno del desempleo, y, con una disculpa y un agradecimiento, pretendió salir de su vida, todavía preguntándose cómo era posible que alguien tuviera los labios tan perfectos.
Franco Pavlovic, Gerente de Inversiones Bancarias de la Banca d’Italia llamó al gurú del arte contemporáneo un viernes por la mañana para sugerirle amablemente que no le enviara a otro corredor, mucho menos a otra corredora, que Sara ya había comenzado a entenderlo cuando sus políticas imbéciles (las de Tomasso) se habían interpuesto entre él y la obra que buscaba. Cuando Tomasso Parrella le explicó que Sara ya no estaba en su equipo, Franco Pavlovic, Gerente de Inversiones Bancarias de la Banca d’Italia, conoció lo más parecido a la culpa, pues aquello no había sido nada sino un juego: él habría comprado la primera pieza que le ofreció si no hubiera sido porque le había gustado más la mujer que se la ofrecía, especialmente después de que insinuara que era un cínico. Admiraba el coraje. Y fue por eso, porque Sara fue la dueña de todas sus intrigas filosóficas, que declinó todas las piezas; buscaba verla.
Pasó un año, el tiempo suficiente como para que Franco Pavlovic, ahora Director de Inversiones Bancarias de la Banca d’Italia, lograra encontrar a la rubia mujer: trabajaba con Ferdinando Suozzo en la Galleria Nazionale d’Arte Moderna e Contemporanea. Llegó un martes a media mañana, eso lo recordaría Sara para siempre, con un ejemplar de Le Comte de Monte-Cristo .
–Trata sobre el perdón –le dijo Franco Pavlovic, Director de Inversiones Bancarias de la Banca d’Italia.
–Interesante –replicó ella.
–¿Le parece? –se rascó el mentón Franco Pavlovic, Director de Inversiones Bancarias de la Banca d’Italia.
–La lectura que se le suele dar es una de amor –asintió.
–¿Acaso no hay amor en el perdón? –preguntó Franco Pavlovic, Director de Inversiones Bancarias de la Banca d’Italia.
–Creo que es una novela que trata la humanidad –evitó responder y le devolvió el ejemplar.
–¿No la quiere? –disintió Franco Pavlovic, Director de Inversiones Bancarias de la Banca d’Italia. Sara rio nasalmente–. ¿No habla francés? –preguntó alarmado, pues había asumido que no era una mujer .
–Ya lo tengo –le respondió la rubia, insistiendo en que se lo quitara de las manos.
–Pero esta es en francés –disintió nuevamente Franco Pavlovic, Director de Inversiones Bancarias de la Banca d’Italia–. Usted sabe lo que dicen desde aquellos remotos tiempos, ¿cierto? “Traduttore, traditore” .
–¿Qué le hace pensar que necesito un libro?
–Todos necesitamos libros –se encogió entre hombros Franco Pavlovic, Director de Inversiones Bancarias de la Banca d’Italia.
–Suena a un neurasténico de la literatura –resopló. Franco Pavlovic, Director de Inversiones Bancarias de la Banca d’Italia, pareció ofenderse–. ¿Qué le hace pensar que necesito este libro?
–Ya le dije –se aclaró la garganta Franco Pavlovic, Director de Inversiones Bancarias de la Banca d’Italia–, trata sobre el perdón. Al menos esa es la lectura que yo le he dado.
–¿Y por qué querría yo un libro sobre el perdón? –resopló Sara de nuevo.
Franco Pavlovic, Director de Inversiones Bancarias de la Banca d’Italia, la miró, implorándole piedad, pero ella no cedió y le colocó el ejemplar contra el pecho para que lo tomara de una vez por todas.
–¿Sabe si todavía está la obra de Saccomano a la venta? –preguntó Franco Pavlovic, Director de Inversiones Bancarias de la Banca d’Italia, atrapando el libro antes de que éste cayera al suelo.
–Creí que no le interesaba, que era un… ¿cómo fue que dijo? ¿“Saco de patatas montado en un marco viejo y polvoso”? –Franco Pavlovic, Director de Inversiones Bancarias de la Banca d’Italia, asintió con una sonrisa–. Las diez piezas que le ofrecí están vendidas.
–¿Alguna que me pueda mostrar? – dijo Franco Pavlovic, Director de Inversiones Bancarias de la Banca d’Italia, mirando a su alrededor–. La pared sigue vacía. La pared es ahora más grande.
–Primero: no creo que le alcance para lo que pueda ofrecerle. Segundo: no creo que encuentre lo que busca en esta galería, Signor Pavlovic – «Direttore degli Investimenti Bancari della Banca d’Italia» .
–Me temo que sí lo encontré –sonrió Franco Pavlovic, Director de Inversiones Bancarias de la Banca d’Italia–. Y, pruébeme, entre un descuento de amigos y la cartera… algo se podrá hacer.
El tuteo se dio en la primera cita. El beso de labios perfectos se concretó unas semanas después. La cortejó seis meses. Se casaron cuatro meses después.
La parte en la que adoraba a Franco era esa en la que era un hombre altivo con todos menos con ella, en la que ponía el mundo a sus pies y en la que resolvía sus más insignificantes inquietudes cotidianas. Cambió pañales, dio biberones, arrulló hasta dormir, enseñó a caminar y a montar la bicicleta. Bailaban tangos, milongas y valses; se hacían reír mutuamente; se saludaban y se despedían con un beso en los labios, se celebraban con besos y caricias; se decían que se amaban.
La parte en la que lo detestaba surgió a partir de una escena de celos cuando ella había decidido regresar a trabajar con Ferdinando Suozzo; la paranoia lo consumió a tal grado que Sara terminó por dejar la Galleria Nazionale d’Arte Moderna y Contemporanea para evitarse úlceras estomacales; en aquel tiempo no supo si suyas o de Franco, ahora sabía que eran las suyas. Dejaron de bailar por diversión y empezaron a hacerlo por presión social y familiar para aparentar que todo estaba como debía estar; ya no se hacían reír, sino se hacían enojar; él gritaba y ella solo contenía el llanto, ella le pedía que bajara la voz y él que no fuera tan frígida; se saludaban con un ciao apenas audible y no se despedían, y, en el mejor de los casos, él le daba un beso en la cabeza que ella detestaba; ya no se tocaban más que para lo necesario o de manera accidental, un roce de hombros o manos que desataba en él una especie de nostalgia agresiva y en ella una determinante aversión. Ella decidió dormir en la habitación de al lado, él decidió esperar a que se diera cuenta de su error y regresara a él. Sobra decir que nunca regresó.
La parte en la que lo detestaba giraba en torno al consentimiento desmedido de los caprichos de Marco y que encontraba placer en contradecirla; en torno a los mimos exagerados con los que malcriaba a Laura; en torno a la desigualdad con la que pretendía educarlos a los tres.
La parte en la que lo detestaba tenía su clímax en el saber que era capaz de cosas terribles, en el no saber si había hecho y si sería capaz de hacer cosas peores. La parte en la que lo detestaba se centraba en la confrontación, en la decepción de sus respuestas. Siempre le enojó y le enojaría, siempre se enojaría consigo misma, y pasarían diez años para que pudiera lograr verlo sin sentir las corrosivas ganas de asesinarlo: la cárcel no era una opción para ella tanto por sus hijos como porque no había idea más insoportable que saber que sus hijos terminarían criándose con el borracho de Salvatore y la mojigata de Elisabetta, o, peor aún, con la histérica de Teresa. Cuando esas ideas, mantras terapéuticos, pasaban por su mente, ahogaba un grito de reclamo a sus padres por no haberla provisto con un hermano o una hermana que pudiera desempeñar el papel de padrinaje sin deficiencias mentales y sociales –como juzgaba que pasaba con el tío Salvatore y la tía Elisabetta respectivamente. Ante la falta de un tutor digno y decente que pudiera relevarla en el cargo, recurría al asesinato mental; a mayor belicosidad, mayor era la sonrisa.
Esa mañana, antes de abrir los ojos y de revolcarse entre las sábanas, creyó haber sentido el gastado Irish Tweed a su lado, y estuvo a punto de enrollarse contra él cuando la consciencia la abofeteó. Alerta, se detuvo, y antes de pensar en los misticismos y en los fenómenos sobrenaturales, entendió que el aroma se desprendía más bien de su memoria, activada por un sueño, con sabor a recuerdo tergiversado, en el que Franco le pedía que se casara con él. Pero aquello no había sucedido en Villa d’Este, sino en el Ponte Sant’Angelo.
Miró la hora. Se había adelantado cuarenta minutos a la alarma de todos los días. Respiró profundamente y, en lugar de descansar dos tercios de hora, se puso de pie. Extrañó que Piccolo se levantara con ella y que la acompañara hasta la puerta del baño, en donde plantaba guardia y combatía el aire o en donde simplemente se volvía a echar a un costado de la ducha.
Se lavó las manos y se enjuagó la cara con agua. Se miró al espejo y, aunque no encontró arrugas nuevas, se encontró con la primera cana que había llegado para quedarse. Rio nasalmente y se enjuagó nuevamente la cara; siempre se había preguntado cuándo llegarían, y, extrañamente, su llegada la había puesto de buen humor. Se lavó los dientes. Revisó su teléfono. Tenía un mensaje de Emma de hacía tan solo una hora: “Devo dirglielo oggi, più tardi, a colazione” ; “Mi decapiterà” . Quiso responderle que no, que nadie la decapitaría –porque, a su parecer, Sophia no era una mujer aficionada a las costumbres francesas de degollarlos a todos ( «Tagliategli la testa!» )–, que solo debía articular bien sus ideas, sus pensamientos, pero, creyendo que salía sobrando, contestó: “Nessuna decapiterà nessuna” ; “Basta non condiscendersi” . “Parliamo a domani. Buona giornata, Tesoro” . Se compraría un perro. Adoptaría un perro. Quería un perro, pero luego del viaje.
Le arrancó las ropas color crema a la cama y la vistió de blanco. Las almohadas, dos las enfundó en blanco; dos, en beige. Se compraría una cama nueva, una King , una en la que pudiera dormir cómodamente con Bruno y sin él, incluso lejos de él si es que allí estaba. Quería una cama nueva. Se compraría una cama nueva. Quería un colchón nuevo. Se compraría un colchón nuevo, de esos que eran nada más y nada menos que cúmulos olímpicos. Sí, lo compraría todo, pero luego del viaje.
Se duchó como siempre, como todos los días, del mismo modo en el que se secó el cabello y en el que escogió el atuendo casual del día, porque el uso de la mezclilla se volvía justificable los días viernes, y bajó a la cocina.
Todavía no se acostumbraba a verlo allí, porque siempre se levantaba antes que ella para salir a trotar, rutina en la que compraba un poco de pan para la colazione . Se olvidaba de su presencia a pesar de haber compartido la cama, a pesar de haberse encontrado con la ducha húmeda y de ver que una sección de su armario había sido allanada por ropa que no era suya. Suponía que no era tan consciente de la situación, de la convivencia , porque todavía no lavaba ajeno; la frecuencia del uso de la lavadora y la secadora habían jugado un papel crucial para aceptar que tanto Laura como Emma ya no vivían allí. Suponía que un incremento, tanto en términos de volumen como de frecuencia, concretaría la presencia casi constante de Bruno.
Cuando ella entró en la cocina, él se apresuró a interrumpir la lectura del ejemplar de In Cold Blood que había tomado de uno de los estantes de literatura angloparlante del piso de arriba. Era su manera de practicar el inglés. Se puso de pie y caminó hacia ella para saludarla con un beso en la sien izquierda y otro en la comisura labial correspondiente. Entendía que Sara prefería no articular palabra alguna hasta que no tuviera un poco de café en el corazón; ese poco era muchas veces un tan solo sorbo.
Mientras la machinetta hacía lo suyo, Bruno hundió las dos rebanadas de pan en el tostador y colocó el prosciutto y los trozos de piña, melón y manzana sobre la mesa.
–Buenos días –sonrió Sara cuando tomó asiento. Bruno se sorprendió de que no necesitara cafeína para estar de buen humor–. No eres alérgico a los perros, ¿verdad?
–No –sacudió ligeramente la cabeza con una sonrisa–. ¿Vas a comprarte uno?
–Quizás –se encogió entre hombros.
–¿Pequeño, mediano, grande, miniatura?
–Quisiera un Gran Danés –sonrió ella–. Una vez tuvimos uno con las niñas –le dijo–. Se llamaba Alexandros, por Alexandros o Mégas , pero las niñas no se ponían de acuerdo: Emma lo llamaba Alexander , en inglés; Laura lo llamaba Alessandro , en italiano.
–Y tú lo llamabas Alexandros –supuso él de manera muy certera.
–Era su nombre –asintió y, llevándose la taza a los labios, sumergió la punta de su lengua en el elixir de la vida–. Todos los perros que he tenido han tenido nombres de reyes, de conquistadores – «menos Piccolo» .
–¿Y ahora qué sigue? ¿Más reyes, más conquistadores? ¿O serán personajes de caricaturas, de libros de Harry Potter?
–Nombres posh –rio–. Archibald , por ejemplo. Spencer , Bishop , Crawford , Rufus , Preston .
–Todos suenan a corbatín, no a collar.
–Pero collar les tocará –le dijo Sara y bebió un pequeño sorbo de café.
Bruno se volvió sobre sí para colocar las cuatro tostadas en una pequeña tabla.
–Hoy iré con Nadia –se aclaró Sara la garganta y lo siguió con la mirada hasta que se hubo sentado frente a ella.
–¿Ya están llamando para renovar contrato? –inquirió él completamente ajeno, ignorando lo que ella estaba por decirle.
–Voy a presentar mi renuncia.
La misma mirada confusa e incrédula que dibujó Bruno fue la que se manifestó en Nadia Porcella, la Gerente de Recursos Humanos, cuando Sara le entregó la hoja membretada en la que informaba a la Soprintendenza dei Beni Culturali e del Restauro y a la Amministrazione Sacra Generale que luego de las dos semanas de vacaciones que estaba por tomarse, contaran con quince días laborales para ya no ser considerada para la Dirección de la superintendencia misma; sin embargo, acordaba hacer un traspaso cómodo con quien fuera a sustituirla.
La decisión no la había tomado esa mañana, tampoco la había tomado el día anterior, esa semana o ese mes, sino cuando Laura le había informado que regresaría a vivir a Roma. Supo, en esa breve llamada telefónica, que era momento de parar, de dejar que alguien más se encargara de todo: de la curaduría, de la restauración, de la promoción cultural, académica y artística. Supo que ya no necesitaba hacerlo, que el hecho de que solamente una mitad la satisficiera no le era suficiente y que quería reconectarse con la menor de sus hijas; si esto resultaba de manera favorable, no habría restauración o develamiento que valiera, pues de estos había presenciado suficientes como para cuatro vidas enteras. Y supo también que siempre era y sería mejor retirarse cuando todo marchaba bien, cuando dejaba todo en perfecto orden para que alguien más simplemente le diera continuidad.
Almorzó con Bruno para despedirse de él, pues este se iría a Florencia a ver a sus hijos y a ver los avances de la Basilica, por lo que no se verían hasta el viernes por la noche para la boda. Él la vio contenta, tranquila, sin más preocupaciones que las de recoger su vestido en la tienda de Piazza Spagna, terminar de acomodar la ropa en el equipaje que llevaría y lograr la reservación que tenía en Imàgo para cenar con Camilla.
Para las dos de la tarde, la noticia de su retiro había sido anunciada en un correo electrónico interno. Recibió algunas llamadas de aquellas personas en esos puestos cuyos nombres me resultan demasiado largos. Algunas curiosearon, querían saber por qué se iba, si sabía algo que ellos no; otros le pidieron que rescindiera su renuncia, le pidieron que se quedara, que eso quedaría en el olvido, que harían de cuenta que el documento nunca había sido entregado, que le ofrecerían más y mejores prestaciones bajo un nuevo contrato indefinido; pocos la llamaron para agradecerle, para desearle suerte. Piero Consalvo le ofreció trabajo en la Galleria d’Arte Moderna e Contemporanea, Roberto Vaccarello le ofreció la cátedra de Storia dell’Arte de la Accademia di Belle Arti di Roma y Giorgia Giraldo le ofreció la Coordinación del corso di Laurea Magistrale en la Roma Trè, siempre de Storia dell’Arte . Declinó todas las ofertas con un sonriente agradecimiento de por medio. Nunca se arrepentiría de ello.
Cuando llegó a casa, lo primero que hizo fue sonreírle a la pieza de Natalia Saccomano que colgaba en el vestíbulo, justo sobre la mesa consola en la que dejaba las llaves del auto, y luego llamó a las tías, a esas hermanas putativas que la habían acompañado siempre, si bien no en cuerpo, sí en espíritu. Beatrice y Dante la felicitaron y le extendieron una febril invitación a veranear en la Toscana, lejos del ajetreo romano; Daniele gritó durante tres minutos de la alegría y le informó que daría un taller de escultura en la Sapienza en el mes de julio, por lo que tendrían tiempo para unas copas de vino y conversaciones eternas; Carmen enmudeció y luego lloró de la tristeza, pues, estando de vacaciones en Canarias, no había revisado su correo y no se había enterado de nada en el momento; Vanna cuestionó su sanidad mental y expuso todos los riesgos que planteaban los libros de autoayuda para el despropósito laboral diario, pues, en el fondo, no podía evitar sentir una ligera corriente de envidia, pero ¿de qué?, al cabo, ni trabajaba; Vittoria le preguntó por sus planes a futuro y, al recibir una vaguedad por respuesta y en vista de que el objetivo último de aquello era recuperar lo que era suyo, le preguntó por aquellos viñedos que alguna vez le pertenecieron a todo un linaje de ese segundo apellido que su apelativo legal había suprimido desde el inicio. A Emma se lo contaría al día siguiente en la conversación que se debían mutuamente.
Comenzó a releer Le Comte de Monte-Cristo . Tal vez esta vez, la cuarta vez, el perdón se superpondría a la humanidad. Acompañó la sesión con un cappuccino y la mitad de la porción del tiramisù que Bruno había llevado la noche anterior.
A las siete se metió en la ducha, a las siete y quince empezó a maquillarse, a las siete y cincuenta se vistió, a las siete y cincuenta y cinco se aseguraba de que las puertas estuvieran cerradas, a las ocho en punto encendió la camioneta. Mientras esperaba a que se abriera el portón de la cochera, mientras seleccionaba a Vincenzo Bellini para que la acompañase en carretera, pensó en que sería bueno cambiar de coche. Quería un coche que gastara y proujera menos, una Clase G del color del grafito que no necesitara de un cable auxiliar para que la Ópera de la ocasión pudiera amenizarle los viajes a la ciudad. Pensó en que la camioneta actual podía dársela a Laura, si es que la quería, o en que podía dársela a Bruno para que dejara de gastar en trenes para ir y venir de Roma a Florencia. Lo haría después del viaje.
Le gustaba conducir por la Via Appia, por esa carretera más recta que curvilínea, porque eran los catorce kilómetros que usualmente le servían para planificar, para organizar. Recordó que en algún lugar había leído sobre cómo dicha calle, o al menos su nombre, era el del camino más antiguo, cuyo origen se remontaba, quizás, más allá del Imperio Romano. Esta vez le sirvió para darle vueltas, vueltas y más vueltas a aquel comentario que había hecho Vittoria. Nunca se le habría cruzado por la cabeza eso de recuperar los viñedos, probablemente porque la casa se había separado de ellos y esa, aunque casi abandonada, todavía estaba en manos de su familia. Se acordó del día en el que Enrico la llevó a conocer las vides. Sonrió para sí.
Se estacionó junto a la hilera casi interminable de Vespas y balbuceó un buona serata para los comensales que, en minúsculas mesas, se apiñaban para compartir las comidas y las bebidas que, en la triste y pura realidad (y no aquí), constituían una verdadera estafa. Presionó el último botón y esperó. Escuchó la voz de su consuegra, «brutta parola» , diciéndole que bajaba en ese instante, y, en lugar de esperarla en la camioneta, esperó apoyada contra una de las columnas que resguardaban la puerta principal.
No era ajena a la vida nocturna romana, pero sí consideraba que el hecho de vivir en las afueras la privaba de una idea acertada sobre el funcionamiento de ésta. Hacía demasiado tiempo que no vivía en el área metropolitana; se cuestionó por qué nunca había expresado las no-ganas de vivir en Arco della Pace con Franco.
Fue testigo de las parejas que caminaban tomadas de la mano; de los transeúntes solitarios que se entregaban a una llamada telefónica, a un podcast o a un poco de música; de los coches que transitaban por la Via Cavour como si se tratara de una carrera de cuarto de milla; de las carcajadas provenientes de uno de los apartamentos del primer piso.
Se saludaron con la acostumbrada dupla de besos. Camilla se sintió ligeramente avergonzada por haberla hecho esperar tanto tiempo, pero Sara pensaba que dos minutos no conformarían nunca una eternidad; además, no le había molestado.
Se preguntaron cómo habían estado desde la última vez que habían hablado hacía un par de semanas para fijar la fecha, el lugar y el contenido de la conferencia inaugural que daría Greta Gesualdo, especialista en el arte sacro abstracto, el semestre entrante para los alumnos de las distintas arquitecturas y para los de arqueología, cultura y religión y los de historia e historia del arte; ambas estaban bien, y, aunque Camilla tenía quejas sobre su jefe, un cabroncete que no sabía cómo funcionaba esa tecnología de punta llamada .pdf, esta información no fue exteriorizada.
Las dos habían contraído el mismo voto, lo cual las había hecho llegar a un acuerdo tácito en el que se proponían no ser ni una suegra ni una consuegra difícil, de manera que sabían que una amistad era lo más sano tanto para sus propias psicosis como para las de sus respectivas crías; sabían que sus vidas y las de sus hijas eran lo suficientemente complicadas (o no) como para agregar una riña que podía radicar en cualquier memez o infortunio. En esa relación, en la conformación de esa nueva familia, todas eran adultas.
Brindaron en nombre de sí mismas y por sus hijas mayores con una copa de Roederer del 2009 y pidieron ser sorprendidas por el menú del chef de ocho platillos con sus respectivos maridajes sugeridos.
En el espíritu de romper el hielo de nuevo, porque con la retirada del mesero se caía siempre en un efímero silencio incómodo, Sara la puso al tanto de lo que había hecho esa misma mañana. Camilla no pudo disimular su sorpresa, porque quién dejaba algo tan bueno cuando estaba funcionando tan bien, pero rápidamente se dio cuenta de que eso no era de su incumbencia; lo que era de su incumbencia, sin embargo, era quién quedaría en su lugar, pues sería con esa persona con la que ella tendría que tratar en el futuro… y ella no estaba para tratar con cualquier stronzo . Esto último no lo compartió en voz alta, Sara se le adelantó y le aseguró de que su sucesor, quien fuera que éste fuera, quedaría al corriente de los convenios implícitos con la universidad y de cómo se trataba con el departamento de educación continua y extracurricular.
Luego, sobre los ocho platillos y las ocho copas de vino, conversaron sobre sus planes en la Gran Manzana; sobre Bruno y Alessandro por igual; sobre sus hijas, especialmente de lo que sabían que había ocurrido ya. Camilla se había enterado por Volterra hacía un par de horas. Ninguna de las dos opinó mucho con respecto al infame tercer socio: Sara no conseguía aprobar los métodos poco ortodoxos de Emma –no al cien por cien– y Camilla opinaba que era una decisión que Sophia habría de saber tomar por su propia cuenta, pues, al fin y al cabo, la parte afectada sería su vida laboral y personal. La última, no obstante, aunque tampoco aprobaba por completo las maneras de su nuera, admiraba el tamaño de sus pelotas, un tamaño que el padre de su criatura no poseía. Lo de Volterra le constaba de manera metafórica y literal por igual.
Se divirtieron; la velada había sido distinta a las que estaban acostumbradas, y eso estaba bien. Al momento de pagar, Sara expresó su deseo de cubrir con todos los gastos por la simple razón de que tanto la cena como el lugar habían sido idea suya; Camilla, ante tal lógica, no supo objetar y se preguntó si era exactamente así como funcionaban las cosas entre Emma y Sophia. Se conformó con creer que no estaba tan alejada de la realidad.
Sabato CEST (UTC+2)
Se despertó poco a poco, sabiendo muy bien que era un sábado especial: ni universidad ni Gianicolo, y que esa masa febril que la envolvía era nada más y nada menos que Alessandra Santoro. Todo tenía un sabor a vacación tan perfecto, tan idílico, que lo único que lo arruinaba era el hecho de que no lo era.
Se volvió sobre sí para encarar a una Alex que, para su sorpresa, la miraba en silencio. No quiso pensar, no quiso reclamarle sus acosos y sus maneras, no quiso nada más que simular las tácticas felinas de frotarse contra ella hasta hacerle creer que había sido idea suya el beso de buongiorno que quería. Así fue. Se sintió bien, muy bien, demasiado bien. Ninguna se quejó del aliento matutino, ni por sabor ni por olor, pues aquello, al menos ese día, era la evidencia de setecientos mililitros de Appleton Estate.
No se dijeron nada, ni cortesías ni cordialidades, ni sus nombres ni sus apodos, ni sus intenciones ni sus deseos, porque el lenguaje del despojamiento textil se entendía allí y en cualquier otro contexto.
Ese día Irene conoció el sexo matutino, el mejor en su especie, el que sería su eterno favorito porque no existían los no , porque la disposición era absoluta. Nunca sabría si era la modorra o el hecho de que era el instinto más básico el que lo determinaba todo, el suyo en perfecta sinergia con el de Alex. ¿Era específicamente con el de Alex o con el instinto básico del otro, de quien fuera? No pudo llegar a ninguna conclusión, no pudo responder ninguna de sus propias preguntas porque lo matutino no requería de racionalizaciones, de reflexiones. No pudo llegar a ninguna conclusión, no pudo responder ninguna de sus propias preguntas porque lo matutino mezclaba el placer con el sueño, una mezcla tóxica y explosiva, una mezcla por la que cualquier ser humano era capaz de venderle el alma al diablo. O eso creía.
Gimió como solo lo haría recién despierta, con partes iguales de hedonismo y sensualidad, batió sus caderas al compás de algún baile erótico en pareja, se arqueó como solo ese tipo de orgasmos se lo permitiría. Gruñó, apretujando la cabeza de Alex entre sus manos, entre sus piernas, y se resistió a las llaves marciales de la italiana, las cuales, privándola de libertad de movimiento, le permitían sentir las contracciones con sus labios y su lengua. Ése era su verdadero premio.
La tumbó sobre la cama, casi sobre el suelo, porque su cabeza quedo en el aire. La miró a los ojos, no sabiendo si le pedía permiso o si le notificaba lo que estaba por hacer. Le arrancó los Calvins y se perdió en su vello púbico en la misma escala de autismo en la que Alex había caído el día anterior, cuando había organizado su ropa interior. Para ella, para la griega, el monte de Venus de su congénere era un estímulo completo, incluso los que no venían al caso, como el académico; era un propósito, un motivo, una razón, un objetivo, una meta, un fin.
Paseó sus dedos por el triángulo que claramente se había recortado hacía algunos días, quién sabía si por la situación del mes o por el hecho de que uno de sus miedos más grandes era que uno de ellos fuera protagonista accidental, y, en lugar de mimarlos, los empuñó con arrebato y tiró de ellos de tal manera que hizo que Alex gruñera, no sabía si del tipo de dolor que se sufría o del que fácilmente se transformaba en placer. Alex la tomó por la cabeza, recíprocamente empuñándole el cabello, y se dejó ser uno de los mejores desayunos que la griega comería jamás.
Apenas lograron recuperar el suficiente aliento como para ponerse de pie, Alex la arrastró consigo a la ducha, a aquella precaria cabina en la que siempre dudaban poder caber. El agua fue cruelmente fría al principio, pero, al cabo de algunos segundos, se fue sublimando hasta alcanzar una temperatura en la que las dos podrían sobrevivir. Le echaron la culpa al reducido espacio por los seis minutos de besos, porque la cancelación de la distancia las obligaba a ceder, a distraerse de lo que debían hacer para llegar a tiempo a casa de Annabella. Pero lo que debían hacer era eso, olvidarse de Annabella, Guido y gli stronzini –Holmes y Watson, los yorkie miniatura– para concentrarse en los escasos momentos en los que Irene Papazoglakis no era cien por ciento consciente de lo que hacía.
Para Alex fue extraño: el efecto no parecía terminarse, no parecía tener intenciones de caer, de disiparse, de esfumarse. Pensó en preguntarle si la pureza de su cuerpo había entrado en crisis química a consecuencia de la ingesta de etanol, pero se escudó en que ella no era nadie para cuestionar los procesos naturales de Irene; en realidad, solo no quería que regresara a ese estado de pudor, de recato, de radical y desmedida prudencia. Tendieron la cama entre las dos y salieron mano en mano como si fuera lo más natural del mundo.
Los puntuales eran quienes tenían el privilegio de ejercer el derecho democrático del sufragio: en los dispositivos ubicados en la recepción, indicaban los achaques que querían trabajar durante la sesión. Ese día la mayoría había expresado sus altos niveles de estrés, por lo que una rutina de profunda relajación era lo que estaban en orden; una que otra secuencia permitiría trabajar la zona lumbar, que era el segundo achaque más común entre las menciones. Los puntuales eran los que llevaban a cabo el ejercicio en los lugares de su preferencia y eran los que meditaban los quince minutos iniciales, lo cual servía para hacer tiempo, para dejar que llegaran los tardistas de siempre y los eventuales, para dejar que los que consumían jugos verdes y desintoxicantes pudieran incorporarse. A ella le gustaba en la primera fila, el puesto más cercano a la fuente y el más alejado al incienso.
Tenía año y medio de frecuentar aquel recinto donde todo era paz y armonía; recordaba haber tomado la decisión un día que, yendo hacia el Coop de la Via Nazionale, algo la detuvo frente al escaparate de la Via dei Serpenti: el gimnasio en el que solían reventar las bocinas con música cardíaca había sido reemplazado por un establecimiento que olía a limpieza y a frescura. Le dio curiosidad y entró. Un muchacho joven la saludó con una sonrisa de infinito pacifismo y le preguntó si podía ayudarla en algo, si estaba interesada en la inscripción de membri fondatori de la AYURVEDA Sala di Yoga e Wellness .
El fulano, Mattia, le dio un breve recorrido por las tres salas de yoga, las dos de pilates, las dos de meditación y por el área que se había designado para todos los tratamientos de bienestar, como lo eran ciertos tipos de masajes, la homeopatía y la acupuntura; le explicó las reglas del recinto, de las cuales la que más le gustó fue esa en la que se sugería vehementemente a las personas a usar medias limpias o, si preferían descalzos, era obligación lavarse los pies en la zona designada; y le presentó todas las modalidades: Sukhasana consistía en pagar clase por clase: diez euros por la de yoga, quince por la de pilates y tres por hacer uso de la sala de meditación, sujeto a espacio y/o disponibilidad, y lo que fuera de tratamientos de bienestar se pagaba tanto la consulta como el tratamiento; Padangusthasana consistía en pagar cien euros mensuales por hacer uso libre, con derecho a inscripción previa, de sala de yoga o pilates hasta tres veces por semana y por hacer uso libre de la sala de meditación; Marjaryasana consistía en pagar doscientos euros mensuales por hacer uso libre de las salas de yoga, pilates y meditación con derecho a inscripción previa, y lo que fuera de tratamientos de bienestar se pagaba tanto la consulta como el tratamiento; Ustrasana , con un precio de trescientos euros mensuales, consistía en lo mismo que Marjaryasana , pero solamente se pagaba el tratamiento y no las consultas o los seguimientos; Uttanasana , por trescientos sesenta euros, era Ustrasana más la ventaja de que se incluía un jugo del bar por cada día que llegaran o un plan semanal de jugos; Dandasana , por quinientos euros al mes incluía todo lo anterior y los tratamientos, y hasta cuatro masajes al mes; Baddha Konasana , por mil euros al mes, era el paquete más caro y el más omnipotente, pues incluía hasta plan alimenticio y servicio a domicilio dentro del área metropolitana. Si pagaban tres meses se les hacía el quince por ciento de descuento, si pagaban seis meses se les hacía el veinticinco por ciento de descuento, si pagaban el año entero se les hacía el cuarenta por ciento de descuento.
Ella decidió anotarse con Padangusthasana y comprometerse por un año. No había resultado mal, nada mal, pues iba entre dos y tres veces por semana. Los sábados le gustaba ir muy temprano en la mañana, a la clase de las seis, o a media tarde, a la clase de las tres; solían ser las horas de menor asistencia. Intentaba ir los martes y los jueves, aunque, a veces, terminaba yendo los miércoles a la salida del trabajo, que era cuando Irene estaba en el Gianicolo.
Ese día, porque la clase estaba a cargo de Ugo, el instructor que parecía vivir todo aquello con pacífica intensidad, hicieron una ronda de veinte minutos de meditación para esperar a que todos terminaran de llegar o de beberse los magníficos jugos con inigualables e insólitas propiedades curativas. La secuencia terminó una hora después, y, mientras todos intercambiaban sus namaste , como si con eso pudieran cambiar la verdadera esencia ruin del ser humano, ella enrolló su colchoneta y se apresuró a llegar a la barra de jugos para pedir uno de manzana verde, sandía y limón; no era muy afín a las interacciones que se daban allí cuando la clase se movía a los dominios en donde todo se trataba de contenido calórico, grasas, azúcares, paz, armonía y demás.
Con el bolso colgado del hombro derecho, la colchoneta bajo el brazo izquierdo y el vaso de jugo en la mano derecha, salió a la Via dei Serpenti. Se detuvo en Antico Forno, la panadería donde había trabajado Sophia alguna vez, y salió con saludos para la rubia y dos rebanadas de pane sciapo . Continuó calle abajo hasta la Via Cavour y caminó a lo largo de esta. En lugar de adentrarse en el 242, pasó de largo y entró a Elite por un racimo de pomodori ciliegini , un paquete de bocconcino di capra , una bolsa de spinaci freschi , un cartón de seis huevos extra grandes, una porción de tagliatelle all’uovo frescos, doscientos gramos de parmigiano , quinientos gramos de mozzarella, un manojo de espárragos, tres patatas, dos filetti di manzo, un litro de Carapelli y una barra de mantequilla simple.
Desayunó dos tostadas de sciapo con huevos revueltos con tomate, espinaca y queso de cabra. Eso y el vaso de Souroti la transportaron a Pireas y a los dos brunch del mes que le tocaban organizar y que departía con Rania, Eugenia, Korina y Marilena, todas aficionadas a las reñidas competencias que muchas veces habían terminado arruinando el césped del Glyfada; Korina era la mejor, pero Rania tenía los mejores palos. Ahora ya no tenía nada en común con ellas, ni el gusto por el golf ni un esposo en el congreso; ahora trabajaba como una lacaya más de la burocracia, por lo que no podía costearse uno de aquellos cruceros en los que solían irse juntas, y vivía en el último piso de una calle terciaria de Roma y no en una maisonette con piscina, jardín y vista tanto a la ciudad como al mar. No extrañaba el mar, no extrañaba el salitre y el vapor. Extrañaba el idioma; no sabía qué había sido más difícil, si el parto de Sophia o aprender griego. Se moriría sin saberlo.
La casa se escondía al final de un camino que separaba la Via de Bonacolsi con una especie de portón rojo que indicaba un “VIETATO L’INGRESSO AGLI ESTRANEI” . Era de dos pisos y llena de plantas. Irene se preguntó qué tendrían los progenitores de Alex, aparentemente distintos al extremo, por la abundante presencia de vegetación, especialmente de la que caía desde el techo o desde un segundo piso y de la que trepaba las paredes. Estacionados, había un Quattroporte S blu nobile y un Volvo S90 gris carbón. Alex se estacionó junto a las bicicletas.
No hubo anticipación alguna debido a que la puerta principal era toda de vidrio: Annabella Sciarra salió a recibirlas con Holmes y Watson en la retaguardia. El susto de Irene no tuvo que ver con la inclemencia de sus ojos, sino con la estatura; sobrepasaba los ciento ochenta centímetros. Tenía el cabello largo y ondulado, del color del chocolate semiamargo, un tanto más oscuro que el de su hija; los ojos profundamente marrones y decorados por unas pequeñas bolsas, las cejas arqueadas y ligeramente espesas; la nariz se hendía sutilmente por la mitad y era larga, mas no grande; los pómulos ligeramente pronunciados, los labios elegantes. En las mejillas se le formaban los mismos hoyuelos que a su hermana; la sonrisa era de clara intervención ortodoncista de hacía años, no era ni deslumbrantemente blanca ni íntegramente recta, pero era encantadora y sincera. Contrario a lo que Irene hubiera podido pensar (y no sabía por qué), a Annabella le fascinaban los sábados por las mañanas porque era la garantía de una convivencia con Alex, al menos hasta que ésta debía retirarse para convivir con Ottavio.
Cuando Annabella la abrazó como si la conociera desde siempre, Irene pudo aspirar esa mezcla que había conocido en Alex, aunque de otra manera: Annabella olía a lavanda con el primer cigarrillo del día; Alex todavía no fumaba. Le plantó dos besos, uno en cada mejilla, mientras le frotaba los antebrazos con las manos y le expresaba el gusto que sentía de por fin conocerla. Ella sabía más que Ottavio en cuanto a Irene: sabía lo del callejón en Venecia; sabía que su hija no sentía farfalle , sino más bien uccelli , porque eso era más grande y más violento que unas cosquillas; sabía del conflicto moral-social-emocional del que padecía la griega; sabía del método con el que su hija había comprobado si la cama de IKEA había sido armada correctamente; sabía de la apuesta; y sabía que todo eso podía terminar tan bien, pero también tan mal, que ella misma se encontraba ideando toda clase de planes, tácticas y estrategias para ser quien amortiguara el golpe.
Holmes y Watson la saludaron como saludaban a todo ser humano gigante, mordisqueándole los cordones de los zapatos y olfateándole los tobillos. Ella se agachó, recogió a uno de los microyorkies con la mano y lo alzó hasta ser testigo del par de ojos más manipuladores de nunca jamás. Alex alzó a Holmes, que se había quedado a la espera del mismo gesto, y, sin mayores rodeos, guio a Irene al interior de la casa junto a su mamá.
Era una casa demasiado grande para dos personas, tres por temporadas y/o cuatro de manera ocasional. Los espacios eran amplios y se notaban un tanto vacíos. Los pisos eran de madera, Irene no sabía de qué tipo (Sophia le habría dicho que de sapeli); había alfombras de mediano y gran tamaño que delimitaban las áreas para socializar sentado, una sala en la que se podía ver televisión y otra en la que no, que era en donde había un enorme afiche de Maria Grazia Cucinotta, en “Uranya” , y una estatuilla de una bailarina sobre la mesa de café, así como también una pequeña selección de libros y discos de acetato. El comedor cumplía más una función social que una práctica, pues era evidente que la familia no comía allí. La cocina estaba dividida en dos partes: una en la que se podía beber un café, que era la misma que daba una de las dos salidas hacia la terraza y en la que había otra sección de libros y una de fotografías, y la parte en la que se erigía la estufa con una pequeña isla alrededor. La paleta de colores era muy sobria y pulcra, muchos blancos y maderas claras y oscuras para mayor contraste, y tenía algunos acentos en flores amarillas (Sophia le habría dicho que eran caléndulas, y que eso ya no era amarillo, sino más bien naranja).
–¿Bellini? –sonrió Annabella–. ¿O eres más de Mimosa? –entrecerró la mirada para Irene.
–Los Bellini de mi mamá son de diez –le dijo Alex.
–Bellini, entonces –sonrió Irene un tanto sonrojada.
Annabella estuvo a punto de comenzar con su interrogatorio, pero Guido irrumpió en la cocina con un desmesurado grito sonriente con el cual saludaba a su hijastra. Alex se le arrojó en un abrazo que la hacía reír porque aquel hombre infinito la estrujaba hasta que ella se rindiera.
Se presentó con Irene con un firme apretón de manos y un guiño de ojo izquierdo que debía ofrecerle tanto su complicidad como su aprobación, aunque esta última en realidad salía sobrando. Tenía el cabello alocado y relativamente corto, marrón y con las mismas canas que plagaban su barba de los eternos siete días; los ojos turquesas, la nariz torcida, las cejas pobladas y algunas arrugas en la cara, tanto en las sienes como en la frente. Esa mañana vestía una camiseta blanca que decía, en letras rojas, “Money can buy happiness – Donate at theconvocationofhope.org” , la organización sin fines de lucro para la que ambos trabajaban. Saludó a Annabella con un beso en los labios.
–¿Café? –dijo al aire y escuchó un coro de dos yo –. ¿Quisieras un té caliente? –le preguntó a Irene.
–No, gracias –disintió.
–¿Te frío, limonada, jugo de naranja, de manzana o de pera?
–Limonada –interrumpió Alex–, yo quiero una limonada.
–¿Y tú? –rio Guido nasalmente, dirigiéndose nuevamente a Irene.
–También –sonrió la griega–. Gracias.
La mecánica del desayuno era simple: dentro del margen de lo posible, cada uno se servía lo que quería y se lo preparaba como quería. Los Sciarra-Battaglia, porque cada uno conservaba su apellido, se rebuscaban para hacer de las visitas sabatinas de Alex algo cómodo y llevadero, por lo que ese día, dentro de todo lo que podían haber escogido para ofrecer de comer, habían decidido que panini al gusto era la mejor opción, pues, no conociendo si la griega era alérgica a algún alimento en específico o si no gustaba de ciertos ingredientes, era así como se evitaban quedar mal con ella y con Alex. No era nada de otro mundo: Guido había salido muy temprano en bicicleta y había recogido el pan más fresco a un par de calles de allí; había comprado cornetti , ciabattine y media focaccia para que escogieran lo que quisieran. Había mantequilla, pesto, carnes frías, quesos, peperonata, rúcula y tomate, y se podían cocinar huevos si era necesario; había fruta: kiwi, fresas, melón, duraznos y cerezas; y había dos botellas de prosecco y suficiente puré de melocotón –de los que se cosechaban de los árboles de la entrada– como para que aquello fuera un verdadero festín.
El interrogatorio no fue nada parecido a la Inquisición Española que Irene había anticipado, pues ambos, tanto Guido como Annabella, fueron muy amables en no indagar en temas que ella encontraba incómodos; supuso que Alex los había advertido de alguna manera o los había puesto al corriente, especialmente sobre cualquier tipo de tema que girara en torno a su papá.
Hablaron sobre futbol, sobre cómo, a veces, era Guido quien acompañaba a Alex a descorazonarse por la Roma, que fue de donde salieron algunas anécdotas de poca relevancia; sobre el tenis, porque era el deporte predilecto de la griega, y sobre sus entrenamientos en el Gianicolo, sobre las raquetas, sobre los zapatos, sobre el golpeo, sobre los jugadores del momento; sobre la boda de su hermana, tema que surgió a partir del viaje que estaba a pocos días de emprender, y, por tanto, sobre su hermana y su cuñada; y hablaron sobre el inminente regreso de Alex a la universidad, esa maldita materia que repetiría con vergüenza, porque, ¿con qué cara se presenta uno a la clase más difícil de toda la carrera, sabiendo que la profesora, Bernadetta Ridolfi, conocía a Annabella y a Ottavio, y sabía lo estúpidas que habían sido las respuestas de Alex en el examen que la había llevado a la decisión de tomarse un tiempo para lo que en antiguo griego se conoce como get her shit together ? En ella nunca existió un miedo más grande que el de cursar de nuevo una materia y, ahora que estaba a pocos meses de hacerlo, el miedo era el mismo, pero elevado a quién sabe cuál potencia: ¿habría algo peor que cursarla una tercera vez? Reprobarla una tercera vez significaba que ya no podría estudiar Management e diritto d’impresa ni cualquier otra carrera que tuviera dicha materia en el plan de estudios. ¿Qué estudiaría entonces? ¿ Archivistica e biblioteconomia? ¿ Culture e Religioni ? ¿ Lettere clasiche ? ¿ Lettere moderni ? ¿ Sociologia ? ¡Qué horror! ¡No! ¡¿Qué tal si ni siquiera era lo suficientemente buena para la Tor Vergata y tenía que estudiar en la Roma Trè?! ¿Entonces, qué? ¿ Scienze della Comunicazione ? ¿ Servizio sociale e sociologia? Ya veía venir todas esas diarreas nerviosas. Literalmente. Alex no encontró más remedio para su ansiedad que tragarse cuatro copas de Bellini.
Del tema anterior se derivó a Irene y a sus estudios universitarios, al entendimiento de que estudiaba Química, Farmacia y Tecnología Farmacéutica, pero que no era la primera carrera en su repertorio académico. Irene se sintió un tanto incómoda, mas, al ver que ninguno de los dos parecía juzgar sus decisiones, habló sobre sus tiempos de Economía en la Kapodistríaca, sobre el brusco cambio hacia las ciencias naturales y sobre sus intenciones de migrar a Medicina. Annabella aprobó de sobremanera, no por sus aspiraciones a convertirse en alguna versión mejorada de Doogie Howser –o de Dr. House en todo caso–, sino porque era la primera que se mostraba humanamente aterrizada: no quería ser modelo, no quería ser la protagonista de todas las obras del Balletto Nazionale y tampoco quería ganarse un premio de la Academia, un Grammy, un Nobel, un Grand Slam; y estaba en contacto con sus propias emociones, pues, de lo contrario, no tendría el conflicto que tenía.
Alex tenía razón, los Bellini de su mamá eran de diez.
Alrededor de las once, hora a la que ya los temas de conversación y las dos botellas de prosecco parecían estarse acabando, Guido se disculpó, expresando lo contento que estaba de conocer a Irene, y, habiéndose despedido de las tres, se marchó. Tenía que recoger a su hermana en el Fiumicino.
Annabella le pidió de favor a Alex que sacara a los detectives al jardín. Irene tomó su plato entre las manos y tuvo la intención de llevarlo, al menos, hasta la encimera junto al lavabo; aunque apreció el gesto, porque era algo que las parejas de Alex no hacían, Annabella le indicó, batiendo sus dedos de uñas rojo Ferrari Testarossa e interrumpiendo la ignición del segundo cigarrillo del día, que no era necesario.
Las bestias salieron como si nunca hubieran experimentado el césped. Olfatearon, corrieron, marcaron territorio, marcaron el territorio que el otro recién marcaba, y, con mucho esfuerzo, expulsaron un par de minúsculas canicas. Alex se carcajeó y, al mismo tiempo, odió la idea de tener que recoger aquellas bolitas calientes de Nesquik.
–Mucha raza superior y lo que digan los darwinistas… –se quejó Alex–. Pero ¿cómo es posible que soy la esclava de un par de perritos? Heme aquí, recogiéndoles la mierda –disintió lentamente, aguantándose las arcadas al sentir las esferas tibias a través de la bolsa–. Te enamoran cuando son cachorros, con sus caminados torpes y sus ojitos de desamparo, pero estos se quedan pequeños… lo que significa que son una especie de eterno cachorro.
–Suena a que estás condenada a ser su esclava hasta que cesen de existir –rio Irene, observando la pequeña porción de jardín y el enorme árbol que se alzaba en el extremo opuesto.
–Solo los sábados o los días que vengo –comentó Alex–. El resto del tiempo, l‘Annabella se encarga.
Irene rio nasalmente, le parecía un tanto raro que Alex llamara a su mamá por su nombre y no por algún apelativo de parentesco o de cariño, le parecía raro que Annabella no protestara. No se imaginaba a sí misma, llamando a su progenitora Camilla o Allegra, tampoco se imaginaba a Sophia haciendo cosa semejante; su más grande osadía permanecería en el tuteo.
–Creí que tu abuela vivía con tu mamá –dijo la griega luego de algunos segundos de silencio.
–Sí, pero ahora está en Catania, visitando a su hermano –sonrió, anudando la bolsa en la que existía la evidencia de la buena alimentación de los detectives.
–Catania –sopesó Irene–. ¿Se entienden?
–Mi abuela es de allá –se encogió entre hombros–. Es bilingüe: habla sardo e italiano.
–¿Y tú?
–El griego me sale como a patadas –rio–. Hablo mejor griego que sardo.
–No sabes una mierda –se burló.
–Dímelo otra vez y veremos si es cierto –sonrió pícaramente mientras caminaba hacia ella. Irene sostuvo su mirada hasta que la cercanía fue tal que la intensidad la obligó a desertar–. Anda, dímelo de nuevo –le dijo, los labios rozándole la nariz.
–No sabes una mierda de griego –susurró sonrojada y con una sonrisa juguetona.
–Veamos si es cierto –se alejó y, dejándola a la espera de un asalto como aquel ya tan afamado de Venecia, entró nuevamente en la cocina.
–¿A qué hora vas a ver a tu papá? –le preguntó Annabella en cuanto entró.
Alex se miró la muñeca derecha, algo inútil, pues el reloj estaba tan muerto como el día anterior. Se preguntó por qué se lo había puesto. Escaneó el espacio con la mirada y sintió una efímera sensación de terror.
–¿Y la puta gallina? –se aclaró Alex la garganta para no sonar tan alarmada y caminó hacia el lavabo para enjuagarse las manos.
–Dejó de servir hace mucho –resopló Annabella–. Y, en todo caso, era un puto gallo –le dijo con esa mirada de ligera reprobación por su manera de expresarse, pero su hija ya estaba grande y ya no tenía ganas de pelear con ella por algo tan estúpido como una profanidad más bien potenciadora de emociones–. ¿Para qué iba a conservarlo si ya no servía?
–Esto es peor que cuando me enteré de que San Nicolás era tu cartera –se lamentó dramáticamente.
–La próxima vez que vayas a Portugal me compras otro reloj –repuso despreocupada–. Tal vez esta vez puedas ir con alguien que no sea tu papá –sonrió, desviando su mirada hacia Irene, quien, ajena a la conversación y a lo que implicaba Annabella en ese momento, se limpiaba los zapatos en la alfombra de la terraza para poder entrar a la casa–. ¿Para qué quieres la hora? Te pregunté a qué hora lo ibas a ver.
–Quiero saber cuánto tiempo tengo –se encogió entre hombros y caminó hacia el contenedor de basura para depositar la bolsa triplemente anudada.
–Son casi las doce –le dijo luego de haber visto las agujas que sí corrían sobre su muñeca izquierda.
–Calculo cuarenta minutos o una hora, depende del tráfico –murmuró Alex–. Con que salga a las tres está bien.
–¿Y ya tienen todo listo o tienen que regresar? –dijo, reconociendo la presencia de Irene en la cocina.
–No, salimos de aquí –sonrió, mirando por la esquina de su ojo izquierdo cómo la griega adquiría las indeseables facultades de un ornamento–. ¿Tú tienes que salir?
–Sí, pero pueden quedarse. Sería bueno que durmieras un poco. –Alex la miró como si no entendiera–. Mis Bellini son de diez –sonrió.
Alex rio nasalmente y se acercó a Annabella para despedirse de ella. Mientras la abrazaba le acordó con cuánto amor le había obsequiado aquel reloj del Gallo de Barcelos que ahora perecía en algún basurero citadino; la madre le plantó un beso en la sien y le dijo que nadie, ni siquiera ella misma, le creía sus arrebatos de dramatismo. Dejó que Irene y Annabella se despidieran con la misma dupla de besos y el frotamiento de antebrazos de hacía rato, le dijo que les diera sus saludos a Marita y a Argelia, las amigas con las que sabía que había concertado cita.
Todo pasó tan rápido que Irene no se enteró de nada: Alex la tiraba de la mano y la guiaba escaleras arriba. Fallidamente, intentó recordar si la había tomado de la mano frente a la mujer a la que claramente no se le perdía ningún matiz de nada en nada.
–Mi mamá tiene razón –le dijo mientras pasaban a un lado de una segunda sala de estar, esta específicamente destinada a todo el entretenimiento que podía proveer una gigantesca pantalla plana y a toda la comodidad que se podía encontrar en un enorme sofá–. A medias, pero la tiene –continuó diciendo, omitiendo la curiosidad con la que Irene escrutaba sus alrededores.
–Santoro, no tengo idea de qué estás hablando –rio nasalmente Irene–. Me gusta la casa de tu mamá. La de tu papá también. Tienen gustos muy diferentes.
–Me gusta más la de mi papá –se encogió entre hombros y se detuvo frente a una de las puertas del pasillo–. Pero en la de mi papá me toca dormir en la habitación de huéspedes y aquí tengo la mía –dijo y tiró de la manija.
El dormitorio, de no haber sido por el piso de madera, tenía todo para ser algo sacado de un sanatorio mental. Era todo tan prístino, tan estérilmente blanco y vacío, que daba miedo entrar. No había cuadros, fotografías, nada que decorara las paredes, nada que se saliera de lugar, todo demasiado propio de alguien con trastorno obsesivo-compulsivo por el orden y la limpieza.
Alex cerró la puerta tras ella, bajó las persianas, se sentó en la cama, se sacó los zapatos y, mientras programaba una alarma para las dos de la tarde, se dejó caer sobre su espalda.
–¿No me vas a invitar? –le preguntó Irene, cruzándose de brazos y mirándola desde arriba.
–Para mi cama nunca has necesitado invitación, Nene –sonrió, dejando caer el teléfono a un lado y volviendo a erguirse para tomarla por la cadera.
–Tú mamá todavía no se ha ido –se excusó.
–¿Ves eso? –dirigió su mirada a la puerta. Irene asintió–. Está cerrada. Y las puertas cerradas, tanto en casa de mi mamá como en casa de mi papá, son sagradas –le dijo, devolviéndose hacia su cadera, específicamente hacia el borde de la blusa blanca.
–¿Por qué dices que tu mamá tiene la razón a medias? –susurró, viendo cómo sus manos se escabullían bajo la blusa para alcanzar el botón del short.
–Los Bellini dan sueño, uno muy rico, en mi opinión –sonrió, liberando el botón del ojal–. Y, sí, probablemente sí voy a dormir, sí vamos a dormir, pero primero tengo que enseñarte que sí sé cosas.
–No, Alex –rio, sacudiéndose en un escalofrío casi doloroso–. Yo sé que sí sabes cosas.
– Kósmos pólei mén heuandría, sómati dé kállos, psyxéi dé sofía, prágmati dé hapeté … –murmuró a medida sus dedos bordeaban su cadera hasta que, obligada a ponerse de pie, lograron escurrirse entre la tela azul marino y su piel–, lógoi dé halethéia: tá dé henantía toúton hakosmía .
–Se te escucha tan bonito, tan, pero tan bonito, Alex –susurró entre el jugueteo que la italiana le hacían con la nariz por la mejilla–. Pero no sé por qué mierda me recitas el Encomio de Helena –rio nasalmente–. Eso no es hablar griego, eso es sabértelo de memoria.
–Para Mr. Zervoulis fue suficiente –sonrió y le plantó un pequeño y ligero beso en la comisura izquierda al mismo tiempo que apretujaba su trasero con las manos.
–Cada día me convenzo más de que Mr. Zervoulis no servía para nada.
El susurro de Irene culminó en un beso de esos característicamente lentos, mortalmente pausados y pacientes que permitían un juego de manos por debajo de la ropa que, si bien no era igual, era al menos similar.
Alex envidió el hecho de que Irene pudiera portar uno de esos reggiseni que eran más un ornamento que un verdadero sostén: sin varillas ni copas gruesas ni cierres o broches de algún tipo, todo in pizzo , tan cómodo como ligero; pero la envidia se le terminaba en cuanto recordaba que eso era posible debido al precario 2A que describía su busto, y la envidia se transformaba en nosabíaqué , pues el tipo de escote del que podía abusar una talla 2A no era el mismo del que podía abusar ella con su 2D. Eso le provocaba cierta dosis de alivio.
Sabato EDT (GMT-4)
La angustia alcanzó un punto en el que ni mente ni cuerpo pudieron soportarlo. Abrió los ojos de golpe con una sensación de presagio, de mal augurio. Le dolió el pecho. Se giró sobre la espalda, como si eso fuera alguna de las medidas de primeros auxilios. Creyó que estaba teniendo un infarto, literal, y en ese momento se odió no por saber que los síntomas de un infarto al miocardio se manifestaban distinto en hombres y mujeres, sino porque, a pesar de saber que había una diferencia, no sabía en qué consistía ésta. ¿Dolería el brazo izquierdo? ¿Qué tal si en las mujeres dolía el derecho? ¿Qué tal si el dolor no se manifestaba en el pecho, sino en el culo? ¿Qué tal qué…? El dolor se desplazó rápidamente hacia abajo y, en cuanto salivó, supo que era inminente, inevitable, que solo quedaba aceptar su destino.
Sintió cómo el estómago le hirvió a borbotones, incluso llegó a ver cómo su abdomen sufrió de los tremores que se manifestaron, a nivel físico, de la misma manera en la que, en las películas, todo temblaba con los pasos de los monstruos gigantescos. Apretó la mandíbula lo más fuerte que pudo y se giró sobre su costado para encarar la pared. Quiso pararse y correr hacia el baño, pero las piernas simplemente no le respondieron.
Momentáneamente parapléjica, incapacitada por los dieciocho mil metros a los que estúpidamente se había sometido hacía pocas horas, supo que no llegaría al retrete a tiempo. Ni en sueños. Lo sintió subir por el esófago. El momento crucial había llegado: la alfombra o sus propias entrañas, todo o nada. Apretó más la mandíbula y, justo cuando le incineró la úvula, cerró los ojos y se lo tragó con más arcadas que las que la misma angustia le habían provocado.
Como pudo, o porque su cuerpo era muy maldito con ella y le hacía saber su resentimiento de las maneras más malditamente posibles, se puso de pie y caminó hacia el baño. Se agachó junto al retrete, esperando a que ese visceral rechazo saliera como debiera de salir. Y allí, echada sobre el trono, intentando no vomitar a pesar de que sabía que era lo que debía ocurrir, confesó el profundo odio que sentía en cuanto a todas y a cada una de las manifestaciones de Franco en sus sueños. Lo único que sacó fue un berrido, un gruñido, y algunas lágrimas de las que se encargó de borrar cuanto rastro hubieron dejado.
Aunque era odio lo que sentía, y frustración de no poder exorcizarse de todas las emociones ponzoñosas que el caer dormida le generaban, se sintió aliviada, como siempre, de saber: primero, que el cabrón no la había tocado en el plano de la realidad, porque los muertos, como cadáveres o como cenizas, no hacían ese tipo de cosas; segundo, que el cabrón de esa noche no había sido tan más cabrón que el de las noches anteriores; y, tercero, que la única ultrajada había sido ella.
Se dejó caer contra una de las esquinas. En algún lugar había leído que las esquinas eran el abrazo de las personas solitarias, que el contacto en la espalda era, aunque una deficiente simulación del estímulo del Sistema Nervioso Simpático, una simulación al fin. No sabía si lo hacía por eso o porque, en realidad, lo frío de las paredes contrarrestaba el calor en su espalda. Dejó que el tiempo pasara, que la respiración volviera a su estado natural, que la cabeza dejara de darle vueltas, que su mente dejara de reincidir en los fabulosos y sensacionales hechos que se había inventado su subconsciente para entretenerse, que sus glándulas sudoríparas encontraran consuelo en la termorregulación.
Cuando sintió frío, supo que todo había pasado, que, al menos, la parte fisiológica le ofrecía una tregua a la mental. Se puso de pie con las onomatopeyas propias de los achaques de la vetustez –que la espalda, que las piernas, que las caderas–, y se miró al espejo: se veía cansada, como si las escasas horas de sueño no habían hecho nada sino golpearla, literalmente, hasta sacarle un aborrecible par de ojeras. Por fin, y esto no lo pensaba con alivio, sino más bien con la satisfacción de saber que por fin se había concretado el pronóstico que tenía toda la semana de estar esperando.
Comenzó a cerrar la puerta con el cuidado de no despertar a una Sophia que había perdido toda consciencia de sí cuando ya no había podido batallar más contra todos los tipos, marcas y porcentajes de alcohol que se había tragado a lo largo del día. Lo último que le dijo fue algo sobre bienes digitales, y se lo había dicho en griego, así que, desde su perspectiva, era como si no hubiera dicho nada.
La miró por el resquicio, entregada completamente a la cama, a la almohada y a la cobija, absolutamente ajena a ella y al resto del mundo. Terminó de cerrar la puerta; lo hizo con tanta delicadeza que ni sus temblorosos dedos pudieron creerlo. Empuñó las manos lo más fuerte que pudo, hasta que sintió las uñas clavársele en las palmas, hasta que se le entumecieron. Se miró nuevamente al espejo. Confió en que la palidez del rostro se le esfumara con la ducha que estaba por tomar. Se arrancó la ropa, odiando las únicas marcas físicas y reales de sus descontentos con Morfeo.
Sin música, porque no iba a tragarse el vómito dos veces por llevarse consigo el teléfono –ya con una había sido demasiado–, abrió la llave del agua fría y se metió sin titubeos. Le dolió. Y desde allí, con dos puertas de por medio, se sintió como una traidora. No, no como una traidora, como una cobarde. Sí, como una cobarde, una cobarde íntegra y perfecta, y como una excelente mentirosa, porque, en el pasado, había recurrido a esas prácticas como un ritual de purificación, como una estrategia para dejar la pesadilla en el pasado. Y ahora, por el contrario, recurría a la ducha para borrar sus estragos nocturnos y que fueran imperceptibles para los ojos celestes. No quería que Sophia supiera, no quería que se diera cuenta. No quería preguntas, no quería respuestas, no quería conversaciones al respecto. Ya diría algo cuando se volviera insoportable, cuando ya no tuviera la certeza de que la presencia de Franco era producto de la represión del estrés y la ansiedad.
A esas alturas ya no recordaba mucho de lo ocurrido. Eso era lo bueno de los sueños, que se olvidaban poco tiempo después de haber sido soñados, pero las pesadillas, contrarias a los sueños comunes y corrientes, se valían de los traumatismos para golpear más fuerte y por más tiempo, y eso, aunado al hecho de que la secuencia se había repetido con pocas desviaciones a lo largo de la semana, presentaba mayor dificultad para ser echado al olvido.
Recordaba que era de noche, muy tarde, a una de esas horas en las que Roma alcanzaba el estatus de pueblo fantasma . Recordaba que había estado en una cena de alguien importantemente controversial, nunca recordaba de dónde venía ni hacia dónde iba, pero recordaba que las copas se le habían subido, y que era por eso por lo que se creía con la licencia de cantar, o más bien gritar, “Più Bella Cosa” por toda Piazza Spagna. Recordaba que Sophia intentaba callarla entre risas, pero que también, pasada de copas, aunque no tanto como ella, la acompañaba en el coro. Recordaba llegar a la Fontana della Barcaccia, recordaba el comentario que hacía siempre: “Questa è la fontana del film!”, a lo que Sophia replicaba: “Quale film?” . Recordaba mirarla siempre con una sonrisa estúpida, recordaba que su respuesta era siempre la misma: “Il codice da Vinci!” , se quitaba los stilettos, los arrojaba junto con el bolso a un costado de la fuente, y se metía en ella. Recordaba que Sophia, muerta de risa, le decía que ni era esa la película ni era esa la fuente y que, por el coño de Atenea, se saliera de esa agua tan sucia. Recordaba mirarla, recordaba sonreírle, recordaba salpicarla con el agua fría de la fuente. Recordaba acercarse al borde y alzarle los brazos, suplicándole que la ayudara a salir. Recordaba no saber cómo Sophia podía caer en una de las bromas más antiguas y gastadas de la humanidad, recordaba haberla metido consigo a la fuente, recordaba el respingo debido al agua fría y sucia, recordaba la carcajada, recordaba el desaforado beso etílico. Recordaba el grito que salía del sexto piso del edificio de la esquina de la plaza y Via dei Condotti, recordaba que el tiempo se encogía y que el altísimo hombre las separaba para sacarla solo a ella. Recordaba ser arrastrada hasta una oficina destruida por la humedad y la ambición, por la avaricia de los billetes que conformaban el escritorio. Recordaba, así como recordaba en vida haberle confesado sus deseos de estudiar en la Sapienza, haberle confesado que la rubia de la fuente iba a ser su esposa. Recordaba la manija. Recordaba la sensación, el olor, el calor, el dolor. Recordaba que Franco repetía el movimiento. No recordaba cuántas veces lo hacía, porque lo hacía hasta que el dolor le provocaba las náuseas con las que despertaba.
Salió de la ducha sin saber cuánto tiempo había transcurrido, cuánto tiempo había estado bajo la cascada de agua fría. Se secó sin ganas, casi con asco; se peinó sin ganas, por obligación; se humectó sin ganas, como prevención de un futuro reseco e irritable; se lavó los dientes sin ganas, como por costumbre; se anudó unas cuantas trenzas frontales en un moño de media altura, hecho sin ganas; salió del baño, con cuidado de no atentar contra el descanso de la rubia; se metió al armario y se vistió sin pensar en nada, ni en los textiles, ni en los colores; regresó al baño para tender la toalla, porque siempre tendría miedo de que se les impregnara la pestilencia de lo húmedo; tomó su teléfono y salió de la habitación.
Empezaba a amanecer. No había dormido nada, ni siquiera las cuatro horas que con tanto fervor intentaba dormir. El Carajito se le acercó como quien se pregunta lo mismo que se preguntaba ella en ese momento: ¿qué carajo hago despiertwof un sábado a estas horas? Lo tomó entre las manos y lo llevó al cuarto del piano. Vio el Steinway y pudo sentir cómo su estómago se retorcía ante la simple idea de presionar una tecla. Se sentó en el sofá; sin darse cuenta, había llevado al perro consigo. Lo bajó. El animal chilló y le rascó el zapato. Reflexionó sobre si lo humano era ir al suelo con él, sobre si lo humano era traerlo al sofá con ella. Se sentó en el suelo y dejó que Darth Vader se le colara por encima de las piernas entrecruzadas. Le rascó el lomo y la cabeza hasta que se quedó dormido. Apenas eran las seis y media de la mañana.
Las rodillas estuvieron a punto de ceder cuando se puso de pie, creyó que iba a caer sobre ellas y que de allí nunca se levantaría, pero su miedo de aplastar al Carajito la auxilió. Suspiró una profanidad mayor, una blasfemia y se masajeó brevemente los bíceps femorales y los gemelos. Hizo como si nada hubiera pasado, como si nada le doliera, y caminó hacia la cocina, específicamente al refrigerador, para darse cuenta una vez más de que, si no surtía la despensa, la comida no se materializaba. Extrañó aquellos dorados tiempos en los que no debía mover un dedo, ni siquiera para abrir una aplicación, para poder tener los ingredientes necesarios para alguna comida que le reconfortara el alma; pero eso habría significado tener doce años de nuevo. «Inaccettabile» .
Lo hizo a la antigua, con papel y uno de esos bolígrafos que pintaban únicamente cuando querían. Se paseó por aquí y por allá, entre la alacena, el refrigerador y el cuarto de lavandería, y fue anotando todo lo que se le ocurrió: anotó lo que quería, lo que se le antojaba, lo que necesitaba y lo que no. Arrancó la hoja y se aseguró de entender su propia caligrafía mientras pensaba que en el mito de que los arquitectos tenían un trazo inmaculado; se lo pasaba por sus metatestículos y tachaba de payaso, de pendejo pretencioso, a todo aquel que lo hiciera en algo que no fuera un plano, una propuesta o algo relacionado con la profesión. Escribió una nota en letras más legibles que las de la lista del supermercado y, con sigilo, la dejó en la mesa de noche a la que encaraba la rubia. Pensó en darle un beso en la frente, pero no quiso arriesgarse a despertarla, mucho menos a que le preguntara a dónde iba. Pensó en llevarse al Carajito, pero no quiso arriesgarse a que se cansara y a que decidiera no caminar más.
Abusó de una de las listas de reproducción de Natasha, una que tenía un nombre muy empalagoso para especificar que la selección servía para ponerse de buen humor. “Whip It” , DEVO; “Maneater” , Daryl Hall & John Oates; “(I Just) Died In Your Arms” , Cutting Crew; “Da Ya Think I’m Sexy” , Rod Stewart; “Hold The Line” , Toto; “You Make My Dreams” , Daryl Hall & John Oates; “Call Me” , Blondie; “People Get Up And Drive Your Funky Soul” , James Brown. Nunca dudaría de Natasha y de los mil y un propósitos que servían sus listas de reproducción; se había puesto de buen humor.
Compró lácteos varios, huevos, dos pechugas de pollo, un paquete de quinoa, tomates, albahaca, una bolsa de lechugas, verduras varias, una lata de leche condensada, una selección de frutos del bosque y otras frutas, un brioche, dos libras de café en grano, un kilo de basmati, cinco kilos de harina, dos de harina integral, dos kilos de azúcar, medio kilo de eglefino, una bolsa de papas fritas congeladas, un paquete de diez tortillas de harina de trigo, un kilo de entraña, una lata de limonada rosada y dos de half & half , tres litros de jugo de naranja (con pulpa) recién exprimido, un recipiente de yogurt de cabra, y un paquete de goma de mascar.
Regresó en taxi, recortando así el tiempo de recorrido en un sesenta por ciento. Eran cuarto a las ocho cuando Józef acudió a ella para ayudarle con las bolsas. Emma le ofreció los veinte dólares de siempre y él, como siempre, aunque se rehusó en un principio, clamando que aquello era parte de su descripción laboral, terminó aceptándolos.
Sophia seguía dormida, no se había movido nada. Se deshizo de la nota que le dejaba saber que solamente había ido al supermercado y le dejó una en la que básicamente le imploraba que se tragara las dos tabletas verdes y el vaso con agua en caso de que se despertara con las peores consecuencias de la alcoholización. Se cambió a algo más cómodo, a algo que le constriñera menos los músculos para que, en caso de calambre –que no tardaban en llegar–, pudiera atenderse con facilidad; nada que una bata y un par de pantuflas no pudiera hacer. Abrió las puertas que conectaban la terraza con la sala social para ventilar un poco y para que el Carajito pudiera salir a la otra parcela de césped a hacer sus necesidades. Se sintió como en una chick flick neoyorquina cuando, desembolsando las compras, rompió a cantar y casi a bailar “Best of My Love” , de The Emotions. Corroboró que Natasha nunca se equivocaba: allí nada había pasado.
CEST (UTC+2)
Si había algo que Alex repudiara con toda su alma eran los tonos de las alarmas, porque, además de arrancarla de un mundo donde siempre todo era más que perfecto, siempre la asustaban. Era como despertarla a gritos y bofetadas. Estaba segura de que, de haber tenido un hermano mayor, sería esa la historia de su vida. Estaba segura de que, de haber tenido un hermano mayor, habría sido él quien portara su respectiva versión de Alex y ella habría terminado con algún nombre de esos poco sensuales, uno de esos que la predestinaban a ser toda una abuela intemporal: Tiziana , Consolata , Concetta .
–Por favor, haz que pare –rezongó Irene–. Por favor… –bostezó.
Con un quejido de por medio, y lamentándose por dejar ir el seno izquierdo de la griega, se volcó momentáneamente sobre su espalda para alcanzar el teléfono. Se aseguró de que la estaba apagando, porque no había nada peor que posponerla y sufrir la alarma dos veces en menos de diez minutos.
–Gracias –dibujó una media sonrisa.
Cuando sintió cómo su mano reptaba por su cintura, la tomó hasta colocarla en donde había estado durante esa siesta tan reparadora.
Alex pensó en cómo, en un futuro ojalá no muy lejano, podría llegar a tolerar una alarma, cualquiera que esta fuera, si despertaba aferrada al seno izquierdo de Irene, si despertaba con la nariz y los labios pegados a su nuca. Además, pensó cómo, en un futuro ojalá no muy lejano, antepondría esos momentos de haraganería con Irene a departir con los estirados papás de Caterina, a ir a algún club nocturno en donde lo único que había que hacer era emborracharse para poder soportar la música, a cenar con sus amigas y escucharlas hablar sobre cómo sus novios franceses eran lo mejor de este mundo.
–¿Dormiste bien? –murmuró, rozándole el hombro con la nariz.
–Demasiado –asintió la griega–. Voy a atribuirle un treinta por ciento a los Bellini de tu mamá, porque son de diez, y un setenta por ciento a esos tres orgasmos.
–¿Tres? –se alzó por sobre su hombro para intentar mirarla a los ojos–. ¿No fueron solo dos? –la sonrisa fue inevitable.
–Fueron tres –le dijo y se volcó sobre su espalda–. El último fue corto, pequeño, pero fue –sonrió, llevando su mano hacia su mejilla para ahuecarla.
–Qué agradable sorpresa –rio nasalmente.
–Se nota –asintió, porque su ego inflado era algo que no podía obviarse–. ¿Tú dormiste bien?
–Demasiado –le dijo Alex en el mismo tono en el que ella se lo había dicho hacía unos momentos–. Voy a atribuirle un veinte por ciento a los Bellini de mi mamá, un diez por ciento a que siempre tengo sueño y un setenta por ciento a los dos orgasmos que me diste –sonrió.
–Te dije que aprendía rápido –le sacó la lengua.
Alex intentó atrapársela con los dientes, pero, al no lograrlo, se rindió entre una risa. Irene la miró como sabía que no había visto a nadie nunca, ni siquiera a la infame Clarissa, y, si no hubiera sido porque Alex decidió besarla en ese momento, habría establecido la analogía entre esa relación y la que sostenían su hermana y su cuñada y habría enloquecido.
–¿Puedo ducharme antes de que nos vayamos? –preguntó sonrojada, pues sabía que eso constituía, al menos en su manual de educación y cortesía, un abuso de confianza.
–¿No te gusta oler a mí? –dibujó Alex un puchero.
–No es eso –le dio un beso corto en los labios–. Es solo que no creo que sea un olor que tu papá deba conocer.
–Buen punto –concedió y se sentó rápidamente sobre la cama.
Irene vio su espalda, la manera en la que la pereza no la dejaba ponerse de pie de inmediato, la manera en la que aflojaba la nuca mientras se aferraba al borde del colchón con fuerzas, y le resultó imposible no ir a ella. Le pasó los brazos por los hombros hasta envolverle el torso y le plantó un par de besos en la mejilla derecha.
Alex giró el rostro y la llamó a lo que sería un último beso, a un último beso antes de dejar la cama, y, cuando se puso de pie y se preparó para dar el primer paso, sintió cómo un golpe más sonoro que doloroso le aterrizaba en el glúteo derecho. La miró por sobre su hombro y le lanzó una mirada sulfúricamente desafiante, pues quien había dado las nalgadas en sus relaciones anteriores había sido ella, pero eso que tenía con Irene no era una relación, al menos no en el sentido estricto de las definiciones de diccionario.
Irene le sonrió inocentemente desde abajo y, mientras se sentaba, la tomó por la cadera para que no fuera a ningún lado, pero Alex no se iría nunca, no hasta que ella se lo pidiera, y le dio un mordisco y un beso en el mismo glúteo con el que había practicado un top spin ; ella no necesitaba ir al Gianicolo a golpear pelotas. La giró sobre sí y la encaró con la misma sonrisa de hacía unos segundos, Alex entrecerró la mirada y terminó por sonreírle en respuesta. Le plantó un beso por aquí y por acá en el abdomen. Le acarició el triángulo de vellos con las uñas.
–No –le pescó la muñeca de un tajo–. Si te saco un grito, en la noche no podré sacarte otro, y, francamente, quisiera sacártelo con tiempo y antes de dormir –le dijo con un deje de autoridad en la voz.
–Qué difícil –suspiró Irene.
–¿Tú crees que a mí me gusta, Nene? –le ofreció ambas manos para ayudarla a levantarse.
–Sé que te gusta –rio, posando ambas manos en las suyas y siendo halada hacia arriba–. ¿Te duchas también?
–¿Quieres?
EDT (GMT-4)
Había cedido por completo, se había rendido ante la selección musical. Se explotaba los tímpanos con tanto ritmo que era imposible no permitirse aunque fuera un movimiento de cabeza u hombros, un chasquido de dedos o lo que fuera; bailaba, no como Sophia solía montar sus propios recitales, los espectáculos en los que una espátula o una batidora, incluso el sartén, eran potenciales micrófonos. Ella no cantaba, pero sí tarareaba, porque no había nada más desafinado que cantar con audífonos puestos. Y el baile, por su propia estipulación de nunca bailar a menos de que tuviera alcohol en el sistema, lo justificaba con las mimosas que se preparaba cada que la copa mágicamente se vaciaba.
Se entretenía con “Square Biz” mientras llevaba a cabo la tarea de mezclar doscientos cincuenta gramos de avena, trescientos cincuenta gramos de harina integral, ciento veinticinco gramos de arándanos azules, media taza de yogurt de cabra, un banano y una cucharadita de canela. Estaba lista para usar los moldes de huella y hueso, sí señor, porque, aunque el Carajito tuviera una vastedad de premios todavía sin consumir, ella tenía que usar los moldes que había adquirido en uno de esos arrebatos de compulsión compartida por Williams Sonoma. El perro la miraba consternado, mas tampoco le preocupaba lo suficiente, por lo que ocupaba su tiempo en hacer que el tiki naranja chillara.
Extendió la masa sobre la encimera y la aplanó con el rodillo. Ojalá Sophia hubiera visto la facilidad con la que lo había hecho; supuso que le lanzaría una mirada de aprobación, que estaría orgullosa, pero la rubia, hasta donde ella sabía, seguía desmayada. Colocó los cuarenta y dos huesos y las treinta y nueve huellas en dos latas que terminaron en el horno y marcó media hora en el cronómetro. Limpiaba su desorden, escuchando “A Night To Remember” , cuando, de repente, el Carajito abandonó el juguete de caucho e hizo lo más parecido a correr en dirección al pasillo.
Miró la hora: las nueve con catorce. Todavía era temprano, al menos lo suficientemente temprano como para que Sophia hubiera revivido, pero, al ver que el cuadrúpedo se perdía en el corredor, se arrancó los audífonos. Escuchó que el agua de la ducha corría. Sonrió: el entremetimiento del can era útil. Terminó de limpiar.
Entre la dupla mortal de “I’m Every Woman” y “Ain’t Nobody” (la original, carajo, porque la de Felix Jaehn todavía no salía y no iba a ser ni buena ni iba a tener potencial afrodisíaco), cortó seis rebanadas del brioche, de aproximadamente media pulgada cada una, y les quitó las orillas; batió tres huevos en un recipiente de pie , les agregó una pizca de sal, una cucharadita de azúcar, un cuarto de cucharadita de canela, un octavo de cucharadita de nuez moscada, una cucharadita de extracto de vainilla y un tercio de taza de crema porque la decadencia era mucha; vació la lata de leche condensada en el dispensador correspondiente; precalentó la plancha a fuego lento y se dispuso a esperar, mimosa en mano, hasta que la rubia emergiera. Colocó “Ain’t Nobody” en repeat .
– “Guess who had the best sex ever… like ever, since the beginnings of time” –leyó Emma rápidamente en cuanto la notificación disminuyó el volumen de la canción–. “I’m so fucking full of myself!”
– “With yourself?” –rio Emma–. “I guess Phillip and I need to have a serious conversation” .
– “Don’t be mean” .
– “How was it?” .
– “The guy’s a motherfucking beast” – face with tears of joy Emoji –. “Simply outstanding technique”.
– “Don’t really know if I want to know about his technique” – thinking face Emoji –. “That being said, I’m really happy for you” .
– “Thank you, Darling” – smiling face Emoji –. “How are you this fine morning?”.
– “As well as I can be”. “Didn’t sleep much. Burnt my legs running half a marathon yesterday evening. Brought back to life by your Woman’s Moody Day Pick-Me-Ups playlist ”.
– “Such a masterpiece, I know” – winking face Emoji –. “Something on your mind?” .
– “She said she’ll buy it, but didn’t really mean to keep it for herself” .
– “Oh?”
– “She said she’ll buy it, but only until I want it back or until someone better comes along the way” .
– “But you did tell her that you never wanted it for yourself, right?” .
– “Of course I did, but that doesn’t really change the fact that she doesn’t want it, at least not 100%” – expressionless face Emoji –. “It’s somewhere between a favor she’s doing me and something she’ll most definitely benefit from” .
– “So, basically she’s, what? Leasing that twenty-four plus one?”.
– “Sure, that’s one way to look at it” .
– “That’s a bunch of bs, ‘cause you’ll never ask to have it back and she’ll never return it” .
– “I don’t know, I guess that’s the way a drunken brain works… whatever rationalization she made throughout the day, whatever she concluded, that’s completely beside me” .
– “Ok, but the important thing is that she will take it”.
– “Sure” . “Thing is, I sort of have to push her in order to have her speak her mind, like, freely, unapologetically, you know?” .
– “No, you know that’s not true” – unamused face Emoji –. “It’s just that things like these don’t happen on a regular basis, at least they don’t happen to regular people, and I know Pia’s not ‘regular people’, but she’s been made to believe she is… so the kind of things she usually says are not such turning point events” .
– “I guess you’re right” .
– “I know I’m right, Emmanuelle” . “When are you guys discussing prices?”
– “Sometime today” .
– “Don’t be assholes to one another” .
– “No, ma’am” – grimacing face Emoji –. “But I have to tell her the whole thing” .
– “What do you mean?” .
– “About that other thing” .
– “The thing in Midtown?” .
– “Yes, that thing” . “But I know that it’s something that I’m not supposed to share myself since it concerns you two” .
– “I mean, if it were up to me, I wouldn’t have a problem with you disclosing everything”. “And Phillip says that, even though it ruins the surprise, it’s also fine by him” – thumbs up Emoji –. “Tell her everything, down to a T” .
– “My guess is that she would be more appreciative if it came from you” –suspiró Emma–. “I mean, it’s something that you two came up with. It’s something that you two want to give her” .
– “Look, we’re going on a date tonight and we wanted to ask if you could look after Papi”. “We would repay the favor by inviting you guys to brunch at The Smith, so, if she still has doubts, Phillip and I can take her to the thing and whatnot”.
– “No need to whore yourselves out for a night of babysitting, not after you’ve done the same with the Little One”. “But, sure, I’ll explain everything to her, and I’ll let you know”. “Should I pick him up in the afternoon?”. “I mean, I could do it on my way to the park or coming from it”.
– “That’d be nice! We were thinking of dropping him off ourselves before leaving, but, sure, whatever works best for you, Darling”.
– “Great! I’ll pick him up, then”.
–“Great. Btw, did Julie come through with what you asked for?”.
– “She did. We have an appointment later today. That’s if she still wants to go” .
– “You’ll tell me all about it, right?” .
– “Every single detail, of course” . “Have to go. She’s coming”.
– “Good luck! Don’t bite your heads off!”.
Por la esquina de su ojo vio que el Carajito regresaba, emergiendo de las sombras del pasillo con toda la intención de retomar la tortura que le infligía al tiki naranja. Emma desconectó los audífonos y los arrojó sin mayor preocupación a un costado de la barra desayunadora. Se hizo una cuarta mimosa, esta con Cointreau, pues al fin se había enfriado. Escuchó los pasos, los pies descalzos sobre la madera y, porque no era propio de una mujer omnipotente, decidió aparentar ignorarlos y ocuparse con los titulares del New York Times en el teléfono.
–No hay por qué fingir –la saludó Sophia desde la sala, caminando lentamente hacia ella. Emma la miró como si no entendiera–. Es evidente que me estabas esperando.
–¿Puedes culparme? –se encogió Emma entre hombros y se olvidó del teléfono. Sophia le sonrió–. Buenos días, Licenciada Rialto.
–Buenos días, Arquitecta –repuso, acercándose a su sien para darle un beso.
–¿Descansaste? –le preguntó, siguiéndola con la mirada por sobre su hombro.
«No kiss on the lips, then.Fantastic.» , suspiró Emma.
–Sí, pero más tarde voy a dormir otro poco –supuso, depositando el vaso vacío en el lavabo y volviéndose hacia ella.
–¿Resaca?
–Muy poca –disintió y se acercó a ella por la espalda para abrazarla.
«So she’s not pissed?» , se extrañó, estremeciéndose. Estuvo a punto de quitarse, de librarse de los brazos de Sophia, pues, aunque la había visto venir, el contacto de su pecho en la espalda pareció deshacer todo lo que la esquina del baño había hecho. Apretó la mandíbula y respiró profundamente.
–Pensaba hacerte tostadas a la francesa –murmuró la Arquitecta, viendo cómo las manos de Sophia coqueteaban con la laza que mantenía su bata cerrada–. ¿Quieres algo salado también? No sé, ¿huevos revueltos, quizás?
–Ayer no había huevos –murmuró, acercándose por el lado derecho de su cuello.
–No, fui a Morton’s hace rato –tragó dificultosamente, intentando no rechazar el abrazo que empezaba a calentarle la espalda.
–¿En qué habíamos quedado tú y yo? –frunció el ceño y se alejó un par de centímetros de ella. Emma vio su oportunidad y se volvió sobre sí para encararla, poniendo su espalda a salvo de todo contacto que, aunque bienintencionado, no era cien por ciento bienvenido–. ¿Te acuerdas? –la miró penetrantemente a los ojos.
–Te dejé una nota, diciéndote que iba al supermercado –se encogió entre hombros–. No te quise despertar porque… porque no, ¿está bien? –intentó no espetar.
–Está bien, pero ¿estás tú bien? –ladeó la cabeza hacia la derecha.
–¿A qué te refieres? –pretendió Emma no saber de qué le hablaba.
–Las piernas. –Emma respiró aliviada y dejó salir una ligera risa nasal–. ¿Te duelen?
–Sí –asintió–. Creo que evitaré sentarme y pararme a menos que sea necesario.
–Cuando sea grande quiero ser como tú –le dijo Sophia–: con la voluntad y la iniciativa para hacer ejercicio.
–No creo que haya sido por llevar una vida sana –resopló Emma–. Intentaba morir –dijo en tono dramático.
–Hay mejores maneras para largarse de este mundo –sonrió y se acercó a sus labios.
–Eso aseguran los expertos –asintió–. La morfina debe ser… –dijo, mas no pudo terminar la oración debido a que Sophia ejercía su autoridad con sus labios en los suyos–. Me callaste.
–Sí, bueno, tú no estás en posición de poder reclamar nada –rio y le dio otro beso a medida que acortaba la distancia entre ellas y entre Emma y la encimera–. Déjame.
–¿No? –frunció su ceño, más por sentirse acorralada que por haber escogido interpretar tal imperativo como lo que no era.
–Sí –sonrió y, sin mayores preámbulos, deshizo el nudo de la bata.
Inspiró con la mandíbula apretada, aferrada a los bordes laterales de la cachemira, y exhaló una especie de gruñido y jadeo. Los días del mes se evidenciaban en la cantidad de cobertura superior en inferior, pero era quizás el hecho de que el negro nunca dejaría de ser una opción, por lo que no exigía cuidados y mimos especiales a causa del traqueteo hormonal, sino más bien, injustamente, podía llegar a provocar un poco más que cuando, en lugar de encontrarse con copas y mallas de algodón, se encontraba con encajes y ciertos grados de transparencia.
Emma se dejó mirar, se dejó acosar por el modo y el tiempo que la rubia determinó adecuado y necesario, porque no había nada de malo en mirar… al fin y al cabo, ella también la acosaba entre los sorbos de mimosa. La disparidad indumentaria era brutal. Lo que la Arquitecta habría dado por igualdad de condiciones para la simple estimulación de los sentidos.
–Me gusta –dijo Sophia luego de unos minutos.
–¿Pero?
–Pero no me gusta –sonrió.
–¿Y eso como por qué será? –arqueó Emma la ceja derecha.
–No me deja ver lo que hay aquí –se llevó el índice al yacimiento de su seno izquierdo.
–¿Y quieres verlo?
–Si pudiera te prohibiría usar ropa cuando estamos aquí, solas –asintió–. Pero eso lo sabes desde que empezamos con esto.
–¿Quieres? –le ofreció la copa de mimosa y, justo cuando Sophia la iba a tomar, la trajo hacia sí para hacer que se acercara–. ¿Vas a querer tostadas a la francesa y huevos revueltos, o solo tostadas a la francesa o solo huevos revueltos? –susurró, ofreciéndole la copa.
–No sé –se encogió entre hombros y bebió un sorbo que le supo medianamente asqueroso por la mezcla del jugo de naranja con las secuelas de la pasta dental.
–Compré leche condensada –le informó.
Sophia la miró sorprendida. Nadie, ni siquiera Camilla, se había encargado de procurarle los antojos en lugar de tratar de que consumiera miel de maple o cualquier sustituto para ese tipo de comidas; nunca se acostumbraría al poco esfuerzo mental que eso requería en la Arquitecta, pues para ella era una obviedad, un hecho.
Fue brusco, tan intempestivo que el Carajito estuvo a punto de ajusticiar a quien fuera necesario, pero, cuando vio que se trataba de eso que ellas tanto hacían –y que nunca entendería por qué–, regresó con el tiki naranja.
Abusaba de ella y de sus labios con la necesidad de alguien que solamente había fantaseado con un beso tan erótico como sexual, equiparable a las muestras de afecto que presentaba Flume en su reinterpretación de “You & Me” , un literal e intenso tener sexo con los labios , la mirada y el aliento; cuánta maldita envidia porque, si eso era lo que generaba un gesto tan simple como la compra de una lata de leche condensada, ¿qué haría un gesto mayor? No, Eagle Brand no tenía nada que ver en el asunto, pues no era sino la justificación para algo que no necesitaba ser justificado; se les antojaba y lo hacían, todo siempre dentro de los confines de ciertas reglas de convivencia con terceros.
La copa, por ser de cristal, fue lo único que pudo salvarse del arrebato y de la alta temperatura absoluta que alcanzaron en cuestión de nada: trescientos setenta y tres punto uno cinco grados Kelvin definió el impacto de tan magnífico beso, de un asalto cuyo desenlace era un necesario y bien merecido ejercicio coital. La copa, sí, porque eso de completar vajillas con otras era de restaurantes hipsters.
Se miraron con sorna, y estuvieron a nada de expresar el odio compartido por una menstruación que no necesitaban para los fines prácticos de la preservación y proliferación de la especie, ni porque querían ni porque podían. A raíz de los acontecimientos del día anterior, potenciados por el fatalismo y la desproporción de intensidades italianas en las dos, Emma llegó a pensar que la relación había llegado a un fin indigno de los finales del nunca jamás, que la boda se cancelaría, que el compromiso se anularía, que la relación se rompería, y agregó algunos detalles de la tragicomedia, como los gritos y las bofetadas, pero, en vista de que nada de eso estaba entre los planes de Sophia, llegó a pensar que pasarían días, semanas, meses, años, lustros e incluso décadas antes de que Sophia volviera a prestarse a cualquier intercambio afectuoso, en cualquiera de sus manifestaciones; sin embargo, en vista de que nada de eso había pasado, fue su alivio el que dio luz verde a lo que fuera que Sophia tuviera en mente.
Gruñó mentalmente el nombre del creador según la fe cristiana mientras la rubia le deslizaba la bata por los hombros; si debía sincerarse, siempre le pareció y siempre le parecería absurdamente provocadora la manera en la que lo hacía. Se le erizó la piel a causa del roce de sus manos por la espalda, a causa del medio abrazo, a causa de los mordiscos que recibió en el cuello.
–Nunca voy a entender la necesidad de usar esto cuando estás en casa –le dijo Sophia en lo que le retiraba los tirantes.
–Me pesan –se encogió entre hombros–. El sostén me las sostiene –rio nasalmente.
–Quién lo diría –repuso, dando un paso hacia atrás para poder mirarla–. Ni pesan tanto ni entiendo cómo es que no te molesta.
–Cuesta lo que cuesta porque no me molesta –sonrió–. ¿Ves algo que sea de tu agrado?
–Definitivamente –asintió Sophia–, pero no tengo mis lentes.
–No creo que haya problema con que veas de cerca –se encogió entre hombros y se aferró al borde de la encimera–. No creo que la idea general se pierda.
–No, son los detalles.
–Los detalles son importantes –asintió Emma.
–Mucho –la imitó y, acercándose a ella, la tomó por la cadera–. Siéntate –exhortó.
–Licenciada Rialto –rio–, quien da las órdenes en esta relación soy yo –bromeó.
–Quiero que te sientes –le dijo en el mismo tono autoritario de antes.
–Tus deseos son órdenes –repuso con una risa de por medio y, ayudándose de la encimera y de las manos de Sophia, que la tomaron por los muslos, se sentó sobre la encimera.
–Puros matices contigo –se alzó en puntillas y colocó sus labios casi en los suyos.
– Ma-ti-ces , qué bonita palabra –sonrió, conteniéndose las ganas de inclinarse para robarle un beso.
–Alguien me dijo una vez que la especificidad recae en los matices –le dijo a ras de sus labios y se desvió por su pecho.
–Persona tan sabia –sonrió, alcanzando a darle un beso en el cabello húmedo.
–La mayor parte del tiempo lo es, sí –asintió Sophia, separándole las piernas para colocarse entre ellas.
Examinó las pecas de sus hombros como si intentara contarlas, pero hoy no era día de perderse a un conteo absurdo que nunca terminarían de hacer, porque lo único que terminaban haciendo era follándose hasta casi licuarse la pituitaria de tanto placer. Se desvió por las clavículas; regresó a su cuello para besar y mordisquear el diminuto lunar que decoraba el lado derecho; subió a sus labios, coqueteó con ellos y, otra vez, la dejó esperando la concreción de uno, aunque fuera éste en calidad de roce o de un asalto comparable con el que lo había iniciado todo; besó ese huequito que tanto le gustaba y bajó, y bajó, y bajó hasta que le hizo saber con la nariz que había encontrado el detalle que buscaba.
Emma encontró displicencia en todos los casi que Sophia le hacía: casi la besaba, casi la mordisqueaba, casi la succionaba. Era cruel, una clara represalia; si tan solo las emociones provocadas el día anterior hubieran sido tan placenteras como eso que le hacía en ese momento. Miró cómo se encargaba de ella con la punta de la nariz y con el aliento, jugando entre los soplos fríos y los calientes, y cómo se resistía a todo. Le acarició la cabeza, creyendo en la universalidad del gesto que, en lugar de comunicar un está bien si no sientes ganas o un está bien si el enojo no te deja , le comunicó una grave condescendencia a la rubia. Sophia dejó de provocarla y simplemente apoyó la frente contra su esternón. Pasaron los segundos en los que la rubia se limitó a respirar y a existir. La incompetencia de la Arquitecta la encerró en un intento de abrazo por la nuca.
–¿Tostadas a la francesa y huevos al gusto? –se encontró diciendo Emma al cabo de unos segundos.
Sophia se irguió, y le lanzó una mirada llena de algo que podría pasar por odio. Entrecerró los ojos, más que por enfocar, para hacerle saber lo ridícula que era su pregunta. Emma frunció el ceño.
–O pienso en las tostadas a la francesa y los huevos al gusto o reflexiono sobre cómo abordar el hecho de que mis ganas están a punto de volverse insoportables. –Emma ensanchó la mirada–. No podía preverlo ayer. Esto está peor de lo que pronostiqué.
–¿Qué quieres? –le preguntó Emma reticentemente, echándose hacia atrás para apoyarse cómodamente en un ángulo de setenta y cinco grados.
Observó a Sophia luchar contra lo que fuera que estaba pensando, como si sopesase los pros y los contras, las probabilidades de éxito y las de fracaso, los factores de riesgo y cualquier otra trivialidad. Sabía lo que quería, pero también sabía, tras las palabras semietílicas del día anterior, que eso era algo que no harían sino hasta nuevo aviso, por lo que era justo pensar que la frustración radicaba precisamente en el impedimento.
–El desayuno puede esperar –murmuró Emma–. Podemos ir a la cama y hacer algo , nos podemos hacer algo mutuamente, me puedes hacer algo o te puedo hacer algo. Podemos quedarnos aquí y hacer algo , nos podemos hacer algo mutuamente, me puedes hacer algo o te puedo hacer algo –le dijo, intentando contrarrestar todas las restricciones fisiológicas que sabía que pasaban por la cabeza de Sophia–. Podemos no hacer nada también –sonrió–. Puedo hacerte unas tostadas alla Emma para que las ahogues en leche condensada si quieres.
–No voy a ahogar mis frustraciones en tanto azúcar –rio nasalmente.
–Oye, yo no juzgo –le dijo–. Todos tenemos algo que nos deja caer en una decadencia culposa.
–¿Cuál es la tuya?
–Patatas fritas con helado de vainilla.
–Asqueroso –se estremeció Sophia.
–Escuchar el álbum “Enrique” , de Enrique Iglesias.
–Inesperado.
–Ver todos los programas de competencias de cocina en Food Network o todos los programas de remodelaciones y diseño de interiores en HGTV, todas esas mentiras de gusto vulgar.
–No sé qué decir con respecto a eso –resopló.
–Nada –se encogió Emma entre hombros–. Dime qué quieres.
–No –disintió con una risa nasal de frustración de por medio–. Con tostadas alla Emma me conformo.
–¿Te conformas? –arqueó la ceja derecha. Sophia asintió–. No busco que estés conforme, busco que estés satisfecha; aplica hoy, mañana y hasta que sea una víctima más de la demencia senil.
–Lo haces todo tan difícil… –gruñó.
–Vaya, y yo siempre me he jactado de hacerlo todo tan fácil –ladeó la cabeza hacia la izquierda, apoyándola contra su hombro, y le acarició la mejilla–. Pero supongo que es cuestión de perspectiva.
–Quizás –murmuró, dejándose ahuecar la mejilla.
–Dime lo que quieres.
–Tostadas alla Emma –le dijo, tomándole la mano entre las suyas para besarle la palma.
–Eso me queda claro –la siguió con la mirada–, pero hablaba de lo otro.
El cronómetro hizo el escándalo del siglo para anunciar que era momento de apagar el horno, como si con horno se debieran apagar todos: los de convección y los uterinos por igual. Emma tuvo la intención de bajarse de la encimera para hacerlo, pues había sido ella quien había decidido que el Carajito no tenía suficientes premios de consolación para los premios que ya tenía, pero fue Sophia quien, con mayor rapidez, se giró para presionar el botón de apagado.
–Esto es muy difícil –suspiró la rubia, apoyándose del borde de la encimera contraria y cruzándose de brazos.
–Tú quieres que hablemos sin censura, tú quieres que me comunique contigo –repuso Emma, sabiendo perfectamente bien lo que seguiría a tal comentario.
–Es curioso cómo decides aplicarlo cuando quieres saber algo, pero no cuando yo necesito que me digas algo medianamente trivial. –Emma sonrió arrogantemente–. Y claramente esperabas que te dijera eso.
–De mi parte, no sé qué más puedo esconder de ti –se encogió entre hombros.
–¿De tu parte? –Emma asintió–. Eso significa que hay más.
–Siempre hay más –supuso–. Como gesto de buena fe, de verdadero compromiso con esta nueva política de transparencia, te diré todo, incluso lo que no me toca a mí decirte.
–Y si no te toca a ti decírmelo, ¿por qué me lo dirías?
–Porque es consecuencia inmediata de lo que sí me tocaba decirte y no te dije. –Sophia reflexionó, devorándose el interior de la comisura izquierda de sus labios–. Siempre he aprendido de los ejemplos –sonrió inocentemente, a lo que Sophia respondió con una mirada de absoluta incredulidad–. Encontremos un punto medio.
–¿Así, sin más?
–Así –asintió Emma, pero Sophia se tomó algunos segundos para pensarlo dos, tres, cien veces más–. Vamos, sácalo, no importa cómo se escuche –le ofreció una mano para que se acercara de nuevo; eso, suponía Emma, podía ser procesado mediante una que otra caricia, uno que otro beso o la menor lejanía posible.
–Por una parte, quiero que conozcas, que experimentes, que vivas de primera mano estas cantidades industriales de frustración y de estrés que tan generosamente me has auspiciado –comenzó diciendo–, pero sé que esto es el resultado del mejor manejo de tu propia frustración, de tu propio estrés, de la presión a la que evidentemente estás sometida. –Emma se preparó para escuchar el cambio de perspectiva–. Por otra parte, quiero insistir en mostrarte que, aunque tengamos demasiadas cosas en común, ni soy tú ni necesariamente quiero las mismas cosas que tú quieres; que mi manera de hacer las cosas es, a veces, muy distinta a la tuya; que los eufemismos, los circunloquios, los secretos y todo eso me dan pereza y me enojan.
–No son perspectivas radicalmente opuestas –comentó.
–No, no lo son –estuvo de acuerdo–. Pero tampoco son precisamente complementarias.
–Entonces, ¿qué vas a hacer conmigo?
–Es que, si lo planteas así, parece como que lo que busco es castigarte.
–¿Y quieres eso? –preguntó Emma con un deje de miedo en su voz.
–En cualquier caso, no lo llamaría castigo, no.
–¿Entonces?
–¿Represalias? –rio nasalmente, no sabiendo si era esa la palabra correcta para describir lo que quería.
– Do you want to fuck the living daylights out of me ? –susurró, no sabiendo si emocionada o asustada.
–Suena muy violento –disintió Sophia.
–¿Intenso? –se aventuró.
–Intenso, sí.
–Intenso… –suspiró Emma–. ¿Demasiado de qué para que termine haciendo qué ? –inquirió, mas Sophia pareció no entender–. Por ejemplo: ¿quieres cogerme tanto que te ruegue que pares?
–¡No! –exclamó asustada–. No se trata de que te abuse.
–Entonces, ¿quieres jugar conmigo? –frunció su ceño.
–Supongo.
–¿Desayunamos primero y te bajo los pantalones después o te bajo los pantalones y desayunamos después? –sonrió emocionada.
–¿Quién te dijo a ti que me vas a bajar los pantalones? –rio.
Emma ensanchó la mirada, sus cuencas verdes se dilataron tanto que Sophia sintió que estaban a punto de salírsele para estrellarse en su rostro.
–Eso sería algo unilateral –murmuró Emma escandalizada–. No sería justo.
–Si algo me enseñó mi papá es que la justicia es un concepto que pertenece más a la fantasía que a la realidad –dijo, dándose cuenta cómo hacía mucho que no llamaba a Talos de esa manera–. Todavía no he parido –se acarició el vientre–, y no sé si vaya a hacerlo hoy.
–Creo que eso fue lo que más claro dejaste por la madrugada –le dijo con una ligera risa de por medio, a lo que Sophia pareció avergonzarse–. Sophie, sería absurdo pensar que no tienes necesidades fisiológicas.
–No es eso –rio–. Es solo que, aunque recuerdo lo que dije, no recuerdo cómo lo dije.
–No importa, el mensaje llegó fuerte y claro –repuso Emma–. Pero no nos desviemos.
–Quiero pedir dos cosas, nada más. –La Arquitecta asintió–. Quiero que estés dispuesta a negociar el precio, que me escuches de principio a fin, a pesar de que mi contrapropuesta te parezca absurda, que los cálculos matemáticos te parezcan ridículos, inadmisibles o ajenos al tema.
–Está bien, ¿y la segunda?
– Apples –susurró. Emma pareció titubear–. ¿Tenemos un acuerdo? –le ofreció la mano derecha, lista para cerrar con un amigable apretón de manos.
–Tenemos un acuerdo –asintió Emma, apretujándole la mano para oficializarlo todo–. ¿Cuántas tostadas quieres?
–No, eso no es lo que vamos a hacer –rio lascivamente mientras apagaba la estufa.
–Qué bueno –suspiró aliviada.
Elevada en puntillas para asegurarse de que alcanzaría sin tener que forzarla hacia abajo, tomó posesión de su nuca con las manos y de su boca con la suya, lo cual estaba bien, porque ella no estaba en posición de negarse a nada, mucho menos cuando todo parecía ser tan inocente. Qué era un beso guiado por la rubia y no por ella; qué era del tacto si no tenía una clara intención de irremediable absolutismo, pues la había dejado posar sus manos alrededor de su cintura como si se tratara de la reciprocidad de cajón que eventualmente llevaba a la satisfactoria realización del alivio de la carne y de la psique.
Después de un corto ir y venir, sin embargo, la besó con un claro «you’re such a maddening woman» que resultó en algo suave y a la vez agresivo, como si eso fuera fácil de lograr. Lo desquiciante, de nuevo sin embargo, se dio como un chiste que se cuenta solo: la rubia tenía el control de todo y de lo que sigue, y lo tenía de tal manera que era desquiciante para Emma. Esto tenía nombre: lex talionis , algo que no era sino la forma más dura e igualitaria de la venganza; ojo por ojo, enojo por enojo, frustración por frustración. La Arquitecta supo que eso era lo que le esperaba desde el momento en el que Sophia había sido lo suficientemente permisiva como para dejarla creer que estaban en iguales condiciones a pesar de todo, mas, en esa décima de segundo en la que creyó poder reclamar su labio inferior, entendió la magnitud del disgusto de su prometida: la rubia se alejó y la miró, condenando su osadía.
Antes de que pudiera expresar su sorpresa, un predecible «¡¿no?!» de ojos grandes, su labio inferior quedó prisionero de sus dientes con un tirón limítrofemente doloroso. Lejos de importarle la agresividad y la negación de la rubia, intentó comprender lo que hacía y se dejó llevar por lo que creyó que tenía en mente. Entendió a qué venía lo de las manzanas, y, en ese sentido, las manzanas le parecieron más interesantes que violentas. «Mele Sante!» . Supuso que su naturaleza curiosa aminoraría cualquier tipo de resistencia, confiando en el hecho de que la rubia nunca le haría nada ofensivo o destructivo, y, porque su misma naturaleza curiosa era al mismo tiempo incendiaria, supo que seguirle la corriente provocaría un mayor enojo. Lo que hacían podía llegar a convertirse un arriesgado juego de quién aguantaba más, de quién cedía primero.
Lo peligroso fue, en realidad, que Emma se tomó toda una vida para saber cómo afrontar la situación, pues, a decir verdad, le valió de nada, de absolutamente nada. Cuando supo qué hacer, cuando supo cómo hacerlo, Sophia ya se había ido de sus labios y, con una jugada muy baja, presionaba sus muslos contra la encimera. El incendio en las piernas la privó de uso de razón y de aliento, por lo que no fue capaz de prever lo mucho que sufriría su pezón izquierdo con una letal exhalación que nunca se convirtió en nada. Supo que iba a perder porque Sophia sonreía a causa de los estragos que provocaba su crueldad. En ese momento, si tan solo hubiera poseído la más mínima cantidad de razón, se habría preguntado si esa sensación de añoranza abrasadora y dolorosa era lo mismo, o bien lo más parecido, a lo que alguna vez había escuchado como blue balls.
Quiso reclamar su falta de fair play , y lo hubiera hecho si no hubiera sido porque sintió cómo sus dedos reptaban, desde un costado, hacia el interior de la tela negra. Dijera lo que dijera, Sophia se encargaría de evidenciar su descaro con lo que sus dedos utilizaban para deslizarse tan bien de arriba abajo.
– Just don’t pull it out, please –se encontró Emma diciendo en cuanto sintió cómo parecía tirar del cordón celeste que le salía de las entrañas.
Sophia la miró quién sabe cómo, porque lo primero que le pasó por la cabeza fue la vez en la que, estando en la misma situación, aunque en posiciones contrarias, había sido Emma quien había hecho tal cosa. Optó por no decirle nada, porque, ¿por qué lo haría? ¿Por qué tiraría del cordón? ¿Por qué le diría algo, cualquier cosa? Ya había dicho suficiente, al menos por el momento. Además, no se merecía que dijera nada más. Sonrió. A Emma le pareció algo muy tétrico y se resignó a experimentar la fricción que un tampón de un par de horas podía hacer en sus entrañas.
Emma se estaba riendo, o eso era lo que intentaba para desahogar su desesperanza, cuando, incluso registrando cada uno de los movimientos de la rubia, y que no parecía que se iba a cobrar lo de hacía un año, se llevó la sorpresa de contemplarse en una posición tan heterodoxa que le dejaba la mitad de la retaguardia y las piernas al aire. Esperaba otra cosa, una irreverencia quizás, pero no que implementara tan rápido uno de los términos que habían negociado sobre el pollo frito. Iba en serio. Le gustó.
Clamó el nombre de Dios cuando, sin preámbulo alguno, sintió su lengua sobre su clítoris. Quiso cerrar las piernas por mero reflejo, quiso empujarle la cabeza hacia atrás porque lo que le hacía rayaba en la crueldad de lo intenso para su hormonal condición. Se le olvidó todo, su nombre y cómo articular palabras, dónde estaba y cómo la posición se mantenía por puro esfuerzo vertebral y abdominal. Sabía que los bíceps de Sophia hacían su aparición estelar. Se deshizo en un gemido que la obligó a aferrarse al borde de la encimera.
No tuvo que hacer mucho, no tuvo que esperar tanto tiempo para empezar a notar los primeros espasmos que eventualmente llevarían a Emma a padecer un colapso nervioso y muscular, algo a estas alturas considerablemente inevitable. Se empeñó con su lengua sobre ese minúsculo punto de nula resistencia y, justo cuando notó que la Arquitecta estaba por ceder, se detuvo.
Emma alzó la cabeza y observó cómo Sophia no parecía tener intenciones de continuar, de retomar lo que hacía; lo confirmó en cuanto vio cómo regresaba la tela negra a su lugar y se erguía para ayudarla a tomar asiento.
– Kaló korítsi –susurró Sophia a ras de sus labios y, sin besarla, le alcanzó la bata.
–Me vas a matar –dijo, intentando no sonar tan quejumbrosa.
–Todos somos potenciales asesinos –sonrió, limpiándose los restos de Emma de los labios–. Ahora que ya sé que sabes por dónde va esto… me da curiosidad por saber en qué momento vas a invocar el poder de le mele .
–Te vas a quedar esperando –se carcajeó un tanto molesta.
Ambas sabían que la molesta no era ella como persona, sino eso que tenía entre las piernas y que en esos momentos imploraba misericordia, ya fuera por lograr alivio mediante una estimulación completa o por lo más parecido a una amputación; quería ser removido, mas no era sino un capricho. No, no, no hay que confundir las cosas: la mutilación genital era un acto de profundo odio, y sabía que la Licenciada no la odiaba; ella tampoco se odiaba. Sophia se preguntó hasta dónde llegarían sus orgullos: el suyo por autodenominarse omnipotente al ser la razón principal de un colosal orgasmo, o el de ella por reconocer que un colosal orgasmo siempre se superpondría a la dupla de ego y orgullo.
La ayudó a anudarse la bata a la altura de la cintura y, porque no logró contenerse, le dio un beso que podría haberse detenido a algo superficial y casi parte de la rutina, pero les fue imposible no dedicarse más tiempo y más profundidad. Se quedaron con ganas de más.
–¿Cuántas vas a querer? –se aclaró Emma la garganta.
–Tres –sonrió, le dio un último beso y se alejó.
–¿Quieres comer en la cama? –le preguntó al ver que caminaba en dirección hacia el pasillo.
–No, tú y yo en una cama, en estos momentos, mandaría todo a la mierda –rio por toda respuesta.
Emma se encogió entre hombros y se rascó el rostro, meditabunda. Hizo contacto visual con el Carajito, se sostuvieron la mirada hasta que el can decidió que el tiki naranja merecía mayor atención que la contrariedad de su dueña. Se bajó de la encimera como si nada hubiese sucedido, mas sintió la ligera incomodidad viscosa que se concentraba en la zona sur, y habría acudido al baño a lidiar con la situación, pero sus piernas no estaban en condiciones de caminar por algo que podía intentar ignorar.
Encendió la hornilla a fuego medio y, mientras se calentaba, hizo que Chaka Khan sonara por las bocinas de la cocina. Estaba envolviendo las rebanadas de pan en la mezcla de huevo cuando Sophia regresó con la carpeta azul y un bolígrafo entre las manos; sintió cómo sus ojos se clavaban en ella desde el otro lado de la barra: escrutaba despiadadamente cada movimiento.
Se mantuvo en silencio, no comentó nada acerca de cómo la temperatura del sartén le pareció apenas más caliente de lo necesario o sobre cómo, cuando escuchaba KC & The Sunshine Band, creía estar comprometida con su propia progenitora. Ese último pensamiento le provocó un detestable escalofrío y una suerte de arcada. Tuvo que reírse. Emma le alcanzó el teléfono para que pusiera la música que quisiera. Aprovechó para poner la lista cuyo título rendía perfecto homenaje a su contenido: Baby Making Music , puro R&B de la década anterior y encabezada por Keyshia Cole. Emma tuvo que reírse.
–¿Agua o mimosa? –le preguntó la Arquitecta mientras esperaba a que fuera el momento para voltear las tostadas.
–¿Se pueden las dos?
Emma asintió con una sonrisa y sirvió dos copas y dos vasos con agua, uno con hielo. Le alcanzó cubremanteles (innecesarios) y cubiertos, dos de cada uno, y, habiendo dominado la estufa y todo lo demás, colocó un plato con tres tostadas perfectamente doradas frente a ella.
–Buen provecho –murmuró bajo la sombra acústica de Mary J. Blige.
–¿Y mi beso? –la miró consternada.
–No sé si está permitido dentro de las reglas de tu juego –se encogió entre hombros–. Pero, si quieres, con gusto te lo doy.
–No creo que debería siquiera pedirlo –dijo Sophia en tono severo.
–Tal vez tengas razón –rio Emma nasalmente y le dio un beso en la frente.
–Buen provecho –sonrió la rubia en respuesta y, antes de alcanzar el dispensador de leche condensada, abrió la carpeta, provocando que Emma se empinara la mimosa hasta acabar con ella–. Si necesitas más alcohol antes de empezar… –señaló la flauta vacía en señal de estar dispuesta a esperar.
–No es necesario –disintió silenciosamente.
–¿Cuánto costó el masaje más caro y más decente que alguna vez te has dejado dar? –preguntó abruptamente y como si no viniera al caso.
–No creo que haya habido correlación entre costo y decencia.
–¿Cuánto costó el más decente?
–Doscientos cincuenta –sonrió, vertiendo un poco de miel con pecanas sobre sus tostadas a la francesa–. ¿Por qué? ¿Quieres uno?
–Tú me los das gratis… y, de todas formas, me debes uno –resopló, notando cómo Emma apenas salpicaba sus tostadas en miel y ella estaba a punto de ahogarlas en leche condensada.
La Arquitecta asintió en silencio y se dedicó a apilar las tostadas, una sobre la otra, para poder comer el triple en un tercio del tiempo. Notó cómo Sophia escribía números en una hoja en blanco.
–¿Y a qué edad piensas morirte? –rio Sophia.
–¿Es en serio? –ensanchó Emma la mirada. Sophia asintió–. No sé, siendo generosa conmigo misma, supongo que no más allá de los setenta.
–O sea, te faltan cuarenta y dos años –murmuró como para sí.
–Es un cálculo correcto –asintió Emma, pensando que cuarenta y dos eran simplemente demasiados años.
–¿Y cuántas horas duró el masaje?
–Dos horas.
–Perfecto –sonrió y continuó escribiendo sobre la hoja de papel–. La curiosidad te corroe.
–La curiosidad me corroe –confirmó Emma–. Pero sé que me vas a decir lo que estás haciendo cuando termines.
–Me tienes mucha fe –resopló.
–Me gustaría que te la tuvieras tú también –se encogió entre hombros y se dedicó a comerse el desayuno.
Pensaba en cómo no le había ofrecido el Latte de todos los días, mas, al acordarse de que durante los primeros tres días del infernal periodo no consumía cafeína, desechó el ofrecimiento de uno para acabar con el silencio que no era absoluto únicamente porque Usher estaba cantando en el fondo. ¿No había sido Julie, acaso, quien bebía café para ayudarse a excretar? Se sirvió un segundo vaso con agua y se lo tragó como si llevara meses de no beberla. Y esperó, porque no le quedó más remedio que esperar. De pronto, escuchó cómo la rubia arrancaba un trozo de papel y escribía algunos sobre él para alcanzárselo.
–¿Doscientos treinta mil quinientos cincuenta? –frunció Emma su ceño–. ¿De qué es este número?
–Es lo que te voy a pagar por el veinticuatro más uno –sonrió.
–¿Te lo sacaste del culo? –rio.
–Creí haber sido muy clara en que del culo no me está saliendo nada sino hasta nuevo aviso –rio ella también y le alcanzó la hoja en la que había hecho todos sus cálculos–. ¿Necesitas que te lo explique? Porque la curiosidad te está matando.
–Me conformo con saber que sí lo vas a tomar –negó Emma con la cabeza, mas no logró sonar muy convencida–. Pero soy toda oídos.
En algún lugar del mundo, en alguna dimensión paralela en donde la razón funciona de otra manera, la lógica de Sophia habría tenido todo el sentido del mundo; sin embargo, debido al hecho de que ella había elaborado su propio conjunto de reglas, la lógica normal salía sobrando. Había recurrido a los principios de lo que Phillip había llamado patafísica : soluciones imaginarias y leyes que regulan las excepciones. O algo así decía la maldita Wikipedia.
En el universo de las excepciones, donde todo era exactamente lo opuesto, lo ilógico era lo que estaba dotado de mayor sentido. Por tanto, la línea de pensamiento de Sophia no solo era válida, sino también la única.
Le explicó que se había valido precisamente de la mezcla de los negocios y el placer, pues ninguna de las dos sabía cómo separarlos o cómo compartimentar los diversos vínculos que las unían: compañeras de trabajo, diseñadoras de interiores, jefa-subordinada, socia-hijadelsocio, novias, amigas, madres de Darth Vader, y cualquier pendejada que se les pudiera ocurrir. Las justificaciones eran ridículas, absurdas, y eso estaba bien. Y, porque ninguna de las dos sabía separar los negocios del placer (¿o debería ser al revés?), había resuelto que lo mejor era hacer un amalgamiento de estúpidas proporciones, un amalgamiento que convertía al placer en negocio y al negocio en placer. Esto sonó espantoso.
El primer aspecto que cobraba había surgido de cuando, la noche anterior, mientras terminaba de emborracharse a solas en el Four Seasons, había recurrido al vasto mundo del ciberespacio para buscar casos legales, regidos por la ridiculez, en donde hubiera compensaciones por daños y reparos. Había encontrado un caso en Florida que la había hecho reír más de la cuenta, pues trataba sobre cómo un hombre había ganado una demanda contra su exmejor amigo, quien lo había llamado “ugly fat fuck” ; la compensación había sido de doscientos cincuenta mil dólares. Tenía perfecto sentido. Decidió cobrarle esa misma cifra bajo el nombre de Ambush Fee .
El segundo aspecto que le cobraría sería el de la comida: considerando que el costo mensual de la comida la repartían en iguales cantidades, había estimado mil dólares y los había multiplicado por doce y luego por cuarenta y dos: «quinientos cuatro mil dólares» . Tenía perfecto sentido. Esa cifra la cobró bajo el nombre de Sustenance Fee , y, una cifra idéntica la cobró bajo el nombre de Amenities Fee , en la cual se incluían los cobros de los servicios básicos, entre otras cosas.
El cuarto aspecto que le cobraría había sido denominado Uncomfortability Rate y partía de la incomodidad que proveía el masaje de dos horas por doscientos cincuenta dólares. Había asumido que lo normal sería uno por semana; es decir, cuatro por mes; había sacado el costo anual y por el resto de su vida, «cuarenta y dos años» . Y, ¡oh, sorpresa! Era la misma cifra de Sustenance & Amenities Fees . Tenía perfecto sentido.
Luego, el quinto cobro consistía en lo que llamó Lifetime Touching Permit , el cual también partía del masaje de dos horas por doscientos cincuenta dólares. Sin embargo, aquí especificaba que eran seis horas al día, siete días a la semana, todos los meses, por el resto de sus cuarenta y dos restantes años de vida. Los diez millones quinientos ochenta y cuatro mil dólares tuvieron perfecto sentido.
En sexto lugar, cobró un Lifetime Coitus More Ferarum Permit . Para ello, en lugar de tomar el costo del masaje, tomó lo que la Arquitecta cobraba a sus clientes en un inicio: cinco mil dólares solamente por reservar una fracción de su atención (porque así consideraba Sophia que eran los precios de su profesión: sometía a los clientes en cuatro). Luego, siendo considerada, estimaba que sucedería cuatro veces al mes, durante todo el año, por el resto de su vida; no obstante, porque se trataba de cuatro patas, estaba dispuesta a dividirlo entre cuatro. Tenía perfecto sentido. Dos millones quinientos veinte mil. Sí, señora.
Luego, bajo Lifetime of Mild BDSM License , volvía a basarse en el infame masaje y concluía, con perfecto sentido, que era la misma cifra que cobraba en Sustenance, Amenities & Uncomfortability . Quinientos cuatro mil.
En la pestaña de descuentos, Sophia se burlaba de las ínfimas y desiguales cantidades que a ella le tocaba pagar en las salidas turísticas y las cuotas de mantenimiento del edificio en el que vivían; 15% Girlfriend Tariff , es decir: le pagaría dicho porcentaje del monto total. Y, alegando devaluación por asociación y urgencia, aunque se justificaba en que tenía dos senos bien puestos, sugería que suprimir un cero estaba en orden. Tenía perfecto sentido.
En resumidas cuentas, de los quince millones trescientos setenta mil, habiendo pasado por la tarifa de noviazgo, le pagaría dos millones trescientos cinco mil quinientos, mas, como había que deshacerse del último cero, aquello se convertía en doscientos treinta mil quinientos cincuenta.
–Tiene perfecto sentido –recalcó Sophia con esa mirada que estaba a pocas fibras de estrés de caer en la locura.
–¿Hay algún plazo especial que requieras? –resopló Emma.
–Necesito que me prestes doscientos treinta mil quinientos cincuenta dólares con un centavo para comprar el veinticuatro más uno. Te los pagaré cuando me den mi primera bonificación –sonrió.
–¿De dónde salió ese centavo? –intentó no reír.
–De mis ganas.
–El lunes tendrás acceso a todas mis cuentas –accedió despreocupadamente.
–¿Eso significa que estás de acuerdo con el precio?
–No del todo, pero es el precio que has sabido justificar a tu manera –se encogió entre hombros.
–¿Qué es lo que no te gusta? –preguntó Sophia, anticipándose exclusivamente al Lifetime Coitus More Ferarum Permit .
–Yo no te cobraría por tocarme, por tomarme por detrás, por un poco de bondage. Supongo que nunca pensé en ponerle precio –rio nasalmente–. Sé lo que estás haciendo, pero es gracioso que me quieras comprar.
–No te quiero comprar –frunció el ceño.
–Sí, bueno, porque no te alcanza –se carcajeó.
–No sé si estás enojada o si en verdad te divierte –le dijo Sophia en cuanto se calmó.
– It’s cute –sonrió Emma–, and amusing –susurró.
– Glad you find me amusing –actuó ofendida.
– So very amusing, yes – le dijo al oído–. Right now, if I could, I’d fuck the living daylights out of you .
–¡Por favor! –se carcajeó nerviosamente la rubia–. ¡Déjame comer en paz!
–Tus deseos son órdenes –sonrió y le plantó un beso en la mejilla–. Le diré a John la cifra para que haga magia. Tú deberías decirle a Jillian lo que decidiste.
–Cuando termine de comer. Tengo prioridades…
–Así veo –resopló, tomando el teléfono de la barra.
–¿De qué te quejas tú? –frunció Sophia el ceño.
–¿De qué me quejo yo? –replicó, minimizando la acusación de la rubia al no otorgarle ni siquiera un segundo de atención visual por la esquina más aguda del ojo derecho.
–Del orden de mis prioridades –murmuró, logrando que Emma levantara la mirada del teléfono.
–¿En qué momento me quejé del orden de tus prioridades? –suspiró.
Emma, considerando que las emociones provocadas por los eventos anteriores, mezcladas con las hormonas y los humores del momento, podían manifestarse en el aspecto más pasivo-agresivo del manual: la cadencia, o bien, en la meticulosa y fallida elección de palabras. Sophia, que parecía gozar de jugar con la fina línea que se interponía entre la vida y la muerte a la hora de comer, se había atorado el hocico con lo que podría haber sido la mitad de una tostada cubierta de leche condensada, por lo que no pudo emitir mayor respuesta que un bufido, acompañado de un encogimiento entre hombros, como si entre ellos cupieran todas las posibilidades.
–¿Por qué habría de quejarme yo del orden de tus prioridades, si todas tus prioridades me tienen a mí como objetivo principal? –le dijo Emma con la seriedad propia del descaro, de la desvergüenza–. Escúchame bien, Belcebú –continuó, intentando no ceder a la creciente risa que se erigía en su interior–, dos puntos: así sea que comas o que le llames a tu abogada, me da exactamente igual porque las dos operaciones tienen que ver directa y exclusivamente conmigo –sonrió y se acercó a su rostro–. Cualquier cosa que hagas tiene que ver directa y exclusivamente conmigo. Eres un caso ejemplar del Síndrome de Estocolmo –susurró y le dio un efímero beso en la punta de la nariz para luego retomar lo que había dejado en pausa.
Hubo un minuto de silencio, tanto porque rendía homenaje a las acusaciones muertas de Sophia como porque fue el tiempo que le tomó para masticar y tragar la monstruosa porción con la que había pretendido morir por asfixia. Luego, cuando hubo tragado y respirado para agradecer el divino soplo de vida, fue demasiado tarde, pues Emma ya estaba hablando con el nefasto fulano por teléfono. Supuso que aquél le insistía en que ese precio era demasiado poco, que perdería demasiado, porque la Arquitecta insistía en que le daba igual, en que era lo mismo por el simple hecho de que el dinero se iba a sacar de una cuenta para pasarla a otra, para luego pasarla a la cuenta inicial. Escuchó las instrucciones tajantes de no elaborar una lista detallada de cuánto costaría qué, porque eso era demasiado complicado y la ley, por la gracia de Cristo Nuestro Señor, no lo requería; por tanto, que se vendiera como un todo, anexando una lista de qué constituía ese todo.
–Me llamaste Satanás –murmuró Sophia en cuanto colgó.
–No, Licenciada Rialto, yo no hice tal cosa –sonrió con la misma desvergüenza de hacía rato–. En todo caso, la llamé Belcebú .
–¿No es lo mismo?
–Algunos dirían que sí; otros, como yo, que no –mantuvo la sonrisa.
–¿Ahora crees en los demonios?
– It’s way more fun –asintió con una siniestra risa de por medio.
–¿Debería preocuparme que te gustan los demonios?
–Son simples referencias de gran utilidad.
–No me digas… –resopló Sophia, llevándose la copa a los labios–. De todas maneras, me llamaste Belcebú.
–Sí, porque es el demonio de la gula –se carcajeó.
–A veces no sé si es que realmente sabes o si es que te lo inventas.
–¿Importa? –rio.
–Supongo que no –se encogió entre hombros–. Después de que vayamos a comprar tus zapatos, ¿nos entregaremos a Belfegor?
–Yo sabía que sabías.
CEST (UTC+2)
Una de las cosas que más la habían extrañado en cuanto llegó a Roma, fue el carácter impredecible del tiempo: en la Toscana, una nube gris significaba lluvia segura; en Roma, por el contrario, no significaba nada, porque hasta bajo el cielo despejado podía llover, y podía llover cinco minutos o todo el día, o podía simplemente amenazar con un diluvio bíblico que muy probablemente no ocurriría.
Llevaba veinte minutos mirando fijamente al vacío, a la vastedad del lago que se extendía a sus pies, y se preguntaba si esas pocas gotas que habían humedecido el fondo vacío de la piscina eran un aviso o si eso había sido todo; se preguntaba si podía disfrutar de un ameno viaje seco en bicicleta de allí hasta el Piccolo Forno, en donde compraría una base de pizza, y de regreso.
Cualquiera habría dicho que lo había pensado demasiado, porque en todo el tiempo que se tomó en deliberar si era o no algo plausible, se desató una lluvia tan fuerte como aquella que inundó la Basílica de San Paolo hace doce años. Pero esos temas ya no debían perturbarle el alma, porque de eso se encargaría quien fuera que la sucediera en el cargo; se imaginaba muy bien, con certeza, que los estándares se elevarían al grado de un Doctorado en Restauración –algo que ella no tenía– y, de preferencia, con una maestría en Arqueología y tres mil años de experiencia comprobable. Rio cuando se imaginó a Khufu sentado en la silla de su oficina en la Soprindentenza.
En el trayecto para entrar a la casa, se detuvo bajo el marco de la puerta de la terraza en la que estaba y se llevó los dedos a la boca para silbar; sin embargo, antes de hacerlo, recordó que eso no era necesario desde que carecía de cuadrúpedo al cual debía consentir. Se sintió ligeramente triste, pero lo superó casi de inmediato en cuanto se acordó de la promesa que se había hecho a sí misma: conseguiría un perro, ya fuera a través de una transacción o de una adopción, pues allí lo importante no era sino llenar el cada-vez-menos-atroz-vacío que había dejado el Weimaraner.
La interpretación de Mathieu del concierto para piano de Rachmaninoff la llevó a abrir un Brunello di Montalcino del último año en el que había sido elaborado con las uvas que ya no eran suyas. El primer sorbo le supo amargo; el segundo, a gloria; y, ya para cuando se desató el Segundo Movimiento, se había dado cuenta de dos cosas: la primera, a propósito y excusa del viaje que se aproximaba y que la botella no podía dejarse echar a perder (como si eso fuera tan fácil), que lo más sano y sensato era beberla toda; la segunda, que Alexandre Dumas en realidad no le gustaba, y que su obra, Le Comte de Monte-Cristo , tenía 500 páginas de más, aunque el ejemplar solamente tuviera 476 de texto. Se sinceraba con el público aquí presente y declaraba que, por un momento, al menos por un efímero segundo, sintió las ganas de incinerar la novela, porque ya no importaba si trataba sobre el perdón o sobre el amor o sobre lo que fuera, sino de lo que el ejemplar simbolizaba. Recobró completo autocontrol y no cedió a tal arranque, pues recordó eventos como el de la quema de la biblioteca de la Universidad Lovaina y el de la quema de los códices mayas, y, a raíz de eso, decidió que cualquier ejemplar de Dumas, que estuviera en sus estantes, sería regalado y no reducido a cenizas. El episodio le inspiró ganas de releer la novela de Bradbury.
Se sirvió una segunda copa de vino y llamó a Emma para conocer las secuelas del evento desmedidamente dramático del día anterior. Sabía que, de haber resultado demasiado mal, el departamento de policía, o bien Natasha, la habrían notificado.
–Me preguntaba a qué hora sabría de ti –la saludó con una perceptible sonrisa.
–Tú también puedes llamarme si quieres –resopló Sara.
–Yo solamente sigo instrucciones –se encogió entre hombros.
–Como casi siempre –reconoció–. ¿Debo asumir que todo resultó bien?
–Hubo algunos contratiempos en el proceso, algunos obstáculos, pero sí: todo resultó bien.
–¿Quieres contarme los detalles?
–¿Quieres que te los cuente? –dijo de tal manera que Sara supo que era mejor no saberlos.
–No hace falta –rio nasalmente.
–Sabia mujer –gruñó por esfuerzo.
–¿Llamo en mal momento? –temió.
–No, llamaste justo en el momento indicado –disintió–. ¿Cómo has estado? –preguntó, presionando el panel de la pared para dejar ir el agua.
–¿Tienes tiempo? Lo que tengo que contarte no me tomará más de diez minutos.
–¿Pasó algo?
–¿Estás sentada?
–No.
–Siéntate.
–Prefiero no.
–Como quieras –resopló Sara–. Pero, de igual manera, sería bueno si te agarrares de algo.
Desde donde estaba, observaba a Vincenzo y a Paolo unir fuerzas para proteger su castillo de arena de las implacables olas de la marea baja; más allá, los cuatro adultos responsables se habían sumergido hasta los hombros y conversaban entre risas. En la oreja derecha le sonaba “Lose Yourself to Dance” , lo cual la obligaba a marcar la percusión con la cabeza. A su derecha, Alex intercalaba su atención entre el paradero de sus hermanos y su lectura de “L’amore molesto” ; sobra decir que avanzaba poco.
«Mi appoggiai alla vetrata che dava sul ristorante, attenta a non essere travolta dai camerieri che entravano e uscivano. Le voci alte e il tintinnìo delle posate mi sembrarono di volume insopportabile. Era in atto una sorta di pranzo inaugurale, o forse conclusivo, di chissà quale congresso o convegno.C’erano almeno duecento persone. Mi colpì...» , interrumpió la lectura en cuando Irene se levantó y, sin decirle nada, caminó en dirección de gli nani .
Cerró el libro sin importarle el hecho de haberse quedado a medio capítulo, a medio párrafo. Acosó sus pasos y el momento en el que, sin ofender, ignoró a los niños para pasar junto a ellos. Se adentró en el agua poco a poco hasta sumergirse por completo. Emergió cual fantástica sirena, se limpió los ojos y dibujó una ligera sonrisa de satisfacción, de alivio. La miró directamente a ella, porque era imposible no reconocer la intensidad de su mirada, incluso tras los espéjulos oscuros, y, en lugar de invitarla, rio a medida que luchaba contra el agua para salir de ella. Notó cómo Paolo le dijo algo en cuanto pasó a su lado, a lo que Irene repuso con un asentimiento y un probable sì verbal.
–Tenía demasiado calor –se justificó en cuanto se tiró sobre la toalla–. No sé cómo es que tú no te estás calcinando.
–Pero sí me estoy calcinando –rio Alex.
–¿Por qué no vas y te...? –dijo, mas su silencio se encargó de hacerle entender–. No es por el sol.
–El sol no tiene la culpa de nada –disintió, siendo incapaz de sostenerle la mirada, pues encontraba mayor interés y entretenimiento en los rastros de agua sobre su piel.
–¿Qué tal está tu libro? –suspiró, omitiendo las implicaciones del comentario anterior.
–Irrelevante –se encogió entre hombros con la más seductora sonrisa, porque el libro le terminaba importando un reverendo carajo; no era lo más trascendente.
–¿No te cansas? –inquirió, llevando su mano a los lentes para quitárselos.
–No de ti –disintió–. Te lo dije desde un inicio: voy a co...
–¡Eh! –la interrumpió, colocándole la mano en los labios–. Sí, sí, sí –rio nerviosamente–. Recuerdo muy bien lo que me dijiste.
–Hasta aburrirme –replicó pese a los dedos que le impedían articular con normalidad, y habría aprovechado para meterse uno de ellos a la boca por simple e indiscutible provocación, pero ya Irene sabía anticiparse a cosas como esas.
–¿Y no te aburres?
–No de ti –disintió como antes, pidiéndole con la palma abierta que le regresara los lentes–. ¿Tú si te aburres de mí?
Irene la miró con sorna. Pasaron algunos segundos de cruel tortura en los que la griega parecía debatirse entre todas las posibles respuestas a su pregunta. Llegado el momento en el que el silencio se hizo insoportable para la italiana, le dijo:
–Dejaré que la duda te corroa –rio cruelmente y, en lugar de entregarle los lentes, se los puso ella.
Alex se puso de pie del mismo intempestivo modo en el que Irene lo había hecho hacía unos minutos y, con paso apresurado, caminó hacia gli nani ; se agachó y tuvo una breve interacción con Vincenzo. Luego, sin delatarse en lo más mínimo, regresó a donde estaba Irene, quien se preguntaba si la había ofendido.
–Vamos arriba –le dijo con tono serio.
–¿Por qué? Aquí estamos muy a gusto, ¿no crees? –sonrió conciliadoramente.
–No era una pregunta –disintió severamente mientras se agachaba para recoger sus cosas.
Irene, temiendo haberla ofendido, accedió a acompañarla arriba, no sabiendo si con arriba se refería a la piscina o a la habitación, en donde podía hablar con libertad y reclamarle alguna cosa con las palabras que se le dieran la maldita gana. El trayecto lo hicieron en silencio y con la más violenta de las tensiones que cualquiera de las dos había conocido hasta ese momento.
– Scusa se ti ho offesa in qualche modo ... –murmuró Irene, robándole las palabras que alguna vez le había dicho, en cuanto cerró la puerta tras ella.
– Dimmi... –suspiró Alex, dejando caer el bolso con sus cosas al suelo–. Perchè si assume sempre il peggio?
–Porque no sé qué fue lo que entendiste –se encogió entre hombros, dejando que Alex le arrebatara el bolso para dejarlo caer al suelo.
–¿Lo que entendí? –la miró a los ojos como si quisiera sulfurarla. Irene asintió–. No tienes vergüenza –disintió, acercándose a ella hasta arrinconarla contra la pared.
–Tengo muy poca –susurró–. Contigo, ninguna.
–¿Crees que es posible que te aburras de mí? –preguntó como si quisiera horadarla con los ojos. Irene no supo cómo contestarle que no –. Lo que necesitas es un recordatorio –le dijo entre dientes.
Salvaje a todas luces, al menos en la etapa primigenia de la intención, la griega llegó a prepararse mentalmente para acoger un beso tan arrebatado como el de la infame callecita en Venecia. En cambio, recibió el más suave contacto labial al que Alessandra Santoro había recurrido jamás.
EDT (GMT-4)
–Si no salías en un minuto, juro por Zeus que iba a entrar –bromeó Sophia en cuanto salió del baño, pues no solía tardarse tanto–. ¿Qué tienes? –preguntó ante la faz pálida que exhibía la Arquitecta.
Emma no contestó, simplemente, y pese al dolor en sus piernas, tomó asiento en la cama. Estaba estupefacta, sin habla, sin la capacidad de poder pestañear.
–Dime algo, lo que sea, para saber que no estás teniendo un derrame cerebral –siseó preocupada.
Emma la miró como si no entendiera nada de lo que le estaba diciendo, porque, a decir verdad, no sabía qué le había dicho; escuchó su voz, pero los sonidos no fueron más que ruido. Sophia se hincó ante ella, inmediatamente sintiendo cómo el vientre y el colon resentirían la posición en cuanto se levantase. Le sintió la frente para saber si se trataba de alguna fiebre repentina, le ahuecó la mejilla con una mano y le midió el pulso con la otra; no tenía nada fuera de lo normal. La tomó de las manos y esperó a que la palidez se le esfumara poco a poco.
–Mi mamá renunció a la Soprintendenza –musitó al cabo de un rato y, enseguida, soltó una carcajada nerviosa.
–¿Que tu mamá hizo qué? –ensanchó el par de ojos celestes.
–Se le fueron los frenos y renunció –dijo con la resaca de la risa.
–¿También se cortó el cabello? –preguntó temerosa.
–No tuvo un colapso nervioso –disintió–. Tuvo un… no sé, todo lo contrario, supongo –se encogió entre hombros y se echó a reír de nuevo.
–Por un momento me asustaste –exclamó, reprochándole esa cara de alguien-se-murió –. No me hagas esas cosas –imploró con lo que pudo haber sido un puchero.
–Lo siento, es solo que me… –sacudió la cabeza–. Creí que bromeaba, eso es todo.
–¿Ella está bien? ¿Dio razones?
–Está muy tranquila –asintió–. Dice que quiere más tiempo para sí y para hacer lo que le gusta.
–Entonces, estamos alegres por ella, ¿no es así?
–Cuando termine de procesarlo, claro –sonrió–. Pero ¿qué haces tú ahí abajo? –frunció el ceño y le ofreció las manos para ayudarla a erguirse.
–Mejor te paras tú primero –negó con la cabeza y se señaló los hombros–. En otras circunstancias insistiría, pero… –suspiró, accediendo a apoyarse en ella–. Por favor, acuérdame de que no debo hacer este tipo de estupideces –pujó.
–No, no –chasqueó la lengua, batiendo el índice por el aire–. A mí no me metas en esas cosas.
En vista de que Emma se encargaba de masajearse los muslos para aliviar las molestias, se apoyó de sus propias rodillas para ponerse de pie, mas, con expresión de colosal dolor, se detuvo en el impulso.
–¿Te dislocaste una vértebra? –preguntó la Arquitecta muy alarmada, olvidándose del ardor de sus piernas y ofreciéndole ya no solo las manos, sino el torso.
–¡No! –rio, rechazando la ayuda pese al dolor.
–¿Entonces? –insistió.
–Si te digo… no hay manera de que lo puedas desoír –gruñó entre la risa.
–Dime de una vez si tengo que llamar a Emergencias –espetó.
–¡Estoy en mis días! –profirió, riendo a causa de lo que sea que le dolía. Emma le pidió más explicaciones con la mirada–. Estoy hinchada, he comido demasiado...
–¿Te… hiciste? –preguntó Emma con el debido decoro.
–¡No! –se carcajeó–. Ya te dije que de ahí no está saliendo nada hoy –jadeó, alzando los brazos para que, ahora sí, la socorriera.
–¿Entonces? –repitió.
–Se llaman cólicos –gruñó, logrando ponerse por fin de pie.
–¿No se supone que esos duran horas?
–No sé, a mí me duran segundos, quizás minutos, pero me dan ganas de morirme –se encogió entre hombros.
–Es primera vez que atestiguo uno –repuso–. ¿Estás bien? –murmuró, envolviéndola entre sus brazos.
–Fue la posición –asintió contra su pecho, agradecida por el abrazo–. De repente sentí como si se hubiera colocado anómalamente.
–¿Los cólicos tienen posición? –frunció el ceño.
–No –rio nasalmente y se irguió–. No los cólicos –arqueó las cejas.
–¿Sino? –entrecerró la mirada. Sophia arqueó las cejas de nuevo–. Oh... ¡Oh! –rio–. Ya, ya, ya... ahora entiendo –asintió, fallando en contenerse la risa.
–No te rías –refunfuñó con la voz al borde del llanto.
–No me rio –se enserió.
–Tú debes saber que eres afortunada –la recriminó con la mirada.
–Eso lo sé –repuso, creyendo que lo decía por ella.
–Sabes, la única envidia que te tengo es por eso, porque no padeces de cólicos –murmuró, cayendo nuevamente entre sus brazos–. Y puedes ir al baño, cuando se te da la gana, sin tener que sostenerte de las paredes.
–Si te sirve de consuelo... –comenzó diciendo.
– I know your breasts hurt –la interrumpió–. And no, it’s no consolation at all –la apretujó, porque en ese momento se sintió como una verdadera maldita y quiso que la presión hiciera lo suyo.
–Ya me bajó –susurró Emma, sabiendo perfectamente bien qué era lo que Sophia intentaba hacer–. Ya no me duelen.
–En este momento no me caes bien –suspiró frustrada.
–¿Quieres que nos quedemos? –preguntó, buscando sus ojos para asegurarse de que la respuesta sería una expresión de sus verdaderos deseos.
–Si nos quedamos aquí, seguramente seguiré comiendo, y mi aparato digestivo no está para tanto.
–Pero ¿y si te da un cólico como esos cuando estemos fuera?
–Me dará –se encogió resignadamente entre hombros–. A los cólicos les importa una mierda si estás o no en tu casa.
–Pero debe ser menos incómodo que te ataque uno en casa, ¿no? –preguntó, pues sus zapatos podían esperar–. Es que nunca había visto que te diera uno.
–Eso es solo porque puedo disimularlos muy bien, siempre y cuando no esté en cuclillas –se sonrojó–, o en el baño.
–¿Hay algo que pueda hacer?
– Put your shoes on –sonrió–. And pick one for me .
Con una sonrisa de satisfacción, decidió ya no insistir y obedeció. Mientras lo hizo, Sophia se aseguró de que Darth tuviera agua y un poco de comida por si llegaban a tardarse más de lo planificado, y se cercioró de dejar abierta la escotilla de la terraza para que pudiera salir a hacer sus necesidades mientras no estuvieran. Cargándolo y mirándolo a los ojos, le hizo prometer que no haría nada desastroso en su ausencia; si lograba comportarse, le ofrecía a cambio tres galletas de las que Emma recién horneaba. Cerraron el trato con un estornudo del can.
Como cosa rara, convinieron en hacer uso del subterráneo, por lo que descendieron en la estación de la Quinta Avenida, sobre Grand Army Plaza, para emerger en Prince Station, sobre Broadway. Mano en mano, caminaron hasta Lafayette, en donde se incorporaron hacia la izquierda para entrar a la primera tienda de las que interesaban a Emma en aquella ocasión.
La rubia se unió a otra mujer en las butacas naranjas y, mientras la Arquitecta seleccionaba los estilos que precisaba medirse para saber cuántos y de cuáles colores compraría, se dispuso a leer el libro que Emma había escogido para que se entretuviera: «Chapter one: Arrest – Conversation with Mrs. Grubach – Then Miss Bürstner.Someone must have been telling lies about Josef K., he knew he had done nothing wrong but, one morning, he was arrested».«Nice, I’m sold» , se dijoy continuó leyendo, no sin antes preguntarse si había cometido un error cuando, en la escuela, había preferido leer “H Mεταμόρφωση” .
Alcanzó a leer el primer capítulo, unas aceptables treinta páginas, antes de que Emma se acercara a ella con una sonrisa tan victoriosa como inocente, como si lo que buscara en ella fuera una aprobación, una especie de permiso o autorización. Se puso de pie y vio las tres cajas que, destapadas, exhibían unos amarillos con negro, unos blanco con negro y rojo, y otros mako blue con negro y amarillo.
–¿Los tres? –le preguntó un tanto extrañada, pues no lograba ver a Emma calzando alguna de las antedichas combinaciones de colores.
–Sí –sonrió.
Sophia asintió y, con un encogimiento de hombros, pareció darle el visto bueno, aunque, a decir verdad, no lo necesitaba. Fue testigo de la apoplejía que sufrió el cobrador ante la aparente extraña petición de Emma:
–Los tres pares, en una bolsa, por favor –le dijo Emma mientras deslizaba la tarjeta de crédito por la terminal.
–Entregamos dos por bolsa, tres no caben –repuso el joven con una sonrisa condescendiente.
–Sí caben –resopló la italiana–. Caben sin caja.
En el momento en el que rechazó la entrega de sus compras en una vil caja de cartón, no fueron solamente los dependientes de la tienda quienes se congelaron por dos efímeros segundos; los pocos clientes que ahí había se volvieron a ella para intentar entender las razones detrás de tal extravagante petición.
–¿S-s-s-sin ca-ca-caja? –se convulsionó.
–Sí, sin caja –confirmó mientras digitaba la contraseña en la terminal.
–Pero ¿cómo? –Emma alzó la cabeza y lo fulminó con la mirada, «qué pregunta más idiota» –. Sí, ¿cómo?
–Saque los zapatos de las cajas y métalos en la bolsa en la que iba a meter las cajas –contestó.
–No podemos hacer eso –disintió. Emma estuvo a punto de hacer algún comentario alusivo a sus extremidades superiores, mas no hubo necesidad puesto que el muchacho le explicó–: Sin caja no puede haber devoluciones.
–Los quiero sin caja –reiteró la italiana, dando el tema por zanjado.
Sophia presenció todo aquello desde un costado, y no supo cómo se llamaba eso que había sentido, mas había terminado en una risa interna. El muchacho no podía saber que ella no hacía devoluciones, porque, aunque tuviera todas las cualidades de una compradora compulsiva, no compraba por ansiedad, sino porque servían un propósito, por muy específico que éste fuera. Además, en el extremo caso de que sí sucediera que había una confusión de talla, color o producto, la Arquitecta Pavlovic no era de esa especie de ser humano que iría más allá de Houston St. para solucionar el asunto; en ese sentido, ya se podía hablar de un verdadero aneoyorquinamiento, «if that’s even a word» .
–Podrías haberle dicho que entendías que no se aceptan devoluciones sin caja –la reprendió ligeramente en cuanto salieron de la tienda.
–Podría habérmelo dicho desde el inicio y nos hubiéramos podido ahorrar las condescendencias –arqueó la ceja con suprema arrogancia y se llevó las gafas a los ojos.
–¿A dónde vamos ahora? –disintió avenidamente.
–Adidas –sonrió minúsculamente y, antes de emprender marcha, se tomó un momento para darle un pequeño beso en los labios.
Se recargó en su hombro izquierdo y, tomándole la mano, se hizo transparente a todo ordinario transeúnte debido a la estúpida sonrisa con la que se dejó llevar por Spring St.
Como en Onitsuka, tomó asiento en uno de los cuadriláteros de falso cuero negro, y continuó con la lectura: «Chapter two: First Cross-examination.K. was informed by telephone that there would be a small hearing concerning his case the following Sunday. He was made aware that these cross-examinations would follow one another regularly, perhaps not every week but quite frequently.[…] As he went up he disturbed…» , interrumpió la lectura para saber si tenía que salvar al desgraciado dependiente que tenía que lidiar con la resaca de la frustración experimentada en la tienda anterior.
–¿Por qué éste es más caro que éste? –escuchó que le preguntaba la del acento wintoniano–. ¿Porque uno es azul y el otro blanco? –inquirió impasiblemente mientras sostenía un calcetín gris como el que había utilizado la noche anterior para destrozarse las piernas.
–Porque el azul es de hombre y el blanco de mujer –le explicó el muchacho.
–¿Hay alguna diferencia trascendental?
–¿Además del color? –Emma asintió–. No.
–Quiero diez de éstos –le dijo, señalándole los azules, pues consideraba que no había nada más insulso que los calcetines blancos.
–Pero éstos son de hombre –repuso.
–Con el debido respeto, ¿acaso usted cree que a mis pies eso les importa?
Sophia rio, pues no era primera vez que la escuchaba reñir con alguien por eso; esta vez, no obstante, el muchacho no había recurrido a las preguntas necias de tipo: “¿me va a decir que los tacones son para los hombres?”, a lo que Emma en aquella otra ocasión había respondido, muerta de risa: “Solo aquellos que son lo suficientemente los valientes usan”.
«As he went up he disturbed a large group of children playing on the stairs who looked at him as he stepped through their rows. “Next time I come here”, he said to himself, “I must either bring sweets with me to make them like me or a stick to hit them with”.» , rio, porque se imaginaba a Emma llegando a la misma conclusion. «Just before he reached the first landing […]Without having intended it, he had raised his voice. Somewhere in the hall, someone raised his hands and applauded…» .
–Hice todo lo posible por no interrumpirte –se disculpó la Arquitecta.
–No pasa nada –sonrió–. ¿Ya?
–No –frunció los labios–. Necesito que pagues dos pares… no pueden venderme los cinco pares por meras políticas de la empresa –le explicó con una mirada de clara displicencia.
Sophia dejó ir el marcador de pavo real entre las páginas y se puso de pie, no sin sentir ciertas molestias en la espalda baja. Cuando llegó al mostrador, entendió el porqué de la política que había mencionado su prometida: pretendía comprar cinco pares idénticos.
–No me mires así –rio nasalmente–. Sé de fuentes fidedignas que el modelo ha sido descontinuado.
–Y estos son los únicos cinco pares en tu talla, ¿no es así? –resopló, entregándole el libro para poder pescar la cartera dentro de su bolso. Emma asintió–. ¿Los vas a querer sin caja?
–Y en la misma bolsa –asintió, alzando la bolsa de los Onitsuka.
–Los vas a matar.
Pese a su petición, insistieron en que no podían permitir que introdujeran sus productos en una bolsa de otra marca; sobra decir que la solución de la italiana no fue sino la más práctica: frente al gerente de la tienda, metió la bolsa de Adidas dentro de la Onitsuka. Incendiara, maldita, «y lo que le sigue: me encanta» , sonrió Sophia, depositando su mano en la de ella para que la guiara al siguiente destino.
«K. laughed towards the door. “You bunch of louts”, he called, “you can keep all your hearings as a present from me”, then he opened the door and hurried down the steps. Behind him, the noise of the assembly rose as it became lively once more and probably began to discuss these events as if making a scientific study of them» , leyó y, reconociendo la intensidad ajena, alzó la mirada para encontrarse con una sonrisa.
Ahí, en la última tienda a la que debían ir por intereses pavlovicchianos, no había tenido ningún problema, pues la muchacha que la atendió le ofreció el mejor calzado para no destrozarse los pies cuando decidiera destrozárselos como la noche anterior (esta recomendación había venido de Phillip, a través de Natasha), le había presentado el color que se le había antojado y, por ser cliente primerizo, le obsequió unas medias de compresión. No se opuso a la bolsa porque, además de ser de cartoncillo, ya no podía meter nada más en la bolsa de Onitsuka. Cuando se acercó al banco donde la rubia la esperaba, sonrió al verla tan perdida en la lectura, por lo que decidió acosarla hasta que reparara en su presencia.
–¿Te está gustando? –le preguntó, tendiéndole la mano para ayudarla a levantarse del incómodo banquillo.
–Apenas terminé el segundo capítulo –dijo, poniéndose de pie y quedándose inmóvil durante algunos segundos–. Pero creo que leí a Kafka muy pequeña –se encogió entre hombros, visiblemente incómoda.
–¿Te sientes muy mal? –Sophia disintió–. ¿Quieres ir por la cámara o a comer? ¿O quieres que nos regresemos?
–Insistes con lo de la cámara –resopló, disintiendo–. Era una broma.
–Puede ser –estuvo de acuerdo–, pero toda broma tiene algo de seriedad.
Sophia no encontró nada para refutar su argumento y se limitó reciprocarle el gesto que había tenido con ella cuando salieron de la primera tienda. Emma sonrió.
CEST (UTC+2)
Fue una sesión más que solo agradable; no se quejaba del hecho de que no la hubiera dejado jadeando, luchando por su vida frente a la privación de aire, y le daba la bienvenida a esa sensación de ronroneo con la que la había dejado.
–¿Entendiste? –susurró a ras de su piel y continuó con la hilera de besos con la que le tatuaba la espalda.
–No tienes vergüenza –musitó con una risita.
–No –exhaló–. Cero –le dio otro beso–. Nada.
–Ni humildad.
–¿Cómo podría ser humilde cuando sé que soy yo quien determina el alba y el ocaso? –rio sardónicamente.
Irene, asombrada, se descubrió el rostro y se impulsó con los brazos para volcarse sobre la espalda.
–Engreída –la condenó la griega, viéndola reacomodarse entre sus piernas para reanudar los besos, ahora en su abdomen.
– ¡Oh, per mia colpa, mia colpa, mia grandissima colpa! –rio nasalmente–. ¿Entendiste?
–¿Entendiste tú? –la desafió con la mirada.
–Me queda claro que, cuando de mí se trata… –exhaló, mirándola de reojo–. Sería una mentira.
–¿Que me aburro de ti? –Alex asintió–. Fue diferente –comentó.
–¿Te gustó?
–Fue diferente –sonrió, enterrándole los dedos entre el cabello ondulado.
–¿Eso qué significa? –preguntó, decidiendo dejarse relajar por cómo Irene le rascaba la cabeza.
–Que fue diferente.
–¡Nene! –renegó como niña pequeña.
–Me rehúso a complacer a tu ego.
–Complacerlo sería aceptar de una buena vez que no te aburres de mí –dijo, clavándole el mentón en el mesogastrio.
–Como dije –rio nasalmente–: me rehúso a complacer a tu ego –le dijo, y, con un gesto, le hizo saber que necesitaba que se acercara.
–Pero ¿te gustó? Respóndeme al menos eso, ¿quieres? –rezongó.
–También me gusta lo otro –susurró a ras de sus labios–. Me adapto a las circunstancias.
–Lento contra el pavimento y macizo contra el piso, entendido –rio, provocándole una carcajada de tal magnitud que le nubló la vista como si tuviera deficiencia de hierro.
–“Macizo contra el piso” –bufó en cuanto se hubo calmado–. ¿Quién te enseña esas cosas tan vulgares?
–No revelaré mis fuentes; soy mujer de palabra e integridad. Además, es uno de mis muchos encantos.
–Muy cierto –estuvo de acuerdo–, pero el que más me gusta es “duro contra el muro” –le dijo–. Me trae buenos recuerdos de Venecia.
–¿Buenos? –frunció el ceño–. Pasaste como tres meses sin hablarme.
–¿Y ahora no hacemos más que hablar, mi amor? –replicó sonrojada y la trajo sobre sí para callarla con un beso.
EDT (GMT-4)
–Por favor dime que no lo estás considerando –dijo Sophia, importándole muy poco que el dependiente se enterara de todo.
–Por supuesto que lo estoy considerando –frunció el ceño–. Y muy en serio.
–Fue una broma –disintió, colocando suavemente la mano sobre la cámara que Emma sostenía entre las suyas–. Además, ya tengo una, una que tú me regalaste para mi cumpleaños.
– Now, that was a joke –rio.
–No puedes estar hablando en serio –insistió–. Además, no creo tener los conocimientos necesarios o suficientes como para aprovechar esta cosa.
–¿Acaso no quieres tenerlos? –la miró con la ceja derecha por lo alto.
–No se trata de eso –negó con la cabeza.
–Les daré un momento para que lo discutan –intervino el dependiente.
Emma y Sophia lo miraron como si estuvieran dispuestas a dejar de lado sus diferencias para unir fuerzas en su asesinato: ya lo estaban discutiendo, con o sin su permiso, con o sin su presencia.
–Cuesta más el lente que la cámara –le dijo en cuanto se encontraron solas.
–Cuesta más el diseño del interior que la construcción de la casa –repuso Emma.
–Pero tú estás pensando en jeques árabes y la alta aristocracia en general –siseó.
–Tú quieres tomarme fotos –la miró fijamente a los ojos–, y, si bien reconozco que fui el proyecto más ambicioso de Minerva y Venus, necesito que la cámara me ayude –sonrió arrogantemente.
–¿Minerva y Venus? ¿Ésa es tu defensa? –se cruzó de brazos.
–Funciona, ¿no es así? –resopló, acercándose a sus labios–. Dime, ¿acaso no quieres una cámara tan potente, pero tan potente, que, cuando agrandes la imagen, puedas ver cada tubérculo de Montgomery, cada poro, cada peca, cada lunar? –susurró lascivamente.
– You don’t play fair –se mordisqueó el labio inferior por el lado derecho–. Plus, it was supposed to be for homemade adult entertainment .
– If it can take a picture of my ass, it can also capture it on film .
–Todos tus argumentos están bien, pero no le quitan el precio.
–Te propongo algo…
–Más te vale que sea bueno –sentenció.
–Igualaremos el monto total para la obra de caridad que escojas.
–Estoy casi segura de que no es así como funciona el principio de caridad –disintió Sophia–. Además, acabas de donar.
–Estoy segura de que no es así como funciona el principio de caridad –sonrió, colocándole el índice en la punta de la nariz–. Dono todos los meses, eso lo sabes; dono la mitad de mi bonificación anual, eso lo sabes; dono mi aguinaldo, eso lo sabes; dono para los cumpleaños de Margaret y Romeo, para los de mi hermano y los de mi papá, y eso lo sabes.
–¿La que yo quiera?
–La que tú quieras –confirmó.
–Entonces, más vale que sean, por lo menos, dos lentes; un trípode; estuches para los lentes y un bolso para llevarlo todo; limpiadores; filtro polarizador; baterías, tarjetas de memoria, lector de tarjetas de memoria; y un arnés de cuello y otro de hombro –sonrió.
–Los arneses los veremos más tarde –susurró y, antes de que Sophia pudiera imprecarla por ser tan descarada, se volvió hacia el muchacho que aparentaba no ver ni escuchar nada de lo que decían.
–Trevor Project –murmuró.
–Qué apropiada.
–Y por ese comentario haré que el estudio iguale el monto.
–¿Ésa será tu primera acción como socia? –la miró con una mezcla de orgullo y admiración.
–¿Qué decidieron? –dijo el dependiente, por lo que la rubia simplemente se encogió entre hombros.
CEST (UTC+2)
Alex se quedó dormida a causa de la masturbación que Irene le hizo en el cuero cabelludo; se habían quedado a la mitad de una conversación sobre los olores playeros: la italiana se inclinaba por los bronceadores de zanahoria; la griega, por los de coco o cacao.
Y ahí estaba Irene, con Alex recostada sobre el epigastrio, por lo que, sin haber dejado de jugar con su cabello, se preguntó por qué en las películas nadie hablaba de lo mucho que costaba respirar cuando se dormía de esta manera. Que no importaba, se decía, porque prefería las dificultades para respirar a no tenerlas en lo absoluto. Un suspiro de Alex la hizo sonreír y, pensando en lo mucho que envidiaba su descanso, decidió unírsele.
–¡Nene! ¡Nene! –la sacudió por los hombros hasta despertarla, y, en cuanto abrió los ojos, murmuró–: Vístete.
–Cinco minutos más –se retorció.
–No, Nene –rio, halándola por los pies hasta la orilla de la cama.
–¿Cuál es tu problema? –se levantó fastidiada.
–Vincenzo está afuera –señaló la puerta.
Irene palideció, de modo que la modorra desapareció por completo y entró en pánico, especialmente cuando vio que Alex estaba vestida.
–Ah, ¿me vas a abrir o no? –alzó la voz desde el otro lado de la puerta.
–Dame un momento –contestó–. Vístete –siseó.
–Ducha –fue lo único que supo decir Irene.
–Lo que sea, pero algo –demandó.
La griega asintió y, en cuestión de tres pasos, se encerró en el baño.
–Ah, ¡al fin! –escuchó Irene que le decía il nano più piccolo .
Con la mano en el pecho, Irene respiró aliviada y se dedicó a intentar calmar la alta frecuencia cardíaca.
–¿Y Paolo? –ignoró el comentario mientras cerraba la puerta tras él.
–Ah, mamá lo obligó a bañarse –le dijo con las manos metidas en los bolsillos del short–. Ah, ¿puedo ver delevisión?
–Claro, ¿qué quieres ver?
–Ah, yo lo busco –le dijo, pidiéndole el control remoto, y, tomándolo con ambas manos, encontró el canal en el que daban algún capítulo de alguna versión de “Dragon Ball” –. Ah, ¿ e Irene?
–En la ducha –respondió, viendo cómo Vincenzo volvía a introducirse las manos en los bolsillos y se quedaba de pie mientras Goku se daba de golpes con Freezer.
–Ah, a Paolo no le gusda Freezer –comentó–. ¿De cae bien?
–¿Freezer? –frunció Alex el ceño.
–Ah, no, Irene.
–Sí, me cae bien –asintió, yendo hacia la ventana para abrirla; se le había antojado un cigarrillo clandestino.
–Ah, a mí dambién –rio–. Ah, ¿es du novia? –preguntó con tal naturalidad que Alex, en lugar de encender el cigarrillo, se sentó tras él y lo cargó para sentarlo en sus piernas.
–No, no es mi novia –sonrió.
–Ah, me gusda su cabello; cordo, como el mío.
–A mí también me gusta su cabello –asintió.
–Ah, pero du cabello no es como el de ella.
–No, no lo es.
–Ah, ¿y diene novia?
–No lo sé.
–Ah.
–Dime una cosa, Vincenzo –rio nasalmente–. No es que no me guste tenerte aquí, conmigo, pero ¿a qué viniste?
–Ah, se me olvidaba –rio suavemente, y, por primera vez desde que había encendido el televisor, la miró a los ojos–. Ah, papá quería venir a decirde que cenaremos en el daller –se encogió entre hombros.
–Pero papá estaba viendo su televisión, ¿no es así?
–Ah, sí.
–¿Y tus abuelos?
–Ah, dambién tengo que decirles que cenaremos en el daller.
–¿Sabes en qué habitación están?
–Ah, se me olvidó –rio, mirándola de nuevo, mas esta vez temeroso de recibir alguna suerte de regaño.
–Habla con papá –le dijo, entregándole el auricular del teléfono de la habitación mientras marcaba el número de su habitación–, y pregúntale el número de nuevo.
–Ah, esdá bien –asintió, tomando el enorme aparato para llevárselo a la oreja–. Ah, ciao babbo, qual era il numero dei nonni?... Dre, uno, uno… gradzie .
–Bien –colgó Alex–. Ahora, habla con ellos.
–Ah, ¿puedes hacerlo dú?
–¿Por qué?
–Ah, ¿y si me condesda el abuelo?
–¿Qué pasa si te contesta el abuelo?
–Ah, no lo endiendo –frunció los labios–. Ah, habla inglés.
–Está bien –rio, sabiendo muy bien que el problema no era el idioma, sino el acento, y marcó a la habitación trescientos once–. Ciao Moira, sono Alex!... Sai dove andremo a cena?... Per Vincenzo, alla oficina, cosa sai al riguardo?... Ah, sì, sì! Capisco! Va bene. Ciao –colgó con una risa de por medio, pues no irían a un “taller”, sino al restaurante cuyo nombre era “Taller Culinario”–. Listo, nano secondo , ya no tienes que ir a ninguna parte –lo apretujó entre sus brazos.
Alex y Vincenzo miraron a Goku darle una paliza a Freezer. Él se asustó cuando Freezer explotó a Krillin y se emocionó cuando, acto seguido, Goku se tornó rubio a causa del descomunal cabreo (razón: la explosión del petiso pelón). Ella, por el contrario, miraba la vieja secuencia de imágenes sin invertirse en lo absoluto: su mente repetía el último mi amor con el que la había interpelado Irene, pues éste, al menos desde su perspectiva, valía más que el primero ya que lo había verbalizado en completa sobriedad etílica; se preguntó si la ebriedad hormonal se equiparaba a la etílica. Agradeció que Caterina la sacara del mundo de las ideas para preguntarle si Vincenzo estaba con ella y para informarle que saldrían del hotel en cuanto Paolo terminara de vestirse.
–Ah, no lo madó –suspiró decepcionado luego de que Goku decidiera ya no ser rubio.
Alex rio, más que por el deseo incumplido de su hermanito, porque el protagonista se despedía del alienígena «viola?» con tales increíbles palabras: “Arrivederci, Freezer, non fare mai più malizia.Spero che tu possa vivere il resto della tua vita in pace” . Inmediatamente después de tal pifia, su hermano se emocionó de nuevo, clamando un “Lo ha dradido!” .
–Ah, sei veramende uno sciocco indifeso! –clamó el niño, al borde del éxtasis, junto con el protagonista.
Ella comprendió que no era la primera vez que veía la pelea; se abstuvo de hacer comentario alguno para no atropellar la emoción del momento. Fue todo muy confuso, pero, «per farla breve» , el sujeto morado se suicidó de manera accidental, «técnicamente hablando» . La escena fue brutal, su propio piattino della morte lo cercenó por la mitad; incluso en cuatro pedazos –porque el platillo, además de cortarlo a la altura de la cintura, le había cortado la cola y un brazo– era capaz de articular palabras para implorar clemencia, misericordia, ayuda, perdón… hasta morir.
– Cosa ha fatto?! –exclamó Alex, pues, de un momento a otro, Freezer había revivido gracias a algo que había hecho el rubio-de-nuevo.
–Ah , gli ha dado un po’ della sua energia! –le explicó el chiquitín–. Ah, ecco il meglio!Guarda!
Alex esperó por eso que su hermano llamó “lo mejor”, y, sin duda alguna, entre lo predecible, no se sorprendió en cuanto el emperador, furibundo, decide intentar asesinar a Goku mientras volaba para largarse de donde sea que estuvieran. Aquél murió aniquilado de tal forma que no solo se erigió una ola de agua verde, sino que explotó el planeta en el que se habían medido los penes a punta de cardenales.
–Ah, ¿de gusdó? –la volvió a ver con una de esas sonrisas que la derretían.
–¿Sobrevive?
–Ah, Goku sí –asintió repetidamente.
Alex lo asfixiaba con un abrazo de esos que lo hacían carcajearse cuando Irene salió del baño.
EDT (GMT-4)
Sophia estaba orgullosa de su mascota: después de una exhaustiva inspección por todo el apartamento, y, habiendo determinado que no había reclamado un territorio que ya le pertenecía, escuchó que Emma, sosteniéndolo entre brazos, le decía:
–Continúa de esta manera, piccolo stronzetto , y nos llevaremos muy bien –acto seguido, le dio una galleta.
La miró interactuar con el cuadrúpedo, hacerle cosquillas y hablarle como idiota sobre lo idiota que se escuchaba al hablarle como una idiota; ofrecerle galletas a cambio de nada, como si no supiera nada sobre el perro de…
–En realidad, el condicionado era Pavlov –le dijo a ella–. Verás cómo, sin los extraños métodos de Iván, este animal resulta más educado que su dueña.
–Pero, mi amor –resopló Sophia–, eso lo hace cualquiera.
Emma colocó al can en el suelo y, mientras éste la miraba como si esperaba otra galleta, se acercó a la rubia y, con críptica seriedad, terminó por asaltarle los labios. Le siguió el juego porque no tenía nada que perder, pero se frustró cuando la Arquitecta lo interrumpió de modo abrupto.
–Voy a cambiarme el tampón –susurró a ras de sus labios, como si fuera algo sumamente erótico, y, con una sonrisa, la remató con un beso muy corto.
–Te acompaño –le dijo, atrapándola por la mano para que la arrastrara consigo.
Emma dibujó una mueca de mortal indiferencia y se dirigió al baño.
–Necesito las dos manos –sonrió.
–No es cierto –negó la rubia con la cabeza.
–¿Me llamas mentirosa?
–Sí –sonrió. Emma rio un tanto entretenida–. ¿Para qué necesitas las dos manos?
–Para bajarme el pantalón – «for starters» .
–Si me puedes desabrochar el sostén con una mano…
–¿Es eso una invitación? –susurró con la ceja derecha por el techo.
–De ninguna manera –disintió Sophia, dejando ir su mano–. Yo lo haré.
–Tú harás… ¿qué? –frunció el ceño mientras veía cómo la rubia sacaba una de las municiones de algodón de la caja.
Sophia rio nasalmente y, empuñando la tela blanca de su blusa, la haló hasta el bidet. Tarareando inconscientemente la versión de “Mas que nada” que había sonado en Onitsuka, tiró del cinturón marrón hasta removerlo de la aguja abatible y liberarlo por completo de la hebilla. El botón del jeans cedió como el ser humano promedio desearía que todo botón cediera en esos casos en los que los estragos estomacales se juntaban con la falta de tiempo. Rio sin dejar de tararear y, con un movimiento tan brusco como el de la urgencia que implicaba una incontinencia intestinal, le bajó ambas prendas hasta los tobillos.
– Here, you can hold this –susurró, entregándole el tampón.
Emma lo tomó, y lo miró, y miró el bidet como quien pregunta «so, what do I do?» . La respuesta fue casi despiadada, pues, sin prepararla mentalmente, fue forzada a sentarse heterodoxa e inapropiadamente sobre la porcelana. Los muslos se le incendiaron; no emitió más queja que un bufido que cabía dentro de lo normal al hacer contacto con la superficie fría. Pensó en hacer algún comentario sobre cómo lo normal era tal o cual posición, porque los límites que le marcaba el pantalón a los tobillos se agravaban contra el pedestal de la estructura.
–Te va a doler cuando te levantes –le advirtió Emma en cuanto la rubia se arrodilló frente a ella, sobre el bulto de mezclilla.
–Habrá valido la pena –sonrió.
Con la delicadeza requerida, le quitó los Manolos de los pies y, bordeando sus caderas, giró las perillas como si tuviera una maestría en termodinámica. «Ge-sù!» , dio Emma un respingo en cuanto el agua más fría que tibia hizo contacto con la zona; se le erizó la piel.
–Así no es como se hacen los enemas –resolvió decirle, intentando disimular la histeria de cada uno de los poros de sus brazos.
–En eso estamos de acuerdo –resopló Sophia–. Pero si no has sabido identificar la situación…
–¿Qué?
–Debería darte vergüenza.
«Do riti!», jadeó, dejando ir el tampón al suelo para poder aferrarse a la porcelana. Sí, le dio vergüenza no haber sabido reconocer que era la segunda ronda del programa de represalias sophianas. Esta vez, lo intenso se impuso desde un inicio, en tanto que le clavó tal mirada en la suya que se le hizo imposible rehuirla, que se le hizo imposible ceder a los triviales pestañeos.
No le tomó mucho tiempo en que se acordara de que había sido llevada al borde del colapso hormonal, de que había quedado inconcluso, de que la había dejado al borde del abismo. Para bien o para mal, el recordatorio sirvió para quitarse a sí misma de esa suerte de pausa en la que su cerebro había decidido colocarla para su propio bien, por lo que no se requirió de mucho para que, pese al cordón celeste, los dedos de Sophia sometieran a su clítoris al mayor de los placeres.
Comenzó a gemir. Nadie, ni Mozart, ni Tchaikovsky, ni Rachmaninoff, ni siquiera el portentoso y nostálgico Chopin compuso algo tan melodioso; ni la mujer de “The Accolade” resultaba tan hermosa, nila silueta de la Venus de Velázquez tan erótica.
Se echó sobre ella pese a sus piernas, pese a que la modificación de la postura le mojaría la camisa por detrás, y, tal y como se había aferrado a la porcelana, la tomó por los cóndilos para abusar de su boca con la misma intensidad con la que ella se lo hacía a su entrepierna. Pero, estando ya débil, y siendo debilitada incluso más, perdió la guerra incluso antes de haber pretendido batallarla: Sophia se adueñó de su labio inferior.
– Scopami… –gimió, implorando.
Fanática número uno de la semántica, de analizar el significado a partir de la propuesta del natural de Gloucester, se olvidó del papel de la connotación, del estilo, de lo reflejo y lo conlocativo, por lo que no supo anticipar el ejercicio literal, en el ahí y en el entonces, de lo que pedía. Consideró que ya era demasiado tarde como para quejarse, como para oponerse, pues ya el cordón celeste había sido halado y sus entrañas estaban vacías. No tuvo tiempo para quejarse, ni siquiera intentó.
Todo aquello que pensó con relación a la melodía, al erotismo y a la hermosura, todo se fue a la mierda; el sollozo de Emma, al ser invadida por dos de sus dedos, le resultó sublime, inefable. Y no se lo tuvo que pedir, ni ella ni su ego, porque sus cuerdas vocales gimieron su nombre.
CEST (UTC+2)
El ambiente familiar le acordó a las veces en las que, cuando pequeña, salían a comer mariscos con todos los Papazoglakis; más que el ambiente, fue la desvergüenza y la despreocupación económica con la que pedían la comida y la bebida. No negaría sentirse nostálgica, pero no aceptaría regresar a aquella abundancia descarada y desmedida.
Luego de haberse tragado tres docenas de ostras, Ottavio había resuelto pedir la degustazione y dos botellas de vino blanco de la casa para los adultos; para Paolo, un kebab di tonno fritto marinato al tandoori con patate fritte y una coca cola; para Vincenzo, una beef burger con patate al forno y una fanta. Esto último, la bebida naranja, era lo que a Alex le hacía pensar que los genes de Caterina habían resultado dominantes en el más chico de sus hermanos: ¿a quién le gustaba la fanta?
Mientras los patriarcas conversaban sobre los mercados emergentes en los que valía la pena invertir, y las matriarcas se encargaban de estresar a Alex por su inminente retorno a la universidad, Vincenzo le contaba a Paolo, con esas enternecedoras /d/, que había visto ancora cómo explotaba Krillin y cómo Freezer había sido cortado en cuatro pedazos.
EDT (GMT-4)
Cedió a la verbalización de una retahíla políglota de afirmaciones, de síes, yes es, sì es, oui es, sim es, áno s y naí s; la tensión se tornó insuperable e irremediable. Apretó, apretó como Minerva y Venus decidieron que debía apretar cuando la diseñaron; apretó hasta casi triturarle los dedos a la rubia, y se disponía a gemir el orgásmico crescendo cuando se sintió vacía, físicamente vacía. La miró, no sabiendo si implorarle misericordia, pero en ese juego ella no iba a perder; nadie pierde en el juego que ha inventado. Respiró profundamente, se tragó el orgullo y la frustración con la promesa de que, cuando fuera el turno de Sophia, recurriría al método más salomónico posible.
–Quiero pensar que cada ronda disminuye tu enojo –murmuró, echándose hacia atrás hasta lograrse apoyar nuevamente de la porcelana.
–Me dejaste a medio beso –le dijo Sophia, recogiendo un poco del agua de la fuente en su mano para, con la delicadeza requerida, limpiar los alrededores.
–Me dejaste a medio orgasmo –repuso Emma, fallando en controlar sus espasmos vaginales a causa del tacto–. Dos veces.
–Me emboscaste –se encogió entre hombros, dando el tema por terminado.
–¿Tienes hambre? –preguntó mientras seguía el movimiento de su mano por su entrepierna.
–Un poco, ¿tú?
–Un poco –se contrajo.
–Sensible.
–Sensible –asintió Emma–. ¿De qué tienes antojo?
–Sabes, me siento engañada.
–¿Por quién?
–Por ti.
Emma se asombró, pero supuso que se refería a lo del tercer socio. En vista de que Sophia parecía estar construyendo una oración que le permitiera expresar su engaño, guardó silencio y esperó. La observó rodear nuevamente sus caderas para apagar la fuente, recoger el tampón del suelo y tirar de la casi imperceptible pestaña rosa para quitarle el plástico; la observó sopesar la situación: «to put it in myself, or to not put it in myself, that is the question» .
–No quiero lastimarte –dijo Sophia, ofreciéndole el cordón del tampón para que terminara de quitarle el plástico. Emma se mostró indiferente–. Además, no creí que me fueras a dejar.
–Esperaba responsabilidad –le dijo, echándose hacia adelante y abriendo un poco más las piernas para prepararse–: si tú lo sacas… –respiró hondo y se empaló con la pulgada y media de algodón–, tú lo metes. Así es como funciona esto –sonrió.
–Entonces, ¿sí lo esperabas? –frunció el ceño a medida que se ponía de pie; no sintió molestia alguna.
–No esperaba nada –confesó, viéndola ir en dirección al perchero, desde donde le arrojó la más pequeña de las toallas grises–. No sabía que esperar –le explicó mientras se paseaba la microfibra de aquí allá para secarse–. ¿Por eso te sientes engañada?
–No.
La observó desde donde estaba, porque algo tan trivial, como asegurarse de que todo estuviera en orden, le parecía simplemente entretenido en manos de la Arquitecta. Cuando supo que era momento de que ella se pusiera de pie, se volvió hacia la izquierda para lavarse las manos. Supuso que ella no querría que viera la saturación y las tonalidades de rojo que pintaban el algodón que había quedado abandonado en el bidet, y supuso bien, pues, además, no era necesario. Entretanto, Emma se deshizo de toda la evidencia y dejó correr el agua caliente por la porcelana para que ésta se esterilizara. El baño se inundó de la mezcla de la miel, la avena y la leche del jabón.
–Creí que iríamos por… –calló cabizbaja.
–¿Por? –inquirió Emma, mirándola a través del espejo mientras se lavaba las manos. Sophia permaneció callada–. ¿Por los arneses? –dijo en voz baja. Sophia asintió–. Nos recibirán a las dos de la tarde.
–¿Ahora lo hacen por cita? –frunció el ceño.
–Es que no vamos a un lugar normal –rio nasalmente–. ¿Qué se te antoja?
–Sí sabes que tendrás que explicarme, ¿verdad? –dijo, mirando al suelo para encontrarse con el can que llegaba a pedir otra galleta.
–De algo tendremos que charlar sobre el almuerzo –asintió Emma, sacudiéndose el exceso de agua de las manos.
–Algo que quede cerca de donde sea que vayamos –supuso.
La Arquitecta tuvo que cambiarse la camisa, no porque estuviera sucia, sino mojada. Cuando salió de la habitación con la blusa Saint Laurent en las manos para poder pedirle a Sophia que la ayudara a recogerse las mangas, fue testigo de cómo ella sostenía la misma conversación con el cuadrúpedo; nuevamente, le prometió tres galletas si se portaba bien.
–Tú lo haces para provocarme –señaló la rubia su busto.
–No puedo hacer nada –le dijo en lo que enfundaba su brazo derecho–, vienen conmigo a donde quiera que vaya –se enfundó el brazo izquierdo–. ¿O es que quieres que me las ampute? –rio nasalmente, acomodándose dentro de la blusa.
–Eres una exagerada –la condenó y se acercó a ella para introducir cada botón dorado en el ojal correspondiente–. Aquí donde las tienes están bien, no las olvides nunca –le dijo con una risa.
–Menos mal vienen conmigo a donde quiera que vaya –repitió con la ceja derecha arqueada.
Antes de salir, mientras Emma se arreglaba la blusa dentro del jeans, Sophia le sirvió una lata de Castor & Pollux al can. Ambas se preguntaron qué tenía que ver la seducción de Zeus a Leda y la compañía que les suplía el alimento para Darth.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, los ojos de Mrs. Davis las juzgaron por ir mano en mano; sin embargo, porque no había mejor solución que ser amables, al punto de condescendientes con ella, la saludaron. En el octavo piso, para desgracia de las tres, se incorporó Richard con Ms. Lula LaBye, el apestoso French Poodle.
Emma pensaba en cómo el nombre del hediondo cuadrúpedo sonaba a uno muy propio de Drag Queen cuando Mrs. Davis hizo lo que ella había querido hacer desde hacía cuatro años que había sabido de la existencia del Poodle:
–La pestilencia de su animal es un atropello para todos los vecinos –increpó–. Si lo sigue subiendo por el ascensor, personalmente me encargaré de que la administración sepa que está actuando en contra de las normas de convivencia del edificio.
Richard miró a Emma y a Sophia como si ellas pudieran ayudarlo, pero, a decir verdad, no había nada que hacer: si bien no estaban de acuerdo con tomar medidas tan drásticas como reportar al vecino con la administración, el hedor de Ms. Lula LaBye era increíblemente penetrante y tendía a adherirse a los espacios por horas, ¡horas!, antes de que alguien pudiera decir algo, las puertas se abrieron en el vestíbulo y cada quién se fue por su camino.
Se olvidaron del episodio en los quince minutos que les tomó en llegar a Caffè dei Fiori, sobre Lexington, entre 71st. y 72nd. St. Tomaron la mesa junto a la ventana, la Arquitecta pidió un Negroni; la Licenciada, un Shirley Temple sin maraschino.
–Me parecen una aberración –comentó Sophia con respecto de la cereza.
Convinieron en compartir una ensalada caprese, en que Emma pediría gnocchi alla Sorrentina y Sophia una milanesa de ternera para probar ambos platos, y en que compartirían un crème brûlée con frutti di bosco .
Mientras comieron, Emma le contó cómo alguna vez Natasha y Julie habían hablado de la mujer a la que verían a continuación, aclarando que nunca había puesto un pie en su recinto comercial, si es que así podía llamársele a aquel lugar. A su vez, le dijo cómo, en el tiempo que había perdido el día anterior y ante el rechazo absoluto de la idea de que terminarían la relación por lo del tercer socio, había decidido preguntarle a Julie en dónde quedaba el negocio que había recordado, pues ya no estaba en la disposición de despilfarrar en juguetes genéricos que fácilmente no cumplirían sus expectativas. Ésta le había dicho que no funcionaba así, que ir con Theresa era algo tan delicado como especial: su negocio, al girar en torno a su discreción, se concertaba una cita con el aval de alguno de sus clientes.
–Lo siguiente que supe fue que Julie lo había hecho por mí– se encogió Emma entre hombros.
–No sé cómo sentirme con respecto a esto –rio Sophia nasalmente, «porque no me encanta la idea de que Julie sepa cómo llevo mi vida sexual» .
–Hay cosas que no te puedo decir en público porque iría en contra de la discreción que amerita el caso –repuso–, pero sé tanto por Julie como por Natasha que es toda una experiencia.
–¿Por qué recurriste a Julie y no a Natasha?
–Porque Natasha nunca ha solicitado sus servicios –se encogió entre hombros.
–Pero sabe de su existencia. –Emma asintió–. Si ella sabe, ¿en dónde queda la discreción? –rio.
–Natasha sabe porque es Natasha –argumentó–, y porque Theresa es amiga de Margaret.
–La aristocracia neoyorquina padece de las mismas maldiciones que un pueblo chico –comentó irrisoriamente.
–Indiscutiblemente –asintió de nuevo.
–Como sea, ¿qué ofrece esta señora que no ofrezcan, qué sé yo, los de Babeland o alguna otra tienda?
–No produce en masa.
Ante la llegada de la ensalada, Sophia ya no quiso preguntar y prefirió quedarse con la intriga pese a aceptar que las circunstancias parecían más bien surreales, casi sacadas de la ficción. Supuso que no podían perder nada con corroborar si la experiencia era tan majestuosa como Julie la había hecho sonar en su momento; supuso que, de no conseguir lo que buscaban –y no sabía con exactitud qué era eso–, podían acudir a una de las tiendas que, por oposición a las palabras de Emma, sí producían en masa.
–¿Aquí? –preguntó Sophia, mirando la doble puerta de vidrio y hierro que se identificaba con el número cincuenta y cinco sobre Park Avenue y 74th St.
–Aquí –afirmó, abriendo la reja que separaba a la propiedad privada de la vía pública.
–Pero ¿aquí? –preguntó de nuevo, incrédula, paranoica.
–Sí, aquí –rio nasalmente, presionando el botón dorado al costado derecho.
La puerta se abrió lentamente hasta revelar un espacio sobrio, pulcro en su total composición. El espacio era amplio, moderno, de tan buen gusto que era una lástima que no se pudiera fotografiar para hacer una estelar aparición en Architectural Digest o en algún manual de Diseño de Interiores.
A manera de sala de espera, porque era obvio que nadie nunca esperaba, se disponían un sofá y dos sillones cuyos textiles, entre el marfil y el gris, se adecuaban inmaculadamente a los bordes rectos y a las esquinas sutiles; en medio, una alfombra marrón oscuro, y, sobre ésta, una mesa cuadrada, de vidrio, cuya única decoración era más bien útil y funcional para aquellos que fueran lo suficientemente curiosos y se atrevieran a abrir la antología de desnudos que había fotografiado Gil Baresi hacía unos diez años. Los paneles eran verticales, lo cual servía para alargar y enaltecer el espacio; eran de un gobi grisáceo y oscuro que absorbía la luz natural que apenas se filtraba por entre las densas cortinas que guardaban en secreto el lugar que suministraba las herramientas para que la aristocracia de la costa este pudiera aliviar sus pasiones, cumplir sus deseos, realizar sus fantasías, y suplirse de un lujo de imposible comparación. La falta de luz natural obligaba a que cada cierto número de paneles hubiera una barra de iluminación vertical, y, para no ceder a la monotonía, había secciones de en las que se exhibía una rejilla de roble quemado.
La mujer que las recibió era esbelta y espigada, infinita de piernas. Su sonrisa actuaba como la primera impresión de aquel recinto que no aparecía en ningún mapa, una sonrisa desprovista de juicios y críticas, una sonrisa que invitaba a la comodidad de ser partícipe de la arcana imperii del placer. Era una mujer exquisita, casi una Stepford wife , con el tocado ajustado, la piel blanca, los labios rojos y los ojos azul cobalto, y envuelta en un vestido azul marino de líneas impolutas que gritaba algo entre Armani y Hugo Boss.
Habiéndose ofrecido a resguardar sus bolsos para que nada se interpusiera entre ellas y sus deseos ( sic ), les ofreció algo de beber. Las opciones iban desde un vaso con agua hasta una copa de champán; las estrategias del neuromarketing harían lo suyo. Las preguntas de Savannah –nombre con el cual se identificó la mujer que parecía fungir como la recepcionista del lugar–, a pesar de reducirse únicamente a tres, parecieron propias de alguien que tenía el entremetimiento por pasatiempo: nombres, edades y el tipo de relación que sostenían entre ellas. Reflexionando sobre esto, entendieron que parte de la discreción se debía a las relaciones extramaritales o, simplemente, no conforme a los supuestos valores morales de la sociedad.
Con una copa de Moët cada una, esperaron a ser atendidas por Theresa Renner mientras volcaban su atención sobre la única pieza decorativa del salón: de una pared lisa y llana pendía un cuadro que parecía haber sido elaborado ex professo para las dimensiones en cuestión. Con trazos en malva sobre lienzo blanco, se componía, floja e incompletamente, la silueta de una mujer que quedaba a la libre interpretación del espectador: ¿se masturbaba o simplemente se exhibía?
–Cualquiera que te conoce, y que haya estado en este lugar, diría que esto es gusto tuyo –susurró Sophia, recostando su sien en el hombro derecho de Emma.
–¿La pintura? –preguntó y le dio un suave beso en la cabeza.
–Solo si firmas bajo el pseudónimo de “Cristóbal Garrido” –señaló la firma del autor.
–¿Cómo crees? –resopló–. Firmaría con algo como “Ippolita”.
–Tienes razón, ése es un mejor pseudónimo –se mofó.
–No sé quién es Cristóbal Garrido, pero Hipólita, al menos, es la mamá de la Mujer Maravilla.
–Tremendo honor –rio sarcásticamente.
–Y con su cinturón mágico, seguramente no se le caían los pantalones –agregó Emma.
–Estoy segura de que ninguna Amazona vestía pantalón.
–Qué bueno que son un mito –rio nasalmente y se inclinó un poco para darle un beso en los labios.
Intercambiaron ácido desoxirribonucleico por espacio de unos segundos, porque no había nada en el espacio –y todo en el principio de devoción por lo arcano– que no invitara a la comodidad: el aroma a sándalo y cedro, junto con la combinación de la perceptible huella del cuero; la iluminación tenue, aunque concentrada en el lienzo; la modorra con la que venían cargando desde antes de despertarse, el poco alcohol que habían consumido y los sorbos de Möet que actuaban como un potente afrodisíaco.
–Me refería al espacio –dijo a ras de sus labios.
–No, no es obra mía –respondió Emma, jugando con la punta de su nariz con la suya–. Se me ocurre que puede ser de Prevost –dijo, refiriéndose a la fracción de diseño que tenía un gusto tan bueno como el suyo, y le dio otro beso con las más claras intenciones de provocarla.
–Basta –se despegó de ella–. Sé lo que intentas hacer. No me obligues a ceder.
–No me puedes culpar por intentarlo –rio casi inocentemente y bebió un sorbo de rosé.
–Siempre llama la atención –dijo una voz suave y melódica, contundente en la pronunciación y la cadencia de afectación extranjera.
Se volvieron sobre sí; la rubia, sonrojada.
Era una mujer ligeramente mayor, contemporánea de Margaret, dotada de tal garbo que aspiraba a la sublimidad de sí misma: guapa, con un par de ojos verdes que le hacían competencia a los de la Arquitecta y una sonrisa tan reconfortante que le hacía competencia a la de la Licenciada. Portaba una chaqueta cruzada de tweed azul marino con botones plateados que, abierta, dejaba ver los bordes de una mascada gris y el fondo de la blusa blanca; falda recta, por debajo de la rodilla, y, si bien hacía juego en el plano de lo cromático, divergía en el textil; y se elevaba en unos modestos Manolos negros de cinco centímetros.
La habían visto en múltiples ocasiones, en las fiestas que ofrecían los Roberts o que tuvieran que ver con ellos, en PageSix, siempre bajo su primer nombre y su apellido de casada: Helen Ashton. Emma la recordaba desde tiempos inmemoriales (el primer cumpleaños que había celebrado con Natasha); Sophia, de la fiesta que había terminado por meterla en la relación en la que estaba: Madeline había sido de aquellas personas con las que Margaret compartía risas cuando se habían acercado a saludarla.
–El cuadro –señaló la pared mientras se acercaba a ellas–, siempre llama la atención –sonrió y le alcanzó la mano a Sophia–. Yo soy Theresa.
Claro, porque una señora como ella no podía ir por el mundo del placer con algo que no fuera un household name , un código, una realidad en sí misma. Sophia se presentó con nombre y apellido; Emma, únicamente con el de pila. Confirmaron quién había avalado tanto la integridad comercial de la dueña de aquel recinto –que, de no ser porque operaba una tienda devota al lujo y al placer, fácilmente podría haber sustituido a Clarisse Renaldi– como la integridad arcana de Emma y Sophia. No les tomó mucho tiempo en entender por qué, o más bien qué era lo que Julie no podía describir con exactitud, porque ellas tampoco pudieron, y, ciertamente, yo tampoco.
No fue tan surreal como en un principio pareció serlo, porque sucedía que Theresa, luego de haber ejercido algunos años como ginecóloga-obstetra, y que se había disgustado por prácticas tan inhumanas como el husband stitch , había cursado un posgrado en Psicología Clínica y se había recibido como sexóloga por parte del Instituto de la Sexualidad Humana en Perth. Ahora, años después, suplía a la élite neoyorquina con todo lo necesario para que pudieran realizar todas sus fantasías de manera segura; contaba con un vasto equipo que cubría desde la fabricación de un fuete hasta el ensamblaje de toda una habitación. Ella no sabía sino reconocer que esas novelitas insípidas de E.L. James habían promovido de manera gratuita no solo su negocio, sino también los servicios adicionales, como la terapia sexual.
Emma fue muy clara con ella, porque se le hizo justo que nadie debía perder el tiempo y que había que ahorrarse las vergüenzas. Le dijo lo que quería, no le dijo por qué, pues el para qué se sobreentendía. Ella agradeció la franqueza, ya que pensaba que no había mayor hipocresía que cuando la timidez y el pudor se mezclaban con cosas como las prácticas del BDSM.
Hizo algunas preguntas relacionadas a su experiencia sexual como pareja, tanto en términos de confianza como de prácticas y costumbres; sobre sus competencias y capacidades fisiológicas; sobre el proceso que querían llevar a cabo. Llegado cierto momento, pidió hacerles una prueba sencilla, casi ridícula, para determinar ciertos aspectos primarios: con el puño derecho apenas cerrado, le pidió a Emma que introdujera cuantos dedos solía introducir en la rubia y que, suponiendo que el interior era la cavidad vaginal, hiciera los movimientos que mejor le sentaban. Sophia observó para confirmar, pero, a decir verdad, a las cuatro se nos hizo absurdo, porque la Arquitecta no se equivocaría, no en eso. Por último, la hizo introducir los dedos en una máquina que simulaba la capacidad kegeliana. Anotó todos los detalles vaginales al derecho y los anales al anverso. Repitió el proceso con Sophia.
Subieron al segundo piso, en donde conversaron sobre materiales, colores y todas las parafernalias pertinentes. Allí, mientras que Emma se interesaba más por todo el proceso, Sophia casi pierde la cordura en cuanto se dio cuenta de que los estantes en los que Theresa guardaba cada uno de los prototipos tenía un sistema de compuertas de suspensión vertical, ¿qué clase de inepto había decidido que era mejor deslizar los paneles uno a uno y hacia arriba, cuando podía deslizarlos todos al tiempo y hacia uno u otro lado? Detestaba a los diseñadores de interiores, a esos decoradores glorificados que no sabían nada de funcionalidad mobiliaria. Le dio risa haber recurrido a las mismas palabras de Emma, a la misma expresión «glorificado» , y supo que tenía que dejarlo pasar.
Participó activamente en los detalles, pues a ella también le interesaba agilizar el proceso; pensó que, mientras más rápido salieran de allí, más rápido podía irse a dormir, y más temprano que tarde le darían lo que quería.
«Diecinueve veces» , se dijo mientras veía cómo Emma se decidía por un gris oscuro y la forma fálica menos fálica de entre las quince que le mostraba el estante del medio. «Diecinueve veces» , repitió, ahora viendo cómo señalaba el azul índigo y la sutil textura anillada, la cual resultó ser la segunda forma menos fálica de todas. Cuando llegó su turno, escogió el rojo por obvias razones y una forma cuya curvatura y falocracia residían en un claro remedo minimalista del ápice y el astil,
Se pasearon por el resto del espacio para decidir si necesitaban algo más. Cualquiera podría haber dicho que eso era un error, porque era evidente que llevarían más cosas, como su primer juego de esposas de cuero y algunos lubricantes cuyos efectos querían probar ayer.
Cuando bajaron, Theresa les explicó que, para una mayor ergonomía, ella recomendaba que se sacara un molde de sus entrepiernas, pero, que, sin embargo, no era necesario; el molde se podía hacer allí mismo, en ese momento y con su ayuda, o en casa. No obstante, cuando ellas le explicaron que menstruaban al mismo tiempo, y que ese tiempo era en ese momento, se inclinó más por insistir en que lo hicieran en casa, una vez las hormonas no provocaran ligeras, pero significativas alteraciones. Les entregó los dos paquetes, uno para cada una, y, a pesar de que incluían instrucciones, les explicó cómo debían aplicarlo; cuando hubieran hecho los moldes, debían avisarle a Savannah para que los recogiera en la dirección acordada, así podían manufacturar los productos ; les avisarían en cuanto estuvieran listos para que los probaran y para que la leather master hiciera las alteraciones pertinentes al arnés del artefacto azul. Adicionalmente, porque sabía que había cosas que no se hacían esperar, les obsequió un primo lejano del artefacto rojo que alguna vez había usado Sophia con Emma, y les convidó un juego de dados que servía para las provocaciones en pareja.
–Creí que sería más caro –rio Emma en cuanto pusieron un pie en la acera.
–No me jodas, ¿más? –se le quedó mirando Sophia–. Son como dos dólares menos que cuatro noches en la Carnegie del Plaza.
– Oh, well –suspiró, tomándola de la mano–. If I’m to fuck you in the ass, I’d like to do it just right, with the best toy there is –sonrió, pedante y provocativamente arqueando la ceja derecha a medida que se llevaba las gafas oscuras a los ojos.
CEST (UTC+2)
Sara todavía no se acostumbraba a esas veladas; no era que no le gustaban, era solo que, a veces, cuando se interponía el silencio y esos lapsos en los que no sabían qué decirse, le era incómodo. Eso de sostenerse la mirada por largos segundos no era para ella, porque no se trataba de una de esas chorradas como que los ojos son la ventana del alma, porque ésa no es más que una porquería esotérica, pero era porque todos sus hijos, los tres, habían heredado ese no sé qué que tenía Franco en los ojos: eran intensos, penetrantes iris verdes que tenían la capacidad para reconfortar y, al mismo tiempo, para intimidar. A veces, mirarlos a los ojos era como mirarlo a él. Pero esa noche, a media luz, los ojos de su hija menor parecían ser como los suyos: ambarinos y amigables.
Se disponía a ver Bellissima en uno de esos canales que se dedicaba a las películas viejas, donde el único criterio era que fueran en blanco y negro, cuando Laura la llamó para preguntarle si podían llegar con Stavros a cenar. Beninteso! , había sonreído, y, posteriormente, le había informado que, debido al viaje, no tenía otra cosa sino cereal; Laura le dijo que no se preocupara, que ellos pasarían por el Carrefour de Corso Vittoria por lo que fuera que se le antojara. Acordaron que pasta y ensalada, porque con eso podían satisfacerse todos por igual.
No le molestó que, a su llegada, Malena Muyala tuviera que ser silenciada –y vaya que le encantaba “La Última Curda” – para que sonara alguna lista de reproducción genérica, mayormente compuesta por Rod Stewart, que les permitiera conversar a gusto mientras ella se encargaba de la pasta, Laura de la ensalada, y Stavros del pan y el queso.
Les ofreció las últimas dos copas de Brunello di Montalcino que le quedaban a la botella, pues ella ya había bebido más que lo suficiente y ya no estaba en edad para padecer de una resaca, mas quedaron en posesión de su yerno en cuanto Laura, con una sonrisa de cortesía, declinó la que le correspondía; ellas se conformaron con té frío.
En ese momento estaban a solas, él había subido para regresar “Questions de méthode” y retirar el ejemplar de “Le Deuxième Sexe” . Sonaba “September in The Rain” cuando, sosteniéndose la mirada, Laura desistió por primera vez: huyó de sus ojos por la simple razón de que parecía escrutarla, porque parecía que sabía todo y solamente estaba a la espera de que lo vomitara.
Ansiosa, se estiró sobre la mesa y trajo hacia sí el recipiente con penne al sedano. Sara le alcanzó el queso rallado y le sirvió un poco de té frío.
–Necesito saber que lo que te voy a decir no te va a poner ni alegre ni triste –le dijo antes de llevarse el segundo primer bocado a los labios.
–Haré mi mejor esfuerzo –asintió, y esperó.
–Hablé con Marco.
Al escuchar esas tres palabras, Sara palideció, temiendo cualquier escenario de esos que constituían lo peor , pues Laura, por razones que las rebasaban, no solía mencionárselo en lo absoluto. Se aclaró la garganta y se reacomodó sobre la silla para prepararse para eso, para lo peor .
–Él está bien –le dijo para tranquilizarla–. Sano y peludo, como siempre –rio nasalmente–. Christa también, solo que sin tantos pelos –murmuró, haciéndola reír–. Marco sigue trabajando en ese lugar en el que nadie sabe qué hace, quizás ni él, pero lo van a transferir a la sede de Genoa.
–Oh –musitó Sara–. Supongo que eso es bueno.
–Quién sabe –se encogió entre hombros.
–¿Por qué no me dices de una vez? –le preguntó un tanto molesta.
–A eso iba –repuso, llevándose otro poco de pasta a la boca, y la hizo esperar mientras pescaba el teléfono del bolsillo trasero de su pantalón–. A eso voy –añadió y, entregándole el teléfono luego de haberlo toqueteado un par de veces, fue ella quien esperó a que Sara dijera algo.
–¿Cómo se llama? –inquirió sin despegarle los ojos de encima a la fotografía.
–Panfilo –susurró.
–¿Que Marco hizo qué? –alzó la mirada llena de terror, mas la carcajada de Laura le indicó que era una broma–. ¿Cómo se llama? –repitió.
–Piero.
–Piero… –susurró–. ¿Por algún futbolista?
–No, sabría decirte –sonrió–. También le puso Enrico.
–¿Enrico? –frunció el ceño.
Sara no sabía qué le sorprendía más, si el hecho de que se había apegado a esa extraña tradición familiar en la que todos portaban dos nombres para evitarse los homónimos, para ser únicos y especiales –como si con esa manera de escribir el Pavlovic y el Peccorini no fuera suficiente–, o si era el hecho de que no había perpetuado la memoria de Franco a través de ese humano en potencia que Christa sostenía entre brazos, porque no perpetuar su memoria y sí la de su abuelo era desconcertante; no lo habría visto venir ni en mil años.
–Es solo un nombre, mamá –negó Laura con la cabeza.
–Panfilo no es solo un nombre –dijo, y, habiéndole dedicado un último segundo al primero de sus nietos, le devolvió el teléfono.
–No, supongo que no –sonrió.
–Piero Enrico… –murmuró como para sí misma–. Suena bien. Me gusta.
–Y, si no entendí mal, lleva únicamente el apellido de Christa –asintió en consonancia. Sara la miró, pidiéndole más información al respecto, pues ella sabía de la existencia de su nuera por comentarios sueltos aquí y allá que solía hacer alguna de sus hijas, o bien, alguna de sus amigas, cuyos hijos conocían a Marco–. Bassani.
–Bassani –sonrió.
–¿Estás bien?
–Claro –asintió–. ¿Qué se siente ser tía?
–No lo sé, te diré cuando lo conozca… si es que algún día lo conozco –se encogió entre hombros.
–Eh, suocerina –interrumpió Stavros–. ¿Puedo llevar también éste? –le mostró el ejemplar intacto de “Nuovi Soggetti Nomadi” .
–A lo mejor también quieras llevar el de “Dissonanze” –asintió.
La tupida barba marrón sonrió como niño pequeño. Dejó los libros sobre la mesa del comedor, asegurándose antes de que no hubiera ningún rastro de comida o bebida sobre la superficie; bordeó la mesa, se inclinó sobre Sara, quien lo miraba con la respectiva extrañeza, y la abrazó por sobre los hombros mientras le murmuraba una especie de mantra que le debía proveer buena salud, felicidad eterna y quién sabe qué más; dejó ir a su suegra y, encaminándose nuevamente hacia la salida, se detuvo a un lado de Laura para depositarle un cariñoso beso en la cabeza.
–Te vas a ir al cielo –le agradeció Laura, pues sabía que Stavros no era su persona favorita desde siempre.
–Quiero pensar que ya estoy allí –sonrió, negando ligeramente con la cabeza.
–Claro –rio–. Es cierto lo que dice Emma: entre tú y el cielo, solo el Papa.
–No sé por qué dicen eso.
–Porque es gracioso –se encogió entre hombros.
–Supongo que sí –asintió pensativa–. ¿Debería llamar a tu hermano?
–No lo sé –contestó con franqueza–. Eso es algo entre tú y él.
–¿Algo más?
–Siempre hay algo más –asintió Laura–. Yo tengo nueve semanas.
Sara la miró impasiblemente.
–¿Y es lo que quieres? –inquirió consternada.
–Sorprendentemente, sí –afirmó–. Lo descifraremos sobre la marcha, porque, hoy por hoy, no tenemos mayor idea de qué está pasando.
Sara se puso de pie y la abrazó casi tan fuerte como Stavros la había abrazado a ella hacía unos momentos.
–¿Alguien más sabe?
–Solo tú –negó con la cabeza–. Tuve la intención de decirle a mi hermana hace algunos días, pero la conversación tomó otro camino –se encogió entre hombros–. Se lo diré cuando la vea.
–¿Por qué no te vas el lunes conmigo?
–Porque tengo cita de control el sábado –negó de nuevo–. Y, no sé por qué, me da la impresión de que, si le digo a Emma que no llegaré para su boda por una revisión médica, modificaría los planes… si algo conozco de ella son esas cosas que parecen racionales, pero que no son más que arranques para acomodar a la familia.
–Lo haces sonar como un defecto.
–Lo que hizo por papá no tiene nombre –frunció el ceño–. Sabiendo ahora todo lo que papá hizo, si hubiera estado en mis manos, honestamente… –respiró profundamente–. No me mires así.
–¿Cómo?
–Como si no estuvieras de acuerdo con lo que pienso.
–Ni siquiera sabría decirte lo que pienso –rio nasalmente avergonzada, provocando sorpresa en la menor de sus hijas.
–No sé si condenar a mi hermana de buen corazón , de consciencia tranquila ...
–Eso no es justo –la reprendió esta vez–. No puedes hacer eso cuando no está para defenderse.
–De nada serviría –resopló–, porque metería las manos al fuego por que ni siquiera ella sabe bien por qué lo hizo.
–¿Y esto qué tiene que ver con que no llegarás a tiempo?
–No quiero forzarla a que haga algo que no sabe bien por qué lo hace.
–Piensas poco de ella.
–La conozco lo suficiente.
Gli nanni se durmieron con “Steven Universe” en el televisor. Vincenzo, temerario, había perdido el conocimiento a la orilla de la cama, aunque parcialmente sobre Alex, por lo que Paolo, que cedió después, se había trasladado de entre su hermana e Irene al sofá junto a la ventana para cuidar que éste no se cayera.
–¿Tú entiendes qué está pasando? –susurró Irene.
–No tengo la más mínima idea –rio Alex calladamente–. Pero ahora entiendo por qué Paolo usa los jeans como los usa –señaló los dobleces que se hacía el mayor de sus hermanos–, y por qué Vincenzo quería “infradido”rosa –remedó la tierna pronunciación del menor de sus hermanos.
– Infradido –susurró Irene–. Se te escucha muy bonito –la miró.
–¿Tú crees? –sonrió para ella.
–Raras veces me equivoco, mi amor –asintió–, y ésta no es una de esas veces.
Alex se sonrojó. Tragó grueso. Ese mi amor era consciente, era a propósito, porque allí no había ni alcohol ni ronroneos postcoitales en juego. Sintió cómo las entrañas y el cerebro se le licuaban. Y estuvo a punto de decirle eso que era demasiado obvio, eso que todos sabemos, pero, sin saber por qué, se encontró diciendo:
–Bésame.
El poco seso que le quedaba parecía haberse disuelto en lejía, porque esa era una petición que no iba con ella, que no había hecho nunca con nadie, ni siquiera cuando creyó conocer a su per sempre en Silvana, la que, honestamente, más le había costado superar.
La griega la miró con esa interrogante de «qui?» y miró alternadamente a los dos niños dormidos.
–Bésame –repitió, porque sus principios habían salido volando por la ventana, porque ya nada importaba, y, si no decía eso, le diría eso que era imposible que no supiera ya, pero que, si se lo decía, era el fin de ese algo que tenían.
Irene sonrió y, lentamente, se acercó a ella para darle eso que pedía entre rubores. Le acarició la mejilla derecha con la yema del pulgar y el dorso de sus dedos restantes, la miró, jugueteó con la punta de su nariz en la suya, y le pagó aquel beso suave con el que le había acordado que era imposible –por siempre y para siempre– que se aburriera de ella, incluso en el fatal caso de que lo de ellas cayera en la desgracia del olvido; cada vez que Irene fuera besada, tocada, mirada, y todos los -ada que vinieran al caso, se acordaría de Alex y de todas las veces que le había arrebatado la razón contra el muro, contra el piso, contra el pavimento, y contenta contra el cemento, y sin pena en la arena, y sin consuelo en el suelo, y despacio hasta el espacio, y fuerte bajo el puente, y picante contra el estante, y violento en el asiento. Pensando en eso, rio nasalmente, reclamando su lengua entre sus labios. Tuvo que detenerse en cuanto llamaron a la puerta.
–Tú… –suspiró Alex–. No te muevas, no se te olvide eso que estabas haciendo –dijo.
–No, tú no te muevas –susurró y se puso de pie para abrir la puerta.
–Irene –sonrió Ottavio–. No estaban dormidas, todavía, ¿verdad? –inquirió.
–Y si lo estaban, ya no lo están –disintió Caterina desaprobatoriamente, apresurándose sobre lo que fuera que Irene podía decir–. Te dije que era mejor escribirle antes a Alex.
–No estábamos dormidas –les dijo, haciéndose a un lado para que pasaran adelante–. Pero ellos sí –miró en dirección a gli nanni .
–Yo me encargo de Paolo –murmuró Caterina.
Ottavio asintió, estando de acuerdo en que él podía encargarse de Vincenzo, que era el más grande y el que, por tanto, más pesaba. Se acercó a Alex y, antes de cargar al menor, le dio un beso en la frente a la mayor, deseándole una buena noche. Ambos, Caterina y Ottavio olían al par de Negroni que ellas habían dejado pasar para que los enanos pudieran ver televisión y doblar el pico cuanto antes.
–Buenas noches, Irene –susurró Caterina en cuanto se incorporó al pasillo, esperando a Ottavio, que venía tres pasos atrás.
–Buenas noches –sonrió ella para los dos y cerró la puerta.
–Necesito una ducha –le dijo Alex.
Irene se acercó a ella y la olfateó.
–No la necesitas, pero, quizás, sí sería bueno que tomaras una –rio nasalmente.
–¿Vienes?
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Detesto el formato... porque seguramente nadie lo verá como lo tengo en Word. Qué vergüenza.