Antecedentes y Sucesiones - 23
De lo relativo al tiempo: puntualidad e impuntualidad, relojes, horas, minutos, y segundos. Y de las Rialto.
Por las narcoserenatas vs. los narcocorridos, las risas a media noche, y el reguetón prosaico,
el “ksjnfdsd”, mis metidas de pata, y el bullying.
Porque yo lo tengo todo…
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Las paredes eran beige, o de un color térreo pálido que parecía ser beige pero con mucho esfuerzo. Todavía olía a pintura a pesar de no haber ni un milímetro fresco, simplemente al casero del edificio se le había olvidado abrir puertas y ventanas para ventilar aquel espacio de treinta diminutos metros cuadrados que tenía todo a pesar de no tener mayor división más que la del baño, que tenía puerta.
El pasillo probablemente serviría para poner la zapatera que exhibiría veinte pares de zapatos de todo tipo y que no dejaría espacio para los de ningún invitado. A la izquierda, sin ventana pero sí con extractor de olores, se escondía el baño; el inodoro al lado izquierdo, frente a la puerta el lavamanos con un espejo de tres secciones de compartimentos escondidos, y, entre ambas porcelanas, la ducha; una cabina de 0.75x0.80x2.30 m a la que le faltaba algo a pesar de nadie saber qué era lo que en realidad le faltaba. Probablemente le faltaba una puerta pero carecía de rieles para la asumida puerta corrediza, pues no podía ser una puerta de halar y empujar porque, de halarla, se encontraría con el inodoro, y, de empujarla, probablemente se encontraría con la pared del fondo, y tampoco podía tratarse de una cortina, pues, en lugar del convencional tubo, tenía una especie de viga que era demasiado ancha como para poder usar los ganchos que traían las cortinas en el paquete.
Exactamente después del baño se abría un área de no más de siete metros cuadrados en el que había un fregadero al que abajo, escondido en un gabinete, le cabía un basurero de veinticinco litros, y, justamente al lado del fregadero, había dos hornillas eléctricas; una grande y una pequeña con niveles del uno al tres. Bajo la cocina, o cocineta, había un pequeño refrigerador empotrado. Sobre la cocina y el fregadero había dos gabinetes, y, junto a ellos, se erigía un armario que funcionaba como despensa y como alacena de manera simultánea.
El área de la cocina, así como el pasillo, tenía el piso de madera oscura. El baño era de cerámica un tanto rojiza. Y, luego de la cocina, estaba la única división, la cual era una serie de repisas, una puerta corrediza que parecía ser de papel, y el comienzo de una alfombra marrón oscuro, la cual, si se limpiaba con un poco de agua y jabón, revelaba el color verdadero; un café fétido.
A la izquierda estaba el escritorio y una tabla de corcho, a la derecha la mesa del comedor, un par de sillas y el armario, y, al fondo, contra el par de ventanas que daban a tres pisos de precipicio, la cama junto a las dos mesas de noche.
Treinta precarios metros cuadrados para vivir hasta nuevo aviso.
Todo tenía una ligera capa de polvo, y, tras el olor a pintura, el cual era irrelevante, estaba ese olor a diferentes comidas que habían logrado impregnarse en el concreto, en la madera, y en los vidrios.
Abrió la puerta sin importarle si la reventaba contra la pared, porque venía jadeando a secas mientras cargaba con lo último que subirían esa mañana. Se escabulló entre el colchón y la puerta, y, con un gruñido, haló el colchón mientras Alex lo empujaba; los brazos ya no les daban para cargar nada más, no después de haberlo subido por las escaleras.
El colchón, el cual venía forrado por un plástico relativamente grueso, fue apoyado contra la pared del pasillo, y, con un suspiro colectivo, se dejaron caer al suelo para recostarse contra lo suave.
Irene vio en dirección a la habitación, y se dio cuenta de mi error. Sí, ahí estaba la mesa del comedor, las sillas, el armario, el escritorio, y la cama y las mesas de noche, pero todavía estaban en los empaques de cartón que habían recogido de IKEA. Todavía tenían que armar esos muebles. Todos los muebles.
En ese momento, Irene rio, preguntándose en qué momento había accedido a ayudar a Alex con su mudanza, en especial a armar los muebles. Bueno, es que no lo había considerado mayor cosa. No podía ser algo tan difícil, no podía ser algo que dos cerebros no pudieran manejar, en especial cuando su hermana era como el técnico de IKEA que llegaría a hacer dicho trabajo por ella. Ah, si tan sólo Alex hubiera pagado los doscientos sesenta y nueve euros que el técnico costaba. ¡Por eso era que ella estaba allí! Porque, después de haber gastado casi tres mil euros entre todos los muebles, no se podía invertir en que alguien hiciera eso, alguien que sabía las instrucciones de memoria y que no dejaría la duda de: “¿armé bien la cama? ¿Si me acuesto no la quiebro? ¿Si me acuesto no me quiebro?”.
Vio que se puso de pie. Como siempre, se sacudió las manos porque nunca sabía qué hacer con ellas.
Acosó a Alex desde atrás por el simple hecho de que era una mejor vista que la de las paredes.
Se acordó de la vez en la que se habían conocido, tenían diecisiete por igual, y, de entre la ola de doce estudiantes de intercambio, Alex había sido con quien, de ipso facto, había compartido un momento que había sido realmente incómodo.
Irene, por costumbre, decidía sentarse en los puestos del medio, pues así podía participar en las conversaciones del fondo pero también podía prestar atención como todos los niños buenos y estudiosos de la primera fila.
Ese día, algún día de enero, había llegado tarde a la escuela porque Gus, el chofer de Talos de toda la vida, había tenido que dejar primero a Talos por una emergencia de no-sé-qué en la oficina, y luego a ella; el tráfico de Atenas, a plenas siete de la mañana, no era el mejor para lograr llegar a las siete y quince: hora a la que hacían sonar la primera campana mientras se “cerraba” la puerta que daba acceso a las instalaciones escolares, y, por haber llegado tarde a la escuela, había llegado tarde a la primera clase (inglés), y no había encontrado otro lugar más que el que estaba justamente frente al escritorio de Mr. Loris. Las dos sillas que todos procuraban dejar libres porque él se caracterizaba por escupir involuntariamente al hablar y por soler tener un mal aliento.
Pues, con “Accidental Death of an Anarchist” abierto en la primera página de la segunda escena y con la siguiente página disponible del cuaderno a rayas, la cual era una página izquierda, se dedicó a escribir la fecha en la esquina superior derecha en tinta negra mientras escuchaba a Mr. Loris hablar sobre cómo Fo se había inspirado en el arquetipo del bufón de la commedia dell’arte y lo había plasmado en el Loco ( “The Maniac”) ; un miembro de clase baja que lograba escalar por ser expresamente más listo que todos. A Irene le gustaban ese tipo de cosas, las que tuvieran que ver con estafadores o timadores; no sólo la entretenían sino también le divertían. Su favorita era “ Catch Me If You Can ”.
Llamaron a la puerta, Mr. Loris balbuceó un “one second, guys” , y se dirigió a la puerta para atender al llamado. Con su cabeza entre la puerta y la pared, varios de los alumnos se imaginaron el placer que les daría asesinarlo en ese momento y bajo esas circunstancias. Sándwich de sesos. Cómo detestaban a Mr. Loris. Con sus evaluaciones sorpresas cuando no tenía ganas de dar clase, con sus aburridos documentales que tenían propiedades narcolépticas, y con sus pésimos chistes.
En fin, luego de unos momentos de susurros entre él y la persona del otro lado de la puerta, dejó que la puerta se abriera, y se plantó frente a la clase para anunciar la entrada de Mrs. Sideris, la encargada del intercambio de blah-blah-blah , que, como algunos de décimo y onceavo habían hecho un semestre en otro país (Italia, Francia, e Inglaterra), que su clase ahora tendría seis miembros nuevos por el semestre recién empezado.
Los seis entraron en fila, como si se tratara de un ejercicio de disciplina militar, y se alinearon a lo ancho de la clase para presentarse en cuanto Mrs. Sideris terminara de dar su memorizado discurso sobre cómo tenían que hacerlos sentir en casa, sobre cómo era una buena oportunidad para ampliar el círculo de amigos, y sobre otras cosas que Irene ya no escuchó con claridad.
Junto a ella, por haber estado al principio de la fila, estaba Alex. Parecía ser de considerable altura, pero sólo era porque ella estaba sentada y tenía que ver desde abajo. Tenía el cabello castaño con uno que otro mechón más claro, pero no llegaba a tener tonos rubios, y, de largo, le llegaba a medio cuello. Su mirada era situacionalmente cansada, y era grande y puramente verde. De nariz pequeña y relativamente genérica; nada especial, nada único, pero lograba darle personalidad. No era enclenque y tampoco tenía libras de más; llenaba la camisa azurra savoia número 21 con perfección.
Irene se había extraviado entre su mirada, entre su cabello, entre el limpio aroma que despedía su ropa, entre los Vans rojos, entre las rodillas rotas de su jeans, y entre el reloj Fossil.
Cuando Alex la vio a los ojos, porque se había incomodado por su penetrante acoso, Irene retiró rápidamente la mirada para disimular su rubor, y, en el proceso, terminó de quebrar el ya fisurado bolígrafo.
Ahora, ese día, su acoso era con el mismo descaro de hacía cinco años. Su cabello todavía era del mismo largo, pero ahora era de un marrón oscuro que sólo le acordaba al chocolate, y ella era débil ante el chocolate, y, en lugar de la camisa de la selección nacional de futbol, vestía una floja camiseta blanca a la que le había enrollado un poco las mangas porque le quedaba grande, un jeans que no tenía nada roto pero que parecía quedarle corto por cómo se lo había doblado hasta el tobillo para lucir sus Nike azules con verde arruíname-la-vista.
— Siempre sé cuándo me estás viendo, Nene —rio Alex desde el refrigerador miniatura de donde sacaba dos botellas con agua.
— Tus paredes tienen el mismo color de cuando Giorgina vomitó los corn flakes después de la botella de vodka —se excusó.
— Sabía que se me hacía conocido el color —rio, volviéndose hacia ella para darle una de las botellas—. El olor es distinto —se encogió entre hombros, y se empinó la botella para beberla hasta casi la mitad.
— Al menos —elevó ambas cejas, y bebió un poco de agua también.
— Sí, “al menos” —asintió—. Quizás más adelante las pinto de blanco.
— ¿No crees que era para pintarlas antes? —resopló Irene, encontrándose con la verde mirada que sólo le transmitía suavidad—. Digo, antes de meter todos los muebles.
— Mis papás no tuvieron más hijos —le dijo—, yo no tengo una hermana que es diseñadora de interiores.
— ¿Y tú crees que ese conocimiento se pasa como por ósmosis? —rio, poniéndose de pie, pues, de quedarse sentada, probablemente nunca se levantaría.
— No lo sé.
— Se llama “sentido común”, Alex —bromeó con relativa grosería.
— Y eso no es tan común, Nene —sonrió.
— ¿Por qué las pintaron de este color tan feo? —susurró, repasando una de las paredes con su mano.
— No es tan feo —sacudió la cabeza—. Si no te gusta, te acostumbrarás —sacó su lengua, y pasó de largo hacia el área del dormitorio.
— Todavía no sé por qué te vas del otro apartamento —comentó Irene entre sorbos de agua.
— Pago lo mismo en el otro que en este, y éste está en el centro, y no comparto ni baño ni cocina con tres personas más. Y tú no quisiste buscar un apartamento para dos —le acordó.
— Lo sé, lo sé —asintió—. Pero sabes que yo no tengo tanto líquido como tú, y me gusta estar al pendiente de mi mamá.
— Y eso te está costando toda la diversión —ladeó su cabeza hacia el lado izquierdo—. Jamás te he vuelto a ver tan borracha como en aquella fiesta en casa de Berenice, o como en Venecia; siempre regresas a tu casa antes de las tres de la madrugada.
— ¿De qué me estoy perdiendo? —intentó defenderse, pero su rubor la delataba—. Me estoy perdiendo de la mañana siguiente, me estoy perdiendo de no poder hablar bien, y de hacer estupideces, y de cuidar ebrios… —enumeró con sus dedos—. Tienes razón, me estoy perdiendo de toda la diversión —dijo sarcásticamente.
— Tu mamá debe ser lo mejor de este mundo —le dijo con una risa de por medio, una risa sin sarcasmo y sin grosería, sin nada que no fuera honestidad—, pero puedes estar al pendiente de ella mientras vives bajo su mismo techo o mientras vives en otra calle. Además, tu mamá no necesita cuidados especiales —frunció su ceño—, ¿o sí?
— No, cuidados no necesita —sacudió su cabeza—, pero es mi mamá.
— Quizás no es tu mamá quien necesita que estén al pendiente de ella —le dijo en el tono más suave de todos, y, gentilmente, acarició parte de su cabeza para sentir su sedoso cabello corto.
— Tú sabes que no soy de alto mantenimiento —se sonrojó—. Es sólo que se lo debo.
— Es sólo que se lo debes —asintió, porque conocía esa respuesta como ninguna otra, aunque no sabía exactamente qué era lo que le debía ni por qué—. Entonces, ¿qué hacemos primero? —sonrió ampliamente para cambiar de tema—. ¿La cama o el escritorio?
— Creo que la cama —le agradeció el cambio de tema con una sonrisa que todavía estaba sonrojada—, es lo más grande.
— La cama entonces —dijo, y tomó el ancho paquete para empezar a abrirlo—. ¿A qué hora tienes clase?
— A las once.
— ¿De qué tienes clase?
— Microbiología.
— Qué inteligente —rio.
— Lo mismo pienso de derecho tributario y de economía monetaria —le lanzó una juguetona mirada mientras tomaba la primera tabla entre ambas manos para apoyarla contra la pared contraria.
— Por eso me tomé un semestre sabático, porque se me fundió el cerebro —pujó al levantar la segunda tabla.
— Y ahora piensas estudiar todo sobre la administración de crisis y políticas europeas e internacionales —dijo con un poco de cinismo.
— Y derecho de la crisis empresarial —agregó.
— Pan comido —dijo el sarcasmo de la griega.
— Y digerido —asintió—. ¿Tú cuándo es que aplicas a Medicina?
— A partir del doce de mayo, pero creo que no me van a aceptar.
— ¿Por calificaciones o por créditos?
— No tengo setenta y cinco créditos, con los de este semestre llego a setenta. Y en la Tor Vergata necesito entre veintisiete y treinta puntos.
— Y si no te aceptan, ¿cuál es el plan?
— Seguir en la Sapienza, hacer el tercer semestre de Farmacia, y aplicar durante el cuarto semestre, y, durante el cuarto semestre, llevar algunas materias del primer semestre de Medicina.
— Medicina —se saboreó la profesión—. Jamás te habría imaginado de Doctora —bromeó entre un pujido al levantar la cuarta tabla, ésta con ayuda de Irene, pues era la más pesada y la más grande; era el respaldo.
— ¿Como qué me imaginabas?
— Como ganando Roland Garros —sonrió.
— Sólo tú puedes imaginarte eso —rio—, jamás habría llegado tan lejos.
— ¿No ganaste el junior de Bucarest, el de Roma, y el de Núremberg?
— Núremberg y Roma fueron segundo lugar —sacudió su cabeza, y no pudo contener su rubor, pues, ¿cómo se acordaba de eso? —. Bucarest fue lo más lejos que llegué y lo mejor que pude hacer.
— Williams no ganó el abierto de los Estados Unidos en el primer intento.
— Ni Venus, ni Serena —sacudió la cabeza.
— Bucarest era probablemente sólo el comienzo, y eras muy buena… yo creo que sí podías llegar a ganar Roland Garros.
— No, no lo creo —rio—, nunca tuve nivel ni disciplina de profesional.
— Eres una pesimista —la condenó con una sonrisa.
— No soy pesimista, soy realista. Tú abusas del idealismo.
— Se vale soñar, Nene —guiñó su ojo, y abrió el delgado cuaderno de instrucciones—, no cuesta nada.
— El tenis no es un deporte barato —rio, alcanzándole la caja con las piezas que, según su experiencia con IKEA, más de alguna sobraba y por eso nacían las dudas de si se había armado bien o no.
— Buen punto —sonrió, y se tomó un segundo para analizar las instrucciones junto a Irene.
Todos los tornillos eran iguales, o así se veían en las instrucciones, y, si no era porque tenían medidas, probablemente habrían utilizado los incorrectos.
Primero se encargaron de lo que podían hacer por separado, porque para una cama se necesitaban dos. Alex con desatornilladores manuales e Irene con el DeWalt que Sophia había dejado en manos de Camilla antes de mudarse a Nueva York. Bueno, una de tantas herramientas de dicha marca, porque Sophia, en su frenesí mientras vivía en Milán, había comprado probablemente toda la colección de herramientas portátiles.
Y luego trabajaron en equipo, Irene porque sabía cómo hacerlo por la costumbre de las horas de laboratorio y Alex porque no se oponía a la ayuda que Irene le estaba dando en ese momento; sus machos amigos habían decidido ser responsables y sí ir a clase o a trabajar. Ahí no había rivalidad entre la facultad de Medicina y Farmacia y entre la facultad de Economía; ahí sólo había dos personas que intentaban hacerlo bien, que intentaban armar una cama estable para que no se cayera a media noche.
Realmente no fue tan difícil, las instrucciones eran claras, y con el DeWalt se atornillaba todo en dos o tres segundos, por lo que terminaron en un poco menos de una hora.
— Listo —suspiró Irene luego de haber puesto el colchón en su lugar, y, sin pensarlo, se acostó en la cama que recién armaban.
— Por lo visto está bien armada —rio Alex ante la acción de Irene, y, por lo llamativo que eso se veía, la imitó.
— Si te aguanta a ti, y me aguanta a mí, yo creo que mejor armada no puede estar —asintió—. ¿Qué hora es?
— Las diez y… trece… catorce —dijo con su muñeca izquierda en lo alto—. Ya te tienes que ir a clase, ¿no?
— Sí, pero no tengo ganas —resopló—. Creo que fue un error haberme acostado —se volvió hacia Alex sobre su costado, y dibujó una mirada de absoluta pereza—. Fácilmente podría quedarme durmiendo…
— Eso sí que no —pareció regañarla—. Si te quedas es para ayudarme con el resto de cosas, no para que duermas en mi colchón nuevo.
— Cálmate, mini-Hitler —rio por la actitud dictatorial.
— No es eso, es sólo que no quiero que sea así —repuso como si se disculpara, e Irene sólo rio nasalmente con los ojos cerrados—. No quiero que sea así…
— ¿Qué no quieres que sea así? —musitó, porque el colchón era tan cómodo, y estaba tan cansada, que sólo podía admitir lo arrullador que era IKEA en ese momento.
— La primera vez que duermes en mi cama —susurró, haciendo a Irene abrir sus ojos de golpe—. Nunca has dormido en mi cama.
— Ni en la de nadie —se defendió.
— ¿Ni en la de Clarissa? —le preguntó, aunque alguna vez se había jurado nunca preguntarle sobre ella.
— Ni en la de Clarissa —frunció su ceño, y se sentó, casi lista para irse a clase.
— Perdón, no debí preguntar —la detuvo con una mano por su hombro—. Perdón, de verdad.
— Está bien —susurró, sacudiendo su cabeza entre sus manos para terminar de quitarse el sueño que probablemente la atacaría en el aula magna doce minutos luego de que Vatalaro empezara a hablar sobre el tema del momento: parasitología. Ya había sobrevivido bacteriología, micología, protozoología, y ficología, y todavía le faltaba terminar parasitología, inmunología, virología y nematología—. Será mejor que me vaya, no quiero tener que sentarme adelante.
— ¿Terminas a las doce o a la una? —rindió su cabeza entre la frustración del momento.
— A la una.
— Entonces, ¿qué? —levantó la mirada para verla recoger su bolso—. ¿Me vas a dejar invitarte a almorzar?
— Dime en dónde nos encontramos —dijo nada más, paseando ambas manos por su cabello, maña que tenía para autorrelajarse, pero, a falta de cabello largo y alborotado, y que apenas le quedaban centímetros realmente lisos, suspiró.
— Quiero que sepas que siento mucho haber mencionado a Clarissa —le dijo, poniéndose de pie para tomarla por ambos hombros.
— Ya no la menciones entonces —susurró, sintiendo cómo se le acercaba un poco más contra su espalda—. Me tengo que ir…
— Pero si no tienes ganas de irte —le dijo, descolgándole el bolso del hombro para dejarlo caer con todo el peso de los cuadernos al piso—, ¿por qué no te quedas?
— Porque son mil veintitrés euros que no estoy aprovechando —dijo suavemente, viendo cómo las manos de Alex se deslizaban por sus brazos hasta tomarla por las manos.
— ¿Microbiología es por grupos? —siseó, logrando entrelazar sus dedos con los de Irene para luego abrazarla o inmovilizarla como si se tratara de una camisa de fuerza; un abrazo de fuerza—. ¿Cuándo es el siguiente grupo? —preguntó ante lo que supuso que era un asentimiento.
— El viernes a las nueve —suspiró, pues, entre el abrazo, no supo en qué momento Alex se acercó a su cuello con su exhalación—. Pero a esa hora tengo inglés.
— Eres C2 en inglés —dijo con sus labios rozando esa esquina tras su oreja—, no sé ni para qué vas.
— Yo tampoco —se sacudió en un escalofrío, y, sin esperarlo, sintió cómo un par de labios apenas se presionaron contra su piel—. A… —quiso decir su nombre, pero se ahogó ante la repetición de la presión.
— Soy yo, ¿qué puede pasar? —repasó un poco de piel con el suave filo de sus dientes, y sintió cómo la piel de Irene se erizó como nunca contra sus brazos y contra sus labios—. No te voy a tratar mal… —le dijo reconfortantemente, porque sabía exactamente por qué Irene había decidido no hablar de Clarissa—. ¿Te acuerdas de Venecia? —rio seductoramente para luego mordisquear esa microscópica porción de hombro derecho que se salía de su camiseta desmangada.
— No, no me acuerdo de Venecia —dijo ante la exagerada laguna mental de esa noche.
Se acordaba de algunas cosas, definitivamente no de todo, pero se acordaba de casi todo lo que había ocurrido antes de las diez de la noche, hora a la que había cruzado el umbral de la puerta del Devil’s Forest Pub.
Primero habían cenado en Da Mamo, un pequeño pero cómodo restaurante que no era ni tan caro ni tan elegante porque no quedaba cerca de Piazza San Marco; mesas pequeñas, sillas incómodas, vasos de colores, decoración náutica y marítima, y fotografías en blanco y negro, y en sepia, que relataban la historia de Venecia. Una rara excepción turística por las porciones grandes, el relativo mal servicio, y los postres por cuenta de la casa.
Ella había llegado primero, no porque era costumbre suya llegar cinco minutos antes de la hora acordada o de la hora puntual sino porque Emma había preguntado a qué hora debía estar en el lugar y gracias a ella era que había llegado precisamente demasiado puntual, algo que no era practicado por un italiano en general, así se tratara de un medio italiano, o de un cuarto italiano, o de un octavo italiano, o de una risible fracción de italiano. Pero sí, había pedido una mesa para cuatro, y una copa de vino blanco para no estar sin nada que hacer mientras esperaba por quienes sabía que llegarían con la puntualidad italiana a la que ella estaba acostumbrada, algo que su cultura griega tampoco juzgaría negativamente porque en Grecia tampoco era algo tan respetado.
Luego de esperar veinte minutos, aparecieron Pippa y Nicola, tomados de la mano y con una sonrisa que parecía no habérseles borrado desde aquel intercambio cuando eran más jóvenes.
Nicola (“Nico”) Antonacci y Pippa Faulkner se habían conocido el mismo día que Irene había conocido a Alex, aquel día en el que se habían presentado durante la clase de inglés de Mr. Loris; él era italiano y ella era inglesa. Él había crecido y madurado en el mundo de las Ciencias Políticas y las Relaciones Internacionales, había crecido una barba que mantenía con orgullo, y había desarrollado suficiente masa corporal como para ya no ser aquel enclenque y raquítico tímido niño; exudaba confianza y seguridad en sí mismo, y transmitía cierta encontrada picardía con sus ojos. Era víctima de todo lo hipster : camisa de manga larga, abotonada de principio a fin, pantalones enrollados hasta los tobillos, botas, y anteojos wayfarer . Pippa era prácticamente el epítome del estereotipo británico: piel blanca, facciones finas, ojos transparentes, cejas expresivas, y una sonrisa no tan recta pero que no dejaba de ser encantadora. No era ni alta ni baja, y tampoco era la mujer más hermosa de todas, ni la más flaca. Tenía poco busto, poco trasero, no tenía abdomen plano, y tampoco tenía piernas flacas o tonificadas. Había pasado de ser una pelirroja de peinados con bastante volumen, quizás todos inspirados en el estilo de Adele, a ser una rubia de numerosas ondas y de moldeable volumen, y había colgado las zapatillas deportivas para calzar cómodos tacones que no eran agujas.
¿Cómo habían logrado mantener esa relación tan a distancia? Pues, entre Roma y Manchester había un considerable trayecto en el medio de transporte que fuera. Pero ambos tenían los medios necesarios para hacer que eso funcionara; Nicola era el único hijo de un par de abogados que salvaban a las tabacaleras de cualquier tipo de demanda, y Pippa venía de una historia familiar de la lucrativa crianza de caballos.
Pidieron antipasto para esperar a Alex, quien se caracterizaría por llegar tarde hasta a su propia muerte, y, por sobre las cinco bruschette , se pusieron medianamente al tanto de sus vidas, al menos todo lo que no se habían contado con anterioridad ni tres días atrás, que se habían comunicado para ponerse de acuerdo el cómo, el cuándo, el qué, y el dónde. Nicola que había empezado a trabajar en la Alcaldía de Roma, Pippa que no necesitaba hacer mucho por estar desde siempre en el negocio familiar y que sabía cómo hacer casi todo lo que le enseñaban en administración de empresas y negocios internacionales. Irene les contó que estudiaba Economía en la Universidad de Atenas, y los dos se asombraron, pues los planes de Irene siempre habían sido estudiar Farmacia y/o quizás Medicina. Se guardó el detalle de sus papás, del divorcio y de la tensión entre ellos, pero les comentó sobre sus planes para el futuro, los cuales involucraban mudarse a Roma para estudiar Farmacia en la Sapienza. Ellos sólo asumieron que Economía no le había gustado, y que la Universidad de Atenas tampoco. Nicola se alegró, e hizo comentarios sobre cómo la idea le gustaba, pues había una parte de su vida, o sea ese semestre en Atenas, que nadie lograba entenderle por completo; iba a ser bueno y bonito tener a alguien con quien practicar su innecesario griego, y definitivamente iba a ser bueno y bonito tener a alguien con quien comer aquellos platillos de los que tanto se había enamorado. Y Pippa sólo supo estar tranquila, pues ya tendría a alguien que mantuviera vigilado a su novio.
Por estar en las mesas junto a la puerta de la entrada, Irene notó cómo esa familiar cabellera pasaba junto a la ventana para luego entrar con una sonrisa de verdadero gusto. Quizás, también, se disculpaba por la exagerada tardanza. El color de su cabello ya había oscurecido, pero era por la forma en la que se movía que había logrado reconocerlo; sólo podía ser Alex, y lo era.
El efusivo “ Ciao!” que salió de sus cuerdas vocales fue provocador de una risa, y, entre brazos abiertos, recibió primero a Nicola, luego a Pippa, y por último a Irene. Bastaron dos besos, uno en cada mejilla, para que Irene sintiera la suave electrificación entre ella y Alex, y no pudo quitarle la mirada de encima en toda la noche. Las videollamadas en Skype no le hacían justicia, y tampoco las fotografías de espaldas que tenía en su perfil de Facebook, Twitter, y WhatsApp.
Entre pollo alla caprese y filetti all’Amarone , y pizzas, compartieron las mismas risas que compartían por escrito o por la eventual llamada por Skype, y compartieron copas de vino, y estupideces joviales que estorbaban en las demás mesas por lo estrepitoso de las carcajadas.
Y luego migraron a un par de locales de allí, en donde empezaron a tragar alcohol como en aquella infame fiesta en casa de Berenice, quien, luego de esa fiesta, dejó de hablarles a todos por los desastres que habían hecho. Y tragaron, y tragaron, y tragaron, porque eso no era “beber”, y siguieron tragando.
Entre lo poco que se acordaba Irene, sólo sabía que Nicola y Pippa se habían retirado a dormir, porque con tanto alcohol era imposible lograr una erección, y se había quedado a solas con Alex.
Y se acordaba de estar caminando hombro a hombro, entre risas, lenguas dormidas, con pasos cruzados y temblorosos, y que, de repente, estaba entre Alex y una pared, y estaba siendo abusada por sus labios.
— Mejor —la tomó por la cintura y le dio la vuelta para encararla—, así puedo refrescarte la memoria —sonrió, y la atacó así como la había atacado contra aquella pared.
Irene, aun sabiendo lo que estaba por suceder, fue víctima de la desprevención, por lo que alejó a Alex por el pecho.
Se vieron a los ojos. Irene con consternación, Alex con indignación.
Y qué importa. Irene se le lanzó en un beso, probablemente en el beso que se venía aguantando desde aquel día en el que se habían conocido, porque ella quería tener el placer de iniciarlo. Como si eso hiciera la diferencia. Bueno, ella creía que sí hacía la diferencia. El orgullo.
Con el impulso, Alex la tomó por la cintura y simplemente se dejó caer sobre la cama, y ninguna de las dos se detuvo a felicitarse por sus habilidades de construcción. Una caída así de brusca era la prueba perfecta.
Sí, al fin Irene estaba exactamente en donde creía que quería estar: arriba, y probándola en toda su consciencia y su consentimiento. Pero la risa la atacó, una risa de nervios y de confusión, una risa de “¿qué estoy haciendo?”, y fue por eso que se tumbó a su lado para poder reírse a gusto.
— ¿Qué te da risa? —se volcó sobre Irene, y se le colocó a horcajadas a la altura de su cadera.
— No tengo idea de qué estoy haciendo —se carcajeó la griega, cubriendo su rostro con ambas manos para esconder su rubor.
— Siéntate —la haló por las manos, tanto para halarla hacia ella como para descubrirle el rostro, e Irene se irguió para quedar con su rostro a la altura de su pecho—. Eres moralizadora, pero no eres tan tímida, así que, ¿qué pasa?
— No sé qué estoy haciendo —le repitió con un poco de hostigamiento, pues creyó que había sido clara la primera vez.
— Me estabas besando.
— Muy graciosa —rio—. No soy estúpida.
— Entonces, ¿de qué hablas? —le reciprocó la risa.
— No sé cómo… —suspiró, porque las palabras ya no le salieron—. Nunca he estado…
— ¿Nunca? —ensanchó la verdísima mirada, e Irene sacudió su cabeza—. Nene… —resopló.
— No así —se sonrojó ante su corta explicación—. No con una mujer —dijo calladamente y con la cabeza agachada, tal y como le respondía a su papá cuando la regañaba.
— Yo no soy una mujer —rio.
— Entonces, ¿qué? ¿Eres un hombre con boobies grandes? —resopló, viendo de frente aquel busto que se escondía bajo la floja camiseta.
— Te aseguro que no soy un hombre —le tomó la mano y la colocó en su entrepierna sobre el jeans—, ¿ves? —Irene se ahogó con su propia saliva, se le olvidó respirar y funcionar, y sus ojos simplemente se abrieron de par en par ante la calidez de la zona—. Pero toca bien, por el amor de Dios —dijo, presionando su mano sobre la suya para que sintiera el calor que su sola presencia le provocaba, y los dedos de Irene se empezaron a mover de adelante hacia atrás—. Si sigues haciendo eso, Nene… —cerró sus ojos y dejó salir un suspiro.
— ¿Qué? —la retó con la mirada, que, a pesar de no saber qué era lo que estaba haciendo, y de considerarlo relativamente malo, no sabía cómo detenerse; le había encontrado la fascinación a eso que Emma alguna vez le dijo: algo pide más, pide adueñarse de esa reacción. Sí, no sabía cómo detenerse y tampoco quería. Algo en ella le pedía alargar esa imagen, esa sensación ajena, esa sensación de control por una simple mano en el lugar adecuado, algo que ella había decidido llamar “Ego”—. ¿Qué me vas a hacer? —se burló la sensación de poder y control que poseía su mano.
— Voy a tener que cogerte —abrió la mirada, y, entre lo verde, Irene sólo se encontró con la primera excitación femenina de su vida, algo que le provocó un ahogo, una risa, un espasmo en lugares que hasta en ese momento se daba cuenta de que existían en realidad. Bueno, ella sabía que existían por anatomía básica, pero nunca los había sentido en su cuerpo—. Y, luego de cogerte, voy a tener que cogerte de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, y de nuevo… hasta que me aburra —gruñó entre dientes, empezando a mecerse contra los dedos de Irene, quien había sufrido de un cortocircuito nervioso ante lo crudo y sexual de su enunciación.
— Mierda —tragó dificultosamente la falta de saliva que su incendio corporal había secado en un santiamén—, eso tiene que ser lo más sexy que me han dicho en toda mi vida… —vomitó su asombrado cerebro.
— ¿Quieres ir a clase? —rio traviesamente—. Porque ahí está la puerta —echó su cabeza hacia el lado derecho, pero Irene disintió repetidamente con rapidez.
— ¿Me dejarías ir a clase? —preguntó estúpidamente.
— No —la empujó por sus hombros para volver a tumbarla sobre la cama, y quizás la pregunta no había sido estúpida, ni con orígenes estúpidos, simplemente quería escuchar eso: “no”. Primer “no” que le gustaba—, pero creo que el secuestro es penalizado por la ley.
— Oh… —frunció sus labios con cierta decepción.
— Sólo puedo darte motivos suficientes para que quieras quedarte —dijo, cruzando sus brazos para tomar el borde de su camisa, y, lentamente, la sacó para revelar un sostén gris que parecía ser deportivo pero sólo por el color, pues realmente abrazaba sus senos de tal forma que los hacía ver redondos y apetitosos.
Notó cómo en Irene se creaba un impulso de torso y manos para ir al encuentro de lo que recién le revelaba, pero la detuvo con la más mortal de las acciones: llevó sus manos a su espalda alta, y, de un momento a otro, sus senos dejaron de estar tan aprisionados. Adquirieron una forma más natural, quizás más floja pero sin caerse. Tomó las manos de Irene en las suyas, y las llevó a los tirantes para que fuera ella quien le desnudara el torso, primero el tirante izquierdo, luego el derecho. La griega salivó.
Alex, o “Alessandra Santoro” para todos los propósitos, apretujó sus senos con las pequeñas manos de bronceado crónico. Eran suaves, cálidos, del mismo tono blanco saludable del resto de su piel, y, en el centro, se coloreaban dos circunferencias rosado demasiado pálido y de mediana proporción en cuyo centro se notaba apenas la microscópica montañita que Irene sabía que se llamaba “pezón”. Conforme sus manos se paseaban por aquí y por acá, midiendo las distintas temperaturas y sintiendo las distintas texturas, noto cómo esas montañitas adquirían una forma más definida a pesar no llegar a definirse como lo que ella conocía en sí misma.
Irene dejó las manos de Alessandra en el camino, porque ella también tenía la madurez necesaria y el conocimiento anatómico académico básico como para poder explorar por sí misma, por lo que, lentamente, se deslizó por su abdomen, y jugó gentilmente con el piercing de su ombligo, algo que les colocó una sonrisa a ambas.
No supo en qué momento desabrochó el jeans, y tampoco supo ni cómo ni cuándo el jeans ya había caído sobre la alfombra junto con los Nike y las punteras blancas, pero sí se concentró en estar absolutamente presente para cuando, estando Alessandra de pie frente a ella, dejó que la tela a rayas blancas y azules cayera al suelo. Vio el triángulo que se formaba entre sus piernas, y nerviosamente apreció los cortos vellos que se esparcían en la parte frontal. Apenas con rozarlos con las yemas de sus dedos, su vientre se hundió por cosquillas y por la risa que salía de la nariz de quien veía, desde arriba, cuál y cómo era el proceso de pensamiento de la griega, y no supo saber si le gustaban o no.
— ¿Te gusta así o quieres que me los quite? —tuvo que preguntarle—. ¿Nene? —la llamó de regreso a la Tierra, pero, en lugar de atender su llamado, giró su muñeca para dejar la palma de su mano hacia arriba para, con curiosidad, deslizar sus dedos entre sus piernas—. ¡Nene! —rio débilmente, o quizás sólo rio ante la debilidad de sus rodillas, pues Irene se había deslizado sin ningún problema entre sus labios mayores y menores, y detuvo el movimiento al tomarla por la muñeca.
— Estás mojada —dijo Irene, viendo su dedo embadurnado de aquel líquido transparente y viscoso, y su fascinación era tan grande que parecía haber descubierto un elemento nuevo.
— No tanto —se sonrojó, porque podía mojarse con mayor abundancia, pero logró superarlo y la haló hasta hacer que se pusiera de pie—. ¿Te he dado razones suficientes como para que quieras quedarte? —le preguntó con una sonrisa mientras le velaba los labios.
Irene sintió de nuevo el placer de besarla primero, de iniciarlo ella, y, por estar concentrada en intentar besar lo mejor que podía y que sabía, pues no tenía mucha experiencia con eso tampoco, no se opuso al retiro de su jeans ni del algodón que le cubría un tercio del trasero, hasta le ayudó con sus Converse y con sus calcetines.
Alessandra la cargó de nuevo, que Irene, de un brinco, se aferró a su cadera con sus piernas mientras la continuaba besando, porque qué ganas le tenía desde hacía años, y, a pesar de saber cuánto Alessandra gustaba de ella, nunca había hecho nada al respecto por el simple hecho de que nunca había tenido las agallas para hacerlo, además, precisamente porque ella sabía las andanzas y las malandanzas de su papá, se había jurado a sí misma nunca ser “la otra” de alguien, y Alessandra, siempre que Irene sabía, tenía una pareja seria o situacional; nunca había querido preguntarle. Además, siempre había existido la picométrica envidia de cómo a Alessandra parecía importarle todo un carajo y casi que, junto a su nombre, iba la información de “soy lesbiana”, pues no tenía nada para las personas prejuiciosas o juiciosas; no le gustaba invertir tiempo e interés en personas que no valían la pena.
Ella la sostenía con un brazo por la cintura, envolviéndola por la espalda, y la otra mano la utilizaba para recorrer descaradamente la bronceada piel de su trasero y de sus piernas, las cuales tenían el característico corte de donde le llegaban los pantaloncillos en los que todavía jugaba tenis.
La acostó lo más suave que pudo sobre la cama, y se fue colocando lentamente sobre ella para hacer precisamente lo que le había dicho que le haría.
De alguna forma, los besos empezaron a intensificarse más rápido de lo que Irene pudo mantenerse al tanto, pues, cuando menos lo supo, ya no era ella quien decía qué se hacía y qué no. Bueno, es que en ningún momento había sido ella, había sido sólo un delirio circunstancial.
Le encontró el gusto a eso de dejarse llevar, de no saber hacia dónde iba pero que no ponía resistencia alguna porque la curiosidad le ganaba, a esas exageradas ganas que parecía ella tenerle, y se dejó dominar por la experiencia, por la actitud, por los escondidos matices de personalidad que se encontraban en aquella mujer tan dulce, y tan sonriente, y tan aparentemente inocente.
Recibió los lengüetazos, los besos, y los mordiscos más asfixiantes de toda su vida. Los recibió en su rostro, en su cuello, en sus labios, y de nuevo en su cuello.
Alessandra se irguió.
Lentamente subió la camisa de Irene para ir descubriéndole cada diminuta acumulación de melanina que tenía por aquí y por allá, deslizó sus manos por debajo de la tela arrugada y amontonada, y, cautelosamente y sin pedir permiso, se escabulló bajo el sostén que resguardaba aquel par de disimuladas protuberancias.
Irene sintió ese espasmo en aquel lugar, ese espasmo en ese lugar que le robaba el aliento por un segundo, y se coloreó de rojo en cuanto sus pequeños senos se vieron expuestos. Si antes había tenido algún momento para retractarse, ese ya no lo era. De ese momento en adelante no había vuelta atrás. La camisa y el sostén desaparecieron.
Primero fue un beso suave, casi reconfortante por si estaba sufriendo de un ataque de timidez o de inseguridad, o de algo que tuviera que ver con baja autoestima. No se desvió por su cuello ni por su pecho, fue directamente a su seno izquierdo para besar un nervioso y erecto pezón al que le enseñaría nuevas sensaciones.
Gimió. Se avergonzó por el gemido, por lo involuntario, por la incapacidad de controlar lo que salía de sí misma, pero se olvidó de la vergüenza en cuanto vio una sonrisa que luego se convertía en una serie de succiones que iban desde lo más suave hasta lo más intenso.
No podía negarlo, era una sensación extraña. No sabía si se sentía bien o si era incómodo. Y tampoco sabía qué pensar de cuando el par de ojos verdes se clavaban en los suyos. El hormigueo era constante, le corría por la nuca como una estampida y le corría por sus piernas hasta llegar a su ingle, en donde le desataba una tortura de cosquillas que no daban risa pero que la hacían sentir como si necesitara ronronear. Cuando repitió el proceso en su pezón derecho ya había aceptado que le gustaba, y su cuerpo se lo decía de demasiadas formas: con la erección de sus pezones, con la sensibilidad de su piel, con los espasmos en su vientre, con la incapacidad de poder razonar algo más difícil que una formulación de “qué rico”, con la falta de aire y la ausencia de dolor de brazos, con eso que se llamaba “placer”.
Bajó con besos por su abdomen, no muchos, pues sólo quería bajar un poco el tono de la estimulación; no quería que fuera directamente hacia arriba, pues de allí sólo se caía rápido. Prefería subir, bajar un poco, luego subir un poco más, y bajar de nuevo, y así sucesivamente hasta que prácticamente se perdiera en la locura del orgasmo y no en el tedio de un único orgasmo. Un orgasmo no hablaba bien de sus capacidades y habilidades en la cama; eso no era hacer sentir mujer a una mujer.
Se irguió para analizarla tal y como ella lo había hecho: detenida y hambrientamente.
Irene, no pudiendo contenerse más, pegó sus manos a los senos de quien le había acelerado el pulso y que le había apagado la razón. Los apretujó con delicadeza y con rudeza, con distintas cantidades de fuerza, pues no sabía exactamente cómo se hacía. Alessandra la imitó, pero, entre los suaves apretujones, pellizcaba relativamente fuerte sus pezones entre sus dedos.
Luego se devolvió sobre ella con su torso, aprisionándola entre piernas y brazos mientras se dejaba tocar, envolver, y conocer de esa manera en la que Irene no la conocía. No con ese abuso de confianza que tanto parecía disfrutar.
Las manos de Irene recorrieron la curvatura de su cintura, la convexidad de su trasero, y subieron por su espalda sin saber exactamente qué era lo que venía después. ¿Era su turno o qué? Ante esa duda, con sus manos por su espalda, la trajo sobre sí para que sus senos quedaran a ras de sus labios, e intentó imitar esas succiones, esos lengüetazos, y esos mordiscos lo mejor que pudo. Quizás era esa textura contra sus labios, contra su lengua, y contra sus dientes, pero, sin importar cómo la tratara, le encontraba mayor sensibilidad y mayor rigidez. Le gustaba cómo se sentía cuando su lengua empujaba el diminuto pero rígido pezón, y le gustaba cómo el pezón se perdía entre la areola cuando lo succionaba relativamente fuerte. Pero lo que más le gustaba era esa respiración que se escapaba de la garganta de Alessandra, esos sonidos agudos y casi sonrientes que le confesaba al aire, al techo, al desnudo colchón, y a ella.
No dejó ni que Irene terminara la succión en su pezón derecho, pues se deslizó hacia el sur para recuperar el control de la situación; succionó fugazmente cada pezón, y trazó un húmedo recorrido con el dorso de su lengua por su abdomen hasta que, quedando hincada sobre el suelo, terminó con acceso a las piernas abiertas y flexionadas de Irene.
No fue directamente a donde quería ir, prácticamente ni vio cómo era lo que había entre sus piernas, simplemente empezó a besar desde sus rodillas, por el interior de sus muslos, hasta en donde el aroma era extremadamente femenino.
Cuando llegó ahí, Irene no controló su instinto de protección, pues su mano rápidamente se posó sobre su entrepierna para cubrirla. Quizás por vergüenza, quizás por simple instinto.
— Te prometo que te va a gustar —le dijo mientras acariciaba su obstaculizante mano con las yemas de sus dedos.
Irene retiró un poco su mano, sus dedos permanecieron en contacto con el ápice de sus labios mayores para no desechar del todo la idea de la protección.
Sintió algo húmedo y suave recorrerla de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo en su ingle, y sintió cómo eso mismo le rozó lo más sensible que existía en su cuerpo. Gimió.
Si había algo que Alessandra podía hacer, quizás no por maestría orgánica pero sí por experiencia, era hacer el perfecto uso de su lengua. Desde para anudar el tallo de una cereza hasta para eso que estaba haciendo.
Introdujo apenas la punta de su lengua en su vagina y se dio cuenta de que la restricción era demasiada; no iba a poder penetrarla de ese modo, algo que formaba parte de sus técnicas preferidas porque como mayor femineidad aterrizaba en su boca, pero tenía todo un repertorio de técnicas, tácticas, estrategias, mañas, y trucos para saber qué era lo que le gustaba a Irene Papazoglakis; qué era lo que la hacía temblar, qué era lo que la hacía gemir, y, lo más importante, qué era lo que la hacía sentir mujer.
Subió a su clítoris, recorriendo sus tensos y precarios labios menores, otra cosa menos de la que podía valerse para satisfacerla, y se concentró en el erótico jugueteo que provocaría el inevitable gemido de cabeza rendida. Al menos su clítoris no era tan escaso como sus labios menores; era de generoso tamaño, o al menos así se sentía contra su lengua.
Debido a la incertidumbre del tamaño, y a la innata curiosidad, relevó su lengua por su pulgar para rápidamente ver con qué estaba lidiando, pues debía reajustar todo su plan de juego dependiendo de con qué contaba y con qué no. Vio que sus labios mayores eran relativamente carnosos y muy juntos, que sus labios menores eran casi inexistentes, y que su clítoris sí era del tamaño perfecto para poder succionarlo todo el día y todos los días.
Utilizó nuevamente su lengua sobre su clítoris, estiró sus brazos, y alcanzó a apretujar sus pequeños senos entre sus manos para, de cierto modo, compactar la posición. Entre abdomen agitado y pulmones acelerados, notó cómo sus muslos adquirían ese leve tremor que sólo podía significar la proximidad de lo que más mujer las haría sentir a ambas. Encerró su clítoris entre sus labios y, tal y como lo hizo con su pezón, succionó de menos a más hasta que Irene no pudo contenerse más y aceptó la deficiencia de oxígeno con la espalda arqueada y una convulsión de estáticas caderas que la hacían apretar sus entrañas para que, autónomamente, se relajaran y le provocara más placer.
Uno.
La griega, acostumbrada a perder el aliento sesenta veces por minuto, y a exhalar para tener mayor precisión, mayor fuerza, y mayor efectividad, se irguió de golpe, pues no sabía qué había más allá de esa descarga, y, a decir verdad, le daba un poco de nervioso miedo saberlo; no sabía si sus entrañas se aflojarían con exageración y no podría contenerse absolutamente nada: no sabía si su boca diría algo de lo que luego se arrepentiría, no sabía si su cuerpo haría algo extraño. Pues, sí, el primer orgasmo de la Señorita Papazoglakis.
Vio a Alessandra introducir ligeramente su dedo índice entre sus labios mayores, en donde todavía sentía un leve hormigueo que sólo podía describirlo como cuando dormía sobre su mano y se le entumecía por la deficiente circulación de sangre, algo medianamente incómodo, quizás un poco doloroso, pero extrañamente placentero. Y, de entre su sensibilidad, sacó una especie de líquido blancuzco, el cual llevó a su boca para probarlo entre enrojecidos labios.
Ella se asombró una vez más de lo que podía hacer su cuerpo, de lo que podía sintetizar, de lo que podía secretar, pues una sustancia así, de esa textura y de ese color, jamás había visto que saliera de su complexión. No se asustó, no cayó en el catastrófico pensamiento de dudar de su sabor, o de la proveniencia de dicha sustancia, o de los componentes químicos de ésta, simplemente supuso que no podía ser nada malo si Alessandra lo comía de esa manera.
La tomó por las manos, tal y como la había tomado ella antes, y la haló para traerla sobre la cama, sobre sí. Las dos tenían una enorme sonrisa, quizás la misma pero por distintas razones; Irene por placer recibido y Alessandra por placer proveído/provocado.
Ella la besó con ese sabor tan propio y tan ajeno al mismo tiempo, un sabor al que no se oponía a pesar de ser tan nuevo, un sabor al que parecía poder acostumbrarse con cada roce de su lengua y de sus labios, un sabor para que se conociera a sí misma pero a través de ella porque sólo en su boca lo iba a encontrar, no en la de nadie más. No con esas notas, no así.
La trajo sobre sí para sentirla encima, para saber qué era lo que la intuición de Irene haría, para saber en dónde se encontraba Irene en realidad: si iba, si venía, si subía, si bajaba, si era ligera, si era profunda, si era suave, si era ruda. Pero Irene sólo parecía querer besarla, pues ya se había hecho adicta a la mezcla de su propio sabor y del de sus labios, a la suavidad que todo eso implicaba en texturas y en intensidades, y a cómo las manos ajenas la tomaban gentilmente por la nuca para que sus dedos apenas se enterraran entre sus cortos cabellos.
Decidió abrir sus piernas sin vergüenza, porque no tenía y porque quería mostrarle a Irene que ella tampoco tenía por qué tener, y esperó a que su subliminal invitación fuera procesada por el resto de bronceados sentidos.
Irene entendió lo que eso significaba, lo entendió a su modo, y, en la misma intención de reciprocar, llevó su mano a aquella entrepierna que se había coloreado de rosado intenso, casi rojo, y que se había inflamado por sobre lo generosamente carnoso.
Jamás habiéndose masturbado con desenlace exitoso, mucho menos tocado a otra mujer, se aventuró a tocar como ella pensaba, por lógica, que se debía hacer.
Primero la recorrió para conocerla, para saber en dónde estaba qué, y reconoció la inflamación de sus rígidos labios mayores, la suavidad de sus labios menores, y aquel botón que definitivamente diferente pero igual al suyo; quizás un poco más grande. Luego se daría cuenta de que no era “más grande”, simplemente estaba más cubierto y su cobertor era más grueso que el suyo. Nada grave y nada feo, sólo apetitoso. Hasta bonito.
Sus movimientos eran torpes por la misma inexperiencia. A veces eran lineales, a veces eran circulares, a veces trazaban diagonales, y a veces aplicaban una presión equivocada que tendía a lo incómodo, pero Alessandra lo entendía, y tampoco podía negar que tenía sus destellos de perfección entre todo lo impreciso, pues de inapropiado nada. A sus dedos les sumó otra ronda de succiones en sus pezones, algo que Alessandra agradeció con uno de los sonidos más satisfactorios y gratificantes para Irene; un gemido que llevaba un “Nene” de por medio.
Quizás fue porque Irene se creció de un momento a otro por la aclamación o quizás fue porque ya le había encontrado la lógica absoluta a la lógica relativa, pero se encontró con el coraje suficiente como para dejar el miedo y los complejos a un lado, y bajó con besos y mordiscos por su abdomen hasta que se encontró con sus vellos púbicos, a los que, en lugar de tocar, besó con mortales pausas que hacían que su vientre sufriera de un espasmo tras otro. No pudo no inhalar lo que se despedía de aquella abierta entrepierna, olía tan distinto a la de ella, pero olía tan suave, tan bien, tan… sólo podía inhalar y manifestar su gusto con un mental y/o gutural “mmm…”. Entendía la fascinación. Al fin la entendió. Y entendió por qué nacían las ganas de querer simplemente sacar la lengua para aprender la traducción del olor al sabor, por qué crecían las ganas de abrazar las caderas, pues no se trataba de “no te muevas”, era más un “no puedo dejar de comerte” y mientras más profundo sólo mejor.
Separó sus labios mayores sin saber realmente por qué lo hacía, sacó su lengua y la presionó suavemente contra su clítoris. Lo hizo de nuevo. Y de nuevo. Y de nuevo, pues las reacciones de Alessandra sólo la animaban a seguir haciéndolo.
Fue hasta que una de sus manos se enterró en su cabello que ambas supusieron que por instinto Irene había decidido empezar las constantes y continuas caricias, y, conforme pasaban los segundos, la técnica se fue acomodando en el respaldo de la lógica; se estaba dando cuenta de lo que le gustaba y de lo que no, por ende: si le gustaba lo seguía haciendo, si no le gustaba pues no. Pero también comprendió lo más vital, eso que había estropeado su única sesión de sexo oral en su vida, una sesión que había recibido de Adrianos; si hacía el mismo movimiento muchas veces, molestaba. Tenía que variarlo todo: la velocidad, la presión, el trazo, lo que utilizaba, lo que comía. Pues sí, no sólo se trataba del clítoris a pesar de que era lo más sensible. Un buen placer era placer completo.
Era torpe, no tanto como lo habían sido sus dedos al principio, pero, por alguna razón, quizás por la excitación que le provocaba el hecho de ver a Irene entre sus piernas, o quizás porque Irene realmente sólo sabía hacerlo mejor cada segundo, una sinfonía de suaves jadeos y gemidos se le escaparon junto a un vaivén de caderas y a una autoestimulación de pezones, y quizás, al final, fue que Irene le pagó con la misma moneda, pues succionó su clítoris, tal y como ella recién lo hacía, hasta hacerla explotar en un suave y corto orgasmo que no había sido caracterizado por alta tensión o alta intensidad. Orgasmo era orgasmo, y, contando con que Irene carecía de todo tipo de experiencia, sólo significaba que tenía verdadero potencial. Gracias a Dios.
Alessandra sonrió por el hecho de que Irene no había resultado ser mala en la cama, simplemente inexperimentada, y sonrió por la pequeña descarga de placer que tuvo, pero, por ser precisamente tan pequeña, no la dejó sin mucho aliento y sin muchas fuerzas, por lo que tumbó a Irene sobre la cama, con las piernas abiertas, y se colocó, hincada, entre ellas con sus piernas abiertas.
No había contacto directo. Sus labios mayores habían aterrizado sobre el interior del bronceado pero entrecortado muslo, y los labios mayores de Irene serían víctima del interior de su muslo izquierdo. Lastimosamente, por la cerrada complexión de Irene, una sesión de tribadismo no sería la más placentera, pues probablemente ni la sentiría, pero una estimulación de labios mayores nunca venía mal ni de mala gana.
Se empezó a mecer lentamente de adelante hacia atrás, apenas mostrándole cómo sus labios menores y su clítoris sí tenían contacto directo con su piel, y, paulatinamente, fue aumentando la presión y la velocidad para su propio placer y para, sorpresivamente, el de Irene también.
Probablemente el placer de Irene estaba en lo visual, en la sensualidad que encontraba en el rostro de quien la cabalgaba como si estuviera ahogándose en excitación y no quisiera salvarse, en lo erótico de la acción, en cómo sus senos reaccionaban ante los movimientos, y en cómo se hacía temblar ella misma con la ayuda de algo tan trivial y tan impensable como su muslo. Sí, vio cómo seguramente se había visto su orgasmo. Y aun, entre el frenesí del orgasmo, probó los gemidos que el ininterrumpido roce le provocaba.
Se separó de sus labios para verla a los ojos. Llevó sus dedos a su lengua, y luego a la entrepierna de la griega para enseñarle cómo debía hacerse si de tocar se trataba. No le tomó ni un minuto en hacerla temblar de nuevo.
Dos.
Y, sin dejarla descansar, sin dejar que lo asimilara, reanudó el vaivén contra su muslo y contra su entrepierna, esta vez más rápido, con menor piedad y con mayor rudeza.
De un movimiento, Irene terminó sobre su abdomen, quizás más sobre su costado que sobre su abdomen. Alessandra le dio una suave nalgada que le serviría para separar sus glúteos, y, sin restricciones ni tabúes, recorrió con su lengua su hendidura de principio a fin; desde donde su trasero se dividía hasta en donde su clítoris empezaba. Irene no le reprochó nada, no sabía si debía hacerlo y, si debía hacerlo, tampoco sabía cómo, pues se había sentido demasiado bien.
La recorrió de regreso, desde su clítoris hasta un poco más allá de su ano, y de regreso hacia adelante, y de regreso hacia atrás, una, y otra, y otra, y otra, y otra, y otra vez, cada vez haciendo del recorrido algo más corto y más profundo.
Se concentró brevemente en su ano, luego en su zona perianal, y por fin en su clítoris, en donde le arrancó un sollozo digno para guardar entre sus posesiones mentales, y continuó lamiendo y relamiendo su ano y su zona perianal mientras sus dedos se hacían cargo de su clítoris. Se asombró de cuando Irene la presionó contra sus glúteos, pues eso sólo significaba más profundidad, o quizás sólo más. Fuera lo que fuere, se lo dio con demasiado gusto: más y más profundo, más rápido, más lascivo, y simplemente más hasta dejarla nuevamente sin aire y convulsionando.
Tres.
Nuevamente, sin dejar que lo asimilara por completo, levantó su pierna derecha para hundirse cómodamente entre sus glúteos contra la cama, algo con mayor dificultad pero con mayores y mejores resultados. Continuó abusando de su clítoris con sus dedos, lo hizo rápidamente para contrarrestar la lentitud y la suavidad con la que su lengua hacía el trabajo tabú, y fue tan intenso, y tan rápido, y en tan corto tiempo, que Irene no supo si era el mismo orgasmo de hacía unos momentos o si era uno completamente desligado del anterior. Alessandra sólo reía entre burlona y divertidamente, pero esta vez sí la dejó descansar.
Se quedó en la región para colmarla de besos y mordiscos en sus muslos, para apreciar la vista del momento, y para sólo saberse enamorar de la íntima complexión de la griega.
Examinó sus labios mayores con sus dedos y con su vista, los presionó para saber si era inflamación o si así era su constitución, y los analizó con lupa para saber si su alopecia era realmente alopecia; si se trataba de algo temporal o de algo meramente terminal.
Irene agradeció el momento en el que Melania y Helena habían decidido ir más allá del uso del tampón, algo de lo que Sophia se había encargado aun antes de presentarle las molestas toallas, y, en ese instante, supo que aquel dolor había valido la pena más que sólo por el tema de la higiene. Melania y Helena habían tenido razón, sólo se habían equivocado en la explicación, “así le vas a gustar a todos los hombres con los que te acuestes”. Vaya información para alguien de quince años en aquel entonces.
Luego los separó para asombrarse nuevamente de lo que su lengua ya había establecido anteriormente; sus labios menores eran tan cortos, pero tan cortos, que eran prácticamente inexistentes; los salvaban los tres milímetros que hacían el sobrehumano esfuerzo de hacerlos existir. No tuvo ni que separarlos para ver su vagina, la cual todavía se contraía y se relajaba por culpa del tercer orgasmo. Era ajustada, realmente ajustada, y tenía ese no-sé-qué que delataba su inocencia sexual en todo sentido; nunca había sido penetrada por algo que no fuera un tampón ni por alguien que no fuera la ginecóloga, por lo que su himen todavía tenía propiedades de lo intacto.
Y su clítoris. Pequeño, tímido, y demasiado rosado como para ser parte del pálido y monótono color que lo rodeaba.
Bien. Ya sabía con exactitud qué era lo que tenía para trabajar.
Deslizó su dedo índice desde su vagina hasta su clítoris, de forma que se lubricara en longitud, pues se introduciría en su interior para una inspección extra y de esa manera en la que su ginecóloga jamás la inspeccionaría.
Palpó con lascivia las estrechas paredes vaginales, midió las distancias de punto “A” a punto “B”, de punto “B” a punto “C”, y de punto “A” a punto “C”, pues sólo así le podría brindar placer en y desde sus entrañas, y probó todos los movimientos que podía hacer dentro de aquel canal; en círculos, de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo, y en tipos de penetración: primero lento, de adentro hacia afuera y de afuera hacia adentro para que se acostumbrara a la sensación, luego, con todo su dedo en su interior, empujar para crear la sensación a pesar de no estarla penetrando en lo absoluto, después acelerar el ritmo con completa penetración pero sin ser muy profunda, y, por último, le sumó la profundidad. Luego vino el bipolar juego de la rudeza y de la suavidad.
Cuando ya se había acostumbrado a su dedo y a todo lo que su dedo podía hacer, succionó un segundo dedo para, lentamente, hacerla sentir repleta. Sí, quería ser dueña de esa primera sensación, y quería ser dueña del gemido que sabía que eso provocaba.
Irene sintió esa minúscula molestia de lo extraño, de lo diferente, se sintió llena, repleta, como si sus pulmones ya no pudieran acoger tanto aire como hacía unos segundos, pero, dándole el beneficio de la duda, no le pidió que la dejara respirar sino que esperó con el coraje listo para transformarlo en cobardía.
No tuvo que hacerlo, pues no sólo se fue acostumbrando a lo alienígena, sino también se acostumbró a la idea de tener un par de dedos ajenos dentro de sí, un par de dedos que no tenían la textura de los guantes de látex, y se acostumbró a que toda molestia se disipaba si tenía paciencia y si estaba dispuesta a recibir placer.
Ahogó el apodo con el que se refería a ella desde el día en el que la había conocido, pues en esos momentos ya no podían ser simplemente “amigas”, no cuando la tenía entre sus piernas y en esas coordenadas tan íntimas y privadas. A ese momento habían llegado quizás por amistad, pero, a partir de entonces, ya no podrían describirlo como algo tan sencillo; se habían vuelto “Alessandra” e “Irene”. “Alex” y “Nene” de cariño, de jugueteo, de todo y nada al mismo tiempo.
Su inconsciencia la llamó por su nombre en cuanto atrapó su clítoris entre sus labios para intercalar las succiones con los besos y con los esporádicos pero sabiamente dados lengüetazos, y sus manos se enterraron entre el liso cabello para sentirla todavía más dentro de ella.
Alessandra insistió sabiamente con la lenta penetración, así como en devorar su clítoris, y se tomó su tiempo para hacer que Irene llegara a ese punto en el que le rogaría que no sólo la llevara al borde del precipicio sino que también la empujara. ¿Quién dijo que el suicidio asistido era ilegal?
Tres orgasmos habían bastado para que Irene ya se conociera un poco más. Ya sabía qué esperar y cuándo esperarlo, ya sabía cómo se sentía cuando hacía eso, esto, o aquello, y, en definitiva, ya sabía cómo se sentía ese momento en el que era evidente que su cuerpo se preparaba para una cuarta divina convulsión que era sana y que no la haría perder millones de neuronas mientras duraba.
Lo describió como el inicio de un “no te detengas” que tensaba todos sus músculos, que la dejaba sin respirar, y que, con la aceleración de la estimulación, su funcionamiento se reanudaba de golpe; nacía con el orgásmico pujido que luego se convertía en una canción de temblorosos gemidos, con el arqueo de espalda, y con el temblor de sus piernas, de su trasero, y de sus entrañas en general.
Cuatro.
En cuestión de tres besos en su abdomen, y de una suave succión a cada pezón, Alessandra ya estaba de nuevo en sus labios, en su rostro, en su cuello, y apreciando el brillo literal y metafórico del que se había cubierto su piel.
Sacó sus dedos hasta que Irene se hubo tranquilizado casi por completo, y, con una callada y disimulada petición, le indicó que abriera sus labios para que probara lo que cuatro orgasmos significaban en sí misma. Ella recibió sus dedos en su boca sin preguntar por qué o para qué, pues, en su inexperimentada cabeza, todo tenía su propósito.
— ¿Cómo te sientes? —susurró Alessandra, tumbándose a su lado para hacerle todas esas caricias que complementaban y que completaban lo que acababa de suceder.
— Bien… —musitó un tanto sonrojada, volcándose sobre su costado derecho para encararla—. Sin palabras —terminó por sonrojarse al cien por ciento—. ¿Y tú?
— Demasiado bien —sonrió, y le dio un beso en su hombro.
— ¿Ya te aburriste? —preguntó con dificultades, pues le daba un poco de vergüenza insinuar que quería más.
— Difícilmente —rio nasalmente—, pero tampoco se trata de matarte —recostó ligeramente su sien sobre su hombro.
— No me siento al borde de la muerte.
— ¿No? —le lanzó una mirada incrédula que al mismo tiempo era de asombro, pues, ¿quién podía querer tanto? Irene sacudió la cabeza en silencio, con clara vergüenza en sus ojos, porque era ella quien quería más—. ¿Quieres más? —susurró con esa traviesa sonrisa que sólo hacía que Irene se imaginara todo lo que podía significar, por lo que asintió de la misma silenciosa manera—. ¿Qué te parece si comemos algo, si descansamos un poco, y hacemos lo que quieras hasta que ya no quieras hacerlo?
— “Comer” —resopló—, si tienes hambre puedes comerme de nuevo… yo no tengo ningún problema con eso —vomitó su lado irracional.
— ¡Nene! —se carcajeó suavemente—. Hablo de comida.
— Ay… —se sonrojó todavía más.
— ¿Qué quisieras comer?
— Tú eres quien tiene hambre, no yo.
— ¿Quieres salir un rato o quieres que pidamos que lo traigan?
— No tengo efectivo —frunció sus labios.
— ¿Qué pasó? —rio—. Creí que habíamos acordado en que tú me ayudabas con la mudanza y que yo te alimentaba… en forma de pago —sonrió—. Yo te invito.
— Sabes cómo me siento con las invitaciones —murmuró un tanto incómoda. ¿Qué era con las Rialto y las invitaciones?
— Bueno, tú me invitas otro día —le dijo, llevando su mano a su fascinante corto cabello—. ¿Quieres comer un Kebab? —le preguntó, creyendo que la sola mención de un Kebab le abriría el apetito por comida masticable y digerible, por la ingestión de nutrientes esenciales para su correcto funcionamiento.
— A ti no te gusta el Kebab —rio—. Si tú vas a pagar, ¿por qué no comemos algo que a ti te gusta?
— Yo como de todo —sacudió su cabeza—, eres tú la que no come ni esto, ni aquello, ni lo otro.
— ¿Qué es lo que no como yo? —se ahogó en una risita que sólo enternecía a la mujer que no podía dejar de verla con esa sonrisa eterna.
— Mmm… —frunció su nariz—. No te gustan los embutidos… no te gusta el prosciutto , no te gusta el tocino, no te gusta la pancetta , no te gustan las aceitunas, ni las anchoas, ni el atún, ¿sigo? —Irene sacudió la cabeza con esa pequeña sonrisa de “ups…”—. ¿Te gusta el Dim Sum? —le preguntó antes de que pudiera decirle que le gustaba el jamón de pavo, a lo que ella probablemente argumentaría que eso no era jamón.
— ¿Eso es…?
— Cantonés —sonrió contra su hombro, pues estaba por darle un beso—. Son unas cositas rellenas de algo —dijo, haciendo la forma y el tamaño con sus manos, Irene sólo rio por la imprecisión de su descripción—. Dumplings de lo que se te ocurra…
— ¿Te gustan?
— Conozco un lugar como a diez minutos de aquí —asintió, pero, en cuanto vio el esfuerzo con el que Irene diría algo que implicara que estaba de acuerdo, sólo la abrazó como pudo—, pero no vienen a dejarte ni comida ni una bolsa con mierda —le dijo, haciéndola reír un poco.
— Podemos ir si quieres.
— Qué pereza, ¿no? —sacudió su cabeza—. ¿Te gusta la comida de la India?
— Nunca la he probado. ¿Es rica?
— A mí me gusta —se encogió entre hombros—, y ellos sí la traen.
— Entonces comamos eso —le dijo, y Alessandra se puso de pie para buscar su teléfono, dejando a Irene acostada en el colchón y con la exquisita vista de su espalda y de su trasero, que, cuando se agachó para recoger su jeans del suelo, apreció su agujerito y su compacta pero carnosa entrepierna—. ¿Así es todas las veces?
— ¿Qué veces? —se volvió sobre su hombro mientras arrojaba su jeans nuevamente al suelo, pero Irene no supo cómo reformularlo—. ¿El sexo? —sonrió, y asintió relativamente aliviada, pues no había tenido que decirlo ella—. ¿“Así” cómo?
— No sé —se encogió entre hombros, siguiéndola con la mirada mientras regresaba a la cama—. ¿“Intenso”?
— No me preguntes a mí —rio—. Eres tú quien sabe de qué habla.
— No conozco ni la mitad de lo que hiciste —se sonrojó.
— Pero si sólo te toqué, sólo te comí —frunció su ceño, y ladeó su cabeza como si no entendiera.
— “Sólo” —resopló, y ella asintió con una sonrisa.
— Háblame sin vergüenzas, Nene —le dio un beso en su hombro—. Por favor.
— Es que sé tan poco del tema… —suspiró con lo que le había dicho ella que no le hablara.
— ¿Y qué? Yo no nací sabiéndolo todo —elevó sus geométricas y finas cejas—. No me voy a burlar… si eso es lo que te tiene así —susurró reconfortantemente—. Vamos, háblame claro… con las palabras que sepas, pero, hagas lo que hagas, no me empieces a hablar en griego, por favor —rio, porque sabía que Irene, cuando no podía darse a entender, acostumbraba a explotar en un griego nervioso.
— Las posiciones, supongo —se encogió entre hombros.
— Te voy a hacer dos preguntas para que todo sea más claro, quizás hasta más rápido —le dijo, prácticamente preguntándole un “¿de acuerdo?” sin realmente preguntárselo.
— No, nunca he estado con nadie; ni hombre ni mujer —repuso apresuradamente, y vio a Alessandra agachar la cabeza mientras reía—. Dijiste que no te ibas a burlar.
— Tranquila, que tu autoestima está intacta —irguió su rostro—. Yo sé que no has estado con nadie, al menos no así —sonrió, porque su himen la delataba y porque ella misma se lo había dicho antes de todo.
— Ah… —rio avergonzada—, entonces, ¿qué ibas a preguntar?
— No sé si el orden altera el resultado —se encogió entre hombros—, pero, ¿te masturbas?
— Mmm… —presionó sus labios entre sí—. No, realmente no.
— ¿“Realmente”? Eso suena a “sí, pero no”, y eso no es posible. O te masturbas, o no te masturbas.
— Sí me he tocado, pero nunca termino —le explicó la razón de la vaguedad de su respuesta—. Nunca he logrado terminar —confesó.
— ¿Ves porno?
— He visto —asintió entre lo que parecía otra respuesta más complicada que sólo un “sí” o un “no”—, pero no suelo hacerlo.
— Está bien —dijo.
— ¿Para qué querías saber esas dos cosas?
— Para saber cómo responderte lo que sea que preguntes —sonrió—. Y, si la memoria de pez no me falla, me preguntaste sobre las posiciones.
— Sí.
— ¿Qué en concreto?
— ¿Son necesarias tantas? —se encogió entre hombros, pues no sabía realmente qué era lo que quería preguntar, pero dudas tenía, y tenía muchas.
— ¿Tantas? —resopló—. No te puse de cabeza —dijo, haciendo que la mirada de la griega se ensanchara—. No te alteres, era sólo una exageración… el yoga y el sexo los practico por separado —rio.
— Está bien —rio aliviada.
— Se siente diferente, se hace diferente —le dijo en cuanto a las posiciones.
— Y eso que hiciste… —frunció su ceño, y, con sus brazos, imitó el movimiento al que se refería—. ¿Eso tiene nombre?
— Debe tenerlo —se encogió entre hombros—, pero no lo sé —«”sfregamento dei genitali”, assumo» .
— ¿Y era necesario?
— ¿No te gustó?
— No, sí me gusto —sacudió la cabeza—, pero, ¿es necesario?
— Nada es necesario —sonrió.
— Pero, ¿se hace siempre?
— Nada se hace “siempre”, Nene —sonrió enternecida—, es sólo que quise mostrarte lo que ofrezco —rio nasalmente.
— Eso suena a servicio de teléfono, o de internet, o de qué sé yo…
— Es lo que sé hacer, y es cómo lo sé hacer —se encogió entre hombros—. Yo sé lo que me satisface…
— Yo no —susurró.
— De lo que te hice, ¿hubo algo que no te haya gustado? —Irene sacudió la cabeza—. Vamos, tienes que ser honesta.
— Lo estoy siendo —se sonrojó, y ella sonrió—. Bueno, sólo me incomodó un poco lo de los dos dedos, pero se me pasó rápido.
— ¿Prefieres sólo un dedo? —ladeó su rostro.
— Me gustaron los dos, los sentí más —se encogió entre hombros—. Quizás sólo no estoy acostumbrada.
— ¿Algo más que te haya incomodado, molestado, dolido, o qué sé yo?
— Tengo una pregunta —suspiró.
— Adelante, Nene, pregunta lo que quieras.
— Cuando estaba boca abajo… tú me…
— Si vas a ser Doctora, te recomiendo que hables como los adultos —rio.
— Lamiste mi ano —se sonrojó, no porque le daba vergüenza sino porque la palabra “ano” siempre le había sonado a que era un agujero demasiado grande; en donde cabía un pie, un cuerpo entero.
— Sí, lo lamí —asintió—, ¿te gustó?
— Sé que el sexo anal existe, no soy tan ignorante —le dijo para defenderse antes de tiempo—, pero no sabía que eso lo hacías tú.
— ¿Te gustó? —repitió con una mirada casi burlona—. Porque así de mucho me gustas tú, que me das ganas de comerte toda… toda —enfatizó en lo último.
— ¿Te gusta que te lo hagan a ti?
— No me has respondido, Nene.
— Creí que era yo quien tenía preguntas, no tú —resopló.
— ¿Te gustó? —repitió una vez más para dejarle claro que ella también podía preguntar.
— No sabía cómo se podía sentir, no tenía ni una idea, ni siquiera una opinión al respecto —rio, aunque, en realidad, antes de saber lo que una lengua ahí significaba, o el cómo se sentía, le parecía una práctica relativamente asquerosa—. No tuve ni tiempo para consentirlo.
— ¿Te gustó? —aseveró su tono de voz, y ella, sonrojada, asintió—. Pues, por eso lo hice… de haberte preguntado, probablemente me habrías dicho que no antes de siquiera considerarlo.
— ¿Lo haces siempre?
— ¿Quieres que lo haga siempre? —recostó su mejilla sobre su antebrazo con esa seductora sonrisa.
— ¿Qué se supone que significa eso? —ensanchó Irene la mirada, y hubo un silencio de no más de tres eternos segundos en el que yo creo que ninguna de las dos respiró—. Tú sabes que yo no… —suspiró, encogiéndose entre hombros, no sabiendo en realidad cómo decirlo para que no sonara tan mal—. Digo, estás asumiendo que esto va a pasar de nuevo…
— ¿Acaso me equivoco? —rio un tanto indignada, no por lo que se escondía tras dicho comentario sino porque le divertía el intento de aparentar que eso sólo ocurriría una vez—. Dime que me equivoco, Nene. Dime que no quieres que se repita —la retó con la mirada, porque, de no quererlo, ¿por qué habría insinuado que quería más? Además, ¿quién, en su sano juicio, se oponía a buen sexo?
— Es sólo que no tengo una relación para ofrecer —susurró, más bien se ahogó ante el término “relación” al que tanto pavor le tenía.
— ¿Y quién te está pidiendo eso? —rio.
— Tú me preguntaste si “siempre” —frunció su ceño, como si no entendiera cómo era que Alessandra no podía entenderle.
— Tú me preguntaste si lo hacía siempre —repuso rápidamente—. La respuesta no es relevante a menos de que tenga que ver contigo —le explicó, porque no consideraba que fuera importante incluir a personas del pasado en esa respuesta—. Nene, quizás no soy la persona más inteligente, o lista, pero no es como que se trata de aritmética china —resopló—. Nunca hemos hablado de eso, al menos que tenga que ver contigo, pero no se necesita ser Einstein para saber que tú no te sientes ni cómoda ni lista, en especial porque, hasta donde tú sabes, te gustan las dos cosas —le dijo con sus dos dedos erguidos—. A mí me da igual si te gustan los bananos o los duraznos; a mí me gustan los duraznos —se encogió entre hombros—. Entiendo que tú todavía no quieres o no puedes tener algo “público”, no importa si es por miedo, por vergüenza, o porque simplemente te incomoda… a mí todo eso me da igual.
— ¿Entonces?
— No sé cuántas veces te lo he dicho ya, pero una más no le hace daño a nadie —rio—: me gustas, y me gustas mucho. Pero tampoco puedo obligarte a nada porque yo no voy a cargar con las consecuencias sino tú…
— Estoy empezando a creer que sí soy estúpida porque no te entiendo nada —sacudió su cabeza—, nada de lo que dices tiene sentido.
— Yo no te voy a exigir nada, ni espero que salgamos todos los días, o cada dos días, o todas las semanas… si quieres hablar sobre el calentamiento global, si quieres que alguien te haga presión para estudiar, si es tan simple como que quieres dormir una siesta y que no sea en tu casa, o si quieres un orgasmo, o más… —sonrió—. Estando aquí, conmigo, ¿quién va a saber?
— Pero tú sí eres del tipo de relaciones y demás —frunció su ceño.
— Haber tenido tres relaciones “serias” quizás es en lo que te estás enfocando, pero tampoco es decisivo… no creo que me mate algo más ligero, más liviano —le plantó otro beso en su hombro—. Tengo veintidós, ¿qué tanto puedo saber? —rio contra su piel—. Ya pasé por la loca que me amenazaba todos los meses con terminarme porque no me acordaba del cumplemes. Ya pasé por la loca que se iba a suicidar si terminábamos. Y ya pasé por la loca celópata que me controlaba todo el tiempo; en dónde y con quién estaba, y era ella la que estaba en la cama con otras personas —rio—. Necesito algo menos complicado.
— ¿Y tú crees que yo soy lo menos complicado? —dijo nerviosamente, y ella asintió—. Soy la persona más complicada que existe, Alex —rio—, y probablemente la que más complicaciones trae.
— ¿Qué complicaciones podrías tú traerme a mí?
— Siempre andar a escondidas…
— Se llama “ser disimulada” —se encogió entre hombros—, y “privada”.
— Nada de romance ni de cursilerías…
— Se llama “ser auténtica” —sonrió—, “directa”, “al grano”.
— Y, ¿sólo sexo? —dibujó una expresión de absoluta consternación—. No creo que algo pueda ser solamente sexo.
— No —sacudió la cabeza—, porque aquí sigues —dijo, y le dio otro beso—. No eres de las que se visten y se van cuando se acaba.
— Eso no lo sabes tú, y tampoco lo sé yo.
— Eso sólo las putas y si es a domicilio —rio—. Tú no ejerces esa profesión, y sigues aquí, ¿no? —dijo—. ¿Cuál es el miedo?
— No tengo miedo —susurró, sacudiendo su cabeza rápidamente, «es pánico» —. Es sólo que sí creo que traigo muchas complicaciones…
— No te estoy ofreciendo un noviazgo, te estoy ofreciendo sexo… y la amistad que hemos tenido hasta la fecha.
— ¿Amistad? —rio—. ¿Cómo puedes decirme que después de esto podemos seguir siendo amigas?
— “Amigas con derecho”, entonces —se encogió entre hombros—. Pero acepto sugerencias de etiquetas.
— Eso de “con derecho” no funciona ni en las películas —rio un tanto decepcionada—. Siempre hay una parte que cae más que la otra.
— Yo predigo que tú terminarás por caer primero —sonrió burlonamente, pero lo decía en serio.
— Relájate, Nostradamus —rio.
— Nene, yo tengo tiempo —le dijo—. Y se supone que el tiempo en la universidad es para experimentar…
— ¿Vas a experimentar sólo conmigo o quieres algo más “libre”? —supuso que ése era el término adecuado.
— Soy lesbiana, estoy a favor del aborto pero no como método anticonceptivo, creo en los estados laicos, en la empresa privada, y en el libre comercio —sonrió—. Me gustan las camisetas, la música electrónica, soy fan de Amy Winehouse, no puedo comprar un sostén por internet porque me distraigo con tantos senos, y una vez se me atrasó el período y creí que estaba embarazada —rio, pero Irene permaneció casi inexpresiva—. En fin, creo en el liberalismo absoluto, en la comodidad, y a veces me estreso por nada… y soy católica por obra y gracia de Dios.
— Eso yo lo sé, pero, ¿por qué me lo dices?
— No practico la poligamia —se encogió entre hombros—, eso se lo dejo a los árabes —sonrió.
— Entonces, ¿sólo conmigo?
— Un terremoto hormonal a la vez —asintió—, porque ya tengo bastante con las mías y todavía no me uno al circo para aprender a hacer malabares.
— Creo que ya tienes que saber hacer malabares para entrar al circo —susurró con una sonrisa, y ella que rio porque sabía que tenía razón—. Entonces, ¿lo haces siempre?
— ¿Quieres que lo haga siempre? —preguntó como hacía unos momentos—. Digo, de hoy en adelante es con tu consentimiento —sonrió, y le acarició la cabeza.
— No sé qué estoy haciendo —se entrecortó en una carcajada nerviosa.
— Yo tampoco sé qué estoy haciendo —la acompañó con una carcajada—. En realidad nunca sé qué es lo que estoy haciendo… y, mírame, no he resultado tan mal. Probablemente, muy probablemente, de saber qué era lo que hacía, no estaríamos hoy, aquí —se encogió entre hombros.
— Qué poético.
— Optimista, nada más —sonrió con su sonrisa pegada al hombro de la griega—. Entonces, ¿quieres que lo haga siempre? —le preguntó con el mismo tono que ella había empleado hacía unos segundos.
— Podemos explorar la opción —asintió, y rio por cómo su estómago rugía con fuerzas—. Creo que sí tengo hambre.
— Ya me había asustado —dijo, tomando nuevamente su teléfono—. ¿Tienes más preguntas?
— ¿Cómo lo hice? —murmuró, nuevamente con el rostro enrojecido.
— Para ser tu primera vez… —resopló un tanto distraída, pues ella no podía escribir en su teléfono y hablar de otra cosa al mismo tiempo.
— Lo hice mal, ¿no? —se ahogó en la vergüenza de su ignorancia y de su inexperiencia.
— No, Nene —rio nasalmente, y le regaló un contacto visual intenso—. Para ser tu primera vez… no estuvo nada mal.
— ¿En serio? —ensanchó la mirada—. Porque la vez pasada casi me ahogo con… —y calló al darse cuenta de que estaba hablando más de la cuenta.
— Tal vez deberías dejar de meterte cosas tan grandes a la boca —la molestó tranquilamente, e Irene se sonrojó todavía más—. Todo toma tiempo, Nene… además, tú no sabes qué es lo que me gusta —sonrió.
— Me gustaría saber qué es lo que te gusta… cómo y cuándo te gusta también —murmuró—. Quiero aprender…
— No es algo que aprendes como de un libro —resopló, porque el término “aprender” le pareció académico, y el sexo era todo menos académico; era instintivo, práctico, y asumido—. Pero puedo enseñarte… —sonrió.
— Por favor, porque qué feo que sólo tú sepas dar placer —se sonrojó ante su elección de palabras.
— Tú, para no saber nada, para no haber hecho nada antes, lo haces bien —pareció halagarla—. Entonces, comida —dijo, porque ya era tiempo; ya habían abierto el Taj Mahal Ristorante —. ¿Quieres pollo, cordero, o pescado?
— Pollo o cordero, no tengo preferencia entre esos dos.
— ¿Picante o no picante?
— Si no le quita el sabor a la comida, picante.
— ¿Ajo? —rio en cuanto la vio a los ojos, pues, sin importar su nacionalidad, y sus hábitos alimenticios, sabía lo que significaba darle un beso a alguien que había comido dicha especia, verdura, ¿qué era el ajo en realidad? No sabía.
— Sólo si tú comes también y si comemos en las mismas cantidades —rio ella también.
— Está bien —sonrió—. Entonces… vamos a pedir un pollo tandoori, pollo tikka al ajo… ¿arroz blanco o con curry?
— ¿Es muy condimentado lo otro?
— Mmm… —tambaleó su cabeza—. Arroz blanco para que no jodan los sabores… y vamos a pedir dos órdenes —sonrió para su teléfono, en especial porque sólo le faltaban ocho euros para que se les diera la gana hacer el envío—. Un poco de naan —sólo cuatro euros más—, ¿y de beber? ¿Quieres una coca cola?
— ¿De treinta y tres o de cero cinco?
— Treinta y tres.
— ¿Puedo pedir dos? —sonrió tiernamente.
— Las que quieras —asintió, e Irene levantó irguió dos dedos—. Y dos para mí también —sonrió—. ¿Alguna especificación que tenga que hacer?
— Por mí no —sacudió su cabeza, y se quedó en silencio, viendo a Alessandra jugar con sus pulgares por la pantalla del obsoleto iPhone que estaba a la espera por ser ejecutado y relevado por el siguiente modelo que saldría entre mayo y septiembre como por costumbre religiosa de Apple.
— Una hora o menos —arrojó su teléfono a ciegas, y se recostó nuevamente sobre su hombro—. ¿Qué? —se sonrojó en cuanto se dio cuenta de cómo la veía Irene.
— ¿No te puedo ver? —bromeó sonrojada ella también.
— Claro que puedes —sonrió—, pero quisiera saber qué es lo que ves.
— No sé —se encogió entre brazos—. ¿A ti? —dijo, como si eso no fuera obvio, y logró sonrojarla aún más.
— Nene… —se reacomodó de tal manera que quedó extrañamente recostada sobre el abdomen de Irene, aunque ella permanecía prácticamente sobre su costado; raro, pero podían verse cómodamente a los ojos—. Te pregunté algo hace rato…
— ¿Qué? —se irguió un poco para apoyar su cabeza contra su mano.
— ¿Te gustan o quieres que me los quite? —preguntó, llevando su mano izquierda a aquel triángulo de cortos y ligeros vellos que daban la bienvenida frontal a su entrepierna.
— ¿Por qué me lo preguntas? —frunció su ceño.
— Porque no a todas las personas les gustan —se encogió mínimamente entre hombros—. Y no sé si a ti te gustan… me confundes.
— ¿Yo te confundo? —resopló, y ella asintió—. ¿Por qué?
— Porque tú no tienes, pero vi cómo los tocaste…
— Sí me gustan —se sonrojó—, se ven… “bonitos”.
— “Bonitos” —rio. Eso era nuevo—. Si son “bonitos”, ¿por qué te los quitaste tú?
— No sé, ni siquiera lo pensé —se encogió entre hombros—. Mis primas me llevaron a uno de esos lugares en los que te depilan con láser, y supongo que para que no quedara asimétrico, o qué sé yo, me lo hice todo… ¿y tú?
— Me daba pereza afeitarme para poder usar un bikini —sonrió.
— Los de abajo podías quedártelos así como te quedaste con esos —señaló su triángulo.
— Sabía que, eventualmente, iba a tener a una mujer entre las piernas… y no quise dar tratamientos faciales gratis —bromeó—; ni para exfoliar, ni para un peeling .
— ¡Ay! —se carcajeó, haciendo que su cabeza retumbara contra su abdomen—. Se te ven bien.
— Entonces, ¿no me los quito?
— ¿No es un poco demasiado quitártelos por mí?
— Nada que un poco de cera no pueda hacer —sacudió la cabeza, dándose cuenta de que Irene había pensado en que se refería a algo terminal, por lo que sonrió.
— Bueno, si tú quieres —se encogió entre hombros—. Yo no tengo ningún problema con ellos.
— Si en algún momento quieres que me los quite, sólo tienes que decirlo.
— Está bien —estiró su brazo, e hizo aquella movida que a cualquier persona mínimamente enamorada le nacía; guardó un poco de liso cabello tras su oreja—. ¿Algo más que quieras preguntarme o decirme?
— ¿Tú? —sacudió la cabeza, e Irene la imitó—. Estás nerviosa, ¿no?
— Un poco, sí.
— Seré lo más discreta que se pueda —la reconfortó con una sonrisa—. Nada de llegar a tu casa sin avisar, nada de sorpresas, nada de eso…
— ¿Y yo?
— ¿Tú qué?
— ¿Qué puedo hacer yo por ti?
— Puedes mantener una mente abierta —sonrió.
— ¿Qué tan abierta?
— Lo más que se pueda —la miró con travesura.
— ¿Y cómo sugieres que haga eso?
— ¿Por qué no ves un poco de porno?
— ¿Para qué? —frunció su ceño—. Allí sólo te muestran todo lo que prácticamente no es…
— Sí, pero también te despierta ciertas curiosidades; de posiciones, juguetes, prácticas… qué sé yo —se encogió entre hombros.
— ¿Te gustan los juguetes?
— No los he probado todos.
— ¿Tienes?
— Personales —asintió con toda la naturalidad que podía.
— ¿Qué juguetes tienes? —preguntó con un poco de vergüenza, pero la curiosidad podía más.
— Un dildo —sonrió—. Es rosado con blanco, y tiene un conejito que vibra.
— ¿Conejito? —ensanchó la mirada, porque le había sonado a un conejo de verdad, y, al sólo poder relacionarlo con la copulación del roedor en cuestión, rio.
— No es un conejo como los que sacan los magos del sombrero —rio ella también—. Es sólo que parece conejito; las orejas te quedan a los lados del clítoris, y, como vibran, se siente demasiado rico.
— Entonces te gusta la vibración —sonrió, imaginándose cómo se vería Alessandra con ese artefacto entre sus piernas, imaginándose cómo sería su expresión de placer.
— Creo que a ti también te gustaría —asintió—. ¿Te gustaría probar? —pero ella ya sabía que la curiosidad le diría que sí, y, en efecto, Irene asintió—. ¿Qué más te gustaría probar?
— No lo sé, no sé nada sobre esos juguetes.
— Hay un lugar cerca de la Piazza Navona y hay otro en la Sforza Cesarini , podemos ir para que veas lo que hay y qué es lo que te pica la curiosidad.
— ¿Me quieres llevar a una tienda de juguetes? —se carcajeó nerviosamente, porque por alguna razón creyó que estaba bromeando, pero Alessandra asintió con absoluta seriedad—. Oh… —quiso disculparse—. Está bien —se sonrojó.
— Necesito que me prometas algo, Nene —suspiró—. Necesito que me prometas que vas a ser honesta conmigo.
— ¿Por qué no lo sería?
— No lo sé, a veces no sé cómo o en qué estás pensando —se encogió entre hombros—. Necesito que me digas cuando algo es demasiado, cuando algo es muy poco, cuando algo no te gusta…
— Pero esto no es una relación —susurró casi inaudiblemente.
— Quizás no es un noviazgo, pero es una relación —dijo—. Yo sé que puedo hacer las dos cosas: algo de una noche o una relación… porque ya lo he hecho…
— Pero no sabes si yo lo puedo hacer —suspiró.
— Se trata de que a nadie le duela; mientras más claro lo tengamos todo, menor riesgo hay de que algo salga mal.
— Está bien.
— El resto lo sabremos mientras avance —sonrió—, aunque, como te digo, yo creo que tú caerás primero.
— ¿Cómo puedes estar tan segura? —resopló.
— Sólo lo estoy —se encogió entre hombros.
— ¿Por qué no puedes ser tú quien caiga primero?
— De que se puede, se puede —sacudió su cabeza—, pero sé que serás tú y no yo —dijo, contando con que la atracción física por Irene era físico, y que su atracción intelectual era precisamente eso, pero nada de atracción sentimental. Al menos no todavía. Al menos no hasta que Irene se abriera un poco más con ella, y que su apertura no se refiriera a sus piernas.
— Si estás tan segura… ¿por qué no apostamos? —rio.
— Señorita Papazoglakis —resopló Alessandra un tanto divertida—, jamás creí que jugara con el destino de esa forma.
— Me gustaría ver tu cara cuando gane, eso es todo —sonrió.
— Pero mi cara no es nada… digamos… ¿cincuenta euros?
— ¿Cincuenta euros? —se carcajeó—. Para lo segura que estás… es demasiado poco.
— Mmm… —entrecerró la mirada ante el retador tono de la griega—. ¿Cuánto crees que vale mi seguridad?
— ¿Tu camiseta de Cristiano? —elevó mínimamente su ceja derecha.
— A ti ni te gusta el futbol —tragó con dificultad, porque, ¿en qué mundo apostaría ella su camiseta de Cristiano firmada por Cristiano mismo?—. ¿Para qué quieres mi camiseta?
— Para que sí —se encogió entre hombros—. ¿O no estás tan segura como para apostar lo más preciado que tienes?
— Mi camiseta de Cristiano… —murmuró para sí misma—. Está bien, mi camiseta de Cristiano —sonrió un tanto nerviosa—. ¿Y tú qué me das?
— Si yo caigo primero… lógicamente es por algo —balbuceó, y se tomó un segundo para recoger todo su coraje, pues sólo con demasiado coraje podía siquiera pensar en dejar que las siguientes palabras salieran de su boca.
— ¿Sí?
— Te plantearé la idea de que seamos algo más que sólo “amigas con derecho”… y, si aceptas, ese día comerás en mi casa… no como mi amiga, sino como eso —se ahogó ante el título que más nerviosismo le causaba.
— Nene… —ensanchó la mirada—. Eso no se compara a una camiseta… —susurró, dándose cuenta de que para ella eso sería relativamente fácil porque no tenía absolutamente nada que perder; lo más que podía perder era una camiseta blanca que ni siquiera se ponía porque había decidido enmarcarla.
— Quizás no, pero estoy tan segura, pero tan segura, que arriesgar algo así no me da tanto miedo —se encogió entre hombros, y tragó con dificultad, pues mentía; era lo que más miedo le daba.
Emma se despertó como todos los días, a las seis de la mañana con un margen de más-menos-cinco-minutos.
Abrió los ojos porque sabía que todavía no había luz suficiente como para cegarla, y, como todos los días, buscó a Sophia por maña y por costumbre. La rubia todavía estaba en la misma posición en la que había muerto la noche anterior, no se le había movido ni un cabello, ni había movido las piernas o los brazos en el más insignificante milímetro. Respiraba tranquila y profundamente, apenas abrazaba la almohada bajo su cabeza, y todavía parecía estar hundida entre la cama.
Se acercó a su cabello, porque no quedaba tan lejos, y, antes de que se terminara de despertar, inhaló el característico y desvanecido aroma que se desprendía de él. Inhaló profundamente, exhaló lentamente. Y de nuevo.
Reclamó su mano derecha, la que la abrazaba por la cintura, le acarició el hombro y parte de la espalda, y le dio el beso que le daba todos los días pero que no lograba despertarla. Así de suave era.
Casi que de un movimiento, como si se tratara de Rambo, o James Bond, o quien sea, rodó por la cama para no alterar tanto el inerte movimiento del colchón, pues no le gustaba despertarla, no a esa hora en la que todavía descansaba. Sólo le faltó, al caer al suelo con ambas manos a la altura de sus hombros, flexionar una pechada de macho con sobredosis de testosterona, balas, explosiones, y sangre.
Caminó al baño mientras se rascaba los ojos, probablemente masajeó sus inexistentes ojeras, y, cuando estuvo bajo el marco de la puerta, suspiró, estiró sus brazos, se elevó en puntillas, y se estiró de tal manera que su espalda crujió y sus extremidades adquirieron mayor motricidad. Había algo meramente placentero en apretar y tensar el trasero.
Aflojó sus brazos y sus piernas, llevó su cabeza hacia ambos hombros para aflojar su cuello, y topó la puerta como todas las mañanas. Pasaba que, si cerraba la puerta, despertaba a la rubia durmiente. Eso sí la despertaba, el sonido del agua corriendo jamás. Y la música tampoco.
Se sentó en el trono de porcelana así como lo había hecho desde que tenía uso de razón y de memoria, siempre con un bostezo de por medio, y dejó que su vejiga y sus riñones hicieran lo de siempre. Sin tener el placer que la mayoría de personas tenían, ni para el número uno ni para el número dos, dejó ir el agua, se lavó las manos, y salió del baño para traer su teléfono.
«Mmm…» , ¿qué tenía ganas de escuchar? Definitivamente Chopin no porque se trataba de terminar de despertarse, no de llevarla de nuevo a la cama. Simplemente le dio play a una de sus listas de música, y David Bowie empezó a salir por los parlantes. Mejor que “Let’s Dance” sólo pocas.
Se metió a la ducha y dejó que el agua caliente le cayera en la concavidad de sus manos mientras le caía también sobre el pecho, y mojó su rostro. Cosas de la costumbre. Luego se dejó mojar por completo. Un poco de shampoo , el cual se aplicaba como si se estuviera rascando la cabeza con demasiadas ganas, porque eso sí le daba placer y limpiaba efectivamente. Un poco de jabón sin olor, últimamente su preferido precisamente por la carencia de perfume, y con una de esas esponjas exfoliadoras, se lavó todo lo que podía alcanzar de pies a cabeza, y se rascó la espalda con aquella extensión que tenía un cepillo de un lado y un masajeador del otro; sólo utilizaba el cepillo. Se enjuagó el cabello una segunda vez sólo para cerciorarse de que estuviera limpio, un poco de acondicionador, y lo que “Bad Girls” duraba para terminar la ducha, que, al final, luego de la esterilización de todos los días, se daba dos o tres segundos del agua más fría que le daba la llave.
Salió de la ducha, tomó las dos toallas; la grande para secarse el rostro, el pecho, los brazos, y para ponérsela al torso, y la pequeña para la cabeza.
Seis-siete-ocho gotas de aceite en cada pierna, dos-tres para cada brazo, y los residuos a su pecho y a su abdomen, y salió del baño para inclinarse sobre la rubia durmiente.
— Mi amor —susurró a su oído, y le dio un beso demasiado suave en su sien—. Mi amor… —susurró de nuevo, acariciándole la cabeza con su mano—. Sophia, hora de despertarse…
— Cinco minutos más —balbuceó como todos los días, a lo que Emma sonrió, y la dejó para ir en busca de un poco de ropa.
Se colocó un de Changy negro de copa completa y una Kiki de Montparnasse negra, como siempre.
Caminó por las secciones de ropa para decidirse entre vestido o no, «vestido no, hoy no» , entre falda y pantalón, «ayer fue falda» , entre pantalón formal o jeans, «quizás jeans» , entre azul o negro, «negro» , entre skinny , slim, o flare , «cualquiera» , y, de entre el Proenza Schouler y el Gucci, sacó el Armani que siempre había existido en su closet desde que lo había descubierto hacía más de diez años.
Luego la decisión se trataba del largo de manga, pero, rápidamente, antes de pasar por todo el proceso de selección, sacó una blusa en patrón de leopardo. Y el resto era fácil; escoger el cinturón, porque raras veces podía llevar un jeans sin cinturón, y los Louboutin de gamuza azul marino con remaches plateados y de aguja realmente metálica.
Se enfundó el jeans, se vistió la blusa, y, sin abotonársela, se inclinó de nuevo sobre Sophia.
— Mi amor, hora de despertarse —susurró, con otro beso y con otra caricia en su cabeza.
— Cinco minutos más… —balbuceó de nuevo, colocándole otra sonrisa a Emma.
Emma se irguió, abotonándose ya la blusa, y se dirigió a la cocina. No comería yogurt porque «oh, damn» , no tenía. Abrió el gabinete superior para, de entre las cuatro cajas de cereal, escoger el menos dulce; el Honey Bunches con almendras.
Un poco de leche semidescremada, una cuchara, y el desayuno que comía en menos de cinco minutos porque no le gustaba cuando se perdía la consistencia crujiente.
Cabeza hacia abajo para peinarse de atrás hacia adelante y de abajo hacia arriba, un poco de suero de argán con sus dedos, y peinarse nuevamente pero ya como las personas normales; primero hacia atrás, y, mientras apenas se lo secaba con la pistola, lo iba peinando con sus dedos para que no le quedara liso. El cabello liso nunca le había gustado, quizás porque sólo la hacía ver más alta y más delgada, y no en una buena forma ni de una manera saludable.
Ya con las ondas en proceso de secarse por completo, vino el uso del cepillo de dientes mientras que, con el dedo índice izquierdo mantenía anudado su cabello por lo que durara el lavado. Vino el Listerine, un vistazo a la rubia que sólo lograba asombrarla por lo fácil que le resultaba reconciliarse con el sueño, y se dirigió nuevamente al clóset para un poco de maquillaje, el Chanel No. 5, sus aretes y su reloj.
— Mi amor —se sentó a su lado en la cama, y le acarició la espalda con la suavidad que le quedaba del aceite de argán de hacía rato—, quince para las siete…
— Cinco minutos más —balbuceó, queriendo que Emma no dejara de hacerle eso que le hacía en la espalda.
— Yo ya me tengo que ir —susurró con una sonrisa.
— No… —se retorció contra la almohada.
— ¿Quieres que te espere? —le preguntó en cuanto Sophia logró abrir los ojos con tanta dificultad como lo hacía un recién nacido.
— Quiero cinco minutos más —le dijo con ese tono adormitado y de niña pequeña.
— I’ll tell you what… —sonrió, enterrando sus dedos entre la melena rubia—. Voy a ponerle comida y agua a Vader… y regreso, ¿sí?
— Está bien —asintió ya con los ojos cerrados.
El timbre sonó demasiado fuerte, tan fuerte que Irene y Alessandra se llevaron el susto de sus vidas, y, aparte de tener el corazón en la boca y el enojo hirviendo, porque el timbre las había despertado de la siesta en la que habían caído, se arrojaron de la cama con demasiados nervios.
Irene, por alguna razón, y por lo que había sucedido en ese colchón que le había marcado su cadera y su pierna, creyó que era Camilla quien había hecho que el timbre sonara con tanto odio; esa era la paranoia que la poseía, y eso sólo delataba la intensidad de miedo que tenía a ser descubierta, aunque, en realidad, sólo tenía miedo a ser juzgada. Un miedo tan común, tan corriente, y tan humano, que todos iban a entenderla.
Alessandra porque simplemente no estaba acostumbrada a un timbre tan estrepitoso y tan agudo, y porque, sabiendo que era la comida, no pensaba abrir la puerta como Dios la había traído al mundo; se sentía cómoda con su cuerpo y le importaban pocas cosas, pero exhibírsele al repartidor no estaba ni entre sus prioridades ni entre sus fantasías, por lo que, habiendo presionado el botón verde que abriría la puerta principal, se apresuró a meterse en su camisa y en su jeans, que la camisa se la puso al revés y al revés (con la impresión en el interior, y con la etiqueta al frente), y con el jeans que casi se cae en plena cocina por creer que podía correr mientras se metía en él mientras pescaba los treinta y seis euros de su cartera con su tercer brazo.
Cuando Irene vio que no era Camilla, porque, ¿por qué lo sería?, respiró con alivio, y rio mientras caminaba por el pasillo para ayudarle a Alessandra con aquella montaña de recipientes herméticos.
— No sé en dónde invitarte a comer —resopló Alessandra, viendo que la mesa todavía seguía en el empaque de cartón.
— En el suelo será —sonrió, y la carcajada la atacó en cuanto se dio cuenta del intento fallido de vestirse que había tenido la italiana que guardaba la factura en su bolsillo—. Tu camisa —la señaló con descaro.
— Me la puedo quitar —se encogió entre hombros con una sonrisa, y la retiró sin titubeo alguno para que Irene, al ver sus senos una vez más, se callara por algo tan sencillo como el rubor que la invadía y no sólo en sus mejillas—. Y qué bueno que tú también te vestiste… —se acercó hacia ella.
— ¿Por qué?
— Porque sólo así te puedo quitar de nuevo la ropa —rio nasalmente, tomando su camisa entre sus manos para tirarla hacia arriba y sacársela—. Tienes un cuerpo tan bonito —susurró, deslizando suavemente sus manos por sus hombros para acariciar su pecho hasta llegar a ahuecar sus pequeños senos—, no deberías vestir nada nunca —sonrió, dando un paso hacia adelante para acorralarla entre ella, sus brazos, y el borde de la cocineta.
— A… —quiso decir su nombre, pero ya el beso en su cuello le había robado toda facultad verbal, y el roce de los senos de Alessandra contra los suyos le había robado toda facultad racional.
— Tienes razón, Nene —sonrió contra lo que había besado—, tenemos que comer —se despegó de ella—. ¿Te molesta comer en la cama?
— No —se aclaró la garganta.
— Bien, entonces… fuera ropa, y a la cama —dijo con una sonrisa, tomando la torre de recipientes herméticos y dejando a Irene atrás, quitándose la ropa con rapidez, como si, de no hacerlo, recibiría algún tipo de castigo al que le tenía miedo—. ¿De qué me vas a hablar?
— ¿De qué quieres que te hable? —se incorporó al área del dormitorio, todavía luchando por sacarse el jeans.
— De lo que quieras —se encogió entre hombros—. De lo que sé que no hablas con nadie —sonrió, y bajó su jeans para poder acostarse en la cama.
— ¿Y eso qué será? —resopló.
— No sé, yo conozco a Irene Papazoglakis, no a Irene Rialto.
— Es la misma persona —susurró.
— Cuando hablamos con Pippa y con Nicola, ellos cuentan sobre sus familias… casi sólo hablan sobre sí mismos, pero a veces cuentan algo de sus familias; tú eres la única que no dice nada.
— Podrías sólo preguntarme lo que quieres saber —se sentó sobre la cama.
— No sabría qué preguntarte… cuando estuve allá nunca supe que invitaras a personas a tu casa; yo nunca fui a tu casa. No sé cómo vivías, no conocí a tus papás, ni el color de tu habitación… —frunció su ceño—. Aquí conocí a tu mamá, y no es como que la conozco mucho… te conozco a ti nada más.
— No me gustaba tener gente en mi casa —murmuró.
— ¿Por qué?
— Nada en especial —sonrió despectivamente.
— Me has dejado estar entre tus piernas pero no me tienes confianza —rio cínicamente.
— Mi vagina no tiene sentimientos… mi consciencia sí —presionó sus labios entre sí y los tiró hacia la izquierda.
— Eso es tan retorcido —dijo—, normalmente se juzga por el físico y no por el estado mental… con razón Serena van der Woodsen era popular; porque era bonita, porque de inteligente ni una mierda —se carcajeó.
— ¿Quién? —siseó Irene, encontrándose perdida de un momento a otro en la conversación.
— ¿No viste “Gossip Girl”?
— ¿Quiénes salen en esa película? —frunció su ceño, y Alessandra sólo supo carcajearse.
— Era un programa de televisión, en el que todos eran tontos como por vocación —se encogió entre hombros.
— ¿Y qué tiene eso que ver con lo que yo dije?
— Que todos son tontos, pero eso no importa porque son todos muy bonitos —rio.
— ¿Entonces? —frunció su ceño por no entender.
— Es más fácil que te juzguen por tu constitución física, por no ser atractiva, por no ser bonita, a que te juzguen por ser imbécil —dijo—. Claro, eso aplica hasta que abres la boca… pero supongo que hay a personas a las que la estupidez no les molesta porque prefieren tener un adorno —opinó—. En fin, creo que es más fácil que te juzgue por cómo es tu vagina a por cómo piensas, y jamás te he juzgado por tu físico… porque me pareces demasiado atractiva, y te lo he dicho mil veces… y, así como jamás he juzgado cómo eres, jamás he juzgado lo que dices, o el cómo piensas —sonrió, pero Irene permaneció un tanto escéptica—. Nene, de mentalidad primitiva no te puedo acusar.
— Bueno... —susurró sonrojada, pues lo había tomado como un cumplido, y así debía tomarlo.
— Entonces, ¿por qué no te gustaba tener gente en tu casa?
— ¿Honestamente?
— No importa cómo suene —asintió, abriendo el primer recipiente hermético para llenarse el olfato de una pizca de ajo.
— No me gustaba dar de qué hablar, nunca me ha gustado —dijo claramente avergonzada—. Es lo malo de cuando tu papá es una figura pública; todos tienen su opinión, y eso lo respeto, pero en el Gobierno nadie se salva… todos están en eterno descontento.
— Pues, sí, me imagino que es difícil, pero... es con tu papá el problema, no contigo —frunció su ceño, porque consideraba que los pecados del papá no eran los suyos.
— Es difícil cuando todo se viene abajo, y ves que sólo tú no —se encogió entre hombros—. Ves que tu nivel de vida no baja, que tu mesada sólo sube en lugar de bajar, y que sigues teniendo ama de llaves, y jardinero, y chofer… y ves que varios de tus compañeros dejan de pasar las tardes en el polideportivo porque los papás ya no pueden pagar las membresías, que empiezan a usar el transporte público para llegar a sus casas o a la escuela, y a veces sólo terminan el año y se cambian de escuela…
— Bueno, pero eso no es tu culpa —intentó reconfortarla—. No era tu culpa.
— Yo sé que no es mi culpa, pero no pude evitar que me afectara. Escuchaba los comentarios de todos, quizás no eran ni sus opiniones, quizás era lo que escuchaban de sus papás, o de otra persona… pero me afectaba.
— Y eso te alejó de todos —comprendió.
— No quería que vieran cómo realmente seguía viviendo yo en plena crisis, no quería tener a gente juiciosa en mi casa… no sé si los protegía a ellos o me protegía a mí misma.
— Creo que te protegías a ti misma.
— Pues, sí —asintió—. Y quizás no fui yo quien se alejó de mis amigos, fueron ellos quienes se alejaron de mí.
— Entonces no son tus amigos.
— Creo que a nadie le gusta ver cómo tú vives a costillas de ellos.
— Bueno, pero eso pasa en todos los Gobiernos de todo el mundo —rio—. Además, no puedes dejarte creer que el peso de la crisis cae sobre los hombros de tu papá…
— Con ellos se vino abajo —rio como si fuera realmente gracioso.
— Quizás ellos estaban en el poder en ese momento, pero ellos no fueron quienes falsificaron los datos de contabilidad nacional… hasta donde sé, ellos fueron quienes trajeron eso a la luz, ¿o me equivoco?
— No, no te equivocas —sacudió su cabeza.
— Entonces, ¿qué es lo que te avergüenza en realidad? Porque, de ser por eso, deberías estar relativamente orgullosa de tu papá —Irene sólo se sonrojó—. ¿Te avergüenzas de tu papá?
— Yo… —agachó la mirada.
— Si te avergüenzas por avergonzarte de él… —rio—, creo que es doble trabajo.
— No me avergüenzo de él… o quizás sí —suspiró, irguiendo la mirada para encontrarse con la de Alessandra, la cual no la juzgaba porque no le parecía nada malo—. Creo que es un político efectivo, creo que hace lo que tiene que hacer cuando tiene que hacerlo… pero también tiene su lado de jugar sucio, de orquestar sabotajes por los puntos ciegos —se encogió entre hombros.
— Pero ése es el trabajo… creo que nadie, estando en la posición de tu papá, puede ser efectivo si juega limpio; ese mundo no es limpio en ninguna parte del mundo, Nene.
— Quizás —asintió—, pero no sé si eso lo aplicas para tu vida personal también.
— Creo que es difícil separar las dos cosas; tú eres quien eres. Si juegas sucio en el trabajo, probablemente juegas sucio en la vida cotidiana también, y viceversa.
— Le jugó sucio a mi mamá, a mi hermana, y no sé por qué necesito creer que a mí no… pero sé que lo hizo.
— ¿Qué le hizo a tu mamá?
— Mi papá cree que es tan inteligente en lo que hace que no se da cuenta de las estupideces que hace… —dijo por primera vez en su vida, y se sintió demasiado bien poder decírselo a alguien que no fuera a sí misma y sin verbalizarlo en realidad—. A veces no podía ni abrir la puerta de su oficina porque los cuernos no me dejaban; si no era con la asistente era con la niñera, si no era con la niñera era con la secretaria, si no era con la secretaria era con una de las promesas de practicantes que llegaban a hacer sus seis meses en el PASOK —se encogió entre hombros—. Y si no era ninguna de ellas era la esposa de un congresista de la oposición, o una de las “amigas” de mi mamá…
— Bueno, no podía mantener sus pantalones arriba —resopló.
— Y yo creo que aun con los pantalones arriba no podía no sacarlo —rio, encontrándole el lado gracioso por primera vez a la crónica infidelidad de su papá—. En fin, no sé… no era como que le pegaba a mi mamá, eso sí nunca lo hizo, al menos que yo supiera, pero sí le hacía comentarios bastante hirientes y la culpaba por quitarle las ganas de dormir en la casa; claro, se iba a dormir a la oficina y probablemente se cogía a la secretaria.
— ¿Por qué no se divorciaron antes?
— Por conveniencia —dijo, no encontrándole otra razón—. Mi papá la necesitaba para la época de elecciones, porque nada vende mejor que un hombre casado, un hombre de familia, de “buenos valores morales”… y mi mamá lo necesitaba en un sentido más económico —suspiró, sintiendo esa diminuta sensación de decepción de Camilla, pero que al final entendía—. Si ella se divorciaba, era cien por ciento seguro de que él iba a ganar la custodia completa sobre mi hermana y sobre mí porque mi mamá no tenía trabajo, no tenía experiencia en nada porque nunca la había dejado trabajar y porque no tenía título universitario del que se pudiera valer.
— ¿Tu hermana no es como que mil años mayor que tú?
— Pues, sí —rio por la exageración—. Después sólo quedé yo.
— ¿Y por qué no se divorciaron entonces? Digo, ¿por qué tu mamá no pidió el divorcio entonces?
— Por lo mismo —se encogió entre hombros—. Aunque creo que se lo iba a pedir, pero en eso mis abuelos se enfermaron, se murieron, y se gastaron todo el dinero que les quedaba en tratamientos.
— Veo…
— Cuando encontró a mi papá en la cama con la esposa de otro congresista, entonces sí pudo valerse también del acuerdo prenupcial porque habían firmado una cláusula de fidelidad y yo ya tenía diecisiete, edad a la que ya mi opinión iba a contar.
— Y te quedaste con tu papá —murmuró, no logrando aguantarse el hambre, pues podían hablar mientras almorzaban; ése era el punto.
— Es un poco retorcido, de doble moral —asintió—. Hipocresía mía.
— Ah, entonces eso es lo que te pesa… no la crisis —sonrió.
— Puede ser —asintió de nuevo—, porque escogí quedarme con mi papá por el simple hecho de que él podía pagarme la universidad y mi mamá no; con mi mamá iba a ser un “lo que el destino nos tenga preparado”, algo inestable, algo incierto.
— Bueno, pero ya estás aquí, con tu mamá, en una ciudad que te gusta, en una universidad que te gusta, y estudiando lo que te gusta —dijo, ofreciéndole un poco de pollo tandoori .
— Creo en las segundas oportunidades —asintió, agradeciéndole el gesto con una leve sonrisa.
— Mira, sea lo que sea, y por lo que sea, creo que se requiere de mucha humildad e inteligencia aceptar que cometiste un error, y creo que es de admirar a alguien que hace algo al respecto —sonrió, mostrándole cómo se debía comer aquello; un trozo de naan como cuchara para recoger el arroz, o para envolver el pollo que había arrancado con los dedos, o para lo que fuera—. En fin, ¿qué pasó con tu hermana?
— Mi hermana no es hija de mi papá —respondió, y, rápidamente introdujo un poco de pollo y naan a su boca—. Mierda, qué pollo más bueno —gruñó casi sexualmente.
— ¿De verdad te gusta?—sonrió.
— Demasiado bueno —asintió, y continuó masticando mientras preparaba el siguiente bocado.
— Me alegra que te guste —balbuceó por tener la boca llena—. Entonces, tu hermana no es hija de tu papá.
— Mnm —disintió guturalmente—. Y creo que nunca supo hasta que vio que mi hermana nada que ver con cómo es él; que ojos celestes, y rubia, y piel más blanca…
— Pero así es tu mamá, ¿no?
— Y así es el papá de mi hermana también —rio—, quizás no rubio, pero sí de cabello muy claro… aunque hoy ya tiene alopecia, pero no sé si es por elección o porque ya no le dio para más.
— ¿Entonces? —rio nasalmente.
— Él siempre fue muy distante y muy ausente con mi hermana; le pagaba sus cosas, le daba su mesada, le consentía todo, pero nada de ir a verla jugar bádminton, o de ir a algún evento de la escuela, o de ir a su cumpleaños… nada de nada. Y, cuando mis papás se estaban divorciando, mi papá le hizo la misma pregunta que me hizo a mí; dinero con él o miseria con mamá.
— Pero con tu hermana ya no se trataba de custodia, ¿o sí?
— No, mi hermana ya tenía como cuarenta —sacudió la cabeza—. Mi hermana eso se lo tomó muy personal, se ofendió, y le ofendió tanto que se quitó su apellido…
— Drástica —rio—, pero así se hacen las cosas.
— Una vez lo escuché hablando con alguien por teléfono, que le estaba diciendo que mi hermana se había quitado el apellido, y él estaba indignado porque su apellido significaba mucho, pero que ella se lo perdía, que él igual ni la había querido en un principio —se encogió entre hombros, intentando ocultar su enojo.
— Qué mal por él, ¿no? —intentó suavizar el momento.
— Sí, porque mi hermana es una buena persona, y tiene buenas intenciones. Al menos ése es el lado que le conozco…
— ¿Y qué es de ella hoy? ¿Sigue viviendo en…? ¿En dónde es que vivía tu hermana? —rio.
— En Nueva York —dijo, comiendo ya el segundo bocado, éste con tikka y naan —. Trabaja con su papá, y con su novia…
— ¿Novia? —se asombró, y se asombró el doble cuando Irene asintió—. No sabía que tu hermana era de mi equipo.
— No sé si es de tu equipo —cerró un ojo con nariz y labios graciosamente fruncidos mientras sacudía la cabeza.
— Ah, ¿es bisexual?
— No —sacudió la cabeza con inmensa seriedad.
— ¿Entonces?
— Mi hermana toda su vida dijo que a ella le gustaban las mujeres…
— ¿No le crees?
— Sí le creo, pero nunca supe de una mujer que le gustara —rio.
— Bueno, es que no nos gustan todas las mujeres que se nos cruzan enfrente, Nene —defendió a su “equipo”.
— Eso lo sé —entrecerró la mirada—. Es sólo que no sé cómo puedes saber eso cuando nunca te ha gustado alguien en realidad…
— Eso sólo se sabe, Nene… y no es porque juegas con carritos y de revolcarte en el lodo con los otros niños —rio.
— Bueno, pues ella hoy tiene novia.
— Qué bueno. ¿Cómo se llama?
— Emma.
— ¿Y te cae bien?
— Me intimida —respondió con toda honestidad.
— ¿Eso es un “ mjm” o un “mnm” ?
— Sí, me cae bien… entiende a mi hermana, y la hace feliz.
— Ah, eso significa que tienen buen sexo —rio indiscretamente.
— Por favor no —se cubrió la mirada, como si no quisiera ver la película mental de Venecia en su mente, cosa que de nada serviría.
— Es natural, el sexo es algo natural, Nene —se burló.
— Sí, pero el hecho de que sea natural, y de que sepa que mi hermana lo hace, no significa que me guste hablar de eso —dijo con una mirada de preocupación.
— Bueno, bueno, no hablaremos de la vida sexual de tu hermana —sonrió—. Entonces, la novia te cae bien pero te intimida.
— Mjm … no es muy sociable, no le gusta la gente nueva —rio, acordándose de cómo había sido con ella cuando la había conocido—. Es un poco egocéntrica, tiene un Ego con “E” mayúscula, que a veces habla de él como si fuera una persona más; que la saca de la cama, que la felicita, que la regaña, que se ríe…
— ¿Y a tu hermana eso le gusta?
— Lo del Ego es como un chiste, ella bromea con eso —resopló—. Tiene su modo.
— ¿Y a tu hermana eso le gusta? —repitió con una sonrisa burlona.
— Le fascina —asintió—, y le fascina tanto que se va a casar.
— ¿Ah, sí? —elevó sus cejas por no poder elevar sólo una, e Irene asintió—. ¿Cuándo se casan?
— A finales del otro mes.
— ¿Vas o vienen?
— Vamos —balbuceó con la boca llena—. Emma también es italiana.
— Ir a vivir a otro país para no salir de la misma raza —rio.
— Es en donde te sientes más en casa —susurró un tanto ruborizada, porque entendía a Sophia; entendía más ese aspecto que toda intriga que pudiera crear la personalidad de Emma.
— ¿Tú extrañas Atenas?
— A veces —asintió—. La comida es lo que más extraño, pero no es algo que mi mamá no pueda cocinar o que no pueda cocinar yo, o que no pueda conseguir en algún restaurante.
— Veo… —sonrió, llevando un trozo de tandoori a su boca.
— ¿Alguna otra pregunta?
— ¿Todavía tienes contacto con tu papá?
— Hablo con él cada tanto —asintió—. Ya se le pasó el enojo y la decepción.
— ¿Decepción? —Irene asintió de nuevo—. ¿Cómo podría decepcionarse de ti?
— Dijo que no había sabido apreciar las oportunidades que él me había dado —dijo con su puño contra sus labios para no mostrar nada de comida, maña que le había aprendido a Sophia—. Pero creo que sólo le enojó el hecho de que no me importara vivir “en la miseria”.
— Bueno, pero no vives en la miseria —rio.
— No, para nada —sacudió su cabeza—. Mi mamá está ganando bien, mi hermana me paga la universidad… —dijo, aunque no sabía que era Emma quien se hacía cargo de eso, pues, en vista de que no se había hecho cargo de Laura a pesar de que no debía, no era mayor gasto para ella; era una inversión—. No me quejo.
— Me alegra escuchar eso —sonrió—. ¿Tu hermana sabe que tú eres bisexual? —le preguntó con suprema curiosidad, pero no pudo ocultar su escepticismo en cuanto a la autodiagnosticada bisexualidad de Irene.
— No —ensanchó la mirada.
— ¿Por qué no? ¿No le tienes suficiente confianza?
— Confianza le tengo —sacudió la cabeza—, pero tengo vergüenza.
— ¿Te avergüenza no ser heterosexual? —frunció su ceño un tanto decepcionada.
— No, no es eso —se aclaró la garganta—. Siempre molesté a mi hermana con que le gustaban las mujeres, y hacía comentarios un poco groseros… y, así como con mi papá, así me estoy comiendo mis palabras —explicó el porqué de su vergüenza, y quizás su explicación tenía que ver específicamente con Alessandra, pues había sido ella quien le había despertado eso después de su cruda y directa declaración de no-amor pero de sí-atracción—. Cuesta aceptarlo…
— Mmm… entiendo —sonrió ya sin decepciones, pues esa Irene inmadura había quedado en Atenas, pero sus inseguridades y sus miedos habían emigrado a Roma.
— Emma sabe —susurró.
— ¿Quién? —preguntó su imperfecta memoria de corto plazo.
— ¿Mi cuñada? —resopló, pues recién la mencionaba.
— Ah, ¿a ella sí le dijiste?
— Me lo sacó —sacudió su cabeza entre hombros encogidos.
— ¿Y hablas de eso con ella?
— He hablado de eso dos veces con ella; cuando me lo sacó y cuando fui el año pasado —asintió—. No suelo hablar mucho con ella, al menos no solamente con ella porque se me acaban los temas de conversación y me siento demasiado incómoda —comentó de más—. Me hizo las mismas preguntas que tú.
— Rara —frunció su ceño, no pudiendo contener el tono celoso que se le escapaba por entre la respiración.
— Ella tiene como Síndrome de Asperger pero con mi hermana; es como “A Beautiful Mind” con todo lo que tiene que ver con mi hermana —rio.
— ¿Ve vaginas iluminadas cuando ve a tu hermana? —bromeó, porque de esa película sólo se acordaba de la escena en la que John Nash está frente a varias pantallas con números y logra descifrar el código.
— ¡Alex! —se carcajeó un tanto escandalizada.
— Si no ve vaginas, ¿a qué te refieres con eso, entonces? Yo de eso no sé nada.
— Hay un aspecto que se llama “actos ritualizados”, que es cuando su estabilidad mental depende de que nada en sus vidas varíe; los cambios los llevan al borde del colapso nervioso porque los cambios necesitan mayor atención. Es el orden en el que se sirve el desayuno, el orden en el que escoge su ropa, el orden en el que se mueve, la cantidad de segundos que espera antes de presionar el botón para que las puertas de un ascensor se cierren, la manera en la que sirve el vino. Y es el orden en el que mantiene todo: la posición de los cojines, la posición de sí misma, la abstracción de lo que la rodea… en fin, es rara.
— ¿Es en serio o estás bromeando?
— Obviamente bromeo con el diagnóstico —resopló—, pero eso que te he dicho es cierto; eso de los rituales creo que tiene que ver con su pasión por tener el control de todo, todo el tiempo.
— Ah, ya decía yo, Psicóloga Irene —la molestó—. ¿Ella qué hace?
— Arquitecta y Diseñadora de Interiores.
— ¿Lo mismo que tu hermana?
— Mi hermana es Diseñadora de Interiores y de Muebles —sacudió la cabeza.
— Interesante —comentó, aunque no pudo dejar de preguntarse cómo serían esas conversaciones; ¿hablarían de lo mismo por ejercer lo mismo?—. Y tu mamá… ¿qué piensa de tu hermana y de tu cuñada?
— Mi mamá está en las nubes con Emma; todo es “Emma aquí” y “Emma allá” —se encogió entre hombros.
— Suena interesante tu cuñada —sonrió.
— Interesante es —asintió—. Yo también estoy satisfecha con ella, pues, para mi hermana… deberías ver cómo la ve, y cómo la toca, y cómo le habla, y cómo es con ella.
— ¿Cómo la ve? —sonrió.
— Como si nunca la hubiera visto antes. Como si mi hermana fuera lo único que hay para ver en todo el espacio que la rodea. A veces la acosa con la mirada, la observa, la analiza, es un tanto penetrante e intensa, pero creo que es porque simplemente le fascina lo no-complicada que es mi hermana hasta para peinarse o tomar la decisión de no peinarse; es como si ella la ve así porque quiere aprender de eso… no sé, no sé cómo explicarlo.
— ¿Cómo la toca?
— Como si se le puede quebrar entre las manos —sonrió, acordándose de los abrazos por la cintura—, como si nunca la hubiera tocado antes. Es muy disimulada para tocarla, aun cuando no es nada provocador, a veces parece como si le pide permiso para poder tocarla, y, cuando la toca, es como si sonriera. Yo creo que le pican las manos nada más —resopló, haciendo que Alessandra riera también—. Pero nunca la toca sólo por tocarla, siempre la toca con algún fin; la soba si se golpeó, le rasca la espalda o la cabeza para que se relaje, le toma las manos para calentárselas, la toma de la mano para que vayan al mismo ritmo, la abraza para hacerla sentir mejor, o para calentarla… simplemente la acaricia —se encogió entre hombros.
— ¿Y cómo le habla?
— Como no le habla a nadie más. Le habla con muchas sonrisas, con muchas risas de por medio, le habla muy suave en todo sentido; creo que sólo alza un poco la voz cuando la llama desde la cocina, o desde alguna habitación, y me da la impresión de que eso no le gusta. Le gusta susurrarle cosas al oído porque sabe que le hace cosquillas, quizás no son ni cosas sexuales, quizás son comentarios estúpidos…
— ¿Y cómo es con ella?
— La hace sentir importante —dijo por toda respuesta, creyendo que eso lo resumía todo.
— ¿Cómo la hace sentir importante?
— Siempre le pregunta qué es lo que quiere ella, siempre sabe lo que le puede gustar a mi hermana, quizás no siempre sabe lo que quiere o necesita, para eso necesita que mi hermana se lo diga porque, al fin y al cabo, son mujeres… y tiene detalles inusuales con ella.
— ¿Inusuales?
— Sí —asintió—. No la llena de rosas, ni de chocolates, ni de peluches, ni de nada de eso, pero siempre mantiene peonías porque a mi hermana le gustan, y tiene detalles como que nace de ella decirle de ir a comer un Kebab, o como que compra entradas para un concierto que a mi hermana le gusta aunque a ella no, o como que la deja quedarse en casa descansando después de un proyecto largo y demandante.
— ¿Te gustaría tener lo que tu hermana y ella tienen?
— ¿No te gustaría a ti?
— Tengo una vaga idea de cómo es su relación, pero no la he podido apreciar de cerca —le dijo.
— Bueno, yo creo que sí, en esencia sí —asintió—. Quizás no que me vean tan así, quizás que me vean con hambre más voraz, con inanición. Quizás que no me toquen tan así, quizás que me toquen con mayor brusquedad, como con odio. Quizás que no me hablen tan así, quizás que me hablen más “grr…”, más provocador. Quizás que no sean tan así conmigo, quizás que me consientan pero con chocolates porque sí me gustan —rio, no sabiendo que Emma aplicaba ambos quizás de cada aspecto que había mencionado, es sólo que no era algo que mostraba a todo el mundo porque sí; eso era entre ella y Sophia.
Quizás no sabía que quería eso.
Emma salió del apartamento, como siempre, con un audífono en cada mano para empalarse el cerebro, y dijo una especie de rezo mental, como todas las mañanas, para no compartir el ascensor con Mrs. Davis, ni con el maloliente french poodle del noveno piso. ¿Qué tenía ese perro que nunca olía bien?, porque ni siquiera podía oler a nada. Bueno, quizás tenía mucho que ver con que ella jamás había tenido un perro que pareciera un algodón, y nunca le había gustado el Panda por perro que había tenido su abuela Sabina hacía tantos años. Panda = Chow Chow.
Le dio “play” a la lista de éxitos pop de principios del presente Siglo; un poco de Kylie Minogue, de No Doubt, de Britney Spears, de… «well, you get the picture» , y presionó el botón con la “L” para que la llevara al vestíbulo mientras se acordaba de cómo le gustaba “Murder On The Dancefloor”, que le gustaba tanto que era imposible no marcar el ritmo con su cabeza con un beat hacia la izquierda, otro a la derecha, y un doble hacia la izquierda, y luego un beat hacia la derecha, otro a la izquierda, y un doble a la derecha, quizás con un poco de un movimiento de hombros acorde a la dirección de la cabeza, de eventuales chasquidos de dedos. Emma estaba de buen humor.
Salió ilesa del ascensor, sin olores caninos ni humanos pegados a la nariz, saludó a Józef con una genuina sonrisa, y cruzó hacia la izquierda para incorporarse a la Quinta Avenida.
Justo cuando cruzó hacia la izquierda, para recorrer la avenida hasta Rockefeller Center, se encontró con un Phillip que quizás esperaba por un taxi.
Se veía como todo hombre engreído de Wall Street, aunque eso era por cómo estaba terminando de arreglarse las mangas de su camisa blanca bajo el saco negro, y luego la corbata gris a diminutos puntos más oscuros, pero Emma sabía que eso era para que el reloj no se le atascara en la muñeca de la manga y viceversa, ni para que la corbata lo ahorcara o le torciera la complexión; de nada servía un buen traje si el nudo de la corbata iba a padecer de artritis. Él no era un estudiante de secundaria, y se tomaba en serio.
— Well, good morning to you —le sonrió Phillip, abriéndole los brazos para saludarla con un ligero abrazo y un beso en cada mejilla.
— Good morning to you, too —reciprocó Emma, halándose los audífonos para poder escucharlo bien—. Sales temprano —comentó, porque Phillip siempre se iba a eso de las siete y media, y todavía no eran ni las siete.
— Salgo del país —asintió.
— ¿Vas a Philly? —rio, sabiendo que no era literal, pues la falta de equipaje lo delataba.
— No tan lejos; a Nueva Jersey —rio nasalmente—. ¿Vas al trabajo, verdad?
— Indeed —asintió.
— ¿Te acompaño?
— No te preocupes, no quiero atrasarte —sonrió.
— No, nada —dijo con la intención de ofrecerle su brazo para escoltarla como un caballero debía, pero sabía que a Emma eso no le gustaba mucho, «porque Emma no necesita ser ni escoltada ni protegida, y tampoco va al paso de alguien más» , por lo que se limitó a sonreírle—, no voy a nada de la oficina —echó su cabeza hacia la infinidad de la Quinta Avenida en dirección a Wall Street; al final de la isla, o al principio, todo dependía del punto de vista—, y me caería bien un paseo.
— Bueno —se encogió entre hombros, quitándole los audífonos a su teléfono para guardarlos en su bolso y el teléfono en su bolsillo frontal derecho—. ¿Tu esposa?
— La dejé dormida, ¿y la tuya?
— La dejé en un momento dudoso —rio, pensando en lo cansada que debía estar Natasha después de probablemente haberlo violado y ordeñado el día anterior. Además, le gustó cómo él se había referido a Sophia como su esposa sin realmente ser explícito.
— ¿Dudoso?
— Cuatro “cinco minutos más” —asintió—. La dejé más-o-menos despierta, pero no se había levantado; no sé si se levantó o si se volvió a dormir.
— Eso es cuando un lunes te da un knockout blow —rio un tanto fuerte.
— No me imagino cuántas veces se caminó la Old Post Office ayer —asintió de nuevo—, sólo puso la cabeza en la almohada y se murió —dijo, ahorrándose el travieso juego que la había puesto a dormir de una vez por todas.
— Se veía cansada —opinó, haciendo a Emma reír—. I said she looked tired, not that she looked like shit .
— Lo sé, lo sé… le dolía la cabeza.
— Nos hubieras dicho, no nos habríamos quedado a cenar —se disculpó.
— ¿Se te olvida que fue idea suya? —frunció su ceño—.No quería que la sermoneara nada más.
— ¿La ibas a sermonear por un dolor de cabeza?
— I was kinda upset, yes .
— ¿Por qué? —la miró de reojo—. ¿Estabas molesta porque le dolía la cabeza?
— Tú sabes cómo es ella, que así como puede suprimir las ganas de ir al baño hasta que las ganas se le olviden, así puede olvidarse de comer… y de beber agua.
— Eso es cierto —estuvo de acuerdo, porque él, a pesar de saber que sabía que Sophia podía comerse una vaca entera, sabía también que podía pasar un día entero sin comer como si eso no fuera una necesidad fisiológica—, pero no es costumbre suya eso.
— ¿No comer?
— El dolor de cabeza —sonrió—. Hasta donde yo sé, Sophia sólo padece de las manos; es raro que no la vea con una band-aid en algún dedo, o en la mano, o en el brazo.
— Your point being?
— Que no es que lo hace adrede, y tampoco es recurrente —se encogió entre hombros—. No es como que se levanta un día y dice: “hoy es un buen día para que me duela la cabeza”, y hace todo lo posible para que le duela.
— Eso lo entiendo —entrecerró la mirada—. ¿A ti te gusta ver a Natasha enferma?
— Buen punto —rio—, pero no me enojo.
— Tal vez mi enojo no venía al caso — «tal vez» —, pero no me puedes negar que guardarse el dolor no es como para que no me enoje.
— Si sé que te enoja, ¿para qué te voy a decir? —sacudió su cabeza.
— Para que te dé una pastilla, ¿quizás? —elevó su ceja derecha—. For all I know, you’re just tired —dijo antes de que Phillip argumentara lo contrario: “¿para qué necesitas que te lo diga si sabes lo que me pasa?”.
— Mierda —se carcajeó.
— ¿Qué?
— Supongo que Natasha ya te dijo lo de los pregnancy tests —Emma asintió—. Es casi lo mismo…
— ¿Qué? —ensanchó la mirada.
— Te entiendo —sonrió—. Porque yo también me molesté porque no me dijo.
— Eres el cómplice perfecto —sonrió ampliamente, aunque falló en ver la similitud entre ambas raíces de enojo.
— Juntos nos podemos sentir enojados con nuestras mujeres —asintió mientras se carcajeaba.
— En fin, ¿a qué vas a Nueva Jersey? —dijo en cuanto terminó de reírse.
— Ayer me enviaron un e-mail de tú-sabes-dónde.
— ¿Sí?
— No sé por qué se me ocurrió revisar la carpeta del spam —asintió—, y allí estaba —dijo con un tono que sólo pertenecía en una historia demasiado larga, «dema-siado larga…» .
— Bueno, ¿me vas a decir o no?
— Sólo decía que tenían a tres puppies —le dijo con sus tres dedos erguidos—, y que, según mi aplicación, me habían dado el honor de que los fuera a ver hoy.
— ¿Aplicación? — «wait, what?» .
— Me preguntaban todo tipo de cosas; que cuál era el número de teléfono del conserje o administrador del edificio, que cómo voy a cuidar de él, que cuántas horas al día va a estar solo, que si lo voy a entrenar, que si ya he entrenado a algún perro antes, que por qué quiero un perro y que cuánto tiempo llevo buscando uno, que los datos del veterinario…
— Les diste el número de teléfono de tu veterinario —rio burlonamente, porque la semántica se prestaba para el sentido más literal.
— El de mi veterinario y el del perro que todavía no tengo —asintió, siguiéndole la broma—, y me pidieron tres referencias; una que no fuera de mi familia inmediata.
— ¿A quiénes diste?
— A Margaret, a Sophia, y a Thomas.
— No sé si me siento ofendida —dijo Emma, deteniéndose ante el semáforo para esperar a poder cruzar la calle. ¿Cómo podía pedirle a Thomas una referencia?
— No deberías, porque sí pensé en ponerte a ti también —sonrió—. Pero sé que Natasha manosea tu teléfono, sólo estaba cubriéndome el trasero lo más que podía.
— Está bien, no me siento ofendida —sonrió, porque sabía que tenía razón—. No sabía que fuera tan riguroso el proceso…
— Yo tampoco, porque, hasta donde yo sabía, el tuyo no había sido así.
— Sí, bueno, mis papás sólo me pusieron sus apellidos —bromeó, riéndose por cómo Phillip le había regresado la broma—. El veterinario notificó a Animal Haven , y de igual forma tuve que llenar “n” cantidad de papeles, tuve que “pagar” como seiscientos dólares al refugio, y tuve que pagarle al veterinario como doscientos dólares… más la comida, y todo lo que tiene que ver con el Carajito.
— Yo voy armado con chequera, estados de cuenta, aprobación médica de estado físico y mental, historial de enfermedades de mi familia y de Natasha, constancia de trabajo, las escrituras del apartamento, del apartamento en el Financial District , el acta de matrimonio civil y religioso… tipo de sangre, certificado de nacimiento, ¡todo! —elevó sus manos con euforia—. No quiero que porque me falta un papel no me den a mi propio Carajito.
— ¿Cómo le piensas poner? —resolvió preguntar, porque preguntar algo relacionado con lo anterior era un error: no sabía si bromeaba, si exageraba, o si hablaba en serio.
— Depende —se encogió entre hombros—, porque hay dos estrógenos y un testosterona; puede ser que me toque el estrógeno… creo que no especifiqué en la aplicación que prefería testosterona, y por eso voy tan temprano, porque no quiero que me lo quiten.
— Bueno, ¿y cómo piensas ponerle, entonces? —resopló.
— Si es estrógeno… probablemente “Morgana”, o “Minerva”, o “Daenerys”.
— Algo con Merlín, no sé si se trata de mitología o de Harry Potter, y la Targaryen —asintió un tanto pensativa—. Ajá, ¿y si toca testosterona?
— “Papi”.
— Wo-ow —rio nasalmente—. Pasaste de personajes ficticios, con kick-ass names , ¿y planeas llamarlo “Papi”?
— ¿Cómo no puede gustarte ese nombre, Emma María? —ensanchó la mirada, y llevó su mano a su pecho para resaltar su asombro.
— Es tan… —se encogió entre hombros—. Entre “Papi” y “Taquito”… sólo un Chihuahua.
— Bueno, pues yo “Papi” le quiero poner —se cruzó de brazos como un niño al borde del berrinche.
— “Papi Noltenius” —se saboreó el nombre en voz alta—. Supongo que funciona —comentó sinceramente, haciéndolo sonreír.
— Quiero ponerle un segundo nombre, sólo por si a Natasha no le gusta el “Papi”.
— Sí que sabes cubrirte el trasero, Felipe.
— Lo sé —sonrió engreídamente, o quizás sólo estaba orgulloso de sí mismo por haber pensado en todo—. Lo que no sé es cómo ponerle.
— Algo que le guste a Natasha.
— ¿Algo como qué?
— No sé, puedes seguir con tus nombres de personajes femeninos pero en personajes masculinos.
— Mmm… ¿“Mustapha”?
— ¿Por “Mustapha Mond”? —resopló, y él asintió—. Now, that’s a cool name… but I don’t think your wife’s into the whole “Brave New World”-thing.
— Cierto, cierto —suspiró—. ¿Qué tal “Athos”?
— “Athos”, “Porthos”, y “Aramis” —sonrió—, no es mala idea, pero, ¿“Papi Athos”, “Papi Porthos”, “Papi Aramis”?
— No suena bien —frunció sus labios, y llevó su mano a rascar su corta barba—. Y “Richelieu” tampoco. ¿“Dumas”?
— “Papi Dumas” —murmuró pensativamente—, no sé… no creo.
— Suena débil, necesito más… —gruñó, apretando sus puños para indicar que quería más fuerza, más rudeza.
— Tolstoy, Kafka, Pushkin… esos son los que le gustan.
— “Papi Pushkin”, no. “Papi Kafka”, quizás. “Papi Tolstoy”… —frunció su ceño—. “Papi… Tolstoy” —ladeó su cabeza y vio hacia el infinito—. “Papi”... “Tolstoy”... —sonrió—. Sí, “Papi Tolstoy” será.
— “Papi Tolstoy” —rio, encontrándole algo gracioso al nombre a pesar de que no pensaba que fuera un nombre tan de perro, pero, ¿qué era un nombre de perro al final de todo? Tal cosa no existía. Bueno, el suyo se llamaba “Darth Vader”, a.k.a “Carajito”, «“stronzino” y “Little Fucker” en ausencia de Sophia» —. Cambiando un poco el tema… estás a menos de un mes de cumplir un año de ser yerno oficial de Romeo —lo molestó, porque Margaret no era tanto problema como Romeo aunque él no era difícil; sólo lo amenazaba con la mirada cada vez que le estrechaba la mano, le acordaba que tenía una selección de escopetas de la que disponía en todo momento.
— Lo sé —canturreó con esa ligereza de voz que delataba algo parecido a la felicidad, o quizás eso era precisamente lo que sentía; era difícil descifrarlo—. Y planeo pagar la cuenta de la cena —sonrió, refiriéndose al papel de la factura.
— ¿Ya pensaste en lo que le vas a regalar a tu esposa?
— Tengo demasiadas opciones —asintió—, y todavía no me logro decidir. ¿Tú sabes lo que me va a regalar?
— Noup, she’s being kinda secretive about it .
— ¿Y tú?
— ¿Yo qué?
— ¿Qué quieres que te regale el día de tu boda?
— Tú sabes que no acepto regalos —rio.
— Vamos, algo cursi… algo con lo que pueda reciprocar el regalo que tú me diste.
— Tú me pagaste por eso —entrecerró la mirada.
— Pero me hiciste un descuento, y el apartamento quedó perfecto… en especial el clóset. Así que, ¿qué quieres que te regale?
— Lo que tú quieras —sonrió, y no insistió en que “nada” porque sabía que era tiempo perdido—. En fin, ¿qué le vas a regalar tú a tu esposa? Porque ése era el tema inicial.
— ¿Te acuerdas de que hace un par de meses Margaret nos invitó a una exhibición en una galería en no-me-acuerdo-dónde?
— ¿Yo fui a eso? —tuvo que preguntar, porque, de haber ido, ya podía empezar a considerar demencia prematura.
— No.
— Entonces no, no me acuerdo —sonrió aliviada.
— Creí que Natasha te había contado —se encogió entre hombros—. En fin, era una exhibición de acuarelas…
— Ah, y a tu esposa le gustó una de las acuarelas —rio.
— Le gustó la única que vendieron —asintió.
— No sé por qué no me sorprende —rio un tanto más fuerte—. ¿Buscaste al que la compró y se la compraste?
— ¿Tan predecible soy?
— Es lo que yo habría hecho —guiñó su ojo.
— Te sorprendería cómo se inflan los precios de esas cosas… comenzó en seiscientos dólares y ya va por los tres mil.
— ¿De qué tamaño es? ¿Cómo es?
— Dieciocho por veinticuatro pulgadas. Es blanco, parece un acuario, tiene esas plantitas verdes y largas, y tiene un montón de zebrafishes en azul con gris.
— Nice — «¿en dónde lo pondrían?» .
— Para ponerlo en la pared de la mesa de la entrada —sonrió.
— No es mala idea — «al menos dijo “mesa” y no el término genérico “mueble”. Se llama “console table”» , pero eso era perder el tiempo.
— Y luego tengo “War and Peace” on hold , los seis tomos… primera edición.
— ¿Por qué me suena tan familiar esa idea? —entrecerró los ojos, como si intentara buscar, con una lupa mental, entre los archivos de su memoria selectiva.
— ¿Porque Sophia te regaló tres de Jane Austen? —sonrió.
— ¡Cierto! —rio.
— ¿Alguna vez los has leído?
— Sí, porque necesitaba saber qué se sentía leer de allí… pero no suelo tratarlos como trato a los libros que no aguantan ni que les pases una página; todos los de Harry Potter se me deshicieron en las manos.
— Por eso compraste los hard cover first editions —entendió hasta ese momento, porque había sido a través de él que los había comprado—. Lo que no entiendo es por qué no quisiste que mi suegra te hiciera el favor de que los firmaran…
— Nunca he entendido la fascinación por las firmas, o autógrafos —resopló—, y me gusta mi literatura intacta.
— No te gustan los autógrafos y tampoco te gusta el tocino…
— No me gusta París, ni los Beatles, ni Conan O’Brien, ni el hummus, ni muchas otras cosas más —se encogió entre hombros—. ¿Qué más tienes pensado?
— Una carta romántica —le dijo con demasiada seguridad, con demasiada honestidad, con demasiado de todo, y había sido tanto que era imposible que lo dijera en serio, por lo que Emma rio a carcajadas—. Ay… —chasqueó sus dedos, como si dijera “¡rayos!”—. ¿En qué fallé?
— You have romantic gestures; like flowers, and diamonds, and pearls, and a quiet table at her favourite restaurant, and you watch “Pearl Harbor” with her, and you put three olives in her Martini, and you do all those things and more… but you don’t really speak romance —sonrió.
— Tampoco soy tan… —entrecerró la mirada—. Mis votos fueron románticos —se defendió.
— Fueron palabras muy bonitas —estuvo medianamente de acuerdo—, ¿cuánto Neruda leíste?
— Demasiado —rio—. Pero, lo que dije, lo dije en serio… y eran mis palabras. Y eso debe contar como algo “romántico”.
— Sure —se encogió entre hombros—, es sólo que no te veo escribiendo una carta romántica.
— ¿Por qué no?
— Porque no tienes cinco meses para parir trescientas palabras románticas; tienes un mes…
— La puedo estar “pariendo” desde hace cuatro meses.
— ¿De tu puño y letra? —le preguntó con esa mirada que se reía con un «puh-lease» incrédulo.
— Pues, claro… así no me acusa de que fue mi secretaria quien se la escribió.
— ¿Y con la carta le regalas un decodificador de jeroglíficos? —se carcajeó.
— Una máquina para afeitar —sacudió su cabeza, y Emma interrumpió su carcajada para ladear su rostro en un severo “WTF” —. Ah, ¿esa no la sabes? —resopló.
— No.
— No me acuerdo exactamente cuándo fue, pero estábamos en casa de mis suegros. Llamaron al teléfono, yo estaba más cerca, Natasha me dijo que atendiera. Buscaban a mi suegra, pero, como había salido a comprar no-sé-qué, tome el recado… y, como me dejaron un número de teléfono y un nombre que sabía que se me iba a olvidar, lo anoté en un trozo de papel. Cuando llegó mi suegra, le dije el nombre de la persona, y le entregué el papel porque no le iba a declamar el número de teléfono. La cara que me puso esa señora —sacudió su cabeza como si quisiera sacudirse la vergüenza—. Me dijo que mi caligrafía parecía vellos púbicos —dijo, y entonces Emma sí perdió el control absoluto de sí misma y soltó una carcajada tan fuerte, y tan estrepitosa, y tan larga, y tan placentera, que tuvo que detenerse a media acera para poder tomarse del abdomen mientras se detenía del borde de una de las macetas de piedra que se encontraban justamente afuera de Trump Tower.
— Mier… da —balbuceó entre el remanente de su risa, que la carcajada la había dejado sin aire y con voz aguda por la misma burla, y, por si fuera poco, o de carácter cuestionable, la mareó entre un fugaz blackout visual pero no de consciencia ni de conciencia.
— Desde entonces no he vuelto a usar tinta negra —agregó con una sonrisa.
— Sweet Jesus… —se irguió, intentando respirar profundamente para tranquilizarse mientras se limpiaba las esquinas exteriores de sus ojos con sus dedos—. Y tú que dejas que te afecte…
— Oye, yo sé que mi caligrafía es una mierda, pero por eso nadie me pedía mis apuntes en la universidad.
— Te apuesto que la hacías más fea adrede —respiró profundamente de nuevo, y emprendió nuevamente la marcha.
— Por supuesto —sonrió—. Como sea, no le voy a dar una carta, mucho menos “de puño y letra”.
— Entonces, ¿sólo tienes dos opciones?
— Por el momento sí; the paper thing is killing me .
— Creo que eso es lo tradicional, puedes buscar una opción quizás más moderna —se encogió entre hombros—. Probablemente hay una serie de cosas con las que puedes sustituir el papel…
— Tengo que investigar.
— Cambiando de tema, supe que vas a Connecticut por el fin de semana.
— Ni me lo acuerdes —suspiró, enterrando sus manos en sus bolsillos para no ceder a la maña de ajustarse el nudo de la corbata; algo que hacía cuando algo le disgustaba—. No me malinterpretes, los abuelos de Natasha no me molestan en lo absoluto, Nana June juega beerpong , y dice cosas inapropiadas que son graciosas… pero las primas… —sacudió su cabeza.
— Consuelo —rio.
— Olivia y Violet también… y la mamá de ellas también —asintió—. A veces creo que la descendencia del tío Manuel está fucked up por alguna razón.
— Son insoportables, sí, pero, ¿por qué lo dices?
— Ah, ¿nunca han hablado de eso con Natasha?
— Con tu esposa no hablamos de esa parte de su familia, creo que es porque no hay nada interesante que contar —se encogió entre hombros—. Hablamos más de la parte de Margaret.
— Mmm… entonces no sé si deba mencionarlo.
— Oh, come on! —sonrió—. Si algún día me lo dice, voy a poner la mejor cara de sorpresa.
— El tío Manuel es… —suspiró con la mirada al vacío, y se encogió entre hombros porque no sabía cómo decirlo de otra manera—. Bueno, tú sabes la historia entre Romeo y él, ¿verdad?
— ¿Que al tío Manuel lo expulsaron de la escuela por culpa de Romeo?
— Pero, ¿sabes por qué lo expulsaron? —resopló.
— No.
— El tío Manuel es dos o tres años mayor que Romeo, pero, por alguna razón, se llevaban un año en la escuela. En aquella época, que estamos hablando de mediados de los sesentas, dice Romeo que, cuando te castigaban por algo, te dejaban limpiando el salón de clases por las tardes, porque en la tarde entraba el siguiente turno; él iba en la mañana y limpiaba a eso de la una de la tarde para que estuviera listo a las dos y media. Y él siempre estaba castigado por una u otra cosa. Que porque se quedaba dormido en clase, que porque era malhablado, que porque llegaba tarde, que porque se ensuciaba el uniforme… en fin, por cualquier cosa. Pues dice Romeo que tenía un profesor que siempre llevaba una botella con agua, y la botella de agua de aquí para acá, de arriba abajo, y nunca la soltaba. Dice que tenía una pata de palo, porque en la Segunda Guerra Mundial le había explotado una mina, o algo así, y el señor era el que, si estabas distraído en clase, te arrojaba los restos de tiza en la cabeza; dice que tenía buena puntería, y que dolía. Un día, por haber pasado tocando timbres en el camino a la escuela, de eso que tocaba el timbre y se escondía para verle las caras a los que abrían las puertas, de una de las casas salió un hombre con una escopeta, él se asustó, y salió corriendo. Se le olvidaron los libros detrás del arbusto —resopló—. Y, por haber salido corriendo, al llegar a la escuela se dio cuenta de que no tenía libros… y el profesor ese lo castigó, que se tenía que quedar limpiando el salón de clases. Al final de la jornada, él subió las sillas para poder barrer y fregar el piso, y para limpiar el pizarrón. La cosa es que, como nadie se había quedado castigado con él, se tardó más de la cuenta, y ya casi eran las dos y media y él no había terminado; le faltaba limpiar el pizarrón. Como estaba atrasado, y la pileta quedaba demasiado lejos, agarró la botella de agua del profesor y usó un poco. En su pánico, y porque tenía ganas de ir al baño, y porque el profesor le caía demasiado mal, pues… tú sabes a dónde va esto, ¿no? —rio.
— Qué asco —rio ella también—. Jamás me lo habría imaginado de Romeo.
— No se termina allí —sacudió su cabeza—. El tío Manuel lo llegó a buscar porque ya se había tardado demasiado. Romeo le dijo lo que había hecho, y él dijo “¿por qué no lo hago yo también?”, y justo en ese momento entró el profesor.
— Oops! —se carcajeó.
— Dice Romeo que él escuchó la pata de palo, pero que no le dijo nada porque no podía salir expulsado; los papás lo tenían amenazado. Pero expulsaron al tío Manuel.
— Bueno, pero no es como que fue culpa de Romeo —rio nasalmente—. Nadie le puso una pistola en la cabeza al tío Manuel para que miccionara en la botella…
— No, pero Romeo tampoco le avisó.
— Whatever , eso pasó —rio—. ¿Entonces?
— Entonces por eso fue que se mudaron de Portsmouth a Boston, porque ninguna escuela lo iba a aceptar con una hazaña de esas, y por eso también el tío Manuel se graduó al mismo tiempo que Romeo.
— ¿Y por qué creí que había cierta rivalidad?
— No, no es rivalidad. Yo creo que él se fucked up en ese momento, porque a Romeo no le pasó nada; maduró, se hizo más responsable porque los papás los amenazaron a los dos con abandonarlos si alguno de los dos hacía una estupidez como esa otra vez, y se hizo inteligente —se encogió entre hombros—. Romeo tuvo beca en Harvard Law , el tío Manuel se tuvo que conformar con Penn State y ciencias agrícolas. Romeo se graduó summa cum laude , el tío Manuel cum laude . Romeo empezó su práctica con Bockius y McCutchen, el tío Manuel tiene vacas y pollos. Romeo se casó con Margaret, que nunca fue carga económica, y el tío Manuel se casó con Mary. Romeo y Margaret sólo tuvieron a Natasha y creo que nunca han tenido problemas graves en su matrimonio, y el tío Manuel tiene una hija por cada otra familia que tiene que mantener —dijo como si se tratara de cualquier otra cosa.
— ¿Qué? —ensanchó la mirada con una risa incrédula.
— A ese funeral es al que yo quiero ir —asintió—. Voy a llevar una silla plegable, un sick pack de cervezas, unas bolsas de Tostitos y un recipiente enorme de salsa o de guacamole, y voy a ver cómo esas tres familias se van al carajo en una cat fight por no saber a quiénes les dejó qué —rio.
— Jamás… —balbuceó anonadada—. ¿Tres familias?
— De las que Natasha sabe —asintió.
— ¿Y ella cómo sabe? ¿Romeo le dijo?
— No, ella fue compañera de una de las hijas del tío Manuel en Brown, y a raíz de eso fue que le preguntó a Romeo y él le dijo que él sabía de una familia más. De la tercera Romeo se dio cuenta cuando fue a parar al hospital… que fue cuando le hicieron como doce bypasses .
— ¿Cuántos hijos tiene en total?
— Con Mary tiene a Consuelo, a Olivia, y a Violet. De la que fue compañera de Natasha son tres mujeres también. Y de la vez del hospital un hijo, que es el menor y que ahorita debe tener quince como máximo.
— ‘Ffanculo… —suspiró, todavía en estado de medio shock y no precisamente porque le importara, sino porque debía aceptar que era un chisme entretenido.
— ¿Y sabes por qué nos regaló el terreno en los Hamptons?
— ¿Porque Romeo le guardó lo de la tercera familia?
— Eres tan inteligente —rio.
— Lo sé, pero, ¿tres familias?
— Y a todas las hijas las tiene trabajando en el negocio familiar —asintió—. Con Natasha asumimos que no sólo son tres, que deben ser más, y, si son sólo esas tres, Natasha ha apostado con Romeo a que la mayoría de cosas se las va a dejar al menor.
— Romeo tiene la esperanza de que va para la familia “oficial” y Natasha por el lado medieval del asunto.
— Sí.
— ¿Y Mary sabe? —él se encogió entre hombros—. ¿Me invitas a ese funeral?
— Es el tío de Natasha, no creo que necesites invitación.
— Digo, para la silla plegable.
— Si ella supiera de lo que estamos hablando —resopló.
— Tú te llevas un golpe en el hombro, y yo me llevo una bofetada imaginaria.
— Lo más probable —asintió—. ¿Entiendes por qué es un dolor soportar a esa familia?
— Entiendo que tu amor por mi mejor amiga es genuino. No cualquiera se aguanta una familia tan intensa y por todo un fin de semana en la misma casa.
— Pues, sí. Al menos ya podemos compartir habitación y no tengo que dormir en el sofá de la sala de estar o en un colchón inflable con el esposo de Olivia.
— He ido una vez a esa casa, y, hasta donde la memoria no me falla, tiene suficientes habitaciones.
— En una duermen Romeo y Margaret, en otra duerme Mary, en otra duerme el tío Manuel porque supuestamente ronca demasiado. En otra duerme Consuelo, en otra duerme Violet, en otra duerme Olivia, en otra duermen las gemelas, en otra Natasha, y en otra la tía de Romeo. Y esta vez Violet lleva al novio.
— Bueno, él dormirá con el esposo de Olivia —rio.
— Sólo espero que Mary no se meta en la cocina — «porque no planeo viajar a Connecticut para que me dé diarrea»— , o que entre en discusiones sobre lo que no sabe, porque espero salir con el estómago ileso y con esposa de buen humor.
— Nunca he tenido el privilegio de hablar con ella.
— ¿Ves ese basurero? —señaló con el índice a la esquina de la acera, y ella asintió—. Ese basurero sabe más sobre cualquier cosa que ella.
— ¿Sí? — «exagerado» .
— Ella ha tenido intentos de todo: de bienes raíces, de contabilidad, de asesora de imagen, de diseñadora de interiores, de cocinera… de todo, al menos todo lo que tenga que ver con la familia de Romeo. Es como una competencia, pero no sé qué es lo que quiere probar.
— ¿Ya te ha tocado a ti?
— Cuando estaba tomando unos cursos de contabilidad —asintió—. Me habló de todas las maravillas de la contabilidad, de cómo funcionaba, de cómo se movía el dinero de un lado a otro y cómo se anotaba en los libros —sacudió su cabeza con un suspiro—. Fue tan incómodo…
— Quizás en su cabeza es lo mismo ser contador que ser economista —sonrió.
— Y esta vez será tener que escuchar cómo Consuelo sí puede mantener un trabajo y Natasha no trabaja.
— No sé por qué un trabajo en TV Guide no me suena tan… — «¿cuál es la palabra?» —. ¿La definición del éxito, quizás? —Phillip pareció permanecer ambivalente ante el comentario.
— El éxito es subjetivo —se encogió entre hombros—. Creo que una persona exitosa es sólo exitosa cuando tiene todo lo que quiere.
— Qué poético —opinó—, pero, de cualquier manera, ¿te parece que Consuelo es una persona exitosa?
— No —sacudió su cabeza con labios presionados entre sí—. O quizás sólo estoy confundiendo éxito con felicidad.
— ¿Te parece que es una persona feliz? — «same principle».
— No —sonrió derrotado, porque había hecho todo lo posible por defenderla a pesar de no saber por qué, pues a él también le caía un poco mal y no por proyecciones de su esposa. Era simplemente intragable e intratable; era peor que una patada en los testículos con su eterna cara de constipación intestinal y con sus comentarios afilados sin fundamentos.
— Una persona celosa nunca es exitosa… mucho menos feliz.
— Really? —se volvió hacia ella con una mirada cínica.
— Really.
— Yo creo que tú eres exitosa… y creo que eres feliz.
— Yo no soy una persona celosa —dijo, haciendo a Phillip lanzar una unísona y monosílaba carcajada—. No soy celosa —frunció su ceño para luego elevar su ceja derecha por lo alto—; yo no le envidio nada a nadie, sólo a Sophia su sencillez, pero no envidio ni dinero, ni mujeres, ni hombres, ni situaciones, ni trabajos, ni capacidades, ni títulos… nada.
— Si no eres celosa, ¿qué demonios eres entonces? —rio nasalmente.
— “Te-rri-to-rial”. Lo que es mío, es mío y de nadie más. Además, hay millones de mujeres en el mundo, ¿por qué quieren la mía? Es mía, y punto.
— Tranquila, Gollum — bromeó—. Eso suena a que te cuesta compartir, a que eres egoísta —la molestó.
— Eso es para las cosas; los juguetes, la comida, los espacios… y mi mujer no es una cosa.
— “Mi mujer” —rio nasalmente mientras veía hacia el suelo.
— Sí, y alrededor de mi mujer puedo construir una muralla, una cerca electrificada, y puedo cavar alrededor de ella para poner agua con caimanes y tiburones…
— ¡Emma María!
— Oye, nada se siente más feo que cuando ven mal a tu mujer, o cuando la tratan mal, o cuando se le acercan con dudosas intenciones.
— Lo sé, lo sé —sonrió por estar de acuerdo—. Tú eres de “culpable hasta probarse inocente” y no de “inocente hasta probarse culpable” —rio.
— ¿Por qué lo dices?
— Por “dudosas intenciones”.
— Bueno, sí —asintió con una suave risa nasal—. Pero no es un crimen, ¿o sí?
— No creo que lo sea, no cuando se trata de la soberanía de Sophia —sonrió con lo que cualquiera habría asumido que era un guiño de ojo—. ¿Cuáles son tus planes para hoy?
— Trabajar hasta eso de las cuatro o cinco, regresar a mi casa para hacer un poco de tiempo, y cenar con Sophia. ¿Y tú?
— Espero tener todo listo temprano, regresar a casa, y esperar que Natasha reciba de buena gana al cuadrúpedo… quizás revolcarnos en el suelo, cenar raclette, abrir una botella de Pomerol, y ver “Game of Thrones”.
— ¿Por qué siento como si una parte de ti cree que Natasha es una psicópata-mata-perros?
— ¡Eso no! —rio un tanto escandalizado—. Tú sabes que mi mujer sólo tiene serios problemas con las cucarachas.
— Eso cualquiera.
— En especial cuando vuelan —se sacudió en un escalofrío que era más de asco que de miedo—. No creo que sea una psicópata-mata-perros —se dignó a responder al fin—, es sólo que pienso que lo puede tomar como no es.
— ¿Y cómo no es?
— No intento compensar lo del año pasado con un perro.
— Why on earth would she think that? —frunció su ceño—. Why on earth would you think that?
— Well, you have to agree that it happens, and that it isn’t that far-fetched.
— ¿Por qué quieres un perro, Felipe? —entrecerró la mirada.
— Porque nunca tuve uno y porque me gusta cómo me siento cuando juego con tu Carajito —se encogió entre hombros.
— ¿Y lo de tu esposa en donde encaja?
— En que he visto cómo a veces juega con el Carajito… aunque no sé si realmente quiere un perro porque la mayor parte del tiempo lo ignora.
— Lo ignora porque sabe que no me gusta que lo suba los muebles —rio—, y no quiere involucrarse tanto con el Carajito porque no es suyo y no se lo puede llevar a su casa. Aunque, sea por lo que sea, ¿de dónde sacas que un perro es un sustituto de un hijo?
— I googled it —se encogió entre hombros.
— ¿Ajá? — «porque, ¿cuándo miente la información que encuentras Google?» .
— Decía que las “malas” razones para tener un perro, de las que aplican conmigo, son: por impulso, por dificultades o problemas en la familia o en el matrimonio, o como un regalo sorpresa.
— Bueno, por impulso no es… porque el impulso tiende a acabarse cuando te das cuenta de que no es tan fácil —sonrió, descartando así la primera razón—. Lo que a ustedes les pasó fue todo; desde mala suerte, una desgracia, y una serie de eventos muy desafortunados —le dijo, intentando no reírse en ese momento tan serio, aunque internamente sí rio por cómo eso le sonaba a una historia de Lemony Snicket —. An abortion is hardly the end of your marriage —murmuró, notando cómo Phillip se escandalizaba por la crudeza del comentario—. Oh, grow up —suspiró, sacudiendo su cabeza—. Eso fue lo que pasó, eso tiene nombre… y yo sé que es difícil superarlo, no me imagino cuánto, pero sé que lo es… pero tienes que superarlo porque eres el único que no lo supera.
— ¿Yo no lo supero? —preguntó un tanto indignado.
— ¿Por qué crees que Natasha no te dice nada de los pregnancy tests ? —frunció su ceño.
— ¿Porque me estreso? —se encogió entre hombros.
— Felipe, quizás tú no te logras ver en esos momentos, pero se nota que tu pañal ya está demasiado cargado; te trabas, dejas de funcionar.
— That’s kinda harsh —suspiró, y, aun sabiendo de que era cierto, no pudo evitar que le doliera un poco.
— No es nada de lo que te debas avergonzar, yo también dejo de funcionar —sonrió—. It’s only human .
— Sí, supongo…
— Entonces, realmente problemas en el matrimonio no tienes — «esos se fueron ayer de regreso a Corpus Christi» —. Y, ¿un regalo sorpresa? —resopló—. Por muy sorpresa que sea, sabes que ella no es alérgica a los perros, que no es una psicópata-mata-perros que planea evolucionar a asesina en serie, que quizás y te agradezca un poco de responsabilidad que pueda asumir desde la casa, y que no es una mala idea de compañía… —sonrió—. Una “mala” razón creo que es porque quieres un fashion statement ; un perro no es un juguete al que vistes todos los días, o un accesorio al que llevas como un bolso… y, así como no creo que esos perros miniaturas deben ser tratados como un accesorio, tampoco creo que un perro grande es un macho statement .
— Well, I’m either getting a French Bulldog or a Norfolk Terrier —rio, porque definitivamente no era nada macho.
— ¿Norfolk Terrier? —rio nasalmente—. Son… “cute” —sonrió.
— Por eso tengo que llegar temprano, sólo hay un French Bulldog, y es macho, las otras dos son Terriers.
— Cualquiera diría “qué sexista”, o algo por el estilo.
— Me gusta que es Bulldog, pero que no es, y me gusta que es como un pug, pero que tampoco es —rio—. No he tenido ninguna experiencia con un Terrier, no los conozco.
— Yo nunca me habría inclinado por un French Bulldog —le dijo—. Pero en mi apartamento no puedo tener un perro grande.
— No es como que buscabas un perro tampoco.
— En eso tienes razón —rio—, pero es por lo mismo: no estoy acostumbrada a tener un perro tan pequeño.
— ¿Y cómo te está gustando?
— Me pone nerviosa… me dan ganas de apretarlo hasta sacarle los ojos —confesó, que era también por eso que intentaba no cargarlo mucho; eso se le iba a pasar con el tiempo porque se le quitaría la cara de cachorro—. Y me da risa cómo juega porque se asusta relativamente fácil… pero me cae bien, aunque sé que tiene serios problemas.
— ¿Ah, sí?
— Ningún perro es así de tranquilo a esa edad, hasta el veterinario me dijo que no era normal, en especial con su raza —le explicó—. Dice que debería ser necio, y relativamente eléctrico…
— ¿Cómo fue que dijo Natasha? ¿“Traumas de la infancia”?
— Quizás sólo me tocó un perro tranquilo —sonrió.
— Quizás —reciprocó la sonrisa—. Oye, creo que hoy mismo compraré todas las cosas, o al menos la mayoría, ¿te puedo molestar? —Emma lo miró como si no entendiera por qué—. Digo, tú ambientaste el apartamento… tienes que tener alguna idea de qué debo comprar y qué no, y en qué color… con eso de la psicología del color… —suspiró.
— As far as I’m concerned, dogs are pretty much colorblind —rio.
— No hablaba del perro —rio, pasando su brazo por sus hombros para abrazarla con amistad mientras que, con su mano derecha y torpe se desabotonaba el saco; no había nada peor que un saco de tela tensa por inutilidad—, hablaba del tono, de la decoración, de eso que no sé cómo se llama.
— Está bien —lo tomó de la muñeca izquierda, la que colgaba de su hombro izquierdo, pero sólo para acomodarse dentro de su brazo, no para entrelazar sus dedos porque eso estaría mal en todos los sentidos, y ella lo abrazó por la espalda media para tener su brazo derecho más libre—. ¿Qué hora es?
— Las siete y catorce —le dijo en cuanto vio la femenina muñeca que lo abrazaba por la cintura, pues su reloj estaba demasiado lejos—. ¿Vas tarde?
— No exactamente —sonrió, deteniéndose en la esquina de St. Patrick’s para cruzarse la calle; hoy no había tenido que cruzar la calle antes por ir acompañada, no había tenido tiempo para ver las vitrinas ni para perderse entre ellas—. Aquí tengo que cruzar, Felipe.
— Sé dónde queda tu oficina, Emma María —sonrió—. Te dejaré en la puerta del edificio —dijo su caballerosidad. ¿Por qué no la dejaba en la puerta del estudio? Porque dejarla en la puerta del edificio era como dejarla en la puerta de su casa; dejarla en la puerta del estudio, o de su oficina, era como dejarla en la puerta de su habitación. Eso no era bueno.
— Creo que es más fácil tomar un taxi en esta avenida.
— No te preocupes por eso —sacudió su cabeza, y emprendió marcha hacia Banana Republic para luego cruzar de nuevo frente a Cole Haan—. Si me dan hoy a mi propio Carajito, ¿crees que puedo llevarlos a ambos a Central Park como en una playdate ? —sonrió.
— Sure —asintió.
Caminaron en silencio, al menos entre ellos, pues el tráfico matutino no podía ser ignorado, y pasaron por Coach, por la Lego Store, y por las banderas de Corea del Norte, Liechtenstein, Chipre, Puerto Rico, Croacia, e Irlanda hasta llegar a Bélgica, en donde cruzaron hacia la izquierda en una rebelde diagonal que los llevaría a la puerta del edifico. «Siete y diecisiete» .
— ¿Quieres que te consigan un taxi? —le preguntó Emma, escapándosele de su brazo para encararlo—, porque puedo decirle a quien sea en la recepción…
— No te preocupes —le dijo como hacía unos momentos—. Te escribo más tarde —sonrió, inclinándose un poco para darle un beso en cada mejilla—. Que te vaya bien en la oficina —le dijo al oído.
— Buena suerte a ti también —lo abrazó sin saber realmente por qué, quizás en agradecimiento por haberla acompañado en esa mañana en la que se sentía de indiscutible buen humor.
Lo vio alejarse con la millonaria sonrisa de ojos grises para pasar su mano por su cabello, para asegurarse de que seguía pulcramente peinado, y arregló el nudo de su corbata cuando ya le daba la espalda.
Se dio la vuelta para cruzar aquellas anchas y cuadradas columnas, y, justo en ese momento en el que quiso pescar su teléfono en su bolso, se encontró con una corta cabellera que se agitaba en su dirección.
— ¡Arquitecta! —se detuvo Parsons con una mano en el pecho para recuperar el aliento, y Emma que, ante la confusión del momento, porque se le olvidó lo que estaba por hacer y porque no sabía qué era lo que estaba ocurriendo en realidad, elevó su ceja derecha—. ¡Creí que había llegado tarde! —suspiró entre una aireada risa que rápidamente se le borró al ver esa intimidante ceja derecha en lo más alto mientras su verde mirada parecía agujerarle la dignidad o la osadía de emplear un tono exclamativo.
— Buenos días —le dijo con un mirada intensa y prácticamente degradante, de esas miradas que empezaban en su cabeza y terminaban en sus pies.
— B-buenos días, Arquitecta —repuso rápidamente mientras se arreglaba el cabello porque creía que eso era lo que más le estorbaba visualmente a Emma, pero a Emma no le estorbaba nada estético en ella, no ese día.
Jeans completos, eso es sin nada roto, stilettos negros y puntiagudos de piel de algún reptil, blusa amarillo de esos que sólo se encontraban en un pollo o en la yema de un huevo «pollo al fin» , y chaqueta azul marino de mangas que no era necesario recogerse por ser tres cuartos.
— Creo que vienes a tiempo, Toni —dijo, transformando su “fuck-off-face” en una sonrisa que tenía precedentes en su significativo e inexplicable buen humor, y le dio unos suaves golpes a la cara del aburrido Rolex que estaba luchando por su propia existencia, por hacer el mismo trabajo que aquel Patek Philippe había hecho desde el dos mil siete.
Parsons sonrió aliviada, pero su alivio duró poco porque Emma, después de su sonriente comentario, y porque no estaba dispuesta a perder otro minuto sin su taza de té, pasó de largo hacia uno de los ascensores. Ella, como si buscara la misma aprobación que el Carajito parecía buscar en Emma, la siguió a paso apresurado para aprovechar el ascensor.
Emma la miró de reojo, notando su impaciencia por el ascensor, por la incomodidad de no saber qué decir para iniciar una conversación que ella no necesitaba tener, y por cualquier otra razón que no supo descifrar. Si tan sólo realmente le importara.
En cuanto el ascensor se abrió frente a ellas, ella entró con ambas manos aferradas a los agarraderos de su bolso, se plantó en el medio como dueña y señora del rectángulo, y le lanzó una mirada a la petrificada mujercita que correctamente intuía que no le gustaba compartir los ascensores.
— ¿Vienes o…? —elevó ambas cejas, y ella rápidamente se incorporó a su lado izquierdo, algo que cualquier otro día le habría molestado, pero su sorprendente buen humor parecía hacer milagros de tipo “conversión religiosa”—. Ayer sólo bromeaba con lo del café —le dijo con una sonrisa, señalándole el vaso de Starbucks que llevaba entre las manos.
— Ah, sí, lo sé —rio nasalmente, aunque mentía; no había sabido diferenciar la broma de entre tanta seriedad, ¿con qué más había bromeado?—. Es la costumbre —añadió para armar una buena defensa.
— Mmm… déjame adivinar —inhaló profundamente, sintiendo una mezcla de la patada del “Romance” de Ralph Lauren con el aroma del café—. ¿Latte? —murmuró con sus ojos cerrados.
— Caramel Macchiato —sacudió su cabeza, y Emma sonrió—. No he bebido nada todavía, si quiere puede bebérselo —se apresuró a decirle, pues había malinterpretado su sonrisa y la había asociado con “antojo”.
— Gracias, Toni, pero no bebo café —se volvió hacia ella, y dio un paso atrás para dejar que el ascensor abriera sus puertas y le diera la bienvenida a los dos hombres de trajes grises que llevaban un biberón gigante y un paquete que era cien por ciento seguro que contenía una torta de cumpleaños.
— ¿No le gusta o logró dejar el vicio? —tuvo que preguntarle, aunque, por alguna razón, temió que era una pregunta demasiado personal.
— Aquí, entre tú y yo —se le acercó para hablarle más bajo, pues los dos hombres no tenían por qué enterarse de nada—, soy más de café irlandés —murmuró, y regresó a la posición inicial; erguida, viendo ambas cabelleras masculinas, y de manos a los agarraderos del bolso. Supuso que no debía decirle que era de la única forma en la que lograba comerse un tiramisú de chocolate, porque de café nunca.
— No sé mucho de café —dijo con tono sincero, pues el día anterior le había quedado muy claro de que Emma no tenía ni tiempo ni ganas para tratar con ignorantes que tenían la resuelta fachada de aparentar saberlo todo—. No soy muy fanática de lo amargo del café negro; me gusta con caramelo o con chocolate —añadió su nerviosismo, como si a Emma eso realmente le importara—. Usted qué prefiere: ¿el caramelo o el chocolate? —vomitó, siendo incapaz de poder detener su nerviosa verborrea.
— No bebo café —repitió con una mirada de reojo que la había puesto más nerviosa—. Y no soy fanática de ninguno de los dos sabores… de ninguno en particular —dijo, sintiendo cómo Parsons simplemente no podía con su nerviosismo, «quizás, si comiera más, tuviera más energía para combatir el síndrome puertorriqueño» —. Ayer se me olvidó preguntarte, ¿en dónde aprendiste a hablar italiano?
— Mis abuelos son italianos. Ellos hablan inglés, pero en su casa sólo se habla italiano.
— Dudo entre si son de Campania o de Basilicata. Me inclino más por Basilicata.
— Son de Potenza —asintió—. ¿Usted también es de Basilicata?
— La Lazio, eventualmente de la Toscana —sonrió, suspirando con desespero porque el ascensor se había detenido nuevamente, pero nadie se les uniría sino los hombres saldrían.
— Interesante —fue lo que supo decir al respecto—. Y, ¿qué vamos a hacer hoy? —preguntó rápidamente.
— Continuar en lo mismo de ayer —sonrió—, pero hoy sí ya es de lleno.
— ¿Vamos a trabajar con usted o vamos a trabajar en lo de la Old Post Office ? —preguntó, evitando decir el nombre o el apellido de Sophia por no acordarse de ninguno, y Emma se volvió con su rostro un poco ladeado hacia ella—. Ayer dijo que… —y calló ante la palma erguida de la italiana.
— Toni, las personas nerviosas me ponen nerviosa, y, peor que nerviosa, me incomodan —murmuró, «pero que incomodarme, me enojan» —. Yo no sé qué es lo que hago para ponerte nerviosa, no sé si soy yo como persona o si soy yo como tu jefa… pero, relájate, por favor —sonrió, y, como por arte de magia, porque debía ser como de película, las puertas del ascensor no se abrieron en ese momento para que pudiera dejarla muda y estupefacta.
— Usted me intimida —balbuceó.
— No es ni la primera ni la última vez que lo escucho —le dijo, y entonces sí salió del ascensor, «gracias a Dios» .
Parsons iba tres pasos tras ella, algo que sólo representaría, desde siempre y para siempre, cómo nunca iba a poder alcanzarla para aferrarse aunque fuera al borde de lo que ella era en ese momento, pues, de lo que sería en un futuro, probablemente necesitaría binoculares y una brújula para saber si iba por su mismo camino, y no en el sentido literal, pues llegaría el momento, más tarde ese día, en el que caminarían lado a lado como si fueran iguales en un sentido de igualdad y de equidad.
Empujó la puerta de vidrio, saludó a Caroline, y se incorporó a Gaby, quien se asombró por el simple hecho de no ver que enrollara los audífonos como todos los días. ¿Qué le estaba pasando a su jefa que estaba cambiando tantas cosas y tan rápido? Primero el té, luego el reloj, y ahora la inexistencia de cables negros alrededor de su dedo índice izquierdo, ¿qué seguía? ¿Zapatillas deportivas para el trabajo? ¿Perrier, o Canada Dry e el peor de los casos, en lugar de Pellegrino? ¿ Chicken and Avocado Panino en lugar de Tomato Mozzarella Panino ? O lo más grave: ¿ One Direction en lugar de Mozart? Sí, así era como Gaby podía saber si su jefa estaba al borde de una crisis neuronal.
— Buenos días, Gaby —sonrió.
— Buenos días, Arquitecta —repuso como todas las mañanas.
— ¿Dormiste bien? —le preguntó, haciendo que Gaby empezara a tener un ritmo cardíaco anormal, pues nunca le preguntaba eso.
— Sí, ¿y usted?
— Creo que me faltaron horas —pero asintió—. ¿Mi té ya está listo?
— No sabía si quería el de siempre o uno de manzanilla —sacudió su cabeza con intenciones de disculparse.
— Perfecto, porque desayuné cereal y creo que ya lo procesé —resopló—. Un bagel con Philadelphia, por favor.
— ¿Y de beber?
— Agua —sonrió, y, ante lo que supo que saldría de la boca de Gaby, soltó una risa nasal—: con gas.
— ¿Algo más?
— ¿Ya vino Lucas?
— Sí —asintió, y ambas escucharon lo que pareció ser un gruñido de Parsons; en su cabeza era como un punto a favor de él y cero a favor suyo—, le dije que esperara en el break room .
— Perfecto —sonrió, deteniéndose porque Gaby se detenía, y, por la diferencia de alturas, flexionó un poco sus rodillas para que Gaby le pudiera decir lo que había tachado de secreto.
— Me tomé la libertad de quitar la fotografía con la Licenciada —susurró, a lo que Emma respondió con una incógnita demasiado grande. Sorpresivamente no le había molestado, simplemente no entendía por qué o para qué había hecho eso—. El Arquitecto sugirió que lo hiciera —dijo en un volumen más normal, no importándole acusar a Volterra de lo que podía o no ser catástrofe; con Emma así de impredecible no sabía qué esperar.
— ¿Por qué?
— Eliminar toda fuente de adulación —susurró de nuevo.
— Está bien —se encogió entre hombros, no logrando entender cómo una fotografía con Sophia podía ser eso, «¿“una fuente de adulación”?» . Quizás después de su taza de té le lograría encontrar sentido—. ¿Me tienes algo en especial?
— La Señora Mayweather respondió, y dijo que estaba bien. No sé si quiere llamarle o escribirle al Arquitecto Goldstein —le dijo, sabiendo que prefería tenerlo todo por escrito porque era la única forma en la que podía tener pruebas en el caso de cualquier “he said – she said” , pero tenía que preguntar por el factor de su actitud impredecible.
— Escrito, por supuesto —rio nasalmente, y, fallando en notar el suspiro de alivio de Gaby, se detuvo frente al breakroom —. Buenos días, Lucas —le sonrió.
Él estaba de pie. Frente a él estaba un vaso que contenía leche de dos formas; líquida y en espuma, y, en su mano, tenía la jarra metálica de doble pico del que dejaba que el espresso se vertiera entre lo blanco para crear un perfecto Latte Macchiato. Blanco, café, blanco.
Vestía confusamente para Parsons, pues ella notaba cómo eran dos personas las que estaban en juego; sus piernas no eran las del mismo hombre en el torso, pero para Emma tenía sentido, y tenía tanto sentido que la hacía sonreír. Él era joven, y no trabajaba en un lugar que demandaba seriedad formal como en Wall Street, en donde se medía la importancia a partir de la marca del traje, de si era a la medida o no, y por cuántos accesorios tenía un traje; chaleco o no, tirantes o no, chaleco y tirantes o no, corbata o corbatín, camisa de contraste o no, mancuernillas o no, y, eventualmente, el chofer, la secretaria sacada de las páginas de Marie Claire, y una empresa de película. Él había jugado con la idea del traje para dejar las formalidades a un lado y se había inclinado por lo casual; cargo pants verde olivo que se ajustaban un poco a sus piernas y con apenas una bolsa extra en cada pierna y a la altura de medio muslo, cinturón marrón que quizás era casualidad que hacía juego con sus botas un tanto gastadas, camisa celeste a la que al cuello le había aplicado la maravilla de las ballenas, corbata grisácea que tenía sentido con el color del pantalón a pesar de no ser un mix-and-match , chaleco y chaqueta gris carbón, y apenas el borde de un pañuelo que debía completar el respeto por el traje a pesar de no vestirlo como se debía. Eso, peinado impecable, y un aspecto pulcro en general que a Emma le costaba creer en los hombres con barba y cabello un poco largo; lo hacían tener presencia, lo hacían resaltar.
Parsons, sin decir nada, y sin hacer nada que revelara su descontento por llevar tres puntos en contra (la puntualidad, la habilidad de preparar un café, y la mercadotecnia que llevaba con su ropa), sólo llevó su vaso de Starbucks a sus labios para beber un trago que no haría nada más que quemarle la competitividad en cuestión.
— Buenos días, Arquitecta —le sonrió con una mezcla de gusto, agradecimiento, y ansias por descubrir cómo se vería su día—. ¿Café? —le ofreció por educación y gentileza, a lo que Parsons sonrió tras su vaso desechable de seis dólares con nueve centavos, pues ella ya sabía que Emma no bebía café; tres a uno, pero eso no significaba que a Emma no le agradara su modo tan ligero porque, de cierta forma, le acordaba a Sophia.
— No, gracias, Lucas —sonrió, dejando que Gaby se colara por un lado para que le preparara su bagel, el cual no debía ni ser ni estar tostado bajo ninguna circunstancia, algo que no era necesariamente un capricho de Emma sino de Gaby; no le gustaba lastimarse el cielo de la boca con ningún tipo de pan tostado, y, conociendo a Emma, creía que eso tampoco iba con ella—. Cuando estés listo vienes a mi oficina.
— Enseguida —asintió, terminando de verter el café en su vaso para dedicarse a lavar los utensilios que había ocupado, y vio a Emma retirarse junto a Parsons, a quien le había dedicado una sonrisa que no había sido reciprocada.
— No le gusta el café —le dijo Gaby con el disimulo que tanto la caracterizaba.
— ¿Perdón? —inclinó Lucas su cabeza para escucharla un poco mejor, pues el ruido del grifo le hacía competencia a esa vocecita
— La Arquitecta —se acercó con el paquete de bagels congelados para colocarlo sobre la encimera—. No le gusta el café —lo vio hacia arriba; esos cuarenta y tres centímetros de diferencia parecían infinitos desde donde ella estaba.
— ¿En serio? —arqueó sus cejas con interés.
— En serio —asintió, y él le sonrió.
— ¿A usted le gusta el café?
— Me mantiene despierta —rio suavemente—. Me gusta, pero no tan fuerte.
— ¿Americano?
— Sí, lo que todos aquí llaman “agua sucia” —asintió, señalando la cafetera mortal, esa que estaba a su lado y que todavía goteaba para llenar la jarra de las ocho tazas.
— Veo —rio nasalmente—. ¿Le puedo preguntar algo?
— Claro.
— ¿Cómo es la Licenciada Rialto? —susurró, y Gaby, intentando escoger sus palabras, se demoró demasiado en responder—. ¿Es difícil? ¿Intimidante? ¿Relajada?
— La Licenciada es… —suspiró, no sabiendo en realidad qué decir, pues no quería conectar a sus jefas a un nivel que no fuera profesional y tampoco quería compararlas porque eso no hablaría bien de ella ni como persona y ni como profesional—. Es una buena persona.
— ¿“Buena persona”? —rio un poco—. Eso es como cuando no hay nada mejor que decir sobre alguien… —suspiró un tanto preocupado, porque, en su experiencia, eso era sinónimo de un epíteto ofensivo que involucraba a su progenitora.
— Sabe lo que hace, y siempre está abierta a escuchar las opiniones de los demás —sonrió, mentalmente repitiéndole que la consideraba una buena persona, genuinamente una buena persona, además, no la consideraba una persona intensa en ningún sentido sino todo lo contrario.
— Suena mejor —sonrió—, gracias.
— De nada —se encogió ligeramente entre sus delgados hombros.
— Creo que ya me tardé demasiado —le dijo con intenciones de retirarse mientras colocaba la jarra de aluminio a un lado de la Cimbali—, será mejor que me vaya.
— Buena suerte —le deseó un tanto indiferente.
— Gracias… y gracias por lo otro también —le agradeció de nuevo, haciendo que Gaby se sonrojara sin razón alguna, pues no lo había considerado mayor impedimento, y se retiró en silencio y con el vaso de Latte Macchiato en la mano derecha para recoger su bolso mensajero de una de las butacas en las que nerviosamente se había sentado el día anterior para la entrevista más rara de su vida—. Perdón por la tardanza —dijo luego de llamar a la puerta entreabierta.
— Pasa adelante —sacudió Emma su cabeza—, siéntate en donde quieras —añadió, y se devolvió a su iMac.
Parsons estaba sentada en el sofá que le daba la espalda al enorme librero que se encargaba de cubrir todo el ancho de la oficina y que contenía todos y cada uno de los proyectos en los que Emma había trabajado desde sus inicios en la profesión, y las ediciones más importantes de Architectural Digest, Elle Decor, Interior Design, Luxe Interiors & Design, Dwell, varios libros con carácter de Biblia y/o enciclopedia, y una que otra decoración para no saturar el espacio con literatura.
Estaba sentada en silencio, un tanto inquieta por la incomodidad de no saber qué debía hacer; si debía esperar a que Emma terminara de ver la pantalla de su iMac o si debía curiosear la oficina para tomar una futura ventaja sobre Lucas para saber en dónde estaba qué cosa.
La veía escribir rápidamente individualidades, quizás alguna dirección de correo, o la dirección de algún sitio web, o una búsqueda en Google, para luego deslizar sus dedos por el panel táctil y leer atentamente, con su codo izquierdo apoyado en el brazo de su silla y con su dedo índice y pulgar haciendo una “L” para detener su mentón y su quijada. ¿Estaría revisando su Facebook? ¿Estaría leyendo los últimos tweets ? ¿Quizás leyendo las noticias? Era imposible descifrarlo.
Para dejárselo claro: no hacía ninguna de esas tres cosas.
Si revisaba su página de Facebook no encontraría nada interesante; no le interesaba saber que Albertina Toscani había alcanzado un nuevo nivel en un juego irrelevante que pedía vidas como por obligación y adicción, tampoco le interesaba saber la cantidad de odio que tenía Giordano Pavlovic por el tráfico romano, ni quería saber la daily inspirational quote «or, as I call it, “daily inspirational bullshit”» que compartía Stavros Tavoularis «”Aristóteles”, “Sócrates”, “Socrástoles”, “Aristócrates”, o sea mi cuñado» , ni quería enterarse de qué era lo que había almorzado su tía Elisabetta, y mucho menos quería ver la atrocidad de “hermosos zapatos” que había comprado Fabiana Monastero, ni el gracioso-pero-estúpido-video que había compartido Gino Tomei.
En Twitter encontraría a Nina García deseándole un efusivo “BUENOS DÍAS!!!!!!” a una seguidora que mendigaba un retweet , un tweet de Vogue Magazine que preguntaba si había alguna persona dispuesta a vestir un vestido de dieciocho libras en el nombre de la moda, y adjuntaban un link para el artículo respectivo y escrito por Borrelli-Persson, y una cantidad exagerada de tweets del Huffington Post.
¿Y las noticias? Bueno. Los patrocinadores de los Clippers revocaron los patrocinios por los comentarios racistas, Craig Ferguson anunciaba su retiro del “Late Late Show”, McAllister decidió no lanzarse a la candidatura a la reelección para la House of Representatives, y los tornados en Alabama, Tennessee, y Mississippi, dejaban veintiocho muertes registradas. Disturbios en favelas en Rio de Janeiro. Confirmado el reparto de “Star Wars VII”. Elvis Presley había nacido hacía sesenta años (no de que fue traído al mundo, sino como artista). La Juventus le ganó al Sassuolo 3-1. Berlusconi siendo un pendejo «como siempre» . En todas las primeras planas de todos los periódicos italianos estaba la banana de una forma u otra. Y seguramente, en el transcurso del día, saldría Putin. ¿Alguna noticia buena? No.
Entonces, ¿qué hacía? Nada del otro mundo: revisaba su e-mail mientras esperaba por la segunda parte de su desayuno.
Lucas se sentó en uno de los sillones frente a Parsons, y, como si se tratara de una competencia, bebieron sus respectivos cafés entre una intensa guerra por saber quién podía mantenerse en silencio por más tiempo. Bueno, él sólo la provocaba con una sonrisa de comodidad, y ella que se dejaba provocar.
Al cabo de unos minutos, justo cuando ya eran las siete y media, hora a la que Emma les había dicho que su cerebro empezaba a funcionar correctamente, Gaby entró con un plato blanco y pequeño que tenía el bagel ya cortado por la mitad horizontal, el cuchillo y un paquete de Philadelphia, y, en la otra mano llevaba la botella de Pellegrino y un vaso con hielo y un gajo exprimido de lima.
Emma sonrió y le susurró un “gracias” mientras tomaba su teléfono para confirmar si la hora de su iMac era la misma de su Rolex y de su teléfono, y, sin pensarlo dos veces, viendo que Gaby tomaba los vasos vacíos de Lucas y de Parsons, llamó a Sophia para conocer su progreso. Pero, en lugar de Sophia, le atendió aquella regañona y computarizada voz de AT&T. Frunció sus labios, suspiró, y tomó el paquete de queso crema para arrancarle el delgado aluminio que lo cerraba.
— Pregunta —suspiró de nuevo, logrando que ambas miradas se clavaran en ella—, ¿qué tan DIY son ustedes?
Ambos se volvieron a ver como si no entendieran la pregunta, o como si la pregunta había sido tan al azar que los había asustado, pero, en realidad, sólo se preguntaban con la mirada quién debía responder primero, y Lucas, con un gesto de mano, le cedió la palabra a su fémina contrincante por dos razones: por caballerosidad y por astucia.
— Tendría que definir lo que se incluye en DIY —le dijo Parsons.
— Pintar y despintar paredes, montar y desmontar gabinetes, poner wallpaper , costura básica, encargarse de decoraciones personalizadas, taladrar, atornillar, clavar, armar y desarmar muebles verticales y horizontales, creación y aplicación de esténciles, jardinería, acabados, carpintería… resumámoslo en “bricolaje” —sonrió.
— Sé de electricidad, de pintura, decoración, jardinería, manualidades, y creo que de carpintería y de albañilería… son habilidades en progreso —respondió orgullosa de sus habilidades, en especial de aquella que se encargaba de hacer las instalaciones eléctricas, y vio a Emma girar un poco su cuello en dirección a Lucas mientras cortaba el bagel en ocho porciones al tamaño de bocado con el cuchillo para untarle un poco de Philadelphia. Dieciséis bocados en total era lo que debía saciar su hambre.
Jamás había visto esa forma de comer un bagel , debía ser porque era italiana. Pero no, simplemente se trataba de que a Emma no le gustaba embadurnarse los labios ni los dedos con nada, algo que solía suceder con las dos formas que ella conocía: embadurnar el interior de ambas mitades y comerlo a mordiscos directos, o embadurnar el interior de ambas mitades para luego unirlas y comerlas, a mordiscos directos, como un sándwich. Bueno, sí le gustaba embadurnarse de algo, pero ese algo no era apto para todo público.
— Albañilería, carpintería, pintura, fontanería, mecánica, jardinería, y decoración. La cristalería no se me da muy bien, y en lo de la electricidad nunca he trabajado.
Parsons no supo quién había ganado un punto en esa ocasión: ella tenía la electricidad a su favor, algo que consideraba más difícil que la fontanería porque “porque sí”, pero Lucas tenía la carpintería y la albañilería a su favor, ¿quién había anotado?
Lo dejó como punto muerto. Anulado. Lo que sea.
— Bien —dijo, llevando el trozo de bagel a su boca para luego ponerse de pie, sacudir sus manos por maña, y caminar hacia su mesa de dibujo—. ¿Esténciles o wallpaper ? —preguntó al aire, sabiendo que la pregunta era realmente estúpida.
— Esténciles —corearon los dos al mismo tiempo.
— ¿Han trabajado con esténciles o los prefieren sólo por sentido común? —sonrió agradecida con el cosmos por las respuestas, pero su alegría fue fugaz en cuanto el silencio respondió por ellos—. Entonces es por principio teórico, nada más —murmuró para sí misma, halando la gaveta en donde guardaba ese tipo de papel—. Anoten —dijo mientras tomaba cuatro pliegos de papel esténcil y cuatro pliegos de card stock blanco—. Tres metros de altura… —suspiró, esperando a que aquel ruido se disipara, ese ruido que era tan característico del nerviosismo escolar.
A ella le acordaba a Mrs. Abbot, su profesora de historia en décimo. El primer día de clases había entrado al salón como Severus Snape en La Piedra Filosofal; de golpe, estrellando la puerta contra la pared, con paso seguro y tajante, y diciendo lo que a Emma nunca se le olvidaría en su vida: “The Treaty of Versailles was signed on the 28th of june 1919, five exact years after the assassination of Archduke Franz Ferdinand.It was signed in the Hall of Mirrors, at the Palace of Versailles… hence the name” . Había hecho una pausa para ver a sus veintitrés alumnos, cada uno en su incómodo respectivo pupitre de madera, y notó cómo la clase se dividía en lo típico: hombres y mujeres por separado. Ella no había sobrevivido su propia secundaria para no superar la segregación mutua. Señaló a Richard, el estudiante nuevo que había pretendido esconderse de todo y de todos en la esquina izquierda, señaló a Andrea, el alto capitán de waterpolo que se sentaba en la primera fila, y, con un gesto, los hizo intercambiar sus puestos. Hizo lo mismo con Contessa e Ilaria, con Maurizio y Fabiana Del Pozzo, con Pino y Fabiana Monastero, con Claudio y Daniella, y con Leonardo y Emma. Así tuvo una clase que no parecía segregación de género, y que los pequeños estuvieran al frente y los altos atrás.
“I am Mrs. Abbot” , dijo, volviéndose hacia el pizarrón con marcador en mano para escribirlo rápidamente, “and I don’t care if you call me ‘Mrs. Abbot’ or ‘Rosemary” . Le clavó la mirada a cada uno en un fugaz y angosto segundo, y nadie supo cómo, pero con un gesto amedrentador, todos se apresuraron a abrir sus cuadernos y a materializar algo con qué escribir. Leonardo, quien nadie sabía cómo era que aprobaba año con año desde cuarto, probablemente tendría que escribir con saliva o con la mugre de sus uñas por no tener ni el más genérico de los lápices japoneses con impresiones infantiles que ya venían con el grafito fracturado en mil pedazos, por lo que Mrs. Abbot se acercó a él con un Pelikan Pointec rojo, su favorito para corregir errores insignificantes (ortografía y/o gramática), para regañar por estupideces como decir que EEUU sí había sido parte de la League of Nations , y para sugerir la estupidez/incapacidad del alumno con la sugerencia de excusarse del curso avanzado de historia para absolver, a cambio, el curso básico. Se lo entregó con una sonrisa para luego indicarle que su lugar sería en su escritorio quizás por el resto del semestre. Ella, habiendo sido profesora por quince años ya, sabía reconocer a los haraganes, a los chistositos, a los irresponsables; a las joyitas, y a los aduladores, a los que sabían más de la cuenta, a los que alardeaban su conocimiento, y a los que padecían de blindaje auditivo (que no importaba cuántas veces se les dijera algo, simplemente no penetraba la barrera). Y él era todo lo annoying y más.
“Who knows what the Treaty of Versailles was about?” , les preguntó a todos los presentes. Alguien en el fondo había masculló un arrogante “trattato di pace” , como si se tratara de algo que era imposible no saber, como si se tratara de algo que todo ser humano en el planeta sabía desde el momento de su nacimiento. Ella localizó al irreverente alumno que había osado a hablar italiano en su clase, se inclinó, y le susurró una bofetada por advertencia. “Yes! It was a peace treaty… a peace treaty” , enfatizó el pronombre indefinido, y caminó de regreso al pizarrón. “It’s a common mistake to believe that it was the only peace treaty, and, although I understand why people think that, I don’t tolerate ignorance” , siseó con su penetrante mirada. “I’ll give an extra credit to the student who can tell me how many treaties were signed in total and who signed each treaty” , se cruzó de brazos, se apoyó con su trasero del borde del escritorio sin importarle que Leonardo estuviera tras ella, y esperó.
“Versailles was signed by Germany and the Allies”, dijo Emma justo cuando Mrs. Abbot estaba a punto de sonreír victoriosamente por no tener que darle el punto extra a nadie. “I believe it was one of the most important, if not the most important aspect exploited by Hitler later on… you know, demagogically speaking… Article two hundred and thirty-one; the so called ‘War Guilt Clause” , continuó diciendo mientras jugaba con su pluma fuente entre sus dedos. “Then there was the Treaty of Saint-Germain-en-Lay, signed by Austria and the Allies. Treaty of Trianon, with Hungary. Treaty of Neuilly-sur-Seine, with Turkey. Treaty of Sèvres, with Bulgaria. And I would include the Treaty of Lausanne although it was an alteration of the Treaty of Sèvres. I think that all of those peace treaties, as a whole, are called ‘the Paris Peace Conference of nineteen nineteen” , sonrió casi arrogantemente, pero sabía que en algo se había equivocado.
¿Cómo sabía eso? ¿Cómo sabía la respuesta a la pregunta que había sido diseñada para nunca ser respondida? Siempre le había interesado la historia, no sabía si por curiosidad o si por morbo, y, en vista de que no tenía a su abuelo Félix para que le contara de la época en la que nada había hervido por completo, se conformaba con lo que Sara le contaba durante una comida o durante los viajes en auto.
“There was only one mistake, Miss…” , alargó el serpenteo. “Pavlovic”, respondió sin ego lastimado y sin sentirse ignorante. “Neuilly was with Bulgaria and Sèvres with Turkey” , sonrió. “Seems to me that you don’t get the extra credit”, frunció su nariz con cínica y arrogante victoria, y se devolvió al pizarrón. “Write this down…” :
— Rectángulo de tres metros por uno-punto-cuarenta metros. Usando la altura del rectángulo como base mayor, alfa es de noventa grados y tiene una altura de dos-punto-dos metros. Beta es de noventa grados también, y la base menor mide cero-punto-seis metros. Gamma es ciento treinta y cinco grados… bueno, ya tienen la figura, ¿no? —se volvió hacia ellos con el papel en una mano y con el contenedor de trece témperas en la otra, y ambos asintieron—. Bueno, pues hay una puerta de dos por cero-punto-ocho metros adjunta a la base mayor del trapecio.
— ¿Puede ser un arco en lugar de una puerta? —preguntó Lucas al darse cuenta de que la diagonal se refería a las escaleras.
— Bueno, eso lo pueden decidir ustedes —sonrió, colocando los materiales sobre la mesa de café—. Quiero un esténcil para esa pared; el tamaño, el color, y el diseño ustedes lo escogerán… pero tiene que ser moderno, fresco, ligero —dijo, esperando no recibir el típico esténcil marroquí.
— ¿El color de fondo? —preguntó Parsons.
— Yo les propongo blanco, pero, si quieren pintar la pared… —se encogió entre hombros—. ¿Alguna otra pregunta?
— ¿Cuánto tiempo tenemos? —asintió Lucas.
— Creo que la Licenciada Rialto va a venir dentro de poco —elevó su muñeca izquierda para ver la hora—, trabajen con calma… me lo pueden dar mañana al final del día —sonrió, y, ante la falta de preguntas adicionales, sólo añadió—: los pinceles, las esponjas, las paletas, los rodillos, y lo que sea que necesiten, ya saben en dónde están.
Se sentó nuevamente en su escritorio, pensando en precisamente la carencia de preguntas que había sido involucrada con ese tipo de “tarea”, si es que así se le podía llamar. Ella no sabía cómo describir eso que sentía, pues, de haber sido ella en sus zapatos, habría preguntado por qué le habían dado dos pliegos de papel esténcil y dos pliegos de card stock , ¿se trataba de un diseño o de dos? ¿Se trataba de un diseño en 1:1 y del mismo diseño en una escala más pequeña? Y eso aplicaba para ambos tipos de papel, porque podía mostrar el color y el manejo del diseño del esténcil como una prueba en escala real, y también podía cortar la geométrica figura que les había descrito en card stock para ver cómo el esténcil se vería, porque no todos los diseños funcionaban para todas las formas de pared y el diseño a veces funcionaba mejor con ciertos patrones o formas de aplicación.
De cualquier modo, había sido una buena “tarea”, al menos para habérsela sacado del…
Entre trozo de bagel y sorbo de agua, se encargó personalmente de escribirle al Arquitecto Goldstein, con copia a la Señora Mayweather, sobre los arreglos pertinentes para poder ambientarle la casa una vez ésta estuviera terminada.
En realidad no le importaba si la Señora Mayweather y su familia tenían o no un hogar habitable y no sólo una casa desnuda para cuando regresaran de sus vacaciones, porque, a pesar de que ella tenía tiempo a partir del doce de agosto, le interesaba sacar el proyecto lo más rápido posible porque no le gustaba tener proyectos pendientes, y le interesaba más si podía hacerlo sin que nadie le estorbara mientras lo hacía. Aunque, bueno, tenía que aceptar que la Señora Mayweather practicaba el mantra de “haga lo que usted crea que es mejor” y dejaba todo en manos de quien realmente sabía; no molestaba, no estorbaba, no se obsesionaba, y confiaba ciegamente en ella. Eran las ventajas del fenómeno social de “new money” : Señora Mayweather, azafata sacada de una agencia de modelos o prototipos naturales de Barbie, se había sacado la lotería con el Señor Mayweather, miembro de la junta directiva de Equity Group, divorciado dos veces ya, con cinco hijos en el marcador global, y con un acta de nacimiento que databa trece años antes de la de la Señora Mayweather.
Emma no juzgaba, no criticaba, pero adoraba esa necesidad que tenía la Señora Mayweather por convencer a los amigos de su esposo, y a las esposas de los amigos de su esposo, que ella tenía el mejor gusto sobre la faz de la tierra; eso a Emma le dejaba las dos cosas que más le gustaban: libertad de diseño, y una ajena cartera abierta que tenía un fondo más profundo que el bolso de Mary Poppins.
Justo cuando envió el e-mail, tomó nuevamente su teléfono para llamar de nuevo a la rubia; ya a las ocho y cuarto debía estar a punto de llegar al estudio, o, por lo menos, a punto de salir del apartamento. Y eso ya era que se había tardado una hora más de lo normal.
Para su desgracia, y para el alimento de su frustración, el buzón de voz la había recibido de nuevo. Presionó el botón rojo en la pantalla de su teléfono, y llevó la esquina superior derecha de él contra su tabique. Suspiró a ojos cerrados, y golpeó tres suaves veces el cobertor de nogal contra su hueso para luego animarse a acceder a esa aplicación que le diría en dónde estaba la rubia, algo que intentaba no hacer porque no pretendía acosarla o controlarla de esa manera, pero le servía en esas ocasiones en las que no sabía ni qué pensar.
Su mirada se ensanchó al ver que Sophia seguía en el 680, algo que por alguna razón le robó un poco de aliento y le provocó arritmia; la mezcla de ambas cosas sólo significaban un ligero ataque de pánico que darían pie a una serie de situaciones imaginarias de índole catastrófica. Llamó de nuevo, y de nuevo, y de nuevo. Y tres veces más fue la estúpida grabación de AT&T. ¿Se había caído en la ducha? ¿Se había tropezado con la alfombra de la ducha? ¿Se le había olvidado la toalla y había salido con los pies mojados y se había deslizado en el baño? ¿Se le había quebrado el tacón y en la caída se había golpeado la cabeza? ¿Se había quedado atrapada en el ascensor y se le había acabado el oxígeno y se había desmayado? ¿La había atropellado un taxi justo a la salida del edificio? En fin, todo lo que pensaba terminaba en una rubia con contusión cerebral.
E hizo lo que nunca había hecho desde que vivía en ese apartamento: llamó a la línea fija. Así de grande era su preocupación.
Esa línea nunca había entendido por qué la tenía, quizás era porque venía con el paquete de internet y cable por $104.99 mensuales, y, a decir verdad, nunca lo había utilizado para hacer una llamada sino sólo para recibir unas pocas; casi todas de Volterra o de esas molestas compañías de servicios, encuestas, y promociones a las que se les daba acceso en las letras pequeñas del trámite de una tarjeta de débito o crédito, o de casi cualquier contrato que pudiera lucrarse de la indeseada publicidad o de los molestos “estudios demográficos” amateurs.
Un tono. Otro. Otro.
La rubia abrió los ojos ante el molesto sonido que la había arrancado de la seducción de Morfeo. Le costó regresar al allí y al entonces, y, entre los únicos dos refunfuños, se sentó de golpe con ojos claramente abiertos para, con nerviosismo y miedo, lanzarse de la cama al suelo por no tener completo dominio de sus piernas todavía. Alcanzó el teléfono, ensanchó la mirada ante la hora y el número de teléfono que aparecía en la pequeña pantalla, y, con una respiración profunda, apretó el botón verde.
— Pronto —dijo, llevando su mano a su pecho para intentar calmar su acelerado ritmo cardíaco, y dio gracias a la vida, y a las circunstancias, porque su voz no había delatado su abuso de sueño.
El silencio predominó entre la respiración que se escuchaba contrariada, pues no sabía si percibirla como enojada o como aliviada.
En realidad se trata de alivio absoluto: «ninguna contusión cerebral» , suspiró Emma.
Y el silencio sólo existía porque tenía a dos personas ajenas a su mundo emocional. Mentalmente exclamó un «¡estás bien!» , y un «why didn’t you pick up the fucking phone?!» , y hasta un «¿en cuánto tiempo vienes?» que ya era más cariñoso que regañón.
No supo qué decir, no supo cómo decir lo que no sabía decir, y, hasta cierto punto, agradeció la presencia de sus discípulos por no dejarla actuar con la libertad de la que sabía que luego se iba arrepentir.
— Llego en quince minutos —le dijo Sophia, sabiendo que eso era un error, porque quince minutos era esperar un milagro de sí misma y del cosmos, en especial cuando tomaba en cuenta de que el viaje en taxi duraba entre ocho y diez minutos, y eso sólo significaba que tendría cuatro minutos como máximo para hacer lo imposible, para descubrir la alquimia, para bañarse, vestirse, conseguir un taxi, e inventar la cura para la estupidez—. Quince minutos —repitió.
— Está bien —repuso un tanto incómoda y sin saber realmente por qué.
Se puso de pie, felicitándose por la decisión del día anterior de haber optado por no dormir con ropa, porque eso sólo le habría quitado valiosos segundos que estaba invirtiendo en rehacer su moño. También se felicitó por haberse lavado el cabello el día anterior y agradeció a su química y a su genética por no haberle dado un cuero cabelludo que no era ni grasoso ni reseco.
Su prisa era tanta que se cepilló los dientes mientras se duchaba con agua a la que ni siquiera se había molestado en regularle la temperatura o la cantidad. Lavó brutamente su rostro, se pasó la esponja con jabón, se enjuagó, y salió de la ducha sin importarle que mojaría el piso más de lo que le gustaba. No supo cómo pero se secó en el corto trayecto que había entre la puerta de la ducha y la puerta del clóset, que ni se secó bien, pero era lo suficiente. Se metió en una tela azul marino que no había escogido por estilo sino porque era lo que estaba al alcance, le quedó un tanto torcida por no tomarse el tiempo para acomodársela a la cadera y entre el trasero, se abrochó las primeras copas que tomó, unas blancas, logró enfundarse en el primer jeans azul que agarró, y se metió en un suéter negro de cachemira ligera por dos razones: porque no tenía tiempo para los botones ni para meterse la camisa/blusa dentro del jeans, y porque era imposible equivocarse con algo tan básico. Tuvo la inteligencia para detenerse un momento frente a los zapatos mientras se rociaba su perfume en donde típicamente lo hacía, y digo “inteligencia” porque sabía que el zapato era lo que definiría si su atuendo era deportivo o casual-con-tendencia-a-ser-apropiado-para-el-trabajo. Tomó los juguetones Louboutin, y así, sin maquillaje y con los stilettos en la mano, metió su teléfono en su bolsillo derecho, su reloj y su pulsera en el bolsillo izquierdo, se echó el bolso y el porte documents al hombro izquierdo, se despidió ligeramente del Carajito que jugaba a morder uno de los tikis que chillaban, y corrió al ascensor para, entre la espera, colocarse las agujas en los pies, y el reloj y la pulsera las muñecas.
Mientras la rubia esperaba el eterno minuto por un taxi, Emma, habiendo decidido olvidarse de su exagerada reacción, se dispuso a terminar de escribir sobre los temas que Gaby le había mencionado el día anterior. Sin embargo, entre su calmada e indiferente fachada, no podía evitar ver, de reojo, cómo la ubicación de Sophia seguía siendo el 680.
Sintió poder al fin respirar cuando vio cómo, de un segundo a otro, su ubicación ya era en la cincuenta y cinco y Quinta.
Sophia, todavía intentando mantener la calma ante lo que parecía ser el intenso conteo regresivo de la NASA, veía cómo le quedaban tres paupérrimos y fugaces minutos para avanzar cuatro malditas calles en ese caótico tráfico que su ansiedad veía como un infinito y perpetuo estancamiento. Pero así, con un diminuto espejo, logró maquillarse en tiempo récord.
No quiso ni ver la hora, sólo colocó veinte dólares en la escotilla por no tener tiempo para esperar por el cambio, y corrió por la zona peatonal como alguna vez había corrido los cien metros planos en las competencias escolares. Esta vez no le había tomado 16.02 segundos sino casi el doble por ir con los hombros cargados y con agujas en lugar de cualquier zapato deportivo.
— Regreso en un momento —les informó Emma en cuanto vio que Sophia había llegado a la cincuenta y uno.
Se puso de pie, tomó el plato, el vaso, y la botella vacía, y salió de su oficina para dirigirse al break room .
— Yo lo hago —se asomó Gaby con sus manos abiertas, dispuestas a recibir la vajilla sucia para que su jefa no sufriera las consecuencias del jabón, y Emma, agradecida, le tomó la palabra.
— ¿Cómo está Jay? —le preguntó Emma, quizás por curiosidad o quizás por educación, pero, en realidad, le interesaba saber porque, después de todo, ella auspiciaba el desarrollo académico «guardería por el momento» del niño al que todavía no conocía más que mediante las pocas fotografías que Gaby publicaba en su página de Facebook o mediante la fotografía de su escritorio que cambiaba todos los meses.
— Bien, bien… —murmuró sin saber qué más decir.
— ¿Todo bien en la guardería?
— Sí —asintió, pero supuso que debía decirle más—. Yo no sé cómo hacen, ni cómo van a hacer, pero están organizando algo para celebrar el día de las madres —rio nasalmente al imaginarse cómo sería eso con niños de un, dos, y tres años.
— ¿Cuándo es? —sonrió desde el refrigerador.
— El viernes de la otra semana, a las diez de la mañana.
— ¿Por qué no me habías dicho? —elevó su ceja derecha, metiendo la mano, a ciegas, en el interior del Ultra para sacar la leche semidescremada, y Gaby la miró con desconcierto—. ¿No piensas ir?
— Mi mamá lo va a filmar —sacudió su cabeza con una sonrisa, y Emma se asombró por la aparente aceptación de no poder ir a la primera celebración del día de las madres, ¿cómo se podía perder eso?
— Deberías estar allí —suspiró con una mezcla de preocupación y de WTF .
— No creo que sea apropiado —dijo, porque realmente no consideraba que lo fuera en vista de que luego se tomaría un par de días de vacación casi que por obligación.
— Con el debido respeto que se merece tu mamá —le dijo, pasándole por la espalda para alcanzar una de las tazas de su gabinete—, es el día de las “madres”, no de las “abuelas” —sonrió—. Y con eso no quiero insinuar que tu mamá no pertenece allí, porque ella también es mamá, pero quien pertenece allí es la mamá de Jay… que eres tú —murmuró casi indiferentemente mientras tomaba un portafilter para colocarle café molido—. Ahora, yo sé que te pido muchos favores — «que a veces son órdenes que terminan en “por favor”» —, pero no quiero que el otro viernes te aparezcas por aquí… —le clavó la mirada de la que abusaba porque sabía que la intimidaba—, al menos no antes de las doce. Y ésa es una orden, ¿quedó claro? —Gaby no pestañeaba, sólo la miraba a los ojos sin saber qué responder—. ¿Quedó claro? —repitió tajantemente a pesar de que le incomodaba utilizar ese tono con ella.
— No antes de las doce —asintió, haciéndola sonreír para luego volverse a la preparación del Latte de la rubia que en ese momento iba entrando al vestíbulo del edificio.
— Bien.
— ¿Le gustaría venir? —preguntó entre el vibrante sonido que hacía la Cimbali cuando estaba sacando el espresso. Emma, que estaba a punto de verter la leche en la jarra de aluminio, se petrificó como pocas veces, hasta tuvo que ver hacia el frente para ayudarle a su flujo sanguíneo a circularle por todo el cerebro sin dificultad alguna, para que se le oxigenaran las respuestas inmediatas—. La Licenciada también puede venir si quiere —dijo, pensando que ése sería el elemento que terminaría por tomar la decisión de su jefa, además, sólo pensó que era un gesto relativamente irrelevante pero con buenas intenciones.
— Le preguntaré —respondió, sabiendo que usar a Sophia de escudo estaba mal, tal y como Sara la había utilizado a ella durante su niñez y su adolescencia para librarse de compromisos incómodos, o aburridos, o a los que simplemente no quería ir.
— ¿Le preparo su té? —resolvió decir al cabo de unos segundos, ya cuando Emma había terminado de vaporizar la leche.
Emma sólo sonrió.
La rubia compartía ascensor con siete personas más, y, por primera vez, le estorbó el hecho de no ir ella sola; no por claustrofobia, no por la repulsiva idea de tener que compartir espacio, no por prestarse a una mezcla de olor, voces, y calores corporales ajenos, sino porque era tedioso detenerse cada cierto número de pisos.
Ya iba tarde, y su impuntualidad no sólo era un crimen para los madrugadores parámetros de Emma sino para sus obligaciones oficiales con el estudio. Ya eran las ocho y treinta y dos minutos. Dos minutos que se habían pasado de los quince que prácticamente le había jurado a Emma, dos minutos que se habían pasado de la hora en la que el estudio ya había abierto. ¿Qué podría haber hecho diferente para recuperar esos dos minutos, ahora tres, que había perdido? Estaba medio bañada, medio vestida, medio maquillada, medio viva, y completamente estresada.
Respiró profundamente en cuanto las puertas se deslizaron, y salió como si nada le preocupara en ese momento, como si ella era la persona más puntual y menos adicta a la cama en todo el país; aparentó no estar casi hiperventilando.
Quizás no era Emma el factor que le asustaba, con ella podía lidiar luego y, si estaba enojada, podía arreglarlo con métodos poco ortodoxos y que no eran aplicables con quienes se había comprometido a entregar el trabajo a más tardar al medio día «o sea en tres horas y media como mínimo». Eso, los jefes, eso era lo que le asustaba.
Exactamente cuando Sophia saludó a Caroline, Emma se devolvió a su oficina junto con su taza de té, y las dos mentas, a pesar de saber que la rubia estaba a punto de llegar.
Con la taza a ras de sus labios, admiró el momento en el que la puerta se abrió con imposible suavidad para que la rubia entrara. Lucas, al ver que era una mujer quien se incorporaba al espacio, se puso de pie por educación, por cortesía, por caballerosidad, por cordialidad, y Sophia simplemente supo que era un auténtico sureño de impecables y naturales buenos modales.
— Buenos días —generalizó para todos los presentes, pero, de reojo, le sonrió a Emma con esa inocencia que estaba diseñada para no tener la culpa de nada.
Emma bebió un sorbo mientras analizaba a Sophia con una carcajada interna que por respeto a sus discípulos no exteriorizaba, pues no era más que una burla cariñosa que podía terminar en un abrazo, en un «you woke up sixteen minutes ago and you still managed to look beautiful» , y probablemente en un beso también.
— Buenos días, Licenciada Rialto —sonrió, viéndola colocar sus cosas a un costado de su escritorio—. Quiero que conozca al Licenciado Meyers y a la Licenciada Bench —se dirigió hacia los dos.
Lucas, por los principios que tenía y que practicaba, dejó que Parsons se relacionara primero con la rubia.
Sophia iba con las mejores intenciones, realmente las mejores intenciones, pero, al estrechar una mano tan fría y tan distante, tan arrogante, y que al mismo tiempo había pretendido hacerla tan pequeña y pisable como una cucaracha, sufrió del mal genético y territorial de vomitar un mental «I don’t like her» tajante y casi decisivo.
Y el sentimiento era recíproco, pues, para Parsons, Sophia había cometido una de sus más grandes faltas: la impuntualidad. Si ella llegaba temprano, ¿cómo podía ella no hacerlo también? Claro, se le olvidaba el pequeño detalle de que Sophia no era una simple practicante, que no era una aprendiz, que no estaba en una competencia por la indecisión de Emma, indecisión que debía aceptar que podía ser tan entretenida como lo eran los gladiadores para el César, que Sophia ya tenía reputación y experiencia suficiente como para no tener que estar diseñando un esténcil porque a su jefa no se le había ocurrido otra cosa para tenerla haciendo algo además de sólo transformar oxígeno en dióxido de carbono. Además, los ojos de Parsons sólo podían ver cómo la secretaria se vestía mejor, y no sólo en calidad de textiles, sino en gusto y en el carácter de lo apropiado. Probablemente, de haber sabido que recién se despertaba, la habría rechazado con mayor intensidad y determinación, pues nadie se podía duchar en quince minutos, mucho menos en menos quince, y, si así era de desorganizada con su vida personal, y con tan mal gusto, ¿cómo podía encargarse de la Old Post Office ? ¿Cómo podían confiarle un proyecto así de importante, así de grande? Dentro de todo le dio gracias a Dios, porque sí era creyente a pesar de no ser practicante, por el hecho de saber, a base de la intuición que era de poco fiar, que si Emma había esperado por “la Licenciada Rialto” sólo significaba trabajarían los cuatro de lleno en eso. Ella no quería trabajar sólo con Sophia, porque, ¿qué podía aprender de una rubia? ¡Vivan los estereotipos! Pensaba que podía aprender más de Emma.
— Sólo “Lucas” —le sonrió a Sophia con un cálido apretón de manos.
— Está bien, sólo “Lucas” —le correspondió la sonrisa.
— Licenciada —irrumpió Gaby con su Latte, ese que Emma le había preparado.
— Gracias, Gaby —lo tomó con una sonrisa, porque necesitaba que su razonamiento arrancara lo más rápido posible.
En cuanto vio la rosetta, la que Gaby no le hacía nunca para que reconociera cuando era ella y cuando era Emma quien le servía su Latte, miró a Emma de reojo.
Ella la veía en esa cómoda y provocadora postura, con sus dedos en “L” para que su concupiscente sonrisa no se notara, porque en ese momento, con las dos ligeras palmadas que le dio al escritorio como si se tratara de una maña, le dijo lo mucho que quería tenerla con ese jeans abajo, porque no le hacía justicia en lo absoluto, y con las piernas abiertas para cobrarse la baja de azúcar que su catastrófica imaginación le había dejado. Le parecía que, tras las primeras palabras de la Liturgia, porque así de sagrado y bíblico lo consideraba: “en verdad es justo y necesario”.
Sophia ensanchó la mirada ante la blasfema pero interesante insinuación, y, de no haber sido porque había dejado la taza a ras de sus labios y haberse abstenido a beber el primer sorbo, se habría ahogado con lo caliente.
— Entonces —se aclaró Emma la garganta, y se puso de pie—, yo creo que es hora de que cada quien se ponga a trabajar —se volvió hacia Sophia—. Tengo entendido que tienes que entregar algo hoy al mediodía, ¿no?
— A más tardar —asintió.
— ¿Les quieres explicar a los dos qué es lo que tienes que entregar? —sonrió un tanto tirado hacia la derecha—. Sólo para que estén enterados y por si en algún momento tenemos que trabajar todos en lo mismo —dijo, y, no sabiendo cómo, su spidey-sense se activó y sus ojos se fijaron en la reacción de Parsons; dejó caer los hombros, suspiró con descontento, presionó sus labios entre sí como si refunfuñara un “ fuck” mental por saber que existía la posibilidad de que no trabajaría ni siquiera con Emma en el proyecto, que se trabajarían los dos proyectos por separado, y lo lógico era que uno de ellos trabajara con una de ellas a menos de que Emma se hiciera cargo cien por ciento de ambos.
Eso era simple y sencillamente altamente improbable, ya que Emma necesitaba a alguien que pudiera trabajar en equipo. Sí, sí, probablemente todos reirían ante tal filosofía porque Emma no se caracterizaba por ser una “team player” , pero lo era de manera selectiva. Prefería trabajar con Belinda a trabajar con Rebecca, pero prefería trabajar con Volterra a trabajar con Belinda, y prefería trabajar con Pennington a trabajar con Segrate. Quizás era por Egos y personalidades y actitudes. Quizás era por puntos de vista, por apreciaciones, por estilo de diseño. Fuera como fuere, le costaba compartir espacio e intelecto con semejantes y no por sentirse intimidada o superada, era sólo que encontraba placer casi sexual en eso de trabajar sola para su cliente, aunque, claro, normalmente sí pedía segundas opiniones en lo que no estaba muy segura. Y, desde que la rubia había invadido su vida como si se tratara de la Peste, de la peste más sensual, más ligera, más sonriente, y más adictiva, había aprendido a trabajar un poco más en equipo con los de su profesión. Por eso dejaba que Goldstein se encargara de realizar sus diseños en Newport. Pero siempre había trabajado en equipo, y había trabajado bien a pesar de ser un poco severa y demandante por su necesidad de alcanzar la perfección en lo que fuera que estuviera haciendo; siempre había trabajado bien en equipo con Aaron, con Marcel, y hasta con Jack. Ellos eran los equipos que a ella más le interesaban. Y quizás no exigiría la habilidad de poder trabajar en equipo con alguien más del estudio si no fuera porque la creía necesaria para su decisión por la costumbre de ellos encargarse de la ambientación del diseño arquitectónico cuando se trataba de remodelaciones o construcciones. A veces hasta se debía trabajar con un arquitecto ajeno al estudio, y eso era difícil hasta para Emma, que era por eso que evitaba ese tipo de proyectos. Tenían que tener la habilidad de poder trabajar en equipo a pesar de no tener que hacerlo como mandamiento bíblico en todos los proyectos. Y tenían que saber trabajar solos también.
— Básicamente es un dilema con la paleta de colores —comenzó diciendo tal y como lo había hecho en su época de universidad cuando tenía que exponer algún trabajo.
— Rojo, azul, y blanco —asintió Parsons con una hostigada mirada de «¡sabemos!» y de «no somos imbéciles» .
— No — «¡yo sé que saben!» , se aclaró la garganta para no gruñir—. La paleta de colores puede ser blanco-azul-rojo —dijo, notando cómo Parsons enrollaba los ojos al no encontrar nada distinto entre lo que ella había dicho y lo que Sophia decía en ese momento—, o puede ser azul-blanco-rojo —añadió para que Parsons entendiera que había una diferencia demasiado grande, y esa diferencia se llamaba “color principal”, un término y un uso básico que no era ni propio del diseño de interiores, pues también lo utilizaban los decoradores de interiores; los que habían estudiado una certificación o un simple diploma de seis meses que valía más para las licencias que para cualquier otra cosa—. La razón de la primera paleta es 7:2:1, y quizás ni llega a ser uno; eso se define en la distribución y en el volumen. La razón de la segunda paleta es de 5:4:1.
Por alguna razón, su mirada terminó en la de Lucas, quien la miraba atentamente como si tomara nota mental hasta de cómo movía sus manos para explicar algo tan trivial como una paleta de colores, y le gustó la ligereza y la disposición que lo dominaba por saber que si ella estaba a cargo del proyecto era porque debía ser lo suficientemente buena como para permitirse aprender de ella. Se trataba de la Old Post Office , no del restaurante de esquina con presupuesto de quinientos dólares.
Y levantó la mano, como si estuvieran en la escuela, para pedir la palabra.
— Para la segunda paleta, ¿el rojo es menor o igual al diez por ciento? —preguntó en cuanto Sophia le sonrió.
— Es difícil estimarlo con precisión —le respondió con amabilidad—. ¿Alguna vez han trabajado con este tipo de parámetros? —Lucas sacudió la cabeza, y Parsons ni se inmutó.
— Esas exactitudes son relativas —intervino Emma con una risa nasal al notar que Sophia se aclaraba nuevamente la garganta, no sabiendo si estaba molesta o si su garganta se había secado por haber corrido—. Es un poco contradictorio, hasta confuso, y realmente no suele utilizarse por lo mismo. Pero, en un espacio tan grande, en especial cuando se trata de la hospitalidad, se utiliza para que el cliente tenga una idea más clara de cómo se verá… porque no es lo mismo tener una paleta de colores para cada habitación de la casa, a cuando se tiene para toda la casa; cuando es el concepto general.
— Sólo de esa manera se puede saber si un color es demasiado imponente, o pesado —agregó Sophia con un tono distinto, ya no molesto, pues se había dado cuenta de que, en realidad, quien tenía algo que perder no era ella; cuando esa actitud arrogante y de yo-lo-sé-todo llegara a salir con Emma, entonces se acabaría. «Or maybe she just needs a reality check» . Y le dio el beneficio de la duda, porque, de tratarse del golpe de gracia, era algo que tenía solución—. Entonces, prácticamente se trata de hacer renderings digitales —sonrió para ambos—: una sala de conferencias, la parte del vestíbulo que se encuentra con el bar, el área de la cama de una habitación sencilla, el área de la sala de estar y el comedor de una suite ejecutiva, y el salón principal de eventos —dijo, sabiendo que Eric sólo le había pedido tres, pero ella quería convencerlo de que su propuesta de paleta de colores era mejor que la que ya habían decidido.
— ¿En ambas paletas? —ensanchó Parsons la mirada, y Sophia asintió—. ¿Y son para hoy al mediodía?
— A más tardar, sí —asintió la rubia de nuevo con una sonrisa un tanto burlona, porque «bienvenida al mundo real» .
— Con la Licenciada Rialto decidimos que era mejor dividirnos el trabajo, al menos por hoy —dijo Emma, notando a Lucas estar de acuerdo y a Parsons querer materializar una pistola para hacer un Jackson Pollock de sesos; ya sabía que trabajaría con Sophia—, y decidimos, de acuerdo a sus habilidades, y a sus estilos, que Lucas trabaje conmigo y que tú —señaló a Parsons—, trabajes con ella.
Lucas dibujó una sonrisa, porque no le molestaba ninguno de los dos proyectos en lo absoluto, ni le molestaba la idea de trabajar o no únicamente con Emma, porque cualquier proyecto se vería demasiado bien en su hoja de vida; se trataba sí o sí de un hotel, uno en Washington y otro que viajaría de dos veces al año de Miami a Miami por veinticinco días, y dos veces al año de Miami a Miami por veintitrés días. Una aventura por el Amazonas, y otra por ríos y rainforests , siempre visitando algunas de las Antillas, en una ocasión a más por menos Amazonas, y en la otra a menos por más Amazonas.
Guardó todo el material que estaba utilizando para crear el diseño de su esténcil, y, con paciencia, esperó a que Emma le dijera qué hacer. Él estaba a su completa disposición.
Parsons, por el contrario, no sabiendo ni cómo encontrar fuerzas en sus piernas para escapar del sofá, intentó relajarse para no ceder a la presión del tiempo, pues Sophia no le caía bien y no podía hacer nada al respecto. Quería el trabajo.
La rubia sacó su material, todos sus apuntes del día anterior, de los textiles que debía utilizar, y de una visión prácticamente terminada por tener la lista detallada preliminar del mobiliario que se compraría; faltaba determinar cantidades, una que otra dimensión, alteraciones de textiles y los colores exactos.
Le explicó a Parsons cómo quería el rendering , porque, al no saber qué tan rápido trabajaba, o qué tan bien trabajaba, uno era suficiente, y le dio el que ella creía ser más fácil por tener únicamente cuatro colores en juego, de los cuales el blanco plagaba la imagen quizás en un ochenta por ciento para que el dorado tuviera un quince por ciento, y porque era prácticamente un copy+paste un tanto más complejo. Hasta tuvo la decencia de dejarla usar su iMac para que se le hiciera más fácil.
Ella se encargaría de, en su MacBook, hacer los renderings que no fueran el salón de eventos, y dejaría, por último, el más complejo; el dormitorio.
Hubo poca comunicación entre ellas, quizás por las asperezas de sus actitudes, quizás por el estrés y por la presión, o quizás porque estaban demasiado concentradas cada una en lo suyo.
Pero, claro, Parsons no podía evitar mirar, de reojo, todos los movimientos de la rubia. Veía cómo sus celestes ojos iban de aquí allá con demasiada velocidad, velocidad que era igualada por el número de clicks que daba con aquel mouse que iba directo a la obsolescencia luego de ese proyecto. Veía cómo, a falta de un brillo o humectante labial, mordisqueaba su relativamente reseco labio inferior mientras apretaba dos o tres teclas simultáneamente. Y todo eso le parecía relativamente normal, le parecía que era producto de su concentración y de las ganas de querer sacarlo todo a tiempo, pero llegó el momento en el que la tachó de algo más allá de lo excéntrico. Sophia, cuando no estaba cien por ciento segura de la textura de un textil, porque no se utilizaba el mismo textil para el sofá y para las cortinas, sacaba el muestrario de textiles para, con los ojos cerrados, pasear sus dedos por aquellos recuadros que le aclaraban todas sus dudas. Claro, Parsons eso lo percibió como un enorme «what the fuck is she doing?!» . Y pensó lo mismo cuando sacó su cubo rubik de 5x5 para despejar su mente por lo que el archivo tardaba en guardarse. «¿Acaso hay tiempo para jugar con esa mierda?» , refunfuñó a las once y veintitrés, hora a la que Sophia estaba por empezar el dormitorio.
De paso, tal y como Sophia lo hacía, cada vez que guardaba el archivo porque nunca se podía ser demasiado precavido, se tomaba el tiempo para ver cómo Emma y Lucas trabajaban en la misma pantalla y no en dos, sentados lado a lado, Emma prácticamente sólo viendo su progreso, pues era él quien se apoderaba del teclado, del panel táctil, y de la pantalla. Emma señalaba una que otra cosa, le explicaba con ejemplos, con planteamientos de preguntas que sólo servían para que él mismo llegara a la respuesta que buscaba, le corregía las pequeñeces para que conociera lo bien que se sentía la perfección, y reían calladamente por lo que ella creía que eran chistes, pero, fuera lo que fuera, ellos ya estaban construyendo una relación tanto personal como laboral, lo que hacía que Lucas tuviera “n” cantidad de puntos más que ella. Claro, todo esto desde su perspectiva.
Y, mientras Emma y Lucas hacían lo suyo de esa tan envidiable manera, lo único que ella recibía eran todos los tipos de “no” que podían existir y los que no: “no se ve bien”, “no tiene suficiente sombra”, “no tiene suficiente brillo”, “no se ve real”, “no se ve limpio”, “no se ve definido”, “no está lo suficientemente centrado”, “no se ve natural”, y más “no” de cualquier cosa. Tanta frustración sólo había hecho que Parsons la maldijera mil veces, y que estuviera a punto de reventarle con un «if you don’t fucking like it, why the fuck don’t you do it yourself?!» . ¿Acaso no había nada bueno en su trabajo?
El mediodía era distinto para todos; para algunos era a las doce en punto, para otros era a las doce y media, y para otros se estiraba hasta la una o la una y media sin importarles el verdadero significado de “ medio día”. Algunos se tomaban quince minutos para almorzar en paz, otros treinta, otros se tomaban una hora, algunos hasta se tomaban más tiempo del necesario, y algunos ni siquiera almorzaban. Algunos almorzaban sentados y otros parados. De los que almorzaban, algunos lo hacían en sus oficinas, otros bajaban o subían al cafetín (o cafetería, o cantina, o comedor) del edificio en el que trabajaban, otros salían de sus edificios para comer de un carrito de hot dogs o en un café o un restaurante.
El almuerzo de Belinda duraba una hora y media, a veces dos, y lo comía en su casa junto a sus hijas, su hijo almorzaba en la escuela. El almuerzo de Volterra era en su oficina mientras continuaba trabajando. El almuerzo de Pennington era al mismo tiempo que el de Clark, que el de Selvidge y que el de Segrate, y los cuatro, o los que estuvieran presentes, comían como si se tratara de obligación por mandamiento bíblico en Lenny’s; Pennington un Meatball Parm , Clark un Steak’wich , Selvidge un Chicken Cheddar , y Segrate que no tenía un sándwich fijo a pesar de que a veces, por ser gracioso, se comía un Emma : jamón ahumado, jamón de pavo ahumado, queso suizo, aderezo ruso, y coleslaw . Todo para hacer el mismo chiste que sólo había dado risa las primeras dos veces. El almuerzo de todas las secretarias, menos el de Gaby, era acordado por escrito un poco antes de las once, y normalmente, terminaban en El Rincón del Sabor, o en Chipotle, o en Café Metro. El almuerzo de Gaby era antes o después del de Emma, porque no podía dejar desatendido el teléfono cuando ella no estuviera, y, a veces, cuando Emma comía en su oficina, ella comía en su escritorio, de lo contrario terminaba almorzando con Jason, el contador, o en veinte o treinta minutos de paz y soledad mientras comía alguna ensalada y se devoraba algunas páginas de “A Dance With Dragons”. Y el almuerzo de Emma dependía de si Sophia estaba o no en la oficina, de si tenía tiempo suficiente para sentarse a comer en un restaurante, etc.
Volviendo al punto inicial, el mediodía para Sophia era entre doce y una de la tarde, una hora que podía estirar y explotar a su gusto, y para Parsons el mediodía era realmente el mediodía; a las doce en punto. Y ya eran las doce y treinta y cinco y Sophia seguía trabajando en el dormitorio.
Pues sí, la rubia se había tomado su tiempo, quizás hasta demasiado, pero el resultado iba a ser digno de una ovación; apenas tres objetos en rojo y en tres tonos distintos: el pequeño y rectangular cojín de la cama en persian red y en terciopelo, el cojín cuadrado del sillón en rio red y en terciopelo, y la silla, que pertenecía al escritorio, en gamuza jester red . Silla y diván diseñados por ella misma, diseños que, a pesar de haber sido aprobados el día anterior, necesitaba que fueran nuevamente aprobados por si las dudas. Sábanas blancas con los detalles de Sferra en azul marino. Todas las paredes blancas, menos la que estaba tras la cama, que era azul marino y vibrante, del mismo tono de las cortinas que tenían un patrón en color marfil, la alfombra con tendencia a color crema en lugar de blanco, dos lámparas de mesa y una de pedestal, y una araña de cristal que colgaba sobre el pie de la cama. Pero el trabajo se notaba más en el juego de los reflejos de los espejos, que eran tres, y en la vista que supuestamente tendría la habitación; fotografía que se había encargado de sacar el día anterior, pues no había nada mejor que un rendering más real que aproximado.
Imprimió todos los renderings , en ambas paletas de colores, y, con tan sólo verlos, supo que su proporción era más adecuada que la que habían acordado anteriormente. Separó ambas propuestas, junto con una copia digital, y las colocó en las manos de Moses, quien se tardaría siete minutos en llegar a su destino final.
— Hora de almorzar, ¿no? —sonrió Sophia para todos, en especial para Emma porque, dentro de todo lo obvio, le decía un «¿ves cómo sí voy a almorzar hoy?» que tenía intenciones de redimir su descuido del día anterior.
— Hora de almorzar —asintió Emma, poniéndose de pie mientras veía su reloj; las doce y cuarenta y dos no era una mala hora para almorzar aunque todo estuviera lleno—. ¿O no tienen hambre? —les preguntó a sus discípulos, quienes habían permanecido sentados por no saber qué hacer o qué decir, y su ceja derecha se elevó como si pidiera una explicación.
Lucas se puso de pie, porque sus ciento noventa y cuatro centímetros con doscientas libras necesitaban alimento, pero esperó con una sonrisa a que Parsons reaccionara, pues pensó que, si iban a trabajar juntos por seis meses, lo lógico era que almorzaran juntos, ¿no?
— Hora y media si quieren —dijo Emma, notando a Lucas encogerse disimuladamente entre hombros para luego enterrar sus manos en sus bolsillos y salir de la oficina—. ¿Tú no vas a almorzar? —se volvió hacia Parsons.
— No tengo hambre, y prefiero seguir trabajando en mi esténcil… si eso está bien con usted —repuso, a lo que Emma rio nasalmente como si lo encontrara realmente entretenido.
— Llévate lo que necesites, pero respira un poco de aire fresco —le dijo con el tono justo en la línea de ser un consejo y de ser una orden.
Tomó sus materiales y su bolso, casi con frustración por haber sido enviada al mundo exterior a perder el tiempo por noventa minutos. Pensaba que Emma le debía algo, quizás algo llamado “compensación” por haberla puesto a trabajar con la insoportable y estúpida rubia que no tenía respeto por nada ni por nadie y quizás ni siquiera por sí misma; no respetaba su imagen personal, ni a sus compañeros de trabajo, ni al tiempo, ni a sus jefes, ni a sus compromisos, ni a sus obligaciones, pero, sobre todo, no respetaba a la profesión a la que tanta adoración ella le tenía. ¿Cómo podía ella haber llegado a donde estaba? Ella sólo veía tres opciones: o era una amateur que se había enamorado de la idea de la profesión y que había invertido en el estudio para poder ejercer lo que a su irracionalidad más le gustaba, o era la hija, la hermana, la novia, la amante, la sobrina, la algo del dueño, o, la más lógica «she just fucked her way to the top» .
Si bien había escogido no ver las habilidades de la rubia, parte de sus apresuradas conclusiones, y de sus juicios sin fundamentos, la hacían tener razón hasta cierto punto:
La rubia había sido impuntual porque había cometido el pecado capital más grande; quedarse dormida. Eso le pasaba a cualquiera. Era la primera vez en toda su vida laboral que eso le pasaba. Y su impuntualidad nunca había sido tema de discusión o razón para reprenderla, pues nunca había llegado tarde a una reunión con un cliente. Además, desde que Emma era su novia, nunca había querido llegar tarde a nada; le gustaba evitarse esas casi-hiperventilaciones-por-estrés-de-estar-un-minuto-impuntual de Emma, y le gustaba saberle la tranquilidad por estar cinco minutos antes como mínimo.
La rubia, ciertamente, no se veía tan presentable. Lo que la salvaban eran los stilettos, pues, de lo contrario, cualquiera podía pensar que se había vestido en la oscuridad. Había tenido suficiente luz pero poco tiempo, y era precisamente por eso que había tomado lo primero que su mano había podido alcanzar, y, porque la prisa y la impuntualidad no conocían tantas meticulosidades, se había disfrazado de Emma de manera accidental. Todo lo que vestía era de la mujer que en ese momento le sonreía con una satisfacción demasiado pícara. Los stilettos eran suyos, porque podía ser novia de Emma, y podían ser de la misma talla de zapato, pero los stilettos eran como los autos; sólo su dueña debía manejarlo.
Y la rubia era rubia, obviamente. Y ser rubia no significaba que tenía la cabeza hueca, o que le habían construido el cráneo únicamente para que su cabello tuviera una base estable, o que la estupidez la dominaba en todo momento y que era por eso que parecía tener una crónica sonrisa hasta cuando no sonreía, o que se reía por todo. Ella no era Amanda Seyfried en “Mean Girls”.
— Hora y media es bastante —comentó Sophia en cuanto Parsons ya se había ido, y, con exagerado descaro, y sin la más remota de las vergüenzas, metió su mano dentro del pantalón para por fin arreglarse la tela azul que le quedaba incómodamente floja.
— Tiene su propósito —rio burlonamente al ver tal pérdida de porte, y, con gentileza, cerró la puerta de la oficina para que Sophia pudiera intentar terminar de vestirse de una buena vez—. Ven aquí —le dijo, llamándola con un gesto de mano para que se acercara a su escritorio—. ¿Qué tanto te incomoda? —preguntó con una risita mientras se dejaba caer sobre su silla y la veía llegar a ella con la mano todavía dentro.
Abrió sus piernas, la tomó por la cadera, y simplemente la acercó para llevar sus dedos a la hilera de botones del jeans.
— ¿Qué haces? —resopló un tanto confundida, viéndola desde arriba.
— Quiero ver qué es lo que tanto te incomoda — «obviamente» , y la vio hacia arriba con una sonrisa en cuanto se deshizo de los cuatro botones—. ¿O quieres que haga algo más?—deslizó sus manos por el borde del jeans hasta llegar a su trasero, en donde tiró suavemente hacia abajo, como si se tratara de pelar algo, para, de paso, apretujar suavemente su trasero. Sophia sólo rio nasalmente, y cerró sus ojos ante el apretujón—. Ésta es mía —murmuró, halando la tela azul por el borde frontal para luego soltarla—, por eso te queda floja —sonrió, y materializó la Fiskars en su mano derecha.
— Sorry —susurró.
— ¿Por qué? —sacudió su cabeza, porque no iba a aceptar sus disculpas, no por haber intentado ponerse una tanga suya.
— Por lo que estás a punto de hacer —dijo, y escuchó cuando la tijera cortó esa fina franja que abrazaba su cadera por el lado derecho—. Bueno, por lo que estás haciendo.
— Es para que ya no te moleste —sonrió, cortándola por el lado izquierdo también.
— No tenías por qué cortarla, me la podía quitar en el baño.
— Soluciones rápidas y efectivas, Licenciada Rialto —resopló, tomando la parte frontal de aquella tela mutilada para, suavemente, tirarla hacia ella—. Listo —deslizó sus manos nuevamente por el borde del jeans para subirlo y abrochárselo.
— Gracias — «supongo» .
— Es un placer —sacudió su cabeza, «no es nada» —. Esto también es mío —dijo en referencia al jeans—, y no te hace justicia.
— ¿También lo vas a cortar? —bromeó.
— No planeo dejarla desnuda, Licenciada —dijo, y la abrazó a esa altura, con su frente contra su abdomen y sus brazos alrededor de su espalda.
— Hola, mi amor… —le reciprocó el gesto con una sonrisa, enterrando sus dedos en su cabello y deslizando su otra mano por su nuca.
— Te imaginé con contusión cerebral —susurró, apretujándola un poco más.
— Éste no es un guion escrito por Shonda Rhimes —rio nasalmente, «porque también por eso es que le gusta la puntualidad» , y se despegó de ella para, con sus manos sobre los brazos de la silla, deslizarla por la alfombra hasta que el respaldo de la silla se detuviera contra un extremo de su escritorio—, nada de contusiones cerebrales, ni de accidentes de absurdas probabilidades, ni de personajes principales en coma —susurró, y, lentamente, se acercó a sus labios para decirle que todo estaba bien y para saludarla como se debía.
— Buenos días, Licenciada Rialto —exhaló a ras de sus labios para darle otro beso antes de que pudiera responderle.
— Buenos días, Arquitecta Pavlovic —sonrió—. ¿Me invitas a almorzar?
— ¿A dónde quieres que te invite?
— Tenemos noventa minutos, a donde quieras —le dijo, irguiéndose para guardar la tijera en la funda y luego dejarla ir de punta en aquel recipiente en donde tenía bolígrafos y lápices que nunca utilizaba y que prácticamente estaban ahí para uso ajeno.
— Si te voy a invitar a almorzar… te voy a invitar a un lugar que te guste.
— Sushi —dijo nada más, tomándola de la mano para ayudarle a ponerse de pie, «como si lo necesitara» .
— Sushi —confirmó, deteniendo la tela contra su muslo izquierdo para que no cayera al suelo, pues Sophia prácticamente la estaba halando.
— ¿Qué vas a hacer con eso? —le señaló lo que apuñaba en su mano izquierda.
— La voy a guardar —respondió, soltándole la mano para doblar minuciosamente la tela—. Es mía —guiñó su ojo, y se la guardó en el bolsillo izquierdo de su jeans—, no quiero que ningún pervertido la recoja y pueda saber a lo que huele mi novia.
— No, mucho menos cuando no me he bañado bien —resopló, alcanzándole su bolso.
— ¿Por qué no me dijiste que recién te despertabas? —le preguntó con un tono que parecía regañarla, aunque sólo quería saber si se trataba de falta de confianza o de algo más cercano al “miedo”.
— A mi jefa no le gustan las excusas —bromeó, sabiendo que a Emma le molestaba ese término—. En cualquier otro trabajo no tienen por qué saberlo.
— Éste no es “cualquier otro trabajo”, soy yo —murmuró, sacando la tarjeta negra con el centurión romano de su cartera para no llevar las manos ocupadas.
— ¿Se lo tolerarías a tus…? —«como sea que se llamen» , se refirió a sus discípulos.
— Es distinto.
— Lo siento —se disculpó.
— No lo sientas —suspiró—, sólo quiero saber por qué no me lo dijiste. Aplós .
— No te lo dije porque no quería que supieras que me había quedado dormida —repuso rápida y sinceramente con la vergüenza que era imposible disimular—. Quería que creyeras que me había atrasado un poco, pero que ya sólo me faltaba tomar el taxi.
— ¿Por qué? —tuvo que preguntar, porque no entendía el porqué de la vergüenza, o de la omisión.
— No sé, me da vergüenza —se encogió entre hombros.
— Que te dé vergüenza otra cosa, no eso —rio nasalmente, y, tomando su teléfono para guardarlo en su bolsillo derecho, la tomó de la mano—. No te voy a regañar por venir tarde… eso no lo hago con nadie, ni porque el estudio abre a las ocho y media —le besó la mano, y, en cuanto puso la mano izquierda sobre la manija de la puerta, Sophia supo que era momento de caminar juntas pero separadas—. Es sólo lo de la contusión cerebral —dijo, y se volvió hacia Gaby—. ¿Crees que me puedes conseguir una mesa en Sushiden de Madison para… en quince minutos?
— Haré todo lo posible —asintió Gaby con una sonrisa, digitando ya el teléfono de aquel lugar.
— Gracias, Gaby. Regresamos en hora y media —sonrió, y pasaron de largo.
En el ascensor no iban solas, las acompañaban siete hambrientas personas que contaminaban su privacidad, pero, al menos, Sophia se plantaba al lado derecho de Emma, tal y como lo hacía siempre porque a ella no le incomodaba ver hacia la izquierda o hacia la derecha, y tampoco le incomodaba ser tomada de la mano izquierda. Tal y como lo había hecho siempre, menos durante esa noche, que había dormido a su lado izquierdo, pero que, por alguna razón, había resultado más cómodo para ambas; quizás porque Emma acostumbraba a dormir sobre su costado izquierdo y ella sobre el derecho. Quizás la cama era el único lugar en el que a Emma eso no le estorbaba.
La pregunta sonaba familiar, “what is it about elevators?” , pero no tenía nada que ver con un impulso sexual, pues esos impulsos eran precisamente eso: impulsos, y no eran exclusivos de elevadores. Quizás esos impulsos eran por la sensación de privacidad, del oculto y excitante carácter exhibicionista. Pero no. La música sólo era un motor, un acelerador del tedio, era como la música de “on hold” de cualquier call center . Jazz de mal gusto, o cualquier canción que pudiera asociarse con “Careless Whisper” y con “Hello”. Propulsores e impulsores de una pandemia de desenfreno de lo energúmeno, de una masacre por desesperación; incomodidad repentina y temporal por la intensidad de los silencios. Nadie se comportaba del mismo modo estando fuera y dentro de un elevador.
Pareció haber un suspiro colectivo de alivio en cuanto las puertas se abrieron en el vestíbulo, y, por estar hasta el fondo de la cabina que parecía ser diminuta con siete personas más a pesar de que podían caber dieciocho, esperaron a que todos salieran como bestias recién liberadas y libradas de un corral.
Emma detuvo las puertas con su mano, porque ni que tuviera la intención de atentar contra la integridad física de la rubia que le agradecía el gesto a pesar de los sensores, y aceleró el paso para alcanzarla en su espera por ella.
Caminaron en silencio, silencio que por alguna razón no era incómodo sino sonriente por la satisfacción de poder hacer algo tan sencillo como tomarse de la mano mientras se movían a lo largo de la cuarenta y nueve como por automaticidad. Y veían a las personas moverse en manadas a pesar de ir solas, porque hasta quienes iban notablemente acompañadas dejaban una distancia que era quizás distintiva de la ciudad o de la cultura; las distancias eran siempre algo absurdo.
Sophia intentó no ver hacia su izquierda en la esquina con la Quinta Avenida, porque ella sí tenía esa debilidad por Michael Kors y sus diseños de cuestionable calidad y de careciente unicidad, que Emma lo criticaba por ser muy literal en lo que a “ americansportswear ” se refería, «término y estilo totalmente inventados por los italianos; ergo nada de “american”», y Emma que intentó no ver hacia su derecha en cuanto cruzaron la avenida; no le gustaba ver las vitrinas de American Girl Place porque había demasiado patriotismo y rosado concentrado en caprichos y berrinches de insoportables niñas que exigían muñecas de ciento quince dólares. «Whatever happened to Barbie…» .
Si bien era cierto, Emma no había tenido la locura Barbie por el simple hecho de que le gustaba más jugar con Ken, o con los G.I. Joes de Marco. No se acordaba del nombre del G.I. Joe del que se había apoderado luego de que Marco había secuestrado a su Barbie gimnasta (la que menos le importaba), pero ése había tenido todas las cualidades de promiscuo, pues se había acostado con las otras dos Barbies que le habían quedado, y había ocasionado disturbios y rupturas de proporciones de telenovelas brasileñas, venezolanas, mexicanas, colombianas, y miamenses juntas. Por eso a Emma no le impresionó cuando Barbie dejó a Ken por Blaine en el dos mil cuatro. Quizás Mattel se había basado en sus historias de promiscuidad, pero ella lo previó antes que Nostradamus mismo.
— Pronto —atendió su teléfono—. Mmm… veo —suspiró un tanto decepcionada—. De todas maneras, gracias, Gaby —sonrió, y colgó.
— ¿No hay mesa disponible?
— La tendrán en veinticinco minutos —tambaleó su cabeza mientras guardaba su teléfono.
— Si no hay mesa, quizás hay espacio en la barra… no me molesta comer allí —sonrió la rubia, viendo cómo su mano se elevaba entre la de Emma para recibir un beso al que no le había encontrado mayor explicación que un “no importa”.
— Ya veremos —sonrió, y le dio otro beso—. ¿Tú tuviste Barbies?
— Sure —asintió, no sabiendo de dónde había nacido la pregunta, aunque supuso que tenía algo que ver con la aversión al local que recién pasaban de largo—. Mis abuelos pensaban que eso era lo que me gustaba —resopló—, me regalaban una Barbie y un Ken cada cumpleaños y cada Navidad… y mis pappoúdes me regalaban los accesorios —le dijo mientras cruzaban la calle llenas de irreverencia e insolencia, pues no sólo la cruzaban en diagonal sino en donde no había una zona peatonal—. ¿Tú tenías?
— Un par —asintió con una risa nasal, y terminó por halarla para que se plantara sobre la acera.
— ¿Un par? —dijo su escepticismo.
— Sí, “un par” —asintió de nuevo, porque era literal; sólo había tenido dos. Bueno, “dos” al final de todas las pérdidas, asesinatos, secuestros, y desapariciones impecables de la mafia, «porque en aquel entonces era la mafia y no el narcotráfico» .
— No sé por qué siempre te he imaginado como ahogada en juguetes —se encogió entre hombros—. I mean… your parents had money.
— Cuando leí el primer libro de Harry Potter, que Dudley se enoja porque tiene treinta y seis regalos de cumpleaños, uno menos que el año anterior, y que le compran dos regalos más…
— ¿Así eras tú? —interrumpió su proceso mental, un tanto asombrada pero también con ganas de no creerlo en caso de que la respuesta fuera afirmativa.
— Quite the opposite —sacudió su cabeza—. Tú sabes cómo es cuando eres pequeño, que tu mamá te regala una cosa, tu papá otra, y te regalan otra cosa en nombre de tus hermanos, y así es prácticamente con toda la familia. Cuando creces el número de regalos se va reduciendo; te dan uno nada más, hasta que dejan de darte regalos. Por la diferencia de edad que hay entre mi hermano y yo, cuando a él mis papás le daban sólo un regalo entre los dos, y que a mí todavía me daban por separado, supongo que no le gustaba e intentaba amargarme el rato con que sus regalos eran más grandes. Me regalaban muñecas, y cosas como de cocina, y cosas para hacer manualidades, y las típicas cosas que le regalan a una niña —se encogió entre hombros, y, como era de su costumbre, abrió la puerta de Sushiden para encontrarse con demasiadas personas dentro—. Vamos a ver si hay espacio en la barra o si hay alguien que ya se va —le dijo contra todo su impulso de salir corriendo de ese repleto lugar.
Lo que no le gustaba de lugares tan superpoblados era que el aire era denso y relativamente caliente, que era como estar respirando de las exhalaciones de las demás personas, y se combinaba con el calor de la cocina, y del estrés de los meseros y de quienes vivían encadenados a la barra del sushi y a la caja registradora.
Caminaron hasta el fondo, y de regreso, y se dieron cuenta de que probablemente no cabía ni un trapo más.
— Tenemos dos opciones —le dijo Sophia al oído—: esperamos los “veinticinco minutos” — «que por no ser veinticinco exactos no creo que sea buena idea»— , o podemos comer en otro lugar.
— Tú quieres sushi —sacudió su cabeza, porque ésa era razón suficiente para quedarse y no importaba la densidad del aire respirable e irrespirable, ni la exorbitante cantidad de gente.
— No está escrito en piedra —repuso, apoyando su frente contra su sien—. Al otro de la calle no estaba tan lleno… y podría comerme una hamburguesa también.
— ¿Cómo puede estar esto tan lleno? —frunció su ceño, pues no podía explicarse cómo tantas personas querían y podían pagar treinta dólares por un filete de anguila a la barbacoa sobre una cama de arroz al vapor, y ni hablar de las diminutas y ultra-finas porciones de sashimi.
— No importa —intentó sacarla de su transe de estupefacción—, tengo demasiada hambre, vamos a que me coma una hamburguesa…
— Vamos —sonrió, y fue halada de la mano por el hambre de la rubia, que en realidad no era tanta pero que no era más que para hacer que a Emma se le olvidara que allí era en donde iban a comer porque de eso había tenido “antojo”; «sólo dije lo primero que se me vino a la mente» .
— Entonces, ¿qué me decías de tus regalos? —le preguntó en cuanto salía antes que ella por la puerta de vidrio.
— Son treinta y cuatro C , y eso lo sabes —respondió muy seria, y Sophia que se volvió hacia ella con la mirada casi cuadrada.
— Oh, stop messing with me! —rio entre un pequeñísimo pataleo que parecía ser un infantil berrinche.
— Nunca me interesó lo que me regalaban —dijo con cierta vergüenza, porque eso sólo sonaba a que no apreciaba los gestos—. No me interesaban los peluches, o los sets de maquillaje, o cordones de zapatos que brillaran en la oscuridad, o “joyería” plástica, ni cosas para las uñas, o para el cabello, o para que cocinara…
— ¿Qué te interesaba?
— Me interesaba que mi mamá y mi abuela me llevaran a la juguetería a comprar ropa para mis Barbies y para mis Kens —
rio, y frunció su ceño—. ¿Es “Ken” en plural también o es “Kens”?
— Eso déjaselo a los filósofos —rio.
— Bueno, pues eso —sonrió, halándola de nuevo para cruzarse la calle a paso apresurado—. Y me interesaban los legos de mi hermano, que los armaba y después, como le importaban un carajo, y ya eran “de segunda mano”, me los vendía.
— ¿Te los vendía? —resopló.
— Claro, siempre fue un hombre de negocios —asintió, pero Sophia notó cierto sarcasmo—. A él no le interesaba tener dinero… le interesaba que alguien jugara a ser el arquero mientras él pateaba los penalties.
— ¿Cuántos penalties? —frunció sus labios.
— Dependía del tamaño del lego que quería: diez por los pequeños, quince por los medianos, veinte por los grandes, veinticinco por los enormes.
— Es poco —supuso.
— Tenía que atajarle… —sacudió su cabeza.
— ¿Eso no cuenta como abuso de algún tipo? —suspiró para no darle placer a su furia.
— Le veo el lado bueno —rio—, no me dan miedo los balones —guiñó su ojo, y empujó la puerta de vidrio que les daría bienvenida a un espacio humana y soportablemente vacío y fresco por el aire acondicionado que funcionaba a la perfección.
Las recibió un alto adulto joven que tenía cara de estar esperando un largo día de servicio y de clientes difíciles por bajas o nulas propinas, y, con la sonrisa más falsa, les preguntó cuántas personas estarían almorzando, para luego acomodarlas en una de las mesas que cumplían los criterios de Emma: nada a la entrada, de preferencia al fondo, y que no hubiera mucha gente. Les ofreció la mesa de la esquina más retirada, esa que estaba al lado contrario del final de la barra y en donde no había tanta presencia del homo sapiens. Les entregó los dos menús plastificados, «muy fino» , y, sin esperar encontrar una sección de vinos, se concentraron en descifrar qué era lo que gritaba un «¡se me antoja!» .
— I’ll have a cheeseburger… american classic, and a coke —sonrió Sophia, «aplós» , y tuvo piedad de lo que se venía a continuación.
— ¿Do they come with ketchup, mustard, and/or mayonnaise, and/or any other house sauce? —preguntó sin regalarle la mirada por seguir analizando el menú, «“white or red wine by the glass”… that’s ludicrous!» .
— No, ma’am —dijo el mesero que ya había tachado a Emma como cliente difícil.
— Alright, then —sonrió Emma ciertamente complacida—. I’ll have a cheeseburger… american classic —dijo, viendo cómo él sólo escribía, probablemente, un “x2” al lado de lo que ya había anotado de Sophia— , no tomato, no pickles, no red relish, no coleslaw.
— They come on the side —la interrumpió.
— No —rio nasalmente— .I don’t want to see them on the plate —sonrió casi angelicalmente, porque sabía lo demandante que era, y notó cómo la ofendían e insultaban mentalmente— .And I want it with fresh mushrooms and sautéed onions, and a ginger ale… please .
Él sólo asintió con un suspiro, tomó los menús, y se retiró sin cortesía o cordialidad alguna.
— Dije “por favor” —le dijo a la rubia que la veía extrañamente.
— ¿Qué? —rio—. Yo no estaba diciendo nada.
— Mmm… —entrecerró la mirada—. Igual, para que quede registrado: dije “por favor”.
— Dijiste “por favor” —rio nasalmente—. En fin, los legos de tu hermano.
— Ah, sí —asintió—. En aquella época había tres temas que tenían bastantes sets; eran los piratas y los islanders , los Royal Knights , y los Ninja Knights . Y tenía de otros temas también, pero básicamente lo dejé sin legos para yo poder hacer de las mías… me ponía a armar cualquier cosa —se encogió entre hombros.
— ¿Será que ése es tu primer paso arquitectónico?
— Quizás —se encogió nuevamente entre hombros.
— ¿En qué momento supiste que querías estudiar arquitectura? —ladeó su cabeza—. Y no voy a aceptar la respuesta al “por qué”.
— Mmm… —suspiró, y, colocando sus codos sobre la mesa para entrelazar sus manos, pero no sus dedos, y, sobre su pulgar extendido, apoyó su mentón—. Cuando mis papás se divorciaron, mi papá se fue a vivir a lo primero que encontró; un apartamento espantoso. Mi mamá tenía la custodia completa sobre mí y sobre mi hermana, pero, aun así, teníamos que verlo una vez a la semana, o quedarnos a dormir un día o dos cada dos semanas donde él, de preferencia durante los fines de semana para que no alterara nuestros horarios de la escuela. El apartamento tenía una distribución demasiado rara.
— ¿Cómo “rara”?
— Entrabas —dibujó un espacio de líneas paralelas con sus manos—, había tres escalones —golpeó el aire con su dedo índice, luego con el medio, y con el índice de nuevo, como si subiera imaginariamente esa corta escalera—, y estaba la cocina —señaló hacia la izquierda—. A un costado de la cocina había un baño. Después de la cocina había un pasillo —dibujó un rectángulo horizontal angosto y largo—, luego estaba la sala de estar, un baño, y un dormitorio —señaló tres etapas con tajantes pero suaves secciones de aire—. Y al final, después de una terraza, estaban los otros dos dormitorios con un baño.
— Suena raro —estuvo de acuerdo.
— No me gustaba ir allí por eso, porque me estorbaba la distribución —resopló—. Y porque había demasiado polvo, y porque nada olía a mi casa, y porque mi papá era malísimo en la cocina.
— No sé por qué tenía la impresión de que era bueno.
— Le gustaba ver a mi mamá cocinar porque él no podía —sacudió su cabeza—. Era tan malo, pero tan malo, que una vez, por no tener nada más que agua para beber durante el almuerzo, deshizo una mezcla de gelatina con sabor a cereza en una jarra con agua fría —rio a costillas del hombre que, precisamente por haber sido enterrado, quizás se retorcía por humillación.
— Es broma, ¿verdad? —ensanchó la mirada.
— Y, otra vez —sacudió su cabeza—, él quería cocinarnos un buen filete, entonces compró el más rojo que vio en el supermercado porque creyó que era la carne más fresca… creo que fue la última vez que comí hígado encebollado.
— Creo que saliste bien en el departamento de la cocina —rio—. No te mueres de hambre, ni te intoxicas en el proceso de alimentarte.
— Rescatable, sí —asintió.
— No sabía que era obligación ir con tu papá… —suspiró en cuanto logró procesarlo.
— Fueron los acuerdos —se encogió entre hombros—, uno de tantos.
— Creí que había sido custodia completa en todo el sentido de la palabra.
— Yo podía vivir con mi mamá, y mi mamá tenía el poder para decidir cosas que tuvieran que ver conmigo… pero, para las cosas legales, sí tenía que llamar a mi papá.
— ¿Cosas legales como cuáles?
— Por ejemplo, si yo iba a salir del país, que iba a cruzar alguna frontera, o que iba a viajar por aire o por agua, y que tenía que pasar por migración, por ser menor de edad tenía que viajar con permiso de mis papás; un permiso firmado por los dos que especificaba el puerto por el que iba a salir, qué fecha iba a salir, y por qué puerto iba a entrar, y qué fecha iba a entrar.
— Suena complicado —frunció su nariz.
— Cuando dejé de ir todas las semanas, y que dejé de quedarme a dormir allí, era requisito que yo fuera a su oficina, o a su apartamento para decirle que necesitaba que hablara con el abogado para que hiciera el documento. El favor me costaba una cena o dos, dependía de la frecuencia con la que le pedía los permisos.
— ¿Cuándo dejaste de ir?
— No me acuerdo con exactitud —sacudió su cabeza—. Creo que nos duró dos años eso.
— ¿Dos años de mala cocina? —rio.
— No, luego compró el apartamento en el que se quedó viviendo, y Francesca limpiaba y cocinaba. La mala cocina nos duró un par de meses nada más.
— Sí, porque si tu hermano vivía con él…
— Durante seis meses tuvimos visitaciones de la CISMAI para ver si estábamos bien —sonrió—. Mi papá tuvo que aprender a llevar una casa, no sólo a pagar por la comida que mágicamente se materializaba en la alacena y que mágicamente se cocinaba.
— Bueno, le pagaba a Francesca —rio.
— Encontrar a Francesca fue parte de eso. Porque también era niñera de mi hermano.
— Tu hermano tenía, ¿qué? ¿Quince?
— Mjm —asintió, retirándose un poco para recibir su bebida frente a ella, un pequeño vaso de no más de un tercio de litro, «tacaños…» —. Pero no hablemos de mi hermano, ni de mi papá —sonrió para hacer que el tema se terminara.
— Estábamos hablando de Barbies —repuso Sophia, con sus dedos que rompían el borde del envoltorio plástico de la pajilla negra para luego ensartarla entre los hielos y el líquido.
— De que yo tenía dos y que tú tenías un millón —rio mientras asentía y empujaba la pajilla contra el plástico para simplemente sacarla.
— Tampoco —se sonrojó—. ¿Jugabas?
— Sure —rio ante las tramas que previamente mencioné, aunque me faltó mencionar que sus juegos eran mentales; de diálogos mudos para acciones gráficas—. Pero me interesaba más la ropa.
— ¿Por qué no me sorprende? —ella se encogió entre hombros por estar bebiendo un enorme sorbo del gasificado líquido.
— Los patrones son iguales a los de la ropa de tamaño humano —se aclaró la garganta mientras presionaba fuertemente sus párpados entre sí para controlar los efectos del potente gas, hasta un poco de rojo le invadió los alrededores del verde, y una leve y fugaz congestión nasal se hizo presente.
— ¿Por qué serían distintos?
— No lo sé, pregúntaselo a la ingenuidad que me caracterizaba —se encogió entre hombros con una risa nasal—. Siempre compraba dos de cada paquete de ropa; uno lo descosía y el otro lo dejaba intacto.
— Qué da Vinci de tu parte.
— No sé si tomarlo como un halago.
— Pues, no sé —rio—. Él diseccionaba cadáveres, ¿no?
— So I’ve been told —asintió.
— Quizás no era morboso, pero era otro tipo de disección —se encogió entre hombros.
— Supongo.
— Entonces, ¿de allí nace tu amor por la ropa?
— Quizás sí, quizás no. Definitivamente el entendimiento básico sí, porque no hay nada mejor que entender cómo hacen que la ropa le quede perfecta a una mujer que tiene las medidas imposibles.
— “Imposibles”…
— Tú sabes: noventa-sesenta-noventa.
— Creí que tú tenías las medidas perfectas —frunció su ceño con seriedad, pues sólo intentaba insinuarle que, para ella, sus medidas eran perfectas a pesar de no ser las “perfectas”.
— Ochenta y seis —señaló su busto—, sesenta y uno —colocó sus manos alrededor de su cintura—, ochenta y seis —señaló su cadera—; no perfection here —sonrió.
— Eso no fue lo que dije —frunció sus labios mientras sacudía su cabeza lentamente de lado a lado con absoluta desaprobación, y Emma frunció su ceño por la incapacidad de no entenderle—. Dije que creí que tú tenías las medidas perfectas —profundizó la penetración celeste, como si la obligara a que pensara más allá de la terminología y de la definición de las proporciones imposibles del cuerpo femenino.
— Bueno… —suspiró, y se acercó sobre la mesa con su torso para llamar a Sophia a un secreto; «gracias mesa tacaña» —. Claro que mis medidas son perfectas —susurró a su oído derecho, haciendo de la última “s” la razón principal poros exaltados, de rubor de mejillas, y de una risa estúpida que debía ahogar la autónoma reacción de no sólo cerrar sino también cruzar las piernas—, pero me gustan más las tuyas —dijo contra su pómulo, y falló en contenerse el inofensivo y cariñoso beso, beso que fue visto, por casualidades de la vida, por el reflejo del espejo que estaba enfrente de la barra a la que recién llegaba el altísimo hombre de nombre “Lucas Meyers”, a.k.a “SCAD”.
¿Casualidad o acoso? Definitivamente casualidad.
Lucas había sido el primero en salir de la oficina, ergo del edificio, y, antes de siquiera pensar en qué iba a comer, decidió hacer una escala al cajero automático del Bank of America para hacer un retiro de los veinticinco dólares que significaban su presupuesto para la ocasión. Esperó a que diecinueve personas hicieran sus respectivos retiros, algo que había tomado una eternidad para él tardarse menos de un minuto. Luego de haberle pedido a Yelp que le recomendara un restaurante no tan caro, supo que podía comer en tres lugares que sabía que servirían rápido por los comentarios de los usuarios: T.G.I Friday’s (llenísimo), Toasties (llenísimo), y precisamente Burger Heaven, lugar en el que almorzaban Emma y Sophia tras la decepción de Sushiden.
Pensó en saludarlas en cuanto caminaba junto al mesero mal encarado, pero, al ellas no haberlo notado por estar escondidas en la esquina, decidió no hacerlo para no dar una mala impresión de acosador, y se sentó a la barra casi en modo incógnito para continuar siendo invisible, pues la barra estaba llena hacia la izquierda y vacía hacia la derecha; mientras más a la derecha se sentara, más cerca de ellas estaría, y no había tal cosa como pedir una mesa para una persona. No había tal privilegio.
Cuando vio ese cariñoso y quizás coqueto-juguetón gesto de parte de Emma con Sophia, rio calladamente para sí mismo por dos razones: porque no se lo había imaginado, y porque sabía que era bueno saber ese tipo de información. Él sabía algo que Parsons no, y eso era demasiado bueno, pues él, sin saber identificar las preferencias sexuales de alguien, en especial de un par de femmes , no era tan ciego como para no ver que Parsons estaba siendo no sólo injusta sino también malcriada, arrogante, e infantil.
Después de ver ese beso, del rubor evidente en las mejillas de una Sophia que sonreía estúpidamente por reflejo a la sonrisa traviesa de Emma, y de su lenguaje corporal en general, él simplemente se devolvió al menú para pedir una coca cola y una cheeseburger . Ni siquiera le nació un juicio, un prejuicio, o la intención de un futuro y posible chantaje. Él no jugaba sucio, él jugaba inteligentemente.
— Si te gustaban tanto los legos, ¿por qué no tienes? —le preguntó Sophia en cuanto logró recuperarse del momento provocador del que recién había sido víctima.
— Porque crecí—sonrió.
— Yo creo que todos, hasta tú, sufrimos de las nostalgias de la infancia —le dijo, no sabiendo si el término “nostalgia” tenía una connotación buena o mala en el diccionario de Emma.
— Quizás —se encogió entre hombros.
— Entonces, ¿por qué no tienes?
— ¿Por qué tener legos cuando puedes construir algo más grande? —sonrió.
— Touché.
— A mi Ego ya no le basta con ciento cuarenta piezas e instrucciones —guiñó su ojo.
— No, claro que no —rio—, cómo se me ocurre —se dio un suave golpe en la frente—. Tu Ego necesita hacer las instrucciones.
— Exacto —asintió—. Además, no me gusta tener lo que los demás tienen —le dijo, y, delicadamente, con una sonrisa pícara de labio inferior entre sus dientes y una ceja derecha arqueada con lascivia, elevó mínimamente su pie derecho para rozar su pantorrilla.
— Stop it! —siseó, nuevamente sonrojada, y se retiró de sobre la mesa para apoyar su espalda contra el respaldo de la silla.
Emma simplemente se cruzó de brazos y retiró su pie del contacto directo. Su sonrisa se mantuvo, igual que su ceja derecha, y sus ojos simplemente le prohibieron interrumpir la penetrante intensidad del momento, porque, aunque no hubiera consecuencia alguna, no quería dejar de saber cómo evolucionaba su tren de pensamiento. Era en esos momentos en los que agradecía tener una cómoda disposición de sus fondos bancarios, independientemente de si eran crediticios o debitarios, y que estaba en el país en el que era una obligación casi legal tener que aceptar Amex, porque podía no preocuparse por el precio de sus improvisaciones o de sus arranques impulsivos como ese que estaba teniendo en ese momento. A pocos metros de ahí, a ciento cuarenta y dos metros casi exactos, estaba lo que se llamaba “The Towers at The New York Palace”.
Si debía ser honesta consigo misma y con la rubia que todavía lograba verla a los ojos, eso de tener que restringirse sólo parecía provocarle urticaria en las manos, casi las palabras de Irene. No era como que tenía las manos encima de Sophia todo el tiempo, tampoco era como que se le olvidaba su presencia, era tan simple como saber que no era posible ponerse de pie para inclinarse sobre su hombro y abrazarla por el cuello, sin ahorcarla, para darle un beso en la mejilla derecha por ser ése el lado por el que emboscaba a su presa favorita. Tampoco podía acosarla con ofensivo descaro desde donde estuviera, ni podía elevar su ceja derecha y dibujar una sonrisa traviesa en cuanto la rubia la atrapara in fraganti . Ni podía pedirle que se sentara en su escritorio para ella descansar su cabeza sobre su regazo mientras la rubia le rascaba ligeramente la cabeza.
Quizás no era obligación suya atarse de manos o controlar cada impulsiva necesidad que le nacía. Quizás era mejor que sus discípulos supieran de su relación con Sophia porque no tenía ganas de trabajar con un conservador de valores de dos Siglos atrás, aunque, si lo pensaba bien, ¿por qué tenían que saber? A ella no le importaba qué hacían en su tiempo libre, ni con quién. Además, quizás Volterra tenía razón. No quería que la adularan, porque eso no le ayudaba a su Ego, y tampoco quería que la adularan a través de Sophia. Eso sólo estaría mal en todos los niveles.
En fin, volviendo a sus improvisaciones y de sus arranques impulsivos, e importándole muy poco si entraba en ese grupo de personas que utilizaban hoteles «porque moteles nunca», realmente consideró la opción. Más que una opción era una oportunidad.
Realmente no le importaba pagar seiscientos, setecientos, ochocientos, o novecientos dólares por tener una hora de libertad absoluta para poder confirmar que la rubia no había sufrido ni del más superficial o pequeño rasguño en ninguna parte de su piel, porque en ese momento se valía de lo del día anterior: «si no me dijo que le dolía la cabeza… seguramente tampoco me está diciendo que sí se rasguñó, o peor» . Eso es lo que pasaba cuando le decían que “no”. Como a cualquier niño que quería algo de la juguetería y no se lo compraban. Como las niñas en American Girl Place. Berrinche seguro. En este caso: metafórica urticaria segura.
Básicamente estaba intentando averiguar si podía o no proponerle caminar un par de metros más, no quería ninguna violación de respeto, o de integridad, mucho menos de prioridades. La rubia tenía hambre, necesitaba saber si el hambre era suficiente como para preferir comer a tener una hora de contacto directo de piel con piel, o si su hambre era por comida y por lo que Emma tenía entre las piernas. Cualquier alternativa era bienvenida, en especial la segunda, pues la noche anterior sólo había jugado con Sophia y no le había importado mucho, ni en términos corporales-sexuales ni en términos de obligación/reciprocidad, el hecho de no haber tenido ella una descarga de esas. Le había bastado con el placer de la rubia, las ovaciones de pie hacia su Ego, y dejar que la rubia se durmiera con exagerada tranquilidad.
Pero Sophia apartó la mirada de la suya luego de intensos segundos de acoso. No podía controlar su presión arterial, ni su ritmo cardíaco, ni esas mariposas en el estómago que eran de hambre, ni ese rubor en sus mejillas, ni ese cortocircuito mental, ni esa secreción vaginal.
— Sé paciente —sacudió levemente su cabeza mientras miraba sus manos sobre su regazo, y, por la esquina de su ojo, vio a Emma sonreír con agridulce derrota, dejar caer sus hombros y su cabeza hacia su pecho, y erguirse con una sonrisa de “está bien”, «no pasa nada» —, necesito más que sólo una hora —murmuró, haciendo que Emma ladeara su cabeza hacia la izquierda, tal y como si le pidiera una explicación—. Soy mujer… y necesito atenciones minuciosas y detalladas.
— ¿Mjm? —elevó su ceja derecha.
— “Mjm” —imitó su gutural sonido con una sonrisa—. Ahora, cuéntame algo.
— ¿“Algo” como qué?
— Mmm… —suspiró, y se encogió entre hombros—. Lo que quieras.
— “Mmm…” —la remedó—. ¿Qué te parece si me haces un favor? —se irguió de espalda, y llevó su bebida a sus labios para succionar un poco de líquido—. I’ll be forever in your debt —se aclaró la garganta.
— Dime —intentó no asustarse, porque eso sonaba más serio que cuando le pedía de favor que cocinara, o que le alcanzara su teléfono, o que cualquiera de esas pequeñeces.
— ¿Crees que puedes intentar no llegar muy tarde el treinta de mayo? — «POR FAVOR» .
— I’m not gonna stand you up —susurró, ofreciéndole su mano sobre la mesa, pero Emma, por no escuchar una respuesta tan satisfactoria, frunció sus labios, y ella simplemente le ofreció su mano por segunda vez—. Por favor —le dijo, y Emma posó su mano sobre la suya—. Hace un rato te dije que esto no lo había escrito Shonda Rhimes, y que no había accidentes brutales que mataban a los personajes principales, que tampoco había accidentes de probabilidades absurdas, y que aquí no es que todos nos acostamos con todos eventualmente; porque aquí no hay acuerdos estúpidos de dejar que coja con Kerry Washington porque soy Presidente de esta gran nación y necesito coger con ella para funcionar —dijo con un poco de sarcasmo y cinismo—. I’ll be there .
— ¿Puntual? —tuvo que preguntar, y Sophia sólo rio nasalmente—. Olvídate de Shonda Rhimes por un momento. Hazlo por mí, por favor — «por mi salud mental» .
— Ni siquiera voy a intentar ser puntual —sacudió su cabeza—. Voy a serlo. Y esa es una promesa.
Irene abrió los ojos luego de haberse desmayado en aquel colchón nuevo que había sido víctima de la salsa tikka ; una mancha en forma de gota que habían intentado limpiar con líquido para limpiar vidrios porque no tenían otro tipo de detergente, además, si en “My Big Fat Greek Wedding” utilizaban el Windex para todo, ¿qué de malo podía tener?
Tenía un poco de frío porque ya el sol no arremetía contra esa parte del edificio, las dos ventanas estaban abiertas para que el olor a feminidad y comida desaparecieran, y, por alguna razón, ya no tenía el tibio calor que había estado en su espalda cuando se había dormido hacía dos horas, después de comer y de hacer una apropiada digestión con ayuda de una segunda sesión de exploración sexual.
Se revolcó entre estiramientos de brazos y piernas, estregó su rostro contra el colchón, y se ayudó con sus manos para sentarse de modo que su espalda quedara contra la pared. Llevó sus manos a su rostro y se rascó como lo hacía por las mañanas.
Vio a su alrededor, y exhaló un «ups…» mental por ver que no habían armado nada después de la cama. ¿Qué había sido de su día? Definitivamente nada muy productivo: no había ido a clases y había pasado demasiadas horas en una cama que no era la suya. Por alguna razón esa haraganería, o falta de propósito, o inactividad intelectual y/o física no le estorbaron. Lo que sí le estorbó fue el hecho de no ver a Alessandra en ninguna parte de aquel minúsculo apartamento, pues la buscó hasta en el suelo por si había sufrido de uno de sus golpes inconscientes, pero no estaba ni en forma física ni en forma de una vil nota. Le estorbaba, pero no le molestaba.
Quiso ponerse de pie para recoger su ropa y empezar a vestirse, porque su reacción fue calmada y normal «creo que es hora de irme» , en especial porque no tenía nada que hacer allí si Alessandra no estaba, pero sus piernas le fallaron. Parecían de gelatina. Ningún entrenamiento de tenis había hecho algo así nunca. Nunca. Eso era lo que siete orgasmos le hacían. Y sonrió con orgullo. ¿Siete orgasmos en un tiempo acumulado de no más de una hora y media? Sonrió de nuevo. Se sentía omnipotente. Se sintió superior, se sintió más que superior. Y sólo supo comparar su logro con la única relación funcional que conocía de cerca; ¿era Emma tan buena como Alessandra en la cama? ¿Podía hacer que Sophia se corriera siete veces? Su arrogante desvarío le dio asco, porque no le interesaba saber detalles de las intimidades de ellas por muy insoportable que fuera su rol de cuñada/hermana-menor. «Siete veces» , rio para sí misma.
El característico sonido de la llave entrando en el cerrojo de la puerta principal, junto al ruido de llaves golpeándose entre sí, la sacó de su desvarío.
Escuchó el silencio y la cautela con la que Alessandra entraba al apartamento, y escuchó cómo una bolsa de papel se estrujaba por casualidades de la vida y de la mano que la llevaba.
— ¿Te desperté? —se asustó en cuanto la vio con los ojos abiertos.
— No —dijo calladamente.
— No quise despertarte antes —le dijo, dejando caer su bolso al suelo para luego sentarse sobre la cama con la bandeja de dos vasos plásticos y la bolsa de papel—, y no quise hacer ruido por buscar un papel y un bolígrafo —se excusó por no haber dejado una nota.
— Está bien —sonrió, no sabiendo por qué le estaba explicando.
— Supuse que un poco de azúcar no te venía mal —agregó, y le ofreció uno de los vasos plásticos que tenían líquido blanco y espeso, y que, entre la cúpula por tapadera, tenían una montaña de crema batida—. No me acordaba si eras alérgica a las fresas o si era que no te gustaban, por eso opté por una cereza.
— ¿Qué es? —tomó el de la cereza.
— Milkshake de vainilla —sonrió—. Y traje yo-yos con Nutella —colocó la bolsa de papel sobre la cama—. Sé que te gustan.
— Gracias —murmuró, llevando la pajilla a sus labios para beber de la bebida que todavía estaba fría y que todavía tenía consistencia de gelato , y, en cuanto Alessandra abrió la bolsa de papel, sumergió su mano en ella para sacar un yo-yo que todavía estaba caliente.
Ella sólo contempló a Irene devorar un yo-yo tras otro entre los sorbos de milkshake que servían para despejar su esófago por la falta de masticaciones, y, casi fascinada por la cualidad de famélico dinosaurio bebé con complejo de serpiente, porque eso era engullir, dejó que se terminara el resto de yo-yos hasta casi limpiar los restos de Nutella derretida del interior de la bolsa. Era digno de elogiar. Y era hasta lindo.
— No soy alérgica a las fresas —se aclaró la garganta luego de haber terminado su vaso—, y sí me gustan —dijo, abriendo el vaso para sacar la cereza.
— ¿Por qué creía que las fresas y tú no eran amigas?
— No lo sé —se encogió entre hombros, y llevó la cereza a su boca para tirar del tallo con sus dedos.
— ¿Quieres mi fresa?
— Es tuya, Alex —le dijo mientras masticaba disimuladamente su cereza.
Alessandra no supo si tomarlo como un “no”, como un “sí”, o si tomarlo como un “es tuya, haz lo que quieras con ella”, por lo que, de un manotazo, dejó que la bolsa de papel cayera al suelo para ella poder acercarse a Irene mientras abría su vaso y sacaba la mediana fresa de entre la espuma blanca con sus dedos.
— Abre —abrió ella un poco su boca para que la imitara, y, en lugar de darle toda la fresa, porque a ella le gustaba también, la colocó entre sus dientes para, al acercarse, ofrecerle algo que terminaría en una risa de torpeza, con un escuálido chorro de ácido-dulce rojo que se deslizaría por la esquina de una o ambas bocas, y en un beso todavía más torpe—. ¿Quién dijo que no se podía compartir? —rio al tragar su porción de fresa, y llevó su dedo índice al labio de Irene para limpiarle esa gota que estaba por caer.
Irene no respondió, sólo se abalanzó contra ella para tumbarla sobre la cama y poder abusar un poco de sus labios con menor torpeza.
Alessandra no se opuso, porque había esperado suficientes años a que eso sucediera de esa manera, sólo sacó fuerzas e intenciones de tener una tercera ronda de degustación. La tocó aquí y acá, le plantó besos en esa esquina que escondía su oreja, e intentó poseerla con la misma hambre de la mañana.
— ¿Qué pasó? —se ahogó ella ante la abrupta interrupción del beso.
— ¿Qué hora es? —frunció su ceño.
— No sé… las siete… qué importa —intentó traerla nuevamente a sus labios, pero Irene se resistió y se puso de pie para buscar su teléfono en algún bolsillo del jeans que había perdido hacía tantas horas—. Nene, son las siete y cuatro —le dijo luego de ver la hora en su muñeca izquierda.
— Es tarde —repuso con un suspiro que la hizo soltar el jeans.
— Es cuestión de perspectiva —pujó, poniéndose de pie para alcanzarle el jeans—. ¿Ya tienes que irte? —Irene no supo cómo decirle que “sí”—. ¿Cuándo te veré de nuevo? —sonrió un tanto enternecida por las incapacidades e inhabilidades de quien podía pedirle “¡más rápido!” pero que no podía decirle que debía irse.
— Mañana tengo Patología y Física… salgo a las tres de la tarde — «después de eso puedo hacer lo que sea» . Alessandra sonrió—. ¿Puedes a las tres de la tarde?
— Claro que sí —asintió—. Sólo necesito saber si me vas a ayudar a armar los muebles que faltan o si los debo armar yo —le alcanzó su sostén—. Es que así sé si muevo ropa y otras cosas por la mañana, o si armo los muebles —sonrió.
— Me gustó armar la cama —le agradeció la entrega de su sostén con una sonrisa.
— Entonces traeré otras cosas —rio nasalmente, y posó su mano sobre su hombro para detener el frenesí con el que se vestía—. ¿Estás bien? —preguntó consternada, pasando por su espalda para abrocharle el sostén del segundo par de ganchos.
— Sí.
— ¿Segura?
— ¿No debería sentirme bien? —se sacudió en un escalofrío por las caricias que sus manos hacían en sus hombros.
— Sólo quiero que estés bien.
— Y lo estoy, Alex —se volvió hacia ella por completo—. ¿Tú estás bien?
— Sí, Nene —asintió con una suave sonrisa, y se sentó en la cama para dejar que se vistiera a gusto y sin mayores interrupciones—. ¿Tienes todo? —le preguntó en cuanto ya Irene se colocaba el bolso al hombro y dibujaba su sonrisa de “estoy lista para irme”.
— Eso creo, sino mañana lo recuperaré —sonrió, emprendiendo marcha en dirección a la puerta—. Yo… —suspiró estando ya con la puerta abierta.
— Yo también la pasé muy bien —le dijo con una cercanía física demasiado íntima para ser pública para el pasillo en el que no había nadie—, y me alegro por mañana.
— A las tres y media —asintió—. Pues, en todo lo que vengo de la universidad…
— Aquí estaré —susurró casi a ras de sus labios—, ¿o quieres que te vaya a traer? —ella sacudió la cabeza, y, al hacerlo, las puntas de sus narices se rozaron.
— Tengo que irme —jadeó con ojos cerrados, porque su cerebro la frenaba pero su cuerpo quería buscar a Alessandra de nuevo, y eso iba a ser sólo un error porque tendría que terminar con el arranque.
— Por favor escríbeme cuando llegues a tu casa —se alejó un poco para hacerle el favor de no presionar a su irracionalidad—. Sólo para saber que llegaste bien.
— Sólo son treinta minutos caminando.
— No importa, sólo quiero saber que llegaste bien.
— Está bien —asintió una única vez—. Nos vemos mañana.
— Nos vemos mañana, Nene.
Hubo un segundo incómodo por el simple hecho de que no sabían cómo despedirse; si con un beso en cada mejilla, o si con un beso en los labios, o si se trataba de algo tan sencillo como cerrar la puerta. Pero un beso en cada mejilla era amistad, y un beso en los labios era tentar al diablo, y cerrarle la puerta en la cara a Irene no era nada sino una estúpida grosería.
Irene sólo sonrió, y se escabulló hacia la izquierda para ir en dirección a las escaleras.
Alessandra cerró la puerta, vio a su alrededor, y, con labios fruncidos y una flatulencia cerebral, no supo cómo fue que se dio cuenta de que no tenía nada que hacer allí porque todavía no vivía allí. Rápidamente tomó su bolso, recogió sus llaves, cerró las ventanas, apagó las luces, y salió a paso apresurado para alcanzar a Irene.
— ¡Nene! —le gritó desde el otro lado de la calle, y, luego de que la Vespa pasara, corrió hacia ella.
— ¿Qué se me olvidó? —supuso.
— Nada —rio—. Te llevo a tu casa —le dijo, señalándole con el pulgar, sobre su hombro, el estacionamiento de su futura residencia.
— No, para nada —sonrió—, sólo son treinta minutos.
— No —la tomó por el brazo—, te llevo a tu casa… es más rápido.
Irene no supo negarse una segunda vez, en especial porque sabía que un agarre así de tajante no debía ser cuestionado; nada ni nadie iba a permitir que Alessandra no la metiera en el MINI Cooper verde que había heredado de su mamá hacía cuatro años.
“Levels”, de Avicii, fue lo que salió de los parlantes para llenar la pequeña cabina de cuero sintético negro, y Alessandra era un corto cabello que se agitaba al compás de la música mientras se colocaba el cinturón de seguridad y retrocedía, sin manos, para poder salir de aquel hacinamiento de autos. Bastó una maniobra, junto con un acelerón brusco, para que Irene se acordara de sus clases de conducir, porque Talos jamás se iba a subir a un auto con ella, mucho menos Camilla. Ya Camilla había abusado de la valeriana cuando había sido Sophia al volante, y un abuso era más que suficiente. Quizás no era la mejor conductora, pero Alessandra realmente era del tipo de conductores que ella sólo podía describir como «con habilidades de taxista ateniense» : imprudente, desesperada, temeraria, que en tres segundos llegaba a tercera, y luego, para su sorpresa, lograba frenar demasiado suave. Bueno, así era el tráfico romano.
“Ready for the Weekend”, de Calvin Harris, fue lo siguiente. Y “Real”, de Gorgon City. Y “Holdin On”, de Flume.
— Rápido… —murmuró Irene cuando “Honey”, de Moby, empezaba a sonar.
— Son las siete —sacudió su cabeza ante lo que pareció ser un comentario cínico, marcando el ritmo con su índice contra el volante—. Es tráfico seguro —se encogió entre hombros—, y no sé qué ha pasado en Piazza Venezia que está todo detenido —dijo, intentando escabullirse entre un Fiat y un Alfa Romeo para incorporarse a la rotonda de la plaza mencionada, pues, sí o sí, debía transitar por allí.
— Gracias —dijo, luego de sentir cómo casi dejaba su cara contra el Fiat, y su agradecimiento no era por el casi-accidente sino por el gesto de llevarla; sus piernas no le daban para treinta minutos de caminata.
— ¿Por qué? —se volvió hacia ella luego de haberle mostrado su dedo del medio al del Fiat con el insulto que había creado con la chillona bocina.
— Por todo —se encogió entre hombros—. Por la invitación a almorzar… al milkshake y a los yo-yos… por el día —se encogió nuevamente entre hombros, y se encontró con una mirada divertida y quizás burlona—. Por hacerme sentir así —dijo, notando cómo la aparente burla parecía crecer entre su sonrisa—. No te burles —murmuró sonrojada, viendo hacia su regazo, en donde tenía el bolso de cuero azul pagoda, y, con ambas manos, jugó con el elefante que colgaba de uno de los extremos de la correa.
— No me estoy burlando, Nene —susurró.
— Entonces, ¿por qué te ríes?
— No me estoy riendo —enserió su expresión facial—. Es sólo que… no sé —suspiró, y se volvió hacia el volante para avanzar precarios metros en método defensivo, porque ella no tenía un MINI Cooper. No Señor. Ella tenía un tanque de ejército—. Cuidado y dentro de poco me estás invitando a cenar a tu casa —rio.
— Te estoy agradeciendo siete orgasmos, mierda —refunfuñó.
— ¡Y los contaste! —se carcajeó, haciéndola sonrojarse hasta hacerle peso en la consciencia—. Algún día entenderás cómo me siento sabiendo que te corriste siete veces —le dijo con una reconfortante caricia en su hombro.
— Seguramente se siente diferente… digo, mejor que saber que sólo te corriste dos veces —se sonrojó todavía más.
— Me corrí más de dos veces —rio nasalmente.
— Sí, pero dos veces fueron hazañas mías… sólo dos veces.
— No puedes esperar saberlo todo el primer día.
— Lo sé, pero la idea de hacértelo… —se encogió entre hombros—. No puedo compararme contigo.
— ¿Quién dice que tienes que compararte? —frunció su ceño—. Todos cogemos distinto —rio nasalmente.
— Sí, unos cogemos mal… otros cogen bien —se burló de su autoapreciación.
— No coges mal, Nene —sacudió su cabeza—. Sólo tengo que enseñarte cómo me gusta a mí —sonrió, porque le interesaba enseñarle lo suyo y no lo que quería el género femenino en general; le interesaba que se quedara con ella, no que se fuera con otras, y le interesaba comer comida casera sin perder su camiseta de Cristiano—, y eso toma tiempo.
— ¿Me vas a enseñar algo mañana? —la miró pudorosamente.
— ¿Quieres? —sonrió ampliamente, e Irene asintió silenciosamente—. Si el cuerpo te da… yo te doy también —rio.
— ¿Si el cuerpo me da? —frunció su ceño por no entender a qué se refería.
— Sí, tú sabes… si no está cansado, irritado…
— ¿Irritado? —ensanchó la mirada, porque irritarse en esa zona no era nada sino espantorrible (espantoso + horrible).
— Hipersensible —asintió—. Que ya no sientes nada rico… que lo que sientes es incómodo.
— Oh… —rio ante su ingenuidad e ignorancia, porque, «¡claro!» , siete orgasmos no eran gratis; «debían tener consecuencias de algún tipo» —. ¿Algún remedio casero para no irritarme?
— Intenta descansar —sacudió su cabeza—. Y, por irónico que sea… lee, infórmate.
— ¿Sobre qué? —preguntó, no entendiendo la ironía del asunto.
— Sobre tu arma de placer —rio, pues, ¿sobre qué más? ¿Sobre unicornios?
— “Arma de placer” —resopló—. Suena dramático.
— Dramatismos al lado… si no sabes cómo te funciona, ni por qué funciona como funciona… veo difícil que desarrolles tolerancia al roce.
— ¿Tolerancia?
— Es como con el alcohol… bueno, parecido —rio ante la estúpida comparación—. Mmm… en realidad es como el tenis —se encogió entre hombros, pensando que era una mejor comparación, pues Irene tenía una mejor relación con el deporte que con la bebida—. Necesitas entrenar para ganar juegos más complicados; algunas veces es más demandante que otras, algunas veces es como jugar en cemento, otras como jugar en césped, y otras como jugar en arcilla. A veces se trata de un juego estratégico, otras veces se trata de un juego mental, y a veces se trata de un juego físico. Resistencia, desarrollo muscular, confianza, entrenamiento… todo eso.
— Ah… veo.
— Puedes hablar conmigo de lo que sea, yo no juzgo… ya pasé por eso. Y yo sé que no estás pidiendo consejo, ni nada, pero es bueno hablar de esto con alguien más…
— Sabes que no puedo —susurró.
— No tienes que decirlo todo para poder hablar de tu propio cuerpo —le dijo, logrando avanzar un par de metros más para prácticamente estacionarse de nuevo—. Cuando entiendes tu cuerpo tiendes a entender al cuerpo de la mujer en general.
— Suena lógico.
— ¿Qué hay de tu cuñada?
— ¿Qué con ella? —ensanchó la mirada.
— Ella sabe sobre ti, ¿no? —sonrió.
— Que lo sepa no significa que me guste hablar de eso con ella… o que me guste hablar de sexo con ella — «en especial con ella» —. No quiero saber qué hace con mi hermana en la cama… por salud mental. Además, no quiero correr el riesgo de que mi hermana se entere por alguien que no sea yo.
— Está bien —entendió—. Entonces… estoy para lo que necesites.
Irene agachó la cabeza para continuar jugando con el elefante de su bolso. En silencio, con música electrónica de fondo que era más Ibiza que Mýkonos, pensó en lo que se había metido sin realmente pensarlo. Amistades con derecho, tal y como lo había mencionado hacía muchas horas, no funcionaban ni en las películas; eso debía decir algo, pues ni en las fantasías más absurdas era posible. Nada era “sólo” sexo. Quizás su error había sido romper la milenaria regla de Vivian Ward: “no kissing on the mouth” . Pero, vamos, ni Irene ejercía la profesión más antigua, ni era lo suficientemente fuerte como para no dejarse abusar por ese par de labios carnosos que en ese momento atrapaban un Camel Blue directamente de la cajetilla mientras que, con la habilidad del roce con su jeans, encendía el Zippo azul mate.
La vio arrojar el Zippo en el interior de la cajetilla para luego, sin delicadeza y sin mucha voluntad, depositar la cajetilla en el posavasos, y exhalar el humo en dirección a la ventana mientras la bajaba.
— Sabes… —suspiró Irene, considerando no decir lo que había pensado.
— ¿Sí? —se volvió hacia ella luego de unos segundos de absoluto silencio.
— El cigarrillo altera el sentido del gusto.
— Eso es un mito —resopló con desdén.
— No es un mito, atrofia el sentido del gusto —sacudió su cabeza—. No sólo se pierde sino también se cambia en estructura… las papilas gustativas no tienen un riego sanguíneo apropiado.
— ¿Eso es un “Alex, quiero que dejes de fumar”? —la miró de reojo, y, con retador descaro, inhaló nuevamente de su cigarrillo.
— Sólo era un comentario —sacudió nuevamente su cabeza.
— Dime una cosa, ¿cómo es que sabes las consecuencias del cigarrillo y no sabes las consecuencias de un orgasmo? —sacudió la ceniza.
— Creo que un orgasmo no causa cáncer —murmuró.
— Morbosa —bromeó, haciéndola reír nasalmente—. Bueno, supongo que hay más personas que se mueren de cáncer por el cigarrillo que mujeres que logran tener al menos un orgasmo en toda su vida —sonrió.
— Tampoco exageres.
— Es un poco incómodo, pero, ¿acaso tú crees que tu mamá los tiene?
— ¿Un poco incómodo? —rio escandalizada.
— Quise suavizar el golpe —se encogió entre hombros.
— No creo que mi mamá esté sexualmente activa… y, si soy honesta, no creo que a mi mamá le pique la curiosidad por ver o saber lo que tiene entre las piernas.
— Pues, si no está sexualmente activa, dudo que le sirva —sonrió—. Y, como sea, todavía no me respondes.
— Hay demasiada literatura sobre los efectos de la nicotina, del cigarrillo en general…
— ¿Y sobre el orgasmo no? —rio, viendo a Irene asentir en silencio, dándole la razón—. Creo que eso delata tus intereses.
— ¿No me interesa el sexo?
— No te interesaba —enfatizó en el pretérito imperfecto—. Quizás no lo suficiente.
— Quizás —asintió, dándole nuevamente la razón—. ¿Cuánto tiempo tenías de no…? —vomitó su curioso cerebro, y notó cómo Alessandra fruncía su ceño—. Perdón, es una pregunta demasiado personal.
— No —exhaló el humo—, es sólo que no sé si te referías a cuánto tiempo tenía de no coger o de no correrme.
— Oh… —se sonrojó, porque no había considerado que había dos alternativas—. ¿Las dos?
— No cogía desde el primero de enero —dijo con sus ojos entrecerrados, como si estuviera buscando todos los detalles que su ebriedad le había permitido guardar a su memoria—, y me corrí el domingo —sonrió.
— Primero de enero… buena memoria —resopló un tanto fría.
— Imposible olvidarlo —asintió.
— ¿Tan buena era ella?
— Ella estaba buena, pero de “buena en la cama”… no —rio con toda naturalidad, no logrando notar que a Irene eso no le daba risa, que era algo a lo que ni siquiera le parecía digno sonreírle.
— ¿Cómo era ella?
— ¿Físicamente?
— Supongo —asintió.
— Tenía una sonrisa bonita —se encogió entre hombros, y llevó lo último de su cigarrillo a sus labios—, pero, cuando sonreía, los ojos desaparecían —dijo luego de arrojar la colilla a la calle—. Era mayor.
— ¿Qué tan mayor?
— Treinta… treinta y cinco —se encogió entre hombros, e Irene suspiró—. Casi no me acuerdo.
— Entonces, ¿cómo sabes que no era buena en la cama?
— Creo que una almohada me podría haber dado más placer —rio, haciéndola reír a pesar de no saber realmente por qué; era porque en ese caso, y sólo en ese caso, ella sí había podido darle placer—. Yo creo que no era de mi equipo.
— ¿Por qué lo dices?
— Tenía uñas largas —se encogió entre hombros, como si eso fuera razón suficiente para expulsarla de su “equipo”—. Además, no sabía qué hacer en dónde… era como si era primera vez que veía una de esas, como si ni la suya había visto —rio—. O quizás sólo había bebido demasiado —dijo, pero Irene prefirió la primera y la segunda explicación.
— Ah, ¿fiesta de año nuevo?
— Sí —asintió—. Me desperté, recogí mis cosas, salí de su apartamento medio vestida y con todo en la mano, con la dignidad por el suelo, y juré, como meta de año nuevo, no beber de nuevo… nunca.
— ¿Cuánto tiempo fue “nunca”?
— Tres semanas.
— Wow —rio—. Es bastante.
— Hice lo que pude —sonrió muy orgullosa de sí misma—. En fin, no me dijiste si el comentario de las papilas gustativas era un “Alex, deja de fumar”.
— Sí te dije —sacudió su cabeza—, te dije que era sólo un comentario… por hablar de algo.
— ¿Te incomoda el silencio?
— Sólo hoy… aparentemente —se encogió entre hombros.
— ¿Te gustaría que ya no fume?
— ¿Qué clase de pregunta es esa?
— Curiosidad.
— No tengo nada en contra de los fumadores; mi papá fuma.
— ¿Te gustaría que ya no fume?
— Si te digo que no, ¿qué pasaría?
— Nada.
— ¿Y si te digo que sí?
— Tampoco —rio nasalmente.
— Entonces, ¿para qué quieres saber? —frunció Irene su ceño.
— Para que el silencio no te incomode —sonrió.
— Oh…
— Renunciaré a mi camiseta de Cristiano y al cigarrillo —le dijo luego de unos segundos de incomodísimo silencio.
— Creo que la camiseta de Cristiano te importa más que el cigarrillo —opinó.
— ¿Entonces no ofrezco dejar el vicio? —rio.
— El vicio déjalo por ti misma, no porque perdiste una apuesta estúpida.
— Si tan sólo fuera una “apuesta estúpida” nada más —suspiró Alessandra—. Tú te juegas tu privacidad… ¿te parece justo que yo me juegue sólo una camiseta?
— ¿El cigarrillo es una bonificación?
— No tengo algo tan valioso —se encogió entre hombros—, nada de lo que tengo para ofrecer es tan valioso como lo que tú estás arriesgando.
— No sé ni siquiera cómo puedes hacerlo tú —suspiró, recostando su cabeza contra el vidrio mientras abrazaba su bolso—, lo haces ver tan fácil.
— Cada vez que veo a un hombre… sólo reconfirmo que soy vaginataria.
— ¿Qué tienen que ver los hombres con que te gusten los vegetales? —frunció su ceño—. Tú no eres vegetariana —dijo rápidamente.
— No, no lo soy —rio—, dije “vaginataria”, no vegetariana.
— ¡Alex! —rio divertida.
— A mí ningún hombre me lastimó, no odio a los hombres, los penes no me parecen asquerosos — «sólo peligrosos» —, y sí pienso que hay hombres guapos. En realidad me gustan los hombres.
— ¿Ah, sí?
— Sí, me gustan… pero me gustan como me gustan las cervezas: fríos, mientras esté sobria, y lejos de mi vagina —sonrió, haciéndola reír—. No puedo negar la satisfacción que me da un calambre en el brazo porque me dijo que no me detuviera, o que los vecinos sepan mi nombre, o ver cómo le tiemblan las piernas —confesó—. Estar en este Siglo no lo hace fácil, pero sí lo hace menos difícil… cómo me siento yo en cuanto a las mujeres no lo escogí, no lo decidí, simplemente pasa así como con la berenjena; o te gusta o no te gusta.
— Pero nadie anda protestando porque te gusta la berenjena —entrecerró la mirada ante el paupérrimo y estúpido ejemplo comparativo.
— Exacto —rio nasalmente—. Pueden forzarte a que te la comas, pero no importa cuántas veces te la comas… simplemente no te va a gustar.
— ¿Entonces?
— No creo que a mi vecino le afecte que a mí me gusten las mujeres; no creo que sea la causa de su diabetes, ni la razón por la cual su mujer le monta los cuernos con el otro vecino, ni que le vaya a provocar una coronaria, o qué sé yo —se encogió levemente entre hombros por tener ambas manos al volante—. Así como a mí no me afectan muchas cosas, no veo por qué mi preferencia le tiene que afectar al mundo… creo que sólo a personas desocupadas les estorba.
— Creo que las personas pelean por lo que creen que es mejor, por lo que creen que es correcto —opinó—. Y siempre habrá un grupo de personas que piensen que los demás están equivocados; el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, el orden y el caos, lo moral y lo inmoral, lo sano y lo enfermo…
— ¿Tú sabes qué significa el yin yang?
— ¿Algo de balance? —supuso.
— Representa todo tipo de dualidad; lados contrarios que en realidad son complementarios, que están conectados, y que son interdependientes. En lado blanco hay negro, y en el lado negro hay blanco —sonrió, pues, era poco lo que ella sabía e Irene no.
— ¿Y?
— ¿No lo entiendes? —resopló—. Todo bien tiene mal, todo mal tiene bien. Todo lo correcto tiene algo de incorrecto, todo lo incorrecto tiene algo de correcto —sonrió—. No son opuestos; se interrelacionan, se ayudan entre sí.
— Bueno, sí. Los conservadores protestan por prohibir el matrimonio entre dos personas del mismo género…
— Eso me parece tan estúpido —se carcajeó, interrumpiéndola antes de terminar su idea.
— ¿Por qué?
— Porque, hasta donde yo sé, las leyes y la fe son dos cosas muy distintas. Buscas legalizar la unión, no el hecho de que la iglesia acomode sus dogmas.
— Legalizarlo tiene consecuencias.
— Como todo en esta vida —estuvo de acuerdo—. Si me voy al infierno por ser lesbiana, pues al menos la pasé bien en la Tierra —rio—; no pretendí ser alguien que no era, ni que me gustara algo que no me gustaba, ni me perdí de la satisfacción de estar con quien quería. Y comí cuanta vagina quise, y me comieron cuantas veces me dieron ganas.
— Quisiera pensar como tú…
— Lo gracioso es que sí piensas como yo —le dijo suavemente—. Piensas que no deberías ser juzgada porque te gusta comerte el sundae de caramelo con papas fritas, que tampoco deberías ser juzgada por usar raquetas Babolat o porque tu revés es a una mano, y que tampoco deberías ser juzgada porque sacas un poco la lengua cuando estás muy concentrada, o que tartamudeas cuando tienes que hablar en público… así como piensas que no deberías ser juzgada porque te gustan los hombres y las mujeres —le explicó, aunque ella sabía demasiado bien que Irene no era una persona a la que le gustaran los dos sabores, simplemente quizás todavía no descubría que un sabor no le sabía a nada.
— Pues… sí —se sonrojó—. Me observas…
— Por favor —rio cínicamente—. Es difícil no hacerlo.
— ¿Por qué? —tuvo que preguntar.
— Porque tus peculiaridades son lindas —se encogió entre hombros—. Yo pienso que son lindas.
— Mmm… —suspiró con una risa.
— ¿Qué?
— Nada, pienso en cómo será dormir en tu camiseta de Cristiano —rio—, y en cómo será tu comportamiento sin nicotina —rio un poco más fuerte.
— El día que me invites a cenar a tu casa, como tu novia, no voy a ser tan cruel… si quieres podemos comernos un Kebap.
Irene ahogó su risa abruptamente. Se sonrojó, y simplemente fijó su mirada en el lentísimo flujo vehicular. La historia de su vida: comerse sus palabras. ¿Le pasaría lo mismo con Alessandra? La tendencia decía: SÍ. Pero podía esperar un NO. Y comenzó a pensar en un mantra demasiado irreal, demasiado inmaduro: “somos amigas y tenemos sexo”. Luego, con el paso de los segundos, se transformó en cualquier variante: “es una amistad con sexo”, “es una amistad sexual”, “es sexo con amistad”, “es sexo amistoso”, “somos sexo y tenemos amigas”.
El atardecer ya era cosa del pasado, al menos ese en el que se pintaba el cielo de anaranjados y rojos que pasaban por rosados y violetas. Ese tipo de atardeceres, así como de amaneceres, jamás los había presenciado, al menos no en Roma. Eso lo había dejado de experimentar cuando había renunciado a los sábados o a los domingos que amanecía en casa de sus abuelos en Pireas; con vista al mar. En Roma sólo había conocido un anaranjado al que le caía un bloque de azul, que no se mezclaba, o un anaranjado que rápidamente se transformaba en azul, o simplemente un amanecer/atardecer celeste. Pero no extrañaba ni los amaneceres ni los atardeceres, ni ver al abuelo que se preparaba para ir a pescar para nunca pescar nada. Lo que extrañaba era la comida.
Veía cómo Alex se dejaba ir por la corriente de autos, como si se tratara de no preguntar ni el destino, de follow the leader , y todo era lucecitas rojas de cuando los autos se detenían cada dos o tres segundos, y amarillentos faroles que pretendían iluminar las transitadas vías, espacios sin iluminación alguna, y muchas ventanas habitadas.
Su iPhone vibró en su bolsillo, y, enterrando su mano en él para sacarlo, alcanzó a ver que, por la luz encendida, era la mujer que más nerviosa sabía ponerla en la menor cantidad de tiempo posible: su mamá.
“A che ora torni a casa?” , leyó. Era un mensaje sencillo, era una pregunta sencilla e inocente; con sujeto tácito, con predicado verbal, con nada preocupante. Pero para ella nada era sencillo, nada era inocente, seguramente ya Camilla lo sabía todo. Sus dedos se volvieron torpes, no tenía la destreza de siempre para escribir una verdad o una mentira, y sus ojos simplemente se encasillaron en la pantalla que encerraban sus dos dedos.
Vodafone.it con cuatro puntos de cinco, la hora, el candado, el 76%. “< Chats”, “μoύμια” (“mami”), la fotografía que tenía desde navidad del año anterior; una en la que ella y Sophia hacían un sándwich de ella. Un “ Sì ” suyo, un “ E quindi?” en respuesta, “Nls” (de: “non lo so” ); la conversación de hacía cinco días. Y ahora un “A che ora torni a casa?” .
— ¿Tu mamá? —le preguntó luego de dos minutos de torpeza absoluta, de haber escrito y borrado ya cuatro respuestas, y ella asintió—. ¿Qué dice?
— Quiere saber a qué hora llegaré a casa —murmuró calladamente.
— No más de diez minutos —sonrió, creyendo que la indecisión de Irene se basaba en no saber cómo estimar el tiempo—, dudo que la V ia Cavour esté tan congestionada —agregó, como si necesitara justificar su respuesta.
— Lo sé —balbuceó, fallando en escribir una respuesta satisfactoria.
— Se escribe un uno, un cero, y “ minuti ”, o “ min ” si tanta pereza te da —bromeó.
— Yo sé cómo se escribe esa mierda —siseó entre dientes.
— ¿Entonces? —rio, e Irene falló, como con sus pulgares y su respuesta escrita, en verbalizar una respuesta—. Sólo te está preguntando en cuánto tiempo vas a llegar —susurró reconfortantemente—. No te está preguntando nada complicado… no te está preguntando cuántas veces me tuviste entre las piernas —rio de nuevo, esta vez con una carcajada que tenía un carácter más burlón.
— No es gracioso —murmuró cabizbaja, sólo para ocultar su rubor.
— Tienes razón —se aclaró la garganta y se enserió con la resaca de la sonrisa de su risa—. No es gracioso… es rico —dijo, inmediatamente cubriéndose la cara y la cabeza con su hombro derecho hacia arriba, protegiéndose de un potencial golpe, pero Irene sólo la miró con las ganas, con las intenciones, mas no la golpeó—. En mi experiencia, cuando no hay golpe es peor que cuando sí lo hay —balbuceó con cierto nerviosismo, porque sabía que eso sólo podía significar que el comentario la había enojado.
— No sé en qué clase de relaciones te has metido antes —pareció reprenderla, aunque quizás sólo la juzgaba—. Y se te olvida que juego tenis.
— Pero no tienes una raqueta en la mano.
— La raqueta es una extensión de mi mano —repuso—, los efectos los aplica mi mano.
— Entendido —se protegió de nuevo con su hombro, porque eso sólo le había sonado a una advertencia, o a un aviso de lo que estaba a punto de hacer.
— No sé en qué clase de relaciones te has metido antes —repitió, devolviéndose a su teléfono para responderle un sencillo “Ci sono quasi” , al que le siguió un “Meno di 10” .
Una respuesta sencilla para una pregunta sencilla. Bueno, al menos el comentario de Alessandra le había servido para que se le olvidara el fatalismo de su paranoica imaginación.
En efecto, la Via Cavour no estaba congestionada en lo absoluto; el tráfico, por alguna razón, se disipaba al final de la Via Tor de’ Conti , como si la culpa la tuviera alguna fatalidad de Largo Corrado Ricci .
El resto del camino se caracterizó por un sepulcral silencio, los cuatro minutos que Alessandra se tardó en disminuir la velocidad para poder detenerse a tiempo frente a la lavandería, y, de una maniobra que probablemente había aprendido de Toretto, se estacionó exactamente después de la hilera de Vespas.
— ¿Estás enojada? —tuvo que preguntarle, porque, así como la protección de hombro le había nacido, así había entendido que un silencio tan sepulcralmente intenso, viniendo de una mujer a la que le incomodaba el silencio en esa ocasión, no podía ser sinónimo de absolutamente nada bueno.
— Cansada —disintió, con la mano ya en la manija de la puerta.
— Eso no… —suspiró, frunciendo sus labios y callando, porque, si no estaba enojada, no iba a enojarla con que eso no contestaba su pregunta.
— No, no estoy enojada —sonrió casi forzadamente, pues, por alguna razón, por alguna razón que desconocía y que la confundía, no quería salir de ese auto—. ¿Mañana a las tres y media?
— A las tres y media —asintió, y la vio halar la manija para, de un movimiento, salir del MINI y echarse el bolso al hombro—. Nene —detuvo el cierre de la puerta.
— ¿Sí? —se asomó con la puerta a medias cerrar.
— No quiero que te asustes, y tampoco quiero que pienses que tengo segundas intenciones —le advirtió—, pero necesito ir al baño —sonrió un tanto avergonzada.
— Ah, claro —sonrió—, sube.
Irene cerró la puerta, y, casi de ipso facto, tuvo a Alessandra a un lado. Quiso pedirle que sólo hiciera uso del baño, pero se acordó de que no tenía segundas intenciones, y quiso pedirle que, de tener una conversación con su mamá, que intentara hacerlo lo menos incómodo posible, pero tampoco vio necesidad alguna; el lenguaje corporal de Alessandra era el de una vejiga a punto de estallar.
— Ciao! —llamó Irene al aire, sólo para declarar su presencia y no la de algún criminal que había conseguido la llave; cosas de la costumbre, y, todavía con la llave atascada en el cerrojo, porque cómo odiaba que eso le pasara, vio la sombra que prácticamente entró al baño con el jeans ya abajo.
— Ciao —se acercó Camilla, emergiendo de la cocina con una manta entre las manos y con el delantal que la hacía ver «tan “mamá”» —. ¿Tienes hambre? —sonrió, inclinándose un poco para saludarla con un beso en la frente.
— Sí — «no» —. ¿Qué cocinas? —se abstuvo de abrazarla como siempre, pues pensó que, de acercarse demasiado, de dejar que la olfateara con minuciosidad, se daría cuenta del aroma que delataba el placer que le había dado la mujer que suspiraba en el baño en esos momentos.
— Souvlakia —sonrió, y se alejó para verla a los ojos—. ¿Quién está en el baño?
— Alex —dijo con un gesto que pretendía ser indiferente—. Me trajo, y necesitaba ir al baño —le explicó, o quizás sólo creyó necesitar una justificación; eso era lo que hacía la celeste mirada en ella. «Mierda. No me veas así» .
— ¿Día movido? —tiró un poco de su sonrisa hacia la derecha.
— Tres pisos —asintió—, a ese edificio le falta un ascensor —opinó.
— ¿Está bonito el apartamento?
— Pequeño —se encogió entre hombros, y escuchó cómo, simultáneamente, Alessandra tiraba de la cadena y dejaba correr el agua del lavamanos—. ¿Son de pollo? —sacudió su cabeza para recuperar su concentración.
— Sí —asintió—. Y te hice tzatziki.
— ¿Sobró hummus de ayer?
— No, pero puedo hacer un poco si quieres.
— No, no — «sólo preguntaba por preguntar» —, no te preocupes.
— Es rápido —sonrió, automáticamente girando su cuello hacia la puerta del baño, pues Alessandra recién salía; se secaba las manos en el jeans por mala costumbre—. Alessandra —la saludó, notando cómo, en cuanto la vio, su mirada se desvió hacia donde estaba Irene como si le dijera qué hacer—, ¿cómo estás? —sonrió.
— Muy bien, ¿y usted? —reciprocó la sonrisa.
— ¿Todo bien con la mudanza? —omitió la pregunta.
— Sí —asintió—, un poco cansado nada más, ¿verdad, Nene?
— Le decía a mi mamá que tu edificio necesita un ascensor —asintió con una risa nerviosa y gutural.
— Creo que nos tardamos demasiado subiendo todo —agregó Alessandra.
— Bueno, si ha sido un día cansado, y ya estás aquí, ¿por qué no te quedas a cenar? —sonrió Camilla—. Digo, supongo que la mitad de tus cosas están en un lugar y la mitad en otro.
— Sí —rio débilmente—, pero no quisiera molestar —dijo diplomáticamente, en ese tono de voz que sólo utilizaba con los adultos que respetaba.
— Para nada, hay comida suficiente —sacudió Camilla su cabeza, notando cómo, inmediatamente, Alessandra se disculpaba con Irene, mental y visualmente, por su rechazo fallido.
— Gracias —sonrió un tanto avergonzada—, pero creo que Irene necesita descansar de mi cara —le lanzó una mirada de esas que tenían efectos paralelos pero opuestos; alivio porque rechazaba ser parte de una cena incómoda, pero contracción de entrañas y ahogo absoluto por saber que “descansar de su cara” era un eufemismo de “yo entre sus piernas”—. Además, tengo que continuar empacando; tengo hasta el viernes para salirme de allí y todavía me falta pintar.
— ¿Segura? —insistió Camilla, porque su instinto maternal, por muy cuestionado que estuviera por sus hijas y por sí misma, no le permitía dejar que alguien que podía ser hija/hijo suyo (amigo/amiga de sus hijas) se largara sin corazón contento, pero no sabía que Alessandra no necesitaba tener la panza llena para alardear tener un corazón contento.
— Mamá —intervino Irene—, ha sido un día muy cansado… creo que Alex sólo quiere ir a descansar.
— Bueno —suspiró un tanto resignada—. Pero tengo que preguntar, ¿quieres llevar un poco de comida? —sonrió.
— Eso sería demasiado —resopló.
— ¿Es un “sí”? —sonrió Camilla, ya no sólo de labios sino de dientes también. Era la satisfacción de mamá y de cocinera. Era la satisfacción que se le activaba por tener genes italianos. Y Alessandra se sonrojó—. Ven, vamos a la cocina para que te prepare un poco de comida —tiró su cabeza en dirección a la cocina, y se encaminó hacia dicha habitación, la cual daba a la calle.
Alessandra le pidió una disculpa silenciosa a Irene, una disculpa que Irene no aceptó con un disentimiento, pues no había nada que disculparle; ella había intentado y sabía que Camilla, como buena mujer y mamá italiana a quien poseía el poder del delantal, podía ser muy insistente con la comida. Además, no consideraba que era su culpa.
— Souvlaki —sonrió al ver que no era nada de dolmas, de sarma, de falafel, o de moussaka; ella había sufrido un poco aquellos seis meses en Atenas.
— ¿Te gustan? —la miró de reojo mientras levantaba su brazo para sacar un recipiente hermético.
— Sí —asintió aunque no la estuviera viendo—. Huele muy rico.
— Mi mamá cocina rico —dijo Irene, tanto para halagar y elogiar a su progenitora como para alardear de ella también.
— Estoy segura de que sí —sonrió enternecidamente con Irene, y agachó la mirada en cuanto Camilla se dio la vuelta; no quería que su sonrisa, o que su mirada, delataran a Irene; se lo había prometido.
— Creo que la verdadera prueba, de si cocino rico, será si te gusta a ti —rio suavemente Camilla para Irene, para que no le hiciera la fama de buena cocinera porque el paladar de otra persona era distinto a los que ella conocía, para los que ella había cocinado toda su vida.
— Todo lo que no sabe a que lo cocino mi mamá… sabe rico —repuso Alessandra—. Las cosas tienden a quedarle o muy simples o muy saladas, o crudas o demasiado cocidas —les explicó mientras veía a Camilla guardar un souvlaki tras el siguiente a lo largo del recipiente.
— ¿Quién cocinaba en tu casa, entonces? —rio nasalmente Irene.
— Mi papá, y después yo —sonrió, logrando captar la atención de Camilla—. Mis papás están divorciados —le dijo ante lo que creyó que era una confusión.
— Oh… —fue todo lo que supo decir, o balbucear, y se devolvió al plato en el que había vegetales asados.
— Berenjena no —dijo Irene en nombre de Alessandra, quien sólo no habría comido la berenjena; no habría dicho nada.
— ¿Zucchino? —Alessandra asintió—. ¿Pimientos, tomates, y cebolla?
— Sólo berenjena no —sonrió un tanto avergonzada, y Camilla que sonrió sin juicios ni prejuicios.
— De todas las personas que conozco, sólo a mi mamá y a mi hermana les gusta la berenjena —dijo Irene, como si necesitara defender a Alessandra de Camilla.
— Es un vegetal difícil —rio nasalmente la rubia—. ¿Quieres pan pita y tzatziki?
— Gracias —asintió, viendo a Irene ir hacia el gabinete de los recipientes para sacar uno de los más miniaturas.
— Tenemos Loux , por si quieres —le dijo Irene, alcanzándole el recipiente a Camilla para que sirviera el tzatziki, y abrió el refrigerador para mostrarle los sabores.
— La que sea —sonrió con nostalgia, porque esas bebidas sólo le acordaban a esos seis meses.
— De esa no hay —resopló Camilla, empleando eso que toda mamá empleaba como si estuviera programado en su cerebro.
— Hay de cereza, de limón, y limonada —que no era lo mismo—, ¿de qué la quieres?
— De cereza —dijo, notando que era de la única que había más de una botella, y, aunque no era la que más le gustaba, tampoco pensaba dejar a las Rialto con el inventario en cero.
— Ah, y tenemos baklava —dijo Camilla—, ¿quieres un poco?
— Por favor —asintió con una sonrisa, porque no podía negarse nunca a un postre, mucho menos a una porción de baklava, en especial porque sabía que en su apartamento tenía un poco de gelato de vainilla; nada como baklava caliente con una bola de helado aunque todo griego la quisiera matar luego de ver eso.
— Así me gusta —rio Camilla—. Es de nueces, no de pistacchio —le advirtió.
— No discrimino —sonrió.
— ¿Te importa si te la doy en papel aluminio? —Alessandra no entendió por qué eso le molestaría—. Es por si la quieres calentar en horno.
— En papel aluminio es mejor —asintió.
— Disculpa la memoria, pero, ¿qué es lo que estás estudiando? —preguntó Camilla, únicamente para tener una conversación banal.
— Management e diritto d’impresa .
— Cierto —asintió—. Pero te tomaste el semestre libre, ¿no?
— Sí —asintió ella también—. Pero sigo el siguiente semestre.
— ¿Ya sabes las materias?
— Diritto commerciale, Economia degli intermediari finanziari, Economia monetaria, Matematica finanziaria, Lingua Inglese, e Gestione delle crisi aziendali .
— Interesante —opinó sinceramente—, pero cuento seis materias, ¿no deberías tener sólo cinco?
— Sí —asintió—. El inglés no lo debería tener porque tengo C1… pero el inglés que nos dan es más técnico; creo que es un buen complemento.
— Qué bueno —sonrió, colocando el paquete de papel aluminio sobre el recipiente hermético en el que había ordenado su cena, y, aun lado de él, colocó el pequeño recipiente de tzatziki—. Espero que te guste —dijo, deslizándole su cena a través de la mesa, y, de paso, también se refirió a las materias que le había mencionado.
— Estoy segura de que sí —asintió con una sonrisa.
— Cualquier crítica es bienvenida —le dijo, alcanzándole la pequeña botella de vidrio también.
— Gracias —dijo, dejando ir la botella en su bolso y tomando su cena entre sus manos. Y hubo un momento de silencio un poco incómodo, pues Camilla no la iba a sacar de su casa, eso nunca, e Irene tampoco, en especial porque había una parte en ella que no quería que se fuera, y ella que no sabía ni cómo huir ni cómo quedarse—. Bueno, creo que ya debo irme —sonrió torpemente.
— Te acompaño a la puerta —le dijo Irene con un tono y un gesto muy fresco.
— Gracias por la cena, le prometo que le devolveré los recipientes —se volvió a Camilla, y fue halada por la vibra de Irene hacia la puerta de la entrada—. Te los daré mañana —le dijo a Irene.
— ¿Qué me darás mañana? —sonrió traviesamente, porque eso se prestaba para jugar sin ser muy obvia.
— Esto —le dijo con su cena a la altura de su entrepierna, y sonrió con picardía.
— ¿Mañana a las tres y media? —rio nasalmente y un tanto sonrojada.
— Mañana a las tres y media, Nene —asintió, y se inclinó un poco para plantarle un amistoso beso en su mejilla, pero en esa parte de la mejilla en la que ya era más bien la comisura de sus labios, y le plantó otro beso en la otra comisura.
— ¿Me escribes cuando llegues? —susurró.
— Pero sólo son diez minutos —le dijo con ese tono que ella había empleado hacía más o menos media hora.
— No importa, sólo quiero saber que llegaste bien —repuso, citándola con exactitud
— Está bien —asintió una única vez—. Nos vemos mañana.
— Nos vemos mañana, Alex —sonrió, y la vio dar un paso hacia atrás para quitarse de la puerta.
Ella le guiñó su ojo, un golpe directo a las rodillas de Irene, se dio la vuelta con una sonrisa física y mental, y descendió por las gradas.
Irene suspiró y dejó caer su cabeza hacia el frente hasta que su mentón topara contra su pecho, y, en esa posición y entre una risita nasal, cerró la puerta con lentitud. Quizás fue el movimiento de su brazo, pero terminó con la frente contra la puerta, con los ojos cerrados por estar viendo la película mental de lo que había sido su día.
Con un segundo suspiro, recopiló las ganas de querer dejar ser detenida y sostenida por la puerta, y se irguió.
— Mamma…! –«Mia!» , exclamó al ver a Camilla apoyada en el marco de la puerta de la cocina, que no sabía cuánto tiempo había estado ahí.
— Sí, bueno —rio—, ya que me queda claro que sabes que me tardé cuatro horas en pujarte sin epidural —rio de nuevo—, vamos a cenar —señaló la cocina con su mirada.
Irene asintió en silencio.
— ¿Cómo te fue hoy? —le preguntó, siendo parcialmente abrazada por la mano de su mamá, aunque en realidad sólo la empujaba hacia la cocina sin realmente empujarla.
— Bien, con mucho que hacer antes de que lleguen las vacaciones —sonrió, pero decidió no hablar mucho de las vacaciones, pues, como era bien sabido por todos, las vacaciones empezaban el treinta y uno de mayo, o el primero de junio, dependía de quién lo veía, e Irene no iba a poder disfrutar mucho de las vacaciones porque todos sus exámenes habían sido programados en esa época; razón por la cual no se quedaría tanto tiempo en Nueva York, al menos no el mismo tiempo que Camilla—. Estamos intentando asegurar a un profesor de la Università di Teramo pero nos tiene en el limbo… y tenemos a otro profesor que quiere la fecha de otro profesor.
— ¿De la misma facultad?
— Sí —asintió, dejando que escogiera la silla, aunque siempre escogía la que le daba la espalda a la cocina, pues no le gustaba darle la espalda a ninguna puerta ni a ninguna entrada—. Tienen un pleito infantil —se encogió entre hombros, y estiró su brazo para alcanzar una copa del mueble que servía como bar también—, uno le dijo al otro, en la última tavola rotonda , que sus opiniones eran de una persona muy… imbécil —dijo, no logrando ocultar la dificultad que había tenido para decir la última palabra.
— Ah, sí —rio Irene nasalmente—. Ya sé de quiénes hablas.
— ¿En serio?
— De Tronolone y Baldocchi —asintió—. ¿Bebes blanco o tinto?
— Blanco —respondió, e Irene sólo sonrió—. ¿Quieres una copa? —tuvo que preguntar, porque Irene no era una persona que disfrutara del vino blanco.
— Me gustaría mucho —asintió con un suspiro de por medio.
— Así habrá sido de cansado el día —comentó, alcanzándole una copa, y, por estar abriendo el refrigerador, no se dio cuenta del rubor instantáneo que invadió a Irene, ese rubor que le calentó el rostro de tal manera que tuvo que llevar sus manos a él para cubrirse—. ¿Te sientes bien? —le preguntó suavemente, con ese tono de curiosa preocupación maternal, y enterró su mano entre sus cortos cabellos del mismo modo en el que lo había hecho todos aquellos años de cabellera larga y alocada.
— Sí —se aclaró la garganta, y quitó las manos de su rostro aun sabiendo el riesgo que corría de ser expuesta de esa tan evidente manera—, sólo ha sido un día un poco cansado —dijo, viendo cómo el líquido amarillento caía en su copa.
— ¿Qué hicieron? —preguntó con una ligera sonrisa.
Irene se congeló. Se petrificó. «¿Qué hicimos?» . Eso no podía responderse con sinceridad, al menos ella no podía. No podía porque no podía encontrar las palabras adecuadas, porque no sabía qué tan apropiado sería decirle la verdad sin haberla preparado, porque no sabía si de eso se hablaba con su mamá. Bueno, sabía que Emma hablaba con su mamá de su vida sexual, pero ella no era Emma, y Camilla no era Sara. Y tampoco podía decírselo porque no quería, porque, así como Alessandra se lo había dicho, simplemente no estaba lista.
Decidió inclinarse por lo que todo adolescente, adulto joven, o hijo en general, hacía pensando en matar dos pájaros de un tiro: proteger a su ser querido y protegerse a sí mismo.
— ¿Has visto el auto que tiene Alex? —murmuró, siguiéndola con la mirada hasta conseguirla sentada y sirviéndose un poco de vino también.
— ¿Un Smart? —supuso, sabiendo que era un auto más-que-compacto.
— Un MINI —sacudió su cabeza—. En un MINI no cabe mucho — «obviamente» , dijo, tomando dos souvlakia para colocarlos en su plato—; cargamos, fuimos, descargamos, regresamos. Cargamos, fuimos, descargamos, regresamos. Cargamos, fuimos, descargamos, regresamos —repitió—, en eso estuvimos hasta eso de las tres de la tarde —dijo, escogiendo no asustarse por la facilidad con la que había dicho aquella mentira blanca, y que era blanca porque no le hacía daño a nadie.
— ¿Tanto era? —preguntó su inocencia, o quizás era la incapacidad de ver la verdad a través de la blanca mentira que Irene no había tenido la decencia de decir mientras la veía a los ojos. Con razón había sido tan fácil.
— Era una mesa de comedor pequeña, como esta —desvió su mirada a la mesa a la que ambas se sentaban—, dos sillas, un escritorio, una silla de oficina, dos mesas de noche, la cama, el colchón, y un poco de ropa.
— ¿Y pudieron armar todo?
— Mnm —disintió—. Sólo la cama —dijo, creyendo que con eso se había delatado—. Nos costó descifrar un poco las instrucciones —intentó justificar lo dicho—. Nos estuvimos quebrando la cabeza un buen rato…
— ¿Y cómo hicieron? ¿Lo buscaron en internet? —bromeó, dejando ir una cucharada de tzatziki en su plato.
— Llamé a Emma —improvisó, pero, a medida de que las palabras salían de su boca, en especial el nombre, su razón le señaló el error: ¿por qué Emma y no Sophia? Pues, Sophia era quien diseñaba y armaba muebles a nivel profesional, ¿no?—. Supongo que mi hermana estaba ocupada porque no me contestó —se encogió entre hombros.
«Soy una mentirosa» , pero era el instinto de supervivencia. Emma la sacaría de cualquier crisis porque sí, cosa que también podía hacer Sophia, pero era Emma quien sabía y quien podía tener una noción de lo que estaba ocurriendo. Además, por si eso no fuera razón de suficiente peso, Camilla no hablaría con Emma de eso; con Sophia podía surgir tan fácil como: “me dijo tu hermana que había hablado contigo”, a lo que Sophia preguntaría “¿cuándo?”, y Camilla respondería: “cuando le ayudaste con el mueble de Alessandra”. Así de fácil era ser descubierta.
Nota mental: «decirle a Emma que es parte de mi mentira» , porque nunca se podía estar lo suficientemente preparado.
— ¿Y estás segura de que armaron bien la cama? —rio.
— Sí, la probamos —respondió, que, por estar escribiendo su nota mental, no logró controlar a su inconsciente—. Descansamos un rato — «eso es cierto» —. Y, si soy sincera — «porque me estorba decirte tantas mentiras en tan poco tiempo» —, no pudimos seguir porque la cama quedó demasiado cómoda —rio—. Me paré cuando me di cuenta de la hora.
— Sólo te escribí porque quería saber si venías a cenar o no —le dijo, sabiendo que intentaba explicar la hora a la que había llegado.
— ¿Cómo crees que no?
— Nunca ha sido delito cenar con tus amigos —sonrió.
— Lo sé, pero, si esas hubieran sido mis intenciones te habría avisado para que no hicieras cena para las dos —repuso con absoluta consideración—. Sé que tú prefieres la comida más local… si yo no ceno aquí, probablemente tú te comes una berenjena sólo por el placer de que no te miraré feo cuando vea que disfrutas comerla —rio.
Así fue como Irene desvió la atención de Camilla de lo que había sido su día, y de Alessandra en general. Así de fácil.
Entre los intervalos del cómodo silencio al que ambas estaban acostumbraban, porque en esos silencios sólo faltaba Talos con su constante aclaración de garganta, hablaron sobre banalidades varias; del clima, del tráfico, del pleito entre los profesores previamente mencionados, del libro que estaba leyendo Camilla en ese momento, de las películas que estaban por estrenarse, de que ambas querían ver “Rio 2”, y de cuando Camilla perdió la cordura en aquel torneo amateur de golf.
— Hoy no, estoy un poco llena —le dijo Irene, dándose tres suaves palmadas en su adrede-inflado-abdomen; tenía que estarlo con el milkshake , los yo-yos, y la cena—. Quizás otro rato —añadió por instinto de supervivencia, pues sabía que el rechazo de baklava sólo iba a generar preguntas indeseadas, y Camilla sólo se encogió entre hombros—. No, no te preocupes… yo los lavo —suspiró con un gesto cansado.
— ¿Te hago compañía? —tuvo que preguntar, porque sabía que había tenido dos hijas que atesoraban la privacidad como nada en el mundo, aunque con Sophia era más invasiva por dos razones: porque Sophia sabía tomar ese tipo de bromas y porque no podía ver a través de Sophia como a veces podía hacerlo con Irene.
— Si quieres —se encogió entre hombros, pero permaneció sentada.
— Voy a ver televisión mejor —sonrió, y, dándole un beso en la cabeza, se retiró de la cocina para ir a disfrutar de “CSI: Miami”, pues noticias no quería ver.
Irene vio la corta y lisa cabellera rubia retirarse sin mirar atrás, como si supiera que ella no quería ser ni mirada ni analizada. Hundió su rostro entre sus manos, y, con un suspiro, se rascó con las palmas para luego terminar de rascarse los ojos con las yemas de sus dedos. Estaba cansada. Más que cansada: muerta.
Vio que a la botella de Sauvignon todavía le quedaba un poco, y le pareció un pecado guardar tan poco, por lo que vertió el líquido en su copa. Bebió cortos y pequeños sorbos, como si se mojara los labios y un poquito más.
Sintió la ligera vibración contra su muslo, y pescó su teléfono con el tedio de «¿quién mierda me escribe?» .
— “Ya llegué a casa” —leyó de parte de “Alex S”, sin punto, sin nombre y sin apellido completo.
Irene miró fijamente la pantalla hasta mucho después de haberse apagado. Contemplaba la idea de responderle de la misma manera en la que contemplaba no responderle. ¿Qué le respondía? ¿Un “ok”? «Muy desinteresado» . ¿Un “:)”? «Muy frío» . ¿Un “:D”? «Demasiada emoción». Por eso era mejor no responderle. Pero qué malcriadeza de su parte no responderle.
— “¿Llegaste bien?” —respondió, sabiendo el nivel de estupidez que la pregunta misma implicaba, y guardó el teléfono para olvidarse de la incomodidad de lo que parecía ser la verdadera conversación postcoital entre un par de amigas que habían decidido tirar todo por la cañería de aguas negras por un simple arranque.
— “Sí” —leyó en cuanto vibró nuevamente, que ni había terminado de deslizar el teléfono en el bolsillo. «¿Qué se responde a eso?» , refunfuñó mentalmente, como si tuviera la obligación de responder—. “¿Cenaste?” — «bueno, eso es más fácil de contestar» .
— “Sí” —escribió, y, justo en cuanto presionó “ invio” , le vio la ironía al asunto; le había respondido eso mismo a lo que era imposible responder—. “Disculpa a mi mamá… no tienes que comerte lo que te dio” —escribió rápidamente, usando a Camilla de excusa para evitarse una incomodidad, así como sabía que Camilla la utilizaba a ella por deporte maternal.
— “No jodas”. “Se ve muy rico”. “Gracias por lo de la berenjena”.
— “No quería iniciar una protesta” —sonrió para sí misma—. “Gracias por no ser incómoda” .
— “¿Sarcasmo?”. “Por escrito no puedo diferenciar” .
— “No”. “No es sarcasmo”.
— “Asumo entonces que no hubo preguntas extrañas”.
— “No” —respondió, queriendo convencerse a sí misma de que las preguntas no habían sido ni extrañas ni incómodas, que todo era producto de su paranoia—. “O sea, sí… pero creo que lo manejé bastante bien” —agregó luego de treinta-y-tantos segundos de no saber de Alessandra, pero sólo era porque calentaba su cena.
— “¿Algo de lo que deba estar al tanto?”.
— “¿Algo como qué?”.
— “Asumo que le dijiste un par de mentiritas blancas” .
— “Ah…” —suspiró—. “Que habíamos ido y regresado varias veces porque tu auto es pequeño” —y, a eso, adjuntó aquel emoji de sonrisa de dientes y ojos sonrientes que sólo decía un “jeje” fallidamente inocente—. “Y que sólo habíamos podido armar la cama porque nos había costado entender las instrucciones” .
— “¿Las instrucciones para imbéciles?”. “Jajajajajajajaja” .
— “Fue lo mejor que se me ocurrió” —y un emoji de descontento al que probablemente podía acompañar con un dedo erguido. Enseñanza del primo Adonis, que de “Adonis” no tenía nada.
— “¿Algo más que deba saber?”.
— “No, sólo eso” —escribió, y, por alguna razón, deslizó su teléfono en su bolsillo con la intención de ya no responderle inmediatamente.
Bebió los últimos cuatro sorbos de Sauvignon, y se puso de pie para trasladar la vajilla al fregadero. No le molestaba lavar platos. A veces hasta la relajaba.
— Explícame qué hacemos aquí —siseó Sophia entre aquellos percheros del noveno piso a los que les pasaba a un lado—. Sí sabes que ya se nos pasó la hora y media, ¿verdad? —le acordó.
— No seas injusta —frunció sus labios—, que no estamos aquí por mí sino por ti.
— Oh —balbuceó con esa “oops”-face , «¿tan mal me veo?» .
— Mmm… —se detuvo frente a un perchero.
Suspiraba constantemente mientras buscaba, de gancho en gancho, lo que quería. A veces entrecerraba la mirada cuando llegaba a un gancho, titubeaba, y sacudía de nuevo la cabeza. A veces sólo fruncía su ceño y sacudía su cabeza. Y, a veces, cuando encontraba algo perfecto, revisaba la etiqueta para luego ahogar un gruñido de frustración. No veía la etiqueta por el precio sino por la talla.
Había unos que debían sólo ser usados por niñas prepubertas o en pleno desarrollo hormonal; telas ligeras, una mezcla de spándex y jersey. Otros que debían ser usados por monjas de carácter y no de vocación. Algunos que debían ser para la lactancia. Otros para teenagers . Otros que no sabía colocar en el mercado; no le veía cliente específico. Algunos de mamá cuarentona, otros de mamá cincuentona, definitivamente algunos de mamá sesentona, y unas atrocidades que ni su abuela Sabina se atrevía a vestir. Unos que hacían que el busto quedara contra la quijada, otros que definitivamente no servían para las brisas frías, unos que probablemente no pertenecían ni al mundo del BDSM , y otros que no servían ni para hacer algún tipo de ejercicio o deporte. De feo a espantoso. De espantoso a «what the fuck is this shit?» . Y en colores que iban desde lo sexy hasta “no entiendo por qué estoy célibe”.
— Vamos —le dijo, tomándola de la mano para arrastrarla, con tres ganchos en la otra mano, hacia los probadores.
Le ofreció el interior de la cuarta cabina, y, en cuanto pasó, cerró la puerta tras ella.
— Si me querías quitar la camisa sólo tenías que decirlo —bromeó la rubia, mirando su penetrante mirada a través del espejo.
— No hay forma bonita de decir lo que te voy a decir —disintió.
— ¿Oh? —ensanchó la mirada.
— El sostén que tienes puesto es mío —se cruzó de brazos—. Y me estorba que te queda grande, no que lo tienes puesto —aclaró.
— ¿Te “estorba”? —frunció su ceño.
— Como no tienes idea —asintió, acercándose tras ella hasta rozar su espalda contra su pecho—. You have such beautiful breasts, Sophie… —suspiró, deslizando sus manos por su cadera como si quisiera abrazarla, pero sólo tomó los bordes de la cachemira negra—, and I want to be able to appreciate them at any given time —dijo, y apoyó su frente contra su rubia melena—. Arriba los brazos —se despegó, y levantó la cachemira para descubrir aquel par de copas blancas que, en efecto, le quedaban grandes en volumen, proporción, y medidas.
— ¿A dónde vas? —murmuró un tanto extrañada al ver que Emma se daba la vuelta para encarar la puerta.
— Creo que no puedo mirar —se encogió entre hombros—. Creo que el Hanro es el que mejor te quedará —le dijo, apoyando su hombro derecho contra la pared, así como su cabeza.
— ¿Estás segura de que no quieres ver? —se acercó por su hombro.
— No me tientes —susurró.
— Sí te das cuenta de que no me vas a tener a solas por las próximas dos horas y media o tres, ¿verdad? —sonrió contra su oreja—. Mucho menos sin camisa…
Emma rio nasalmente en tres tantos.
De un movimiento un tanto brusco, porque un movimiento así sólo podía ser impulsado por la maquiavélica y rubia tentación, tomó a Sophia por la cintura con un brazo para colocarla contra la pared.
La rubia se mordisqueó el labio inferior.
Emma gruñó, pero, en lugar de besarla arrebatadamente, deslizó el tirante izquierdo de su sostén. Lentamente, porque también era un poco masoquista en ese sentido, haló el elástico hacia abajo, y hacia abajo, y hacia más abajo, hasta que salió por la mano de la mujer que la veía penetrantemente a los ojos.
La respiración de la rubia se espesó y se hizo más bucal que nasal, y la densidad solamente aumentaba por el roce de los dedos de Emma en su otro hombro. Soltó un leve gemido, de esos que vergonzosamente se le escapaban, pero no importaba porque eran de esos que sólo Emma escuchaba y que la hacían sonreír con burlona picardía.
Pasó sus manos por la espalda de Sophia, envolviéndola casi en un abrazo, y desabrochó aquel sostén que servía para sábados, domingos, días feriados, o vacaciones, y a veces ni para esas ocasiones.
Bajó su mirada mientras dejaba que Sophia escuchara cómo su sostén caía sobre el sillón de la esquina, y sonrió en cuanto se encontró con aquella pequeña y pálida circunferencia que estaba a pocos tonos de camuflarse entre el resto de su piel. Notó cómo, con el fugaz paso del tiempo, sin tocarla y a causa de la concupiscente mirada, su pezón de iba definiendo y erigiendo con mayor rigidez.
— Pídeme que no te toque —susurró Emma, irguiendo su mirada para encontrarse con la de Sophia—. No, no me pidas. Dime que no te toque.
— ¿Qué? —balbuceó.
— Por favor —pareció asentir y rogarle al mismo tiempo.
— Puedes mirar… pero no puedes tocar —susurró.
— ¿Hasta cuándo te puedo tocar? —arqueó su ceja derecha.
— Cuando estemos en casa —sonrió, y, dándole un beso corto pero imperecedero, se le escapó de entre las manos para probarse el sostén Hanro.
Emma sonrió agradecida, porque ella no quería que el registro criminal de Sophia comenzara con un “Emma no se aguantó y tuvo que meterse entre mis piernas”. Además, los jadeos y los gemidos de la rubia le pertenecían a ella y sólo a ella; no eran para hacerse públicos por el simple hecho de que su Ego no compartía su éxito con nada ni con nadie. La desnudez, el poco pudor que les quedaba a ambas, y la privacidad de lo íntimo, todo eso pertenecía en donde había una cama que compartían noche con noche, la misma cama en la que cualquiera de las dos podía ser abusada por la otra.
Se cruzó de brazos, se apoyó de nuevo contra la pared, y observó a la rubia que evitaba hacer contacto visual porque no quería ser ella la razón de que el registro criminal de Emma comenzara con un “Sophia no se aguantó y me pidió que me metiera entre sus piernas”.
Emma sintió esa familiar vibración en su bolsillo, y, sin despegar la mirada del espejo, sacó su teléfono.
Se asombró de ver ese “Ciao, cognata” con el emoji de “jeje”, ese que Irene utilizaba para sacudirse culpas, o para suavizar las consecuencias de las mismas.
— “Ciao, Nene. ¿Cómo estás?” —respondió con su ceño a medio fruncir, pues su ceja derecha se elevaba un poco. No esperaba saber de su cuñada hasta el fin de semana, días en los que solía atacar a Sophia como toda insoportable hermana menor, y tampoco esperaba que se dirigiera a ella en la privacidad de una conversación que no compartían con la rubia.
— “Bien”. “¿Tú?”.
— “Bien también” —y se abstuvo de enviarle una sonrisa, pues eso sólo sería incómodo—. “¿Qué hay de nuevo?”.
— “Nada, ¿y tú?”.
— “Nada” —rio nasalmente, levantando su mirada para ver a la rubia en el sostén negro que no lograba sentarle tan bien como lo habría hecho un simple La Perla, pero definitivamente se veía mejor que en aquel sostén de copa inapropiada, «nada nuevo, eso lo he visto varias veces… nunca demasiadas, nunca suficientes» —. “¿Cómo te fue con la mudanza de tu amiga?”
— “De eso precisamente quería hablarte” .
— “¿Qué pasó?” —intentó no ensanchar la mirada para disimular su innata preocupación.
— “Prométeme que no me vas a preguntar nada raro” .
— “Está bien” —supuso—. “¿Qué pasó?”.
— “Si mi mamá pregunta, te llamé para que me ayudaras a encontrarle lado a las instrucciones de IKEA” .
— “¿Qué?” —frunció su ceño.
— “Eso”.
— “¿Por qué me preguntaría tu mamá eso?” —rio mentalmente con confusión—. “Digo, sí sabes que ése es el campo de tu hermana, ¿verdad?”.
— “El campo de mi hermana no es un mueble de IKEA”.
— “Auch. ¿Y el mío sí?” —rio.
— “Ayúdame con eso… ¿sí?” —y le lanzó el mismo emoji sonriente.
— “¿Hiciste algo malo?” —tuvo que preguntar, pues no cubriría a Irene en ese caso; ella no quería verse involucrada en eso, y, estando en completa omisión del paro respiratorio de Irene, y de las repentinas ganas de vomitar, agregó— : “Necesito saber si estás metida en algún problema para saber cómo puedo ayudarte en realidad” .
— “No, no estoy metida en ningún problema” —escribió con dedos temblorosos.
— “¿Entonces?” —preguntó antes de que Irene pudiera enviar el “sólo ayúdame con eso, por favor”.
— “Ay…” —y le envió un emoji de descontento—. “¿Me vas a ayudar o no?”.
— “Oye, tú no pones las reglas del juego” —resopló para sí misma—. “Eres tú quien necesita mi ayuda, así que yo te pregunto a ti: ¿me vas a decir o no?”.
— “No sabes cómo te odio…”.
— “Yo sé :D” —dijo, y, de ipso facto, recibió otro emoji de descontento, con la sombra de un dedo muy erguido—. “Ajá, ahora que ya aclaramos eso… ¿qué pasó?”.
— “¿Te acuerdas de nuestra conversación en Venecia?” .
— “Por supuesto que sí” —sonrió, conteniéndose las ganas de enviarle un emoji diabólico—. “Alex, ¿verdad?” .
— “A ella le estoy ayudando a mudarse”.
— “¡No se diga más!” —contuvo su carcajada, pues no quería que Sophia se enterara—. “¿Qué tal estuvo?”.
— “¡Prometiste no preguntarme cosas raras!” —escribió rápidamente con el rubor hasta los pulgares.
— “No te estoy preguntando qué te hizo o qué le hiciste, te estoy preguntando si estuvo bien… si estuvo rico” —e Irene se la imaginó encogiéndose entre hombros con esa sonrisa burlona que se aferraba a la semántica más que a nada.
— “Sí” —respondió absolutamente sonrojada.
— “¿Te sientes bien?”.
— “¿Debería sentirme mal?” —«¿por qué existe esa pregunta?» , porque claro que no se sentía mal, pero tampoco se sentía bien; era un enredo mental y emocional.
— “¿Hiciste algo malo?”.
— “No sé, no creo” —quiso creer—. “Entonces, ¿me vas a ayudar?” .
— “Con una condición”.
— “¡¿Otra?!”. “Creí que sólo querías que te dijera…”.
— “Eso se llama ‘curiosidad’, Nene” —rio Emma nasalmente.
— “¿Qué quieres?”.
— “Si en algún momento necesitas hablar, si tienes preguntas, si tienes dudas, si te sientes de bajón… lo que sea… por favor, búscame” —dijo, sinceramente preocupándose por su cuñada, porque ella era parte de Sophia, y nunca quería ver a Sophia preocupada por nadie ni por nada; eso sólo le quitaría la sonrisa y ella no podía vivir con eso, «porque Sophia no es sólo “Sophia”» , iba más allá y se extendía a su familia, y eso lo entendía.
— “¿Esa es tu condición?”.
— “Sí”.
— “Está bien”. “Entonces, ¿me vas a ayudar?”.
— “Claro” —sonrió—. “Sólo dime a qué hora me llamaste, por qué medio, qué mueble te ayudé a armar, etc.” .
— “¿Para qué quieres saber eso?”.
— “Nunca le mentí a mi mamá porque ella me enseñó a mentirle a mi papá” —le dijo—. “Confía en mí”.
— “Está bien”. “Gracias”.
— “Cuando quieras” —escribió, sabiendo que era el fin de la conversación porque Irene no iba a responder eso, y dejó ir su teléfono en su bolsillo para ver a Sophia, quien se colocaba el sostén blanco de nuevo—. ¿Cuál escogiste al final?
— El Hanro —dijo, tomando su suéter para revertirlo.
— ¿Quieres una tanga también? — «¿por qué no se me ocurrió eso desde el principio?» .
— I don’t mind going commando —dijo, metiéndose en aquel cuello negro—. Además, creo que ya abusamos de la hora de almuerzo.
— Los tengo haciendo un esténcil, no es el fin del mundo —sonrió.
— Creo que te hace daño saber que no tengo nada bajo el jeans —susurró con una traviesa mirada.
— “Daño” suena dramático, como si se tratara de una enfermedad.
— Te “afecta” —se corrigió, alcanzándole el sostén que quería que le comprara.
— Eso sí —asintió.
— Así estoy bien, gracias —sonrió, tomando los otros dos sostenes para devolverlos a las manos de cualquiera que tuviera el tedioso trabajo de reordenar todo.
Emma soltó una risita gutural, esa que sólo la acusaba de «God, you’re evil» pero con cariño, con un gruñido, con advertencia de «desde ya te aviso que no me haré responsable por mis actos» , a lo que Sophia respondió:
— Y no espero que lo hagas —con una sonrisa que le agradecía la compra, o la invitación de un par de copas que sí eran de su talla.
— Could you please cut the tag? —le dijo Emma a la mujercita de cabello negro que se degradaba a azul hasta llegar a un turquesa blancuzco.
— Do you have SaksFirst? —le preguntó ella, materializando unas tijeras compactas para satisfacer las demandas de un cliente más.
— I do, but I don’t have my card with me —sonrió forzadamente, como si se disculpara, pero en realidad le era absolutamente indiferente.
— Only need your name and your date of birth —repuso rápidamente, extendiendo el sostén sobre la pila de tissue paper blanco.
— Emma Pavlovic. P-A-V-L-O-V-I-C —deletreó inmediatamente su apellido, porque, por mucho que no le terminara de gustar y no ser tan radical como Sophia, respetaba el hecho de no haber sido un caso de Divina Concepción; odiaba las atrocidades como “Pavlov”, “Pavlovich”, “Pablov”, o “Pavlović” , el único que no le molestaba era el “Pavlovič” porque era su apellido real, el correctamente escrito—. November eighth, nineteen eighty-four —terminó diciendo, alcanzándole la tarjeta negra entre su pulgar y el flanco de su dedo índice izquierdo. Odiaba ver que alguien entregaba una tarjeta entre los dedos índice y medio de cualquier mano—. ¿Qué es lo que no esperas que haga? —se volvió hacia Sophia, quien no había sentido molestia alguna por culpa del erróneo sostén hasta que Emma se lo había señalado.
— Responsabilidad — «¿qué más?» .
— Ah —exhaló encantada con ambas cejas hacia arriba—. Puedo ser una persona irresponsable también —asintió, casi orgullosa por poder tener el lujo de no sólo poder decir una cosa como tal, sino también por tener el lujo de poder serlo.
— That’ll be a ninety dollars and forty-eight cents —interrumpió la del cabello azul—, and five hundred forty-two points.
— Good —murmuró Emma sin quitarle la mirada de encima a Sophia, quien, por no tener nada mejor que hacer, o por nervios, se dedicó a ver los diseños de las gift cards sobre el mostrador, y, casi desdeñosamente, agitó sus dedos para que tomara la tarjeta de entre sus dedos; no le interesaba saber cuánto costaba la apreciación del torso de Sophia, tampoco le interesaba saber cuántos puntos le darían por eso—. ¿Cuáles son tus planes para hoy en la noche? —le preguntó, no acordándose si ya se lo había preguntado o no.
— Tengo una cita —repuso calladamente.
— She’s got a date tonight —le dijo a la de cabello azul, como si eso le importara a ella, pero sólo era para llamar la atención de la rubia.
— Todavía no sé si es una cita —entrecerró los ojos.
— ¿Depende de la ingestión de alcohol? —elevó su ceja derecha, volviéndose rápidamente hacia el cobrador electrónico para dibujar una pixelada firma en la pantalla azul.
— No sólo de eso.
— ¿De qué depende?
— No sé si me van a recoger o si nos vamos a reunir en el restaurante —se encogió entre hombros, viendo la entrega de la tarjeta negra junto a una blanca factura, y, de un desliz, la pequeña bolsa negra terminó sobre el mostrador.
— Have a nice day —le deseó a la del cabello azul, y le entregó la bolsa mientras apuñaba la factura—. Ajá, ¿qué más?
— Si tenemos o no una reservación —sonrió en agradecimiento—, y sí tenemos.
— Pero no puede ser que eso defina si es o no una cita —le dijo Emma—, porque puede ser que sea imposible conseguir una mesa en el restaurante… que la única manera de conseguir una mesa es con una reservación.
— Es sólo un aspecto —sacudió su cabeza, y se aferró a los cordones negros de la bolsa con ambas manos mientras esperaban por el ascensor.
— ¿Qué más?
— Si nos hemos arreglado para la otra persona —sonrió de reojo—. Tú sabes; no con la ropa del trabajo, que nos hemos duchado, que olemos bien y a limpio, y que nos vemos bien.
— Ajá —tomó nota mental—, ¿y no tiene que ver quién invitó a quién?
— Quizás —asintió entre hombros encogidos, un verdadero «ni idea» —. Pero quien haya decidido que era una cita definitivamente tiene que hacer sentir a la otra persona como el centro de atención.
— You have to know you’ve been dated —suspiró, dándole toda la razón.
— Exactly —sonrió, y, ante el timbre del ascensor, se adentró a la cabina para luego ser imitada por Emma—. Y la conversación tiene que ser amena, tiene que ser muy relajada; no tiene que parecer que me están interrogando.
— ¿Y el alcohol cuándo entra?
— Para relajarnos —resopló, suponiendo que era para eso en el caso de una primera cita—. Gracias por esto —sacudió la bolsa, y se enrolló entre su brazo y su torso, tal y como lo hacía cuando estaban en la cama.
— Gracias a ti —sonrió, abrazándola fugazmente o por lo que duraría el ascensor en llegar al vestíbulo, y, como si se tratara de mucho respeto para el público, se limitó a darle un beso en la cabeza—. ¿A qué hora quieres que te recoja?
— ¿Vamos a ir caminando o me vas a llevar en taxi?
— ¿Qué dice tu manual de citas? —bromeó.
— Depende —dijo, saliendo del ascensor con Emma de la mano—. Si estás nerviosa y no quieres agotar los temas de conversación con una caminata, creo que taxi.
— ¿Te parece si te recojo a las seis y treinta y cinco? —sonrió suavemente, entretenida por el juego.
— ¿Me vas a llevar caminando?
— Prefiero llevarte caminando a la ida y no al regreso —dijo, absteniéndose a responderle sí o no.
— Está bien —susurró—. A las seis y treinta mejor.
Emma sólo sonrió, y, llevando su mano a sus labios para darle un beso, dejó que el cómodo silencio las acompañara, pues raras veces se interponía entre ellas.
Cuando cruzaron las puertas que cruzaban todas las mañanas para esperar el ascensor, primero Emma y luego Sophia con una diferencia de quince minutos y más-menos cinco minutos, cada quien reclamó su mano para poder entrar en el papel de civiles que simplemente trabajaban juntas. Dile “no” a la adulación.
— A ti te estaba buscando —dijo Volterra en cuanto se las encontró entrando al estudio, y Emma se señaló a sí misma para preguntarle si era con ella—. No, a ti —señaló a Sophia.
— Oh, ¿para qué soy buena? —se encogió la rubia entre hombros.
— ¿Puedes venir a mi oficina un momento? —sonrió extrañamente.
— ¿Ahorita? —frunció su ceño, y él asintió—. Está bien —se encogió nuevamente entre hombros, y siguió a Volterra hacia el lado opuesto al que Emma se dirigiría.
Emma sólo suspiró, ni siquiera tuvo ganas de tener la curiosidad de saber qué era lo que necesitaban hablar con tanta privacidad, pues creyó que iban a hablar de algo que tuviera que ver con Camilla, o con la Old Post Office . Ninguno de los dos temas le interesaban, no en ese momento. Y, de igual forma, se enteraría más tarde por boca de Sophia.
Caminó por el pasillo que Clark decía que utilizaba como pasarela porque lo dominaba como si le pertenecía, y le pertenecía, ¿acaso no estaba su nombre en la puerta? Quizás por eso su oficina y la de Volterra quedaban en extremos opuestos, pues, más que por separar los egos y a “ mommy and daddy” , había trazado una línea imaginaria de lo que era “mío” y de lo que era “tuyo”; cada uno tenía un pasillo para taconear o para arrastrar los pies, y las invasiones al otro pasillo eran en son de paz y con fines diplomáticos.
¿Había algo que debía decirle a Gaby? ¿Había algo que necesitaba que hiciera por ella? Ya había enviado un arreglo floral a la habitación en la que Nicole se recuperaba del circo hormonal por ya no tener a un humano miniatura dentro de ella y ya había arreglado lo necesario para que no tuviera que tomar un taxi hasta su casa cuando la dieran de alta, porque ninguna mujer debía tomar el taxi con un recién venido al mundo de los pecadores. Además, era un gesto quizás hasta bonito.
— ¿Ya comiste? —se apoyó de su escritorio con su puño, pero, antes de que Gaby pudiera responderle, sólo vio el recipiente desechable con aburridos vegetales verdes dentro—. Buen provecho —sonrió.
— Gracias —se aclaró la garganta luego de haber tragado.
— ¿Hay algo para mí? —ella sacudió la cabeza—. Bien. Hazme el favor de salir a respirar aire fresco, quizás a comer algo con mayor sustento —sonrió de nuevo—. Si compras almuerzo de verdad, va por mi cuenta.
Antes de escuchar o ver un asentimiento o consentimiento, o un agradecimiento, dio el suave puñetazo por maña a la madera del escritorio y se retiró hacia su oficina.
— Perdón por la tardanza —dijo sus discípulos, quienes trabajaban como verdaderos contrincantes; en esquinas opuestas de la mesa de café y cada uno cubriendo su trabajo, y Lucas, como siempre lo haría en cuanto una fémina entrara al espacio en el que él se encontraba, se puso de pie—. ¿Almorzaron bien? —ambos asintieron, Lucas con una sonrisa y Parsons con labios fruncidos—. ¿Qué comieron? —preguntó, diciéndole a Lucas que se sentara con un gesto de mano y una expresión de “no te molestes”.
— Limani —dijo Parsons.
— Una hamburguesa —se encogió Lucas entre hombros con una sonrisa.
— Ajá —rio guturalmente—. Ahora díganme lo que comieron con detalle. —Ambos la miraron como si no hubiera hablado en un idioma que ellos pudieran entender—. Tú me dijiste en dónde comiste —se dirigió a Parsons–, y tú me dijiste algo tan general que no me sirve de nada —les explicó—: quiero saber qué tan bien saben describir.
Emma elevó su ceja derecha, se dejó caer en su silla, y abrió sus manos con un movimiento de cuello que sólo demandaba que alguien hablara primero. Observó cómo ambos se vieron entre sí; Lucas cediéndole la palabra Parsons y Parsons se la rechazaba, pues, por primera vez, no veía ninguna ventaja en hablar primero.
Suspiró con cierta desesperación, ¿qué tan difícil podía ser describir lo que comieron? Si no podían describir ni una hamburguesa, ni el mantel blanco que tenía la mesa en la que comieron, ¿cómo iban a poder darle una idea más concreta que vaga a un cliente?
Un segundo suspiro salió ligeramente por su nariz, su pierna izquierda se posó sobre su rodilla derecha, un fugaz vistazo a su aburrido reloj para ejercer presión, y una mirada de tener ganas de matarlos por igual.
— ¿Alguna vez ha comido en Limani? —balbuceó Parsons.
— Comida mediterránea —asintió Emma, acordándose de las tres veces que había cenado ya en dicho lugar.
De entrada obviaba el Mezés ( Μεζές ) porque no era fanática de la taramosalata, ni del tzatziki, ni del hummus, ni de las dolmades; lo único que le gustaban eran las dos tiropitas que llevaba el platillo. Si Sophia pedía un Mezés , había una especie de trueque precolombino: una tiropita a cambio de algo de su plato. Prefería pedir las vieiras con ensalada cítrica, o el pulpo a la parrilla, o el crab cake .
El platillo principal podía ser pasta con langosta o le cotolette de cordero, y quizás podía inclinarse por el saganaki de camarón. De postre siempre el sorbete de limón y fresa, ni el uno ni el otro: «los dos» .
— Una ensalada de aguacate y camarones —dijo Parsons al cabo de unos segundos—. Y salmón con vegetales al vapor… y una copa de Chardonnay.
— ¿Postre? —ella sacudió la cabeza—. ¿Algo más que quieras agregar? —ladeó su cabeza hacia el lado izquierdo.
— No —murmuró, y Emma suspiró.
— Mi hamburguesa estaba muy rica —dijo Lucas antes de que Parsons pudiera preguntar si debía decir algo más—. Venía abierta; la torta de carne con el queso cheddar blanco derretido sobre el pan de abajo, y una hoja de lechuga y dos rebanadas de tomate sobre el pan de arriba —continuó diciendo—. Venía con una orden de papas fritas, pepinillos, una salsa roja, cebollas caramelizadas, y un poco de coleslaw —dijo, notando cómo Emma parecía ensanchar la mirada poco a poco—. La salsa roja sabía un poco amargo, como si era de tomates y pimientos rojos a la parrilla y se habían carbonizado más de la cuenta. No me gustan los pepinillos, por eso los dejé a un lado. Los tomates estaban muy rojos, y muy jugosos, pero la consistencia estaba rara; estaban porosos, por eso se los tuve que sacar. No usé mayonesa, mostaza, o kétchup para la hamburguesa, pero sí me comí las papas fritas con mostaza. Bebí una limonada, y comí torta de manzana à la mode —sonrió, no sabiendo qué era lo que había dicho mal, pues la mirada de su jefa era de verdadera estupefacción—. Mi almuerzo costó veinticuatro dólares y treinta y cinco centavos, lo cual se acomodó para los veinticinco dólares que tenía presupuestados —dijo, pensando en que eso le sumaría puntos en el lado de lo estratégico, pues no había nada mejor que respetar un presupuesto.
— Observaciones —murmuró Emma con un suspiro que debía relajarla y traerla de regreso al allí y al entonces—. Toni, ésa es una descripción —dijo, señalando a Lucas con la palma de su mano, y ella se hundió en su asiento—. No fue la mejor descripción, pero fue una descripción… con eso se puede trabajar —añadió, y, volviéndose hacia Lucas, suspiró con algo parecido al miedo—: Lucas, no mencionaste en dónde comiste.
— Ah… —frunció él su ceño, y se puso rápidamente de pie para pescar algo de su bolsillo trasero—. “Burger Heaven” —sonrió en cuanto sacó la factura del segundo compartimento largo de su cartera.
— ¿De la cincuenta y tres o de la cuarenta y nueve? —tuvo que preguntar.
— El que está atrás de Saks —sonrió de nuevo.
«Oh… ef-u-c-kay» , suspiró.
— ¿Me prestas tu baño? —le preguntó Sophia en cuanto se encontró envuelta en aquel ambientador cítrico que tendía a provocarle estornudos.
— Claro, pasa adelante —asintió, ofreciéndole la puerta de madera a un costado de su escritorio.
— ¿De qué querías hablarme? —dijo, elevando un poco su voz desde el interior del baño, y, para poder escucharle bien, decidió no cerrar del todo la puerta. De igual forma, sabía que Volterra no tenía intenciones de saber qué hacía, y no era nada que Volterra no hubiera visto ya.
— Encontré una solución para lo que me pediste.
— ¿De qué?
— De lo de “mover el baño” —frunció su ceño, pues no había sido hacía tanto tiempo que se lo había pedido, además, tuvo que preguntarse qué era lo que Sophia estaba haciendo entre lo que parecía ser una pelea consigo misma.
— Ah… ¿ajá? ¿Qué pasó con eso?
— Hay una solución, pero tendrías que abrir el piso… y, aunque mover las conexiones es difícil, y quizás un error, se puede hacer.
— ¿“Pero”?
— Pero ese baño va a tener muchos problemas —dijo sinceramente.
— ¿Qué tantos problemas? ¿O problemas de qué tipo?
— De todo tipo —respondió, y escuchó un silencio que no le gustaba para nada, pues parecía ser el mismo descontento que había poseído a Camilla hacía tantos años, pero no, Sophia sólo se apresuraba a colocarse su nuevo sostén al torso—. Pero, de que se puede hacer, se puede hacer.
— No —emergió del baño, ya con busto en copas de tamaño apropiado, y con el 34 C en la bolsa de Saks—. Eso no —sonrió.
— Entonces, ¿qué quieres que haga? —elevó ambas cejas, y se quitó los anteojos únicamente para colocárselos de nuevo.
— Nada, pero gracias —resopló—. Ya veré cómo soluciono eso.
— Yo sólo estuve pensando… —le dijo, ofreciéndole asiento frente a él, el cual ella tomó—. En la pared de la entrada, a la izquierda, hay un armario empotrado de la misma longitud, ¿no?
— Sí —asintió, y, sin recibir invitación u ofrecimiento de parte de su jefe/papá-biológico, sumergió su mano en el recipiente de chocolates.
— El ancho del pasillo de la izquierda es mayor al ancho del pasillo de la derecha… ¿por qué no quitas el armario, y cambias las puertas de lugar? —Sophia lo miró confundida—. La puerta de la habitación la cambias al pasillo de la derecha, y la puerta del baño la cambias al pasillo de la izquierda.
— Mmm… —frunció su ceño.
— Eso sí se puede hacer y no tiene mayores consecuencias.
— Sé que eso se puede hacer —sacudió su cabeza—. Ya lo había pensado, pero el pasillo de la derecha no da para un clóset.
— ¿Cuánto espacio necesitas si sólo vas a estar por unos días, un par de veces al año? —sonrió, y vio la epifanía que poseía a Sophia.
— Gracias, Alec —reciprocó la sonrisa.
— No hay de qué —le ofreció más chocolates—. ¿Cómo vas con lo de la Old Post Office ?
— Antes de la una ya estaban los renderings en las oficinas —dijo a secas mientras sumergía su mano nuevamente en el recipiente—. Supongo que tendremos una reunión el jueves, a más tardar el viernes... dependerá de las observaciones que tengan sobre lo que les envié.
— Yo creo que lo que enviaste era muy bueno —opinó—, pero el del salón de eventos se veía un poco apresurado.
Sophia no se molestó, pues Volterra sólo hacía su trabajo como jefe, como quien daba la cara por el estudio. Y, sabiendo la rubia que el rendering no era el mejor por falta de conocimiento técnico, y de práctica en realidad, se encontró en la encrucijada de hacerse o no responsable por ello.
Si bien era cierto, no había sido ella quien había hecho el rendering ; había sido Parsons, con su mala gana y con su actitud prepotente. Pero Parsons sólo había trabajado bajo Sophia, bajo su guía, bajo sus recomendaciones que eran más una corrección por no tener tiempo para detenerse a explicarle o para hacerlo por ella. ¿De quién era la culpa? De las dos, sí.
— Sí, eso es mi culpa —asintió Sophia, haciéndose absolutamente responsable por la falta de pulcritud y perfección—. I bit more than I could chew —dijo, encontrando refugio en lo vago de la expresión; se refería a haberle confiado el trabajo a Parsons, y se refería a que realmente había intentado hacer mucho en tan poco tiempo, «no, es mi culpa porque yo vine tarde» , pero, por alguna razón, no encontró sentido alguno en decírselo a Volterra.
— Sólo era una observación —sacudió la cabeza—. ¿Ahora qué sigue?
— Esperar a que me digan cuál es la opción que más les gusta —se encogió entre hombros—. Y retocar el salón de eventos.
— Está bien —sonrió—. ¿Uno para el camino? —le ofreció nuevamente el recipiente.
Sophia sólo sonrió con una pizca de vergüenza, pero no con la suficiente vergüenza que evitaría que pescara un tercer chocolate que no sería para el camino sino para comérselo junto a los otros dos.
Se puso de pie, y salió de aquella oficina, pensando en dónde podía reubicar las puertas con mayor precisión para que pudiera caber una cama king con el respeto del espacio y de que no estuviera pegada a ninguna pared por respeto a los principios del buen gusto.
Pero en ese momento se acordó de lo que Emma le había dicho la semana anterior, la madrugada del viernes, que ella tendía a preferir las camas contra la pared porque le gustaba dormir entre ese límite, como si la pared le diera un respaldo, y pensó en cómo sería si le diera precisamente eso pero con buen gusto, con el mejor gusto que podía nacerle, con un gusto que le gustara.
Rápidamente se imaginó en dónde podía caber la cama; si debía ser colocada horizontal o verticalmente, e intentó transformar la imagen mental de aquella habitación para poder saber si era una idea viable o no, si era factible o no.
En cuanto Sophia entró a su oficina, sólo sonrió para todos y tomó asiento en su escritorio como acostumbraba siempre.
Parsons la odió, y la odió con todas sus fuerzas. ¿Acaso no había tiempo para desearles “buen provecho” también? ¿Acaso no había una disculpa por haber llegado tarde por segunda vez en el día? No, tiempo para eso no había, pero sí había tiempo para pasar por Saks a comprar sabía Dios qué, ¿acaso no podía hacer sus compras en su tiempo personal? ¿Acaso no podía hacerlo al salir de la oficina? Qué poco respeto.
Y la odió todavía más en cuanto se dio cuenta de que se encargaba de corregir descaradamente su rendering del salón de eventos.
La observó con tanto odio que logró diseccionarla como si se tratara de una tomografía, capa por capa para encontrarle todos los defectos aparentes y no aparentes.
Quizás le enojó el hecho de creer y reconocer su habilidad de saber esconder sus imperfecciones en plena vista, era una habilidad admirable, pues el arte de una fachada no era nada sino complicado de alcanzar. Era buena pretendiendo, ¿y qué?
Probablemente eran sus facciones finas, o sus impresionantes ojos celestes que se hacían más transparentes tras los vidrios de sus anteojos Bvlgari marrones, o quizás eran las desordenadas ondas rubias las que hacían el trabajo, el trabajo que le había conseguido el proyecto de la Old Post Office , el trabajo que le había conseguido el diamante amarillo en su dedo anular izquierdo, el trabajo que la dejaba escribir con un bolígrafo Tibaldi Bentley negro con plateado, el trabajo que la dejaba armar y desarmar su cubo rubik cada vez que se detenía a guardar su progreso. Pero le veía las manos y estaban perfectamente manicuradas con una laca que no era de Revlon sino que tenía cierto acento sedoso entre las notas de rosado que tendían a blanco y las notas de blanco que tendían a rosado, y le veía el maquillaje, que, por muy apresurado que fuera, se notaba que no era Lancôme. Le veía los stilettos y eran Louboutin, de esos Louboutin que eran omitidos por la mayoría de mujeres por ser demasiado llamativos, juguetones, de “mírenme, aquí estoy”, pero que, de algún modo, ella lograba hacer que funcionaran a pesar de que las piernas del jeans le quedaban ínfimamente largas y se acumulaban escasamente sobre sus empeines y cubrían una tímida porción de la aguja. Quizás el jeans le quedaba flojo en general, como si hubiera rebajado mucho y todavía no había tenido tiempo para comprar uno nuevo, o como si le gustara el estilo más boyfriend , pero, sin duda alguna, no era de esas tiendas de ropas de mala calidad; nada de H&M y Zara, mucho menos Abercrombie. Su estilo no tenía sentido, pero, de nuevo, se acordó de pensar en que se había vestido en la oscuridad. Y la cachemira negra tenía una ligereza demasiado perfecta, tan perfecta que odiaba el hecho de que estuviera en el torso de la rubia y no en el suyo.
Pero, entre todo y todo, ella parecía ser una mujer a la que un hombre mantenía a su lado por ser planamente “bonita”; él pagaba su mantenimiento, él pagaba todo para que permaneciera así.
«Yup, she definitely fucked her way to the top» .
Como ya me cansé de tanto odio, voy a dejar que Parsons siga odiando sola y no me voy a interesar en meterme en su cabeza. No por el momento.
Sophia, como no tenía ganas de lidiar con ese tipo de actitudes y tenía que corregir las imperfecciones del rendering , algo que era más difícil que empezarlo desde cero, decidió darle la primera probada de trabajo realmente estresante y que no tenía que ver tanto con el diseño sino con el innato buen gusto dentro del presupuesto. Le dio las listas de todas las opciones de componentes que podía tener cada uno de los siete tipos de habitaciones disponibles para la clientela; marcas, composiciones, colores, precios, tamaños, etc.
Esa lista, a pesar de ya haber sido reducida en un setenta y nueve por ciento, todavía debía ser filtrada hasta lo específico, y, aunque ya Sophia sabía lo que propondría dependiendo del veredicto de la paleta de colores recién entregada, quería saber cuáles eran las inclinaciones de una mente tan agrandada y arrogante como la suya. De alguna forma disfrutaba ver cómo la cabeza de Parsons se posaba sobre la guillotina y sólo estaba a la espera de que Emma girara su pulgar hacia abajo para que sufriera del “reality check” .
En su defensa, porque cualquiera podía creer que por repulsión era que le asignaba esas tareas, dejó muy claro que habría hecho lo mismo con Lucas.
Cuando Sophia todavía estaba en la universidad, que había optado por la opción de estudiar y hacer sus prácticas al mismo tiempo, había tenido a quien ella consideraba la mejor mentora que un estudiante sin experiencia podía pedir.
Sherlyn McDonald había sido su profesora de “Design I: Elements and Organization” el primer semestre de Diseño de Interiores en SCAD. Era una sureña de cabello esponjado y tan rubio que parecía blanco, de cejas rubias, ojos verdes y lápiz labial rojo. Era tan prominente, eminente e inminente, que se daba el lujo de no trabajar los días domingo, y de recibir clientes, los días lunes y martes, solamente por cita previamente acordada. Los tres días hábiles restantes trabajaba de diez de la mañana a cinco de la tarde, y el sábado del puntual mediodía hasta las puntuales cinco de la tarde. Por eso era que Sophia podía cubrir cuatro materias sin mayores problemas.
Ella se encargaba, más que todo, de precisamente “Organization” . Organización de armarios y cocheras, del hogar en general. También se encargaba de hacer una que otra instalación de iluminación, y, por supuesto, de diseño de interiores para residencias y oficinas.
Sophia había trabajado un poco más de un año con ella a pesar de que la universidad sólo le exigiera seis meses de prácticas, tanto era lo que había aprendido y tanto era lo que podía aprender con toda la clientela que tenía el estado de Georgia para ofrecer. Así de solicitada era.
Y ahora, estando ella en una posición similar a la de Sherlyn «nunca “Mrs. McDonald” porque eso sonaba a que era la esposa de “Old McDonald” y eso no le gustaba» , sólo pretendía descubrir potencial de la misma manera en la que ella le había descubierto el suyo. Con asignaciones que a veces parecían ser ridículas, con tareas que parecían no tener sentido, con peticiones que parecían no tener nada que ver con el diseño en general. Pero, gracias a ella, Sophia sabía cómo se podía abordar la elección de un textil sin necesariamente saber qué era lo que se buscaba, sabía cuál era la composición de una sábana con tan solo tocarla, sabía la diferencia entre un par de sábanas de conteos de hilos distintos, y había aprendido a desmitificar el conteo de hilos como tal: “mayor conteo de hilos no es sinónimo de buena calidad”, «porque una sábana italiana de doscientos es de mejor calidad de una paquistaní de mil» . Había aprendido a que las sábanas de seda no eran para todos los climas, y a que el precio, en el caso de las sábanas, sí era un reflejo de la calidad.
Todas esas cosas básicas que no abordaban en la universidad, quizás porque les daba pereza o porque no se les ocurría que estaban formando a seres ignorantes, lo había aprendido de ella con esos viajes a Bed Bath & Beyond y a Number Four Eleven, con esos viajes a acostarse en todas y en cada una de las camas y en todos y en cada uno de los colchones para entender que no toda cama era para cualquier colchón. Sí, con ella había aprendido que todo giraba alrededor de la cama perfecta.
Por ser eso lo que conocía, y por ser el cómo lo conocía, fue que decidió que así era como ella se encargaría de enseñarles lo que sabía a cualquiera de los dos, y no le importaba si les gustaba o no, pues a ella no siempre le había gustado, no hasta que entendió el porqué.
— Son casi las cinco —dijo Emma—. Creo que es todo por hoy —sonrió para ambos discípulos—. Sí, es todo por hoy —se corrigió, porque la indecisión de terminar el día laboral no era lo suyo, además, la hora se prestaba para eso.
Lucas simplemente presionó la combinación de dos teclas para guardar el progreso del día, pues él no tenía ningún problema con terminar cuando todavía había sol o cuando ya estaba por salir el sol. Además, agradecía la atención personalizada y el tiempo que se había tomado Emma en señalarle sus errores, en ayudarle a corregir las imperfecciones, y en introducirlo a ciertas decisiones prácticas que sólo con la experiencia se iban a concretar.
Parsons, aliviada por terminar un día de absoluto sometimiento bajo la estúpida rubia, no se tardó ni un segundo en ponerse de pie con bolso al hombro y con una hoja en la mano para simplemente salir corriendo de ahí. Estaba enojada, más que enojada, indignada: ella no había aceptado la pasantía para ser la víctima de la rubia, eso no lo compraban ni tres mil dólares al mes, y estaba enojada por todo lo que Lucas sí había podido aprender y conocer de quien sí estaba dispuesta a ser víctima aun sin recibir un centavo. Qué envidia.
Emma pensó en detener a Lucas, en pedirle un momento de su tiempo para poder hablar sobre lo que estaba segura que había conocido en Burger Heaven además de una hamburguesa de calificación B+ . Pero decidió no hacerlo por no estar cien por ciento segura, y, al no estarlo, tampoco tenía ganas de meter su vida privada y personal en el trabajo. Prefirió esperar a ver cómo evolucionaba el saber o el no saber, que, en el caso de que lo supiera, prefería ver cómo lo utilizaría o si no lo utilizaría en lo absoluto.
Lucas salió con la espalda recta y el mentón en lo alto como si alardeara de un día productivo y provechoso, dos adjetivos que sabía que utilizaría hasta en esos días en los que quizás no había mucho o nada que hacer.
Ya con el nudo de la corbata un tanto flojo y torcido, le alardeaba al mundo que tenía un trabajo que, aunque usted no lo crea , era mental, inspiradora, y visualmente agotador.
Y desapareció al final del pasillo, cruzando hacia la derecha, para simplemente preguntarse qué hacer por el resto de la tarde. ¿Debía regresar a su apartamento de seiscientos ochenta y siete dólares al mes en Brooklyn? ¿Debía quedarse unos minutos más por ahí para beber un café y comprar su cena? Tomó en cuenta de que el M pasaba cada diez minutos, y que el viaje hasta aquel diminuto apartamento se tardaba un poco menos de una hora. Probablemente era una buena idea regresar a casa para poder trabajar en su esténcil. Sí, eso haría. Y, de paso, compraría su cena: cinco piezas de pollo frito, coleslaw y papas fritas, dos litros de Pepsi, y una porción de pie de manzana. Todo por catorce dólares con cuatro centavos en el Crown Fried Chicken.
— ¿Estás lista? —le preguntó Emma, y ella, con un asentimiento, arrojó su cubo al interior de su bolso y se puso de pie—. Vamos —dijo suavemente, casi con un susurro, y le alcanzó la mano para que le importara muy poco lo demás. Y suspiró.
— ¿Cansada? —le alcanzó su mano izquierda, y ella disintió—. ¿Por qué ese suspiro tan…?
— Es como… —ladeó su cabeza y sonrió con la amplitud justa que estaba al borde de mostrar dientes.
— ¿Es como…? —susurró, acercándose a ella con la tentación de besarla, porque esa sonrisa le parecía que era demasiado “cute” .
— Como Eucerin para mi eczema —sonrió.
— Qué romántica —rio, soltándole la mano únicamente para abrazarla eufóricamente por el cuello.
El abrazo tomó a Emma por sorpresa, por lo que no la apretujó de ipso facto. Se tardó un segundo en reaccionar, y, en lugar de apretujarla hasta sacarle el almuerzo, simplemente la envolvió entre sus brazos y buscó inhalar el L’Air del cuello de la rubia que, si quería, podía prácticamente colgarse de su cuello.
— Sophie… —suspiró a ras de su cuello.
— Lo sé, lo sé —rio—. No me he bañado tan bien.
Emma quiso decirle eso que tanto le costaba decirle a pesar de ser algo tan sencillo, quiso decirle que la necesitaba de ese modo en el que un abrazo no era suficiente, que con tocarla no era suficiente. Y quiso decírselo, en verdad quiso, pero sus cuerdas vocales no comunicaron su urgente necesidad porque no supo decirle cómo la necesitaba; no era en un sentido sexual, aunque, bueno, sí, sí era en un sentido sexual, muy sexual, pero no era sólo eso. No supo decírselo en ningún idioma ni de ninguna manera. Eso frustraba.
Resolvió reírse de la prisa que había reinado a la rubia por la mañana, esa prisa con la que cualquiera se habría tropezado más de una vez, y, en lugar de intentar explicarle que no era su olor, porque no olía a una ducha de escasos minutos, le tomó la mano de nuevo y la haló para salir de la oficina. Quizás, estando en casa, podía enseñarle lo que quería sin necesidad de decírselo. Eso sólo si lograba saberlo con exactitud.
Se metieron en uno de aquellos Crown Victoria amarillos, y, en veintitrés minutos de un poco de congestionamiento vehicular y de cómodo silencio, llegaron a la puerta del 680.
Sí, aparentemente ya habían empezado con lo que Emma ya sabía que sería una molestia peatonal. Habían empezado a transformar los primeros dos pisos en retail space , un proyecto que a nadie le estorbaba porque no se podía pedir mucho: Barneys, Brunello Cucinelli, y Hermès al cruce de una insignificante porción de pavimento. Ella sólo pedía que no pusieran ni Dolce, ni Louboutin, ni Burberry. Eso sería pedirle demasiado.
Caos en las aceras, porciones de acera sin acceso porque estaban por cambiar el pavimento, y la entrada trasera inaccesible por haber un hacinamiento de baños portátiles. «Oh, crap… pun intended» .
— ¿Algo de beber? —le ofreció Emma con un susurro mientras viajaban en el ascensor.
— No, mi amor, gracias —sacudió su cabeza, y, por los tres pisos restantes, recostó su sien sobre su hombro.
— ¿Estás cansada? —la miró desde arriba—. Podemos cancelar la cena si quieres, si estás muy cansada.
— No —murmuró, restregándose suavemente contra la seda de su patrón de leopardo.
— Quizás no “cancelar”, pero sí podemos posponerlo para mañana —sonrió con ligereza.
— ¿Tú no quieres ir?
— When will you understand… —susurró—. When will you understand that I’ll do whatever you want me to do, that I’ll go wherever you want me to go?
— When you tell me what you wanna do —sonrió, y, ante el timbre del ascensor, la haló para ir en busca de la puerta blanca.
— I’d like to do whatever you want to do —frunció su ceño mientras pescaba las llaves en el interior de su bolso—. But I don’t want to force you into dating me tonight .
— Mmm… —se detuvo de golpe y se volvió hacia ella para encararla—. I thought you were dating me —sonrió.
Emma sonrió, soltando una risa callada y nasal que sólo terminó en una sonrisa de dientes y no sólo de labios, una sonrisa que terminó con la rubia sonrisa encima.
Quiso que evolucionar el “encima” a un “entre”, quiso quizás tomarla por la cintura o por la cadera, o por una mejilla, o tomarle la mano para pasarla por su nuca, quiso apoyarse de la pared que estaba a su lado, o quizás contra la puerta, o quizás quiso apoyar a Sophia para dejarle saber que no sabía qué era lo que quería. Pero, ante tanta incertidumbre, ante la caída en picada de todo lo que sabía que sabía y de todo lo que sabía que no sabía, supo interrumpir el beso para dejar que Sophia decidiera absolutamente todo; su posición de poder y control, la posición física en el espacio, y la acción a seguir. Parte de ella esperaba que el beso continuara, pero la otra parte esperaba que no lo continuara, que sólo cruzaran la puerta y cada quien continuara su vida sin acelerado ritmo cardíaco. Era decepcionantemente frustrante no saber ni decir ni pedir algo con exactitud por tener intereses en la otra alternativa, en especial cuando no sabía si realmente tenía intereses en ambos lados de la moneda. Nada era blanco, nada era negro.
Sophia encontró una tercera alternativa a pesar de no saber que se trataba de alternativas en realidad, pues desconocía la absurda indecisión de la mujer que parecía querer olvidarse del freno por completo pero que tampoco aceleraba temerariamente. Le dio un corto beso, y otro, y otro, y otro, cada uno con esa risita nasal y con una sonrisa que apenas lograba cerrarse, por protección, para presionarse contra los labios de Emma. Terminó con su labio entre sus dientes, como si eso contuviera las ganas de darle otro beso.
Logró contenerse las ganas, porque, de darle otro, le daría otro, y le daría muchos más que eventualmente se resumirían en uno más profundo, más duradero, menos juguetón, menos sonriente, más jadeante, con más manos, con menos ropa, y definitivamente sin cena. ¿Pesaba más la cena o las ganas que le estaban dando en ese momento?
Las ganas podían esperar hasta después de la cena, y la cena podía ser pospuesta por un día, o dos, o tres, o indefinidamente. Lo que era inconcebible era cortar las ganas por la mitad, o sea interrumpirlas para ir a cenar con la esperanza de, al regresar, seguir teniendo ganas, y también era inconcebible no ir a cenar precisamente porque las ganas podían posponerse con el subliminal motivo de meterlas en una olla de presión para que el resultado fuera explosivamente rico. Vaya dilema.
Pero no había necesidad de entrar en una crisis existencial, no en esta ocasión, tampoco había necesidad de enfrentarse al dilema Shakespeariano: se podían hacer las dos cosas. Preferiblemente no al mismo tiempo, pero se podían hacer.
— Ti amo —susurró, pasando sus manos por su nuca para abrazarla.
— Ti amo di più, Sophie —sonrió, reciprocándole el abrazo con menor minusvalía que hacía rato, y le dio un beso en su frente para luego apoyar su mejilla contra ella mientras deslizaba sus manos por su espalda para envolverla por la cintura y para sostenerla por la nuca.
— No quiero arruinar el romanticismo del momento —resopló ante la tercera alternativa—, pero necesito ir al baño.
Emma rio calladamente, porque a ella todavía no le pasaba que la vejiga se le debilitaba aún más cuando estaba tan cerca de la porcelana en la que más cómoda se sentía. Le dio un beso en su frente, y, rápidamente, abrió la puerta para que Sophia lograra llegar a su destino sin sufrir de uno de aquellos accidentes que tenía veinticuatro o veinticinco años de no sufrir. Eso se le preguntaba a Camilla.
Puso su bolso en el asiento del sillón que le daba la espalda a la puerta principal, como siempre, y, teniendo el coraje más grande de toda su vida, retomó la costumbre de quitarse los stilettos para colocarlos junto a la pata izquierda frontal del mismo sillón. Esperaba que el Carajito no hiciera más que olfatearlos. De preferencia ni eso.
Lo vio acercarse con el tiki chillón entre los dientes, el tiki anaranjado de boca azul que era quizás más grande que su cabeza, y venía haciendo esos sonidos que pasaban por ronquidos robustos pero agudos. Mientras sacaba su blusa de su jeans, y la desabotonaba, lo observó olfatearle sus enrojecidos pies. Le dio cosquillas sentir la fría humedad de su nariz cuando le rozaba el empeine y cuando se presionaba contra su tobillo o su talón.
No supo exactamente por qué, pero se tiró al suelo para jugar con su miniatura mascota.
Le ofrecía el tiki hasta que lo mordía para ella tirar suavemente de él como si quisiera arrancárselo, y él gruñía agudamente entre los graciosos ronquidos que tanta risa le daban.
Sophia salió del baño con una sonrisa que era de alivio y de satisfacción por igual, pues, el abrir la puerta, vio cómo Emma atacaba a cosquillas al diminuto Can que, por estar sobre su dorso, intentaba darse la vuelta para huir de lo que intuía ella que le daba risa, pues sus cortas y pequeñas patas temblaban rápidamente. Y, de paso, su satisfacción nacía en eso tan mudo y tan mental que Emma llamaba “hablarle como idiota”.
— ¿Estás cómoda? —le preguntó desde el marco de la puerta del que se apoyaba.
— Lo suficiente —asintió Emma con una risa—. Would you like to join me?
— Creo que no hay tiempo —se irguió—. Tenemos que sacarlo, y quisiera ducharme bien antes de irnos —sonrió.
— Phillip lo trajo hace como veinte minutos —le dijo, dejando de hacerle cosquillas a su canina víctima para que pudiera ir en búsqueda de refugio entre las manos que la rubia le ofrecía a pocos centímetros del piso.
— Well then, wanna join me in the shower? —preguntó sin verla a los ojos mientras recogía al pelaje negro para rascarle detrás de las orejas.
— If I do… —suspiró, volcándose sobre su espalda para ver, al revés y desde abajo, cómo Sophia acariciaba cariñosamente al Carajito.
— Dejaré la puerta y la invitación abierta —guiñó su ojo, y, bajó al Carajito para que regresara con Emma.
— Grazie mile —reciprocó el guiño de ojo, y la vio retirarse por el pasillo que en algún momento dejó de acosar porque ya conocía las intenciones del Carajito.
Nunca le había gustado que un perro le lamiera la cara, mucho menos el área de la nariz y la boca, pues ella sabía exactamente en dónde había estado esa lengua y lo que podía llegar a comerse.
Tomó al Carajito entre ambas manos para colocarlo en su abdomen sobre su dorso, y, con un vuelco canino, dejó que le caminara encima. Definitivamente un French Bulldog no era lo mismo que un Gran Danés, o que un Dálmata, o que un Weimaraner. Y dejó que le caminara encima, directamente sobre la piel, porque, de igual modo, pretendía ducharse para su cita tras las especificaciones del “Cómo saber si se está en una cita” «by Sophia Rialto Stroppiana» . Además, tenía que quitarse esa mezcla de olores: de hamburguesa, de perfume, de estudio, y ahora de perro.
Dejó que olfateara por aquí y por acá, que le causara un incómodo escalofrío por un repentino lengüetazo relativamente carrasposo, que hundiera sus pequeñas cebolletas en aquellos lugares que le sacaban el aire, o que le daban medias cosquillas, o que simplemente le dolían, y lo dejó enrollarse a su lado, contra su costado, para seguir mordiendo aquel tiki que en algún momento desesperaría a Emma.
Su bolsillo derecho vibró junto a aquel llamado de cortos, rápidos, y estrepitosos timbres que sólo le avisaban que alguien quería hablar por FaceTime.
Se decepcionó un poco al ver que no era Natasha, o Phillip, o Sophia. ¿Por qué Sophia la llamaría si estaba a pocos metros de donde ella estaba? Sencillo: porque para que sí.
— Ciao! —intentó poner su mejor sonrisa y su mejor cara.
— Ciao, sorellina! —la saludó una sonrisa más genuina que la suya.
«I’m taller, and older… whatever happened to my name or to a simple “sorella”» .
— Ciao, Laura. Come stai?
— Non c’è male, non c’è male, e tu?
— Bene, bene… —sonrió, temiéndole a ese silencio incómodo al siempre entraba con ella—. ¿Cómo está Stavros? —logró preguntar sin llamarle “Aristóteles”.
— Bien… y dormido —rio, desviando su mirada hacia la izquierda, como si en esa dirección se encontrara el cadáver de cabello marrón con desteñidos destellos por el amor por el sol y lo bohemio, ese cadáver de barba corta y de pecho frondoso pero de abdomen calvo, y que, aun estando dormido, parecía estar pensando en los misterios más intricados del significado de la vida—. ¿Y Sophia?
— Bien, también —sonrió por reflejo de su hermana, que todavía veía aquel cadáver con la enamorada sonrisa que había terminado por instalársele cuando había cruzado el Mediterráneo con él en aquel crucero vacacional de víspera de fin de año—. Me dijo mamá que están buscando en dónde vivir…
— Sí, no era como que nos íbamos a quedar aquí toda la vida… pero creo que ya no le parece gracioso que estemos aquí —rio calladamente, haciendo que Emma riera del mismo modo, pues «of course it isn’t funny anymore» —. Hemos visto como treinta lugares.
— ¿Apartamentos?
— Apartamentos y villas —asintió.
— ¿Hay algo bueno?
— Habitable, sí —asintió de nuevo—. Tenemos cinco que sí nos han gustado… pero está todo un poco caro.
— ¿Piensas comprar o rentar? —frunció su ceño, omitiendo el pensamiento de si le llamaba para pedirle dinero, que, si ése era el caso, ¿por qué no sólo se lo decía? No podía ponerle precio a evitarse una conversación tan «awkward» .
— El contrato de Stavros es por dos años prorrogables, así que estábamos viendo de rentar porque comprar es demasiado caro.
— ¿“Caro” como cuánto? —preguntó su curiosidad.
— Hemos visto una villa cerca del Parco della Caffarella , que queda cerca de la Tor Vergata, por dos punto siete.
A Emma eso no le pareció tan caro porque consideró que se trataba de una villa en la ciudad, porque el Parco della Caffarella todavía quedaba en el Municipio VIII y no lo consideraba caro porque lo había comparado con el apartamento en el que estaba tirada en ese momento, el cual, a pesar de haber sido víctima de la crisis y de la caída del mercado inmobiliario, lo había logrado comprar por seis punto nueve cuando antes había costado el doble. «God bless America!» .
— ¿Cuántas habitaciones tiene? —le preguntó su curiosidad de nuevo.
— Son dos pisos, con cocina, tres dormitorios, tres habitaciones extra, y tres baños… con balcón, terraza, jardín como en la villa de la Nonna, aire acondicionado.
— Suena grande —elevó ambas cejas.
— Y hay otra cerca de la Basilica di Santa Maria in Trastevere con las mismas cosas pero con menos jardín por dos punto dos, otra en la Piazza Venezia con mucho menos jardín por uno punto nueve.
— Suena a que te estás inclinando más por una villa que por un apartamento —sonrió sin juicios ni prejuicios.
— Los apartamentos que hemos visto no están en tan buen estado como las villas, y, si están en buen estado, es el edificio el que está en mal estado. Pero hemos visto uno, para rentar, cerca del Palazzo dei Congresi .
— ¿Y ese qué tal está?
— No está caro, son mil novecientos al mes o uno punto uno por compra —le dijo, y calló para hacer esa graciosa pero dolorosa mueca de haberse aguantado un estornudo de aquellos que, tal y como sucedía en toda persona con sangre Pavlovic, era sonoramente placentero «porque un Pavlovic nunca estornuda dos veces consecutivas porqueestornuda bien; como se debe» —. ‘Ffanculo… —musitó con los ojos rojos y con la congestión nasal de la compresión, y paseó su mano izquierda por sus ojos para apaciguar el entumecimiento temporal de toda su cara, que fue entonces cuando Emma se detuvo a ver su dedo anular con aquellos dos sencillos anillos que llevaba siempre consigo.
Eran dos bandas finas doradas y brillantes, una sencillamente lisa, y la otra con un único diamante blanco que no era ni medianamente grande. Pensó en la simpleza y la sencillez del dedo de su hermana en comparación al dedo de Sophia, y sintió una pizca de vergüenza a pesar de no saber por qué. Quizás, por primera vez, se avergonzó del carácter ostentoso que a veces la poseía. Definitivamente no necesitaba gastar seis cifras en un anillo con un diamante amarillo de ya-ni-se-acordaba-cuántos-quilates, porque eso no significaba que su amor era más grande que el que Aristóteles le tenía a su hermana; quizás sólo significaba una cuenta bancaria con más ceros, o un gusto distinto, o una oferta comercial distinta.
En realidad le gustaba el hecho de saber que pocas mujeres tenían ese anillo, que eran tan pocas que quizás nunca se encontraría con otra que lo tuviera, le gustaba que era prácticamente único, y eso se lo daba el precio por no ser precisamente accesible. Y, aunque ése no era el punto del compromiso, lograba verle lo suyo y lo de la rubia en ese diamante amarillo que no era grande pero que era perfecto para el grosor y la longitud de su dedo.
También evalúo el hecho de que el anillo que llevaría en su dedo anular izquierdo, a partir de la noche del treinta de mayo, no era liso, ni simple, ni precisamente barato, pero era el que a ambas les había gustado sin ningún “pero”.
Nada de lo que pensaba, de lo que veía, tenía comparación, pues no eran situaciones comparables en el sentido de encontrar similitudes y diferencias, o la una o la otra, solamente eran situaciones separadas y aisladas porque nacían de personalidades distintas, de gustos distintos, de circunstancias distintas, de situaciones distintas, de paciencias distintas, de prácticas distintas.
Ella no se estaba casando en un desenfrenado arranque de una visita al equivalente de Las Vegas, y tampoco lo estaba haciendo de esa forma de “ah, por cierto, me casé el fin de semana pasado”.
— Salute —murmuró Emma ante el fallido estornudo que hasta a ella le dolía.
— Che se ne va —resopló—. ¿En dónde estaba?
— En el apartamento.
— Ah, sí. Son dos dormitorios, una habitación extra, con cocina, aire acondicionado, y un balcón.
— No suena mal. ¿En dónde queda?
— Cerca del Giovanni Palatucci .
— ¿Eso no queda demasiado cerca de la Tor Vergata? —elevó su ceja derecha.
— Sí, como a quince minutos en auto, o media hora en tram o en bus —asintió.
— No es lejos —sonrió—. Pero, ¿por qué no se quedan en el apartamento de papá? — «así me lo quitas de las manos y todos estamos felices, alegres, y contentos» .
— ¿Mamá habló contigo sobre eso? —frunció su ceño.
— No, ¿por qué? —frunció ella su ceño también, que, por la forma en cómo lo ceñían, era indiscutible que eran hermanas e hijas de Sara.
— Porque me preguntó si quería que hablara contigo para eso, pero le dije que no.
— Entonces… ¿no lo quieres? — «please say you do want it» .
— ¿Sinceramente? —se encogió entre hombros y no en un “no sé” sino como si se escondiera—. No.
— ¿Por qué no? —ensanchó la mirada.
— Creo que es demasiado caro para rentar y para comprar —resopló como si fuera gracioso.
— Ese apartamento es mío, y lo puedo vender por un euro si así se me da la gana —repusieron sus ganas de persuadirla.
— Sabes que ese apartamento no me gusta —se sonrojó, y Emma suspiró un «no, ni a mí tampoco» —. Ese apartamento es tuyo, y no planeo aceptarlo por un euro.
— Por dos, entonces —sonrió.
— No, Etta, ni por dos, ni por tres, ni por cien, ni por mil —rio—. Ese apartamento es tuyo… para cuando decidas regresarte —sonrió.
Emma se asustó, porque, en otra vida, hacía muchos años, Laura no habría titubeado ni un milisegundo en aceptar tal oferta, mucho menos le habría rechazado la oferta con la razón y/o excusa de que esas más-de-cuatro-paredes le pertenecían a ella porque Franco así lo había dejado legalmente escrito. Además, nunca se imaginó el momento en el que, detrás de la segunda parte de la razón y/o excusa, existiera la remota esperanza de que, en algún momento, Emma regresaría a la ciudad que la crio, pues Laura nunca había creído en que su hermana era cien por ciento compatible con aquella isla tan cosmopolita. Quizás la compatibilidad era temporal, quizás se había aferrado a tres importantes pilares: a su mejor amiga, a su mejor amigo, y a Sophia. La rubia se llevaba el título de su nombre porque era lo que mejor la describía; no era sólo amiga, no era sólo pareja, no era sólo compañera de trabajo, no era sólo una colega, no era sólo cómplice de oportunidad. No era sólo una cosa, las era todas.
— Si algún día regreso, no planeo vivir allí… ni sola ni acompañada —repuso Emma luego de aclararse la garganta.
— Igual, Etta: gracias, pero no gracias.
— Si cambias de parecer, el apartamento allí estará —le dijo con una esperanzada sonrisa, y se ahorró el «cubriéndose de polvo» por dos razones: sonaba demasiado dramático, y no era cierto.
— Gracias, pero no creo que cambie de parecer —repuso, porque prefería vivir en un apartamento de una habitación a vivir en ese lugar que sabía que su hermana tenía ganas de destruir por no poder destruir al hombre que lo había habitado por tantos años.
— Bueno. ¿Necesitas dinero? —tuvo que preguntar, pues nunca estaba de más preguntarlo, en especial cuando no sabía el motivo de su llamada.
— No, no creo que necesite —sacudió su cabeza.
— Si necesitas…
— Sí, sí, iré a ti antes de ir con mamá —asintió con una sonrisa.
— ¿Está todo bien? —frunció su ceño.
— Sí, todo está perfecto —sonrió—. Sólo llamé para… —se encogió entre hombros—, para saber cómo estabas.
— Oh —arqueó ambas cejas para relajar su ceño—, estoy bien, estamos bien —sonrió, no logrando entrar en un poco de pánico por conocer el motivo de su llamada, pues para saber eso, ¿por qué no sólo le escribía por Whatsapp como siempre lo hacía?—. Por cierto, necesito que me digas a qué hora vienes el dos… para ir a traerte.
— Sí, espera… eso lo tengo por aquí —dijo, poniéndose de pie para buscar sabía sólo ella qué.
— ¿Ya hiciste las reservaciones de hotel? —le preguntó para no entrar en el silencio incómodo.
— De eso quería hablar contigo también —respondió sin ninguna risa ni sonrisa por estar sacando su portátil negro—. Vimos el Hilton por doscientos setenta y nueve por la noche, uno que se llama Carvi o Camri, y uno que se llama Algonquin, ambos a ciento sesenta y nueve por la noche.
— ¿Quieres saber si el precio está bien? —supuso, porque de hoteles no tenía idea, al menos no de cuando se trataba de diez noches con presupuesto.
— Sí, y también si están cerca de donde vives… pues, para que no tengamos que caminar la ciudad entera para encontrarnos a medio camino —sonrió.
— Te lo voy a ofrecer una última vez: ¿por qué no me dejas hacerme cargo de eso? —le dijo, y, antes de que pudiera decirle cualquier cosa, añadió—: olvídate del precio por noche, olvídate de todo eso… ¿quién conoce más la ciudad? — «Gaby, definitivamente Gaby» .
— Está bien, pero no quiero que sea gratis —le advirtió con su ceño fruncido.
— Cerca de mí, cerca de todo, no gratis —sonrió.
— Está bien, gracias —le agradeció con dificultad absoluta—. Aquí tengo lo del vuelo. Llego el dos de junio a las cuatro cuarenta y cinco.
— ¿Aerolínea? —preguntó, pasándose su anillo del dedo anular al dedo índice para acordarse de que tenía que acordarse de algo, casi como la “Remembrall” de Harry Potter.
— Delta.
— Dos de junio, dieciséis cuarenta y cinco, Delta —repitió calladamente.
— Sí. ¿Algo que quieras que te lleve de aquí?
— No creo, pero pregúntame de nuevo en dos semanas —disintió con una sonrisa—. ¿Estás segura de que todo está bien?
— Sí, sí, no podría estar mejor —sonrió ella también—. Como te dije, sólo quería saber cómo estabas.
— Qué considerada —habló su fraternal cinismo—. Ya es un poco tarde, ¿no deberías estar durmiendo? —dijo, siendo eso un eufemismo para “¿podríamos terminar esta llamada, por favor?”.
— Sí, es sólo que sé que no te gusta que te llame cuando estás en el trabajo, y calculé que era una hora apropiada —se encogió entre hombros.
— Gracias —resopló—. Ve a dormir, ¿sí? —Laura sólo asintió—. Saludos a Stavros.
— Saludos a Sophia —sonrió.
— Buenas noches, Lola —murmuró.
— Buenas noches, Etta —repuso, y, antes de que pudiera decirle un “te quiero”, con o sin “mucho”, Emma colgó para respirar con alivio.
Inmediatamente, porque si se tomaba mucho tiempo en hacerlo era más probable que no que se le olvidara, escribió un “Reminder” : «06/02 – 16:45 Delta. Lauristóteles. Hotel reservations 06/02 – 06/11, “cheap” and nearby» .
— And you? —posó su mano sobre el pequeño cráneo de orejas erguidas que se movía de acuerdo a los mordiscos que todavía no hacían que el tiki chillara—. How was your day? —se volcó sobre su costado, para poder verlo en su ensimismamiento al apoyar su cabeza de su mano, por obra y gracia de su hombro—. How much have you slept, huh? What have you fucked up today? —le preguntó con cariño, o quizás sólo con la voz de idiota sonriente—. I’m talking to you, you Little Fucker —siseó entre una risita que podía sacar simple y sencillamente porque Sophia no estaba cerca como para reprenderla con un «“llámalo por su nombre”» , pero, tras su aparente abuso verbal, estaba el «“I like you” in an “I love you”-kind-of-way-but-I’m-too-proud-to-say-it-out-loud» con el que le rascaba suavemente detrás de las orejas—. Stamáta, Vader! —siseó, y el Carajito, siendo llamado por su verdadero nombre, algo que probablemente le asustaba tanto como cuando Sara llamaba a Emma por sus dos nombres y su apellido, peor cuando usaba sus dos apellidos, soltó el tiki para verla—. Dobrý —sonrió—. Sí, sí… vamos —suspiró.
Se puso de pie con cuidado, pues, al Carajito estar echado sobre parte de su camisa, no quería maltratarlo con un bruto revuelco accidental.
— ´Ela! —siseó, chasqueando sus dedos para que la siguiera—. Dobrý —sonrió doblemente orgullosa, y, de reojo, se aseguró constantemente de que el diminuto can estuviera caminando relativamente a su lado—. Como algún día vas a matar al pato que arruinó mi jeans… te voy a dar uno de pato a la parrilla —le dijo como si al can le importara o como si tuviera otra elección, aunque, lejos de incitar la violencia entre animales, sólo quería saber si el sabor le iba a gustar—. Kátse —le señaló el piso con su dedo, pero quizás ese comando todavía no le había penetrado su canino cerebro—. Kátse —repitió, y el Carajito sólo la miró con confusión, como si no entendiera qué demonios le quería decir con eso—. Está bien —suspiró, y se agachó—. Kátse —dijo de nuevo, suavemente empujando su grupa hacia abajo para que se sentara—. Kátse —repitió con su mirada muy fija en la suya, como si el contacto visual ayudaba en la comunicación entre ambos seres vivos, pues, al menos eso creía Emma porque siempre le habían dicho que eso era lo que establecía una relación que no carecía de respeto o de reconocimiento de dignidad—. ´Oxi —siseó en tono severo en cuanto el Carajito se colocó en cuatro patas de nuevo—. Kátse —le dijo de nuevo, empujando su grupa hacia abajo hasta que se sentara—. Kátse —repitió con una sonrisa, y su sonrisa se mantuvo, pues el Carajito pareció entenderle, o quizás simplemente se quedó sentado porque sí—. Dobrý —susurró, y le colocó su recompensa en el suelo.
El Carajito primero lo olfateó, luego lo empujó un poco con su pata porque quizás no reconocía la irregular forma, y se lo comió entre mordiscos un tanto arrebatados.
Emma repitió el comando quizás quince veces, ese de “Kátse” que significaba “Sit” pero en griego, pues, a pesar de que en su casa siempre se habían entrenado canes con comandos eslovacos, no iba a obligar a Sophia a que aprendiera comandos en dicho idioma sólo porque sí. Lo único de eslovaco que tenía era el “Dobrý” , pues no le gustaba decirle “Bravo” cuando era un «“buen chico”» . Piccolo había sido la excepción a la regla del eslovaco porque había llegado a ella con un par de meses de vida y con un reconocido vocabulario italiano; no había habido manera de imponerle comandos en eslovaco.
¿Por qué en otro idioma? Porque hasta en eso reconocía que era su perro. Sólo ella y sólo Sophia le iban a decir qué hacer y cuándo hacerlo, y nadie más. Gracias a Dios el Carajito no era un perro grande, ni perro eléctrico, ni naturalmente desobediente, «lo cual es extraño» , pues entonces sería él quien sacaría a pasear a Phillip y no al revés al no obedecer ningún comando.
Lo dejó jugando con el tiki chillón en su lugar favorito, en la puerta de la entrada. Recogió sus stilettos con sus dedos índice y medio de la mano derecha, más bien los enganchó por el talón, y se dirigió, con camisa todavía abierta, hacia el clóset para guardar sus intactos Louboutin en su lugar.
Se encargó de guardar los stilettos de Sophia también, algo que hacía con gusto y sin refunfuñar en lo absoluto porque guardar zapatos era algo en lo que extrañamente encontraba cierta diversión. Dobló nuevamente el jeans que la rubia había tomado prestado para guardarlo en donde pertenecía por tono de azul. Arrojó el cárdigan de cachemira negra a la cesta de la tintorería, así como el sostén que había acogido el pecho de Sophia por pocas horas, y se perdió un par de segundos entre sus acciones al no encontrar una tanga, o un hilo, o un culotte por arrojar a otra de las cestas.
Rio nasalmente en cuanto se acordó. Sacó aquel cuadrilátero azul de su bolsillo trasero, sonrió, y lo arrojó a la cesta a la que pertenecía. Aunque tuvo que sacarlo de nuevo al acordarse de que era un simple retazo de tela mutilada.
Se quitó su aburrido reloj y su brazalete para colocarlos en aquella superficie seccionada en distintos tamaños, y se quitó la ropa hasta deshacerse del precario retazo de tela que cubría su entrepierna y que abrazaba su trasero y la parte baja de su cadera por igual. Rápidamente, antes de siquiera salir del clóset, se enrolló el cabello en un moño alto y relativamente flojo porque la liga no parecía querer dar tres vueltas sino sólo dos.
Un giro de ciento ochenta grados, nueve pasos hacia el frente y dos hacia la derecha, se encontró bajo el marco de la puerta del baño.
Desde donde estaba parada vio a su rubia favorita bajo una generosa regadera de agua que probablemente era más fría que tibia por el mismo hecho de sentirse relativamente “sucia” o con rastros de sábana y de descansadas horas de envidiable sueño. Más que limpiarse, necesitaba refrescarse. Era una cascada floja, de finos chorros que carecían de constancia al simular algo más parecido a la lluvia, y que salían, desde distintas direcciones, hacia un punto en específico: su cabeza.
Se abrazaba a sí misma en aquel cuadrilátero de setenta y una por treinta y dos pulgadas, y no veía hacia arriba porque le daba la sensación de que no podía respirar entre la lluvia que venía desde cuatro puntos distintos; veía hacia el frente, o al menos su rostro apuntaba hacia el frente, un poco más arriba de donde estaba la válvula cromada, justo en donde estaba la repisa de vidrio en la que se encontraban las botellas de shampoo , de jabón, de acondicionador, de los tarros de exfoliantes, y de los cromados ganchos de los que colgaban las esponjas que consentían y los cepillos que rascaban la espalda con orgásmico odio.
La cascada le removía unos cuantos lánguidos cabellos de su flequillo y los hacía transitar hacia su frente hasta cubrirle los ojos, algo que Emma no entendía cómo podía soportar, pues a ella eso simplemente la mataba; no podía tener cabello en la cara, no así.
Caminó hacia ella en silencio, haló la puerta, y entró a aquel minúsculo charco de agua que relajaría instantáneamente sus pies.
— It pains me to see you hugging yourself —susurró a su espalda y muy cerca de su oído mientras deslizaba sus manos por su cintura para abrazarla, y la haló un paso hacia atrás para sacarla de la cascada, pues ella no tenía intenciones de mojarse el cabello.
— I was wondering when you’d change your mind —repuso con casi el mismo susurro mientras apartaba aquellos cabellos de su frente, y aflojó sus brazos para dejarse abrazar por alguien que no fuera ella misma.
— Eczema — rio nasalmente contra su empapado cabello— . I needed to touch you —añadió, que, cuando lo hizo, ensanchó la mirada por sorpresa propia, pues no supo en qué momento le había confesado su necesidad a medias, porque no se trataba sólo de tocarla sino de ella en general y no porque estuviera distante sino porque simplemente la necesitaba quizás cada día más y quizás hasta para respirar.
— Ri-ight — canturreó con una risa aireada de por medio—, soy tu Eucerin.
— Mjm —asintió contra su hombro, porque no había mejor lugar del cual apoyarse cuando la abrazaba desde la espalda y por la cintura.
— ¿De qué te tienes que acordar? —le preguntó, acariciando su dedo índice derecho con las yemas de sus dedos.
— Ya de nada —se acordó de regresar su anillo a su dedo anular—. Puedes cambiarlo si quieres.
Sophia sonrió al sentir cómo Emma erguía su mirada por encima de su hombro para ver cómo tomaba aquella infinita circunferencia entre su índice y su pulgar para luego tirar lentamente de él y buscar el dedo en el que pertenecería hasta el treinta de mayo por la mañana.
— Do you…? —sonrió Sophia, intentando verla por la esquina de su ojo mientras mantenía el anillo justo a la entrada de su dedo.
— Of course I do —resopló, apretujándola un poco con su brazo izquierdo para luego plantarle un fugaz beso en la imaginaria frontera de su hombro con su cuello.
— Qué rico —se encogió entre hombros por el escalofrío que la exhalada risa de Emma le había provocado.
— Pienso lo mismo —sonrió, reclamando su mano de sus dedos para abrazarla como se debía.
— I can feel your nipples —susurró burlonamente, sacudiéndose entre otro ligero escalofrío.
— Sorry —se sonrojó y sin saber por qué—. Debe ser porque estás un poco fría.
— Me gusta —murmuró, reacomodándose un poco más entre su pecho y sus brazos para sentirlos todavía más—. Los míos también están así —le dijo, tomando sus manos de su abdomen para deslizarlas a su pecho.
— Si no quieres ir a cenar sólo tienes que decirlo —susurró con tono severo que debía advertirle que debía dejar de provocarla si no quería perderse la cena.
— Está bien —resopló, y entrelazó sus dedos con los de la mano que había pretendido posar en su seno izquierdo—. ¿Quieres que le suba a la temperatura?
— Sólo si tú quieres, a mí no me molesta —sonrió, llevando su mano y la de Sophia a sus labios para darle un beso—. ¿En qué piensas? —le preguntó luego de unos segundos de silencio y de inactividad física, de que la cabeza de Sophia se había dejado recostar parcialmente contra su mejilla.
— Repaso mi ropa —le dijo, abriendo sus ojos y suspirando como si despertara de una fugaz siesta.
— ¿Y te gusta lo que ves o necesitamos invertir el fin de semana en una nueva colección?
— Sólo pienso en qué me voy a poner más tarde —disintió ligeramente.
— Eso no responde a mi pregunta.
— Sí me gusta lo que veo, y no creo que necesite ropa nueva… pero tampoco me opongo a la idea —se despegó de su pecho para volverse hacia ella sin interrumpir nada más que los dedos entrelazados—. ¿Quieres hacer planes para el fin de semana? —sonrió al encararla, y pasó sus manos a su nuca para reciprocarle el abrazo.
— Tú sabes que un fin de semana sólo se puede planear a partir del viernes —rio nasalmente.
— ¿Y cómo pensabas invertir el fin de semana en una nueva colección? —se acercó con su nariz a la suya hasta que ambas puntas se presionaron contra sí.
— Si algo he aprendido contigo —dijo, cerrando sus ojos para ayudarse a sí misma, pues, cuando estaba en esa posición y que Sophia hacía eso (lo que fuera que estuviera haciendo sin realmente hacerlo), sólo podía ver hacia abajo para guiar sus labios hasta los suyos—, es que no puedo planear nada y que no puedo controlarlo todo… que no quiero controlarlo todo —confesó con un susurro.
— I like my control freak Emma —sonrió, jugando con la punta de su nariz de lado a lado—. I find her very amusing .
— You must be the only one —exhaló suavemente a ras de sus labios.
— That’s the whole point of it — le dijo, lentamente girándola y empujándola contra la pared que tenía a su izquierda, esa de la que no tenía miedo de apoyarla por no ser de vidrio—. Only I can find amusement in what’s mine .
Emma no supo exactamente qué sintió, ni dónde, pero su irracionalidad la poseyó para, en menos de un efímero instante, ladear su rostro para arrancarle un beso de esos que las descontrolaban a ambas.
Un “mh ” salió a través de la exhalación nasal de la rubia, ese gemido ahogado de cuando Emma atrapaba su labio inferior entre sus dientes y lo tiraba hacia ella con delicadeza, y fue lo que bastó para que el brazo de Emma se convirtiera en un agente constrictor alrededor de la cintura de Sophia y para que Sophia terminara por apoyarla contra la pared con algo que había parecido más brusco de lo que en realidad había sido.
Las manos de Sophia la acorralaban a la altura de su cabeza, con sus codos prácticamente apoyados en la fusión de sus hombros y de la pared, y la mano libre de su presa, aquella que no tenía complejo de Anaconda, se había instalado en la rubia mejilla hasta alcanzar su nuca para dictar la dirección y la profundidad del beso.
Sus pechos se presionaban contra sí, pues Emma traía y Sophia empujaba, y sus caderas eran quienes delataban quién tenía el control en esa ocasión: era la rubia quien arremetía cariñosa pero deseosamente contra quien ella misma había dicho, hacía tan solo unos momentos, que le pertenecía. Y Emma se dejaba. Y se dejaba porque, entre su irracionalidad, estaba el detonante: no había nada mejor, y quizás nada más sensual, que saberse de alguien más con tanta certeza, de ese «“yup, she has me wrapped around her finger and I love it”» .
En cuanto Emma expulsó el primer equivalente al “ mh” , ese que era sólo una exhalación sin ninguna onomatopeya, Sophia se cobró su ahogado gemido con la misma acción de atrapar su labio entre sus dientes para luego tirar de él pero ahora con mayor rudeza. La miró penetrantemente a los ojos, no para pedirle permiso de nada sino para que supiera lo famélica que estaba, y se lanzó a su cuello con lengüetazos, besos, y mordiscos con sabor a Chanel No. 5 mientras sus manos se deslizaban desde sus hombros hasta sus muslos, los cuales envolvería para, al subir un poco, encontrarse con el frío que le había contaminado la pared a su trasero.
Cuando cambió de lado, hizo una escala en sus labios y en un mordisco a su mentón, porque era injusto que pasara por ahí y no le diera ni el más hipócrita de los saludos.
Emma sólo se echaba hacia atrás con su cabeza, hasta apoyarla contra la pared, para alargar su cuello y para poder darle mejor acceso a los labios de la rubia que comían pecas y perfume por igual. Ojos cerrados para sentirlo todo más placentero y por no tener la capacidad de mantenerlos abiertos, y manos en sus antebrazos para aferrarse de algo en vista de que no tenía sábanas.
Sintió el doble apretujón en su trasero, el rápido desliz a sus huecos poplíteos, y, con un poco esfuerzo, se dejó cargar entre las todavía ligeras embestidas cariñosas que le daba la rubia que ahora, por la altura, podía abusar de sus clavículas y de parte de su pecho mientras que, de reojo, podía admirar sonrientemente sus erectos pezones contra su propia piel.
— Sophie… —musitó Emma entre dientes, quizás por reflejo o quizás para llamar su atención.
— Cierto —sonrió, dejando que sus pies volvieran a hacer contacto con la humedad del piso—, la cena —dijo, y se despegó de ella para volver a sumergirse bajo la cascada de agua.
Emma agachó su cabeza hasta que su mentón llegó a su pecho. Suspiró con la mandíbula y con los puños tensos, no por violencia o por arranque de ira. No. Sólo quería contenerse las ganas de no tomarla por la cintura o por la cadera, de colocarla contra la pared por karma, de clavarle sus pezones por crueldad, de tocarle eso que quería tocar y que le tocara, que quería besar y que le besara, que quería succionar y que le succionara.
Se irguió al compás de una callada aclaración de garganta, y, con toda la cruel y mala intención, rozó su torso contra su espalda mientras estiraba su brazo para alcanzar aquella espuma que solía desmaquillarla en un dos-por-tres. Su respiración aterrizó en su hélix derecho, casi con una provocativa sonrisa, y se retiró hacia un costado para robarle uno de los cuatro orígenes de agua.
Repasó su rostro con un suave masaje espumoso. Quería ignorar a la rubia que tenía la maña de tomar la botella de shampoo con la mano izquierda para verter el líquido en su mano derecha, quería ignorar la maña de no frotarse el shampoo entre las manos antes de aplicárselo en el cabello, quería ignorar la maña de empezar por las puntas y no por el cuero cabelludo, quería ignorar la maña de hacerlo todo a la inversa. Quería ignorar ese proceso que se llevaba el nombre de “maña absoluta” porque no era como ella lo hacía, pero no podía ignorarlo porque, sin importar si era “maña” o no, le parecía fascinante como alguien podía ir en contra de toda normalidad y ordinariez en algo tan sencillo como lavarse el cabello. Quizás le estorbaba que su método fuera tan extraño, tan vanguardista, tan poco ortodoxo, pero encontraba cierta gratificación y satisfacción en su unicidad. No podía ni ignorarlo aun cuando tenía los ojos cerrados; lo podía sentir, en especial cuando escuchaba cómo la espuma se iba haciendo cada vez más y cada vez más espesa.
Se enjuagó el rostro con el agua que podía recoger entre sus manos, porque si se acercaba demasiado a la cascada sólo iba a terminar mojándose el cabello y eso era algo que no quería hacer por el simple hecho de que, de mojárselo aunque fuera un poquito, tenía que lavárselo como por la mañana.
Cuando abrió los ojos luego de escurrir el exceso de agua de su fisonomía, contempló a la rubia rascarse la cabeza con casi el mismo placer con el que ella se la rascaba. Algo tenían que tener en común entre esa ola de diferencias.
Más espuma, más espuma, y más espuma. Tanta espuma que ya sólo significaba el final de su exhaustivo rascado, y, contrario a lo que ella solía hacer, sólo dejó que la cascada de agua le quitara aquello blanco del cabello con el paso del tiempo y con esas intenciones de peinarse con ligereza hasta que apareciera el primer inevitable y humano nudo.
No le daba miedo tirar un poco de su propio cabello, pero tampoco le gustaba arrancárselo; ella no padecía de tricotilomanía, y, aunque le gustara saber que podía correr sus dedos entre él sin mayores problemas y sin importar si se trataba de un estado mojado o seco, no insistía. En lugar de insistir, recogió su cabello en una presunta coleta para quitarse el exceso de agua a pesar de que no tenía intenciones de quitarse de debajo de la cascada.
Tomó la botella blanca, esquivó el agua con su torso y su cuello, y, rápidamente, exprimió la botella contra la concavidad de su mano derecha para esparcir aquella gelatinosa y cremosa consistencia blanca en el cabello que le formaba la coleta cuando la deseaba a media o a alta altura. Dos o tres intentos de peinarse, o de desenredarse, y a meterse nuevamente bajo el agua.
— Did you enjoy the show? —resopló Sophia, mirándola de reojo mientras quitaba el exceso de agua ya medio paso fuera del contacto con el agua.
— Me tienes como el Museo Técnico de Zagreb —murmuró con los labios fruncidos, casi con calidad de puchero.
— ¿Y eso cómo es? —ladeó su cabeza hacia la izquierda.
— Se puede ver, pero no se puede tocar —intentó disimular su sonrisa.
— Ah, veo —elevó ambas cejas con una risa nasal prácticamente inexistente, y estiró su brazo para alcanzar el tarro marrón—. Bienvenida a Philadelphia —le ofreció lo que tenía en su mano con una sonrisa juguetona—, al Please Touch Museum —guiñó su ojo.
Emma rio nasalmente, realmente divertida, y, con un impulso de espalda, se irguió para, mientras abría el tarro, colocarse tras la rubia que recogía su cabello en un moño y que lo aseguraba con una de las bandas que residían en aquella cabina.
Era una mezcla de azúcar, miel de abejas, y sabía Dios cuántas y qué aceites, y el aroma era tan fuerte que lograba anular los aromas que se desprendían del anudado cabello rubio.
No sabía si le gustaba que eso sucediera, pues, que el azúcar fuera el sedimento y que la mezcla de aceites y miel quedara en la superficie, pero sí le gustaba revolver aquello con su dedo índice derecho; sólo lograba inhalar más la mezcla de olores. Recogió un poco de la granulosa consistencia con sus dedos, le entregó el tarro a Sophia para que se encargara de cerrarlo, dividió lo recogido, y posó una mano sobre cada hombro.
Probablemente no era el tacto convencional, el tacto del que ambas tenían antojo, pero tacto era tacto. Suave, circular, de arriba hacia abajo, de afuera hacia adentro, de adentro hacia afuera, de abajo hacia arriba, y como dictara la improvisación y el placer de estar siendo rascadas; una en sus manos y la otra en su espalda.
La rubia disfrutaba a ojos cerrados y con una la misma sonrisa que el Carajito parecía dibujar cuando le rascaban tras las orejas, y su cabeza caía hacia el frente porque no había nada sino una completa resignación a los mimos que eran rudos únicamente por el medio rugoso que se interponía entre ella y las manos de quien acosaba lo que sus manos recién recorrían como si se tratara de bloodlust en el vampirismo, sin importar si se trataba del tipo clínico o del tipo mítico. “Lust” definitivamente sí era; lujuria, ansias, deseo. Y definitivamente padecía de vigor.
Emma terminó en donde había comenzado, en sus hombros, y dio medio paso hacia adelante para arrebatarle el tarro de las manos y para tomar el largo y delgado paralelepípedo. En cuanto lo sacó de la base, el agua de los cuatro cuadriláteros restantes disminuyó en intensidad, «presión» . Eran sesenta y nueve suaves y finos chorros que sí tenían la capacidad de ser continuos porque podían ser parte de un masaje si se colocaba en el segundo modo.
Delicadamente, como si se tratara de no mojarle el cabello, dejó que el agua barriera con el ligero color marrón que cubría la blanca piel de la rubia, y con su mano limpió lo que el agua no podía llevarse por delante.
El hormigueo quedó en ambas pieles, ese efecto secundario de un exfoliante de ese grosor, y listo.
— Y listo —le dijo Emma, colocando el paralelepípedo en donde pertenecía.
— Why, thank you, Mrs. Woodhouse —sonrió, volviéndose hacia ella hasta encararla, y Emma respondió con ese gesto que sólo significaba un “cuando quieras”, «y cuando no también» .
— Sólo jabón —susurró—, and I’ll get out of your hair .
Tuvo dos opciones, o más bien una oportunidad para interpretar eso como se le diera la gana: podía referirse al inodoro líquido transparente en la botella blanca o a la botella metálica de líquido lila- ish de lavanda, y podía referirse a una limpieza individual o asistida. Consideró las variantes, pesó los pros y los contras, y, con un suspiro, decidió colocar la cena como prioridad.
Se hizo a un lado para ver cómo el brazo de Emma pasaba de largo, junto a su antebrazo izquierdo, y recogía la botella blanca y la esponja verde de manera simultánea. Aparentemente no tenía segundas intenciones con lo del jabón.
Se encogió entre hombros, y se dio la vuelta mientras deshacía su moño para imitar la aplicación de jabón.
Ambas lo hacían igual, del mismo modo, de la misma manera, en el mismo orden: jabón a la esponja, y empezaban del cuello hacia abajo. La única diferencia era que Emma invertía más tiempo en su pecho que Sophia, pues pensaba que protuberancias más grandes sólo merecían mayor tiempo de lavado. Codos, rodillas, y tobillos también merecían más atención.
Por alguna razón fue Sophia quien salió primero, quizás porque ella no se divertía con la esponja tanto como Emma, a quien le gustaba dejar que la esponja absorbiera tanta agua como fuera posible para luego apretarla y repetir el proceso hasta tres veces luego de que ya el jabón hubiera sido evacuado.
Un rápido pero bien efectuado lavado de dientes, mientras veía a Emma secarse con la toalla blanca.
Emma tarareaba “ Sir Duke ” mientras que, con una pierna apoyada del mármol del mueble del lavamanos, esparcía las seis-siete-ocho gotas en cada pierna, y luego las dos-tres en cada brazo y el resto en su abdomen. Acosó cómo Sophia intentaba desenredar su más-que-húmedo cabello con el peine rojo. Dejó caer su cabello, con la banda elástica en la muñeca derecha, paseó el peine negro para asegurarse de que no había ningún nudo, y separó su cabello en tres secciones. Una coleta relativamente baja con la sección más grande, retorcer hacia la derecha, por motivos de facilidad y de la mano dominante, hasta formar un moño más ordenado y ajustado que el de hacía unos momentos, y una horquilla para asegurarlo al resto de su cabeza. Retorció la sección de su flequillo, por siempre ser partido por la izquierda para tirarlo hacia la derecha, y lo fue acomodando al moño sin faltarle el respeto a su forma ni a su orden. Lo mismo con la tercera y la última sección, la sección con menos cabello, pero igualmente retorcido hacia la derecha, por arriba de la oreja, para enrollarlo del mismo modo que la sección anterior. Tres horquillas en total, nada aseñorado aunque no le importaba que la llamaran “Señora”, casual pero ordenado, y con el volumen necesario para su gusto y para ir en contra del dicho “the bigger the hair, the closer to God” , «because that was only acceptable in “Steel Magnolias” and maybe Dolly Parton, and Adele» . Y era al centro, porque ella no entendía cómo o por qué había peinados a un lado; eso sólo podía afectar la simetría y el equilibrio.
Le sonrió a Sophia a través del espejo en cuanto hubo terminado, ella reciprocó la arquitectura labial. No se dijeron nada, probablemente porque no había nada que decir; tampoco era necesario hablar todo el tiempo.
Cinco a las seis. Porque regresar en taxi era más tardado que caminar. Cuarenta minutos para la hora acordada. Treinta y cinco en realidad.
Hojeó el manual de citas «by Sophia Rialto S.» , e hizo una lista de todo lo que debía tomar en cuenta para que eso realmente contara como una cita. Si no resultaba como una cita, fuera o no bajo los improvisados parámetros de la rubia, al menos resultaría en una cena probablemente muy amena. En esa ocasión ni su Ego se vería afectado si el resultado era un intento fallido, pero crecería si era un éxito de por lo menos un sesenta por ciento.
Decidió no tomar la primera blusa que le habló, porque eso sólo sería apresurado e irracional, y tampoco tomó la segunda que la sedujo porque hubo un momento de indecisión entre la primera y la segunda. Levantó cada gancho para hacer la respectiva comparación, pero fue justo la blusa del medio, la que estaba detrás de ambas opciones, la que le gritó que le prestara atención.
Bajó los ganchos, frunció su ceño, frunció sus labios, suspiró, y, junto a “Howlin’ For You” , soltó una sonrisa mientras devolvía ambos ganchos al perchero y tomaba la blusa que había exigido su atención.
No era Versace, tampoco Armani, ni Piazza Sempione, pero era suficiente «to not overdress, to not underdress» . Celeste, casi del mismo tono que tenían los ojos de la rubia que dentro de pocos segundos cantaría la serie de “da da da da, da da da da” , con una serie de manchas blancas que podían parecer de pintura, de cuando se agitaba la brocha con exceso, manga larga, cuello un poco flojo, bajo, elíptico, lo suficiente para mostrar un poco del escote del nuevo milenio: «collarbones» . En double knit , muy ligero, quizás hasta un poco demasiado ligero. Pero era lo más cercano a la perfección de lo apropiado.
Luego la decisión del color del jeans; blanco o azul, porque negro estaba «out of the question» . Definitivamente debía ser un skinny , pero no un super-duper-extra-skinny ; de esos, si la memoria no le fallaba, no tenía, porque, ¿a quién le gustaba arriesgarse a perder la óptima circulación de sangre en dichas extremidades? A ella no. Estaba entre el único True Religion que tenía, el blanco con el distintivo botón rojo, y uno de los rag & bone que servían para casi toda ocasión. «El blanco» .
Y así, haciendo una breve escala en el perchero del que colgaban los cinturones que Sophia raras veces tomaba prestados, se dirigió a aquellas gavetas que guardaban copas y retazos de tela que eran, en su mayoría, negras y negros. En esa ocasión, porque tenía que tener muy claro de que era algo especial, algo que se salía de lo rutinario, no podía sólo tomar negro a ciegas, en especial porque la blusa era más reveladora de lo normal, y, aunque no era opositora del contraste, no le parecía que una cita era la ocasión para abusar de la dejadez.
No sabía por qué sentía cierto rechazo hacia toda lencería blanca, quizás porque la asociaba con la típica noche de bodas y no importaba si se trataba de encaje, de tul, de algodón, o de seda; el rechazo estaba. El mayor rechazo, eso que ni siquiera entraba en discusión, era cuando sabía que Kiki de Montparnasse tenía lencería de dicho color. ¡Se trataba de todo menos de eso! Kiki debía ser sensual, erótico, justamente al borde del barranco del sadomasoquismo y/o en el sadomasoquismo, debía prestarse al voyerismo y el exhibicionismo, lencería de calidad y de buen gusto, un lujo, «truly romantic and unexpected» . Lastimosamente caía en la repulsiva seda blanca que bajaba el nivel de gusto y de calidad, caía en las “Bachelorette Parties” , y en cuerpos de muchas mujeres que lo percibían como si se tratara de la línea más sofisticada de Victoria’s Secret. Por eso, y por todo lo demás, era que sus sostenes blancos eran La Perla o Ritratti, nunca de seda porque la seda blanca sólo pertenecía, quizás, en alguna versión bom chicka wah wah de “Voodoo Child”«if you know what I mean» . Claro, tenía que aclarar que a ella no le molestaba cuando Sophia se ponía uno blanco porque era más casual y eso le gustaba en la rubia.
Tomó el Ritratti simplemente porque estaba adelante del La Perla; menos desorden, menos energía gastada, y el resultado sólo variaba en textura, pues era del mismo grosor de copa y del mismo material. De los pocos encajes, en blanco, que no la llevaban directamente a la senectud, o a los años cuarenta.
Cerró la gaveta de los sostenes, no sin antes reír nasal y calladamente, con un poco de apoyo gutural, porque la rubia cantaba un rock n’ rolla “Mockingbird, can’t you see Little Girl’s got a hold on me like glue? Baby, I’m howlin’ for you” . Tiró de la segunda gaveta, aquella que estaba plagada de angostos y compactos cilindros negros, que daban la única información que debían dar: la etiqueta. Algunos estaban más apretados que otros, pero eso no era error de la víctima de la tintorería a quien le tocaba complacer las exigencias de cada cliente en especial; si los querían únicamente doblados, si los querían enrollados sin asegurar, o si los querían enrollados tipo eggroll o, como Natasha solía decir: “episodio número ciento cincuenta y uno de ‘ Seinfeld’, a.k.a. ‘The English Patient’, y los dominicanos de Kramer”. También era quien se encargaba de empacarlos en las respectivas cajas bajo las mismas exigencias; si iban por color, por textil, por marca, por estilo, o por talla. Pobre hombre, o mujer. Pobre quien estuviera de turno. Los de Emma, y los de Sophia también, sólo debían ir separados por las dos tallas que hablaban más de caderas que de cantidad de trasero.
Tomó uno negro, uno cualquiera, pues no debía preocuparse por si se la costura se le marcaba aquí o acá, o si era visible o invisible, en realidad eso era lo de menos.
Simplemente lo tomó por la etiqueta negra, una etiqueta de aquellas que no molestaban en lo absoluto porque parecían ser más de seda que de otra cosa, y lo agitó como si estuviera dándole un latigazo al piso.
Una pierna primero y la otra después, un brazo primero y el otro después, brazos a la espalda, un enganche en el primer par, ajuste de tirantes, de copas, y de protuberancias dentro de las copas, y directo a meterse en el jeans y en el double knit . El maquillaje por último.
Miró a Sophia a través del espejo, paseándose parsimoniosamente mientras marcaba el ritmo con su dedo índice por lo alto y mascullaba la letra que Dan Auerbach cantaba para seducir, o algo así. Llevaba una toalla a la cabeza y otra al torso, porque, si había algo en lo que ambas estaban de acuerdo, era en que el cabello más-mojado-que-húmedo era una sensación intolerable e imperdonable en los hombros y en la espalda, en especial cuando dicho cabello reposaba sobre cualquier tipo de textil.
La música se vio temporalmente anulada por el ruido de la pistola negra que la rubia manejaba con perezosa ligereza, y, con los dedos, buscó secar la ondulada melena que sólo adquiría mayor volumen sin necesariamente sufrir de algo parecido a las consecuencias de la estática.
Cuando Sophia se irguió, porque solía hacer ese ritual con la cabeza hacia abajo, logró acosar a Emma con una fugaz mirada. Ella también se erguía, pero no como ella, pues ella sólo se había acercado al espejo para alargarse las pestañas con la mascara Guerlain, que no tenía nada que ver el precio o la marca, quizás no tenía nada que ver el efecto tampoco, pero era el único que no le dejaba grumos en ningún momento. Ah, cómo detestaba los grumos.
En fin, la rubia la miró erguirse mientras se penetraba a sí misma con la mirada a través del efecto, como si analizara, evaluara y apreciara el arte no tan bien dominado del maquillaje. No sabía si era por recién haberse aplicado el miniatura cepillo negro en las pestañas, no sabía si era por lo que ella siempre había dicho que parecía pasta para lustrar zapatos, o no sabía si era porque la alcanzaba a acosar de alguna manera, pero la ceja derecha hacia arriba era lo que menos podía esperar. La hizo sonreír.
Las seis y diecisiete. Dieciocho minutos para la hora acordada.
¿Qué se hacía en dieciocho minutos? ¿Qué se hacía en una cantidad de minutos que estaba entre cantidades humanas; los quince y los veinte, cantidades que no tenían la capacidad para provocarle un aneurisma a Emma?
En dieciocho minutos se hacía lo que se hacía en quince, pero sobraban tres minutos que sólo torturarían a su impaciencia y a su OCD , y en dieciocho minutos no se hacía lo que se hacía en veinte porque faltaban dos minutos. Además, a esos dieciocho minutos debía restarle cinco porque sí, «porque ya se darán cuenta por qué» , lo que significaba que quedaba en lo mismo: trece minutos. No eran ni diez, ni quince minutos.
¿Qué duraba trece minutos? “ Vltava ”, de Smetana, cuando la tocaba la Filarmónica Eslovaca. “ My Favorite Things” , de John Coltrane estaba más cerca de los catorce minutos que de los trece. Se tardaba trece minutos, quizás doce, en preparar y disfrutar de un Martini. Y, quizás, por obsesionarse tanto con la cantidad de minutos, era muy probable que pudiera invertir trece minutos en qué podía hacer en trece minutos. No sé si eso tiene sentido.
Quizás su subconsciente le ayudó a no obsesionarse con algo tan trivial como el tiempo que se pasaría demasiado rápido, pero se tardó casi tres minutos en ponerse el reloj y el brazalete, en cambiarse los aretes, que decidió ponerse las perlas negras que Sophia le había regalado en algún momento, y se tuvo que detener por la delicadeza de lo que estaba a punto de hacer. ¿Cuál perfume? No era black tie , por lo tanto la insolencia no era lo que acostumbraba. Y tampoco era trabajo casual; el número cinco estaba fuera también. Vaya dilema. Aunque quizás era sólo porque sabía que de alguna manera debía gastar el tiempo.
Suspiró un tanto decepcionada de sí misma, pues, en el fondo, sabía que la indecisión, o el problema imaginario, se debía a que sabía que debía gastar el tiempo sólo porque sí, se sintió decepcionada al no poder superar esa necesidad que sentía y simplemente usar el número cinco porque era el que aplicaba, en realidad, para todo lo que no fuera black tie , y, a la larga, se sintió decepcionada por ceder a esa picante sensación de media curiosidad y media emoción por abrir una de las gavetas para tomar la cajita dorada y sacar el Dolce que había comprado no-se-acordaba-hacía-cuánto.
Una vez a cada lado del cuello, una fugaz recogida de mangas para rociar sus muñecas/brazos, y ya. Escuchó a Sophia suspirar mientras se acercaba a ella para aplicarse la capa de maquillaje.
— Demasiado fuerte, ¿verdad? —le preguntó Emma mientras colocaba el geométrico frasco junto al número cinco.
— No me quejo —disintió entre hombros encogidos, y se acercó a su cuello para inhalar eso que sin duda alguna era fuerte—. Quizás un poco, pero huele bien —sonrió, siendo totalmente honesta.
— ¿No huele a repelente para mosquitos? —frunció su ceño, mirando sus manos tomar el Primer de meteoritos rosados, porque en primavera todavía podía abusar del rosado, sólo para el verano servía el dorado.
— What? —resopló nasalmente.
— Creo que es noventa por ciento alcohol —se encogió entre hombros, haciéndose hacia un lado para dejar que la rubia se viera en el espejo mientras esparcía las tres gotas de aquel humectante que hacía que la piel adquiriera características etéreas y de canto celestial de ángeles con arpas luego de que la foundation fuera aplicada también.
— Entonces huele a repelente para mosquitos muy caro y muy sofisticado —sonrió—. It even smells provocative-ish .
Emma sólo sonrió con labios comprimidos, aunque la compresión sólo era para intentar ahogar la risa nasal. Esa sonrisa le hacía metafóricas cosquillas en su Ego porque era una buena compra.
En realidad era culpa de Natasha, porque jamás se había sentido insegura con sus fragancias en frascos hasta el momento en el que la escuchó, en numerosas ocasiones, hablar de que había algunos que tenían propiedades pesticidas y homicidas, pues mataban desde insectos hasta a humanos. Ella no quería oler a Baygon, ni a mujer de la vida, ella sólo quería oler de tal manera que no le diera dolor de cabeza ni a ella ni a la rubia, de tal manera que la rubia no lo sintiera off-putting . Iba por buen camino.
Dejó a Sophia en completa disposición del espejo y del tarro de bareMinerals y la brocha, y, con un giro sobre su pie derecho, se remitió al área del calzado para invertir un minuto, de brazos cruzados, en la más importante de las decisiones.
Todos eran negros, sólo un par de Jimmy no lo eran con exactitud porque tenían rojo bajo la malla negra, y todos tendían a ser puntiagudos. Dos pares de Jimmy, un par de Zanotti, unos Gianvito Rossi, y el par Louboutin que era para reír y llorar. Quedó el par Louboutin y el de Gianvito Rossi, y, en cuanto se dio cuenta de que eran prácticamente el mismo diseño, optó por los que no estaban tan domados; los que no eran de suela roja.
— Seis treinta y cinco —murmuró Sophia mientras delineaba su párpado superior izquierdo—, que es ya casi.
— Te esperas aquí —asintió.
— Está bien —quiso encogerse entre hombros, pero, si lo hacía, sólo iba a estropear la perfección del trazo.
Emma sólo sonrió, y, sin decirle nada más, abandonó su santuario para ir en busca de su teléfono y su bolso.
Con el primer taconeo sobre el piso de madera, el Carajito dejó de jugar con la pata del sofá, la cual intentaría morder hasta el día en el que el ese sofá ya no estuviera en el apartamento, pues, aunque le llamara la atención lo frío de lo cromado, valoraba más la ausencia de un “stamáta” y de una amenaza de una revista o periódico enrollado. Carajito inteligente.
Se lanzó sobre el tiki chillón para nuevamente intentar separarle la cabeza del cuerpo, y sólo dejó de hacerlo cuando Emma pasó de largo hacia la cocina para revisar que tuviera agua y para ponerle la minúscula ración de cena que debía darle. Realmente no sentía nostalgia en cuanto a la comida se refería, pues se acordaba de las enormes cubetas de pintura que debía servirle a Prometeo, el Gran Danés de hacía tantos años. Al Carajito sólo tenía que servirle media taza dos veces al día, media en la mañana y media en la tarde/noche, porque Ania le servía la media taza al mediodía. Pero hoy le tocaba un cuarto de taza de leche, «o sea nada» , y un cuarto de taza de comida sólida, «o sea nada» .
Le rascó la cabeza con ligereza, como si se despidiera temporalmente de él y al mismo tiempo le advirtiera que no hiciera ningún desastre porque no tenía muchas ganas de limpiar algo que no fuera donde se suponía que debía hacer sus necesidades fisiológicas, y por maña y manía, se lavó las manos con un minuto para los cinco minutos que había apartado. Seis veintinueve.
No lo pensó dos veces, ni siquiera media vez, y, mientras se echaba el bolso al hombro, abrió la puerta del clóset de la entrada, metió la mano casi a ciegas, y sacó una chaqueta negra que se podía describir con epítetos tan ligeros como “genérico”, “ tailored” , y “chic”. Agitó su bolso para escuchar que sus llaves estuvieran en él y salió del apartamento como pocas veces lo hacía; sin audífonos en la mano y sin iTunes o Spotify que la acompañara en el trayecto. Probablemente habría utilizado ese tiempo para escuchar tres minutos con cuarenta segundos de Loverboy, o tres minutos con cincuenta y cinco segundos de Toto. “ Working for the Weekend ” vs. “ Hold the Line ”. Probablemente podría haber considerado “ You and I ”, Medina con Deadmau5, pero era un minuto y diecinueve segundos demasiado larga.
En el noveno piso se le unió la mujer que utilizaba gafas oscuras en todo momento, y que, en más de una ocasión, la había visto sostener la lata de cerveza y el frasco de ansiolíticos en la misma mano mientras encendía un cigarrillo con la otra. La mujer del french poodle que tanto aborrecía. Su nombre: Petite .
¿Se llamaría así simplemente porque su nombre indicaba que su procedencia era francesa? Si de “Petite” no tenía nada. Tenía cara de asesino en serie, de perro psicópata, y no era por ser racista. Bueno, ella había tenido un perro llamado “ Piccolo” y tampoco era precisamente pequeño, pero no se llamaba como sea que se dijera “pequeño” en alemán, «he reminded me of Joely Richardson, I don’t know why» . Se llamaba “Piccolo” porque se lo habían entregado con nombre.
Se aguantó la respiración por no más de quince segundos, y, en cuanto llegó al vestíbulo, salió primero para no tener que sufrir nasalmente por el rastro del apestoso aroma que se escondía bajo aquella esponjada pelusa blanca-amarillenta-grisácea.
Se sentó en uno de los sillones que estaban un tanto escondidos por los cuatro altos floreros que delineaban el pasillo hacia los ascensores, miró de reojo a Józef, quien leía el periódico entre rumores y murmullos porque era incapaz de leer en silencio, en especial cuando no lograba entender el contenido al cien por ciento, y se dedicó a colocarse la chaqueta para no tener que cargarla en su brazo por los dos kilómetros que se interponían entre su hogar y el restaurante. En cuanto terminó, y que escuchaba a Józef repetir “twelfth” para afinar la pronunciación, se concentró en las agujas de su aburrido reloj. ¿Debía comprarse un reloj nuevo? Quizás sí. El Patek ya era un poco viejo, pero estaba en perfecto estado debido al cuidado con el que lo trataba, pero quizás no le venía mal tener uno que otro día de descanso. De comprarse uno nuevo, ¿cuál se compraría? Llámenla extraña, rara, potencialmente desquiciada, pero, a decir verdad, consideraba que un reloj debía ser alemán o suizo porque eran las únicas personas en el planeta que se podían describir como personas puntuales “puntuales”; ella no podía confiar en un reloj Bvlgari porque los italianos no eran precisamente puntuales, y quizás era la superstición y la devoción por querer estar siempre a tiempo, que, aunque hubiera sido Vitruvio quien inventara el conteo portátil del tiempo, habían sido los germanos, en especial los suizos, quienes se habían encargado de perfeccionar la invención, la precisión, y la estética. Si de relojes se trataba, tenía que ser suizo. Sí o sí. Superstición absoluta, o quizás sólo era que, cuando había tenido un Cartier, sentía que los segundos eran más largos de lo normal.
Los requisitos para comprar un reloj eran los siguientes: - suizo o alemán,
nuevo,
de preferencia con cara redonda, quizás rectangular, nada de tonneau ni cuadrada, - diámetro entre 30 y 39 milímetros, - cronógrafo,
fecha,
de preferencia con números, no importaba si eran romanos o arábigos,
con las tres manecillas; horaria, minutero, y segundero, - «rose or white gold, never yellow gold», nunca de una mezcla de colores,
de preferencia waterproof, - de preferencia con brazalete de cuero, aunque no se oponía a uno de acero; sí a los de caucho y a los de cualquier tela, - y que no pareciera de juguete.
Cuando el segundero se posó sobre la corona plateada, y que el minutero apuntó al treinta y cuatro, Emma se puso de pie, echándose el bolso al hombro mientras todavía pensaba en cómo quizás podía ser un Omega aunque las opciones se vieran, muy probablemente, reducidas a una única opción. Podía ser un Longines u otro Patek, y, en ese caso, al igual con el que se encontraba en los catorce días de mantenimiento, debía ser de hombre porque, aparentemente, el mundo pensaba que un cronógrafo, con fecha, era demasiado complicado para una mujer. Como para mitificar los modelos “Complications” y “Grand Complications” .
Bordeó los floreros, le sonrió a Józef, y salió por las puertas por las que siempre salía. Se volvió hacia el dorado y largo panel que estaba a su derecha, y, con la mirada fija en el segundero, esperó a que el minutero aterrizara sobre el treinta y cinco. Eso era lo que entendía ella por puntualidad. Seis y treinta y cinco, y su dedo índice presionó el circular y abultado botón que daba a conocer únicamente el número del apartamento al que llamaba.
Esperó pacientemente, sin contar los segundos que le tomarían a la rubia llegar al intercomunicador. Utilizó esos momentos para decidir qué decir en cuanto su llamado fuera atendido: ¿sería un “soy yo”? ¿Sería un “ya estoy aquí”? Pero eso no decía nada, pues, ¿“yo” quién? ¿“ya estoy aquí” – no me digas? Quizás era mejor un “¿estás lista?”, pero la respuesta sólo podía ser afirmativa o negativa, y después ¿qué?
— Pronto —la saludó Sophia con aquella voz que no era suya por la distorsión del intercomunicador.
— Emma —dijo nada más, pues esperaba un “ who is it?” o un “yes, Józef?” .
— Ahorita bajo —repuso, acabando con el estrés de la italiana que ya suspiraba con alivio.
Se guardó las manos en los bolsillos del jeans mientras esperaba los calculables dos-tres minutos que le tomaría en llegar a su encuentro.
Pensó en cómo le faltaba algo cheesy que delatara el carácter de aquella velada; quizás le faltaban flores o quizás un pequeño, cursi, y risueño animal de felpa con relleno de polietileno. «Nah» , rio nasalmente.
Estaba en aquella risa que sólo ella entendía, y jugando con la típica minúscula roca con la punta de su stiletto, cuando escuchó, a lo lejos, el timbre de alguno de los ascensores. Se volvió apenas sobre su hombro derecho, y, conforme su mirada analizaba el taconeo de pies a cabeza, se fue ensanchando con la sonrisa de una grata sorpresa.
Eran unos Giuseppe Zanotti, los que habían sido comprados como una excusa de tipo “son tan bonitos que no puedo no llevármelos”, que cabían bajo el estilo de “sandals” pero sólo porque descubrían el pie casi en un ochenta y cinco por ciento, de cremallera al talón, de trece centímetros de elevación de aguja, y todo de gamuza negra. Piernas desnudas que brillaban por recién haber sido humectadas. La tela negra empezaba a la altura de sus rodillas, envolvía sus muslos con el justo descaro para que no se le viera ni flojo ni demasiado ajustado, se adhería, sin vergüenza alguna, a cada curva, a cada planicie, y a cada protuberancia. No era precisamente escotado, porque no se trataba de desnucar a los peatones, o a los comensales, o a los meseros, o al eventual taxista, porque no se trataba de ser un arma de seducción barata y colectiva; se trataba de la seducción de la persona de ensanchados ojos verdes y de creciente sonrisa. De cuello bajo, sí, pero no de escote sino sólo de un corte más conservador que terrorista.
¿Tirantes? Sí y no. Eran tirantes que en realidad funcionaban como mangas, pero no eran de una longitud convencional como para denominarlo manga corta o desmangado, y, sobre el hombro, corrían las pequeñas y brillantes rocas que se encargaban de ser la única decoración del vestido. En la espalda, las mangas, o tirantes, se cruzaban a media altura, y eso era todo.
La melena, recargada sobre el lado izquierdo, parecía haber sido domada con tiempo y con tres fugaces sesiones de peine y no de cepillo. El volumen se lo había arreglado tras su oreja, detrás del arete que había estrenado el viernes anterior por obra y gracia de la personalidad de compradora compulsiva que dominaba a Emma. Una sonrisa millonaria, una mirada de una pizca de incomodidad por el penetrante pero inevitable acoso, y un bolso negro, con formato de sobre postal y de broche de calavera que delataba su diseñador.
Con la mirada de Józef encima, y con la curiosidad de reojo de la dueña del poodle maloliente, se saludaron civilizada y fríamente con un beso en cada mejilla.
— You look absolutely… —suspiró Emma contra su mejilla durante el primer beso—, breathtaking —le sonrió contra la otra mejilla.
— I’m afraid I overdressed… —murmuró, tal y como probablemente muchas mujeres lo hacían. Eso debía estar en el manual.
— You didn’t —disintió Emma con la misma sonrisa, «I’m underdressed» .
— Good —suspiró con una sonrisa de alivio, que era tan real como sintético.
— I didn’t know if you wanted to walk or go by taxi —dijo, justificando la ausencia de un taxi e intentando no delatar sus ganas de hacer tiempo con la caminata de veinte calles y dos avenidas—. We could easily hail a cab —añadió ante la indeleble sonrisa rubia que no delataba nada en lo absoluto.
— We have time —susurró, ofreciéndole la mano izquierda— , we can walk if that’s okay with you .
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Special thanks to my editor. Get well soon.