Anónimos en la Red
No tenía ni idea de cómo era la gente a la que iba a conocer. Sólo la conocía a ella, únicamente de alguna charla y de intercambiarnos algunas fotos. Pero la realidad suele obstinarse en hacernos muy diferentes a cómo queremos ser o como nos muestran las imágenes. A veces, nuestra imaginación nos juega malas pasadas.
Apenas había tráfico en la autopista y, una vez, en la carretera comarcal la situación se mantuvo. Algún vehículo más compartía la carretera conmigo pero iba tranquilo. Me desvié por una pequeña carretera local y, a los pocos kilómetros, tomé una pequeña pista que bajaba hasta la playa entre plantaciones de eucaliptos y palmeras. Había elegido aquella ruta pese a su estrechez y dificultad porque me dejaría casi en el centro de la playa, una pequeña plataforma de origen natural justo sobre las dunas que me permitiría ver fácilmente toda la playa.
No tenía ni idea de cómo era la gente a la que iba a conocer. Sólo la conocía a ella, únicamente de alguna charla y de intercambiarnos algunas fotos. Pero la realidad suele obstinarse en hacernos muy diferentes a cómo queremos ser o como nos muestran las imágenes. A veces, nuestra imaginación nos juega malas pasadas.
Me bajé del coche, acercándome al borde de la plataforma y comencé a observar la playa. Me fijé en un grupo de personas, un hombre, tres mujeres y dos niños pequeños. Estaban a menos de un centenar de metros, en una pequeña hondonada. Una de las mujeres parecía estar desnuda, las otras dos sólo llevaban la parte inferior de sus biquinis y caminaban tranquilas por la orilla.
El hombre parecía buscar algo entre unas bolsas. Cuando empezaba a girar la cabeza para observar el resto de la playa, tres largos kilómetros de arenal, una de las mujeres señaló hacia mí y otra de ellas, la desnuda se levantó y empezó a mover las manos llamando mi atención. Dudé un momento, no creí que fuera para mí pero salí de dudas cuando escuché mi nombre, más exactamente mi alias, de aquel chat.
- ¡Nikkybeachman! Grito ella.
Comencé a bajar por el sendero, bastante rápido. Ella avanzó hacía mí mientras se ponía un pareo a la cintura. Cuando nos encontramos el grupo, se había completado con otros dos hombres. Ella me dio un abrazo y un beso en la mejilla, me sentí cohibido. Ella seguía casi desnuda y yo sabía que uno de aquellos era su marido. Tenía un bonito cuerpo, puede que con algún kilo de más pero en cualquier caso estaba espléndida. No me atrevía a mirarla, me intimidaban los demás. Me cogió de la mano y nos acercamos al grupo, con su agradable acento me presentó a sus acompañantes.
- Y estos son: Ángel, Luis, Paco y aquí tienes a Sofía y a Tatiana.
- Yo me llamo Saúl.
Todos me dieron la mano y las chicas un par de besos. Aun así me sentía extraño.
Uno de ellos era su marido. Estaba preparándose junto con los otros dos para una jornada de pesca submarina.
- ¿Has practicado submarinismo antes?
- Los peces y los riesgos que podrían presentarse.
Como buenamente supe, les di todas las explicaciones.
- Esta no es una playa a la que suelo venir, expliqué.
Mientras tanto, ella escuchaba nuestra conversación cogida al brazo de su marido. No sé si me costaba más apartar mi mirada de sus ojos, de su sonrisa, de sus pechos o del pubis que se escondía entre el pareo.
Me preguntaron sobre mis planes.
- ¿Te gustaría ir de pesca con nosotros? Preguntaron de nuevo.
- Será difícil. Reí. El buceo no era ni mucho menos mi fuerte y además de no haberlo practicado más que de forma ocasional, no tenía equipo.
- Había pensado enseñaros alguno de los sitios interesantes de la zona y comer en algún sitio típico pero auténtico. No uno de esos destinados al turismo. Ellos, evidentemente, declinaron la propuesta.
A ella pareció agradarle pero no a sus amigas a las que los niños no dejaban mucho tiempo tranquilas. Hablaron un momento entre ellas y, por la cara de desilusionada de ella, parecía que me volvería pronto a casa o pasaría un día de playa. Su marido intervino y le dijo que si lo deseaba viniera conmigo y que nos encontraríamos para cenar todos juntos. Ella con la mayor sonrisa que recuerdo le dio un beso y me dijo con su suave acento:
- De acuerdo. Nos vamos los dos a esos sitios y a las siete nos encontramos todos para cenar donde tú propongas.
Les indiqué un sitio y nos despedimos. Fue rápido ya que previsoramente había confeccionado un par de planos con la situación del restaurante. Ella se puso una camiseta blanca y una braguita de bikini, cogió un bolso y se puso a mi lado.
- Ya estoy. Me dijo.
- ¿No pensarás ir así? Contesté. Una carcajada general acogió mis palabras.
- Iremos hasta el hotel y para cambiarme de ropa. Añadió.
Comenzamos a subir por el sendero y ella iba delante de mí. Su cadera se movía al ritmo de su voz, suave, dulce, agradable y profunda. Nos subimos al coche y nos dirigimos hasta su alojamiento mientras charlábamos de cosas absolutamente triviales y relacionadas con su estancia allí, de ella, de mí y de otras amistades comunes del chat.
En poco menos de un cuarto de hora, llegamos al hotel y nos bajamos del coche.
- Sube conmigo. Me dijo. Cierto es que no me hice mucho de rogar.
- Espérame aquí mientras me ducho rápido y me cambio de ropa. Asentí y me dirigí al balcón que se abría sobre el amplio paisaje de la zona.
Desde allí me giré un poco y miré hacia dentro. A través de la entreabierta puerta del baño vi su ropa caer al suelo mientras se desnudaba. Pronto la oí entrar en la ducha. Al rato la sentí junto a mí, se había envuelto en una toalla.
- ¿Qué ropa me pongo?
- Mejor ninguna le dije. Se rió y continuó.
- ¿Un vaquero y una camiseta valdrá? Le respondí afirmativamente.
Ella se volvió y entró en el dormitorio. En pocos minutos salió vestida con la ropa mencionada. La camiseta era roja y de un escote algo generoso. El pantalón se le ajustaba al cuerpo sin ser excesivamente apretado. En sus pies, unas sandalias rojas completaban su atuendo. Al menos en el exterior. Unos pendientes con piedras negras adornaban sus orejas. Estaba realmente impresionante.
Le hice una pequeña programación de lo que yo pretendía mostrarle y a ella le pareció bien.
- Recuerda que a las siete hemos quedado para cenar. Añadió.
Subimos al coche y nos dirigimos a un cercano museo. Antes tenía previsto detenernos en un mirador sobre el mar. Mientras conducía, la miraba de reojo y no podía dejar de pensar en su cuerpo desnudo, brillando allí en la playa.
El mirador estaba al final de un pequeño tramo de carretera que durante la semana no era muy visitado. Nos bajamos del coche y nos acercamos a la barandilla. Mientras lo hacíamos, yo le contaba la historia de aquel mirador, una antigua atalaya en la lucha contra los piratas y en la pesca de las ballenas. También, le indicaba las cosas que se podían ver desde allí. El paisaje era increíble, situado en un cabo. El mar era de un azul intenso y la brisa marina hacía que su pelo ondease como una bandera hermosa y excitante. Se apoyó en la barandilla y contempló el paisaje. Su escote era un balcón sobre sus pechos y un auténtico imán para mis miradas. Ella se dio cuenta, me miró y se rió pero su risa no era de burla. Era una risa franca, fresca, alegre.
- ¿Te gustan? Me pregunto.
- Sí, mucho. Le contesté.
- ¿Quieres verlas? Dijo con un alegre chispeo en los ojos.
Hizo ademán de subirse la camiseta pero, lo que es la suerte, en aquel momento llegó un coche y se bajaron más visitantes. Nos quedamos unos minutos más y nos fuimos. Nada más encender el motor de coche ella preguntó:
- ¿Te hubiese gustado?
- Sí. Le respondí.
- Antes, en la playa, ¿no me viste?
- Sí. Te vi. Pero no me atreví a mirarte. Me sorprendiste mucho, añadí.
Ella volvió a reírse y me hizo un guiño que parecía cómplice. Los dos nos reímos.
Al cabo de pocos minutos llegamos al aparcamiento del museo, apenas había coches y busqué un sitio a la sombra. Paré el motor y al poner el freno, sentí su mano sobre la mía. La miré y volví a quedar atrapado en sus ojos. Sólo su sonrisa podía competir con ellos.
- ¿Qué hubieras hecho si te hubiera mostrado los pechos?
- No lo sé. Contesté. Y me quedé pensando unos segundos.
- Supongo que te los hubiera acariciado. Puede que te hubiera besado.
- ¿De verdad? Preguntó ella con mirada pícara.
Le respondí haciendo un gesto y me volvió a besar. Esta vez fue un beso en los labios, suave y rápido pero nada fugaz. Al retirase dijo con un mohín en los labios:
- Y estoy peladita.
Eso sí que me desconcertó. Me sonrió y salió del coche. Yo tardé en reaccionar.
La visita al museo duró hasta que cerraron al medio día. Fue entonces cuando le propuse ir a comer, ella asintió y regresamos al coche. Entramos y justo cuando me colocaba el cinturón de seguridad, ella hizo un gesto. Rápidamente se subió la camiseta dejando al descubierto sus pechos vestidos por un sujetador de encaje y color burdeos. Con la misma rapidez, se lo bajó. Fue un auténtico visto y no visto. Miré su cara y me sonrió, con una sonrisa dulce que me encantó. Comimos en un pequeño restaurante. El comedor no era muy grande y estaba en un primer piso. Tres diminutas ventanas se abrían sobre el pequeño puerto pesquero y dejaban entrar el aire marino. Estábamos casi solos, únicamente un par de mesas más estaban ocupadas porque era pronto para comer.
Tras los postres únicamente yo pedí café. Aunque a ella le pareció muy malo. Mientras lo tomaba y nos traían la cuenta, ella adelantó su mano, cogió la mía y nos miramos.
- Llévame a un sitio especial, me dijo con mirada profunda y sonrisa leve, dulce e insinuante.
- ¿Quieres hacerlo? Le pregunté.
- Sí. Llévame donde desees, hagamos algo diferente y a las siete vayamos a la cena, añadió. La propuesta era inmejorable. Mi memoria retenía la imagen de su cuerpo desnudo en la playa y el color de su sujetador llenaba todo el comedor.
Salimos del restaurante y tras un breve recorrido llegamos al coche. Nada más entrar, nos abrazamos y nos besamos. Dejó que mis manos entraran bajo su camiseta y acaricié su piel. En el interior del coche hacía mucho calor, había estado a pleno sol y hasta era dificultoso respirar. Arranqué el coche y puse el aire acondicionado al máximo.
- Hace mucho calor, vamos a bañarnos. Llévame a un sitio donde nos podamos bañarnos. Me dijo y volví a besarla en los labios.
- Te deseo. Le dije.
- Vámonos. Contestó ella.
Salimos del puerto y, después de menos de media hora, tomé un desvió a la izquierda y, al cabo de unos dos kilómetros, por una pequeña pista de tierra que se internaba a través de un bosque y que acababa en un prado. Detuve el coche allí, nos bajamos y nos dimos un abrazo, largo, fuerte, muy intenso y lleno de caricias. Luego abrí el maletero y saqué una bolsa con el bañador y la ropa de playa. Había ido preparado para una jornada de playa. Ella se sorprendió.
- ¿No irás a ir con eso? Yo no llevo nada. Me preguntó.
- Es únicamente para sacar la toalla. Le contesté.
Fuimos por un pequeño sendero medio escondido entre arbustos y, al cabo de unos pocos minutos de camino y de muchos de abrazos, besos y caricias, llegamos a una pequeña playa. La verdad es que no parecía posible que aquel río tan pequeño pudiera formar aquella hermosa playa, ni aquel pozo de aguas tan profundas y transparentes. Ella se quedó un rato mirando el sitio.
- Me gusta. Me dijo. Se empezó a desnudar y yo la imité.
Fue la más rápida en desvestirse y, entre risas, se fue velozmente al agua. Yo la seguí casi inmediatamente. Antes de entrar al agua me detuve un instante para contemplar su cuerpo. Nadaba con cuidado como si no quisiera mojarse el pelo que se había recogido a la nuca con una pinza. Entré tras ella y buceé para verla bajo el agua, pero se dio cuenta y se cubrió con las manos mientras se reía y protestaba. Me acerqué, la abracé, la besé en la boca y le acaricié la espalda y las nalgas. Ella se apretó contra mí y se dejó caer despacio dentro del agua. Nos fuimos al fondo, apenas a poco más de un metro, besándonos sin separar nuestras bocas. Sentí el frescor de su saliva y el calor de su boca y la firmeza de su cuerpo. Más que nadar, nos arrastramos por el fondo hasta la orilla. Ella salió delante, ofreciéndome a la vista todo el esplendor de sus nalgas y de sus muslos. Se dejó caer sobre la hierba y giró su cuerpo mientras separaba sus brazos y piernas. La vista era una delicia. Su cuerpo era todo un ejemplo del esplendor de la belleza y del deseo. Mi mirada recorrió su cuerpo con deleite. Sus pechos subían y bajaban al ritmo de la respiración que parecía acelerarse y su vientre les acompañaba. Su pubis estaba delicadamente depilado, no tenía nada de vello, y sus muslos eran muy firmes.
Me tumbé de costado a su lado, casi sobre ella, y la besé en la boca con ansia hasta quedar sin aliento. Me fui deslizando lentamente sobre su cuerpo mientras la llenaba de besos hasta llegar a sus pechos. Los acaricie, los besé, los apreté, los mordí, los manoseé y los lamí. Fui goloso. Seguí bajando mi boca, recorrí su vientre con mi lengua y mis besos. Dejé atrás su ombligo, llegué al monte de Venus y alcancé su sexo. Dejó escapar un suspiro, suave, dulce, ansioso y sensual. Tomé con mis labios un clítoris excelso, repleto de deseo y de placer. Mis labios y mi lengua exploraron todo aquella parte de su cuerpo, cada pliegue y cada poro. Sus caderas comenzaron a moverse. Primero suavemente, de modo casi imperceptible, luego de forma cadenciosa, con movimientos suaves acompañados de suspiros y algún leve quejido. Aumentaron sus gemidos al tiempo que comenzó hablar con su apacible vocecita. Contaba cosas dulces, cosas excitantes y sensuales. Mi boca, mis labios y mi lengua recorrían todas aquellas formas del deseo. En un momento, su cuerpo pareció estremecerse. Su garganta dejó escapar un gemido, tensó su cuerpo y tomó mi cabeza entre sus manos al tiempo que la apretaba ligeramente entre sus muslos. Su cuerpo deseaba que la hiciese mía pero no lo hice en aquel momento. Seguí succionando hasta que llegó al más cálido de los orgasmos.
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